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Epístola a los Filipenses

El libro de la experiancia


person Autor: John Nelson DARBY 89

(Fuente: ediciones-biblicas.ch)


1 - Introducción

En la Epístola a los Efesios e incluso en la dirigida a los Colosenses, Dios nos muestra nuestro lugar en Cristo; pero, en la Epístola a los Filipenses, vemos al creyente mientras atraviesa el mundo, andando en él como cristiano. En esta epístola no hay nada de doctrina; el creyente es visto en ella como quien corre hacia la meta y tal carrera es considerada como preparada por el Espíritu de Dios, pues lo que caracteriza al cristiano es que anda absolutamente según el poder del Espíritu. Por eso en la Epístola a los Filipenses no se trata del pecado (la propia palabra «pecado» no se encuentra en ella) ni tampoco de lucha alguna en el verdadero sentido de la palabra, no porque aquel que corre ya haya recibido el premio, sino que él solo hace una cosa: corre por el poder del Espíritu de Dios, procurando alcanzar el premio. No lo ha alcanzado, pero no hace más que correr para alcanzarlo. Está por encima de todo lo que hay en él y en el mundo, está por encima de todas las circunstancias.

La Epístola a los Filipenses es la epístola de la experiencia, pero de la experiencia según el poder del Espíritu de Dios. En ella aprendemos esta lección: aunque podamos fracasar, es posible andar según el poder del Espíritu de Dios; no porque la carne sea cambiada o resulte admisible que se haya alcanzado la meta –pues no hay perfección aquí abajo– sino que es posible obrar siempre de manera consecuente con la vocación que nos muestra a Cristo en la gloria como meta y premio de nuestra carrera. No se trata de alcanzar cierto grado de progreso en el mundo, ya que el cristiano es considerado en él como superior a toda especie de circunstancia, de contradicción o de dificultad, pues su senda está por encima de todas estas cosas.

El hecho de que tengamos un camino demuestra que hemos salido del lugar en que Dios había colocado al hombre, es decir, que no estamos más en nuestra antigua morada. Es una gracia grande, de parte de Dios, que tengamos un camino en el desierto, camino que –está de más decirlo– es Cristo. Adán no tenía necesidad de un camino, pues habría permanecido apaciblemente en el huerto si hubiera seguido siendo obediente a Dios. Pero nosotros hemos salido de Egipto y no estamos en Canaán, sino que corremos hacia la meta. Multitud de cosas se atraviesan en el camino, pero lo único que tenemos que hacer es correr. A cada paso ganamos más de Cristo; es como la luz de una lámpara colocada al final de un sendero, de la cual recibimos más a medida que avanzamos hacia ella. Aún no hemos llegado a la lámpara, pero la luz que dimana de ella aumenta a cada paso que damos a su encuentro. Estamos enteramente liberados de la esclavitud del yo y tenemos una finalidad superior a todas las circunstancias, de manera que, aunque no seamos insensibles a estas, ellas no ejercen ninguna influencia sobre nosotros.

2 - Capítulo 1

«Doy gracias a mi Dios siempre» –dice el apóstol– «que me acuerdo de vosotros, siempre en todas mis oraciones rogando con gozo por todos vosotros, por vuestra comunión en el evangelio, desde el primer día hasta ahora». Los filipenses habían tomado parte en el evangelio con ardor, demostrando tener un espíritu de amor, y el apóstol no cesaba de elevar súplicas por todos ellos. Cada vez que oraba hacía mención de ellos. Llevaba en su corazón a la Iglesia de Dios y asimismo a los santos individualmente. Pensaba en todo lo bueno que veía en ellos y daba gracias a Dios por tal causa. Vean ustedes qué interés sentía por los santos que siempre pensaba en ellos. También a los corintios les dice: «Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros». Lo que preocupa a Cristo, aquello en lo que él piensa, es lo que debería interesarnos, aquello en lo cual deberíamos pensar. Si Cristo es mi vida y, por el Espíritu, es la fuente de mis pensamientos, yo tendré sus pensamientos para todo, pues existe lo que es justo y bueno según Cristo. Debo estar en medio de las circunstancias tal como Cristo lo haría. Esa es la vida cristiana. Nunca es necesario que hagamos algo malo –sea lo que fuere– ni que obremos según la carne. Si bien ella está presente, ¿por qué tendría yo que pensar por su intermedio? No lo haré si estoy lleno de Cristo, pues es Él quien me sugiere mis pensamientos.

