La Segunda Epístola a Timoteo


person Autor: Hamilton SMITH 89

library_books Serie: Bosquejo Expositivo


Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles (« ») y estas han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que se indican otras versiones, tales como:

  • Versión Moderna (V.M.), traducción de 1893 de H.B.Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas – 1166 Perroy, Suiza)
  • LBLA (La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, Usada con permiso)
  • Versión Reina-Valera Revisada en 1977 (RVR77), Editorial Clie

1 - Introducción

La Primera Epístola a Timoteo presenta la Iglesia de Dios como la casa de Dios y prescribe su orden divino según la mente de Dios. Reconoce que había, incluso entonces, individuos que se habían apartado a vana palabrería, queriendo ser doctores de la ley, y que había algunos que habían naufragado en cuanto a la fe. Se dan, también, advertencias de que en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe. No obstante, la masa de los cristianos es vista como deseando responder a sus responsabilidades manteniendo el orden de la casa de Dios, y el gran propósito del Espíritu en la Epístola es dar instrucciones en cuanto a ese orden y a la conducta que le corresponde en todos los detalles de su administración en la tierra.

En la Segunda Epístola a Timoteo todo cambia. La Iglesia, como casa de Dios, ya no es vista como mantenida en el orden según Dios, sino como habiendo caído en desorden por efecto del fracaso del hombre. En vista de este fracaso y desorden el apóstol Pablo escribe a Timoteo para estimularlo, instruirlo y exhortarlo en un día de ruina y, además, advertirlo que el mal continuaría y aumentaría durante todo el transcurso de la dispensación, manifestándose bajo sus peores formas en los postreros días.

Así, en el curso de la Epístola, aprendemos que ya en la época del apóstol el evangelio estaba en aflicción, el predicador a los Gentiles estaba en prisión, y los santos habían abandonado a aquel que les había dado a conocer la verdad plena del cristianismo (2 Timoteo 1). Falsos maestros se levantaban en la profesión cristiana; estos mediante profanas y vanas palabrerías, estaban enseñando errores que conducían a la impiedad, de tal manera que la casa de Dios vendría a ser como una casa grande en la que hay utensilios para usos honrosos asociados con utensilios para usos viles (2 Timoteo 2). Además, si tal era la condición que tenía al comienzo, una condición peor seguiría. En los postreros días, vendrían tiempos peligrosos cuando la masa de cristianos profesantes estaría caracterizada por la apariencia de piedad sin su eficacia (N. del T.: «teniendo la forma de la piedad, mas negando el poder de ella» – 2 Timoteo 3:5 – Versión Moderna). En una condición semejante, los malos hombres irían de mal en peor hasta que finalmente la profesión cristiana no soporte más la sana doctrina. De este modo, en la Primera Epístola la masa es contemplada aún como fiel, aunque algunos individuos hayan fracasado; en la Segunda Epístola, la masa ha fracasado, solamente algunos individuos permanecen fieles a su profesión (2 Timoteo 3 y 4).

Además, la epístola muestra que en el momento en el que la tormenta de mal estaba surgiendo, aquel que tan a menudo derrotó al enemigo y condujo a los santos, estaba a punto de ser retirado. De este modo podría parecer que el apóstol iba a ser retirado en el momento mismo cuando su presencia era más necesaria.

Sin embargo, esta combinación de circunstancias –la tormenta naciente de mal y la retirada de uno tan apropiado para enfrentarl – es usada por el Espíritu de Dios para demostrar a los fieles en todo el transcurso del período cristiano que, aparte de toda acción humana, Dios es suficiente para cada emergencia que ellos puedan ser llamados a enfrentar.

Aunque estaba a punto de partir, y esperando con confianza la corona de justicia en el día del Señor, el apóstol no podía más que sentir profundamente el fracaso de aquello que su servicio bajo la dirección de Dios él había contribuido a establecer en la tierra. Todo este dolor de corazón él lo vierte en los oídos de su amado hijo en la fe. Este desahogo del corazón del apóstol a Timoteo es usado por el Espíritu de Dios de dos maneras: por una parte, para advertir anticipadamente a los creyentes del carácter progresivo de la corrupción de la cristiandad a través del transcurso de toda la dispensación; y por otra parte, para presentarnos la grandeza de nuestros recursos en Dios, en Cristo y en las Escrituras, para que seamos sostenidos en medio del mal y andemos conforme a la mente de Dios en tiempos peligrosos.

La enseñanza de la Epístola es presentada en el orden siguiente:

  1. En primer lugar (2 Timoteo 1), las consolaciones permanentes del hombre piadoso en el día de ruina;
  2. En segundo lugar (2 Timoteo 2), la senda del hombre piadoso en un día de ruina;
  3. En tercer lugar (2 Timoteo 3), los recursos del hombre piadoso en los días postreros;
  4. En cuarto lugar (2 Timoteo 4), las instrucciones especiales para el servicio a Dios en el día cuando la masa de la profesión cristiana ya no soportará más la sana doctrina.

2 - Capítulo 1 — Las consolaciones del piadoso en el día de ruina

El Espíritu de Dios está a punto de presentarnos la ruina de la casa de Dios y el fracaso creciente de la profesión cristiana a través de todo el transcurso de la dispensación con su culminación del mal en los días postreros. Este terrible retrato del fracaso sin esperanza de la cristiandad bien puede consternar al corazón más resuelto. El apóstol, antes de describir la ruina, busca afirmar nuestras almas y fortalecer nuestra confianza en Dios presentándonos nuestros recursos permanentes en Dios. En este primer capítulo, hace pasar ante nosotro, la vida que es en Cristo Jesús (v. 1); las cosas que Dios nos ha dado (v. 6-7); el testimonio de nuestro Señor (v. 8); la salvación y el llamamiento de Dios (v. 9-10); el día de gloria, mencionado como «aquel día» (v. 12, 18); y las sanas palabras de verdad que ningún error pueden afectar (v. 13).

(V. 1). Pablo comienza la Epístola presentando sus credenciales. Escribe con toda la autoridad de «apóstol de Jesucristo». Es bueno para nosotros leer la Epístola como trayéndonos un mensaje de Jesucristo por medio de Su enviado. El apostolado de Pablo no es por ordenación o voluntad de hombre, sino «por la voluntad de Dios». Además, Pablo fue enviado por Jesucristo para servir en este mundo de muerte teniendo en cuenta el cumplimiento de la promesa de la vida, esta vida que es contemplada en toda su plenitud en Cristo Jesús en gloria. Como sucede a menudo con el apóstol Pablo, «la vida» es contemplada en su plenitud en gloria, y, en este sentido, puede ser mencionada como una promesa. Ninguna ruina de la Iglesia puede tocar esta vida que es en Cristo Jesús y que pertenece a todo creyente.

(V. 2-5). El apóstol puede dirigirse a Timoteo como a su «amado hijo». Qué consuelo es que en un día de ruina existan aquellos a quienes podemos expresar nuestro afecto sin reservas, y ante quienes, con toda confianza, podemos desahogar nuestros corazones. Dos características principales en Timoteo motivaron el amor y la confianza de Pablo. Primero, se acordaba de sus lágrimas; en segundo lugar, recordaba su fe no fingida. Las lágrimas de Timoteo demostraban que él era un hombre de una profundidad y de un afecto espiritual que sentía la condición baja y quebrantada de la profesión cristiana; su fe no fingida demostraba que él podía elevarse por encima de todo el mal en obediencia y confianza en Dios.

De hecho Timoteo puede haber sido de una naturaleza tímida y en peligro de haberse angustiado por el mal que estaba entrando en la Iglesia; como él se caracterizaba por lágrimas y fe, el apóstol fue estimulado a enseñarlo y exhortarlo sabiendo que tenía las cualidades que lo capacitarían para responder a este llamado. Y no es de otra forma hoy en día. Las enseñanzas de esta conmovedora Epístola encontrarán poca respuesta a menos que haya lágrimas –que son la señal de un corazón tierno que puede lamentarse sobre las desdichas del pueblo de Dios–, y la fe –capaz de adoptar el camino de separación de Dios en medio de la ruina.

Pablo se complacía en recordar en sus oraciones a este hombre de lágrimas y de fe. Que ánimo para los santos, cuando tienen el corazón quebrantado por la condición del pueblo de Dios, saber que hay santos consagrados y fieles que los recuerdan en oración. La fidelidad en un día de abandono une a los corazones en los lazos del amor divino.

(V. 6). «Por causa de lo cual, te amonesto que avives el don de Dios que hay en ti, por medio de la imposición de mis manos» (Versión Moderna). Habiendo expresado su amor para con Timoteo y su confianza en él, Pablo se pone a exhortar, a estimular y a enseñar. Primero, lo exhorta a avivar «el don de Dios» que le había sido impartido para el servicio del Señor. En su caso, este don le había sido dado a través del apóstol. En presencia de dificultades, de peligros e de infidelidad general, cuando parece que el ministerio no tiene resultados, existe el peligro de pensar que es casi inútil ejercitar un don. Por lo tanto, necesitamos la advertencia contra dejar caer el don en desuso. Debemos avivarlo, y en un día de ruina, debemos usarlo con más insistencia. Poco tiempo después, el apóstol dirá: «que prediques la palabra, que instes a tiempo y fuera de tiempo» (2 Timoteo 4:2).

(V. 7). Habiendo hablado de dones que son aptos para un individuo, el apóstol le recuerda el don que es común a todos los creyentes. Dios da a algunos un don especial para el ministerio de la palabra; pero a todo su pueblo da el espíritu de poder, de amor y de dominio propio. No parece posible que se haga referencia al Espíritu Santo, aunque el don del Espíritu esté sobrentendido. Se trata más bien del estado y el espíritu del creyente que resultan de la obra del Espíritu Santo y que participan del carácter del Espíritu, como el Señor dijo, «lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (Juan 3:6). Timoteo podía ser tímido por naturaleza, y dispuesto a mantenerse en segundo plano, pero el Espíritu Santo no produce espíritu de temor, sino de poder, de amor y de dominio propio. En el hombre natural podemos encontrar poder sin amor, o amor degenerado en un mero sentimiento. Con el cristiano, bajo el control del Espíritu, el poder se combina con el amor, y el amor es expresado con dominio propio.

Así, por muy difícil que sea la actualidad, el creyente está bien equipado con poder para hacer la voluntad de Dios, para expresar el amor de Dios, y para ejercitar un juicio sobrio en medio de la ruina.

(V. 8). Habiéndonos recordado el espíritu de santo denuedo que nos ha sido dado, el apóstol puede decir de inmediato, «No te avergüences pues del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, preso suyo» (Versión Moderna). El testimonio de nuestro Señor es el testimonio para gloria de Cristo establecido como hombre al poder supremo después de haber triunfado sobre todo el poder de Satanás. Pedro no se avergonzó del testimonio de nuestro Señor, cuando testificó con valentía, diciendo: «¡Que toda la casa de Israel lo sepa con certeza, Dios ha hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis!» (Hechos 2:36). Como alguien ha dicho, «Después que el diablo condujo al hombre a hacer lo máximo contra Cristo, Jesús es coronado con gloria y honra por encima de todo. ¡Con toda seguridad he aquí la victoria!»

De modo que, en este día, cuando la ruina ha entrado entre el pueblo de Dios, cuando el triunfo de Satanás es tal que Pablo está encarcelado, que los santos lo han abandonado y que el mal aumenta, el apóstol, con el sentimiento profundo de toda la derrota, es sostenido a través de todo y elevado por encima de todo, porque comprende que el Señor Jesús está en el lugar supremo de poder sobre toda la influencia de Satanás. El Señor en gloria es su recurso. Él dice, pues, «El Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas» y, «El Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino celestial» (2 Timoteo 4:17-18).

Nosotros hablamos mucho, y debidamente, de Cristo en Su senda terrenal, de Cristo en la cruz y del regreso de Cristo, pero raramente hablamos de Cristo en la gloria de Dios, donde está actualmente, y este es el testimonio del Señor –el gran testimonio que se necesita para el tiempo actual, el testimonio del cual se nos advierte que no nos avergoncemos.

Tan grande como sea la ruina, cual sea el fracaso entre el pueblo de Dios, cualesquiera sean las dificultades que debemos enfrentar, cuales sean las deserciones de los santos (2 Timoteo 1:15), la voluntad propia de aquellos que se oponen (2 Timoteo 2:25-26), o la maldad de los que procuran causarnos daño (2 Timoteo 4:14), nuestro recurso infalible lo encontramos en el Señor Jesús a la diestra de Dios. Mirándole a Él encontraremos, como el apóstol, que seremos elevados por encima de todos los fracasos, ya sea en nosotros o en los demás. ¡Lamentablemente!, en nuestras dificultades podemos empeorar las cosas procurando corregirlas con nuestras propia fsuerzas; mientras que, si nos volvemos hacia el Señor, hallaremos como Pablo, que el Señor está con nosotros para fortalecernos y para librarnos de toda obra mala.

Cuán necesario es que rindamos un testimonio claro a la presente posición del Señor en el lugar de supremacía y poder como Hombre en la gloria, en quien está todo recurso para sostenernos en los días más oscuros.

Además, cuidémonos de avergonzarnos de aquellos que, en un día de decadencia, buscan con valentía dar al Señor Su lugar; y estemos preparados para soportar el mal, si es necesario, en el mantenimiento del evangelio, conociendo que podemos contar con el poder de Dios para sostenernos.

(V. 9-10). Habiéndonos advertido de que no nos avergoncemos del testimonio del Señor, ni de Aquel que testifica de Su lugar supremo como Señor y que sufrió oprobio a causa de su testimonio, y habiéndonos estimulado a participar de las aflicciones del evangelio, el apóstol nos recuerda la grandeza de ese evangelio, que es poder de Dios para los que se salvan y para los llamados (1 Corintios 1:18, 24). Comprender la gloria del Señor y la grandeza del evangelio nos guardará de avergonzarnos del testimonio y nos preparará para soportar aflicciones por el evangelio.

Queda claro a partir de estos versículos que los dos grandes temas del evangelio son la salvación y el llamado. Por una parte el evangelio proclama el camino de la salvación; por otra parte nos presenta el propósito de Dios para el cual somos salvados. Nosotros somos propensos a limitar el evangelio al importante asunto de nuestra salvación; pero haciendo esto perdemos la bendición mucho más profunda enlazada con el propósito eterno de Dios, y de esta manera nos privamos de entrar en el llamado celestial. Está claro que el primer gran objetivo del evangelio es nuestra salvación, y Dios querría que el creyente no tenga ninguna incertidumbre en cuanto a esta salvación, como leemos en esta pasaje:, Él «nos salvó». El efecto bendito de la muerte y resurrección del Señor Jesucristo es situar al creyente más allá del juicio que se merece a causa de sus pecados, y librarle de la maldición de este mundo. Por lo cual leemos que Él «se dio a Ss mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo» (Gálatas 1:4). Aunque por ahora estamos, de hecho, en el mundo, moralmente nosotros no somos de él, siendo liberados de su poder e influencia.

