Notas sobre 1 Juan


person Autor: John Nelson DARBY 82

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(Fuente autorizada: bibletruthpublishers.com)


1 - 1 Juan 1

La gran verdad conductora de toda esta Epístola es la que se expresa en el versículo 1: que la vida eterna ha venido aquí abajo; una vida real, positiva. La vida eterna que era con el Padre entró realmente en este mundo en la Persona de Cristo. Lo viejo, lo que era el primer Adán, queda enteramente rechazado. Es cierto, tenemos ambas cosas en nosotros mientras estemos en el cuerpo. Pero está el segundo Hombre, el Señor del cielo, que ha entrado, porque el primer hombre fue echado. En gracia bendita, él desciende. Y, dice el apóstol, hemos visto y oído a aquel Verbo de vida, esto es, en Cristo. Él estuvo hablando por este mundo, otro tipo de vida de manera absoluta. Esto es lo que él llama «desde el principio». Fue una cosa enteramente nueva manifestada aquí abajo. Allá donde se introduzca la plenitud de la gracia, esto es, nuestros privilegios y relaciones, tenemos al Padre y al Hijo. Naturalmente es Dios, pero Dios expuesto en estas relaciones (v. 1-4).

1.1 - Versículos 1‑3

Lo primero que tenemos aquí, en virtud de la vida que Dios nos ha dado, es la plenitud de los privilegios de los santos en Cristo. Tienen comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Pero enseguida expone un segundo punto, y es este: Si decís que tenéis esta clase de comunión, y andaís en tinieblas, es todo falso, porque las tinieblas no pueden tener comunión con la luz. Si tenéis perfecta gracia teniendo vida divina, la vida que fue manifestada en la Persona de Cristo y luego comunicada a nosotros, él dice a continuación: Es luz. Dios no cambia la santidad de su naturaleza; y por ello, si estamos andando en tinieblas, la pretensión de tener comunión con la luz es una completa falsedad.

En relación con esto, presenta el remedio con respecto a nuestro estado; esto es, que Cristo nos purifica y nos hace aptos para la luz. Y lo segundo, que aparece en el siguiente capítulo es que cuando, en nuestra debilidad, hemos caído en pecado, «abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo». La gracia ha proveído para el mal, aunque no puede haber comunión con Dios en este mal.

Primero, tenemos la plenitud de la bendición, vida eterna en Cristo; luego su naturaleza y carácter –la luz y pureza de Dios; y luego el medio por el que es posible que pecadores así puedan poseer toda esta bendición– primero por la purificación, y luego por la abogacía de Cristo.

«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida». Cristo es contemplado en este mundo como el principio de todo. No es que los santos antes no hubieran recibido vida de parte de él arriba, sino que la cosa misma nunca había sido manifestada.

«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído», etc. Era en un hombre corporalmente. Viene ahora por el poder de la Palabra, pero ellos habían visto esta vida eterna en la persona de un Hombre andando por este mundo. Así como podemos ver la vida natural en Adán, así vemos la vida divina en Cristo. Si contemplamos la vida en nosotros, está unida con fracaso; pero puedo ver y conocer lo que es la perfección de la vida contemplándola en Cristo. «La vida fue manifestada, y nosotros la vimos y damos testimonio, y os anunciamos la vida eterna, que estaba con el Padre, y nos fue manifestada». Allí la vemos y la conocemos; y nuestra espiritualidad depende del grado en el que estemos conscientes de ella. Ellos la habían visto como venida en la carne, y nos es declarada, para que tengamos comunión con ellos, y la comunión de ellos es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. No se trata meramente de una persona justificada delante de Dios por la obra de Cristo, sino que es comunión con Dios en virtud de una vida que era en él delante de Dios –una vida perfectamente conformada con todo lo que Dios es.

Observando la nueva naturaleza que nos es dada en su santidad y en su amor, es lo mismo que aquello que es en Dios. Él me da esta vida para que pueda haber poder. No puede revelarme cosas, pero me puede dar comunión con Dios. No se trata meramente de que esté justificado delante de él, sino de que tengo los mismos pensamientos y sentimientos que él; él los tiene en sí mismo, y siendo que nosotros los tenemos procedentes de él, son los mismos. Hay comunión. Hay pensamientos, goces y sentimientos comunes con el Padre y el Hijo, y estos los conocemos y los tenemos. Él nos ha dado el Espíritu para que haya poder, si el Espíritu Santo obra en nosotros. Todo lo que fuera perfecto en los sentimientos de un hombre, según la naturaleza divina, lo ha sentido Cristo. Si mi alma se deleita en Cristo, y ve la bienaventuranza de lo que es en él, ¿sé que el Padre se deleita también en él? Él se deleita en santidad y amor, y también nosotros. Esto es comunión. Uno tiene entonces comunión con el Padre y el Hijo. Esta es la bienaventuranza que he alcanzado. No es meramente el hecho de que soy aceptado, cuando antes era pecador, sino que, siendo que Cristo ha llegado a ser mi vida, alcanzo la bienaventuranza de la comunión con el Padre y con el Hijo. El Padre amó al Hijo –el Hijo amó al Padre– y yo recibo sus divinos afectos y tengo comunión con ellos. Ahí es donde él nos trae; es una bienaventuranza perfecta.

1.2 - Versículo 4

Y esto no es meramente cierto en el cielo. Él sirvió a su Padre en la tierra, cediendo su voluntad en todo. La vida nos fue manifestada aquí, no en el cielo.

Naturalmente, su plena bienaventuranza será conocida en el cielo, y por ello dice: «Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido». Esta es la bendición en la que él nos sitúa.

1.3 - Versículos 5-6

Ahora él introduce la prueba, para que no pueda haber auto-engaño. «Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él». Si él manifestó esta vida eterna, manifestó también a Dios. «Yo soy la luz del mundo» (Juan 8:12). Con el pensamiento de esta vida, él introduce aquello que también pone todo en nosotros a prueba; este es el otro lado de ello. Transcurre por toda la Epístola. «En él había la vida; y la vida era la luz de los hombres» (Juan 1:4). Aquí se dice: «Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él». La luz es la cosa más pura, y manifiesta todo lo demás. Esto es lo que Cristo era –perfecta pureza, y como tal, él lo manifiesta todo. «Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad». Es imposible por la misma naturaleza de las cosas. Si no existe la pureza de esta divina naturaleza que es luz en nosotros, no hay comunión con Dios. Si decimos que la hay, mentimos, y no practicamos la verdad. No hay límite más que el mismo Dios. Lo que se revela es Dios. No podéis darle luz al hombre, ni hallar la luz por vosotros mismos. Era en sí mismo. Ahora Dios ha sido manifestado en carne, y por ello tenéis que andar «en la luz, como él está en luz». Y si lo hacemos, «tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado».

1.4 - Versículo 7

Tenemos en el versículo 7 las tres partes de nuestra condición cristiana, considerada como hombres andando aquí abajo. Primero, andamos en la luz como Dios está en la luz, juzgándolo todo en base de Aquel con quien tenemos comunión. A continuación, y cosa de la que el mundo nada sabe, «tenemos comunión unos con otros». Esto es, tengo la misma naturaleza divina junto a cada cristiano –el mismo Espíritu Santo mora en nosotros; de manera que ha de haber comunión. Me encuentro con un perfecto extraño que está viajando, y puede haber más comunión con él que con alguien a quien he conocido toda mi vida, simplemente porque la vida divina está ahí. Es una cosa natural para la nueva creación: hay comunión. Pero, además de todo esto, soy purificado. «La sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado». Estamos en la luz, así como Dios está en la luz. Tenemos comunión unos con otros; y somos purificados por la sangre de Jesucristo.

1.5 - Versículos 8-9

Entonces él entra un poco más en la condición práctica de nuestra propia conciencia. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros». Ahí es donde se expone la verdad en lo íntimo. La nueva naturaleza en nosotros juzga todo el pecado que está en nosotros. No niega que hemos aprendido la verdad; pero si Cristo es la verdad en mí, tiene que juzgar todo lo que es del hombre viejo como pecado. Si una persona solo ha aprendido la verdad de manera externa, puede pasar por alto todo el resto. Pero si la verdad está en nosotros, todo queda expuesto. Si yo digo, no tengo pecado, considerado como en la carne, me engaño a mí mismo, y la verdad no está en mí. Pero no se trata meramente de decir que hay pecado en mí. Es cuando en realidad el corazón y la conciencia son alcanzados, de manera que reconozco que he seguido personalmente la carne. No se trata entonces de una doctrina. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda iniquidad». Su conducta para con nosotros está llena de gracia y es perdonadora, y nos purifica completamente.

1.6 - Versículo 10

«Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros». Si pretendemos no haber pecado, le hacemos mentiroso; no se trata meramente de que la verdad no esté en nosotros, sino que estoy haciendo al mismo Dios mentiroso en su palabra. Decir que no tengo pecado es engañarme a mí mismo; pero decir que no he pecado es negar la verdad de Dios incluso externamente, por cuanto él dice que todos han pecado. Estoy negando realmente toda la verdad de Dios.

Pero estas son las dos cosas que son demandadas; primero, conocer que la verdad está en nosotros; y luego confesar nuestros pecados. Puede que un hombre sea terriblemente soberbio, y que no le guste confesarlo; pero cuando una persona ha logrado, por gracia divina, la victoria, se aborrece a sí mismo en lugar de excusar su pecado, lo confiesa, se reconcilia con Dios, y Dios dice: Te perdono; todo está resuelto. Estamos en pie ante Dios con el sentimiento de su favor. Pero, además de esto, estamos en pie ante Dios con la consciencia de estar perfectamente absueltos delante de él. Si entro en la luz con cualquier suciedad sobre mí, la veo allí; si estoy a oscuras, no veo diferencia alguna. Si estamos en la luz delante de Dios, todo se ve. Pero si estoy limpio y en la luz, solo veo tanto más que no hay ninguna mancha sobre mí. Los dos versículos abiertos del capítulo 2 son los medios de mantenernos en la luz.

El capítulo 1 expone estas dos cosas: primero, la plenitud de la bendición en comunión con el Padre y con el Hijo; segundo, la naturaleza de la comunión, y luego cómo un pecador puede tenerla –el estado individual del alma como juzgando y confesando los pecados, y la verdad en lo íntimo. No puedo decir que no tengo pecado, y sin embargo afirmo que soy limpio delante de Dios. Ahí es donde muchos yerran. Necesitan una naturaleza divina que, en lugar de pretender hacer buenas obras, lo juzgue todo según la luz. Siempre que haya pecado sobre la conciencia no puede haber comunión, aunque haya un bendito medio de gracia que purifica. «La sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado». En el capítulo 2:1-2, tenemos el remedio para la contaminación diaria. Ahí está Cristo, no para mantener la justicia, sino para restaurar la comunión.

2 - 1 Juan 2

2.1 - Versículos 1-2

Los dos primeros versículos se relacionan como una especie de suplemento al capítulo precedente. Él había puesto ante ellos este privilegio de la comunión con el Padre y con el Hijo, que tiene que ser en la luz; y había este perfecto remedio, la sangre de Cristo, que nos presenta limpios en la luz. Ahora él dice: «Estas cosas os escribo para que no pequéis». El objeto de todo ello era que no pecaran. «Y si alguno peca, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo». No es exactamente lo mismo que en Hebreos, donde encontramos un sacerdote delante de Dios, porque allí la cuestión que se toca es la de nuestra posibilidad de acercarnos a Dios. Allí se trata de mostrar la verdad de que podemos acercarnos a Dios, y tiene este carácter en toda la Epístola. Pero a todo lo largo del Evangelio y de la Epístola de Juan, él nos habla de mucho más que meramente acudir ante Dios como adorador en público. Aquí es una relación mucho más entrañable con él. Es algo diferente que pueda ir y adorar ante Dios y acercarme a él, o que esté en íntima comunión con él. Entramos en relación con él. Siempre que habla de la gracia, habla del Padre y del Hijo, y cuando habla de la luz, habla de Dios. En Juan 8, cuando todos quedaron redargüidos de pecado, es Dios. «Antes que Abraham llegase a ser, yo soy». Cuando pasa a la gracia, habla de ser un buen Pastor, que da su vida por las ovejas, y cuya voz conocen las ovejas. Dice que hay tanta intimidad entre nosotros y él como entre él y su Padre. También hay la perfecta revelación de amor en esta íntima relación.

