Índice general
La Primera Epístola de Juan
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1 - Introducción
El gran tema del Evangelio y de las Epístolas de Juan es la vida. Hay, sin embargo, esta diferencia: en el Evangelio vemos la manifestación perfecta de la vida eterna en Cristo, mientras que las Epístolas presentan los frutos y las pruebas de esta vida en los creyentes.
En el transcurso de las Epístolas, el apóstol nos previene contra el anticristo y los falsos profetas, y habla del tiempo en que escribió como característicamente la «última hora». Por lo tanto, podemos concluir que las Epístolas fueron probablemente los últimos escritos del Nuevo Testamento, y que, cuando el apóstol escribió, la ruina de la Iglesia en cuanto a su responsabilidad ya había comenzado.
Esto da a las Epístolas una profunda importancia para los creyentes en estos últimos días, en la medida en que aprendemos con ello que, en un día de ruina, aunque la Iglesia se vea despojada del poder exterior y del despliegue que la caracterizaban en los días de Pentecostés, todavía es posible para el creyente individual volver a lo que es vital: la vida que se estableció en perfección en Cristo desde el principio. Ninguna ruina de la Iglesia, ninguna corrupción de la cristiandad, puede tocar lo que es verdadero en Cristo. Así, la vida que se estableció en él, y se comunicó al creyente, todavía puede ser vivida y producir sus frutos benditos en el poder del Espíritu.
Alguien ha dicho muy bien que “Dios, al darme la vida eterna, me ha dado también una naturaleza y una capacidad para gozar de él para siempre”. Podemos añadir que estas Epístolas dejan bien claro que, a pesar de toda la ruina de la profesión cristiana y de la dispersión del pueblo de Dios, podemos, en el poder de esta nueva vida, entrar en nuestra porción eterna y disfrutar de la comunión con las Personas divinas y entre nosotros mismos incluso ahora.
2 - La vida y la comunión (1 Juan 1 al 2:2)
El gran propósito de la Primera Epístola de Juan es presentar las características y la bienaventuranza de la vida eterna –esa vida «que estaba con el Padre» en la eternidad, que ha sido perfectamente expuesta en Jesús, la Palabra de vida, en el tiempo, y que ha sido impartida a los creyentes.
El gran fin de presentar esta vida en toda su bendición es, por una parte, permitirnos detectar toda falsa pretensión a la posesión de la vida y, por otra parte, animarnos a vivir la vida. Muy a menudo, como creyentes, nos contentamos con saber, con la autoridad de las Escrituras, que, creyendo en el Hijo de Dios, tenemos la vida, pero nos ejercitamos poco en conocer la bendición de la vida que tenemos o en vivirla.
En la primera parte de la Epístola –capítulos 1 al 2:2– nos están presentadas tres verdades principales:
En primer lugar, en los versículos 1 y 2, la vida eterna manifestada en Cristo.
En segundo lugar, en los versículos 3 y 4, la bienaventuranza de la vida eterna, que conduce a la comunión con las Personas divinas y a la plenitud del gozo.
En tercer lugar, en los versículos 5 al 2:2, estamos instruidos en cuanto a la naturaleza santa de Dios con quien la vida eterna nos lleva a la comunión, los medios por los cuales podemos ser, como pecadores, llevados a tal bendición, y, como creyentes, mantenidos en el goce de la vida en comunión con el Padre.
2.1 - La vida eterna manifestada en Cristo (v. 1-2)
(V. 1-2). La Epístola se abre remontándonos a los comienzos del cristianismo. «Lo que era desde el principio» es una expresión característica del apóstol Juan. La emplea 8 veces a lo largo de sus Epístolas (1 Juan 1:1; 2:13-14, 24 (dos veces); 1 Juan 3:11; 2 Juan 5, 6). Se refiere al comienzo del cristianismo en la persona de Cristo en la tierra. En el curso de la Epístola aprendemos que, incluso en tiempos del apóstol, habían surgido muchos maestros anticristianos que negaban la verdad del Padre y del Hijo. Y había en el mundo muchos falsos profetas que negaban la Deidad de Cristo y se negaban a escuchar a los apóstoles. Para salvaguardar al verdadero pueblo de Dios contra estos temibles males que atacan los fundamentos de nuestra fe, el apóstol nos presenta lo que es verdad en Cristo desde el principio.
Ninguna ruina de la Iglesia en responsabilidad, por grande que sea, ninguna corrupción de la cristiandad profesa, por muy extendida que esté, puede afectar ni por un momento a la verdad expuesta en Cristo. En la Iglesia y en nosotros mismos hay ruina y fracaso, pero la verdad expuesta en él permanece en toda su perfección y bendición. En presencia de la enseñanza anticristiana y de los muchos falsos profetas que abundan en la cristiandad, el único gran recurso de los fieles se encontrará en escuchar la enseñanza de los apóstoles, y así podrán mantenerse firmes en la verdad tal como fue expuesta en Cristo «desde el principio».
En este gran pasaje, pues, aprendemos que la nueva vida del creyente –la vida eterna– ha sido expuesta en absoluta perfección desde el principio en la vida de Cristo en la tierra. Como se ha expresado perfectamente en Cristo, no puede haber desarrollo ulterior de la vida. No se puede avanzar en la perfección. Puede haber, ¡ay! ha habido, desviación de la verdad, y por lo tanto existe la necesidad de ser recordado a lo que fue expresado en Cristo desde el principio, a fin de que podamos tener una verdadera apreciación de la vida que nos ha sido impartida.
De este modo, la Epístola comienza recordándonos lo que ha sido expuesto en Cristo, la Palabra de vida. La vida eterna no se nos ha descrito simplemente mediante declaraciones doctrinales abstractas; se ha expresado vivamente en una Persona viva, que fue vista por los ojos de los apóstoles, contemplada como un Objeto ante ellos y tocada con sus manos. Se habla de esta Persona como del Verbo de vida, porque como Verbo expresaba perfectamente la vida.
Se habla de esta vida como «vida eterna», y se nos dice que «estaba con el Padre». Así aprendemos que la vida eterna es una vida que pertenece a la eternidad, y, estando con el Padre, es una vida celestial. Esta vida eterna que tenía su morada con el Padre en la eternidad se manifestó en el tiempo cuando el Hijo –el Verbo de vida– se hizo carne.
Por gracia tenemos la vida, pero en el creyente hay a menudo muchos fracasos que empañan la expresión y el disfrute de la vida. Solo podemos ver y aprender la perfección de la vida que tenemos mirando a Cristo. Alguien ha dicho: “Cuando… vuelvo mis ojos a Jesús, cuando contemplo toda su obediencia, su pureza, su gracia, su ternura, su paciencia, su devoción, su santidad, su amor, su entera libertad de todo egoísmo, puedo decir: Esa es mi vida… Puede estar oscurecida en mí, pero no es menos cierto, que esa es mi vida” (J.N. Darby).
2.2 - La bienaventuranza de la vida eterna (v. 3-4)
(V. 3). Lo que los apóstoles habían visto tan bienaventuradamente expuesto en Cristo, lo comunican a los creyentes, para que disfrutemos con ellos de la bienaventuranza de esta vida. La vida eterna encuentra su expresión en la forma más elevada de comunión «con el Padre y con su Hijo Jesucristo». Los apóstoles querían unirnos a ellos y entre nosotros en una vida de comunión con el Padre y con el Hijo. “Sé, que cuando me deleito en Jesús –en su obediencia, su amor a su Padre, a nosotros, su mirada única y su corazón puramente devoto– tengo los mismos sentimientos, los mismos pensamientos, que el Padre mismo. En lo que el Padre se deleita, no puede sino deleitarse, en quien ahora me deleito, tengo comunión con el Padre. Así con el Hijo en el conocimiento del Padre” (J.N. Darby).
(V. 4). Además, estas cosas están escritas para que, siendo conducidos a esta comunión, nuestro gozo sea pleno. El salmista puede decir: «En tu presencia hay plenitud de gozo» (16:11). Aquí aprendemos que es posible saborear esta plenitud de gozo que será nuestra en el cielo mientras recorremos el camino que conduce al cielo.
2.3 - El Dios con el que podemos tener comunión (v. 5 al 2:2)
(V. 5). Que se haya hecho posible que un hombre, que una vez fue pecador en sus pecados, tenga comunión con Personas divinas es una verdad maravillosa, y de inmediato plantea la pregunta: “¿Quién es el Dios con quien somos llevados a la comunión?”
El apóstol nos dice que aquel en quien la vida eterna se ha manifestado en toda su perfección es también aquel en quien Dios ha sido perfectamente declarado –el Dios con quien esa vida nos lleva a la comunión. Así puede escribir: «Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él». Los apóstoles, al contemplar a Cristo, vieron la perfecta revelación de todo lo que Dios es. Vieron la pureza perfecta de Cristo, y se dieron cuenta de que Dios es luz, santidad absoluta. Vieron el amor perfecto de Cristo, y comprendieron que Dios es amor. Estas son las grandes verdades que el apóstol expone a lo largo de la Epístola: Dios es luz y Dios es amor (1 Juan 4:8). La vida, la luz y el amor se han manifestado perfectamente en Cristo.
(V. 6). Pero la verdad en cuanto a Dios se convierte de inmediato en una prueba de la realidad de nuestra profesión. Si Dios es luz, se sigue que, si decimos que tenemos comunión con él, y andamos de una manera que prueba que estamos en completa ignorancia de Dios, profesamos lo que es totalmente falso.