Esta es la primera parte del evangelio, y con esta parte la mayoría del pueblo de Dios quiere estar satisfecha. No obstante, el evangelio proclama bendiciones mucho mayores, pues nos habla del llamado de Dios. No solo Dios nos ha salvado, sino que leemos que Él nos «llamó con llamamiento santo». En este pasaje el llamado es considerado como un «llamamiento santo»; también se habla de él como de un «llamamiento celestial» (Hebreos 3:1), y de un «supremo llamamiento» (Filipenses 3:14). La salvación nos libra de nuestros pecados y del mundo condenado al juicio; el llamado nos une con el cielo y con todas las bendiciones espirituales que Dios ha determinado para nosotros en los lugares celestiales en Cristo. Por lo tanto, las bendiciones del llamado de Dios no son «conforme a nuestras obra», ni a nuestros pensamientos, ni a nuestros méritos, sino que son «según su propio propósito y la gracia».

No solo nos deudas han sido pagadas, y hemos sido librados de la influencia y del poder de la escena en la cual incurrimos en las deudas, sino que aprendemos para nuestra admiración que, conforme al propósito de Dios, hay cosas preparadas para los que le aman que «ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre» (1 Corintios 2:9). En el llamado de Dios se nos revela el secreto de Su corazón, y lo hace desplegando ante nosotros una vasta perspectiva de bendiciones celestiales, y nos asegura que toda esta bendición fue determinada para nosotros en Cristo antes de la fundación del mundo. Aprendemos así que mucho antes de que nosotros hubiésemos pecado, o incurrido en una sola deuda, Dios tenía un propósito establecido para nuestra eterna bendición. Ningún mal que nosotros hayamos hecho, ningún fracaso de la Iglesia en cuanto a su responsabilidad, pueden alterar el propósito de Dios, del mismo modo que ningún bien que podamos hacer puede conseguirlo.

Este propósito eterno ha sido manifestado ahora por la aparición de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien abolió la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por medio del evangelio. Cristo al morir en la cruz, ha soportado, por el creyente, el juicio de muerte que pesaba sobre nosotros, y nos abrió una nueva escena de vida e incorrupción. La muerte no puede impedir que el creyente entre en esta escena de vida y bendición conforme al propósito de Dios. No solo el alma pasa de muerte a vida, sino que el cuerpo también se vestirá de incorrupción. De este modo, por medio del evangelio, es traída a la luz una esfera de vida e incorruptibilidad que nunca más podrá ser enturbiada por la muerte o la corrupción. En el poder del Espíritu, podemos disfrutar ya de esta nueva escena.

(V. 11). Además, se nos ha dado a conocer este evangelio en toda su plenitud por medio de un instrumento especialmente designado –uno que viene a nosotros como apóstol de Jesucristo para los Gentiles. Viene, por lo tanto, con la autoridad adecuada a través de un apóstol que habla por revelación e inspiración.

(V. 12). Asimismo, fue a causa de su fiel testimonio que Pablo tuvo que sufrir. No fue ninguna maldad lo que le llevó al sufrimiento y al oprobio. Su celo como heraldo, su consagración como apóstol enviado por Cristo, su fidelidad a la Iglesia como maestro, le permitió decir, «por causa de lo cual también padezco estas cosas» (v. 12 –Versión Moderna). La prisión fue solo una de «estas cosas» que este siervo fiel tuvo que padecer. Hubo otros sufrimientos sentidos de forma más penetrante por su sensible corazón, pues «estas cosas» incluyeron el abandono de aquellos que él amaba en Asia y entre quienes había trabajado por tanto tiempo. Además, también sufrió por la oposición de profesantes que se oponían a la verdad (2:25), por la persecución de hombres malvados (3:11-13), y por la maldad de individuos profesantes que, como Alejandro, hacían mucho daño al apóstol (2 Timoteo 4:14). Sin embargo, viendo que sufría por su fidelidad como siervo de Jesucristo, puede decir, «no me avergüenzo». Además, no solamente no se avergonzaba, sino que no fue derribado, y no dejaba salir de sus labios ninguna palabra de enojo ni resentimiento a causa de la injusticia del mundo, y el abandono, ingratitud, e incluso oposición por parte de muchos cristianos. Es elevado por encima de toda depresión, todo resentimiento y todo rencor, ya que está persuadido de que Cristo puede guardar su depósito hasta aquel día. Cuando a Cristo «le ultrajaban, no respondía ultrajando; cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba a aquel que juzga con justicia» (1 Pedro 2:23 –LBLA). En el espíritu de su Maestro, y en presencia del padecimiento, de la deserción y de los insultos, Pablo encomienda todo en manos de Cristo. Su honra, su reputación, su carácter, su defensa, su felicidad, todas estas cosas son encomendadas a Cristo sabiendo que, aunque los santos puedan abandonarlo, e incluso oponérsele, con todo, Cristo nunca le faltará. Está persuadido de que Cristo puede cuidar sus intereses, defender su honra y corregir todo mal en «aquel día».

En la luz de «aquel día» Pablo puede pasar triunfalmente a través del «día de hoy» con todo sus insultos, burla y vergüenza. Podemos preguntarnos porqué se permitió que el consagrado apóstol fuera abandonado y recibiera oposición incluso de parte de los santos; pero nosotros no nos preguntaremos en «aquel día» cuando todo lo malo será corregido, y cuando se hallará que toda la vergüenza y el padecimiento y el oprobio resultarán en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo. Los fieles en el día de hoy pueden realmente ser una minoría pequeña e insignificante, como el apóstol Pablo y los pocos que estaban asociados con él al final de su vida; no obstante, en «aquel día» se hallará que fue mucho mejor haber estado con los pocos despreciados que con la mayoría infiel.

La vanidad de la carne gusta de ser popular y darse importancia a sí misma, y hacerse prominente ante el mundo y los santos, pero en vista de aquel día, es mejor tomar un lugar humilde no atrayendo la atención sobre uno mismo, que tomar un lugar público y hacerse notar, pues allí se hallará que los primeros serán postreros; y los postreros, primeros.

De hecho, nosotros podemos padecer a causa de nuestro propio fracaso, y esto debería humillarnos. Sin embargo, con el ejemplo del apóstol ante nosotros, hacemos bien en recordar que si hubiéramos andado en fidelidad absoluta, nosotros habríamos padecido aún más, pues siempre permanece como una verdad que «todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución» (2 Timoteo 3:12 –Versión Moderna). Si somos fieles a la luz que Dios nos ha dado, y procuramos andar en separación de todo aquello que es una negación de la verdad, hallaremos, en nuestra pequeña medida, que tendremos que enfrentar persecución y oposición, y, en sus formas más dolorosas, de nuestros compañeros cristianos. Y cuando viene la prueba, es bueno si podemos hacer como Pablo, encomendar todo al Señor, y esperar que tome nuestra defensa en «aquel día». Muy a menudo somos iracundos e impacientes en la presencia de daños que se nos hace, y procuramos corregirlos en el «día de hoy,» en lugar de esperar «aquel día». Si, en la fe de nuestras almas, la gloria de aquel día resplandece ante nosotros, en lugar de ser tentados a rebelarnos ante los insultos y daños que puedan ser permitidos, nos gozaremos y alegraremos porque, dice el Señor, «vuestro galardón es grande en los cielos» (Mateo 5:12).

(V. 13-14). Siendo que este gran evangelio, con su salvación y su llamado, llega a Timoteo a través de una fuente inspirada, él es exhortado a retener «el modelo de las sanas palabras» (1:13 –RVR77) que había oído del apóstol. Las verdades comunicadas a Timoteo en «sanas palabras» debían ser registradas de forma ordenada, como un modelo, de modo que pudiese declarar clara y ciertamente lo que él sostenía. Teniendo este modelo, las verdades transmitidas por las «sanas palabras» serían contempladas en correcta relación las unas con las otras. Para nosotros, este modelo se encuentra en la Palabra escrita, y muy especialmente en las Epístolas de Pablo. Así, en la Epístola a los Romanos, hay una presentación ordenada de las verdades concernientes a nuestra salvación, mientras que sus otras Epístolas dan un ejemplar en cuanto a la Iglesia, a la venida del Señor y otras verdades. En la cristiandad, este ejemplar se ha perdido en gran parte por el uso de textos aislados fuera de su contexto. Este modelo, presentado en la Escritura, debe ser guardado celosamente. Hombres sinceros pueden intentar formular su creencia en confesiones religiosas, artículos de religión y credos teológicos. Tales expedientes humanos, cualquiera sea su utilidad en su lugar, resultan siempre ser insuficientes para alcanzar la verdad y no pueden tomar el lugar del modelo inspirado presentado en la Escritura.

Por otra parte, este modelo de sanas palabras recibidas del apóstol, debe ser sostenido, no como un mero credo al cual podemos otorgar nuestro asentimiento, sino en fe y amor en Cristo Jesús, la Persona viviente de quien la verdad habla. No es suficiente tener un modelo (o forma) de sanas palabras. Si la verdad ha de ser efectiva en nuestras vidas, ella debe ser sostenida «en la fe y amor que es en Cristo Jesús». La verdad que cuando es presentada por primera vez al alma es recibida con gozo, perderá su frescura a menos que sea mantenida en comunión con el Señor. Además, si la verdad debe ser sostenida en comunión con Cristo, solamente puede ser en el poder del Espíritu Santo. Por lo tanto, toda la extensión de la verdad contenida en el modelo (o forma), de las sanas palabras que había sido dado a Timoteo, debía ser guardada por el Espíritu Santo que mora en nosotros.

(V. 15). La inmensa importancia de mantener el modelo de la verdad en comunión con Cristo, mediante el poder del Espíritu, es enfatizada por el hecho solemne de que aquel por medio del cual la verdad había sido revelada fue abandonado por el cuerpo principal de santos en Asia. Los mismos santos a quienes habían sido revelados el llamado celestial y toda la extensión de la verdad cristiana, se habían apartado de Pablo. No se trata de que estos santos se habían apartado de Cristo, o que habían renunciado al evangelio de su salvación; pero la verdad del llamado celestial revelada por el apóstol no había sido sostenida en comunión con Cristo, y en el poder del Espíritu. Por lo tanto, ellos no estaban preparados para estar asociados con él en el lugar exterior de rechazamiento en este mundo que la verdad plena del cristianismo implica.

Es evidente que nosotros no podemos confiar en los santos más iluminados para el mantenimiento de la verdad. Es solamente del modo que Cristo ordena los afectos en el poder del Espíritu que nosotros guardaremos el buen depósito que nos ha sido encomendado.

(V. 16-18). La referencia a Onesíforo y su casa es muy conmovedora. Demuestra que la indiferencia y el abandono de la mayoría no condujeron al apóstol a pasar por alto el amor y la amabilidad de un individuo y su familia. De hecho, el abandono de la mayoría hizo que el afecto de los pocos fuese mucho más precioso. Cuando la gran mayoría afligía el corazón de Pablo, había por lo menos uno de quien él podía decir, «muchas veces me confortó». Los demás podían avergonzarse de él, pero de este hermano él podía decir que «no se avergonzó de mis cadenas». Cuando los demás le abandonaron aún había uno de quien él puede escribir, «me buscó solícitamente y me halló». Cuando los demás no se ocupaban de él, Pablo puede reconocer con placer a este hermano que «tantos servicios» le prestó «en Éfeso» (v. 18 –Versión Moderna).

Cuán gratificante debe haber sido para el corazón del apóstol, en el día de su abandono, comprender la compasión y las consolaciones de Cristo hallando su expresión a través de este hermano consagrado. Si Pablo no olvida esta expresión de amor en el día de su abandono, el Señor no la olvidará en «aquel día» –el día de la gloria venidera.

3 - Capítulo 2 — La Senda Del Piadoso En Un Día De Ruina

El creyente, instruido en la mente de Dios, no puede hacer menos que admitir que lo que es tenido por iglesia de Dios ante los hombres no tiene ningún parecido a la Iglesia de Dios presentada en la Escritura. Este grave alejamiento de la Palabra de Dios muestra claramente que la intención de Dios para con la Iglesia, durante su residencia temporal en un mundo del cual Cristo está ausente, ha sido arruinada en manos del hombre. Pocos, de hecho, negarían que vivimos en un día de ruina. Es, sin embargo, de importancia primordial entender claramente lo que nosotros queremos decir cuando hablamos de la ruina de la Iglesia.

Debemos recordar que en la Escritura la Iglesia es contemplada en dos maneras. Por un lado, es presentada conforme al consejo de Dios; por otro lado, es vista en relación con la responsabilidad del hombre. En el primer aspecto es presentada en la Escritura como fundamentada sobre Cristo el Hijo de Dios, compuesta de todos los creyentes verdaderos, y destinada a ser presentada a Cristo como una Iglesia gloriosa, sin que tenga mancha, ni arruga, ni cosa semejante. Como tal, es el resultado de la obra de Cristo, y las puertas del infierno no pueden prevalecer contra ella. Ninguna ruina puede tocar la obra de Cristo, ni hacer anular los consejos eternos de Dios para Cristo y la Iglesia.

En el segundo aspecto, la Iglesia es contemplada como establecida en responsabilidad para testificar de Cristo durante el tiempo de Su ausencia, y para presentar la gracia de Dios a un mundo necesitado. ¡Es lamentable! La Iglesia ha fracasado completamente en llevar a cabo esta responsabilidad. A través de la falta de dependencia en el Señor, de sumisión al Espíritu, y obediencia a la Palabra, el pueblo de Dios se ha dividido y se ha dispersado; y la carencia de vigilancia ha terminado en una vasta profesión que incluye a creyentes e incrédulos. Como resultado, aquello que pasa ante el mundo como Iglesia, lejos de representar la gloria de Cristo, es «una negación de la naturaleza, el amor, la santidad y los afectos de Cristo». De esta manera, en la tierra, el testimonio de la Iglesia ha sido arruinado. El hecho de que tengamos que hablar de una iglesia profesante que es visible, y de una iglesia espiritual compuesta de todos los verdaderos creyentes, solo muestra cuán completa es la ruina.

Entonces, si hablamos de vivir en un día de ruina, queremos dar a entender que nos ha tocado nuestra porción en un día durante el cual el testimonio rendido por la Iglesia a un Cristo ausente ha sido arruinado. En los discursos a las siete iglesias en el libro del Apocalipsis tenemos un perfil profético de la historia de la Iglesia en la tierra, vista como el testigo responsable para Cristo; en ellos tenemos el fracaso progresivo de la Iglesia en responsabilidad, predicho con exactitud divina por el Señor mismo, comenzando con su alejamiento del primer amor, y finalizando con una condición tan nauseabunda para Cristo que finalmente ella será vomitada de Su boca.

La Escritura, sin embargo, da luz adicional con respecto a un día de ruina. En esta Segunda Epístola a Timoteo, no solo tenemos la predicción de la ruina, sino que el Espíritu Santo, por medio del apóstol Pablo, da instrucciones muy definidas al piadoso acerca de cómo actuar cuando la ruina ha entrado. No obstante lo oscuro del día, por grande que sea la ruina, el pueblo de Dios no es dejado sin la guía divina. La misericordia de Dios ha marcado una senda para Su pueblo en un día de ruina. Nosotros podemos carecer de la fe en Dios y de la consagración a Cristo que son necesarias para tomar la senda; a pesar de todo, ella está señalada en la Palabra de Dios para la obediencia de la fe.