2.1 - Pensar y obrar como Cristo

Si participo del sentir y de los pensamientos de Cristo, no soportaré ver el mal en los santos, sino que desearé verlos semejantes a Cristo. Él obra actualmente en el corazón de los santos, como lo leemos en Efesios 5:26: «para santificarla, purificándola por el lavamiento de agua por la palabra» (versión francesa de J. N. D.) y es preciso que yo ande con Él según el mismo espíritu, lo que nunca podré hacer si yo mismo no estoy ante Dios. Cristo, sí mismo, primeramente, se entrega por los suyos y luego se dedica a purificarlos y hacerlos tales como él quiere tenerlos, lo que nuestros corazones también deberían desear hacer por medio de la intercesión.

Abunda el poder para realizar tal servicio, aunque solo sepamos usarlo miserablemente. El Señor puede desplegar su gracia, tanto ahora como cuando lo hacía en los más gloriosos días del apóstol. Había mucho más motivo para alegrarse cuando David huía de Saúl (como «una perdiz por los montes») que cuando brilló toda la gloria de Salomón, pues en los días del sufrimiento de David había una fe poderosa. Debemos «comprender con todos los santos» (Efe. 3:18), de manera que disminuimos nuestra bendición si no los abarcamos a todos. En Cristo está la capacidad para que lo hagamos, y, si andamos según un mismo espíritu con Él, estaremos tranquilos al respecto.

2.2 - Interceder en la unidad del Espíritu

Orar por los santos da a aquel que lo hace el poder de ver todo lo bueno que hay en ellos. Las epístolas lo testimonian, salvo la dirigida a los gálatas, en la cual el apóstol no habla de lo que podía alabar, sino que, sin preámbulo, comienza por el mal, pues los gálatas abandonaban el fundamento. Si oráramos más por los santos tendríamos más gozo en ellos y más ánimo con relación a lo que les concierne. Siempre es malo perder el ánimo acerca de los santos, aunque pueda darse el caso en que seamos como Jeremías, a quien Dios le dice: «Tú, pues, no ores por este pueblo». El Señor está siempre presente y su amor no puede flaquear; de manera que podemos contar con este amor gozosamente, con consuelo y entereza. Incluso cuando el apóstol dice a los gálatas: «estoy perplejo en cuanto a vosotros», mira de pronto a Cristo y agrega: «yo confío respecto de vosotros en el Señor». Veía a los santos bajo la mirada de Cristo para ser bendecidos. Y nosotros, ¿hasta qué punto vemos a todos los santos con el corazón de Cristo, sintiéndonos consolados y animados porque sabemos que hay bastante gracia para ellos? «Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo»; y, como lo leemos aun en el segundo capítulo: «Para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha…».

2.3 - Si uno sufre, los demás sufren con él

«Por cuanto os tengo en el corazón; y en mis prisiones, y en la defensa y confirmación del evangelio, todos vosotros sois participantes conmigo de la gracia» (v. 7). Poco sentimos cuán real es la unidad del Espíritu; hemos perdido grandemente la realidad de ella, aunque reconozcamos el hecho como una verdad. Esta unidad existe mediante un poder viviente que está en cada uno de los santos, de manera que, «si un miembro sufre», los demás no es que deban sufrir, sino que «sufren con él» forzosamente (1 Cor. 12). El Cuerpo puede estar en un estado tan débil que le quede poco sentimiento, pero, suponiendo que el Espíritu obrase en la India, ¿piensan ustedes que en otro país los santos no se sentirían reanimados por ese motivo? Por eso, cuando los santos oraban por Pablo y Dios le fortalecía, se elevaban acciones de gracias a Dios de parte de todos ellos (véase 2 Cor. 1:11). La operación del Espíritu de Dios ejerce su bendita influencia sobre todos aquellos que oyen. Pero cuando el apóstol debe decir: «Todos me han abandonado» (ellos no habían abandonado a Cristo, pero no tenían ánimo para afrontar los peligros), él, Pablo, prosigue solo su camino. Sabemos muy bien que, si padecemos un dolor en nuestro cuerpo, todos nuestros nervios se ven afectados; no podemos leer ni trabajar como lo haríamos normalmente y hasta es posible que la acción de la enfermedad sea tan intensa que los nervios espirituales tengan apenas sensibilidad; sin embargo, el sentimiento no puede ser destruido.