La abogacía está aquí relacionada con el Padre. Cuando la comunión queda interrumpida, es restaurada. No dejamos de ser hijos y de estar aceptados. No se trata aquí de si como pecador puedo acudir a Dios o no, sino de la pérdida de esta intimidad que la más vana palabra destruye. Y esto hace aún más claro que aquí se está hablando de personas aceptadas. No se trata ahora de la aceptación de Dios: Ni siquiera el sacerdocio tiene que ver con esto, y aún menos la abogacía con el Padre. Aquí se supone que somos hijos que hemos desobedecido, y que la libertad de esta intimidad queda rota, y que Cristo asume el papel de Abogado para restaurarla. La gracia está obrando, pero nunca hay ninguna mitigación del pecado en sí mismo; nunca admite del pecado.

Así se echa la base de esta manera destacable. Hay dos cosas a considerar: nuestro estar de pie en la presencia de Dios, y, por otra parte, el mal, que es inconsistente con tal cosa. Cristo ha provisto para ambas cosas. «Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo». Esto nunca cambia. El lugar que tenemos con Dios permanece allí, debido a que Cristo, el Justo, está ahí. La persona perfectamente aceptada está en la presencia de Dios, y la honra de Dios es vindicada con respecto a nuestro fracaso. «Él es la propiciación por nuestros pecados». De modo que la abogacía de Cristo ante el Padre se basa sobre esta aceptación, primero de su Persona, y luego de su obra por nosotros. Somos aceptados en el Amado, y esto jamás cambia, porque el Justo siempre aparece por nosotros en la presencia de Dios. Y sin embargo el Señor no permite nada contrario a él mismo. El pecado no es pasado por alto. «Abogado tenemos». Y, sin embargo, si él es abogado para estas personas que han fracasado, es debido a que él es la propiciación por sus pecados. Hay una perfecta aceptación. Habiendo afrontado en la cruz todas las demandas por causa del pecado, somos puestos en presencia de Dios y en la aceptación del mismo Cristo.

«Él es la propiciación por nuestros pecados; y no solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo». Este derramamiento de sangre está puesto sobre el propiciatorio, y es en virtud de ello que podemos ir y predicar el evangelio a cada criatura. No significa que todos estén reconciliados, sino que el testimonio de la misericordia de Dios salió no solo a los judíos, sino a toda criatura en el mundo. Por medio de esta sangre podemos estar en pie en su presencia; pero allí el fracaso viene a ser la cuestión para la conciencia del santo, y entonces se aplica la abogacía de Cristo.

2.2 - Versículo 3

Pero ahora él comienza otro tema –las pruebas prácticas ante los hombres de que poseemos esta vida. En lo principal podemos decir que el amor a los hermanos y la rectitud u obediencia son las grandes pruebas. Esta vida eterna la hemos visto en contraste con el pecado, sostenida por la gracia de Cristo. Ahora llegamos a la misma vida mostrada en sus frutos aquí abajo; y ellos estaban poniendo en duda si tenían esta vida o no. Por ello, les da, a fin de mantenerlos conscientes de la certidumbre de que tenían esta vida, los siguientes rasgos de la misma, que algunos con grandes pretensiones no tenían. «Y en esto sabemos que le conocemos, si guardamos sus mandamientos».

Sería justo observar aquí que a través de esta Epístola encontramos a Dios y a Cristo tan totalmente unidos en el pensamiento del apóstol, que habla del uno y luego del otro en relación con la misma cosa. Observemos el último capítulo: «Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para que conozcamos al verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna». Dios nos es revelado en Cristo. Puede parecer confusión, pero expone la gloria de la Persona de Cristo. Así aquí (v. 28-29): «Y ahora, hijitos, permaneced en él para que, cuando se manifieste, tengamos confianza y no seamos avergonzados por él en su venida. Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que obra la justicia ha nacido de él». Comienza con la manifestación de Cristo, y la misma oración termina con el mismo Dios. Lo mismo aquí, con respecto a los mandamientos de Dios. «Y en esto sabemos que le conocemos: si guardamos sus mandamientos». Son los mandamientos de Cristo, pero también son los mandamientos de Dios.

2.3 - Versículos 4-5

A continuación, se nos dice que «El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, es mentiroso, y no hay verdad en él». Alguien dice que conoce a Dios y, sin embargo, no guarda sus mandamientos –la verdad no está en él, porque esta vida es una vida obediente, y si Cristo es nuestra vida, los principios de la vida de Cristo son los mismos en nosotros. Si el principio de la obediencia no está ahí, la vida no está. Pero esto no es todo. «El que guarda su palabra, en este realmente el amor de Dios se ha perfeccionado; en esto sabemos que estamos en él». Esto da mucho más que el mero hecho de que sea un mentiroso si dice que conoce a Dios y, sin embargo, no guarda sus mandamientos.

Otra cosa que debemos observar es que todas las declaraciones de Juan son absolutas. Nunca las modifica introduciendo las dificultades o estorbos que podamos tener en el cuerpo. «Todo el que ha nacido de Dios», dice él en el capítulo 3, «no practica el pecado» (v. 9). Está hablando allí acerca de la esencia de la naturaleza. La naturaleza divina no puede pecar. No se trata de una cuestión de progreso ni de grado, sino que «no puede pecar, porque ha nacido de Dios». «El que es nacido de Dios, sí mismo se guarda, y el maligno no lo toca» (1 Juan 5:18). El maligno toca a menudo al cristiano; pero nunca puede tocar la vida divina; y Juan siempre lo afirma en su sentido propio absoluto, según la verdad misma. Hay abundancia de otros pasajes que muestran nuestra inconsistencia. Pero si la carne actúa, no es la nueva vida, pero uno tiene la medida de ello en sí mismo. «Pero el que guarda su palabra, en este realmente el amor de Dios se ha perfeccionado», etc. Esto es absoluto. Si solo estoy diciendo una palabra ociosa, no estoy manteniendo su palabra.

Esta es una verdad inmensamente bendita. Porque si estuviera bajo ley y tomara su palabra de esta manera, no tendría nada que ver con la vida. La ley me manda que ame a Dios, y en esto fracaso. Pero aquí, la revelación que tengo de Dios en Cristo es perfecto amor. El amor de Dios queda manifestado, y si su Palabra mora en nuestros corazones, su Palabra es amor, y su amor está perfeccionado en nosotros. «Pero el que guarda su palabra, en este realmente el amor de Dios se ha perfeccionado». En él –no solo para con él. Si la palabra es guardada, esta palabra es el poder de Cristo en nosotros, y este es el perfecto amor de Dios disfrutado en el corazón. Podemos fracasar al guardarlo, pero el apóstol no da este tipo de modificaciones, sino la verdad en sí misma; y se trata de algo estrictamente cierto, y experimentado en la medida en que la Palabra de Dios es guardada en el corazón. El Espíritu Santo es el poder, pero no podemos separar esto de la Palabra. Él está en nosotros, y nosotros hemos recibido este amor en nuestras almas –el amor de Dios manifestado en Cristo. Suponiendo que sea desobediente, entonces tengo pecado en mi corazón en lugar de Cristo.

2.4 - Versículos 5-6

«Pero el que guarda su palabra, en este realmente el amor de Dios se ha perfeccionado; en esto sabemos que estamos en él». Ahora dice que estamos en él. Moramos en Dios. Si digo que estoy en él, tengo esta fuerza y refugio en él. Ahora tenemos que andar como él anduvo. Cristo es mi vida. Entonces tengo que andar como Cristo. No se dice: “Sé, como fue él”. Pero no debemos andar conforme a la carne. Por ello, no dice: Debierais ser lo que Cristo fue, sino: «El que dice permanecer en él, también debe andar como él anduvo». Si decís que permanecéis en él, estáis siempre allí; deberíais andar siempre como él anduvo. Nunca hay razón alguna para andar según la carne. La carne está en nosotros, pero esto no es una razón por la que debiéramos andar según ella. Estoy siempre en libertad de andar espiritualmente. Hay libertad delante de Dios en cuanto al andar. Si tengo una naturaleza carnal, viene un mandamiento contrario a la voluntad de aquella naturaleza. Quiero ir a la ciudad, y se me ordena que vaya al campo. No me gusta. Pero, suponiendo que estuviera anhelando ir a la ciudad, y mi padre me dice: Ve a la ciudad; entonces el mandamiento es libertad. Así, ahora todos los mandamientos de Cristo son conformes a la naturaleza que ya poseo. Cristo es mi vida, y todas las palabras de Cristo son la expresión de esta vida. Y por ello, cuando las palabras de Cristo me son dadas, simplemente me dan la autoridad para hacer aquello que mi naturaleza gusta de hacer. Todas las palabras de Cristo son la expresión de lo que él era. Ellas expresaron su naturaleza, vida y ser. Y cuando tenemos esta naturaleza, nos conducen y dirigen. Por ello, tenemos una libertad verdadera y santa. Deberíamos andar como él anduvo.

2.5 - Versículo 7

«Amados, no os escribo un mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo que teníais desde el principio; el mandamiento antiguo es la palabra que oísteis»; esto es, desde el principio de Cristo –su manifestación aquí abajo.

2.6 - Versículo 8

«Otra vez, un mandamiento nuevo os escribo, que es verdadero en él y en vosotros», etc. Por cuanto estaban buscando algo nuevo. Una cosa de las que me jacto, viene a decir, es que es antiguo, porque es lo que Cristo era cuando estaba sobre la tierra. Pero si queréis tener algo nuevo, es Cristo como vuestra vida ahora por el Espíritu Santo. Es «verdadero en él y en vosotros», porque las tinieblas van pasando, y la luz verdadera ya alumbra. Era cierto en él aquí abajo, pero ahora toda esta verdad de la naturaleza divina es tan cierta de vosotros como de Cristo. Por ello, es suficientemente nueva. Es antigua, porque estaba en el mismo Cristo; pero es nueva, porque está en vosotros, así como en el mismo Cristo.

2.7 - Versículos 9‑11

Hasta aquí hemos tenido el primer gran principio de la vida divina –obediencia– andar en justicia. Ahora viene el otro lado: amar a los hermanos. Estáis en la luz, porque Dios es luz. Bien entonces, Dios es amor, y no se puede tener una parte de Dios sin la otra. Si tenéis la luz, tenéis que tener el amor. Cristo, cuando estaba aquí, era la luz del mundo. Pero él también era amor, y por ello si lo tenéis a él como vuestra naturaleza, tendréis ambas cosas. «El que dice estar en la luz, y odia a su hermano, en tinieblas está hasta ahora. El que ama a su hermano, permanece en la luz, y no hay causa de tropiezo en él». En su propia naturaleza y camino no hay ocasión de tropiezo. «Pero el que odia a su hermano está en tinieblas y anda en tinieblas, y no sabe adónde va, porque las tinieblas le cegaron los ojos». Esto es verdaderamente cierto en detalle, porque si ando con odio contra mis hermanos, estoy andando en tinieblas. Pero el apóstol solo da el principio aquí. El amor es algo antiguo, porque estaba en Cristo en la tierra; pero es algo nuevo, porque es cierto en él y en vosotros. «Porque el Dios que dijo que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo» (2 Cor. 4:6).