(V. 7). En los días del Antiguo Testamento, Dios habitaba en una densa oscuridad. Ciertos atributos de Dios fueron revelados, pero su naturaleza aún no había sido declarada. La plena revelación de Dios esperaba la venida de Cristo. Solo una Persona divina podía revelar a una Persona divina. Así, cuando Cristo se hizo carne, leemos: «El Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer» (Juan 1:18). No solo es verdad que «Dios es luz», sino que, mediante la plena revelación de Dios en Cristo, él también está en la luz. Además, los cristianos, teniendo la plena revelación de Dios en Cristo, han sido sacados de las tinieblas y de la ignorancia de Dios a su maravillosa luz. Ahora tienen el privilegio de caminar en la luz de Dios plenamente revelada. Siguen los resultados prácticos de andar en la luz:
En primer lugar, tenemos comunión unos con otros. En la vida cotidiana de aquí tenemos intereses separados y egoístas, pero «a la luz» de la plena revelación de Dios tenemos gozos e intereses comunes. Entramos en comunión en el conocimiento de las Personas divinas, marcadas por la vida, la luz y el amor. Esta comunión sigue siendo verdadera para nosotros a pesar de todos los fracasos de la Iglesia en la responsabilidad. El tiempo no puede tocarla y la muerte no nos la arrebatará. El día de Pentecostés fue una brillante ilustración de esta comunión. Jerusalén estaba en tinieblas, pero aquel día 3.000 almas salieron a la luz de Dios revelada en Cristo. Hablaban lenguas diferentes y venían de «toda nación existente bajo el cielo» (Hec. 2:5), pero en seguida se encontraron en una comunión común, pues leemos que «perseveraban en la doctrina de los apóstoles y en la comunión uno con otros» (Hec. 2:42).
En segundo lugar, en la luz aprendemos la infinita eficacia de la sangre de Jesucristo, su Hijo, que limpia de todo pecado, y así nos capacita perfectamente para la luz. Sería algo terrible para un pecador venir a la luz de Dios plenamente revelado si no hubiera limpieza de los pecados. Pero aquel que ha hecho a Dios plenamente conocido ha muerto para hacernos totalmente aptos para la presencia de Dios así revelada.
(V. 8-10). En tercer lugar, en la luz está la plena exposición de todo lo que somos. Tenemos pecado en nosotros y hemos cometido pecados. Si decimos que hemos llegado a la perfección sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y demostramos que no tenemos la verdad, pues el pecado sigue en nosotros. Si decimos que nunca pecamos, no solo nos engañamos a nosotros mismos, sino que hacemos a Dios mentiroso, pues en muchas cosas todos ofendemos. Sin embargo, en los caminos gubernamentales de Dios con sus hijos, «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados». No se nos dice que pidamos perdón, sino que, como hijos, confesemos los pecados que necesitan perdón. Confesamos nuestros pecados al Padre, y él no solo perdona los pecados, sino que nos limpia de las influencias contaminantes de los pecados.
1 Juan 2:1-2. En cuarto lugar, el perdón de los pecados del creyente es posible gracias a la intercesión del Señor Jesús. Como el pecado está en nosotros, y podemos pecar, Dios ha hecho una rica provisión para mantenernos en comunión. Sin embargo, estas cosas nos han sido escritas para que seamos guardados de pecar. El hijo que desobedece al padre no deja de ser hijo; y si pecamos, nuestras relaciones de hijos con el Padre permanecen, aunque nuestra comunión con el Padre se vea obstaculizada. Para que el pecado pueda ser juzgado y confesado, y para que se restablezca la comunión, el Señor Jesús actúa como nuestro Abogado –alguien que representa y asume perfectamente nuestra causa ante el Padre.
Esta defensa se basa en la eficacia inmutable de la obra propiciatoria de Cristo. Él se ha ofrecido a Dios sin mancha, y en vista de todo lo que Cristo es y ha hecho, no solo por el judío sino por el mundo entero, Dios puede proclamar el perdón a todos y justificar a los que creen, llevándolos a una relación consigo mismo como Padre, que ningún fracaso por parte del creyente puede alterar. Pero, en esa posición de hijos, si fallamos, Jesucristo es nuestro Abogado. El Señor ejerció esta abogacía en favor de Pedro antes de que este fallara. Pudo decir a Pedro en vista de su próxima negación: «Yo he rogado por ti» (Lucas 22:32). El resultado de la defensa del Señor se ve cuando Pedro está llevado al arrepentimiento y a la restauración. Así, el efecto de estar a la luz de la plena revelación de Dios en Cristo es llevar a los creyentes a una comunión totalmente independiente de las cosas terrenales, manifestar la eficacia purificadora de la sangre, exponernos como pecadores y susceptibles de pecar, y revelar a Cristo como nuestro Abogado, que trata con nuestros fracasos para restaurarnos a la comunión.
3 - Las características de la vida divina (1 Juan 2:3-11)
La primera parte de la Epístola presenta la vida eterna tal como se manifestó en la perfección de Cristo en la tierra. Esta vida, impartida al creyente, permite a su poseedor tener comunión con las Personas divinas y gustar así la plenitud del gozo.
En esta segunda parte de la Epístola, el apóstol nos presenta las 2 grandes características de la vida divina en su manifestación aquí: la obediencia a Dios y el amor a nuestros hermanos. La práctica de estas 2 cualidades, o el fracaso en exhibirlas, se convierte en la prueba de si la profesión de conocer a Cristo (v. 4), permanecer en Cristo (v. 6), y caminar en la luz (v. 9), es verdadera o no.
(V. 3-4). Estar a la luz de la plena revelación de Dios, y tener comunión con Dios, es conocer a Dios. El verdadero conocimiento de Dios llevará al reconocimiento de que Dios es soberano y nosotros somos sus criaturas, por lo que la sumisión se debe a Dios. Dependemos de Dios, y esta dependencia se expresa por la sujeción u obediencia a Dios. Si decimos que conocemos a Dios, y sin embargo caminamos en desobediencia a su voluntad, nuestra profesión es falsa y la verdad no tiene lugar permanente en nosotros.
(V. 5). Además, el que guarda su Palabra, en él verdaderamente se perfecciona el amor de Dios. El Señor Jesús, como Hombre, caminó en perfecta sujeción y obediencia a la voluntad del Padre. La voluntad de su Padre era el motivo, así como la regla de cada uno de sus actos y palabras. Podía decir: «Hago siempre las cosas que le agradan» (Juan 8:29). Como resultado, el amor del Padre era perfectamente conocido y disfrutado por él. Por eso el Señor puede decir a sus discípulos: «Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Juan 15:10).
(V. 6). Si, entonces, profesamos permanecer en él, y bajo su influencia disfrutamos de la comunión con el Padre, esto nos llevará a caminar como Cristo caminó, con las benditas experiencias del amor del Padre que él disfrutó. Mientras estemos aquí no podemos ser lo que él fue, porque él no tenía pecado; pero es nuestro privilegio andar como él anduvo. No se complacía a sí mismo, sino que solo hacía lo que agradaba al Padre. Hemos sido escogidos para obedecer como Cristo obedeció y para caminar y agradar a Dios (1 Pe. 1:2; 1 Tes. 4:1).
(V. 7). Lo que el apóstol escribe a los creyentes no es un mandamiento nuevo, sino la palabra que han oído desde el principio; porque está escribiendo de la vida, marcada por la obediencia y el amor, que se expresó en absoluta perfección en Cristo. Cualquiera que pretendiera escribir algo nuevo sobre esta vida estaría haciendo la falsa pretensión de dar luz más allá de lo que ya se expresó perfectamente en Cristo.
(V. 8). Lo nuevo, en efecto, es que la vida que se expresó en perfección en Cristo ha sido impartida a los creyentes, de modo que puede decirse: «Que es verdadero en él y en vosotros». Que el creyente viva esta vida en comunión con las Personas divinas es posible, ya que Dios se ha revelado plenamente en la Persona del Hijo, y ha salido así a la luz. Habiéndose revelado Dios, las tinieblas y la ignorancia de Dios que caracterizaban al mundo van «pasando». Cuando salga el Sol de justicia, el mundo entero saldrá a la luz. Todos conocerán al Señor. Entonces las tinieblas habrán pasado; pero, incluso ahora, las tinieblas están pasando, a medida que la gente sale del judaísmo y del paganismo, y entra en la luz de la revelación de Dios en el cristianismo.
(V. 9-10). El apóstol ha hablado de la obediencia como una de las dos grandes pruebas de la realidad de la profesión de conocer a Dios y estar así en la luz. Ahora habla del amor como segunda característica de los que están verdaderamente en la luz. Se deduce, por un lado, que quien odia a su hermano está en las tinieblas o en la ignorancia de Dios, por mucho que profese tener la vida y estar en la luz. Por otra parte, el que ama a su hermano permanece en la luz y no actuará de modo que le haga tropezar.
(V. 11). Un judío profesaba tener el conocimiento de Dios y estar así en la luz y, sin embargo, si odiaba y perseguía al cristiano, demostraba que no estaba en la luz de Dios revelada en Cristo. Tal persona está en «tinieblas y anda en tinieblas, y no sabe adónde va, porque las tinieblas le cegaron los ojos». No se trata simplemente de alguien que está en un estado de oscuridad, como podría ser el caso de un verdadero cristiano que, habiendo caído bajo una nube, abriga pensamientos amargos contra su hermano. Supone uno que está en «las tinieblas», es decir, en un sistema en el que no hay revelación de Dios. «Las tinieblas» es la ausencia de la revelación de Dios, y es una expresión utilizada en contraste con «la luz verdadera», que es la revelación de Dios.
Aquí tenemos, pues, las grandes características de la vida eterna: la obediencia y el amor. Además, el pasaje muestra claramente que, si poseemos la vida, y vivimos la vida, ella nos guiará:
- En primer lugar, en el conocimiento de Dios Padre –le conoceremos (v. 3-4).
- En segundo lugar, conociendo al Padre, caminaremos en obediencia a su voluntad (v. 3-4).
- En tercer lugar, guardando sus mandamientos, seremos confirmados en su amor (v. 5).
- En cuarto lugar, andando en obediencia y amor, andaremos como Cristo anduvo (v. 6).