Así, llegamos a la conclusión de que dos cosas son necesarias para tomar inteligentemente la senda de Dios en medio de la ruina. Primero, es esencial tener algún conocimiento de la doctrina de Pablo (la cual incluye la verdad del evangelio así como la verdad de la Iglesia); en segundo lugar, tiene que haber una correcta condición espiritual. Sin un cierto conocimiento de la Iglesia, tal como es presentada en la Escritura, sería imposible apreciar la extensión de la ruina; y sin una correcta condición espiritual, el creyente estará poco dispuesto para tomar la senda que Dios ha señalado en medio de la ruina.

Pablo asume, evidentemente, que aquel a quien él escribe conoce bien su doctrina. En los capítulos 1 y 2, él se refiere a las cosas que Timoteo había oído de él (2 Timoteo 1:13; 2:2); y en el capítulo 3, dice, «Tú empero has conocido perfectamente mi enseñanza» (2 Timoteo 3:10 –V.M.). No hay, por lo tanto, ninguna revelación doctrinal de la verdad de la iglesia en esta Segunda Epístola. Tal verdad es presentada plenamente por el apóstol en las epístolas a los Efesios y a los Colosenses, en la Primera Epístola a los Corintios y en la Primera Epístola a Timoteo.

La senda de Dios para nosotros en un día de ruina, y la condición espiritual que se necesita para tomar la senda, son develadas en este segundo capítulo de la Segunda Epístola a Timoteo. Si deseamos responder a los pensamientos de Dios en este día de fracaso, nosotros haremos bien en estudiar, orando sin cesar, este importante pasaje. Las verdades de este capítulo pueden ser consideradas en el orden siguiente:

(a) La condición espiritual necesaria para discernir y tomar la senda de Dios en medio del fracaso de la cristiandad (v. 1-13);

(b) Un breve bosquejo del curso del mal que ha conducido a la corrupción de la cristiandad (v. 14-18);

(c) El recurso del piadoso y la senda de Dios para el individuo en medio de la ruina (v. 19-22);

(d) El espíritu en el cual enfrentar a aquellos que se oponen a la senda de Dios (v. 23-26).

3.1 - La condición espiritual necesaria para la senda de Dios en un día de ruina (v. 1-13)

(V. 1). La gracia espiritual es la primera gran necesidad en un día de debilidad. Por eso la exhortación del versículo del comienzo es, «fortalécete en la gracia que hay en Cristo Jesús» (2 Timoteo 2:1 –LBLA). Para resistir la creciente marea del mal, para caminar en una senda que el Señor ha señalado para los Suyos en medio de las corrupciones de la cristiandad, y para continuar caminando con determinación en esta senda a pesar del fracaso, de la oposición y del abandono, se requiere gran gracia –la gracia que hay en Cristo Jesús. Cualquiera que sea la oposición que pueda haber para con la senda de Dios, cualesquiera sean las dificultades al perseverar en ella, cualesquiera sean las tentaciones a apartarse de ella, la gracia del Señor es suficiente para permitir al creyente vencer toda oposición, elevarse por encima de cada dificultad, resistir toda tentación, y obedecer Su palabra y responder a Sus pensamientos. Como alguien a dicho, «Cualquiera sea la necesidad, Su plenitud es la misma, no disminuida, accesible y gratuita». La gracia espiritual es el primer requisito para los «hombres fieles» en un día de infidelidad. Además, la gracia de la que el apóstol habla es más que un «espíritu agradable». Implica que en el Cristo resucitado y ascendido, a partir de la época del inicio de la Iglesia en la tierra hasta el último día de su estancia temporal aquí, está cada recurso que capacita al hombre de Dios a mantener su vida de testimonio y servicio sin recurrir a ninguno de los recursos del hombre que tantos han adoptado en un día de decadencia. Escribiendo a los Corintios, el apóstol puede agradecer a Dios por «la gracia de Dios» que les fue dada «en Cristo Jesús»; y al instante él muestra que esta gracia es «toda palabra», el «conocimiento» y los dones con los que ellos habían sido enriquecidos en Cristo («Siempre doy gracias a mi Dios por vosotros, por la gracia de Dios que os fue dada en Cristo Jesús, porque en todo fuisteis enriquecidos en Él, en toda palabra y en todo conocimiento, así como el testimonio acerca de Cristo fue confirmado en vosotros; de manera que nada os falta en ningún don, esperando ansiosamente la revelación de nuestro Señor Jesucristo» (1 Corintios 1:4-7 – LBLA). Cada exhortación en el capítulo que estamos considerando solo profundizará nuestro sentido de la necesidad de la gracia que hay en Cristo Jesús si hemos de responder a la mente de Dios.

(V. 2). En segundo lugar, no solo la gracia es necesaria, sino que los fieles deben poseer también la verdad, si quieren ser provistos con la mente de Dios para un día de decadencia y ser idóneos para enseñar a otros. Además, la verdad necesaria para un día de ruina no es solamente la verdad que se encuentra en la Escritura como un todo, sino, muy especialmente, la verdad comunicada por el apóstol en presencia de muchos testigos. En un día de ruina, los escritos apostólicos se convierten en una prueba muy determinante a través de los cuales se puede discernir a los «hombres fieles». «Nosotros somos de Dios; el que conoce a Dios nos oye; el que no es de Dios, no nos oye» (1 Juan 4:6).

Entonces, para que durante todo el tiempo podamos poseer la verdad, Timoteo es enseñado a encargar «las cosas» oídas del apóstol a hombres fieles, quienes, a su tiempo, estarán capacitados para enseñar a otros. Es el camino de Dios que la verdad encerrada en los escritos apostólicos sean encargados a aquellos que son idóneos para enseñar a otros. La autosuficiencia y la presunción de la carne pueden congratularse a sí mismas de que pueden prescindir de la ayuda de otros; pero, mientras Dios es soberano y puede enseñar directamente desde Su palabra, Su modo habitual es mantenernos mutuamente dependientes los unos de los otros –para recibir como necesitando aprender, y para comunicar a otros la verdad y la luz que hemos recibido.

Además, es importante ver que lo que nosotros transmitimos no es autoridad oficial, o posición oficial, sino la verdad. Timoteo no tenía encargo ni poder para transmitir a cualquier individuo, o clase de individuos, el derecho exclusivo u oficial a predicar. Era la verdad revelada, afianzada contra el error por medio de testigos, la que tenía que ser encargada a otros. A la luz de esta Escritura bien podemos preguntarnos en qué medida estamos respondiendo a nuestra responsabilidad de encargar a otros esta preciosa herencia de verdad que hemos aprendido de hombres fieles. Mantener la verdad, y transmitirla a otros, solo es posible cuando somos fuertes en la gracia que es en Cristo Jesús.

(V. 3). El mantenimiento de la verdad en un día de decadencia general implicará sufrimiento. Naturalmente, evitamos el sufrimiento. Por lo tanto, Timoteo es exhortado –y cada uno que desea ser fiel a Cristo– de esta forma, comparte sufrimientos «como buen soldado de Cristo Jesús» (LBLA). Comparado con Pablo, la parte de sufrimientos que nosotros podemos ser llamados a soportar será pequeña; pero, dondequiera que haya un santo hoy en día que rechace el error y defienda la verdad, él debe estar preparado, en cierta medida, para enfrentar oposición (2 Timoteo 2:25), persecución (2 Timoteo 3:12), desamparo (2 Timoteo 4:10), y maldad (2 Timoteo 4:14); y, como en el caso del apóstol, estas cosas pueden venir incluso de sus hermanos. Esto implica sufrimiento, y naturalmente cuando se sufre injustamente, nosotros estamos inclinados a desquitarnos. Se nos recuerda, por lo tanto, a tomar nuestra parte de sufrimientos, no como un hombre natural, sino «como buen soldado de Cristo Jesús». Un buen soldado obedece a su Capitán y actúa como Él. Cristo es el gran Capitán de nuestra salvación, y Él ha alcanzado Su lugar de gloria, y nos ha dejado el ejemplo perfecto de padecimiento y paciencia, pues «cuando Le ultrajaban, no respondía ultrajando; cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba a aquel que juzga con justicia» (1 Pedro 2:23 – LBLA). Actuar de una manera tan contraria a la naturaleza humana ciertamente requerirá de nosotros que nos fortalezcamos «en la gracia que es en Cristo Jesús» (2 Timoteo 2:1).

El Señor Jesús está en el lugar de poder supremo y a su debido tiempo ejercerá el poder mediante el cual Él puede someter a todos los enemigos bajo Sus pies. Es aún, no obstante, el día de la gracia; el día de juicio para los enemigos de la gracia no ha llegado todavía. Por consiguiente, nosotros no necesitamos poder para aplastar a nuestros enemigos, sino gracia para tomar nuestra parte en las penalidades. Esteban, en presencia de sus enemigos, quienes crujían los dientes contra él, y le apedrearon, miró fijamente al cielo a «Jesús, puesto en pie, a la diestra de Dios» (Hechos 7:55 –V.M.). Pero, aunque Jesús es Señor en el lugar de poder supremo, Él no actúa por lo general en poder para aplastar a los enemigos de sus siervos; tampoco dio a Esteban poder para aplastar a sus enemigos. Él hizo lo que estaba en perfecta congruencia con el día de la gracia. Él dio gracia mediante la cual Esteban tanto se fortaleció en la gracia que hay en Cristo Jesús que pudo tomar su parte de los sufrimientos, y, como un buen soldado de Cristo Jesús, no amenazó o ultrajó a sus perseguidores; al contrario, él oró por ellos y encomendó su espíritu al Señor.

Pablo, igualmente en su día, tanto se fortaleció en la gracia que hay en Cristo Jesús que soportó el sufrimiento por amor a Cristo y encomendó su vida, su felicidad, su todo, a Cristo para «aquel día» (2 Timoteo 1:12).

(V. 4). En cuarto lugar, si nosotros, de corazón, aceptamos la senda de Dios en un día de ruina, será necesario que nos guardemos de enredarnos en los negocios de esta vida. El apóstol no sugiere que no debamos atender a los negocios de esta vida, o que seamos llamados a dejar necesariamente nuestros negocios terrenales. En otros pasajes de la Escritura, él rechaza tal pensamiento, pues nos enseña determinadamente a trabajar con nuestras manos para proveer las cosas honradamente, y puede decir de sí mismo, «vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido» (Hechos 20:34). Pero él nos advierte contra el hecho de que permitamos que los negocios de esta vida ocupen de tal manera nuestro tiempo, absorban nuestras energías, y ocupen tan completamente nuestras mentes, de tal manera que quedemos enredados en una red, y no seamos ya libres para llevar a cabo la voluntad de Dios. El buen soldado de Cristo Jesús es uno que procura, no agradarse a sí mismo, o incluso a los demás, sino que en primer lugar procura agradar a Aquel que le ha escogido para ser un soldado. En fiel lealtad a Aquel que le ha escogido para ser un soldado bajo Su liderazgo, y procurando solamente Su deleite, deberíamos rechazar toda organización humana que involucre la dirección de alguna autoridad humana. Escapar de los enredos de esta vida y ser leales al Capitán de nuestra salvación solo será posible en la medida que nos fortalezcamos en la gracia que es en Cristo Jesús.

(V. 5). En quinto lugar, utilizando los juegos públicos como figura, el apóstol dice, «También el que lucha como atleta, no es coronado si no lucha legítimamente». De igual modo en la esfera espiritual, la corona no será dada por una gran actividad, ni por la cantidad de servicio, sino por la fidelidad en el servicio. La corona es dada al que lucha legítimamente. Se podría argumentar que, en un día de gran debilidad, cada uno de nosotros tiene que adoptar cualesquiera métodos que pensemos que son los mejores para llevar a cabo nuestro servicio. Para responder a tales argumentos, somos especialmente advertidos que, en un día de ruina, aún se mantiene como una obligación para nosotros el luchar «legítimamente». De esta forma, la introducción de métodos carnales, maquinaciones humanas y recursos mundanos en el servicio del Señor, es condenada. Servir conforme a los principios de la Escritura requerirá que nos esforcemos «en la gracia que es en Cristo Jesús».

(V. 6). En sexto lugar, el siervo fiel debe estar preparado para trabajar antes de gozar de los frutos. No es tiempo de descansar, es el tiempo de trabajar; el tiempo de la siega está por venir. A menudo somos impacientes de ver frutos; pero es mejor perseverar en nuestro trabajo, sabiendo que Dios no es injusto para olvidar la obra de nuestra fe y el trabajo de nuestro amor (1 Tesalonicenses 1:3). El siervo fiel espera oír el «¡Muy bien, siervo bueno y fiel!» (Mateo 25:21 –LBLA) de Aquel a quien él busca complacer, y solo entonces recibir la corona después de haber luchado legítimamente, y participar de los frutos después de haber trabajado.

(V. 7). «Considera lo que digo, pues el Señor te dará entendimiento en todo» (LBLA). No es suficiente, sin embargo, tener estas exhortaciones y admitir, de un modo general, su verdad. Si ellas han de gobernar nuestras vidas, debemos considerar lo que el apóstol dice; y, a medida que consideremos estas cosas, el Señor nos dará entendimiento en todas las cosas. Progresaremos poco en el entendimiento divino a menos que tomemos tiempo para meditar. El apóstol puede presentarnos ciertas verdades, pero él no puede darnos el entendimiento. Esto, el Señor solo lo puede hacer. De modo que leemos que el Señor no solo «les abrió las Escrituras» a los discípulos, sino que Él «les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras» (Lucas 24:27, 32, 45).

(V. 8). Además, como un estímulo para llevar a cabo estas instrucciones, nuestra mirada es dirigida a Cristo. Debemos recordar a «Jesucristo, del linaje de David, resucitado de entre los muertos según mi evangelio» (V.M.). No es simplemente el hecho de la resurrección lo que debemos recordar, sino a Aquel que ha resucitado, y eso como Hombre de la simiente de David. ¿Somos llamados a padecer en la senda de fidelidad? Entonces recordemos que nuestra parte de los «sufrimientos» es pequeña comparada con los «sufrimientos» a los cuales Él tuvo que hacer frente. Si por causa de una pequeña fidelidad de nuestra parte nos hallamos abandonados, objetos de oposición e insultados, incluso por muchos del pueblo de Dios, recordemos que Cristo, en Su senda perfecta, fue siempre fiel a Dios y anduvo haciendo bienes a los hombres; y sin embargo, debido a Su fidelidad, Él siempre estuvo en oprobio. Por eso Él pudo decir, «por amor de Ti he sufrido afrenta» (Salmo 69:7), y otra vez, «Me devuelven mal por bien, y odio por Mi amor» (Salmo 109:5 –V.M.).