Tenemos aquí lo que puedo llamar las pruebas características de Cristo nuestra vida. Una de ellas es luz –obediencia– porque ninguna justicia puede serlo, a no ser que sea obediente. Cristo dice: «No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mat. 4:4). Por ello recibimos este principio de dependencia obediente, que es justicia. Lo otro es el amor. Aquí entonces tenemos, primero, como suplemento del capítulo anterior, la abogacía de Cristo; y luego, en las otras partes de esta Epístola, las pruebas de esta vida divina tal como se manifiestan en obediencia y amor a los hermanos. En la vida del mismo Cristo, todo fue manifestado de la manera más maravillosa, perfecta y bendita.

2.8 - Versículo 12

Esto viene ahora como irrumpiendo sobre el curso general de la Epístola, y dando un relato de por qué lo escribió, y lo que sentía al escribirlo. Primero encontramos que se dirige a todos los cristianos, a los que llama «hijitos», dirigiéndose luego a diferentes clases de cristianos, y diciendo por qué les escribía a ellos. Es su corazón abriéndose a aquellos para los que estaba escribiendo; y luego tenemos algunas verdades prácticas importantes.

En el versículo 12, la palabra «hijitos» [niños en el original] es la misma que en los versículos 1 y 28, pero diferente del término que aparece en los versículos 13 y 18. En los primeros que se mencionan se dirige a todos los cristianos, y los llama sus «hijos», mientras que en los otros versículos distingue entre los jóvenes, los padres y los niños [bebés] (en griego paidia), o los cristianos más jóvenes. Pero en los versículos 1, 12 y 28, la palabra teknia incluye a todos los santos.

«Os escribo, hijitos, porque os han sido perdonados los pecados a causa de su nombre» (v. 12). Esto es cierto de todos los cristianos. Esta es su condición universal. Él había dicho antes: «Y en esto sabemos que le conocemos: si guardamos sus mandamientos». Esto no era para arrojar ninguna duda sobre el hecho del perdón de los cristianos, sino para establecerlos en la verdad, por cuanto dice: «Os escribo, hijitos, porque os han sido perdonados los pecados a causa de su nombre». Esto era algo ya resuelto. Estaban perdonados, y les escribía por cuanto estaban perdonados. Esta epístola no se aplica a una persona que no está perdonada. Al escribirles, él asume esta posición. Les dice: «Os escribo, hijitos, porque os han sido perdonados los pecados a causa de su nombre». Esta era la condición común de todos los cristianos.

2.9 - Versículos 13‑14

Pero ahora les da, al llegar a las diferentes clases de cristianos, un carácter y posición diferentes a cada uno de ellos. «Os escribo, padres, porque conocéis al que es desde el principio». Entre los «hijitos» del versículo 12 (teknia) puede haber cristianos padres y jóvenes. Los padres habían conocido «al que es desde el principio». Como hemos visto antes, esto significa a Cristo en el mundo, su Persona manifestada en carne. «Conocéis al que es desde el principio». Ahí es donde acaba toda experiencia; no en el conocimiento del yo meramente como ocupados en ello, sino en aquel conocimiento que nos vacía del yo, y que nos da a Cristo. Cuando una persona es un cristiano joven, está inmersa en sus sentimientos; todo es nuevo y lozano para el tal, y esto está bien. Siente un maravilloso gozo en haber sido perdonado. Pero al crecer, uno se vacía más y más del yo, y se ocupa de Cristo. Cristo es esto, y Cristo es aquello. En el versículo 14 solo repite lo mismo cuando escribe a los padres. Tiene mucho que añadir cuando escribe a los jóvenes, pero a los padres les sigue diciendo: «Conocéis al que es desde el principio». Aprendemos nuestra propia insensatez y debilidad, y de esta manera somos echados a apoyarnos en Cristo, y a aprender más de las profundidades de su gracia, de la perfección de su Persona. Toda verdadera experiencia termina en olvidarse del yo y en pensar en Cristo.

A continuación, llega a los jóvenes. «Os escribí, jóvenes, porque… habéis vencido al maligno». Teniendo a Cristo con ellos, han conseguido fortaleza en conflicto y en servicio –han vencido a Satanás.

Luego les dice: «Os escribí, hijitos, porque conocéis al Padre». Aquí otra vez nos encontramos con otro hecho notable acerca de lo que hemos de pensar acerca de los cristianos. Esto es, que los niños en Cristo –los que son tan solo hijitos– tienen el espíritu de adopción. No tiene duda de que el más débil cristiano no sepa que es un hijo de Dios. Conocer bien a Cristo, en las riquezas y excelencia de su Persona, es ser un padre en Cristo. Pero el más joven cristiano sabe que es un hijo, y que el Padre es su Padre. Es como el hecho de que todos los cristianos están perdonados: es su posición como cristiano. «Porque no habéis recibido espíritu de servidumbre para estar otra vez con temor; pero habéis recibido Espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!» (Rom. 8:15). No se trata aquí de que uno pueda hallar a personas que duden. Uno encontrará a muchos que, si se les pregunta si él es un hijo de Dios o no, pensará que es muy humilde ponerlo en duda, pero que en sus oraciones clama «Abba, Padre» con todo su corazón. Es algo entre él y Dios. Repitiéndolo de nuevo, no tiene que añadir más a lo ya dicho a los padres, porque todo acaba en Cristo.

Con los jóvenes entra más en detalle debido a las dificultades del camino, y les expone el secreto de la fortaleza: la Palabra de Dios, en medio de este mundo, donde no se reconoce nada de parte de Dios –la mente de Dios entra en este mundo, y esto es lo que necesitamos. No hay camino en el desierto, tal como se dice en el Antiguo Testamento. La Palabra de Dios nos muestra el camino de Dios en medio de un mundo en el que no hay ninguno. Por ello, cuando están en conflicto, dice: «Os escribí, jóvenes… porque habéis vencido al maligno». Esta es la palabra por la que el mismo Cristo venció cuando el maligno acudió y le ofreció los reinos del mundo. Le respondió mediante la Palabra. Venció al maligno.

2.10 - Versículos 15‑16

Luego les advierte: «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, no procede del Padre, sino del mundo». Estas cosas pertenecen al mundo. Toda la gloria de este mundo no es en absoluto del Padre. Y cuanto más miramos en Juan, y desde luego todo a través de la Escritura del Nuevo Testamento, podemos ver estos dos grandes sistemas claramente expuestos. No dice que no amas a Cristo. Pero hay un gran sistema que pertenece al padre, y otro que pertenece al mundo. Todas las cosas pertenecen a Dios como Creador, pero moralmente todo se ha apartado de él. Fue el diablo quien hizo este mundo cuando lo consideramos como mundo moral. Dios hizo el paraíso; y el hombre pecó y salió de él, y luego estableció este mundo. Caín salió de la presencia de Dios y edificó una ciudad, y la llamó con el nombre de su hijo. Entonces Dios envió a su Hijo, y los hombres no le quisieron, y así este mundo llegó a ser un mundo juzgado. Dios lo ha puesto plenamente a prueba: sin ley, bajo la ley y, finalmente, mediante su Hijo. Y luego él dice: Todo está juzgado. Pero luego él tiene un camino propio, lo tiene el Padre, y nosotros no podemos tener ambos. Si amamos al mundo, el amor del Padre no está en nosotros. Podemos ser tentados por él, y tener que vencerlo; pero si lo amamos, el amor del Padre no está en nosotros, debido a que él tiene un sistema propio, y nosotros nos estamos dirigiendo al otro sistema. Y así es en todo. En el Evangelio se nos da la vida divina en la Persona de Cristo, y en esta Epístola esta vida divina está en las personas de los cristianos. En Juan 8 veréis la misma verdad: «Vosotros sois de abajo; yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo» (Juan 8:23). Con Dios no hay vidas intermedias. Si sois de este mundo, entonces sois de abajo. Y si no sois de este mundo, sois de arriba. Él dice: No soy de este mundo; soy de arriba: porque vino del Padre. Vosotros sois de este mundo, y por ello mismo de abajo, porque el mundo es de Satanás. Y aquí –si el amor del mundo está en vosotros, no puede estar en vosotros el amor del Padre. Hay otro sistema divino, donde se exhibe el amor del Padre, y si pertenecéis a este, tenéis que vencer al mundo. El mundo moral no es del Padre; pertenece al sistema de abajo.

2.11 - Versículo 17

Luego el apóstol añade esto: «Y el mundo pasa y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre». La obra de Satanás no puede permanecer. Son seductoras mientras están ahí, pero no pueden permanecer: «Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre». Tenemos lo mismo en la Primera Epístola de Pedro: «Toda carne es como la hierba, y toda su gloria como la flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; pero la palabra del Señor permanece para siempre» (1:24). Lo mismo aquí: «El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» –quien sigue esta palabra. La Palabra de Dios nos da todo esto, y es lo que tenemos que seguir.

2.12 - Versículos 18-19

Ahora se dirige a una tercera clase, habiendo dado esta advertencia a los jóvenes. Porque cuando un cristiano está recién convertido, no quisiera saber nada del mundo. Pero cuando ha avanzado un poco, la lozanía se pierde un tanto; el mundo va gradualmente deshaciendo su lozanía. Si no tiene cuidado, si su alma no está llena de las cosas que no se ven, se va deslizando gradualmente hacia el mundo. Si está lleno de Cristo, ni siquiera ve las cosas a su alrededor. En el capítulo 5, Juan habla de vencer al mundo. Si entra el espíritu del mundo, se da la pérdida de todo poder y de goce espiritual. No podéis pensar a la vez en las cosas que os sugiere el mundo, y en las cosas del Padre. Si el Espíritu Santo me está sugiriendo cosas divinas, tengo la consciencia presente de pertenecer a todas ellas.

En el versículo 18 se dirige a los hijitos, y les dice: «Es la última hora». Esta es una expresión destacable, porque han pasado desde entonces cerca de 1900 años, y sigue siendo verdad que estamos en «la última hora»; lo único que sucede es que el Señor, está esperando, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento. Pero es el último tiempo, porque se ha introducido el poder del mal. Cuando Cristo estuvo aquí, y fue rechazado, el poder del mal estaba en el mundo. Luego, Dios levantó a la Iglesia mediante la presencia del Espíritu Santo, mientras Cristo estaba en las alturas, de manera que había un hombre en el cielo, y el Espíritu Santo en la tierra; vino un poder redentor en medio del mundo de Satanás. Aquello no era el tiempo último. Pero ahora se habían introducido anticristos, y les dice: «Es la última hora», porque incluso esto había fallado, y nada vendrá después de esto sino el juicio. «Hijitos, es la última hora; y como habéis oído que el anticristo viene, aun ahora han surgido muchos anticristos; por esto sabemos que es la última hora. Salieron de nosotros, pero no eran de los nuestros; porque si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron para que fuese manifestado que no todos son de los nuestros».