- En quinto lugar, andando como Cristo anduvo, nos amaremos unos a otros (v. 10).
4 - El crecimiento en la vida divina (1 Juan 2:12-27)
El apóstol ha hablado de la vida eterna manifestada en perfección en Cristo; también nos ha presentado las dos grandes características que marcarán a los que poseen la vida a su paso por este mundo: la obediencia y el amor. En la parte de la Epístola que sigue, el apóstol muestra que, si bien todos los creyentes poseen la vida, hay crecimiento en la vida divina.
Considera a los creyentes como formando la familia de Dios, y utiliza las relaciones de la vida ordinaria –padres, jóvenes y niños– para establecer diferentes etapas de crecimiento espiritual en la aprehensión de la verdad y en la experiencia cristiana. No utiliza estos términos para establecer etapas en la vida natural, sino, más bien, distinciones en el crecimiento espiritual. Una persona convertida a una edad avanzada sería espiritualmente solo un bebé, mientras que un creyente comparativamente joven en años podría, por el progreso espiritual, convertirse en padre. El apóstol expone, además, las trampas específicas a las que están expuestos los creyentes en las diferentes etapas de crecimiento.
(V. 12). Antes de hablar de las distintas etapas del crecimiento espiritual, el apóstol se refiere a la bendición que corresponde a toda la familia de Dios. Se dirige a todos los creyentes como «hijitos»; es un término cariñoso. A continuación, afirma que el perdón de los pecados es la gran bendición que caracteriza a todos los miembros de la familia de Dios. Sin esta bendición no pertenecerían a esta familia. El apóstol no escribe a los pecadores para que sean perdonados, sino a los creyentes porque son perdonados. Además, como va a hablar de experiencias y progresos espirituales, recuerda a los creyentes que son perdonados «por amor de su nombre» (véase Sal. 106:8). Como creyentes, nos recuerda que no somos perdonados por cualquier cosa que seamos, ni por ninguna experiencia por real que sea, eso sería por nosotros. Se nos perdona por lo que Dios ha encontrado en Cristo y en su obra: «por amor de su nombre». El Señor mismo había ordenado a sus discípulos «que en su nombre se predicase el arrepentimiento para perdón de pecados a todas las naciones» (Lucas 24:47). Pedro, en cumplimiento del encargo del Señor, proclama a los gentiles «que todo aquel que en él cree, recibe perdón de pecados en su nombre» (Hec. 10:43). Así pues, el perdón de los pecados no es cuestión de conseguirlo; se nos proclama por medio del Señor Jesús y lo recibimos por la fe en Cristo (Hec. 13:38-39).
(V. 13). Una vez expuesto lo que es común a toda la familia de Dios, el apóstol expone 3 etapas de crecimiento espiritual bajo los términos padres, jóvenes y niños. No escribe a “ancianos”, jóvenes y niños. Los ancianos no serían una figura adecuada para presentar la etapa más alta del crecimiento espiritual, ya que el término implica debilidad y decadencia. Utiliza el término «padres», que sugiere madurez y madurez de experiencia.
En primer lugar, se exponen las características sobresalientes de cada clase: los padres han conocido a Cristo, es decir, desde el principio; los jóvenes se caracterizan por haber vencido al maligno; los niños han conocido al Padre.
En el curso del crecimiento natural podemos perder en gran medida las características de una etapa anterior de crecimiento. No es así en el crecimiento espiritual. Los jóvenes no dejan de conocer al Padre porque han aprendido a vencer al maligno; los padres no dejan de vencer al maligno porque han aprendido a conocer al que es desde el principio.
Al escribir a cada clase el apóstol usa las palabras «porque conocéis», mostrando que había un punto de simpatía entre él y cada clase. Prácticamente estaba diciendo, os escribo porque estáis disfrutando de lo que yo estoy disfrutando. Las 3 etapas cubren todo el terreno del cristianismo práctico. El que poseyera todas estas características sería un cristiano plenamente desarrollado.
(V. 14). Los padres. Habiéndonos dado las características sobresalientes de cada etapa del crecimiento cristiano, el apóstol vuelve a referirse a cada clase, presentando en el caso de los jóvenes y los niños sus peligros especiales. De los padres no tiene nada nuevo que añadir; repite: «Porque conocéis al que es desde el principio». Puede surgir la pregunta: “¿Acaso los jóvenes y los niños no conocen a Cristo?” Ciertamente conocen a Cristo como su Salvador, pero conocer a Cristo como Aquel que es desde el principio implica que no solo conocemos a Cristo como salvador de nuestros pecados y del juicio, sino que hemos avanzado tanto en la vida espiritual que hemos discernido en Cristo a Aquel que es el principio de un mundo de bendición enteramente nuevo, según los consejos del corazón del Padre. «Desde el principio» tiene la fuerza de «desde el comienzo». Conocer a Aquel que es desde el principio es darse cuenta de que, con la venida de Cristo, comienza una creación totalmente nueva en la que las cosas anteriores habrán pasado para siempre. Los que conocen así a Cristo no tendrán más esperanza de reformar al hombre o de mejorar el mundo. Mirarán más allá de este mundo y tendrán la mente puesta en las cosas de arriba. Todas sus esperanzas se centrarán en Cristo. Han alcanzado una etapa de crecimiento en la que Cristo es todo y en todos.
(V. 14). Los jóvenes. Los niños están marcados por la confianza en el amor del Padre. Los jóvenes no pierden esta confianza, pero, además, están marcados por la fuerza espiritual para vencer en los conflictos. En la vida natural, los jóvenes tienen que enfrentarse al mundo y librar la batalla de la vida. Del mismo modo, en la vida espiritual, los jóvenes son aquellos creyentes que están marcados por ese vigor espiritual que les permite vencer al maligno.
La fuente de su fuerza para vencer es la Palabra de Dios. Vencen al enemigo, no por la razón humana o la habilidad natural, ni por la sabiduría de las escuelas, sino por la Palabra de Dios, y, además, por la Palabra de Dios que mora en ellos. No es simplemente que capten el significado de la Palabra de Dios, o que la hayan almacenado en su memoria, sino que ella forma sus pensamientos, sostiene sus afectos y gobierna sus acciones. Para ellos, la Palabra no es algo que se pueda retener a la ligera, o a lo que se pueda renunciar a la ligera, bajo la influencia de un maestro. Tiene un lugar permanente en el corazón como siendo la Palabra de Dios, y por lo tanto sostenida en la fe en Dios. Alguien ha dicho: “El verdadero secreto de poder usar la Palabra de Dios contra el diablo es que la Palabra de Dios guarda tu propia alma”.
Si la Palabra de Dios permanece en nosotros, será nuestra guía en toda circunstancia y nuestra defensa en todo conflicto. Algunos han considerado la conciencia como una guía, y así, con la mayor sinceridad, se han dejado llevar a los actos más anticristianos, hasta perseguir a los santos de Dios, como en el caso de Saulo de Tarso. Estrictamente, la conciencia no es una guía, sino un testigo. Da testimonio según la luz que tenemos. La verdadera luz y guía es la Palabra de Dios y, si tenemos esa luz, la conciencia dará testimonio de si nuestro caminar es conforme a la luz. Así, la Palabra de Dios se convierte en la prueba de todo. A veces podemos probar las cosas por su aparente utilidad o aparente éxito. Solo descubriremos el verdadero carácter de algo cuando lo sometamos a la prueba de la Palabra de Dios. Someterse a la prueba de la Palabra es realmente estar sujeto a Dios, y contra una persona sujeta el diablo no tiene poder. Así vencemos al maligno.
Tenemos el ejemplo más perfecto de esta superación en nuestro Señor. El diablo trató de moverlo del lugar de dependencia de Dios, devoción a Dios y confianza en Dios. En cada caso el Señor venció, no usando el poder de su Deidad, sino, como el Hombre perfecto y dependiente, usando la Palabra de Dios. En cada tentación, el Señor venció diciendo: «Escrito está» (Mat. 4:4, 6, 10). Además, la Palabra que usó fue la Palabra que guardó. Es inútil intentar hacer frente a las tentaciones del diablo con una palabra que nosotros mismos no estamos obedeciendo. Si nuestros pensamientos, palabras y caminos están gobernados por la Palabra, podemos usarla eficazmente contra el diablo y vencer.
(V. 15). Los jóvenes pueden entrar en conflicto con el diablo y en contacto con el mundo. Como la carne está todavía en nosotros, el mundo es un peligro muy real. Estamos enviados al mundo como testigos de Cristo, pero no somos del mundo. Por eso se nos advierte que no amemos al mundo ni las cosas del mundo. Además, se nos recuerda que: «Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él». Podemos, por desgracia, ser tentados por él, o en un momento de descuido ser vencidos por él, pero la pregunta decisiva es: ¿Lo amamos? Una palabra solemne para todos los que profesan pertenecer a la familia de Dios y, sin embargo, parecen sentirse más a gusto en compañía del mundo que entre el pueblo de Dios.
(V. 16). El apóstol no deja lugar a dudas sobre el carácter del mundo del que habla. No se refiere al mundo físico de la naturaleza, sino a ese gran sistema construido por el hombre caído, que está marcado por los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida.
Se ha observado que estas 3 concupiscencias aparecieron con la caída del hombre. El diablo tentó a Eva con la pregunta: «¿Conque Dios os ha dicho?» (Gén.3:1). Si la Palabra de Dios hubiera permanecido en su corazón, podría haberla utilizado para vencer al diablo. Por desgracia, no gobernaba sus pensamientos, de modo que, al citarla (o citarla mal), no solo fue impotente para vencer, sino que cayó en la trampa de los principios del mundo. Vio que el árbol era bueno para comer y se dejó llevar por los deseos de la carne. Además, vio que «era agradable a los ojos», y así fue atraída por los deseos de los ojos. Por último, vio que era «árbol codiciable para alcanzar la sabiduría», y se despertó el orgullo de la vida que ansía el conocimiento. Dejándose llevar por los principios del mundo, Adán desobedeció a Dios y fue expulsado del jardín. El mundo es, pues, un vasto sistema organizado por el hombre caído para satisfacer los diversos deseos de la carne, para gratificar la vista y para satisfacer las diversas formas del orgullo.