Si, en la senda del servicio, somos exhortados a soportar sufrimientos, procurando solamente agradar a Aquel que nos ha escogido, recordemos que Cristo pudo decir, «yo hago siempre lo que Le agrada» (Juan 8:29). Nada podía mover al Señor de la senda de absoluta obediencia al Padre. Él trabajaba, teniendo en vista los frutos de Su trabajo, pues Él pudo decir, «Me es necesario hacer las obras del que Me envió, entre tanto que el día dura» (Juan 9:4). Ahora Él ha terminado la obra que Dios le dio para hacer; los sufrimientos y el trabajo han finalizado y Lo vemos resucitado y coronado de gloria y de honra, para recibir allí en resurrección «el fruto del trabajo de su alma» (Isaías 53:11 –V.M.). Entonces, en nuestra senda con su medida de penalidades y trabajo, «acordémonos de Jesucristo».

(V. 9). No solamente tenemos el modelo perfecto del Señor Jesús en Su senda de sufrimiento y trabajo, sino que tenemos el ejemplo del apóstol Pablo quien, en su consagración para dar a conocer el evangelio, participó en una medida considerable a los sufrimientos de la vida de Cristo. En lugar de estar en honra en este mundo, él padeció hasta prisiones a modo de malhechor. Así él siguió en las pisadas de Su Maestro quien fue acusado por el mundo religioso de Su día de ser «un hombre comilón y bebedor de vino» (Lucas 7:34), de tener «demonio» (Juan 8:48), y de ser un «pecador» (Juan 9:24). Ninguna persecución por parte del mundo puede impedir que la bendición alcance al escogido de Dios. El mundo puede poner en prisión al predicador; no puede encarcelar la Palabra de Dios. En realidad, la enemistad del mundo que encarceló a Pablo solo se convirtió en una ocasión para llevar el evangelio ante los grandes de la tierra, y además para escribir en la prisión las Epístolas que revelan tan maravillosamente nuestra vocación.

(V. 10). Puede ser que nosotros no estemos preparados para soportar mucho sufrimiento o insulto, pero el apóstol puede decir: «todo lo soporto por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna». Alguien ha dicho, «¡Cuán pocos aventurarían decir estas palabras como siendo la experiencia de sus propias almas desde ese día hasta el día de hoy! No obstante, podemos desearlo fervientemente en nuestra medida; pero esto supone en el creyente no meramente una buena conciencia, y un corazón ardiendo en amor, sino también un juicio completo a sí mismo, y ¡Cristo morando en su corazón por la fe!» (William Kelly).

Los escogidos de Dios obtendrán sin duda la salvación y alcanzarán la gloria. Sin embargo, en el camino a la gloria todo el poder de Satanás, la enemistad del mundo y las corrupciones de la cristiandad se habrán puesto en formación de batalla contra ellos. Así que será a través de prueba y sufrimiento que alcanzarán la gloria. Para hacer pasar a los escogidos a través de tales circunstancias, se necesitará toda «la gracia que es Cristo Jesús» ministrada, como a menudo lo es, a través de Sus siervos fieles.

(V. 11-12a). Para animarnos a recordar a Jesucristo y seguir el ejemplo del apóstol de aceptar la senda de sufrimiento y trabajo, se nos recuerda la palabra fiel, «Si somos muertos con Él, también viviremos con Él». Si somos llamados a soportar «todo,» incluso la muerte, no olvidemos que podemos dejar ir la vida a la luz de la gran verdad de que habiendo muerto con Cristo, de cierto viviremos con Él. Y no solo viviremos con Él sino que, «si sufrimos, también reinaremos con Él».

(V. 12b-13). Existe, sin embargo, la solemne advertencia, «si le negamos, él también nos negará, si somos infieles, él permanece fiel; porque no puede negarse a sí mismo». La negación aquí no es una caída aislada, por muy vergonzosa que ella sea, como en el caso del apóstol Pedro, sino la línea de conducta continuada de aquellos que, independientemente de la profesión que hacen, niegan la gloria y la obra del Hijo. Los tales serán negados, tal como se ha dicho verdaderamente que «Dios dejaría de ser Dios, si Él consintiera la deshonra de Su Hijo». Entre toda la infidelidad de la cristiandad hacia Cristo, «Él permanece fiel; porque no puede negarse a Sí mismo».

De esta forma, los primeros versículos de este gran pasaje demuestran claramente que, para discernir la parte de Dios en un día de ruina y, sobre todo, para andar fielmente este camino frente a las deserciones, la oposición y la maldad, no se necesita pedir poder divino para aplastar a nuestros enemigos, sino la gracia que es en Cristo Jesús que nos permitirá tomar nuestra parte en el sufrimiento –la gracia que busca con ojo sencillo agradar a Aquel que nos ha escogido; la gracia que nos conducirá a luchar legítimamente, rechazando todos los métodos carnales y mundanos; y la gracia que está preparada para el trabajo paciente, mientras espera los frutos de este trabajo.

Además, necesitaremos, no solo gracia ministrada desde el Señor en gloria, sino entendimiento espiritual que el Señor solo puede dar, y sobre todo tener al Señor mismo ante nosotros como único Objeto –un Hombre verdadero de la simiente de David, pero un Hombre vivo en la gloria más allá del poder de la muerte.

3.2 - El curso del mal que ha conducido a la ruina de la Iglesia como casa de Dios (v. 14-18)

En los versículos que dan comienzo al capítulo hemos traído ante nosotros la condición espiritual que debería caracterizar a los «hombres fieles» y deberían capacitarlos para discernir la grave diferencia con la verdad, así como la senda de Dios en medio de la corrupción. Antes de presentarnos la senda de Dios, el apóstol, en los versículos 14 al 18, habla brevemente de algunos de los males que han causado la ruina de la iglesia responsable.

(V. 14-16). Ya hemos aprendido del capítulo primero que todos los que estaban en Asia se habían apartado del apóstol. Esto implica que la Iglesia no se había mantenido a la altura del llamado celestial. El primer paso en la decadencia de la iglesia fue la renuncia a su carácter celestial. La verdad más elevada es siempre la que primero es abandonada. Esta renuncia al llamado celestial dejó la puerta abierta para la intrusión del mundo y de la carne. En el versículo 14 de este capítulo, el siervo de Dios se refiere a la primera manifestación de la corrupción. Identifica la ruina con las especulaciones de la mente humana que conduce a contender «sobre palabras, lo cual para nada aprovecha», dejando ir, de este modo, «la palabra de verdad».

Él nos advierte contra disputas de palabras y nos llama a regresar, no solo a la palabra de la verdad, sino a la palabra de verdad usada bien.(*). Toda la Escritura es la palabra de la verdad y sin embargo qué desastre puede ser provocado al dar a la Escritura una interpretación particular, o al usar textos fuera de su contexto, y de esta forma, como Pedro dice, torcer la Escritura para nuestra destrucción (2 Pedro 3:16).

(*) (N. del T: además de la RVR60, otras traducciones al Español del versículo 15 rezan así: «Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que traza bien la palabra de verdad» (RVR09); «Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que maneja con precisión la palabra de verdad» (LBLA); «Procura con diligencia presentarte a Dios: aprobado, obrero que no tiene de qué avergonzarse, exponiendo justamente la palabra de la verdad» (V.M.); «Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que traza rectamente la palabra de verdad» (RVR77) –las palabras en cursiva son del traductor).

Luego, somos advertidos de una decadencia suplementaria. Las especulaciones sin provechoso del versículo 14 iban a degenerar en «discursos profanos y vacíos» (v. 16 –V.M.). Los discursos profanos tratan las cosas divinas como si fuesen cosas vulgares, que dan poca importancia a las cosas sagradas. Estos discursos son «vacíos» por el hecho de que los argumentos utilizados carecen de toda sustancia.

Además, somos advertidos de que estos «discursos profanos y vacíos» irán en aumento. En lo que respecta a la masa de la profesión cristiana, Pablo no mantiene ninguna esperanza en cuanto a que el movimiento de degradación pueda ser detenido permanentemente. Por el contrario, nosotros somos advertidos categóricamente que el mal avanzará «más y más» (v. 16 –V.M.).

Asimismo, somos advertidos de que con el aumento de los «discursos profanos y vacíos» vendrá un incremento de conductas impías. Conversaciones profanas conducen a un andar impío. Mantener o propagar el error degradará, como siempre, la conducta externa. El relajamiento de la doctrina conduce al relajamiento de las reglas o hábitos de conducta.

(V. 17-18). Un terrible resultado adicional del aumento de los discursos profanos y de la impiedad será la destrucción de las verdades vitales del cristianismo en las mentes de los hombres, pues leemos que la palabra de estos discursistas profanos se extenderá como gangrena la cual carcome interiormente hasta destruir los tejidos vitales del cuerpo.

De esta manera, paso a paso, con habilidad divina, el apóstol traza el progreso del mal que ha corrompido la cristiandad:

  • Primero, las especulaciones humanas sobre palabras que para nada aprovechan;
  • En segundo lugar, disputas sobre las palabras degenerando en discursos profanos y vacíos;
  • En tercer lugar, el constante aumento de los discursos profanos y vacíos conduciendo a la impiedad; la conducta externa de la profesión cristiana degradada constantemente a un nivel donde los hombres actúan sin temor de Dios.
  • En cuarto lugar, un andar impío que tiende a destruir y dejar a los hombres sin las verdades vitales del cristianismo.

Para mostrar el efecto de esta degradación y la malvada condición en la cual la cristiandad caería, el apóstol da dos ejemplos solemnes. Himeneo y Fileto, dos hombres dentro de la profesión cristiana, estaban enseñando el error. En lugar de «trazar rectamente la palabra de verdad», ellos habían errado acerca de la verdad. Enseñaban que la resurrección ya se había efectuado. Por lo visto, ellos no negaron la resurrección; parece que ellos la espiritualizaron y argumentaron que, de alguna manera, ya había tenido lugar. Un error tal no debe ser desestimado ligeramente como si fuese la descabellada especulación de fanáticos irresponsables. Independientemente de lo irrazonable del error, el apóstol prevé que este error corromperá la iglesia profesante y actuará como una gangrena. Tampoco es difícil ver que «trastornaría la fe» de aquellos que se embebieron del error. Si la resurrección ya se había efectuado, es evidente que los santos han alcanzado su condición final mientras están aún en la tierra, con el resultado de que la Iglesia cesa de esperar la venida del Señor, pierde la verdad de su destino celestial, y renuncia a su carácter de extranjera y peregrina. Habiendo perdido su carácter celestial, la Iglesia se arraiga en la tierra, tomando un lugar como parte del sistema para emprender la reforma y el gobierno del mundo.

Cuando este fin ha sido alcanzado, la obra del diablo ha sido hecha y él no conducirá más a sus instrumentos a insistir en el particular error. Hoy en día puede no haber nadie que intentara enseñar que la resurrección ya se ha efectuado, pero los resultados de este extravagante error permanecen y son contemplados plenamente desarrollados en la profesión cristiana. La constitución, la administración, los esfuerzos religiosos, el celo misionero de la profesión cristiana, dan por seguro que la îglesia está arraigada en su hogar y llevando a cabo su obra encomendada de reformar el mundo y civilizar a los paganos para hacer de este mundo un lugar respetable y feliz.

3.3 - La senda de Dios para el individuo en un día de ruina (v. 19-22)

(V. 19). Habiendo predicho la mala condición en que la cristiandad caería, el apóstol ahora nos instruye de qué manera actuar en medio de la ruina. Antes de hacerlo, él nos presenta dos grandes hechos para el consuelo de nuestros corazones:

En primer lugar, independientemente de la magnitud del fracaso del hombre, «el fundamento de Dios está firme». El fundamento es la propia obra de Dios –cualquiera sea la forma que esta obra pueda tomar– ya sea el fundamento en el alma, o el fundamento de la Iglesia en la tierra, por medio de los apóstoles y la venida del Espíritu Santo. Ningún fracaso del hombre puede anular el fundamento que Dios ha puesto, o evitar que Dios complete lo que Él ha comenzado.

En segundo lugar, se nos dice para nuestro consuelo, «Conoce el Señor a los que son suyos», y, como alguien ha dicho, «Este conocimiento es nada menos que un conocimiento de corazón a corazón, una relación entre el Señor y los que son Suyos». La confusión ha llegado a ser tan grande, creyentes e incrédulos se hallan en una asociación tan cercana, que, en lo que respecta a la masa, nosotros no podemos decir categóricamente quién es del Señor y quién no lo es. En una condición tal, que consuelo es saber que lo que es de Dios no puede ser desechado, y aquellos que son del Señor, aunque estén escondidos en la masa, a la larga no se pueden perder.

La obra de Dios, y los que son del Señor, saldrán a la luz en «aquel día» al cual el apóstol alude una y otra vez en el curso de la Epístola (2 Timoteo 1:12, 18; 4:8).

Habiendo consolado nuestros corazones en cuanto al carácter permanente de la obra de Dios y la seguridad de aquellos que son del Señor, el siervo de Dios instruye al individuo de qué manera actuar entre las corrupciones de la cristiandad.

Después de la partida de los apóstoles, la decadencia comenzó rápidamente y ha continuado a través de los siglos hasta que, hoy en día, vemos en la cristiandad la solemne condición predicha por Pablo. Además, como hemos visto, el apóstol no mantiene ninguna esperanza de recuperación por parte de la masa. Por el contrario, él nos advierte más de una vez que, con el paso del tiempo, habrá un incremento del mal. No solo aumentarán «los discursos profanos y vacíos» (2 Timoteo 2:16 –V.M.), sino que los «hombres malos y los impostores irán de mal en peor» (2 Timoteo 3:13 –V.M.), y llegará el tiempo cuando los que componen la profesión cristiana «no soportarán la sana doctrina» y, «apartarán sus oídos de la verdad» (2 Timoteo 4:3-4 –LBLA).

Si, como se nos muestra, no hay ninguna perspectiva de recuperación para la gran masa de la profesión cristiana, ¿cómo debe actuar el individuo que desea ser fiel al Señor? Esta pregunta profundamente seria es abordada y respondida por el apóstol en el importante pasaje que sigue a continuación – un pasaje que señala claramente la senda de Dios para el individuo en un día de ruina (2 Timoteo 2:19-22).

Primeramente, notemos que no se nos dice que dejemos aquello que profesa ser la casa de Dios en la tierra. Esto es imposible a menos que salgamos de la tierra o nos convirtamos en apóstatas. No debemos abandonar la profesión del cristianismo a causa de que, en manos de los hombres, esa profesión ha llegado a corromperse. Es más, no se nos dice que reformemos la profesión corrupta. A la cristiandad, como un todo, ya no es posible reformarla. Sin embargo, si no debemos dejar la profesión, ni debemos procurar reformar la masa, ni establecernos quietamente y aprobar la corrupción asociándonos con ella, ¿cuál es el curso que deberíamos seguir?

Habiendo consolado nuestros corazones el apóstol procede a presentar ante el creyente individual la senda en la cual Dios querría que caminara en un día de ruina. Podemos estar seguros que, no obstante lo oscuro que sea el día, cuán difíciles sean los tiempos, cuán grande sea la corrupción, nunca ha habido, ni nunca habrá, un período en la historia de la Iglesia en la tierra cuando los piadosos son dejados sin instrucción en cuanto a la senda en medio de la ruina. Dios ha visto con anticipación la ruina, y Dios ha suministrado en Su palabra lo necesario para un día de ruina. Nosotros podemos, por no estar ejercitados, no discernir la senda; por carecer de fe, podemos vacilar en tomarla; a pesar de todo, la senda de Dios está señalada para nosotros tan claramente en el día más oscuro como en el más resplandeciente.