Estos niños en Cristo habían roto con el mundo; habían terminado con su camino. Pero aquí aparecía una nueva clase de mal en el mismo lugar de poder divino; personas que se establecían a sí mismas y abandonaban a Cristo, y esto era más peligroso. Habían roto con el mundo, y sabían lo que era. Pero aquí se introduce la maldad espiritual en regiones celestiales. Advierte a los niños contra estos enemigos de los últimos tiempos. Gracias a Dios, tenemos ahora las advertencias. El apóstol Pablo incluso dice que estos son los días postreros, lo cual es todavía más enérgico. Pero hay una total seguridad allí donde se mira a Cristo. Es destacable como considera la presencia del Espíritu de Dios en los santos. Puede que sea un niño, pero Dios no dejará que sea tentado más allá de lo que es capaz de llevar. Puede que sean jóvenes, pero Dios les da discernimiento; no conocen la voz de los extraños. Esta gente se puede presentar con muchas pretensiones, pero no es una voz que conozcan. Conocen la voz de Cristo, y la siguen.

2.13 - Versículos 20‑23

Hemos visto que los niños en Cristo conocían al Padre, y ahora encontramos además que estos mismos niños tienen la unción divina, de manera que podrán juzgar por medio de un conocimiento divino. Les insiste acerca de su propia competencia, no como en el caso de otros por sí mismos, sino como enseñados por Dios, para evitar todas las trampas. Se trata de la sutileza de Satanás, y por ello advierte tanto más a los pequeños en contra de ella. «Y vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas. No os he escrito porque ignoréis la verdad, sino porque la sabéis, y ninguna mentira procede de la verdad. ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Este es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo». Aquí nos da el carácter pleno del anticristo. Había muchos anticristos, por cuanto el espíritu del anticristo se había introducido. Aquí tenemos su pleno carácter. Asume un cierto carácter judío, negando que Jesús sea el Cristo; y se opone al cristianismo, negando al Padre y al Hijo.

Luego apremia otro punto de inmensa importancia, por cuanto, a medida que pasa el tiempo, la gente suele amoldarse al desarrollo progresivo con muchas palabras modernas.

2.14 - Versículos 24‑25

Así, les dice: «Lo que oísteis desde el principio, permanezca en vosotros. Si lo que desde el principio oísteis permanece en vosotros, vosotros también permaneceréis en el Hijo y en el Padre». Es la Persona de Cristo. En lugar de hablar de la Iglesia como un colectivo que enseña, yo digo que ella lo que hace es recibir enseñanza.

Lo que se revela es la persona del Señor Jesucristo, aquello que era desde el principio. Pero si mi alma reposa en ello, en la verdad acerca de Cristo tal como la enseña el Espíritu Santo, soy enseñado por el Padre. «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos… acerca de la Palabra de vida». Y ahora, dice: «Lo que oísteis desde el principio, permanezca en vosotros». Es la persona de Cristo la que es el gran tema, y fue por revelación de él que la misma Iglesia fue formada. Existe por virtud de ser enseñada por Dios.

La Iglesia no enseña –nada tenía que ver con la enseñanza. Dios puede suscitar individuos en la Iglesia para que enseñen, pero lo que se apremia sobre nosotros es lo que hemos oído desde el principio. Una prueba de la verdad divina es que mantengamos firme el punto de partida –Jesucristo. Esto es lo que lo pone todo a prueba. Allí donde se insiste en la autoridad de la Iglesia, nunca hay la certidumbre de ser hijos. Si soy enseñado por Dios, sabré de cierto lo que tengo. La fe está siempre absolutamente segura. Si tengo al Padre, sé que soy hijo. Puede que sea un hijo desobediente, pero sigo siendo hijo. «Si lo que desde el principio oísteis permanece en vosotros, vosotros también permaneceréis en el Hijo y en el Padre. Y esta es la promesa que él nos hizo: la vida eterna». Él me ha prometido vida eterna, y la tendré; es algo totalmente seguro.

2.15 - Versículos 26‑27

«Estas cosas os he escrito acerca de los que os engañan. La unción que vosotros recibisteis de él permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que alguien os enseñe; sino que, como su unción os enseña acerca de todo, es verdad y no mentira, tal como os enseñó, permaneced en ella». Hay una enseñanza divina real. Dios puede emplear un instrumento para ponerlo delante de nosotros; pero no hay verdadera fe en el alma excepto donde está esta unción del Espíritu de Dios. Puede que haya convicciones de pecado antes que tengamos la seguridad de salvación en nuestras almas. Pero en aquel momento en que se me enseña la Persona de Cristo de manera divina, digo que poseo la vida eterna –la vida que Dios envió al mundo.

Un niño en Cristo, al estar más en peligro, entra en esta clase de advertencias; pero una persona crecida en Cristo sabía muy bien de dónde venían estas cosas. Aquellas cosas que ahora podríamos pensar que son cosas muy eruditas en el cristianismo, se las dice a los niños; pero la gran cosa que marca a aquellos que están más avanzados –los padres– es su conocimiento de Cristo.

2.16 - Versículo 28

El apóstol vuelve a abarcar, en el versículo 28, a todos los cristianos en general, con una exhortación a morar en el Señor. Aquí aparece Dios en Cristo tan delante de la mente del apóstol, que dice «él» sin decir a quién se refiere. Había estado hablando de la unción –«Tal como os enseñó, permaneced en ella» (v. 27). Antes era más bien de Dios de quien se hablaba; pero al decirse «cuando se manifieste» sabemos que es a Cristo a quien se refiere.

«Y ahora, hijitos, permaneced en él para que, cuando se manifieste, tengamos confianza y no seamos avergonzados por él en su venida». Si ellos no permanecían en él, el apóstol había perdido toda su obra. Y hasta este punto habría sido para propia vergüenza del apóstol. En la Segunda Epístola tenemos lo mismo (v. 8): «Mirad por vosotros mismos, para no perder el fruto de la labor hecha, sino que recibáis plena recompensa». Es precisamente lo que Pablo dice a los corintios (1 Cor. 3:12, etc.): Si edificamos sobre un fundamento con materiales de madera, paja y hojarasca, la obra será quemada. Se demostrará que el que así ha hecho es un obrero malo. El apóstol está aquí apremiándoles a que permanezcan en Cristo, para no tenerse que avergonzar de su obra. Es «para que… tengamos confianza y no seamos avergonzados por él en su venida». No para que vosotros podáis tener confianza, etc. Es precisamente lo que vemos en la Segunda Epístola.

Luego pasa al segundo gran tema de la epístola –aquella comunicación de la naturaleza divina de Cristo, como nuestra vida, que nos da los mismos rasgos y caracteres que hay en el mismo Dios– «que es verdadero en él y en vosotros». Dios es amor, y el cristiano ama. Dios es santo, y también lo es el cristiano. En Su omnipotencia, naturalmente, Dios está a solas. Pero en aquello que puede llamarse el carácter de Dios, somos semejantes a él por cuanto hemos nacido de él. Y esta naturaleza divina nos capacita para gozar de Dios, así como para ser como él.

2.17 - Versículo 29

Luego también vemos que Dios y Cristo son tan absolutamente uno, que el apóstol dice: «Para que… no seamos avergonzados por él en su venida». Pero añade de inmediato: «Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que obra la justicia ha nacido de él». Hemos nacido de Dios; sin embargo, parece estar hablando de aquel mismo que ha de venir –el cual es Cristo. En Daniel 7 encontramos la misma verdad. El Anciano de días descrito allí, es en Apocalipsis 1 el Hijo del hombre. En Cristo tenemos lo que es el carácter y la naturaleza de Dios en un hombre viviendo en este mundo; y luego muestra el apóstol que esto también es cierto de nosotros, al poseer la misma vida. Él es justo, y si alguien hace justicia, ha nacido de él. Tiene esta naturaleza.

3 - 1 Juan 3

3.1 - Versículo 1

«Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios». Cuando uno llega a la gracia, se nos menciona de nuevo al Padre. Somos llamados hijos de Dios porque realmente lo somos. «Por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él». ¿A quién? Ahora con este «él» se hace referencia a Cristo. El mundo no le conoció; y no nos conoce a nosotros por esta misma razón. Tenemos la misma vida y carácter que él tuvo. El mundo no puede reconocer ni admitir lo que es de Cristo en nosotros, porque no lo reconoció en Cristo. Es extremadamente destacable y bendito para nosotros ver a este Hombre, el más humilde que jamás existiera, y descubrir lo que él era realmente, que Dios verdaderamente se hizo hombre. El Verbo era Dios, y se hizo carne.

Nosotros tenemos la misma vida; y cuando hemos encontrado a Cristo, sabemos que hemos hallado a Dios con toda su bendición para nosotros. Y el mundo no puede conocernos. No conoce a Dios, y no puede conocernos. Encontraréis a personas que tienen dificultades en cuanto a saber si es Cristo o Dios quién está ahí, porque el apóstol los pone juntos de manera cuidadosa.

3.2 - Versículo 2

«Y aún no ha sido manifestado lo que seremos». No se ha visto lo que hemos de ser. Los apóstoles lo vieron un momento en la transfiguración; sin embargo, en cuanto a su manifestación, aún no se manifiesta. Pero siendo santos de Dios, poseyendo la misma vida, sabemos que seremos como él. Identifica a Dios con Cristo, y en un sentido nos identifica a nosotros con él. Su gloria no ha sido aún manifestada: pero seremos como él, porque «le veremos tal como él es» –no como él será, sino tal como él es ahora en la gloria celestial a la diestra de Dios. La carne no podría ver esto y subsistir. Daniel cayó como muerto, y lo mismo Juan, ante la aparición de esta gloria. Esto es algo de infinita bendición. Hemos de ser conformados a imagen del Hijo de Dios, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Si tan solo fuésemos conscientes de que existe toda esta bendición y, sin embargo, tuviéramos el pensamiento: “No voy a ser así”, esto no sería gozo; mientras que estamos en ella con la consciencia de que somos lo mismo. «Seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es»; esto es, en gloria tal como él está a la diestra del Padre, y nosotros le veremos así.

3.3 - Versículo 3

«Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica, así como él es puro». Nuestra esperanza es la de ser como él –«que tiene esta esperanza en él», esto es, en Cristo– la esperanza de ser como él mismo es. No dice aquí que es puro como Cristo lo es. Pero he logrado la gloria, y por cuanto es mía, y voy a ser como él, tengo que ser como él tanto como pueda ahora. Tengo que purificarme, y él es la medida de ello. Somos llamados por la gloria a ser en la práctica consecuentes con ella. El apóstol Pablo nos dice: «Prosigo hacia la meta, al premio del celestial llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:14). No tengo todavía la resurrección de entre los muertos, pero estoy prosiguiendo hacia ella. Pero cuando Cristo venga, él cambiará nuestros viles cuerpos –y entonces la habremos alcanzado. La conexión entre la gloria y nuestra conducta ahora es de destacar. En tanto que estemos aquí en este cuerpo corruptible, no hay nada de gloria. Pero el Espíritu de Dios aplica toda esta gloria a los afectos. Anhelo ser como Cristo, y por ello vengo a ser semejante a él en espíritu. Es como un hombre que tiene una resplandeciente lámpara ante sí al final de un largo corredor. No tengo la lámpara hasta que llego allí, pero consigo más de ella a cada paso que doy. Así es con la gloria: no la alcanzo hasta que he llegado; pero consigo más y más cuanto más me acerco a Cristo.

Así, en la Epístola a los Efesios se nos dice que Cristo amó a la Iglesia, y sí mismo se dio a por ella. Estaba lavándola y purificándola, y quiso quitarle todas las manchas. Pero era para presentársela a sí mismo sin mancha. El Espíritu toma las cosas de Cristo y nos las presenta, y nos transforma a imagen de Cristo. En Filipenses está hablando del efecto espiritual sobre el corazón por medio de una resurrección real. «Para conocerle a él, y el poder de su resurrección… si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos» (3:10-11). Es la cosa real, y ahora la aplica a su corazón. «No que ya lo haya alcanzado, o que ya sea perfecto; pero sigo adelante, esperando alcanzar aquello para lo cual también me alcanzó Cristo» (3:12). Cristo, en gracia, se había asido de él para la gloria. Ahora él ve la gloria, y sigue tras ella. Es la gloria en resurrección aplicada al corazón del hombre a todo lo largo del camino. Así es aquí. «Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica, así como él es puro». Esta brillante y bendita gloria fija los afectos y purifica el corazón y constituye el camino cristiano apropiado. Es una esperanza santificadora –estando el alma ocupada con Cristo, de modo que es mantenida fuera del mal.