El tono de la Epístola a los Filipenses se ve en el versículo 8. El apóstol no era un hombre olvidadizo; recuerda cada rasgo de bondad, el menor testimonio de amor hacia él y pide en sus oraciones que aquellos que se acordaban de él abundasen más y más en amor, en conocimiento y toda inteligencia espiritual, a fin de que hicieran las cosas que era conveniente hacer, sabiendo discernir lo que una cosa difiere de la otra, para que fueran conocedores en la senda cristiana, no solo evitando caer en el pecado sino también teniendo inteligencia de lo que convenía exactamente que hiciesen en las circunstancias en las cuales se encontraban; pues nuestra medida es lo que satisface al corazón de Cristo y no «qué mal hay en esto o aquello». El apóstol desea que desde ese mismo momento los filipenses distingan las cosas tal como serán manifestadas en el día de Cristo. Tal como si dijese: “Deseo que penséis en el Señor Jesús y que sepáis bien lo que agradará a su corazón, para gozar así de la dicha de complacer a Cristo y del gozo que da lo que a Él le place, mediante la activa energía del Espíritu de Dios”.

2.4 - Resultado de la oración, y la suministración del Espíritu

Vean ahora cómo Pablo se eleva por encima de todas las pruebas de esos cuatro años de prisión (dos en Cesarea y dos en Roma). «Quiero que sepáis, hermanos, que las cosas que me han sucedido, han redundado más bien para el progreso del evangelio» (v. 12). Habría podido decir: “Si yo no hubiera ido a Jerusalén y no hubiera prestado oídos a esos judíos que me indujeron a hacer tal y tal cosa, aún podría estar en libertad y predicar el evangelio”. Pero el apóstol no lo hace así, y permítanme que les diga aquí, queridos amigos, que no hay nada más alocado que reparar en las causas segundas. Tal vez nosotros no hemos sido sabios, pero aquel que vive por encima de las cosas de aquí abajo sabe que ellas cooperan juntas para nuestro bien. «Porque sé que por vuestra oración y la suministración del Espíritu de Jesucristo, esto resultará en mi liberación» (v. 19). Vemos también aquí que está la actividad cada vez mayor y la creciente energía del Espíritu de Dios –lo que el apóstol llama «la suministración»–, de manera que, aunque no tengamos que esperar una segunda venida del Espíritu –pues ya vino–, podemos y debemos atenernos a «la suministración» del Espíritu y a todo lo que su gracia nos da por la Palabra.

2.5 - El dilema de Pablo: ¿partir o quedar?

«Conforme a mi anhelo y esperanza de que en nada seré avergonzado; antes bien con toda confianza, como siempre, ahora también será magnificado Cristo en mi cuerpo, o por vida o por muerte» (v. 20). Vemos aquí que la idea de perfección en la carne no es más que locura, pues Pablo esperaba ser semejante a Cristo en la gloria. Su corazón es sincero cuando dice: «para mí el vivir es Cristo». Pablo no tenía otro objetivo más que Cristo y andaba día tras día teniendo a Cristo como fuente, a Cristo como objetivo, a Cristo como forma de vida; a todo lo largo del camino, Cristo era su vida por el poder del Espíritu de Dios, de manera que el odio del hombre y de Satanás no tenía ningún poder sobre él. El yo prácticamente había desaparecido. Cuando él pensaba en sí mismo, no sabía qué elegir: si partir y descansar con Cristo o permanecer aquí y servirle. Estar con Él era muchísimo mejor, pero, si él partía para estar con Cristo, ya no podría servirle. Así el yo había desaparecido como finalidad y Pablo cuenta con Cristo para la Iglesia; y tan pronto como reconoce que «quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros», dice: «Y confiado en esto, sé que quedaré, que aún permaneceré con todos vosotros, para vuestro provecho y gozo de la fe» (v. 25). Él juzga su propio proceso ante Nerón. Cuando pensaba en sí mismo, no sabía qué elegir, pero, cuando piensa en aquellos que son amados de Cristo y que tienen necesidad de su presencia, dice: «sé que quedaré».