Entonces, si Dios ha señalado una senda para Su pueblo en un día de ruina, es evidente que no se nos deja que inventemos una senda o que simplemente hagamos lo mejor que podamos hacer. Nuestra parte es procurar discernir la senda de Dios y entrar en ella en la obediencia de la fe, buscando al mismo tiempo la gracia de Dios que nos mantenga en la senda.

La separación del mal es el primer paso en la senda de Dios. Si no puedo reformar los males de la cristiandad, yo soy responsable de andar en orden. Aunque no puedo renunciar a la profesión del cristianismo, puedo, en efecto, separarme de los males de la profesión. Notemos cuidadosamente cuántas veces, bajo diferentes términos y diferentes maneras, se insta a la separación del mal en la Epístola. El apóstol dice:

  • «Evita los discursos profanos y vacíos» – (2:16, V.M.);
  • «Apártese de iniquidad» – (2:19);
  • «Si pues se purificare alguno de estos» de los instrumentos para usos viles, (2:21, V.M.).
  • «Huye también de las pasiones juveniles» – (2:22);
  • «Evita las cuestiones necias y nacidas de la ignorancia» – (2:23, V.M.);
  • «Apártate también de los tales» – (3:5, V.M.).

En primer lugar, entonces, le corresponde a todo aquel que invoca el Nombre del Señor apartarse de la iniquidad. No debemos unir el Nombre del Señor con el mal en ninguna forma. La confusión y el desorden de la cristiandad ha llegado a ser tan grande que, por un lado, podemos fácilmente juzgar mal que una persona no es del Señor, cuando en el fondo es un creyente verdadero –pero, «Conoce el Señor a los que son suyos». Por otro lado, aquel que confiesa al Señor es responsable de apartarse de la iniquidad. Si rechaza hacerlo, no puede quejarse si es juzgado mal. En un día de confusión ya no es suficiente que una persona confiese al Señor. Su confesión debe ser puesta a prueba. La prueba es, ¿nos sometemos a la autoridad del Señor separándonos de la iniquidad? Permanecer asociados con el mal y con el Nombre del Señor es unir Su Nombre con el mal.

(V. 20-21). En segundo lugar, no solo debemos separarnos de la iniquidad sino también de las personas asociadas con el mal, llamados aquí utensilios para usos viles (RVR60), o vasos para deshonra (V.M.). El apóstol utiliza la ilustración de una gran casa de un hombre del mundo para presentar la condición en que la cristiandad ha caído. Aquello que toma el lugar en la tierra de ser la casa de Dios, en lugar de estar aparte del mundo y en contraste al mundo, ha llegado a ser como el mundo y como las casas del mundo, en las que hay utensilios (o vasos) de diferentes materiales utilizados para diferentes propósitos, pero en las cuales los utensilios (o vasos) para usos honrosos pueden ser hallados en contacto con utensilios (o vasos) para usos viles (o para deshonra). Si, no obstante, un utensilio (o vaso) ha de ser útil al Señor (o útil al Dueño), no debe estar en contacto con un utensilio para uso vil (o para deshonra).

De este modo, el creyente que será útil al Señor es aquel que «se limpia él mismo» de utensilios para usos viles. Se ha señalado que el único otro lugar en el Nuevo Testamento en que la palabra traducida «limpia» es usada es en 1 Corintios 5:7, donde la asamblea de Corintios es instruida de este modo, «limpiaos… de la vieja levadura». Cuando la asamblea estaba en su condición normal, y un perverso era hallado en medio de ellos, se les había instruido «quitar» de entre ellos mismos a la persona perversa (1 Corintios 5:13). Aquí (v. 20), el apóstol prevé un tiempo cuando la masa profesante estará en una condición tan baja que no habrá poder para quitar al perverso. En una condición tal, cuando toda reconvención piadosa es en vano, los piadosos son instruidos a separarse de los utensilios para usos viles. En ambos casos el principio es el mismo: no debe haber ninguna asociación entre el piadoso y el impío. Para rechazar tal asociación, en un caso –la condición normal– la asamblea debe «limpiarse… de la vieja levadura»; en el otro caso –cuando ya no hay poder para lidiar con el mal– el instrumento para honra debe «limpiarse él mismo» de los utensilios para usos viles separándose de ellos. Alguien ha dicho, «Por consiguiente, si cualquiera que lleva el Nombre del Señor, y bajo el pretexto de la unidad, o por amor a la comodidad, o por parcialidad para con sus amigos, tolera el mal que la Escritura muestra que Dios aborrece, un hombre piadoso no tiene otra opción, sino que está obligado a oír la palabra divina y a limpiarse de estos vasos para deshonra».

Así, está claro que debemos dejar de hacer el mal antes de aprender a hacer el bien; ya que es solamente separada del mal que cualquier persona es santificada e idónea para el uso que le quiera dar el Señor y preparada para toda buena obra. La medida de nuestra separación será la medida de nuestra preparación. Alguien ha dicho con razón, «En cada época de la Iglesia cualquier pequeño esfuerzo por obedecer este mandato ha tenido su recompensa, ya sea que haya sido observado por uno o por más; y quienquiera que se tome el trabajo de investigar el curso de cualquier distinguido siervo del Señor, o de una compañía de creyentes, hallará que la separación del mal circundante fue una de las características principales, y que el servicio y la honra fueron proporcionales a esto, pero que disminuyeron y menguaron cuando esta llave al servicio fue descuidada o no fue utilizada».

Para su aliento y estímulo, aquel que actúa conforme a este mandato, se asegura que no solo será útil para el Señor, sino que él será un «instrumento para honra». Él puede tener que enfrentarse al oprobio, e incluso a la burla, de aquellos de quienes se separa, pero, dice el apóstol que «será instrumento para honra».

Estos versículos muestran que la separación es de un carácter doble; primero, debemos retirarnos de todo sistema inicuo; en segundo lugar, debemos separarnos de personas deshonrosas.

Aquí, entonces, está nuestra autorización para que el individuo se separe de todos estos grandes sistemas de los hombres, que desechan a Cristo como la única Cabeza de Su cuerpo, en los que creyentes e incrédulos están asociados juntos, y en los que no hay poder para lidiar con el mal o admitir principios que hacen imposible que se pueda lidiar con el mal(*).

(*) (N. del T.: Algo más sobre estos versículos: «Si, por lo tanto, uno se purificase de estos separándose de estos, él será un vaso para honra, santificado, útil para los usos del Dueño, preparado para toda obra buena». Traducción al Español de 2 Timoteo 2:21 de la Versión en Ingles de J. N. Darby; «Por lo tanto, si alguien deja de asociarse con esa gente, él llegará a ser un instrumento especial, separado para uso del dueño, preparado para toda obra buena». Traducción al Español de 2 Timoteo 2:21, Internacional Standard Versión.

(V. 22). La instrucción a separarse del mal es seguida por el mandato igualmente importante, «Huye también de las pasiones juveniles». Habiéndonos separado de las corrupciones de la cristiandad, debemos tener cuidado de no caer en las corrupciones de la naturaleza. «Pasiones juveniles» no solo aluden a los más indecorosos deseos de la carne, sino también a todas esas cosas que la naturaleza caída desea con la irreflexiva impetuosidad y obstinación de la juventud. Nunca estamos en mayor peligro de actuar en la carne que cuando hemos actuado en infidelidad al Señor. Alguien ha dicho, «podemos ser seducidos al relajamiento moral a través de nuestra satisfacción en nuestra separación eclesiástica». Cuan razonable es, entonces, esta exhortación a huir también de las pasiones juveniles, siguiendo, como lo hace, el mandato de apartarse de la iniquidad y separarse de los utensilios para usos viles.

Habiéndonos separado de las corrupciones de la cristiandad y habiendo rechazado las corrupciones de la naturaleza, somos exhortados a procurar ciertas grandes cualidades morales las cuales dan un carácter positivo a la senda. No se nos dice que sigamos a algún maestro prominente, aunque debemos reconocer de buena gana todo don, si conduce en la senda que tiene estas marcas. Las cualidades que debemos procurar son «la justicia, la fe, el amor y la paz».

La justicia viene necesariamente en primer lugar, ya que de lo que se trata aquí es de la senda individual. Habiéndonos separados de la iniquidad debemos juzgar nuestros caminos y ver que todas nuestras relaciones prácticas, sean en conexión con el mundo o con el pueblo de Dios, estén de acuerdo con la justicia.

Luego viene la fe y esto angosta la senda aún más, ya que la fe tiene que ver con Dios; y no todo camino justo es un camino de fe. La justicia práctica hacia los hombres, en el sentido de un trato honesto los unos con los otros, puede existir sin fe en Dios. La senda de Dios para los Suyos a través de este mundo demanda el ejercicio constante de la fe en el Dios vivo. No solo necesitamos una senda que caminar, sino que necesitamos fe para caminar la senda.

El amor es lo que sigue. Si estamos en relaciones correctas con lo demás, y caminando por fe en Dios, nuestros corazones serán libres para sentir una gran compasión por los demás. La «fe en el Señor Jesús» va seguida por el «amor para con todos los santos» (Efesios 1:15; Colosenses 1:4).

La paz viene al final y en su debido lugar como el resultado de la justicia, de la fe y del amor. La justicia encabeza la lista y la paz la cierra, pues «la semilla cuyo fruto es la justicia se siembra en paz» (Santiago 3:18 –LBLA). A menos que sea guardada por las cualidades que la preceden, procurar la paz puede degenerar en indiferencia a Cristo y en consentimiento del mal.

Aquí tenemos, entonces, enseñanzas claras para nuestro caminar individual en un día de ruina. Las enseñanzas, no obstante, no finalizan con estas instrucciones individuales, ya que, en este punto, el apóstol pasa de lo que es individual a lo que es colectivo. Él nos dice que estas cualidades han de ser procuradas «con los que invocan al Señor con corazón puro» (v. 22 –V.M.). Las palabras «con los» (plural) introducen claramente lo que es colectivo. Esto es de la más profunda importancia, ya que, sin esta enseñanza, podríamos preguntarnos, ¿Qué autorización nos da la Escritura para caminar con otros en un día de ruina? Aquí está nuestra autorización: no se nos deja aislados. Siempre habrá otros quienes, en un día de ruina, invocan al Señor con corazón puro. Invocar al Señor es la expresión de dependencia en el Señor y parece especialmente conectada con un día de alejamiento del Señor. En los malvados días de Set leemos que, «Entonces los hombres comenzaron a invocar el nombre de Jehová» (Génesis 4:26). Así, también, leemos de Abraham, cuando salió de su tierra, y de su parentela y de la casa de su padre, que él «invocó el nombre de Jehová» (Génesis 12:8). De este modo tenemos una compañía que, en lealtad al Señor, se han separado de las corrupciones de la cristiandad y, en este lugar afuera, caminan en dependencia del Señor, y lo hacen teniendo un corazón puro. Un corazón puro no es uno que afirma ser puro, sino más bien un corazón que, bajo la mirada del Señor, sigue la justicia, la fe, el amor y la paz.

De esta manera, tenemos una senda determinada señalada por la Palabra de Dios para un día de ruina caracterizada:

  • En primer lugar, por la separación de las corrupciones de la cristiandad;
  • En segundo lugar, por la separación de las corrupciones de la carne;
  • En tercer lugar, por procurar ciertas cualidades morales;
  • En cuarto lugar, por la asociación con aquellos que invocan al Señor con un corazón puro.

Si unos pocos se hallan reunidos, conforme a estas claras instrucciones, puede surgir la pregunta, ¿Qué principios han de guiarles en su adoración, al recordar al Señor, en sus reuniones para edificación, en su servicio, y en su forma de vida los unos para con los otros y para con el mundo? La respuesta es simple: los tales hallarán de inmediato que todos los principios para el ordenamiento de cada detalle de la asamblea de Dios están disponibles para guiarlos, tal como se nos presentan en la Primera Epístola a los Corintios y en otras porciones del Nuevo Testamento, principios que ninguna ruina de la iglesia puede anular. Además, habiéndose separado de los males de la cristiandad, los tales hallarán que muchos principios e instrucciones para la administración práctica de la iglesia, que difícilmente habría sido posible llevar a cabo en el sistema de los hombres, pueden ser aplicados ahora en sencillez. Así, los que aceptan la senda de Dios en un día de ruina hallarán que aún es posible caminar en la luz de la asamblea tal como fue constituida al principio. Ellos, de hecho, no tratarán de establecer que son la asamblea, o incluso de ser un modelo de la asamblea pues, a lo más, no son más que unos pocos individuos que se han separado de las corrupciones de la cristiandad y por eso, si dan testimonio, solo dan testimonio de la condición arruinada de la iglesia en estos días finales, más que ser un modelo de la iglesia en sus tempranos días.

3.4 - El espíritu en el cual hacer frente a la oposición (v. 23-26)

En los versículos que cierran el capítulo tenemos una advertencia importante para el siervo del Señor. En referencia a esta senda de separación de las corrupciones de la cristiandad, el apóstol prevé que al existir aquellos que van a obedecer estas instrucciones, también van a existir aquellos por medio de los cuales iban a recibir vigorosa oposición. La afirmación de estas verdades traería a la imaginación una multitud de «cuestiones necias, y nacidas de la ignorancia» (v. 23 – V.M.). La experiencia ha demostrado cuán verdadero es esto. Casi todo argumento que el ingenio humano puede sugerir ha sido utilizado para anular las claras enseñanzas de este pasaje. Se nos advierte que estos argumentos «engendrarán contiendas». Independientemente de lo que suceda, el siervo de Dios no debe dejarse llevar a la contienda –él «no debe ser contencioso». Si él permite dejarse llevar a la contienda, se puede encontrar completamente derrotado, aunque esté defendiendo la absoluta verdad. El siervo debe recordar que es solamente el siervo y no el Maestro. Como siervo del Señor, su tarea es exhibir el carácter del Señor –amabilidad, aptitud para enseñar, paciencia y mansedumbre en presencia de la oposición. La tendencia natural es defender y aferrarse a aquello con lo cual uno está asociado, incluso aunque ello sea completamente anti-escriturario. Por eso el primer efecto de la presentación de estas verdades es a menudo levantar oposición. Si, como puede ser, el siervo mismo una vez se opusiera, le conviene tener gran paciencia y mansedumbre al procurar instruir a los demás. Al presentar la verdad no debe ser con el pensamiento de que mediante su clara presentación, o mansedumbre de maneras, esta será aceptada, sino con la determinada conciencia de que solo Dios es quien puede traer a alguno al «conocimiento de la verdad» (v. 25 –V.M.).

4 - Capítulo 3 — Los recursos del piadoso en los postreros días

En el segundo capítulo hemos sido enseñados sobre la baja condición de la iglesia profesante, que se manifestaba ya en aquel día. Este tercer capítulo nos da una solemne descripción de la terrible condición en la que caerá la profesión cristiana en los últimos días.