3.4 - Versículos 4-5

Luego pasa a otra cosa. Si cometo un pecado, es iniquidad de la carne, y no tiene nada que ver con Cristo. «Todo aquel que practica el pecado, también practica la iniquidad; porque el pecado es la iniquidad» (v. 4). Hace su voluntad, si puede, a pesar del mismo Dios. Ello se debe a que había pecado en el mundo sin la ley. El apóstol está estableciendo aquí una especie de marco general. Si no os estáis purificando a vosotros mismos, así como Cristo es puro, hay la iniquidad de la carne; está totalmente opuesta a Cristo. No hay vía media, porque no hay nada bueno en este mundo. Se trata o bien de Cristo, o de la carne. El hombre está caído y fuera del paraíso, y no se reconoce ahora nada del hombre. Dios hizo el paraíso, y el hombre está echado de él. Y él hizo el cielo, y el hombre no está allí. Pero entre ambas cosas no hay nada aquí que Dios reconozca. Dios nunca hizo el mundo tal como es, ni al hombre tal como es, esto es, no hizo el estado moral en el que se encuentran el mundo y el hombre. Surgió cuando Dios echó al hombre de su presencia. Entonces Caín salió y edificó una ciudad, y sí mismo se estableció y sus descendientes lejos de Dios. O bien tiene que ser «vosotros sois de abajo», o «yo soy de arriba» (Juan 8:23). «Porque sé que en mí (es decir, en mi carne) no habita el bien» (Rom. 7:18). Si la ley, entonces, es aplicada a la carne, naturalmente que la carne la transgrede. «Y sabéis que él fue manifestado para quitar los pecados, y en él no hay pecado». No había pecado en él; y él vino a quitar el pecado.

3.5 - Versículos 6-7

Luego expone de la manera más intensa la oposición entre ambas cosas. «En él no hay pecado. Todo el que en él permanece, no peca; todo el que peca, no le ha visto ni le ha conocido». Está tomando las dos cosas como opuestas de manera frontal. Porque él les dice a las mismas personas: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros». Pero aquí: «Todo el que en él permanece, no peca», etc. La naturaleza divina no puede pecar. Lo que es nacido de Dios no puede pecar, y esto somos nosotros hasta allí donde estamos en Cristo. Como dice el apóstol: «Con Cristo estoy crucificado; y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál. 2:20). Naturalmente, esto no es pecado. El santo nunca es considerado como en la carne, sino que «el que practica la justicia es justo, como él es justo». No se trata meramente de que estéis transformados, sino de que habéis sido hechos partícipes de la naturaleza divina. «¡Hijitos, nadie os engañe! El que practica la justicia es justo, como él es justo». Posee la misma naturaleza que anda por el mismo camino.

3.6 - Versículos 8-9

Cristo ha muerto por lo que respecta a nuestra culpa, y de lo que se habla ahora es de la comunicación de esta naturaleza. Un hombre podría venir y jactarse mucho de doctrinas excelsas, y no practicar la justicia. Entonces yo digo: Esto no es naturaleza divina. Esta la tenemos en Romanos 6: «Los que morimos al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?» (Rom. 6:2). Estáis muertos. ¿Cómo podéis vivir en el pecado? Podéis caer en pecado por descuido, pero esto no es vivir en él. En general, toma lo que es la verdad en sí misma, para que podamos conocerla en todo su vigor. «El que practica pecado es del diablo». Y presenta lo totalmente opuesto. «Porque el diablo peca desde el principio. Para esto fue manifestado el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo. Todo el que ha nacido de Dios no practica el pecado». ¿Cómo puede ser esto? «Porque su simiente permanece en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios». No dice: “No debiera pecar”, sino: «No puede pecar». No se trata de una cuestión de progreso, sino de naturaleza. La naturaleza con la que nace un hombre es la naturaleza que posee. Tomemos cualquier animal que queramos, y esto es cierto. Nosotros somos nacidos de Dios, y poseemos esta naturaleza, y yo digo que no puedo pecar. Tengo, es cierto, este tesoro en un vaso de barro. La carne está ahí, pero la nueva naturaleza es una naturaleza sin pecado. Lo que dice es: «Todo el que ha nacido de Dios no practica el pecado».

3.7 - Versículo 10

«En esto son manifiestos los hijos de Dios y los hijos del diablo: El que no practica la justicia, ni ama a su hermano, no es de Dios». Estos son los dos rasgos que se manifiestan en mil detalles de la vida –la justicia, la rectitud práctica y el amor a los hermanos. Una naturaleza meramente amable la encontramos en perros y otros animales, siendo como es naturaleza animal; pero el amor a los hermanos es un motivo divino. Los amo porque son de Dios. Tengo comunión con ellos en las cosas divinas. Un hombre puede ser muy antipático por naturaleza y, sin embargo, amar a los hermanos con todo su corazón; y otro puede ser muy amable, y no sentir amor alguno hacia ellos. Más abajo prosigue: «Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a los hermanos». Es la gran prueba de la naturaleza divina. Es la vida de Cristo que está en nosotros, reproducida en nuestros caminos y manera de andar. No se trata meramente de evitar el pecado, porque hay más en Cristo que la ausencia de pecado. Había la manifestación de la naturaleza divina. Él fue la naturaleza divina caminando a través de este mundo, y tuvo un especial amor hacia los discípulos, como también nosotros tenemos un amor especial por los hermanos. Él estuvo en el mundo, y como entre los hombres, para manifestar en él a Dios. Y esto es lo que tenemos que hacer siempre –representar a Dios en este mundo. «Sois una carta de Cristo» (2 Cor. 3:3). La gente debería leer a Cristo en nosotros, de la misma manera que leen los diez mandamientos en las tablas de piedra. Si leen esto, no leerán mal alguno. Tenemos la carne contra la cual luchar, pero no tras la cual andar. No se trata de un esfuerzo de intentar ser como Cristo, sino que, estando llenos de él, se hace patente. Por ello, Cristo habla de permanecer en él. Así, «El que come mi carne y bebe mi sangre, mora en mí, y yo en él» (Juan 6:56). Él ha venido a ser nuestra vida, pero él es nuestra vida en nuestros ejercicios diarios. Somos enviados al mundo para manifestar a Dios. Luego vienen dificultades y estorbos, y si no estamos llenos de Cristo cedemos ante todo ello; en cambio, si estamos llenos de Cristo, le manifestamos en todo ello. Si no, mostramos ardor, temperamento, o alguna cosa mala. Pero no hay necesidad de vivir en la vieja naturaleza. Nunca podemos excusarnos por vivir en ella, porque Cristo es nuestro.

3.8 - Versículo 11

Vemos de nuevo en el primero de estos versículos la prueba de lo que es aquí «el principio». La gran cosa que tenemos que observar, por lo que respecta a la vida y lo que es esta vida es, Cristo manifestado en este mundo. «Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros». Vemos a Cristo presentado aquí de manera muy distintiva como Aquel que es el único que podría darnos la verdadera medida y carácter de todo lo demás: Él es la verdad. La luz divina, siendo como es, no existió hasta que vino Cristo. Él fue el testigo fiel. Entonces encontramos otra cosa, existe la vida mala o el viejo Adán, y la verdadera vida, que es en Cristo.

3.9 - Versículo 12

Ambos principios están en operación. En el primero hay aborrecimiento y sus obras son malas, así como en el otro hay amor y justicia. Estas dos cosas van juntas. Comenzaron en Caín y Abel, y desde entonces han continuado. Los que son verdaderamente pueblo de Dios son aborrecidos. Por ello se dice de Caín: «Quien era del maligno, y mató a su hermano». «En esto son manifiestos los hijos de Dios y los hijos del diablo: El que no practica la justicia, ni ama a su hermano, no es de Dios». Era el espíritu y la naturaleza del ser que estaba apartado de Dios, espíritu y naturaleza de los que el diablo era la fuente y la energía. «Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros. No como Caín, quien era del maligno y mató a su hermano. Y ¿por qué causa le mató? Porque sus obras eran malas, y las de su hermano justas».

3.10 - Versículos 13-15

Por ello, no debéis sorprenderos si el mundo os aborrece. Es natural para el hombre. En primer lugar, Satanás es el príncipe de este mundo; y, además de esto, así es la naturaleza del hombre tal como es ahora. Nosotros estábamos espiritualmente muertos, y siempre que este era el caso, el espíritu de Satanás regía y gobernaba, y por ello había odio contra los hijos de Dios. Pero luego tenemos esta nueva naturaleza, y «nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a los hermanos». Si alguien no ama a los hermanos, permanece en muerte. Ahí es donde estamos todos según nuestra naturaleza. Está considerando el mismo principio de vida. Si tan solo encuentro una señal de que un árbol es un manzano silvestre, sé lo que es el árbol. Por otra parte, si uno recibe la vida de Cristo, su fruto se corresponde con ella. No es un cambio de la naturaleza humana tal como es, porque esta permanece en muerte. Pero la nueva vida que viene es una vida que da su propio fruto, así como la que es injertada en un árbol. Lo que brota del viejo tronco es lo que provenía de la naturaleza del árbol con anterioridad. «Todo el que odia a su hermano es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permanente en él». No tiene este buen injerto. Se trata de un caso claro.

3.11 - Versículo 16

Luego se remonta a la fuente. «En esto conocemos el amor». ¿Qué es este amor? ¿Cómo puedo distinguirlo? En que él puso su vida por nosotros. Y si Cristo es realmente mi vida, él será lo mismo en espíritu en mí que era en sí mismo. Cristo guardó la ley porque nació bajo ella. Pero la ley exige al hombre que ame a Dios y a su prójimo, y esto Cristo lo hizo. Pero, además de esto, él fue la manifestación del amor de Dios a los hombres, y especialmente a sus discípulos, cuando ellos no amaban a Dios. Esto es lo que hemos de ser. Cristo, que era la actividad de su amor, puso su vida. Vemos lo que es el amor de Dios por esto mismo. Pero vosotros deberíais manifestar lo mismo. Es un privilegio inmenso. No solo se me pide que haga unas ciertas cosas, sino que se me llama a ser testigo de Dios en un mundo que está sin él. Y no hay límite para esto. Yo debería ir tan lejos como Cristo. Y ha habido algunos que lo han hecho hasta la muerte. Muchos mártires han puesto sus vidas por Cristo. «Nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos». Además del inmenso privilegio, es una verdad esencial. Tenemos que manifestar a Dios en este mundo, porque Cristo está en nosotros. Esto es, si nosotros somos hijos de Dios, hay comunión con la fuente de esta realidad, y entonces debería evidenciarse en nuestro andar –como la epístola de Cristo conocida y leída por todos los hombres.

3.12 - Versículos 17‑19

«Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y le cierra su corazón, ¿cómo puede habitar el amor de Dios en él?» Tenemos aquí otra marca en la morada del amor de Dios. No es meramente amor a Dios, porque es el espíritu en el que una persona se conduce para con sus hermanos. Es el poder de esta naturaleza divina morando en nosotros que se mostrará en amor a Dios y al hombre. El amor de Dios morando en nosotros es el camino del mismo Dios, que por medio del Espíritu introduce así su amor en nosotros. No es el amor de Dios a nosotros, sino que es la energía de este amor obrando en nosotros, y por eso se mostrará pronto a otros. «Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino con hechos y de verdad. En esto conocemos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestro corazón delante de él».