En este mundo no hay nada que sea del Padre, y no hay amor por el Padre. Para el creyente, el Padre ha abierto otro mundo que está marcado, no por la lujuria que busca su propia gratificación, sino por el amor que busca el bien de su objeto. No es un mundo que busca gratificar la vista, sino donde Cristo es el objeto que todo lo satisface –«Vemos… a Jesús» (Hebr. 2:9). No es un mundo marcado por el orgullo que se jacta de su propia sabiduría, sino que se caracteriza por la humildad que se deleita en sentarse como aprendiz a los pies de Jesús.
(V. 17). Además, el mundo del hombre es pasajero. Por muy hermoso que sea en ocasiones su aspecto exterior, está dominado por el pecado, y sobre todo hay sombra de muerte. Ya hemos oído que las tinieblas, o la ignorancia de Dios, son pasajeras; ahora aprendemos que el mundo que permanece en las tinieblas también es pasajero. En contraste con el mundo pasajero, los que hacen la voluntad de Dios permanecen para siempre; pertenecen a un mundo sobre el que nunca caerá sombra de muerte.
Los niños. Hemos aprendido del versículo 13 que la primera característica de los pequeños es: «Porque conocéis al Padre». A medida que progresan espiritualmente serán arrastrados al conflicto espiritual. Ellos llegaran a ser jóvenes y pelearan la buena batalla de la fe. Ellos saldrán a hacer batalla por el Señor, pero ellos empiezan en el círculo del hogar. En ese bendito círculo de amor, puede que sepan poco del poder del enemigo y del conflicto que les espera, pero aprenden el amor del corazón del Padre y el apoyo de la mano del Padre. No solo saben que son hijos, y que Dios es su Padre, sino que conocen al Padre con quien están en relación. Puede que sepan poco de las profundidades de Satanás, o de las trampas del mundo, o de la maldad de sus propios corazones, pero conocen el corazón del Padre. En otro tiempo no conocían el corazón del Padre ni les importaba la voluntad del Salvador, pero como pecadores fueron llevados al Salvador y, por la fe en Cristo Jesús, pasaron a la familia de Dios, como leemos: «Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Gál. 3:26). El Espíritu Santo les fue dado, el amor de Dios se derramó en sus corazones, y ahora pueden mirar hacia arriba y decir: «Abba, Padre» (Gál. 4:6). Se dan cuenta de que el Padre los ama con un amor que nunca se cansa y un cuidado que nunca cesa.
(V. 18). Por su inexperiencia, los niños corren mayor peligro de ser engañados. Por eso el apóstol les previene contra los seductores anticristianos. Se nos dice que es «la última hora». Como han pasado más de 19 siglos desde que se escribieron estas palabras, podemos concluir que el apóstol no se refiere a la última hora en cuanto al tiempo, sino más bien a la última hora en cuanto al carácter. Sabemos que la última hora antes de que caiga el juicio sobre una cristiandad apóstata se caracterizará por la aparición del Anticristo. Pero los maestros anticristianos ya habían aparecido en los días del apóstol, «por esto sabemos que es la última hora».
(V. 19). Estos maestros anticristianos serían una trampa especial para los creyentes, en la medida en que surgirían en el círculo cristiano y luego abandonarían la profesión cristiana.
(V. 20). Para que los creyentes puedan escapar de toda enseñanza anticristiana, se nos recuerda en primer lugar que tenemos el Espíritu Santo –la Unción– y, por tanto, somos capaces de juzgar de todas las cosas. Por nosotros mismos no sabemos nada, pero teniendo el Espíritu tenemos la capacidad de conocer todas las cosas.
(V. 21). En segundo lugar, tenemos «la verdad». El Espíritu no nos ilumina por ninguna imaginación interior; Él usa «la verdad», y así nos capacita para detectar el error. No detectamos la mentira ocupándonos del mal, sino conociendo la verdad. Nuestro asunto es ser sencillos en cuanto al mal y sabios en cuanto al bien.
(V. 22-23). En tercer lugar, teniendo el Espíritu y la verdad, aprendemos de inmediato que la Persona de Cristo es la gran prueba de todo sistema anticristiano. Podemos ser engañados si los juzgamos por los términos cristianos que puedan usar y la práctica que puedan seguir. La verdadera prueba es: ¿Cómo se relacionan con la verdad en cuanto a la Persona de Cristo? Se encontrará que todo sistema falso niega en alguna forma la verdad de su Persona. Hay, sin embargo, 2 formas principales de error y oposición a la verdad. Una forma de error, que se encuentra principalmente entre los judíos, niega que Jesús sea el Cristo, el Mesías que ha de venir. La otra forma de error, que surge en la profesión cristiana, niega la verdad del Padre y del Hijo. Cuando aparezca el Anticristo unirá la mentira de los judíos con la mentira que surge en la profesión cristiana, negando tanto que Jesús sea el Mesías como que sea una Persona divina. Hoy, todo sistema falso que ha surgido en la cristiandad está condenado por la negación de la verdad de la Persona de Cristo como el Hijo, y la negación de la verdad del Hijo llevará a la negación de la verdad en cuanto al Padre.
(V. 24). Nuestra salvaguardia contra todo error en cuanto a la Persona de Cristo se encuentra en permanecer en lo que hemos oído desde el principio. Los judíos pudieron decir a Jesús: «Tú quién eres?» El Señor respondió: «Eso mismo que os he dicho desde el principio» (Juan 8:25). Una traducción más exacta de estas palabras es: «Todo lo que también os he dicho». Sus palabras eran la expresión perfecta de sí mismo. Podemos usar palabras para ocultar lo que somos: él usó palabras para expresar perfectamente lo que era. Hemos oído su voz y conocemos la verdad sobre sí mismo. Podemos tener mucho que aprender de las glorias de su Persona, pero sabemos quién es él. Cualquier pretensión del modernismo, o de cualquier otro sistema falso, de darnos más verdad en cuanto a su Persona es una negación de que la verdad completa salió al principio. Si lo que hemos oído desde el principio permanece en nosotros –si gobierna nuestros afectos– permaneceremos en la verdad del Hijo y del Padre. Las ovejas conocen su voz y son así capaces de detectar las muchas voces falsas de los extraños, como leemos: «Al extraño no seguirán… porque no conocen la voz de los extraños» (Juan 10:5).
(V. 25). En cuarto lugar, tenemos la vida eterna según la promesa. Esta vida nos pone en relación con las Personas divinas. Las palabras del Señor son: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien tú enviaste» (Juan 17:3).
Es evidente, entonces, que estos maestros anticristianos quedan expuestos como no siendo de nosotros –la compañía cristiana (v. 19); no tienen el Espíritu (v. 20); no conocen la verdad (v. 21); niegan al Padre y al Hijo (v. 22); no han continuado en lo que era desde el principio (v. 24); y no poseen la vida eterna (v. 25).
Los niños en Cristo pueden escapar a sus malas enseñanzas teniendo el Espíritu, la verdad, el conocimiento del Padre y del Hijo, permaneciendo en lo que han oído desde el principio en Cristo, y viviendo la vida eterna mediante la cual pueden disfrutar de la comunión con las Personas divinas.
(V. 26-27). Estas son, pues, las cosas que el apóstol escribe para desenmascarar a los que nos quieren desviar y para prevenirnos contra ellos. Además, no solo tenemos la Palabra escrita, sino también el Espíritu Santo, que nos capacita para entender la Palabra y para poner a prueba las enseñanzas de los hombres. Los maestros pueden morir, pero el Espíritu Santo permanece. La enseñanza del mejor de los maestros puede ser parcial, pero el Espíritu Santo puede enseñarnos «acerca de todo». La enseñanza del mejor de los maestros puede estar a veces mezclada con defectos, pero la enseñanza del Espíritu Santo «es verdad» y ella no es «mentira». El objetivo de todos los falsos maestros es seducir a los santos para que abandonen la verdad; el efecto de la enseñanza del Espíritu Santo es llevar a los santos a permanecer en la verdad, tal como fue expuesta en Cristo desde el principio.
5 - La vida eterna se manifiesta en los creyentes (1 Juan 2:28 al 3:23)
Una vez expuestas las diversas etapas del crecimiento en la vida cristiana, el apóstol, manteniendo siempre presente el gran tema de la vida, nos presenta la vida eterna vista en la práctica del creyente. El apóstol ya ha presentado la justicia y el amor como características de la vida eterna. Estos rasgos se han expresado perfectamente en Cristo y deben marcar ahora la vida de los creyentes. Además, si la manifestación de estas cualidades es la prueba práctica de la posesión de la vida, la ausencia de estas cualidades pondrá al descubierto toda falsa pretensión a la vida.
En primer lugar, esta nueva porción de la Epístola, el apóstol nos presenta primero la aparición de Cristo como lo que debe regir nuestra vida práctica (2:28 al 3:3).
En segundo lugar, presenta las características de la nueva vida que distinguen a los hijos de Dios de los hijos del diablo: la justicia y el amor (1 Juan 3:4-16).
En tercer lugar, aplica estas verdades a la vida práctica del creyente (1 Juan 3:17-23).
5.1 - Práctica en relación con la aparición de Cristo (2:28 al 3:3)
En la parte anterior de la Epístola, el apóstol ha vuelto la vista atrás a lo que hemos oído «desde el principio». Introduce esta nueva porción mirando hacia la venida del Señor.