Al vivir nosotros en estos días podemos estar agradecidos de que no se nos deja que nos formemos nuestro propio juicio en cuanto a la condición de la cristiandad. Dios ha predicho y ha descrito esta condición, de modo que podamos tener una estimación justa, y entregada divinamente, del pueblo de Dios profesante.

Careciendo de un pensamiento verdadero del cristianismo tal como la Escritura lo presenta, la masa de la profesión cristiana ve el cristianismo meramente como un sistema religioso a través del cual el mundo será reformado gradualmente y los paganos serán civilizados. Incluso, muchos de los hijos de Dios, con solo un conocimiento parcial de la salvación que trae el evangelio, abrigan la falsa expectativa de que, mediante la propagación del evangelio, el mundo se convertirá gradualmente y el Milenio será introducido.

Así, entre los meros profesantes, y en muchos de los verdaderos hijos de Dios, existe la equivocada impresión de que la cristiandad está progresando hacia una victoria triunfante sobre el mundo, la carne y el diablo. La verdad evidente de la Escritura es que la Iglesia, contemplada en la responsabilidad de los hombres, ha sido arruinada tan completamente que la masa de los que forman la cristiandad va camino del juicio.

Los escritores inspirados del Nuevo Testamento se unen al advertirnos del mal predominante de la profesión cristiana en los últimos días y del juicio que alcanzará a la cristiandad. Santiago nos dice que «el juez está a las puertas» (Santiago 5:7-9 –V.M.); Pedro nos advierte que «es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios» y que, en los postreros días, la profesión cristiana estará caracterizada por burladores y un materialismo grosero (1 Pedro 4:17; 2 Pedro 3:3-5); Juan nos advierte que en el último tiempo surgirán anticristos del círculo cristiano (1 Juan 2:18, 19); Judas nos habla de la apostasía venidera; y el apóstol en este pasaje solemne nos prepara para la espantosa corrupción que caracterizará a la profesión cristiana en su final.

Sin embargo, si para nuestra advertencia tenemos esta detallada descripción de la forma en que concluyen los días finales, del mismo modo tenemos, para el estímulo del piadoso, una revelación igualmente clara de la plenitud de nuestros recursos para permitir al creyente escapar de las corrupciones de la cristiandad y vivir piadosamente en Cristo Jesús.

Estos, entonces, son los dos grandes asuntos de este tercer capítulo –el mal de la cristiandad profesante en los últimos días y los recursos del piadoso en presencia del mal.

4.1 - Las corrupciones de la cristiandad en los últimos días (v. 1-9)

(V. 1). Dios no quiere que seamos ignorantes en cuanto a la condición de la cristiandad, ni que, bajo ningún pretexto especial de caridad, fingiéramos indiferencia al mal. Por consiguiente, el siervo de Dios abre esta parte de su enseñanza con las palabras, «También debes saber esto…». Él prosigue entonces a advertirnos de que «en los postreros días vendrán tiempos peligrosos (o «difíciles»)».

(V. 2-5). El apóstol procede a darnos con suma precisión un cuadro terrible de la condición en que la cristiandad caerá, delineando detalladamente las características preponderantes de aquellos que formarán la masa de la profesión cristiana es esos últimos días. El Espíritu de Dios habla de estos profesantes religiosos como de «hombres» pues no hay ninguna base para llamarles santos o creyentes. Sin embargo, es de notar, que el apóstol no está describiendo la condición de «hombres» paganos sino la de aquellos que profesan ser cristianos fingiendo la forma externa de piedad. En este cuadro terrible diecinueve caracteres son puestos ante nosotros.

(1) «Los hombres serán amadores de sí mismos». (V.M.). La primera y destacada característica de la cristiandad en estos días es el amor al yo. Esto está en contraste directo al cristianismo verdadero que nos enseña que Cristo «murió por todos, para que los que viven, no vivan ya para sí mismos, sino para aquel que por ellos murió, y volvió a resucitar» (2 Corintios 5:15 –V.M.).

(2) «Avaros» (RVR60) o, «amadores del dinero» (V.M.). Amarse a sí mismo conducirá a amar el dinero, pues con ello los hombres pueden comprar aquello que contribuirá a la gratificación del yo. El cristianismo nos enseña que el amor al dinero es la raíz de todos los males, y que aquellos que lo codician se extraviarán de la fe y serán traspasados de muchos dolores (1 Timoteo 6:10).

(3) «Vanagloriosos». El amor al dinero hará que los hombres se vuelvan vanagloriosos (o jactanciosos). Leemos en la Escritura acerca de los que «confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan» (Salmo 49:6); y otra vez, «el malo se jacta del deseo de su corazón, bendice al codicioso, y desprecia a Jehová» (Salmo 10:3). Los hombres no solamente se jactan de su habilidad adquiriendo riqueza, sino que, habiendo acumulado riquezas, ellos a menudo aprovechan la oportunidad para hacer notorios sus actos de caridad, en contraste a la humilde gracia del cristianismo que nos enseña dar de tal manera que la mano izquierda no sepa lo que hace la mano derecha.

(4) «Soberbios» o «arrogantes». La jactancia que lleva a gloriarse en uno mismo está estrechamente ligada con la arrogancia, o soberbia, que da mucha importancia al nacimiento, a la posición social y a las capacidades naturales, en contraste al cristianismo que nos conduce a estimar esas cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, nuestro Señor (Filipenses 3:8).

(5) «Blasfemos» o «maldicientes». La soberbia conduce a la blasfemia. Orgullosos de sus logros y de sus habilidades intelectuales, los hombres no dudan en hablar «mal de cosas que no entienden» (2 Pedro 2:12); y hablan «palabras contra el Altísimo» (Daniel 7:25) y atacan la Persona y la obra de Cristo, rechazando la revelación y mofándose de la inspiración.

(6) «Desobedientes a los padres». Si los hombres son capaces de blasfemar contra Dios, nos asombra poco que sean desobedientes a los padres. Si tienen poco respeto por las Personas divinas, no tendrán ningún respeto para con las relaciones humanas.

(7) «Ingratos» o «desagradecidos». Para aquellos que son desobedientes a los padres, toda misericordia de Dios es recibida como un asunto de derecho adquirido donde no hay ningún llamamiento al agradecimiento. El cristianismo nos enseña que todas las cosas creadas son misericordias «para que con acción de gracias» participen de ellas, «los creyentes y los que han conocido la verdad» (1 Timoteo 4:3).

(8) «Impíos» o «profanos». Si los hombres no agradecen las bendiciones temporales y espirituales, ellos pronto despreciarán y desdeñarán la misericordia y la gracia que concede las bendiciones. Esaú despreció profanamente la primogenitura mediante la cual Dios le habría bendecido.

(9) «Sin afecto natural». El hombre que trata ligeramente el amor y la misericordia de Dios pronto perderá el afecto natural hacia sus semejantes. El amor por sí mismo conduce a ser indiferente a los lazos de la vida familiar, o incluso a ver estos lazos como un obstáculo para la propia satisfacción.

(10) «Desleales» (RVR09), o «implacables» (RVR60). El hombre que es insensible al llamamiento del afecto natural seguramente será implacable, o será un hombre que no está abierto a ser convencido y que no puede ser apaciguado.

(11) «Calumniadores» o «falsos acusadores». Aquel cuyo espíritu vengativo es insensible a toda instancia no dudará en calumniar o acusar falsamente a aquellos que contraríen su voluntad.

(12) «Intemperantes» (RVR60) o «desenfrenados» (LBLA). El hombre que no duda en calumniar a los demás con su lengua, será uno que pierde el control de sí mismo fácilmente y actúa sin restricción.

(13) «Crueles» (RVR60), o «fieros» (V.M.), o «salvajes» (LBLA y Versión J. N. Darby en Inglés). Aquel que calumnia a los demás al hablar y actúa sin restricción, exhibirá una disposición salvaje que carece totalmente de la gentileza que caracteriza al espíritu cristiano.

(14) «Aborrecedores de los que son buenos» (V.M.), o «aborrecedores de lo bueno» (RVR60). La disposición salvaje ciega inevitablemente a los hombres a aquello que es bueno. No se trata solamente de que existan aquellos en la profesión cristiana que aman el mal, sino que ellos realmente aborrecen «lo bueno».

(15) «Traidores». No teniendo amor por lo que es bueno, los hombres no vacilarán en actuar con la malicia que traiciona las confianzas y que no tiene respeto por las intimidades de aquellos de quienes ellos profesan tratar como amigos.

(16) «Arrebatados» (RVR09), o «impetuosos» (RVR60, LBLA), o «protervos» (V.M.). El hombre que puede traicionar a sus amigos es uno que procurará determinadamente hacer su voluntad, indiferente a las consecuencias y sin consideración por los demás.

(17) «Infatuados» (RVR60), o «hinchados de orgullo» (V.M.), o «envanecidos» (LBLA). Lleno de vanidad, el hombre infatuado busca cubrir su obstinación bajo el vano fingimiento de que él está actuando por el bien general.

(18) «Amadores de los placeres, más bien que amadores de Dios» (V.M.). Siendo vanas las pretensiones de los hombres, sus búsquedas carecerán igualmente de toda seriedad. Las nubes del juicio venidero se pueden estar reuniendo pero la cristiandad, cegada por su propia vanidad y egoísmo, se abandona a sí misma a un torbellino de entusiasmo, procurando encontrar su placer en el gozo sensual, siendo los ministros profesantes de la religión, muy a menudo, los líderes en toda clase de placer mundano.

(19) «Tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella» (RVR60), o «teniendo la forma de la piedad, mas negando el poder de ella» (V.M.). De este modo, en los días finales de la cristiandad, se hallará a la masa profesante abandonándose a toda forma de mal, mientras procura cubrir su maldad con el manto de la santidad. Así, los cristianos nominales llegan a ser más malvados que los paganos, pues, mientras se complacen en todos los males del paganismo, ellos añaden a su maldad procurando ocultarlo bajo la forma de cristianismo, aunque completamente desprovisto de su poder espiritual. ¿Qué puede ser más desesperadamente malvado que el esfuerzo por usar el Nombre de Cristo como un manto para cubrir el mal? Es este manto de santidad lo que constituye los «días peligrosos» de los postreros días, pues la apariencia de piedad a veces engaña incluso a verdaderos cristianos.

Se observará que el primer mal y aquel que es destacado en primer lugar en este cuadro terrible es el incontrolable egoísmo de los hombres que conduce a todos los demás males. Los hombres, al ser amadores de sí mismos, codiciarán para ellos mismos y se jactarán de sí mismos. Jactándose de sí mismos, serán intolerantes a toda restricción sobre su yo, sea humana o divina. El amor a sí mismos y la gratificación del yo harán que los hombres sean desagradecidos, impíos y los conducirá a anular el afecto natural, y los convertirá en implacables y calumniadores. El amor al yo conducirá a los hombres a dar libre curso a sus pasiones, conduciendo al salvajismo en presencia de todo lo que frustra su voluntad. Este mismo amor al yo conducirá a los hombres a despreciar lo que es bueno, a traicionar confianzas, y, con vanidad precipitada, a ser amadores del placer en vez de ser amadores de Dios.

Tal es el cuadro terrible que la Escritura presenta de los últimos días de la profesión cristiana. Israel, que fue puesto aparte de todas las naciones para dar testimonio del Dios verdadero, fracasó tan completamente en la responsabilidad que al final se tuvo que decir de ellos, «el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles por causa de vosotros» (Romanos 2:24). Pero con una luz mucho mayor y con mayores privilegios, cuánto más terrible ha sido el fracaso de la iglesia profesante. Establecida para ser un testigo para Cristo en el tiempo de Su ausencia, la gran masa de aquellos que profesan el Nombre de Cristo se han hundido por debajo del nivel de los paganos y se han convertido en la expresión de la voluntad y de las pasiones de los hombres, y de este modo han llevado al bendito Nombre de Cristo a ser vituperado. ¿Podemos asombrarnos de que el fin será que aquello que profesa el Nombre de Cristo en la tierra será vomitado de Su boca? Sin embargo, no olvidemos que en medio de esta vasta profesión Dios tiene a los Suyos, y el Señor conoce a los que son Suyos. Ninguno de los que son Suyos se perderá, y al final aquellos que forman la verdadera Iglesia de Dios serán presentados a Cristo sin mancha ni arruga ni cosa semejante (Efesios 5:27).

Mientras tanto, el pueblo verdadero de Dios –los que invocan al Señor con un corazón puro– son claramente instruidos a «evitar» la profesión corrupta de la cristiandad (2 Timoteo 3:5 –«a estos evita»). No se nos llama a contender con los que forman esta gran profesión, y aún menos a pedir que el juicio caiga sobre ellos. Nosotros debemos evitar a los tales y abandonarlos al juicio de Dios.

Solamente en la medida que estemos separados de la profesión corrupta de la cristiandad apreciaremos verdaderamente su terrible condición o daremos algún testimonio adecuado a la verdad.

Percatándonos de la condición de la cristiandad, nos humillaremos ante Dios, confesando nuestro fracaso y debilidad, recordando que nosotros también tenemos la carne en nosotros que, de no ser por Su misericordia, puede traicionarnos fácilmente en cualquiera de estos males.

(V. 6-9). El escritor ha descrito la terrible condición que caracterizará a la cristiandad como un todo en los últimos días. Él nos advierte ahora contra un mal particular que se desarrollará a partir de esta corrupción. Una clase especial de personas surgirá, quienes serán instrumentos activos en la resistencia a la verdad mediante la enseñanza del error. Completamente aparte de su falsa enseñanza, los tales son condenados por los métodos subrepticios que ellos adoptan. Leemos que ellos «se meten en las casas». Es característico del error que rehúya la luz y que primeramente deba ser promulgado secretamente. Luego, cuando el terreno ha sido preparado secretamente mediante métodos subrepticios, los proponedores del error, no temen declarar abiertamente su falsa doctrina. Habiéndose declarado abiertamente el error, generalmente sale a la luz que este ha sido mantenido y enseñado secretamente por años.

Además, estos falsos maestros son condenados por el hecho de que ellos ejercen atracción sobre aquellas que son caracterizadas como «mujercillas,» las que estarían en posición de influenciar los hogares y las familias de cristianos profesantes. El apóstol probablemente utiliza el término despectivo «mujercillas» para resaltar una clase disoluta de personas (sea hombre o mujer) que son gobernadas por sus emociones y pasiones, más que por la conciencia y la razón. Con mentes obsesionadas con el error, aunque enorgulleciéndose de que «siempre están aprendiendo,» estas personas «nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad». El error deja a sus víctimas en las tinieblas de la incertidumbre.

Tales maestros, como antiguamente Janes y Jambres, resisten la verdad mediante la imitación de las formas externas de la religión, aunque están completamente desprovistos de todo lo que es vital en el cristianismo. Los tales son «hombres corruptos de entendimiento, réprobos en cuanto a la fe». El origen de todo falso sistema en la cristiandad puede ser rastreado hasta hombres cuyas mentes han sido corrompidas por el mal y son hallados sin ningún valor en cuanto a la fe.