Que el Señor, amados hermanos, sea nuestro único objetivo, y que nos ayude a no dejarnos apartar de él, a fin de que podamos decir: «Una cosa hago»; que él nos conceda la gracia de ser verdaderas cartas de Cristo hasta que él venga. ¡Qué glorioso y bienaventurado testigo sería entonces la Iglesia de Dios! Si tenemos menos combates y motivos de temor que Pablo, es que tenemos menos energía que él.

3 - Capítulo 2

Antes de seguir adelante querría decir algunas palabras sobre los últimos versículos del capítulo 1. El apóstol dice: «en nada intimidados por los que se oponen, que para ellos ciertamente es indicio de perdición, mas para nosotros de salvación; y esto es de Dios. Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no solo que creáis en él, sino también que padezcáis por él» (v. 28-29). Él no solo quiere poner en guardia a los filipenses contra ese peligro, sino que también les muestra que el combate es el estado natural del cristiano. «Teniendo el mismo conflicto que habéis visto en mí, y ahora oís que hay en mí» (v. 30).

3.1 - Satanás vencido y atado

Los filipenses se hallaban aquí en una tribulación positiva; pero la vida cristiana por entero es una vida de lucha contra Satanás, lo que no significa que permanentemente debamos pensar en eso si nos hemos puesto toda la armadura de Dios; pero, si no tenemos conciencia de la victoria de Cristo, corremos el riesgo de ser intimidados; y aunque poco conocemos este conflicto, en alguna medida lo conocemos. Cuando resistimos a Satanás, Cristo está en la lucha, y bien sabemos que Cristo ató a Satanás y lo venció completamente. Por eso leemos en la Epístola de Santiago: «resistid al diablo, y huirá de vosotros». Si andamos con Cristo, la apariencia del poder parece mucho más grande del lado de Satanás y del mundo que de nuestro lado, pero todo ese poder no es nada, sino que tan solo nos dejamos engañar cuando nos intimidamos ante él. ¿Qué importa que las ciudades sean grandes y amuralladas hasta el cielo si se derrumban y ustedes entran en ellas para pisotearlas? (Núm. 13:28-31; Josué 6:20).

Queridos amigos, ven que no se trata aquí de que las dificultades que podemos encontrar sean mayores que la de Pedro al andar sobre las aguas. Él anduvo sobre la superficie de ellas para ir hacia Jesús, pero, cuando vio que el viento era fuerte, tuvo miedo. Pero, si el mar hubiese estado calmo como un estanque, tampoco habría podido andar. Jamás se ha oído hablar de un hombre que haya caminado sobre las aguas. Pedro estaba completamente equivocado en cuanto a lo que miraba. Debemos recordar que Cristo ató a Satanás, de manera que ahora puede saquear sus bienes. Tal vez permite que Satanás eche en prisión a algunos para que sean probados, pero Satanás no gana nada con ello. Cuando él se encuentra ante una persona que camina con Cristo, no tiene absolutamente ningún poder sobre ella. Podemos tener que sufrir, pero eso es algo que nos es dado gratuitamente de parte de Dios, de manera que Moisés pudo escoger lo que la Escritura llama, no vituperio simplemente, sino «el vituperio de Cristo», un mayor tesoro que los de Egipto (Hebr. 11:24-26). Así las aguas estén agitadas o en calma, siempre nos hundiremos si Cristo no está con nosotros y siempre caminaremos sobre ellas si Él está con nosotros.