(V. 28). Este versículo forma un vínculo de unión con lo que ha precedido y con la porción que sigue. Resume la porción precedente apelando a toda la familia de Dios en las palabras: «Y ahora, hijitos, permaneced en él». La única gran salvaguardia contra el mundo, y los maestros anticristianos de los que ha estado hablando, se encuentra en permanecer en la verdad tal como fue perfectamente expuesta en Cristo «desde el principio». Esto, además, lleva al apóstol a mirar hacia la venida de Cristo, pues es igualmente importante permanecer en él para que nuestra conducta sea coherente con su aparición. Así, la venida de Cristo se adelanta para regular y probar nuestra práctica.
El apóstol desea que la conducta de los creyentes sea de tal carácter que no haya nada en los santos de lo cual se avergüencen en la venida de Cristo, cuando por fin nuestras palabras, caminos y conducta, «cuando la obra de cada uno será manifestada» y los motivos ocultos de los corazones queden al descubierto (1 Cor. 3:13; 4:5; 2 Juan 8). Cuán a menudo hay muchas cosas en nuestras palabras, en nuestros caminos y en nuestra conducta, que incluso podemos tratar de defender o excusar, pero que deberíamos condenar inmediatamente si se nos juzgara a la luz de la aparición de la gloria de Cristo.
En los versículos que siguen (1 Juan 2:29 al 3:23), el apóstol nos presenta nuestros privilegios y la bondadosa provisión que Dios ha hecho, a fin de que andemos como conviene a Cristo y no seamos avergonzados en su venida.
(V. 29). En primer lugar, el apóstol muestra que toda conducta cristiana correcta se remonta a la nueva naturaleza que los creyentes han recibido por el nuevo nacimiento. Es la misma naturaleza que estaba en Cristo, que produce los mismos frutos de justicia, demostrando así que el creyente es nacido de Dios.
(1 Juan 3:1). En segundo lugar, el apóstol nos recuerda que hemos sido llamados a la relación de hijos y, como tales, somos objeto del amor del Padre. Se ha señalado que cada relación tiene su afecto especial, y que es el afecto peculiar de la relación lo que le da dulzura y carácter. Estamos llamados a contemplar este amor que se expresó perfectamente en Cristo en la tierra y que ha sido otorgado al creyente. Cuando Cristo estaba aquí, era el objeto del amor del Padre y del odio del mundo. Se ha ido, pero ha dejado atrás a aquellos a quienes ha puesto en su propio lugar ante el Padre y ante el mundo. En su oración, el Señor pudo decir: «Tú… los has amado, como a mí me has amado» (Juan 17:23). De nuevo, el Señor pudo decir: «Si el mundo os odia, sabed que me odió a mí antes que a vosotros» (Juan 15:18). Qué bueno, entonces, tratar de entrar en la conciencia de que somos amados por el Padre como Cristo fue amado, y tenemos el privilegio de compartir con Cristo su lugar de rechazo por el mundo.
(V. 2). Una tercera gran verdad es la bendita esperanza vinculada a la relación en la que nos encontramos. Cristo va a aparecer, y cuando aparezca, «seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es». En la tierra, Cristo fue el Varón de dolores y experimentado en quebranto; su rostro estaba más desfigurado que el de cualquier hombre, y su forma más que la de los hijos de los hombres. En cuanto a nosotros, aún no sabemos lo que seremos, pues llevamos las marcas de la edad, la preocupación y el dolor, pero esperamos su aparición. Por un momento los apóstoles vieron su gloria en el Monte de la transfiguración, y por la fe “lo vemos tal como es”, coronado de gloria y honor, y «sabemos» que seremos como él, no como él era, sino «como él es».
Además, cuando seamos como él, le veremos cara a cara. Mientras estemos en estos cuerpos de humillación, verle tal como es sería sobrecogedor. El mismo apóstol Juan cayó a sus pies como muerto cuando, en la isla de Patmos, vio al Señor en su gloria. Pero cuando por fin seamos como él,
Cómo se deleitarán nuestros ojos al ver su rostro,
Cuyo amor nos ha animado a través de la oscura noche.
(V. 3). Si, pues, andamos en justicia, según los instintos de la nueva naturaleza, si, como hijos, andamos en la conciencia del amor del Padre, si nos mantenemos apartados del mundo que no conoció a Cristo, si andamos en el gozo de la esperanza de que cuando Cristo aparezca seremos semejantes a él, entonces, ciertamente, no seremos avergonzados delante de él en su venida, porque todo hombre que tiene esta esperanza en él, sí mismo se purifica, así como Cristo es puro.
Nuestra esperanza está en Cristo, porque solo por su poder llegaremos a ser «semejantes a él», como leemos: «El cual transformará nuestro cuerpo de humillación en la semejanza de su cuerpo glorioso, conforme a la eficacia de su poder, con el que también puede someter todas las cosas a sí mismo» (Fil. 3:21). No podemos prescindir de su obra pasada para resolver toda cuestión entre nuestras almas y Dios; no podemos prescindir de su obra presente en lo alto para mantenernos día a día; no podemos prescindir de él para realizar el último gran cambio; y, cuando estemos en la gloria, le necesitaremos durante la eternidad. Nuestra bendición, nuestro gozo, nuestro todo, está unido a Cristo por los siglos de los siglos.
Además, mientras espera el último gran cambio, el que tiene esta esperanza en Cristo llegará a ser moralmente como él. Esta esperanza tendrá un efecto transformador. Todavía no somos puros como él es puro, pero el efecto bendito de esta esperanza será guardarnos del mal y purificarnos según la norma perfecta de pureza establecida en él.
5.2 - Las características de la nueva vida que caracterizan a los hijos de Dios en contraste con los hijos del diablo (1 Juan 3:4-16)
Esta parte de la Epístola muestra claramente que la nueva vida que poseen los hijos de Dios se manifiesta en una conducta marcada por la justicia y el amor, en contraste con la anarquía y el odio que caracterizan a los hijos del diablo. En los versículos 4 al 9, el apóstol habla de la justicia en contraste con la iniquidad; en los versículos 10 al 23, habla del amor en contraste con el odio.
(V. 4). A continuación, el apóstol contrasta la iniquidad de la vieja naturaleza con la justicia de la nueva naturaleza que poseen los creyentes nacidos de Dios. Afirma que «todo el que practica el pecado también practica la iniquidad; porque el pecado es iniquidad». El pecado no es simplemente transgredir una ley conocida, como sugieren algunas traducciones. El principio del pecado es la iniquidad, o hacer la propia voluntad al margen de cualquier ley. Como se ha dicho: “El pecado es actuar sin el freno de la Ley o la restricción de la autoridad de otro –actuar según la propia voluntad” (J.N. Darby).
(V. 5). Una vez definido el pecado, el apóstol se dirige inmediatamente a Cristo para presentarnos a aquel en quien «no hay pecado». Al hacerse carne, se sometió enteramente a la voluntad del Padre. Viniendo al mundo, pudo decir: «He aquí que vengo para hacer tu voluntad» (Hebr. 10:9). Al pasar por el mundo podía decir: «No procuro mi propia voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Juan 5:30). Al salir del mundo, pudo decir: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22:42). Sabemos, también, que es por voluntad de Dios que los creyentes han sido santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre (Hebr. 10:10). Por eso el apóstol puede decir: «Fue manifestado para quitar los pecados». En él, pues, no había pecado, ni principio de iniquidad.
(V. 6). Participando de esta naturaleza, y permaneciendo en él, no pecaremos. Permanecer en Cristo es verlo por fe, conocerlo por experiencia y caminar bajo su influencia. El que peca no le ha visto, ni le ha conocido. El apóstol contrasta así las 2 naturalezas: la vieja naturaleza es inicua; la nueva no puede pecar. Las 2 naturalezas coexisten en el creyente; por eso el apóstol puede decir en un pasaje: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos» (1 Juan 1:8) y, en este pasaje: «El que peca, no le ha visto ni le ha conocido».
(V. 7). A continuación, se nos advierte contra todo engaño. La posesión de la nueva naturaleza se prueba, no por la profesión que hacen las personas, sino por la forma en que actúan. «El que practica la justicia es justo, como él es justo». Si participamos de su vida, esta se manifestará en un andar caracterizado por la justicia, así como él es justo.
(V. 8). En contraste con el que hace justicia y ha nacido de Dios, «el que practica el pecado es del diablo». Por descuido, el creyente puede caer en pecado, pero el que vive en pecado muestra claramente que tiene la misma naturaleza que el diablo, que peca desde el principio de su historia. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo, a fin de que los creyentes, con una nueva naturaleza, quedaran bajo el dominio de Cristo y, permaneciendo en él, obraran con justicia, como él es justo.
(V. 9). En contraste con el que muestra que es del diablo practicando el pecado, el que ha nacido de Dios no practica el pecado. Hay en él una semilla nueva –vida divina– y esa vida que tiene, como nacido de Dios, no puede pecar. Es verdad que la carne está en el creyente; pero la nueva naturaleza es una naturaleza sin pecado, y el creyente es visto como identificado con la nueva naturaleza.
(V. 10-11). Con el versículo 10 el apóstol pasa a hablar del amor. Ha mostrado que la «justicia», en contraste con la «iniquidad», distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo. Ahora muestra que el «amor», en contraste con el «odio», es una segunda gran característica de la nueva naturaleza. Desde el comienzo de la manifestación de Cristo en este mundo, hemos oído que debemos amarnos los unos a los otros. Así, como el apóstol ya ha dirigido nuestros pensamientos a Cristo como aquel en quien se expresó perfectamente la justicia (v. 5-7), ahora nos recuerda el mensaje que hemos oído acerca de Cristo, pues en él vemos la perfecta manifestación del amor divino.