Ahora considera el efecto de andar con Dios, como dándonos no el conocimiento del perdón, sino confianza. Les escribía porque estaban todos perdonados; pero si quiero asegurar mi corazón delante de Dios, he de andar en este camino. Si mi relación con Dios lleva a mi corazón a condenarme, a esto no se le puede llamar confianza. Si no estoy andando conforme a Dios, tengo o bien que apartarme de él, o, si me encuentro en su presencia, su Espíritu está constantemente reprochándome, y esto no es confianza.

3.13 - Versículos 20-22

«Porque si nuestro corazón nos condena, Dios es mayor que nuestro corazón, y él lo sabe todo». Él conoce mucho acerca de mí mismo que yo mismo no sé. Si un niño tiene una mala conciencia, se va a hurtadillas si su padre llega; pero si no, corre a encontrarse con él, y se echa en sus brazos. Pero no puede tener esta clase de confianza si su corazón le reprende. Esto es lo que siempre hemos de buscar: estar con Dios, y en una total confianza con él –sin ningún pensamiento de que quizá tenga algo contra nosotros, ni en cuanto a condenación, sino como confianza presente. ¡Hasta qué lejos va contar completamente con Dios –contando con su actividad presente por nosotros! No se trata solo de una cuestión acerca del día del juicio, sino que es cuestión de los tratos presentes del alma con Dios, y de Dios para con el alma. «Amados, si nuestro corazón no nos condena, confianza tenemos para con Dios». En el capítulo 5 se afirma: «Y esta es la confianza que tenemos para con él que, si pedimos algo conforme a su voluntad, él nos escucha». Somos traídos a una presente confianza de espíritu con Dios, de manera que de él esperamos todo bien. Si un hijo está actuando de manera desobediente, no puede ir confiado. Podrá decir: Mi padre me ama, pero va a darme unos azotes. Sin embargo, cuando el corazón es recto, el hijo espera todo lo que surge del amor de su padre. Lo mismo aquí: «Todo cuanto pidamos lo recibimos de él; porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que es agradable ante él». Esto no tiene nada que ver con la aceptación, sino con el diario fluir de la bondad del Padre, de manera que el hijo cuenta con ella. Que esta confianza sea casi desconocida es el terrible efecto de esperar la aceptación y el perdón como el final del curso del cristiano. El apóstol comienza con el perdón: «Os han sido perdonados los pecados a causa de su nombre». Y ahora está hablando de la confianza del corazón para con Dios. Esto lo tenemos en Juan 14:23: «Si alguno me ama, guardará mi palabra. Y mi Padre lo amará», etc. Aquí no se refiere a la gracia que salva. En la Epístola, Juan dice: «Nosotros le amamos, porque él nos amó primero». El Señor dice: «El que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él» (Juan 14:21). Está refiriéndose al presente ejercicio de este amor a Cristo.

Es una gran cosa decir que solo tengo que pedir en conformidad a la voluntad de Dios, y que con certeza lo recibiré. Él nos ama de tal manera que no podemos pedir nada sin una respuesta. Quiero poder, y lo recibo de manera directa. Quiero que algún obstáculo sea removido de mi camino, y es removido en el acto. Puedo pedirle a mi padre terrenal alguna cosa, y él me podrá decir: No puedo hacerlo; no puedo ayudarte. Pero nunca es así con Dios. No podéis pedir nada que sea conforme a Su voluntad sin recibirlo. En un camino recto tengo todo el poder de Dios a mi disposición. Puedo ver montañas delante de mí –todo el poder de Satanás. Pero no importa. Si estáis andando rectamente, «pediréis cuanto queráis, y os será concedido» (Juan 15:7). Tenéis una total confianza presente en Dios. Él nunca está demasiado ocupado para oírnos. Todo aquello a lo que podamos llegar es nuestro. «Todo cuanto pidamos lo recibimos de él; porque guardamos sus mandamientos», etc. Se trata del gobierno directo de Dios para con nuestras almas. Ahí está que entra la cuestión entre nosotros y Dios del bien y del mal. Por lo que respecta a nuestra responsabilidad como hombres, estábamos arruinados. Ahora somos salvos, y los tratos de Dios nos encuentran sobre esta base, y así él se deleita en hacerlo todo por nosotros. No es lo que queramos, sino: «Todo cuanto pidamos». Es la voluntad de la nueva naturaleza, esto es, obediencia en realidad. En el camino de la obediencia, Dios siempre oyó a Cristo, porque él era obediente, y Dios nos oye a nosotros; él nos pone, en esta vida de Cristo, en el mismo lugar que Cristo.

3.14 - Versículos 23‑24

«Y este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros, como él nos lo mandó». Él llega ahora a otro punto de la mayor importancia. No meramente que haya vida, sino que Dios, por Su Espíritu, mora en nosotros. Hay poder de comunión, así como vida. Dios mora con Aquel que es amor. No se trata meramente de que esté redimido. Como se dijo de Israel: «Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que los saqué de la tierra de Egipto, para habitar en medio de ellos» (Éx. 29:46). Y así se dice de nosotros: «Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo» (1 Cor. 6:19). Cristo fue el Hombre obediente, y Dios moró en él; y Dios mora hoy en aquel que es obediente. Cristo dijo: «Destruid este templo, y yo en tres días lo levantaré» (Juan 2:19). En nosotros solo es de manera derivada por su Espíritu, pero mora en nosotros. En el hombre obediente Dios mora como en el mismo Cristo. «En esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos dio». Esto es, la presencia del Espíritu Santo en nosotros, lo que nos da la consciencia de que Dios mora con nosotros. Él no añade en esta última parte del versículo que nosotros moramos en él, sino sencillamente que el efecto de la presencia del Espíritu Santo era y sigue siendo que conocemos que Dios mora en nosotros.

4 - 1 Juan 4

4.1 - Versículos 1‑6

Luego les advierte en contra de falsos espíritus (v. 1‑6). No todo espíritu es el Espíritu Santo. Hay muchos falsos profetas en el mundo. Los santos han de ir con cuidado. Aquí no se trata de si alguien es convertido o no, sino de si aquel que habla lo hace por el Espíritu de Dios o por un demonio. La piedra de toque es la confesión de Jesús venido en carne. El que es conducido por Dios confiesa que Jesucristo mismo ha venido así (no simplemente que él haya venido). Confesar su venida es reconocer una verdad; confesar a Jesucristo venido en carne es reconocer la Persona y el señorío de Jesús. Una vez que se discierne un demonio, es importante tratarlo como demonio. Si no, se le rompe la espada en la mano.

Ceder a consideraciones humanas, jugar a la amabilidad bajo tales circunstancias, le hará impotente contra Satanás. Es no tener comunión con Dios en sus pensamientos de Satanás. ¡Cuán preciosa es la Palabra delante de tales peligros! Manteniéndola firme, con rectitud y humildad, nada nos hará tropezar. Dios es fiel, y guardará a los más débiles de los suyos. Pero fuera de este sometimiento a Dios y a su Palabra, no importa cuál sea la hermosura de los sentimientos de alguien, o su capacidad; más tarde o más temprano caerá bajo el poder del enemigo.

4.2 - Versículos 7‑16

Pero ahora llegamos aquí a un nuevo punto, versículos 7‑16. Además de la vida de Cristo, hay la morada de Dios en nosotros y de nosotros en Dios. Esto fue plenamente manifestado en Cristo, y cuanto más meditemos acerca de esto, tanto más veremos que la vida que tenemos es una vida de dependencia. Nuestro Señor mismo dijo: «No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mat. 4:4). Es por ello que vemos que él era un hombre siempre en oración –apoyándose en su Padre. Porque, aunque él era Dios, nunca empleó esto para tomar una posición falsa como hombre, sino que asumió la posición de dependencia, y por ello la posición de poder de lo alto. No se trata de una cuestión de sinceridad, sino de aquella humildad que es el sentimiento de dependencia, y que espera ayuda y poder provenientes de otro.

¡Qué privilegio y qué motivo para la santidad, que Dios mora en nosotros! Y cuando queremos glorificar a Dios, la presencia de su Espíritu es el poder. ¡Cuán distintivamente Dios ha entrado en estrecha comunión con nosotros, y nos ha traído a una entrañable relación con él mismo perdonándonos, salvándonos y dándonos una vida en la que andamos con él! Es una vida de constante prueba aquí, pero teniéndolo a él mismo, por el Espíritu Santo, como nuestro poder morando en nosotros al andar a través del mundo. Y de esto es de lo que hemos de cuidarnos –de que la vida del santo sea desarrollada según Cristo. Y es ahí que entra la experiencia diaria, y encontramos nuestra debilidad si no miramos a Cristo.

Otro gran hecho, introducido al final de lo que hemos visto últimamente, es que el Espíritu Santo ha sido dado. En el versículo 1 de este capítulo el apóstol aplica esto para distinguir entre espíritus, no meramente entre hombres malos. Pero hay una acción mucho mayor de Satanás en operación en la Iglesia de Dios de lo que solemos suponer; y si no la tratamos como tal, no hay poder. Si contemporizamos con ella, no podemos tener poder, porque Dios no puede entrar en componendas con Satanás.

4.3 - Versículo 6

Luego hay otra cosa en el versículo 6: «Nosotros somos de Dios; el que conoce a Dios, nos escucha; el que no es de Dios, no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error». La recepción de la enseñanza de los apóstoles es una prueba de conocer a Dios. «El que no es de Dios, no nos escucha». Una persona que no escucha las Escrituras como tales no es de Dios en absoluto.

4.4 - Versículo 7

Él viene ahora, con el hecho adicional de que el Espíritu santo ha sido dado, a la tercera parte de este escrito –amor de los hermanos– y nos muestra cuán honda es su fuente. No se trata meramente de obligación, ni de justicia, sino de la naturaleza del mismo Dios, lo que él es, así como Cristo es la norma de conducta de la justicia humana. Se remonta a la misma naturaleza de Dios como Dios. «Amados, amémonos unos a otros; porque el amor procede de Dios». Proviene de Dios, teniendo su manantial en él mismo. «El amor procede de Dios». Por cuanto hemos recibido su naturaleza, podemos decir que «todo el que obra la justicia ha nacido de él» (2:29). Pero aquí me detengo; es un curso de justicia. Pero ahora digo: «Todo el que ama, es nacido de Dios y conoce a Dios». No es meramente un deber que cumplo; es la misma verdadera naturaleza que poseo. Si una persona tiene esta naturaleza, la tiene procedente de Dios. Juan no está hablando de un mero afecto natural; estos los vemos incluso en las meras bestias brutas. Aquí se trata de la naturaleza divina. Lo que señala al amor divino es que pensó en nosotros mientras éramos aún pecadores. Está por encima del mal. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. El que ama, conoce a Dios. Es una gran cosa que decir. Sé qué es un hombre, porque soy un hombre. Un animal no puede decir lo que yo soy, porque no tiene mi naturaleza. De esta manera, cuando amamos tenemos la naturaleza de Dios –sabemos lo que Dios es. Puede que tengamos mucho que aprender, pero, con todo, tenemos la naturaleza, y por ello conocemos qué es esta naturaleza. «Todo el que ama, es nacido de Dios y conoce a Dios». Si esta nueva naturaleza está en mí, lo disfruto; tengo una naturaleza capaz de disfrutarlo. Toda naturaleza disfruta aquello que es apropiado para ella. Si poseemos la naturaleza divina, disfrutamos de Dios. Le conocemos en la manera de disfrutar aquello que pertenece a nuestra propia naturaleza.