3.2 - La humildad, fruto de la gracia

Pero abordemos ahora el segundo capítulo. La gracia que nos asocia a Cristo es maravillosa: se nos exhorta a tener el mismo sentimiento que hubo en Él (v. 5). La Escritura nos presenta aquí la humildad de la vida cristiana, así como en el capítulo siguiente nos muestra la energía de tal vida. Aquí se trata de seguir el modelo que Cristo nos dejó, andando con una humildad que se manifiesta en la estima que uno siente por los demás, en el vivo interés por ellos y en la dulzura y la gracia de toda la conducta relacionada con las cosas de la vida diaria. Por eso el apóstol habla de mantener a Timoteo junto a él y de enviarle a los filipenses tan pronto como hubiera visto cómo marchaban sus asuntos, pues contaba con el verdadero interés que sentían por todo lo que le concernía. Por otro lado, no había querido retener a Epafrodito, sino que lo había enviado, porque este había estado enfermo y los filipenses, habiéndose enterado de ello, estaban ansiosos por su salud, como diría un niño: “Mi madre va a estar muy afligida cuando sepa que estoy enfermo”. Por eso Pablo había decidido enviarlo, a fin de que los filipenses le volvieran a ver y tuvieran gozo, así como él sentiría por consecuencia menos tristeza.

En las pequeñas cosas se ve en Pablo esa consideración, esa atención, ese interés profundo y perseverante por los demás. El propio mundo discierne la belleza de esa conducta y su egoísmo la disfruta.

3.3 - Tener un mismo sentimiento

Los filipenses, en su preocupación por Pablo, habían manifestado esas cosas de las que el apóstol habla en el versículo 1. Sin embargo, ellos no estaban perfectamente unidos en Cristo. Pero el apóstol no quería hacerles un reproche al ver todo el amor que sentían por él. Les dice: “Veo con cuánto afecto os preocupáis por mí; pero, si queréis hacerme completamente feliz, tened un mismo sentimiento”, «completad mi gozo». Advierte a los filipenses de la manera más delicada; pero ellos tenían necesidad de la exhortación.

Seguidamente vemos cuál es el principio sobre el que está fundada esta unidad de sentimiento: «con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo» (v. 3). La recomendación del apóstol es una suerte de imposibilidad, en cierto modo. Si vosotros sois mejores que yo, evidentemente yo no puedo ser mejor que vosotros. Pero cuando un hombre es perfectamente humilde, anda con Cristo y halla sus delicias en Él, se ve como una pobre y débil criatura que solo depende de la gracia de Cristo y que únicamente ve sus propios defectos. Todas las gracias las ve en Cristo y viendo tal gracia –e incluso usando de ella– siente qué pobre instrumento es, cómo la carne estorba y degrada al vaso y no deja brotar la luz. Pero, cuando observa a su hermano, ve toda la gracia que Cristo derramó en él. El cristiano ve a Cristo en su hermano, nota todas las buenas cualidades que tiene.

Pablo podía decir, incluso a los corintios, quienes andaban de una manera muy triste: Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros, por la gracia de Dios que os fue dada en Cristo Jesús (1 Cor. 1:4).

Comienza por reconocer todo lo bueno. El amor reconocía todo lo bueno que podía haber en ellos, y de tal forma llevaba a los corazones a prestar atención a las reprensiones. Descubro la gracia en mi hermano y no veo el mal al que está dispuesto su corazón. Cuando Moisés descendió del monte la segunda vez, no sabía que su rostro se había vuelto resplandeciente. Lo que le hacía irradiar esa luz no era la consideración de su propio rostro (sabemos muy bien que eso no lo podía hacer), sino la visión de la gloria de Dios, la que resplandece para nosotros en la medida en que la contemplamos, sencilla y únicamente así. Veo en mi hermano toda la bondad, la gracia, el valor, la fidelidad, y en mí todos los defectos.