La vida de Cristo reproducida en los creyentes nos llevará no solo a evitar el pecado, sino a manifestar la nueva vida amándonos unos a otros. Se ha dicho con verdad: “La mera naturaleza amable puede encontrarse en los perros y otros animales, por ser naturaleza animal; pero el amor a los hermanos es un motivo divino. Los amo porque son de Dios. Tengo comunión en las cosas divinas con ellos. Un hombre puede ser muy poco amable por naturaleza y, sin embargo, amar a los hermanos con todo su corazón; y otro puede ser muy amable y no tenerles ningún amor” (J.N. Darby).
(V. 12). En Caín se exponen los dos principios malignos. Participando de la naturaleza del malvado, odiaba a su hermano; y la raíz de su odio era la iniquidad que caracterizaba su propia vida, en contraste con la rectitud que caracterizaba las obras de su hermano.
(V. 13). La conciencia de que las obras de Abel eran buenas y las suyas malas despertó un odio celoso en el corazón de Caín. No debemos maravillarnos, pues, si, por la misma razón, los creyentes son odiados por el mundo.
(V. 14). El mundo, del cual Satanás es el príncipe, está marcado por la iniquidad y el odio, y se encuentra en una condición de muerte moral. Pero «nosotros», los que somos creyentes, «sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a los hermanos». El amor es la prueba práctica de la vida divina. Nos encontramos con un hijo de Dios, que hasta ahora ha sido un perfecto extraño para nosotros, uno que tal vez puede estar socialmente muy por encima de nosotros o, por el contrario, en una esfera mucho más humilde de la vida, o que puede ser de otra tierra y hablar una lengua diferente, pero de inmediato nuestro amor va del uno al otro y estamos en términos más íntimos que con nuestras relaciones según la carne. La razón es sencilla: tenemos la misma vida –la vida eterna– con el mismo objeto, Cristo; gozamos en común del mismo afecto por Cristo y de los mismos deseos de Cristo.
(V. 15-16). El apóstol nos muestra entonces la expresión extrema del odio en contraste con la máxima expresión del amor. El odio, si no se controla, conduce al asesinato. El que odia es en espíritu un asesino, y ningún asesino tiene vida eterna permanente en él.
Por el contrario, vemos en Cristo la expresión perfecta del amor, en cuanto que su amor le llevó a dar la vida por nosotros. Teniendo ante nosotros su ejemplo perfecto, debemos estar dispuestos, en la fuerza de la vida nueva marcada por el amor, a dar la vida por los hermanos. Esto no significa necesariamente la muerte real, sino el dejar ir la vida aquí por amor a Cristo (Mat. 16:25).
Así, en el transcurso de este pasaje, se nos recuerda que el hombre caído está bajo la muerte, marcado por la iniquidad, el odio y la violencia. El hombre sin Ley está siempre centrado en sí mismo, y solo busca satisfacerse haciendo su propia voluntad, al margen de toda restricción. Esto le lleva necesariamente a odiar a cualquiera que se oponga a su voluntad, y el odio le lleva a cometer actos violentos, expresados de forma extrema en el asesinato.
Estos son los principios malignos que salieron a la luz por primera vez en la historia de Caín y que desde entonces han marcado el curso de este mundo. Al comienzo de la historia de su raza, los hombres abandonaron a Dios como centro de sus pensamientos; se volvieron egocéntricos. Habiendo renunciado a Dios, no había ningún vínculo que mantuviera unidos a los hombres, con el resultado de que se dispersaron por todas partes. Las naciones en que se dividieron se convirtieron en un centro para sí mismas, cada una tratando de llevar a cabo su propia voluntad, y en consecuencia odiando todo lo que se oponía. Así surgieron los celos y el odio entre las naciones, que desembocaron en la violencia y la guerra.
Así, toda la miseria del mundo puede ser rastreada hasta el solemne hecho de que el hombre se convirtió en un centro para sí mismo, independiente de Dios, o «sin ley». Es evidente, pues, que todo el sistema mundial está marcado por estas tres cosas: iniquidad, odio y violencia.
En contraste con este mundo, Dios ha sacado a la luz un mundo completamente nuevo –el mundo venidero– del que Cristo es el centro y que, tomando su carácter de Cristo, está marcado por la justicia, el amor y la entrega. Para entrar en el nuevo mundo de bendición de Dios, debemos conocer a Cristo, que es desde el principio. De ahí que el apóstol insista tan constantemente en el «que era desde el principio» (1 Juan 1:1; 2:7, 13-14). Esta expresión, tan característica de los escritos del apóstol, indica que, desde el momento en que Cristo entró en escena, hubo un comienzo completamente nuevo. A partir de ese momento, todo el sistema del mundo comienza a desaparecer, y aparece lo que permanece. «El mundo pasa y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Juan 2:17). Cristo es el centro del gran universo de bendición de Dios. Él es la Palabra de vida, aquel que ha expresado perfectamente a Dios. Miramos a Cristo y vemos que Dios es luz y Dios es amor. Pero, además, Cristo no solo trae a Dios a la luz, sino que también capacita al creyente para la luz mediante su sangre que limpia de todo pecado.
Si Cristo es el centro del nuevo mundo de bendición de Dios, todo en ese mundo debe depender de él. Hay 3 círculos diferentes de bendición, pero Cristo es el centro de todos: el círculo cristiano viene primero; luego Israel será restaurado y bendecido; finalmente las naciones gentiles entrarán en la bendición milenaria. El secreto de la bendición para cada círculo será que todos sean liberados de la iniquidad al ser llevados a la dependencia de Cristo.
Habiendo presentado a Cristo desde el principio como el gran centro del nuevo universo de Dios, el apóstol muestra cómo Dios ha obrado con los creyentes para llevarlos a la bendición. Por gracia soberana, nacemos de Dios, entramos en relación con él, somos amados con el amor propio de la relación y, finalmente, apareceremos a semejanza de Cristo. Mientras tanto, mientras permanezcamos en Cristo, nos caracterizaremos por la justicia, el amor y la entrega, que se manifiestan en su forma más elevada al dar la vida por nuestros hermanos.
5.3 - La práctica del amor y sus efectos (v. 17-23)
(V. 17-18). El apóstol concluye esta parte de su Epístola con una aplicación práctica de las verdades de las que ha estado hablando. Con la carne en nosotros es fácil hacer una profesión de amor de palabra y de lengua. Sin embargo, nuestros hechos mostrarán si nuestras palabras son verdaderas. Si está en nuestras manos ayudar a un hermano que vemos que lo necesita, y sin embargo nos negamos a hacerlo, será evidente que nuestra profesión de amor es vana.
(V. 19-21). Caminando en el amor, seremos libres y felices en nuestro trato con Dios. El hijo que tiene conciencia de desobedecer los deseos del Padre no puede ser feliz en su presencia. Si nuestra conciencia nos condena, sepamos que Dios conoce todas las cosas. Él está perfectamente al tanto de lo que sabemos que está mal, y, hasta que el mal sea confesado y juzgado ante Dios, no podemos disfrutar de la comunión con Dios, ni podemos tener confianza en volvernos a él.
Aquí no se trata del perdón eterno o de la salvación, pues el apóstol escribe a los que han sido perdonados y están en relación de hijos. Se trata de poder caminar en feliz libertad con Dios como hijos. Para tener esta confianza debemos caminar de tal manera que nuestros corazones no nos condenen por fallar en el amor práctico.
(V. 22-23). Caminar en la feliz confianza de que estamos haciendo las cosas que son rectas a sus ojos nos dará gran libertad para dirigirnos al Padre en oración. Guardando sus mandamientos, pediremos según la voluntad de Dios y podremos contar con una respuesta a nuestras oraciones. Si se trata de guía para nuestro camino, o poder para vencer alguna trampa, o gracia sustentadora para una prueba, pediremos y recibiremos de aquel cuyo poder es tan grande como su amor, y cuyo oído está siempre abierto al clamor de sus hijos.
Sus mandamientos se resumen en la fe en su Hijo Jesucristo y en el amor mutuo. En el espíritu de estos mandamientos el apóstol Pablo pudo dar gracias por los santos de Colosas, orando con confianza por ellos, pues dice: «Al oír de vuestra fe en Cristo Jesús y del amor que tenéis por todos los santos» (Col. 1:4).
6 - Permanecer en Dios y Dios en nosotros (1 Juan 3:24 al 5:5)
El apóstol ha presentado las 2 grandes características de la nueva naturaleza: la justicia y el amor. Nos ha exhortado a vivir la vida práctica del amor para que podamos caminar con confianza ante Dios. Ahora nos muestra que un caminar marcado por el amor práctico de unos a otros y la confianza ante Dios solo es posible si permanecemos en Dios y Dios en nosotros. Que estas son las verdades principales de esta parte de la Epístola se pone de manifiesto a medida que leemos el pasaje. En 1 Juan 3:24 el apóstol escribe: «El que guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él»; en 1 Juan 4:12: «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros»; en el versículo 13: «En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros»; en el versículo 15: «Todo el que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios»; en el versículo 16: «El que permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios permanece en él».
(V. 24). El pasaje comienza presentándonos el inmenso privilegio que Dios ha dado al creyente, por el cual le es posible permanecer en Dios, y Dios en él. Si andamos en obediencia a Dios, permaneceremos en él. Esto sin duda significa que permanecemos en el disfrute sin nubes de todo lo que Dios es en su amor y poder y santidad, y así caminamos delante de él en confianza. Además, Dios por su Espíritu mora en nosotros, de modo que no solo tenemos vida, sino que tenemos el poder de vivir la vida de amor y comunión.
(1 Juan 4:1-6). Antes de proseguir con este gran tema, el apóstol, en un pasaje parentético, nos previene contra los falsos espíritus. Los hay en el mundo, y es necesario prevenir a los creyentes contra ellos. Estamos advertidos de la necesidad de probar los espíritus por los que hablan los hombres, y de guardarnos de estimar a las personas meramente por su profesión. Muchos que profesan ser profetas de Dios son en realidad falsos profetas que hablan por espíritus malignos. Por las propias palabras del Señor sabemos que un falso profeta es uno que tiene toda la apariencia de ser una de sus ovejas, porque viene con piel de oveja, pero por dentro no es más que un lobo rapaz empeñado en la destrucción de las ovejas (Mat. 7:15).