No obstante, Dios, en Sus modos gubernamentales, a menudo permite que estos falsos maestros sean totalmente expuestos ante los ojos «de todos». Una y otra vez la «insensatez» de estos sistemas religiosos, así como las vidas malvadas de muchos de sus líderes, han sido expuestas tan plenamente ante el mundo que se han convertido en objetos de desprecio a los ojos de todos excepto de sus engañadas víctimas.

4.2 - Los recursos del piadoso en presencia del mal (v. 10-17)

En la mitad anterior del capítulo somos instruidos en la rica provisión que Dios ha hecho para que Su pueblo pueda ser preservado de las corrupciones de la cristiandad y pueda actuar como conviene al hombre de Dios en los postreros días.

(V. 10-11). En primer lugar, se nos dice definitivamente que la gran salvaguardia contra todo lo que es falso es el conocimiento de lo que es verdad. Así el apóstol puede decir a Timoteo, «Tú empero has conocido perfectamente mi enseñanza, mi conducta, mi propósito, mi fe, mi longanimidad, mi amor, mi paciencia, mis persecuciones, mis padecimientos» (v. 10-11 –V.M.). No hay necesidad de conocer plenamente el mal, pues nosotros no escapamos del mal simplemente por conocerlo. Es mediante el conocimiento de la verdad que podemos detectar lo que es falso y contrario a la verdad; y habiendo detectado el mal, somos exhortados a no ocuparnos de él, sino a «evitar» a aquellos que siguen en pos de él. La verdad ha sido presentada en la enseñanza del apóstol y se nos ha revelado en sus Epístolas. Esta se puede resumir como el descarte del hombre según la carne como estando plenamente corrupto y bajo la muerte, como la condenación del viejo hombre en la cruz de Cristo, y como la introducción de un nuevo hombre en vida e incorruptibilidad, manifestado en Cristo resucitado y glorificado, a quien los creyentes, de entre Judíos y Gentiles, están unidos en un cuerpo por el Espíritu Santo.

Esta doctrina es la que Pablo puede decir a Timoteo que ha «conocido perfectamente» (V.M.). Mientras más plenamente entremos en la enseñanza de Pablo, más definitivamente seremos capaces de detectar y de evitar el mal de estos postreros días.

En segundo lugar, el apóstol puede apelar a su «conducta». Su vida era plenamente consistente con la doctrina que él enseñaba. En esto, indudablemente, hay un contraste intencionado entre el apóstol y los malos maestros de quienes él ha estado hablando. La insensatez de ellos es expuesta en vista de que sus vidas están en evidente contradicción con la piedad que ellos profesan. Es manifiesto a todos que su profesión de la forma de piedad no tiene poder sobre sus vidas. En el caso del apóstol era completamente de otra manera. En su enseñanza él proclamaba el llamamiento celestial de los santos y, en consistencia con su doctrina, su conducta era la de un extranjero y peregrino cuya ciudadanía está en los cielos. Se trataba de una vida gobernada por un «propósito» definido, vivida por «fe,» exhibiendo el carácter de Cristo en toda «longanimidad, amor, paciencia», implicando «persecuciones» y «padecimientos». De este modo la primera gran salvaguardia contra el mal de los postreros días es una vida vivida en consistencia con la verdad. Hay, sin embargo, una fuente adicional de seguridad, pues, en tercer lugar, leemos acerca del sostenimiento del Señor. De esto Pablo puede testificar a partir de su propia experiencia, pues, hablando de los padecimientos y persecuciones involucradas en su vida, él puede decir, «de todas me ha librado el Señor». Si somos diligentes en conocer la doctrina, si estamos preparados para vivir una vida consistente con la enseñanza, percibiremos el sostenimiento del Señor. Los demás pueden abandonarnos así como lo hicieron con el apóstol; otros pueden pensar que somos demasiado extremos y demasiado intransigentes; pero al contender por la fe, hallaremos tal como él, que el Señor estará a nuestro lado, nos dará fuerzas, nos permitirá proclamar la verdad, nos librará de la boca del león y de toda obra mala, y nos preservará para Su reino celestial (2 Timoteo 3:11; 4:17-18).

(V. 12-13). Se nos recuerda cuán necesario es el sostenimiento del Señor, al ser advertidos que todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución. La forma que la persecución toma puede variar en diferentes épocas y en diferentes lugares, pero permanece verdadero el hecho de que uno que se mantiene aparte del mal de la cristiandad y busca mantener la verdad debe estar preparado para el abandono, los insultos y la maldad. ¿Cómo puede ser de otro modo cuando, en la cristiandad misma, «los hombres malos y los impostores irán de mal en peor, engañando, y siendo ellos mismos engañados» (v. 13 – V.M.)?

(V. 14). En cuarto lugar, en presencia del mal, el piadoso hallará seguridad y sostenimiento persistiendo en las cosas que hemos aprendido por medio del apóstol. Así él escribe a Timoteo, «persevera tú en las cosas que has aprendido, y de que has tenido la seguridad, sabiendo de quién las aprendiste» (V. 14 –V.M.). Por tercera vez en el curso de esta breve Epístola, Pablo enfatiza la importancia, no solo de tener la verdad, sino de recibirla de una fuente inspirada si ella ha de ser sostenida con plena seguridad (ver 2 Timoteo 1:13; 2:2).

La experiencia demuestra que muy a menudo los creyentes no pueden resistir el error en forma definida debido a que ellos no están plenamente persuadidos o no han tenido la seguridad de la verdad. En presencia del error, y especialmente del error mezclado con la verdad, necesitamos estar plenamente convencidos que las cosas que hemos aprendido son realmente verdad. Esta seguridad solo la podemos tener sabiendo que aquel de quien hemos recibido la verdad habla con autoridad inspirada. Un maestro nos puede presentar la verdad, pero ningún maestro puede hablar con autoridad inspirada. Él debe dirigirnos a los escritos inspirados si hemos de sostener la verdad en fe y seguridad. En presencia de malos hombres y de engañadores, que van de mal en peor, siempre presentando nuevos desarrollos del mal, podemos bien precavernos de todo lo que profese ser una nueva luz y continuar en las cosas que hemos aprendido.

(V. 15-17). De este modo, la salvaguardia final contra el error es la inspiración y la suficiencia de las Sagradas Escrituras. Los hombres dan libre curso a sus interminables y cambiantes teorías, pero en las Escrituras tenemos cada verdad que sería para nuestro provecho preservada en una forma permanente, protegida del error por la inspiración, y presentada con autoridad divina. Sin duda, las Sagradas Escrituras que Timoteo había conocido desde la niñez serían las Escrituras del Antiguo Testamento. Pero, cuando el apóstol declara además, «Toda Escritura es inspirada por Dios» (LBLA), él incluye el Nuevo Testamento con todos los escritos apostólicos. Sabemos que Pedro clasifica todas las Epístolas de Pablo con «las otras Escrituras» (2 Pedro 3:16).

Además, allí se expone ante nosotros el gran beneficio de las Escrituras. Primero, ellas nos pueden hacer sabios «para la salvación, por medio de la fe que es en Cristo Jesús» (v. 15 –V.M.). En segundo lugar, habiendo sido dirigidos a Cristo de modo que hallamos en Él salvación, descubriremos además que «toda Escritura» es «útil» para el creyente, puesto que en la ley de Moisés, los profetas, y los Salmos, nosotros descubriremos cosas acerca de Cristo (Lucas 24:27, 44). Además, hallaremos cuán útil son las Escrituras «para redargüir» (o «para reprender» – LBLA). ¡Es lamentable! podemos estar ciegos a nuestras propias faltas, y tan llenos de nuestra propia importancia, que somos sordos a las reprensiones de los demás; pero, si estamos sujetos a la Palabra, hallaremos que la Escritura trae convicción pues es «viva, y eficaz, y más aguda que toda espada de dos filos… y es hábil en discernir los pensamientos y propósitos del corazón» (Hebreos 4:12 –V.M.).

Además, Las Escrituras no solo redarguyen, sino que también son útiles para «corregir». Habiendo redargüido, ellas corregirán; y habiendo corregido ellas nos enseñarán en la forma que es correcta. Teniendo, entonces, las Escrituras inspiradas, al hombre de Dios le es posible estar completamente establecido en la verdad en presencia del error abundante, y estar «enteramente preparado para toda buena obra» en un día malo.

5 - Capítulo 4 — El servicio de Dios en un día de ruina

En el capítulo tercero el apóstol ha predicho muy plenamente la terrible condición de la profesión cristiana en los postreros días y, además, ha recordado a los creyentes la rica provisión que Dios ha hecho para que ellos puedan estar preparados «para toda buena obra» en un día de mal abundante.

Habiendo presentado la ruina de la profesión y los recursos del piadoso, Pablo, en este cuarto capítulo, da instrucciones especiales para el servicio del Señor en el día de fracaso general.

La experiencia nos dice que en un día en que el mal va en aumento en la profesión cristiana y en un día de debilidad entre el pueblo de Dios, el siervo se puede desalentar fácilmente y desanimarse en su servicio. De ahí la importancia de estas instrucciones en las cuales el escritor, en lugar de permitir que el estado penoso y desesperado de la cristiandad sea una excusa para la apatía de parte del siervo, lo utiliza como un incentivo para un servicio más ferviente.

(V. 1). El apóstol comienza esta porción de su enseñanza presentando los argumentos de su apelación a los creyentes a perseverar en su servicio para el Señor. Él habla con toda solemnidad como estando ante Dios y Cristo Jesús, el gran Observador de nuestra posición y de la actitud que asumimos, y nos insta al servicio en vista de tres grandes hechos:

Primero, Cristo es el Juez de vivos y muertos. Él es el Arbitrador de la senda que caminamos y de nuestra condición en esa senda. Además, la condición de la profesión cristiana es tal que la mayoría no es convertida y va camino al juicio, sea como hombres viviendo cuando Cristo se manifieste o contados con los muertos ante el Gran Trono Blanco. Nos conviene, entonces, advertir a los hombres acerca del juicio por venir y señalarles al Salvador.

En segundo lugar, Pablo nos anima a continuar en nuestro servicio mediante la gran verdad de la manifestación de Cristo. La mejor traducción es «mediante Su manifestación», haciendo de esta manifestación un segundo hecho y distinto del juicio de los vivos y los muertos. Él no habla del arrebatamiento de la Iglesia, sino de la manifestación de Cristo para reinar, ya que el galardón por el servicio siempre está conectado con la manifestación. La Palabra es, «He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra» (Apocalipsis 22:12).

En tercer lugar, somos animados al servicio mediante la mención de «su reino». Toda alma salvada por medio de la predicación del evangelio añadirá a la gloria de Cristo cuando Él venga a reinar y a ser glorificado en Sus santos.

Entonces, ya sea el juicio de los impíos, el galardón del siervo, o la gloria de Cristo, allí está cada incentivo para que el siervo persevere en su servicio.

(V. 2). Habiendo indicado los argumentos de su apelación, el apóstol pronuncia sus encargos para el servicio. Si los hombres son responsables para con Dios, entonces han de predicar «la palabra»; tienen que insistir (o «instar» —V.M.) «a tiempo y fuera de tiempo». Si Cristo ha de juzgar, entonces han de redargüir (refutar) y reprender a aquellos que viven de una forma que pide juicio. Si los santos van a ser galardonados en la manifestación de Cristo, entonces se tiene que exhortar «con toda paciencia y doctrina».

El siervo tiene que predicar «la Palabra». Esto no es simplemente el evangelio al pecador, sino «la Palabra» de Dios tanto a los pecadores como a los santos. Hay una necesidad, también, para instar a la predicación, así como a predicar en todo tiempo. La palabra de Dios es para todos y en todo tiempo. La refutación y la reprensión se pueden necesitar tanto entre los santos como entre los pecadores. Pero esto solo puede ser mediante la predicación de la Palabra, pues es solamente la Palabra la que redarguye. Podemos procurar redargüir y reprender mediante nuestras propias palabras y argumentos, solo para hallar que nosotros irritamos y provocamos resentimiento. Las reprensiones, si han de ser eficaces, deben estar basadas sobre la palabra de Dios. Para aquellos que están dispuestos a someterse a la Palabra y aceptar sus refutaciones y reprensiones, hay palabra de estímulo.

Cualquiera sea la forma que el servicio pueda tomar, este ha de ser llevado a cabo con «toda paciencia» y conforme a la verdad o «doctrina». La Palabra seguramente hará surgir la oposición de la carne y esto hará que sea necesaria la paciencia de parte del siervo, y la única respuesta efectiva a la oposición está en la doctrina o verdad de la Escritura.

(V. 3-4). En el primer versículo el siervo de Dios ha mirado más allá del período presente y, a la luz de lo que viene, apremia la urgencia del servicio. Ahora nuevamente él mira hacia más adelante, pero hacia el final del período cristiano, y utiliza la pasmosa condición que se hallará entre los profesantes del cristianismo como un nuevo incentivo para la actividad en el servicio. Él ya ha hablado de los falsos maestros que se meten en las casas; él habla ahora de las personas mismas. Fracasen o no los maestros, llegará el tiempo cuando las personas, «teniendo comezón de oír», no soportarán la sana doctrina, sino que «amontonarán para sí maestros, conforme a sus propias concupiscencias» (V.M.). Esta no es una descripción de paganos que nunca han oído la verdad, sino de la cristiandad en donde los hombres han oído el evangelio pero ya no lo soportarán. Aún así, ellos no renuncian del todo a la profesión del cristianismo pues aún amontonan para sí mismos maestros, pero tienen que ser maestros que no interfieran con la gratificación de sus pasiones mundanas al predicar la verdad.

El hecho de que compañías de cristianos deban escoger un maestro es enteramente extraño a la Escritura y muestra cuán lejos la cristiandad se ha apartado del orden de Dios para Su asamblea. El resultado de este desorden es que demasiado a menudo el maestro escogido no es más que un ciego guía de ciego, y «si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mateo 15:14). Sucede, de este modo, que apartándose de la verdad, los hombres «se volverán a las fábulas».

(V. 5). Entonces, si la condición de la cristiandad se ha vuelto tan pasmosa que los que profesan el cristianismo no sufren la sana doctrina, siguen sus concupiscencias y se vuelven a las fábulas, se requiere que el siervo sea «sobrio en todo», que tenga su juicio formado por la verdad y que no permita que su mente sea influenciada por los males y las fábulas de la masa profesante.

Ya hemos sido exhortados a participar «de las aflicciones por el evangelio» (2 Timoteo 1:8), a soportar «sufrimientos» como buenos soldados de Jesucristo (2 Timoteo 2:3); y hemos sido advertidos de que «todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución» (2 Timoteo 3:12). Ahora somos advertidos adicionalmente que debemos estar preparados para «soportar las aflicciones» debido a los males de la cristiandad.

Así, el fiel debe estar preparado para sufrir por causa del evangelio, por causa de Jesucristo en el terreno de la piedad de tipo cristiano, y en vista de los males de la época.