3.4 - Cuando miro la gracia, veo a Cristo

Como lo dije anteriormente: no cabe duda de que, si son superiores a mí, yo no puedo ser superior a ustedes; pero aquí se trata del espíritu según el cual anda un cristiano. Todo espíritu de partido, toda vanagloria se termina –y no puede ser de otro modo– si el corazón está ocupado por Cristo. Eso no significa que me forme una falsa idea de mí mismo, sino que, cuando miro a la gracia, veo a Cristo. Sin duda, es preciso que me mire y me juzgue a mí mismo, pero lo mejor es no tener que ocuparme en absoluto de mí mismo. «Con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros» (v. 3-4).

Tenemos ahora el principio sobre el cual descansa todo esto: «Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús» (v.5).

La senda que llevó a Cristo desde la gloria de la deidad hasta la humillación de la cruz está ahora ante nosotros. Cristo descendió cada vez más, es decir, hizo exactamente lo opuesto a Adán. «Siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse»; y no solamente soportó todo pacientemente, sino que además «se despojó a sí mismo». Dejó la forma de Dios y se hizo semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, tomando forma de siervo. Sin duda, aun cuando vino con forma de hombre, toda la gloria moral brillaba en Él, en palabra, en obra, en espíritu y en todos sus actos; pero, una vez que hubo dejado la gloria, descendió, se humilló cada vez más, hasta que no hubo ya lugar más inferior al suyo. «Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos» (2 Cor. 8:9).

3.5 - El Señor se despojó y se humilló

Hay dos pasos en la humillación del Señor: el primero consiste en que, siendo en forma de Dios, se despojó a sí mismo; el segundo en que, estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente (nada hay más humilde que la obediencia, pues aquel que obedece no tiene voluntad propia en absoluto); y no solo fue obediente, sino obediente hasta la muerte (no solo renunciando a su voluntad sino renunciando a sí mismo por entero); y no solo hasta la muerte, sino hasta la muerte de cruz, suplicio que entonces estaba reservado para los esclavos y malhechores únicamente. Desde la forma de Dios descendió directamente hasta la muerte, con obediencia y humillación a todo lo largo de su camino, siendo así, en todo, lo opuesto al primer Adán. Este, en efecto, no tenía forma de Dios, pero se enalteció para ser como Dios y fue desobediente hasta la muerte, es decir, exactamente lo contrario en el espíritu y el carácter de sus caminos; y como Dios dijo «el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido», Adán fue humillado porque se había enaltecido. Cristo, por el contrario, aguardó que Dios le enalteciera; él se humilló a sí mismo, por lo cual Dios le ensalzó a lo sumo. Dios lo puso como hombre sobre todas las obras de sus manos, motivo por el cual leemos: solo hay un Dios, el Padre…, y un Señor, Jesucristo (1 Cor. 8:6).

Aquí no se trata de la naturaleza del Señor, sino del lugar al que fue encumbrado, ya que Dios puso todas las cosas bajo sus pies como hombre. Todas las cosas fueron creadas por él y para él, pero él las poseerá como hombre, y así se asocia a coherederos. Él es heredero de todas las cosas como hombre y tiene a todos los creyentes por coherederos. La Epístola a los Colosenses nos lo presenta como Creador, como Hijo de Dios, como Hijo del hombre y como Redentor, título este último que nos habla de su derecho: es Redentor, lo que le ha dado derecho a la posesión de todas las cosas. Estas serán reconciliadas por él. No digo justificadas, porque las cosas no pecaron, sino que fueron mancilladas, y cuando él las haya reconciliado, nosotros las poseeremos con él como coherederos, así como Eva no era uno de los animales a los cuales Adán les dio nombres. Eva era para Adán una ayuda o compañía para señorear sobre las cosas. Según ese cuarto título, el de Redentor (aunque todos esos títulos permanecen unidos en una sola persona), Cristo conduce a la creación a una felicidad pura. Los consejos de Dios se cumplirán, pero nosotros ya conocemos la redención, pues nos ha reconciliado (Col. 1:21), la redención fue cumplida, aunque sus resultados aún no se hayan producido, tal como lo dice este pasaje: «para que seamos primicias de sus criaturas» (Sant. 1:18).