El apóstol procede a darnos 3 grandes pruebas mediante las cuales podemos distinguir entre el espíritu de la verdad y el espíritu del error:
(V. 2-3). En primer lugar, la mayor de todas las pruebas es la que concierne a Cristo mismo. Podemos probar si los hombres hablan por el Espíritu de Dios por su actitud hacia Cristo. La pregunta es: ¿Confiesan que Jesucristo ha venido en carne? Pueden, en efecto, confesar que Jesucristo es verdaderamente un hombre, y un modelo de hombre; pero ¿confiesan que él «ha venido en carne», y por lo tanto que él es una Persona divina que existía antes de venir en carne? Además, confesar a Jesucristo venido en carne no es solo confesar la verdad de su Persona, sino también inclinarse personalmente en obediencia a él como Señor. El falso maestro no confesará la verdad de su Persona, ni lo poseerá como Señor, y así prueba que no es de Dios y está hablando por un espíritu falso, el espíritu del Anticristo que ya está en el mundo.
(V. 4). Cuando se detectan estos falsos espíritus, el creyente puede vencerlos por el Espíritu Santo que mora en él, porque el Espíritu Santo es más grande que el espíritu del anticristo que está en el mundo.
(V. 5). En segundo lugar, podemos detectar los espíritus falsos por su conexión con el mundo. ¿Son populares con el mundo? Todo espíritu falso es del mundo y habla como del mundo, y por lo tanto de acuerdo con los pensamientos y principios del mundo. Como así hablan, el mundo los oye. Es evidente que nada que sea verdaderamente de Dios será popular entre el mundo, pues sabemos que todo lo que hay en el mundo no es del Padre (1 Juan 2:16). Cualquier predicación o libro religioso que sea popular con el mundo, en la medida de su popularidad, será condenado por no enseñar la verdad. ¡Cuántos movimientos religiosos del día son expuestos inmediatamente para el creyente por esta simple prueba!
(V. 6). En tercer lugar, una última prueba para detectar el espíritu de error se plantea con la pregunta: ¿Aceptan la enseñanza de los apóstoles? Estos últimos pueden decir: «Nosotros somos de Dios; el que conoce a Dios, nos escucha; el que no es de Dios, no nos escucha». Cuántos críticos infieles del día descartan las enseñanzas de los apóstoles como doctrinas meramente de Juan o de Pablo que deben ser tratadas como opiniones de hombres parcialmente instruidos, y por lo tanto deben ser aceptadas o rechazadas según si sus enseñanzas encajan con los puntos de vista de estos días de profesada mayor ilustración.
Podemos ciertamente crecer en el conocimiento de la verdad que ha sido revelada, pero no puede haber desarrollo o avance sobre la verdad dada por inspiración. De esto se deduce que los que rechazan la enseñanza apostólica quedan totalmente condenados por este solemne pasaje como “no siendo de Dios”, pues el apóstol puede decir por inspiración: «El que no es de Dios, no nos escucha».
Así podemos detectar el espíritu del error y el espíritu de la verdad, y podemos escapar de los falsos profetas, de los falsos sistemas y de los falsos espíritus que se extienden hoy por la cristiandad, haciéndonos estas sencillas preguntas:
¿Cuál es su actitud hacia Cristo?
¿Son populares en el mundo?
¿Aceptan las enseñanzas de los apóstoles?
La única salvaguardia del creyente, que ha probado a los espíritus y ha descubierto que son anticristianos, es tratarlos como malos y rechazarlos totalmente. J.N. Darby ha escrito con verdad: “Tan pronto como se discierne al demonio, solo hay un camino: tratarlo como demonio. Si se adopta este camino, se le encontrará impotente ante el nombre de Jesús; pero si recurrimos a cualquier otro camino, si cedemos a consideraciones humanas, si somos amables con los agentes del enemigo, pronto nos encontraremos en debilidad ante Satanás, no pudiendo Dios estar con nosotros en el camino que hemos elegido”.
Después de esta solemne advertencia, el apóstol retoma el gran tema de esta parte de la Epístola, que ya nos había presentado en el último versículo de 1 Juan 3: Permanecer en Dios y Dios en nosotros. Para que estas grandes verdades sean una realidad práctica para nosotros, el apóstol presenta el amor de Dios de una triple manera. En primer lugar, en los versículos 7 al 11, habla del amor de Dios hacia nosotros, resolviendo toda cuestión de nuestro pasado. En segundo lugar, en los versículos 12 al 16, presenta el amor de Dios en nosotros, que rige nuestra vida actual de testimonio. En tercer lugar, en los versículos 17 al 19, habla del amor de Dios con nosotros, con vistas al futuro.
(V. 7-8). El amor de Dios hacia nosotros. En el disfrute de esta nueva vida, el apóstol se dirige a los creyentes como «Amados», y dice: «Amémonos unos a otros». Para suscitar nuestro amor mutuo, nos recuerda lo que Dios es y lo que Dios ha hecho. Dios es amor, y Dios ha actuado con amor hacia nosotros. Hay, pues, un doble motivo para amarnos los unos a los otros. En primer lugar, la naturaleza misma de Dios es amor y, al haber nacido de Dios, participamos de su naturaleza. Amándonos unos a otros, damos una prueba práctica de que hemos nacido de Dios y conocemos a Dios. Si no tuviéramos amor a los hermanos, probaríamos que somos extraños a Dios.
(V. 9-10). «El amor de Dios en nosotros» es un segundo gran motivo para amarnos los unos a los otros. No solo tenemos una declaración de que Dios es amor, aunque sea verdad, sino que tenemos la manifestación del amor de Dios hacia nosotros. En nuestros días no regenerados, estábamos muertos para Dios y en nuestros pecados. Para que pudiéramos vivir y tener nuestros pecados perdonados, Dios manifestó su amor hacia nosotros enviando «a su Hijo único al mundo, para que vivamos por él» y, además, «envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados».
(V. 11). Si, pues, Dios nos ha manifestado así su amor, nosotros, que hemos nacido de Dios, «nosotros también debemos amarnos unos a otros». Este amor a los hermanos no es mero afecto natural, que puede encontrarse incluso en las bestias brutas. Es un amor que brota de la posesión de la naturaleza divina, un amor que se manifestó hacia nosotros cuando estábamos muertos y aún en nuestros pecados. Es, por tanto, un amor que puede elevarse por encima de todo mal y de todo lo que yo pueda detectar de malo en un hermano. Lo amo, no por lo que él es, sino por la naturaleza que poseo, que es amor. Se ha expresado el pensamiento de que debo estar por encima de todo lo que es desagradable e indecoroso en mi hermano, porque Dios me amó cuando yo era tan indecoroso como era posible.
(V. 12-13). El amor de Dios en nosotros. Habiendo hablado del amor de Dios hacia nosotros, el apóstol pasa a hablar del amor de Dios que se ha sido «perfeccionado en nosotros». Con esto está relacionada la gran verdad del Espíritu que nos ha sido dado. Esto es más que tener una nueva naturaleza, porque el Espíritu es una Persona divina. «Nadie ha visto jamás a Dios»; pero sabemos que «el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer» (Juan 1:18). El Espíritu Santo hace escuchar a nuestras almas la declaración de Dios por el Hijo, pues da testimonio de Cristo, nos trae a la memoria lo que Cristo ha dicho, y toma de las cosas de Cristo y nos las muestra (Juan 14:26; 15:26; 16:14). La perfección misma del amor, el mayor privilegio que el amor puede conferir, es que «permanecemos en él y él en nosotros».
(V. 14). Además, si el Espíritu de Dios da testimonio de Cristo y del amor de Dios declarado en Cristo, el resultado de recibir este testimonio será que los creyentes darán testimonio al mundo de que «el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo». El Señor pudo decir a sus discípulos que «el Espíritu de verdad que procede del Padre, él testificará de mí; y vosotros también testificaréis, porque habéis estado conmigo desde el principio» (Juan 15:26-27).
El amor de Dios hacia nosotros, y la nueva naturaleza en nosotros, que es amor, nos llevarán con el poder del Espíritu a amarnos unos a otros y a dar testimonio al mundo de que el Padre envió al Hijo para ser el Salvador del mundo.
(V. 15-16). Además, sabemos que el Espíritu de Dios mora en nosotros, no simplemente por las experiencias que él nos da, sino que por la Palabra se nos asegura su presencia en cada creyente, pues leemos: «Todo el que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios». A veces podemos vivir tan descuidadamente que no tenemos conciencia de que Dios está en nosotros por su Espíritu. Podemos contristar al Espíritu hasta el silencio, de modo que disfrutemos poco del amor que Dios nos tiene. Si caminamos en el poder de un Espíritu no contristado, conoceremos y creeremos el amor que Dios nos tiene y, permaneciendo en el amor, permaneceremos en Dios y Dios en nosotros.
(V. 17-19). El amor de Dios con nosotros. Habiendo hablado del amor de Dios «perfeccionado en nosotros», el apóstol habla ahora del amor «perfeccionado con nosotros». El apóstol escribe así con vistas al futuro, al día del juicio. El amor de Dios elimina todo temor en cuanto al futuro, haciéndonos ver que como Cristo es, así somos nosotros en este mundo. Como creyentes estamos tan libres de nuestros pecados y del juicio que merecen como Cristo mismo. Cuando comparezcamos ante el tribunal de Cristo, tendremos nuestros cuerpos glorificados y seremos como él; pero, incluso ahora, mientras todavía estamos en este mundo, estamos tan limpios de nuestros pecados como él. Nuestra justicia ante Dios está expuesta en Cristo en la gloria. No tenemos que mirar nuestros propios corazones para ver si estamos limpios de juicio; miramos a Cristo y vemos que él está tan limpio de todos nuestros pecados y juicio, que él llevó en la cruz, que él está en la gloria.