4.5 - Versículo 8

«El que no ama, no conoce a Dios, porque Dios es amor». Si no lo tengo, no le conozco a él, porque esto es lo que él es. Es una verdad inmensa, por lo que respecta a los santos, que yo conozca a Dios. Poseo la naturaleza que disfruta de Dios; y esto es lo que será nuestro disfrute eterno.

4.6 - Versículos 9‑11

«En esto fue manifestado el amor de Dios en nosotros, en que Dios envió a su Hijo único al mundo, para que vivamos por él». El apóstol se vuelve afuera para conseguir las pruebas de este amor. No está mirando adentro, como hacen otros. «En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados».

Hay otra cosa aquí que muestra la perfección de este amor –no tenía motivos. Es lo que Dios era.

«Si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis?» (Mat. 5:46). La manifestación de este amor tiene un doble carácter aquí. En primer lugar, el Hijo es enviado para que sea la propiciación por nuestros pecados; él nos amó cuando éramos culpables e impuros. «Porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único», etc. (Juan 3:16). El amor de Dios a nosotros tiene su prueba en esto: que no había nada en nosotros para suscitarlo; cuando no había en nosotros ningún movimiento hacia Dios, lo hubo en Dios hacia nosotros. No teníamos vida espiritual, pero éramos culpables, contemplados como nacidos de Adán. Por ello, este amor es un perfecto amor. No tiene su motivo en nosotros, y es, por tanto, perfecto en sí mismo; y se ejercita para con nosotros en conformidad a nuestra necesidad. Aquí tenemos la prueba de este amor. «Amados, si Dios nos amó así, nosotros también debemos amarnos unos a otros». ¡Cómo llega él a la conclusión práctica! Si Dios me ha amado de tal manera, yo debería amar a los hermanos. Debería sobreponerme a todas las cosas desagradables y a la falta de atractivo, porque Dios me amó cuando yo era tan poco atractivo como fuera posible.

4.7 - Versículos 12-13

Ahora llegamos a otra cosa. Es el mismo Dios presente. No meramente he recibido la naturaleza divina, sino que Dios está presente de una manera muy notable. «Nadie ha visto jamás a Dios». ¿Cómo puedo yo conocer y amar un ser al que jamás he visto? «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor es perfeccionado en nosotros». El apóstol Pablo lo expresa de manera distinta. Dice él: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rom. 5:5). Ahora bien, ¿qué es lo que hace esto tan notable aquí? Si observamos Juan 1:18, allí se dice: «Nadie ha visto jamás a Dios». ¿Cómo puedo yo conocer y amar una persona a la que jamás he visto? «El Hijo único, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer». Esto es: en el Evangelio, que está para traer a Cristo ante nosotros, encuentro que el sentido es este: Bueno, no habéis visto a Dios, y sin embargo le habéis visto; porque Aquel que era el mismo deleite del Padre –que está en el seno del Padre– el objeto inmediato y más estrecho del deleite del Padre –él lo ha dado a conocer. Por ello, lo conozco. Es la respuesta a la dificultad de que nadie vio a Dios jamás. Cristo me lo ha dado a conocer. Aquí, en la Epístola, se presenta de esta manera: «Nadie ha visto jamás a Dios; pero si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor es perfeccionado en nosotros». Aquello que es revelado en Cristo es traído directamente dentro de nuestros corazones, porque el Espíritu Santo está en nosotros. Cuando Cristo estaba en el mundo, fue el Hijo, arrojando demonios y obrando obras poderosas. Y, sin embargo, dijo: «El Padre que mora en mí, él hace sus obras» (Juan 14:10). Ahora, por el Espíritu, él dice: «Vendremos a él, y haremos morada con él» (Juan 14:23). Da la morada de Dios en nosotros como la respuesta aquí de no ver a Dios. Habiéndonos lavado en la sangre del Cordero, viene y mora en nosotros. Tenemos un conocimiento de Dios de esta manera. «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor es perfeccionado en nosotros». No se trata meramente de que la naturaleza esté allí, sino que Dios está allí. «En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu». Esta es la forma en que estamos conscientes de que moramos en Dios, porque, como Dios mora en nosotros, y él es infinito, tenemos la consciencia de que moramos en Dios. Él es nuestra morada. Es la presencia del Espíritu Santo lo que nos da la consciencia de que Dios está ahí.

4.8 - Versículos 14-16

Sin embargo, se vuelve de nuevo a la verdad objetiva. «Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo». Tengo a Dios dentro de mí, y tengo el conocimiento de este amor. ¿Cómo me lo demostró él? Enviando a su Hijo para que fuera el Salvador del mundo. La prueba de esto es aquello que ha sido hecho fuera de mí –no nada dentro de mí. Una persona podría decir: Pero no tengo esto. Entonces diré que no tiene nada. Si decís: Esto es demasiado alto para mí: no puedo hablar de Dios como morando en mí, entonces responderé: Tú no eres en absoluto un cristiano. «Todo el que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios». Él habla, desde luego, de la bendita consciencia de esto como nuestra porción, pero luego declara que esto es cierto con respecto a cada cristiano; y por ello, si no estoy en el disfrute de esto, hay algo que me está estorbando. Si tuviéramos a un personaje importante de visita en nuestra casa y no nos dedicáramos a él, no disfrutaríamos del honor y privilegio de tener tal visita. Y puede que estemos andando de tal manera que no tengamos consciencia de que Dios está en nosotros. Muestra un hábito de vivir sin relación con el Dios que mora en nosotros. El cristiano tiene una vida proveniente de Dios, que vive con Dios. Por ello, después de haberse referido a esto, dice: «Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene hacia nosotros. Dios es amor; y el que permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él». Este es el carácter que él atribuye al cristiano: «Hemos conocido y creído el amor que Dios tiene hacia nosotros». No hay incertidumbre. «Dios es amor, y el que permanece en el amor, permanece en Dios», etc. Es la misma naturaleza de Dios.

4.9 - Versículo 17

Ahora él prosigue. Hemos visto el amor manifestado cuando éramos aún pecadores, cuando éramos culpables y estábamos muertos. Este fue el punto inicial con nosotros. Estábamos espiritualmente muertos; no había en nuestros corazones ni un solo movimiento hacia Dios. Y entonces Dios nos amó. Pero teníamos una vida natural procedente de Adán, y por ello éramos culpables; y entonces Dios envió a su Hijo para que fuera la propiciación por nuestros pecados. Y lo que sigue luego es que moramos en Dios y él en nosotros; gozamos de esta bendita comunión al estar él en nuestros corazones. Entonces llega al tercer punto en el versículo 17: «En esto ha sido perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio: como él es, así somos nosotros en este mundo». Ahora bien, no se trata meramente de que él me haya amado cuando yo era pecador, y que goce de él en comunión, sino que ha sido quitado enteramente todo temor para el futuro. Recibo confianza para el día del juicio. Esto es algo distinto.

Es un bendito amor que Cristo viniera al mundo por pecadores como nosotros. Pero luego hay el día del juicio. Cuando pienso en el amor me siento feliz; pero cuando pienso en el juicio, mi conciencia no está totalmente tranquila. Aunque el corazón pueda haber gustado el amor, al no tener la conciencia totalmente libre, cuando pienso en el juicio no me siento totalmente feliz. Es para esto que se provee aquí. «Como él es, así somos nosotros en este mundo». El amor fue manifestado al visitarnos cuando éramos pecadores; se disfruta en comunión; pero es completado en esto, que estoy en Cristo, y que Cristo tiene que condenarse a sí mismo en el día del juicio si me condena a mí, porque como él es, así soy yo en este mundo. Estoy glorificado antes que llegue allí. Él cambia este cuerpo vil, y lo hace semejante al cuerpo suyo de gloria. Cuando comparezca ante el tribunal, estoy en este cuerpo cambiado y glorificado. Soy como mi Juez. Si él es mi justicia, así como él es yo soy ahora; debido a que es la obra de Cristo, y a que la obra de Cristo está consumada, y que Cristo está en el cielo por mí. Y aunque yo tenga ejercicios y pruebas en mi corazón, sin embargo, “como él es, así soy yo en este mundo”. El amor queda perfeccionado.

4.10 - Versículos 18-19

El mismo Dios no puede hacer nada más bienaventurado que hacerme semejante a Cristo en su presencia. Hay fin al juicio en la práctica como un objeto de temor, porque estoy tan libre de culpa como mi Juez. Él juzga por su propia justicia, y esta es mi justicia. Yo soy esto. Estoy unido a él, y, en este sentido, soy lo mismo que él. En esto el amor queda perfeccionado, y tengo confianza para el día del juicio. Se ha manifestado el amor, y me hace desgraciado si mi corazón no lo corresponde. No tengo confianza para el día del juicio. Hay un juicio, y a fin de que el amor sea perfecto en nuestros corazones, no debe haber temor al juicio. A fin de que tenga toda su perfección, yo he de tener confianza en el día del juicio, y tengo esta confianza estando donde Cristo está. Esto es cierto ahora. No es que haya ya llegado a la gloria; pero es cierto como teniéndole como mi vida, y estando unido a él. Ahora él saca en el acto la conclusión: «En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor». El temor ha desaparecido completamente. Si le tengo temor a mi Padre, no puedo gozar de su amor. Y en esto hay tormento. El amor echa fuera el temor. Nada hay que temer si Dios me ama perfectamente, y si nada hace más que amarme. Esto es lo que dice el Señor Jesús: «Les di a conocer tu nombre, y se lo daré a conocer; para que el amor con que me amaste esté en ellos, y yo en ellos» (Juan 17:26). Y así vuelve a decir: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Juan 14:27). Aquella misma paz que él tenía en sí mismo, nos la ha dado a nosotros. Él no temía a su Padre. Él poseía una paz y un deleite inefables. Bien, «como él es, así somos nosotros en este mundo». Luego viene la consecuencia de conocer este amor: «Nosotros le amamos, porque él nos amó primero». El corazón se vuelve en agradecimiento y amor hacia él.

4.11 - Versículos 20-21

Pero ahora, como a través de esta Epístola, el apóstol aplica una especie de contraprueba. «Si alguien dice: Yo amo a Dios, y odia a su hermano, es un mentiroso; porque el que no ama a su hermano a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto». Si su imagen en los santos no atrae afecto alguno, no le amas de verdad a él. Podéis decir que sí le amáis, pero no es cierto. Encontramos a lo largo de la Epístola esta clase de contraprueba. Vemos aquí otra cosa destacable. Ni siquiera el mismo amor sale del puesto de la obediencia en su ejercicio. «Y tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano». Por benditas que sean las operaciones de la naturaleza divina en nosotros, siempre aparecen bajo la forma de obediencia. Esto fue cierto incluso en el caso de Cristo. Hablando de su propia muerte, en la que quedó de manifiesto su perfección de una manera plena, él dijo: «Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí; pero para que el mundo sepa que yo amo al Padre, y como me mandó el Padre, así hago» (Juan 14:30-31).

5 - 1 Juan 5

5.1 - Versículo 1

En este capítulo hay una especie de recapitulación de quiénes son esos. No de lo que son, sino de quiénes son, y de qué es aquello en lo que ellos tienen parte. En el capítulo anterior, por ejemplo, hemos visto que se trataba de amar a los hermanos. Ahora viene la pregunta, no de quien es mi prójimo, sino de quién es mi hermano. «Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios; y todo el que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él». No tenemos ahora una prueba espiritual o moral para ver si el amor es real, sino que se nos muestra a aquellos que son los hijos de Dios, y entonces que «todo el que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él». Esto es que, si se trata realmente de este amor divino, amaré a aquellos que nacen de Dios. Si es por causa del Padre, amaré a todos los hijos, y es de esta manera que se expresa aquí.