3.6 - Primero obediente, luego exaltado

Nosotros tenemos que tener el mismo sentimiento, el mismo pensamiento que estaba en Cristo. Dios le había «preparado cuerpo», o, como lo dice otro pasaje, le había «horadado la oreja». Como hombre, él había tomado forma de siervo. Vino –la plenitud de la Deidad– a habitar en ese cuerpo y manifestó en él la obediencia perfecta, de manera que Dios le ensalzó a su diestra. Fue el primero en entrar allí; nosotros no lo hemos hecho todavía, sino que somos dejados en la tierra para andar en ella como él lo hizo. Qué privilegio es para nosotros ver el lugar que él tomó, el que le conducía cada vez más abajo, y ese es el pensamiento que debe estar en nosotros. Por eso también quiere Dios que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los de debajo de la tierra, los últimos de los cuales incluso se ven forzados a reconocer Sus derechos a la gloria a la cual Dios lo elevó. Será preciso que, ante él, con el carácter en que está exaltado, ellos doblen sus rodillas.

El primer Adán no se convirtió en cabeza de la raza humana hasta que hubo pecado. Y Cristo tampoco se convirtió en Cabeza de una nueva raza antes de que cumpliera la redención y fuera Cabeza de justicia. Así como el hombre fue introducido en el paraíso terrenal, así entró Él en el mundo. Tanto el primero como el segundo hombre emprenden una carrera. El uno colma su pecado y le pone fin a su carrera; el otro cumple la justicia y comienza la suya.

Cuando nosotros hablamos de humillarnos, significa que necesitamos ser liberados de nuestro orgullo. Es precisamente lo que el cristiano aprende y precisamente lo que a la carne no le agrada. Moisés mató al egipcio por un resto de orgullo cortesano. Satanás dijo: No puedo permitir eso; si no ocupas ese lugar por completo, no puedes tenerlo. Las armas del mundo no están hechas para librar las batallas de Dios; Moisés huye y permanece cuarenta años en el desierto cuidando ovejas en lugar de combatir. Entonces, cuando Dios lo envía, no tiene fuerzas para ir, y así pasa de un extremo al otro. Nuestra parte, en los detalles del andar, consiste siempre en esperar a que Dios disponga de nosotros, como lo hizo aquel hombre sentado a la mesa en el último lugar, a quien el Señor le dice: «Amigo, sube más arriba» (Lucas 14:7 y siguientes). Si nos conformamos con el último lugar, nos ahorramos mil reproches y amarguras que, de lo contrario, encontraremos.

3.7 - En mi ausencia obra Dios

Llegamos ahora a un pasaje que a menudo turba a las almas, aunque erróneamente, como lo veremos. «Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido… ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (v. 12-13). El error que se comete es contrastar el trabajo de Dios y nuestro trabajo, cuando en realidad el contraste es entre Pablo y los filipenses. Al perder a Pablo, los filipenses no habían perdido a Dios, quien obraba. Pablo dice: Ahora que estoy ausente, trabajad vosotros mismos por vuestra salvación. Él había trabajado por ellos; al dispensarles sus cuidados apostólicos había tenido que vérselas con los artificios de Satanás; su espíritu de sabiduría les había dirigido en el camino. Ahora dice: Mi ausencia no altera el poder de la gracia, el que está presente; Dios mismo obra en vosotros. «Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor». Ahora los filipenses tenían que hacer frente al enemigo sin tener a Pablo en la primera fila para llevarlos adelante. Qué importa –dice el apóstol– «ocupaos en vuestra salvación». Yo siempre me rebajo cuando Dios obra en mí.

El capítulo 2 nos presenta el carácter del humilde andar de Cristo, quien se anonada y se humilla cada vez más hasta el fin; el capítulo 3 nos muestra el poder y la energía de la vida con Cristo y la gloria como objeto de tal vida, todo lo cual da lugar a que se reproduzca exactamente el carácter de Cristo: Haced todo sin murmuraciones ni contiendas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo; asidos de la palabra de vida (v. 14-16).