Así, el amor perfecto echa fuera el temor. Liberados del temor al tormento, somos hechos perfectos en el amor, siendo nuestro amor atraído por este gran amor hacia nosotros: «Le amamos, porque él nos amó primero».
(V. 20-21). Habiendo hablado de nuestro amor a Dios, el apóstol nos da inmediatamente una prueba para comprobar la realidad del amor a Dios. Si uno dice que ama a Dios y al mismo tiempo odia a su hermano, es un mentiroso. No hemos visto a Dios realmente, pero podemos ver algo de Dios en nuestro hermano, y, si las cualidades de Dios en los santos no atraen nuestro afecto, es obvio que no amamos a Dios. Es voluntad de Dios que «el que ama a Dios, ame también a su hermano».
(v. 1-5). Además, no nos queda ninguna duda de quién es nuestro hermano, pues el apóstol procede a darnos las marcas de quien pertenece a la familia de Dios.
En primer lugar, nuestro hermano es aquel que ha demostrado ser nacido de Dios en la medida en que cree que Jesús es el Cristo.
En segundo lugar, siendo nacido de Dios, es uno que ama a Dios y a todos los que son engendrados por Dios, los hijos de Dios.
En tercer lugar, amando a Dios, guarda los mandamientos de Dios, y no son gravosos, pues su gran mandamiento es amar a nuestro hermano.
En cuarto lugar, el nacido de Dios vence al mundo por la fe. Como nacidos de Dios, ya no somos de este mundo, como pudo decir el Señor: «No son del mundo, como yo no soy del mundo» (Juan 17:14). Pertenecemos a otro mundo del que Cristo es el centro, y en la fe miramos hacia ese mundo y nos elevamos por encima del malvado mundo actual.
En quinto lugar, la fe que vence al mundo es una fe que tiene a Cristo por objeto: creemos que «Jesús es el Hijo de Dios».
7 - Los testigos del Hijo (1 Juan 5:6-12)
Antes de concluir su Epístola, el apóstol presenta un triple testimonio del Hijo de Dios, aquel por quien la vida eterna ha sido comunicada a los creyentes. Está el testimonio del agua, el testimonio de la sangre y el testimonio del Espíritu.
(V. 6). Jesús, el Hijo de Dios, vino al mundo por encarnación, pero, para bendecir a los pecadores e impartir a los creyentes la vida eterna, tuvo que venir por agua y sangre. En otras palabras, tuvo que morir.
Su vida de perfección infinita expuso nuestra condición y reveló nuestra necesidad, pero no pudo satisfacer esa necesidad ni impartirnos la vida eterna.
Sin su muerte, habría estado siempre solo, según sus propias palabras: «Si el grano de trigo cayendo en tierra no muere, queda solo, pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24).
El agua y la sangre que brotaron del costado herido de un Cristo muerto dan testimonio de su muerte, y exponen 2 grandes resultados de su muerte. El agua da testimonio del juicio de muerte pronunciado y ejecutado sobre la carne, por el cual el creyente queda limpio de la vieja naturaleza. Somos crucificados con Cristo y, participando de la vida de Cristo resucitado, nos consideramos muertos con él al viejo hombre que se rige por el pecado. Así quedamos purificados de la vieja naturaleza. Además, él viene a nosotros por la sangre. Por su muerte no solo somos purificados del viejo hombre, sino que somos justificados de nuestros pecados por su sangre. Además, sobre la base de su muerte y resurrección, se nos ha dado el Espíritu Santo para que nos dé testimonio de Cristo y de la eficacia de su muerte.
(V. 7-8). Pasando por alto el versículo 7, que es una interpolación admitida, tenemos a los 3 testigos presentados de nuevo, pero ahora en el orden de su testimonio en la tierra. En el versículo 6 hemos tenido el orden histórico en que el Espíritu Santo vino después de la muerte de Cristo. Cuando se trata de testimonio para nosotros, el Espíritu Santo se menciona primero, porque es por el Espíritu que recibimos el testimonio de la muerte de Cristo y apreciamos el valor del agua y de la sangre. Estos 3, el Espíritu, el agua y la sangre, se unen en un solo testimonio del Hijo y de la eficacia de su obra, y de la bendición de la vida eterna que llega al creyente por medio de esa obra.
(V. 9-10). En estos versículos el apóstol nos recuerda que el testimonio de estas grandes verdades es «de Dios». Si recibimos el testimonio de los hombres, cuánto más debemos recibir el testimonio de Dios sobre su Hijo. El que cree tiene, por el Espíritu, un testigo en sí mismo de la verdad de Dios. Como Dios ha dado así un testimonio adecuado acerca de su Hijo, se sigue que «el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso».
(V. 11-12). Todas estas grandes verdades –la muerte de Cristo y la presencia del Espíritu en el creyente– atestiguan el hecho de que Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Está en nosotros como un don; está en él como una fuente. Sin el Hijo, no puede haber vida ante Dios. Tener al Hijo es haber recibido la verdad y tener al Hijo ante nosotros como el objeto de nuestra fe. El que ignora al Hijo, o rechaza la verdad, no tiene al Hijo de Dios y «no tiene la vida».
8 - La confianza en Dios (1 Juan 5:13-21)
La Epístola concluye con una expresión de la confianza en Dios que es el resultado práctico de estar establecido en la verdad de la vida eterna. El esfuerzo de los maestros anticristianos y de los falsos profetas, contra los que el apóstol advierte a los creyentes, es hacer tambalear la confianza del creyente en Dios. El gran fin de la enseñanza del apóstol es confirmar a los creyentes en la verdad y así establecer su confianza en Dios, capacitándoles para resistir a los que los llevan por mal camino.
Se notará en estos versículos finales que esta confianza en Dios se mantiene ante nosotros por el uso repetido de las expresiones «para que sepáis» y «sabemos» (v. 13, 15, 18-20).
(V. 13). Los seductores habían intentado desde el principio apartar a los creyentes de la verdad presentada en Cristo, vincular a los santos con el mundo y debilitar la enseñanza de los apóstoles poniendo en duda su autoridad. La tendencia de estos falsos maestros sería despojar a los santos del conocimiento y disfrute de sus privilegios. Para contrarrestar estas falsas influencias, el apóstol escribe su Epístola a los que creen «en el nombre del Hijo de Dios», para que «sepan» que tienen vida eterna.
(V. 14-15). Esta confianza en Dios encuentra su expresión en la oración en la vida cotidiana: «Si pedimos algo conforme a su voluntad, él nos escucha». Y si sabemos que él nos oye, también «sabemos que tenemos las peticiones que le hemos hecho». Él, según su perfecto amor y sabiduría, se reserva para sí responder a nuestras peticiones a su tiempo y a su manera. En la confianza en Dios que es el resultado de la nueva vida, es nuestro privilegio dar a conocer nuestras peticiones a Dios, pero no dictar a Dios en cuanto a su respuesta. Puede que él considere oportuno hacernos esperar, pero mientras tanto tenemos el consuelo de saber que él escucha todo lo que le pedimos que esté de acuerdo con su voluntad.
(V. 16-17). Además, esta confianza en Dios nos lleva no solo a orar por nosotros mismos, sino también a interceder por los demás. Muchas enfermedades que sobrevienen al pueblo de Dios no son en modo alguno un castigo por el pecado, sino, como en el caso de Lázaro, para la gloria de Dios (Juan 11:4). Sin embargo, existe el trato gubernamental de Dios con su pueblo, y si vemos a un hermano castigado por Dios con alguna enfermedad a causa de un pecado particular, podemos interceder por él, siempre que el pecado no sea de muerte.
Toda injusticia es pecado y conlleva sus consecuencias gubernamentales, pero estas consecuencias no siempre pueden ser de muerte. Si el pecado es de muerte o no, depende de las circunstancias particulares. Muchos creyentes pueden haber sido inducidos a decir una mentira sin caer bajo el severo castigo de la muerte; pero en el caso de Ananías y Safira la mentira fue agravada por las circunstancias y se convirtió en un pecado de muerte.
(V. 18). A pesar de todo lo que los engañadores puedan decir en contrario, «sabemos que todo el que es nacido de Dios, no peca». Sabemos que como nacidos de Dios tenemos una vida nueva, y esa vida nueva es perfecta y no puede ser tocada por el maligno. Por eso el Señor puede decir de sus ovejas: «Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano» (Juan 10:28). Viviendo la vida del nuevo hombre no pecaremos, ni seremos molestados por el maligno.
(V. 19). Además, al tener una vida nueva, sabemos que somos de Dios, y que así podemos distinguir entre los que han nacido de Dios y el mundo que nos rodea y que yace en el maligno. Viviendo en el poder de la vida nueva, no solo escapamos del maligno, sino que somos liberados del mundo.
(V. 20). El apóstol confirma nuestra confianza en Dios resumiendo las grandes verdades de la Epístola. Sabemos que el Hijo de Dios ha venido. Con esta gran verdad se abre la Epístola. Habiendo venido, nos ha dado pleno entendimiento –como revelación plena de Dios– para que conozcamos al que es verdadero. Así, la Epístola continúa diciéndonos que el mensaje que hemos oído del Hijo es que Dios es luz y Dios es amor. Además, hemos aprendido que, mediante el don de la vida eterna y del Espíritu, «estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo». Esta bendita Persona con quien estamos vinculados «es el verdadero Dios, y la vida eterna». Es una Persona divina en quien se ha expresado perfectamente la vida eterna.
(V. 21). Por último, se nos recuerda que todo lo que se interponga entre nuestras almas y Dios para impedir el disfrute de la vida, que es el gran tema de la Epístola, es moralmente un ídolo. Toda la Epístola nos animaría a vivir la vida que tenemos y así preservarnos de los ídolos.