5.2 - Versículos 2‑3

Pero en el versículo 2 da una contraprueba de que este amor es genuino. Sé que amo a Dios al amar a los hijos de Dios; pero sé que es realmente que los amo si amo a Dios y guardo sus mandamientos. A lo largo de esta Epístola corre una serie de contrapruebas que es de la mayor utilidad. Si tenemos el Espíritu Santo, es también el Espíritu de verdad. Así, tengo el medio de comprobar una cosa por la otra. Podría aparentar que amo mucho a los hijos de Dios, mientras que podría ser solo un sentimiento de partido. Pero si amo a Dios, los amo a todos por causa de él. Todo lo demás puede ser meramente un sentimiento de la naturaleza humana. Es la introducción de Dios lo que lo establece todo de manera justa. Se dice en 2 Pedro: «Añadid… al afecto fraternal, amor» (1:7). Por esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios y guardamos sus mandamientos. Si los amo como hijos de Dios, se debe a que amo a Aquel que los engendró. Los abarca a todos, pero siempre le incluye a él, y por ello se trata de una cuestión de obediencia. «Porque este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos».

5.3 - Versículo 4

La gran dificultad es el mundo; pero la fe lo vence. «Porque todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que venció al mundo, nuestra fe». Hay una naturaleza que hemos recibido que pertenece a un sistema que no es en absoluto del mundo. «No son del mundo, como yo no soy del mundo» (Juan 17:16). «Vosotros sois de abajo; yo soy de arriba» (8:23). El mundo, como sistema, es del diablo –no en absoluto de Dios. Todo lo que hay en él, «los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, no procede del Padre, sino del mundo» (2:16). El Padre es la cabeza, fuente y bendición de un gran sistema al que el mundo está totalmente opuesto; y por ello, cuando el Hijo vino al mundo, el mundo le rechazó, y esto ha puesto al mundo, como puesto a prueba, en total antagonismo al Padre. Siempre vemos que se trata de la carne contra el Espíritu, del mundo contra el Padre, y del diablo contra el Hijo. «Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo». Es la verdad la que santifica. La dificultad es el mundo. Contemplamos las cosas que se ven, no las que no se ven, y por esto nos debilitamos. La victoria que vence al mundo es nuestra fe.

5.4 - Versículo 5

No se trata meramente de una naturaleza que nos ha sido dada, sino que como criaturas hemos de tener un objeto para esta naturaleza, y esta es el Señor. Tengo que tener el verdadero objeto, y, por ello, «¿quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» Está ocupado con algo. Cuando descubro que Aquel a quien el mundo a escupido y crucificado es el Hijo de Dios, digo que esto es lo que es el mundo. Y por ello, cuando mi fe realmente reposa en Jesús como este Menospreciado, el Hijo de Dios, he acabado con el mundo; lo venzo como un enemigo.

5.5 - Versículo 6

Aquí tenemos una breve relación de estos santos. Son nacidos de Dios; son un grupo de personas que pertenecen a él como aquellos que viven; viven en otro mundo que pertenece al Padre. Luego habla del espíritu y del poder en el que vino Cristo, aquel por medio de quien somos conectados con esta escena de bendición que pertenece al Padre. «Este es el que vino mediante agua y sangre, Jesucristo; no solo con el agua, sino con el agua y con la sangre». Esto se retrotrae a un principio vital que hemos visto a través de toda la Epístola. Si hubiera sido solo por agua, Juan el bautista vino por agua. La Palabra de Dios, si se aplicaba al hombre solo como hijo de Adán, no podía purificarle. La venida de Cristo al mundo por esta agua puso al hombre a prueba; y el hombre era enemigo de Dios, y por tanto no había manera de enmendarlo. Entonces vino a ser una cuestión de redención, de sangre, así como de agua, y aquella vida estaba en el Hijo; no en el primer Adán, sino en el Segundo. «Que vino… Jesucristo… mediante agua y sangre».

Hay, como sabemos, una purificación; pero esta es el efecto de la redención sobre la nueva vida. Fue de un Cristo muerto que brotó la purificación. Un Cristo viviente que entra en el mundo se presenta al hombre para ver si se podía establecer algún vínculo entre Dios y el hombre. Pero entonces el hombre quedó definitivamente condenado, y entra la muerte. Y así es siempre. «A menos que creáis que yo soy, moriréis en vuestros pecados» (Juan 8:24). Y esta es la razón por la que dice que se tiene que comer la carne y beber la sangre. Si no le tomáis como un Cristo muerto, nada tenéis, porque aquella purificación salió de un Cristo muerto. Es muerte a lo antiguo, y se introduce una vida enteramente nueva.

5.6 - Versículos 7‑8

Luego tenemos otra verdad bendita. Tenemos un Cristo muerto que ahora vive por los siglos de los siglos; y luego tenemos al Espíritu Santo morando en nosotros. Pero esto es todo como perteneciente a un mundo nuevo. «Tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre». Tenemos tres testigos, dando testimonio: El Espíritu; el agua, como poder purificador; y la sangre el poder de expiación; y estos todos concuerdan. No hay purificación de la vieja naturaleza, pero hay el otorgamiento de una nueva naturaleza. «Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo». No es enmendando al viejo Adán, sino que es vida en el Hijo. «El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida». No hay vida perteneciente al viejo hombre, este está rechazado, y no habrá dos Adanes en el cielo. Aquí está el Hijo, y aquellos que tienen vida en el Hijo. Dios comenzó a llevar esto a cabo desde la caída, pero la plena verdad de esto fue expuesta cuando Cristo resucitó.

5.7 - Versículos 9‑10

Luego tenemos otro punto en relación con la verdad, y es su conocimiento. «El que cree en el Hijo de Dios, tiene en sí mismo el testimonio», porque tenemos a Cristo, por medio del Espíritu de Cristo en nosotros. Por ello sé que tengo vida eterna, que soy hijo de Dios. Tenemos esta bendita consciencia y consuelo. La obra ha sido llevada a cabo, la sangre ha sido derramada, y además de esto yo clamo: ¡Abba, Padre!, por medio del Espíritu que mora en mí. Esto es: «El que cree en el Hijo de Dios, tiene en sí mismo el testimonio». Posee aquello; en una palabra, posee a Cristo.

El fallo del incrédulo no es que no tenga la bendición, sino que hace mentiroso a Dios. Dios ha dado un testimonio adecuado acerca de su Hijo, y «el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso». Y por ello, una persona que rechaza el evangelio está rechazando el testimonio de Dios acerca de su Hijo. El testimonio era suficiente. Leemos de muchos que creyeron en su nombre. Pero no vencieron al mundo, porque no había una fe verdadera. Jesús no se confiaba a ellos.

5.8 - Versículos 11‑12

«Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo». Es de la mayor importancia ver que no se trata de que la naturaleza que ya tenemos sea enmendada, sino que tenemos otra que antes no teníamos, al recibir a Cristo como nuestra vida. Y todo el resto queda cumplido. El Espíritu es el Espíritu Santo presente en el mundo. El agua salió del costado de Cristo, así como la sangre. El agua purifica lo que ya existe. El agua es el lavamiento por la Palabra –pero no sin el poder del Espíritu Santo. Se trata de la aplicación de la Palabra por el Espíritu Santo. Pero, además de esto, el agua da la idea del lavamiento por la Palabra; y por ello dice que nacemos del agua y del Espíritu.

5.9 - Versículos 13‑15

Queda una cosa –la confianza actual que tenemos con Dios. «Estas cosas os he escrito, a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna», es decir, los que creéis en el nombre del hijo de Dios (v. 13). Y luego viene la confianza diaria: «Y esta es la confianza que tenemos con él que, si pedimos algo conforme a su voluntad, él nos escucha». Somos verdaderamente reconciliados con Dios. No se trata de una condición incierta con respecto a Dios, sino que estamos confiados con él. Tenemos confianza en él. No se trata meramente del hecho de que hayamos sido salvados, sino que tenemos una confianza presente. «Y si sabemos que nos escucha en cuanto le pedimos, sabemos que tenemos las peticiones que le hemos hecho».

5.10 - Versículo 16

Pero hay otro privilegio que tenemos –el de interceder por otros. Y ahora, también, tenemos un atisbo de los tratos de Dios en cuanto al gobierno para con los salvos. «Si alguno ve a su hermano cometer un pecado que no es para muerte, pedirá, y Dios le dará vida; esto es para los que cometen pecado que no sea de muerte. Hay pecado que es para muerte; acerca de este no digo que ha de pedir. Toda injusticia es pecado; pero hay pecado que no es para muerte». En el caso de Ananías y Safira, hubo pecado de muerte. Hay unos constantes tratos de Dios en gobierno con sus hijos, cuando, si el carácter del pecado no es de muerte (puede persistir hasta ella), se trata de una cuestión de disciplina. Hay muchas enfermedades que son una disciplina de Dios en una u otra forma –disciplina positiva, la cual, si el corazón se inclinara a Dios ante ella, sería para bien.

5.11 - Versículo 17

La disciplina no es siempre por faltas concretas. En Job se dice que Dios «detendrá su alma del sepulcro, y su vida de que perezca a espada. También sobre su cama es castigado con dolor fuerte en todos sus huesos» (cap. 33:18-19); y vemos en el versículo 17 que tiene el propósito de apartar al hombre de su soberbia. Luego, en el capítulo 36 se expone la disciplina por faltas concretas (v. 9-10): «Él les dará a conocer la obra de ellos, y que prevalecieron sus rebeliones. Despierta además el oído de ellos para la corrección, y les dice que se conviertan de la iniquidad». Había una disciplina positiva de Dios. Aquí no se trata meramente de que haya disciplina, y de que si hay «algún elocuente mediador muy escogido, que anuncie al hombre su deber; que le diga que Dios tuvo de él misericordia, que lo libró de descender al sepulcro» (33:23-24), etc.

Pero ahora, como cristiano, Ud. mismo está calificado para ser este mediador. El cristiano que tiene derecho a interceder, y que camina con Dios, tiene este acceso ante Dios para ser oído en todo lo que pide. Cuando entonces vea pecar a un hermano suyo, y caer bajo la disciplina de Dios, Ud. va para ser este mensajero escogido. Es cuestión de disciplina y de castigo por el pecado; y si se usa esta intercesión, él será restaurado. Supone a una persona que anda con Dios, para poder ser su intérprete.

5.12 - Versículo 18

«Sabemos que todo el que es nacido de Dios, no peca». El hombre está viviendo según la carne si se abre al pecado. La nueva naturaleza no peca. Por ello, si peca, tiene que ser porque está actuando en la carne. Si andamos en el Espíritu, Satanás no tiene poder sobre nosotros en absoluto. «El que es nacido de Dios, el maligno no le toca».

5.13 - Versículos 19-21

«Sabemos que nosotros somos de Dios, y que el mundo entero yace en el maligno». Lo recapitula todo en estos dos versículos. «El mundo entero yace en el maligno», y «somos de Dios». A veces nos obcecamos a cosas muy claras a fin de salvar algo del mundo. Pero «sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para que conozcamos al verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo». Estando Dios revelado en Cristo, y estando nosotros en Cristo, tenemos nuestro puesto en una escena totalmente fuera del mundo.

Tenemos aquí, también, un testimonio notable de la divinidad de nuestro Señor Jesucristo. «Y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna». Es una gran consolación, porque, cuando he encontrado a Cristo, tengo al mismo Dios. Le he encontrado; le conozco; y conozco lo que él es para mí. «El que confiesa al Hijo, también tiene al Padre».