Además, no obstante lo malo del momento, y mientras el día de la gracia continúe, el hombre de Dios, cualquiera sea su don, debe desempeñar su obra como un evangelista. El abandono de la verdad por parte de la masa, con la mayor parte de sus así llamadas iglesias entregadas a la mundanalidad y a las fábulas, no hace más que obligar al hombre de Dios a continuar su obra evangelista, y cumplir su ministerio. La obra del Señor no debe ser llevada a cabo a medias. Debemos procurar terminar a la perfección aquello que Él nos ha dado para hacer.

(V. 6). El siervo de Cristo se refiere ahora a su partida como otro incentivo para el servicio. El final de su vida de consagración, y la persecución consiguiente de parte del mundo, estaban tan cerca que él podía decir, «yo ya estoy para ser derramado como una ofrenda de libación» (2 Timoteo 4:6 –LBLA). Él habla de su partida como el tiempo de su «disolución» o de su «suelta» (N. del T.: en griego: analúseos. Ver «Nuevo Testamento Interlineal Griego-Español, de Francisco Lacueva, Editorial Clie. Es un viejo término analuö, desatar, desligar, disolver – Ver «Comentario al Texto Griego del Nuevo Testamento de A. T. Robertson, Editorial Clie). Para él, dejar esta escena era una «disolución» o «suelta» de un cuerpo que le mantenía lejos de Cristo, pero él presenta esto como una razón para que Timoteo cumpla su ministerio. Cuán a menudo, desde ese día, el hecho de que el Señor haya quitado un siervo consagrado ha sido utilizado por Él para despertar a aquellos que son dejados para el servicio activo.

(V. 7). Sin embargo, si la iglesia iba a ser privada de la guía activa del apóstol, su ejemplo permanece para nuestro estímulo. Aquí, entonces, Pablo en vísperas de su partida mira hacia atrás a su trayectoria como siervo, y mira hacia adelante al día de gloria cuando su servicio tendrá su galardón resplandeciente. Mirando hacia atrás, él puede decir, «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe». En el tiempo de Pablo la fe ya era atacada por todos lados, y es atacada aún más en nuestro día. Fuera del círculo cristiano la fe recibía oposición de parte de los judíos aferrados al ritualismo y de los filósofos Gentiles. Dentro de la profesión cristiana estaban aquellos que habían «errado acerca de la fe» (1 Timoteo 6:21 –V.M.), y algunos que eran «réprobos en cuanto a la fe» (2 Timoteo 3:8). En presencia de esos ataques desde dentro y desde fuera, Pablo podía decir, «He peleado la buena batalla». Él había batallado por la fe y había «guardado la fe».

«La fe» es más que el evangelio de nuestra salvación; ella se centra en Cristo e incluye las glorias de Su Persona y la grandeza de Su obra. Implica toda la verdad completa del cristianismo. El apóstol batalló denodadamente por la fe, rehusando permitir cualquier ataque hostil sobre ella desde cualquier sector. No se permitió que ninguna falsa caridad interfiriese con su defensa inflexible de la gloria de la Persona y la obra de Cristo.

(V. 8). Habiendo peleado la buena batalla, acabado la carrera, y guardado la fe, él podía mirar con gran seguridad hacia el futuro y decir, «De ahora en adelante me está reservada la corona de justicia» (v. 8 –V.M.). Él había transitado por la senda de justicia (2 Timoteo 2:22), había seguido la instrucción de justicia (2 Timoteo 3:16), y ahora consideraba llevar la corona de justicia.

Además, la corona de justicia será dada al apóstol por el Señor, el Juez justo. Él había mantenido los derechos del Señor en el día de Su rechazo, y recibirá la corona de justicia en el día de Su gloria. El hombre le había dado al apóstol una prisión; muchos de los santos le habían abandonado, y algunos se le habían opuesto; pero, en cuanto a él, tenía «en muy poco» el que fuera juzgado por los santos o por tribunal humano. Para él el Señor era el Juez (1 Corintios 4:3-5). Él no dice que el juicio de los santos en cuanto a la fidelidad, o de otra manera, de su trayectoria, no era nada; sino que, comparado con el juicio del Señor, era muy poca cosa. Demasiado a menudo los juicios que nos formamos los unos de los otros están pervertidos por personalidades mezquinas y consideraciones egoístas. El Señor es el Juez justo.

Por tercera vez en el curso de la Epístola, el apóstol se refiere a «aquel día» (2 Timoteo 1:12, 18; 4:8). En todos los padecimientos, persecuciones, abandonos e insultos que tuvo que enfrentar, ese día brillaba resplandeciente ante él –el día de la manifestación del Señor. Cuánto hay que no podemos comprender y no podemos desenmarañar, cuántos desaires e insultos en presencia de los cuales debemos callar en este día. Pero de todas estas cosas podemos hallar alivio encomendándolas al Señor –el Juez justo– para aquel día, cuando Él «sacará a luz las obras encubiertas de las tinieblas, y pondrá de manifiesto los propósitos de los corazones; y entonces cada cual tendrá su alabanza de Dios, y no del hombre» (1 Corintios 4:5 –V.M.).

Además, para nuestro estímulo, no se nos dice que la corona de justicia está reservada simplemente para un apóstol, o para un siervo dotado, sino para «todos los que aman su venida». Nosotros podemos pensar que la corona de justicia está reservada para una gran actividad en la obra del Señor, o solamente para aquellos que están en la vanguardia como los que guían al pueblo de Dios; pero la Palabra no dice que la corona es para los que obran, o para aquellos que son prominentes, sino para los que aman Su venida. Verdaderamente, el gran tema de esta porción de la Epístola es estimular al siervo a que trabaje; pero que sea cuidadoso de que su obra sea gobernada por el amor. Amar Su venida implica que amamos a Aquel que va a venir y, amándole, amamos pensar en el día cuando Aquel que ahora es rechazado y despreciado por los hombres, venga «para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron» (2 Tesalonicenses 1:10). Además, amar Su venida supone que estamos caminando juzgándonos a nosotros mismos, pues leemos que, «todo aquel que tiene esta esperanza puesta en él» –la esperanza de ser como Cristo cuando Él venga– «se purifica, así como él es puro» (1 Juan 3:3 –V.M.).

En los versículos finales de la Epístola tenemos un hermoso cuadro de las gracias de Cristo, los afectos cristianos y los intereses del Señor que unen a los santos individuales; esto es precioso en cualquier tiempo, pero cuánto más lo es en un día de debilidad y fracaso cuando los que temen al Señor hablan cada uno a su compañero (Malaquías 3:16).

(V. 9). Pablo ya ha expresado su deseo de ver a Timoteo, su amado hijo (2 Timoteo 1:2); ahora, en vista de su pronta partida, él insta a Timoteo a venir rápidamente.

(V. 10-11). Él anhelaba ver a Timoteo tanto más porque había sufrido la pérdida de un compañero de labores. Demas había abandonado al apóstol, habiendo amado el mundo presente. No dice que Demas había abandonado a Cristo, sino que él halló que era imposible continuar con un representante tan fiel de Cristo y, al mismo tiempo, mantenerse en buenos términos con el mundo presente. Se debía renunciar al uno o al otro. ¡Es lamentable! Él abandonó a Pablo y escogió el mundo. Otros se habían marchado, sin duda alguna, del servicio del Señor. Solamente Lucas estaba con él. Este fiel compañero de sus activas labores permaneció con él en los momentos próximos a su muerte, y el apóstol se deleita en dejar registrado su devoto amor.

Pablo desea especialmente que Timoteo traiga consigo a Marcos. Hubo un tiempo cuando Marcos se había alejado de la obra y del apóstol, a causa de ello, consistentemente rehusó llevarle consigo en su segundo viaje al servicio del Señor. Juzgó que no sería provechoso. Evidentemente que este fracaso por parte de Marcos había sido juzgado y, por lo tanto, todo sentimiento había sido removido, y no se hace ninguna alusión adicional en cuanto al fracaso. Si esta fuese la única referencia a Marcos, nosotros no habríamos sabido nunca de algún fracaso en el servicio. Pablo ya lo había encomendado a la asamblea de los Colosenses (Colosenses 4:10); ahora desea su presencia, y hace notar especialmente que, en el asunto mismo en que él había fracasado, este siervo restaurado iba a ser muy útil, pues, dice el apóstol, «me es útil para el ministerio».

(V. 12). Tíquico, quien aparentemente había sido enviado anteriormente por el apóstol a Creta (Tito 3:12), fue enviado ahora a Éfeso. Él era uno que estaba dispuesto a servir bajo la dirección del siervo de Cristo.

(V. 13). El hombre natural podría pensar que, en este importante cargo pastoral, el apóstol debería dejar de hablar de un capote y de libros. Nosotros olvidamos que el Dios que ha provisto para nuestra bendición eterna no descuida nuestras más pequeñas necesidades temporales. El abrigo que usamos y los libros que leemos no son asuntos que son indiferentes a Él. En nuestra insensatez podemos pensar que esas cosas están más allá de Su atención; pensando de este modo, estas mismas cosas –el vestido que usamos, los libros que leemos– a menudo se convierten en nuestras mayores trampas.

(V. 14-15). Alejandro no es mencionado como un maestro del error, como en el caso de Himeneo, ni como amando este mundo presente como Demas. Él es más bien un activo enemigo personal del apóstol, y, siendo impulsado por una enemistad personal, sin importar lo que Pablo dijera, Alejandro se oponía a sus palabras. Tales personas existían en los días del apóstol, y aún se las encuentra, lamentablemente, en la profesión cristiana, y son quienes resisten lo que se dice, no porque sea incorrecto, sino debido a la enemistad hacia la persona que habla. Conscientes de la injusticia de tales personas, nosotros podemos fácilmente bajar la guardia y enfrentar a la carne actuando en la carne. El siervo del Señor no devuelve a una persona como esa mal por mal, ni maldición por maldición. No dice, «Yo trataré de lidiar con él conforme a sus obras»; él encomienda todo el asunto al Señor, y, por lo tanto, puede decir, «el Señor le retribuirá conforme a sus hechos» (2 Timoteo 4:14 –LBLA). No obstante, el apóstol advierte a Timoteo que se cuide de él. ¡Cuán lamentable! que existan aquellos en la profesión cristiana contra los cuales sea necesario advertir a los santos.

(V. 16). El apóstol encontró en su día, así como muchos han encontrado desde entonces, que la senda se vuelve más angosta mientras nos acercamos a la meta. De este modo, hecho comparecer ante los poderes de este mundo, él tiene que decir, «Nadie estuvo conmigo, antes todos me abandonaron» (V.M.). Este trato, que parece despiadado y cobarde, no hace surgir ningún resentimiento en el corazón de Pablo. Al contrario, le induce a orar por ellos para que esto «no les sea tomado en cuenta».

(V. 17). Si todos los demás fracasan y nos abandonan, las palabras del Señor permanecen siempre verdaderas, «No te desampararé, ni te dejaré» (Hebreos 13:5). Así Pablo encontró, en el día en que los santos le abandonaron, que el Señor estuvo a su lado y le dio «fuerzas». Si, no obstante, el Señor da fuerzas, no son fuerzas para aplastar a nuestros enemigos, o fuerzas para librarnos de circunstancias difíciles, sino que es poder espiritual para testificar de Él en presencia de Sus enemigos. De modo que el apóstol puede decir, «El Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas, para que por mí fuese cumplida la predicación, y que todos los gentiles oyesen». De los registros de las predicaciones de Pablo sabemos que la predicación era la proclamación del perdón de pecados «por medio de Él» –de Cristo Jesús, el Hombre resucitado en la gloria (Hechos 13:38). Si a Pablo se le habían dado fuerzas para predicar a Cristo, el mismo Señor ejerció Su poder para librar a Su siervo del peligro inmediato. Así que él no dice, «Me libré a mí mismo»; sino que puede decir, «fui librado de la boca del león».

(V. 18). Además, el apóstol puede considerar todo con confianza y decir, «el Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino celestial». Como el Salmista puede decir, «Jehová te guardará de todo mal; Él guardará tu alma» (Salmo 121:7). El reino celestial puede, en efecto, ser alcanzado a través de la muerte de un mártir, pero el alma será preservada a través de todo mal.

Teniendo en mente este reino celestial, el fiel siervo de Dios puede finalizar su Epístola prorrumpiendo en alabanza a Aquel que, a pesar del abandono de los santos, el poder del león o toda obra mala, preservará a Su pueblo para Su reino –y, «A Él sea la gloria, por los siglos de los siglos. Amén» (V.M.).

(V. 19). Pablo añade un saludo final a dos santos, Prisca y Aquila, quienes habían estado asociados con él en sus primeras labores y habían permanecido fieles a él en sus días finales (Hechos 18:2). Nuevamente él piensa, también, en la casa de uno que no se avergonzó de sus cadenas (2 Timoteo 1:16-18).

(V. 20). Con el interés que no podemos evitar tener en los movimientos, labores y bienestar de fieles siervos del Señor, Pablo, en su día, registra el hecho de que «Erastos se quedó en Corinto» y que había dejado a Trófimo en Mileto enfermo. Por lo visto, el poder milagroso de sanar que en el curso de su testimonio había sido tan sorprendentemente utilizado por el apóstol, nunca fue utilizado para el alivio de un hermano o un amigo. Como alguien ha dicho, «Los milagros, como una regla, eran señales para los incrédulos, no un medio de curación para la familia de la fe».

(V. 21). Ningún detalle que concierne a Sus hijos es demasiado pequeño para que no sea considerado por nuestro Dios y Padre. Pablo ya había mencionado el capote y los libros; ahora, él piensa en la estación del año. Timoteo debe esforzarse por venir antes de que el invierno añada a las privaciones de su jornada.

Tres hermanos y una hermana son mencionados por su respectivo nombre como enviando saludos a Timoteo junto con «todos los hermanos», una prueba, no solamente del amor y la estima en que Timoteo era tenido, sino de la preocupación del apóstol para promover el amor entre los santos.

(V. 22). Pablo finaliza muy maravillosamente la Epístola a Timoteo con el deseo de que el Señor Jesucristo esté con su espíritu. Cuán a menudo nosotros podemos ser correctos en doctrina y principio, e incluso en conducta externa, y aún así, todo esto puede ser estropeado siendo incorrectos en espíritu. Si el Señor Jesús está con nosotros en Espíritu, nosotros exhibiremos en nuestras palabras y modos «el Espíritu de Jesucristo» (Filipenses 1:18). Para esto Timoteo y los santos con él necesitaban gracia; de modo que el apóstol cierra su Epístola con el deseo de que, «La gracia sea con vosotros».

Que nosotros podamos, también, en estos tiempos más difíciles, saber cómo fortalecernos en la gracia que es en Cristo Jesús, que nuestros espíritus puedan ser guardados en presencia de todo esfuerzo del enemigo para estropear nuestro testimonio despertando la carne. Necesitamos fidelidad inflexible en el mantenimiento de la verdad, combinada con la gentileza de Cristo, no sea que se hable mal hasta del camino de la verdad.


Título original en inglés: The Second Epistle to Timothy.

Traducido con permiso. Traducido por: B.R.C.O. – Junio 2006.