Estas palabras nos describen claramente a Cristo mismo. Él fue todo eso, y es lo que nosotros debemos ser. El yo es totalmente superado y desaparece al obrar Dios en gracia en nuestras almas. El efecto producido es exactamente lo que Cristo era –la humillación constante– y así –sin reproche y puro, el Hijo de Dios irreprochable– era la expresión de la gracia divina, pues no tenía ni voluntad ni orgullo humano, sino todo lo contrario. Qué perfecta belleza, qué perfección se ve en esta vida, en el carácter de esta obediencia, pues de ello se trata en este capítulo, y no de la energía de la fe como en el capítulo siguiente. Doquier conducía la senda de la obediencia, allí iba Cristo. Él había tomado forma de siervo, de manera que su perfección consistía en obedecer.

3.8 - Dios deshonrado por Adán, glorificado por Cristo

Veamos, por el contrario, el efecto producido sobre una creación que hace su propia voluntad, como Adán. ¡Qué horrible espectáculo para los ángeles!: ¡Dios deshonrado, su gloria desmerecida en el mundo! Pero, luego que Adán hubo destruido la gloria de Dios, viene Cristo, y Dios, glorificado por la cruz en todo lo que él es, debe su gloria al hombre –no a nosotros, por cierto–, exactamente como debía al hombre el deshonor que este había echado sobre Él. Cristo viene y vemos lo que era el pecado: la deliberada enemistad contra la bondad de Dios; pero todo lo que Dios es resultó glorificado: fue sostenida su majestad, evidenciada toda su verdad, manifestada su justicia contra el pecado, demostrado su perfecto amor. La expiación de nuestros pecados es una débil parte de la gloria de la cruz, pues la cruz es el fundamento de la gloria y de la felicidad eternas.

3.9 - Siervo para siempre

Cristo no solo tomó la forma de siervo, sino que también tomó ese lugar para siempre, así como no dejará nunca de ser hombre ni abandonará el verdadero lugar de este ante Dios. Cristo tomó la forma de hombre y cumplió sus años de servicio en la tierra según la figura del siervo hebreo del capítulo 21 del Éxodo. Habría podido salir libre como hombre, habría podido disponer de doce legiones de ángeles para liberarle, pero no se prevalió de ello y, como el siervo hebreo, dijo: No deseo salir libre, pues amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos. Por eso su oreja fue horadada y se hizo siervo para siempre. He aquí lo que Cristo es. Cuando el Señor, en el capítulo 13 del evangelio según Juan, iba a pasar de este mundo al Padre y entrar en la gloria, habríamos podido pensar que dejaba de ser siervo, pero eso no es así, sino que se levanta de en medio de sus discípulos –tal como uno de ellos, como un compañero– y, ciñéndose una toalla, se pone a lavarles los pies. Eso es lo que hace ahora. Dice: No puedo quedarme aquí con ustedes, pero no quiero abandonarles. Deseo que tengan una porción conmigo allá adonde voy. Si no les hago lo bastante limpios para el cielo, no podrán tener allí una parte conmigo. Por eso él mantiene limpios nuestros pies.

El capítulo 12 del evangelio según Lucas nos enseña que el Señor continúa aún su servicio en la gloria: Él se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles (v. 37).

Lo vemos así, como siervo en la gloria. Es su gloria en amor, aunque bajo la forma de servicio. No solo la mesa del cielo será para nosotros, sino que Cristo mismo será quien nos hará gozar de ella, pues nunca abandona su lugar como siervo. Al egoísmo le agrada ser servido, pero al amor le gusta servir. Por eso Cristo nunca deja de servir, ya que jamás deja de amar. Es su amor –expresado en su servicio a nuestro favor– el que tornó todo doblemente precioso para nosotros.

Cuando he sido llevado a Dios en el espíritu de mi entendimiento, puedo rebajarme como Cristo.

3.10 - Mirando hacia el fin glorioso de la carrera

El apóstol Pablo, al decir que nos ocupemos en nuestra salvación con temor y temblor, no tiene en vista ni la justificación ni nuestro lugar junto a Dios. La salvación, en la Epístola a los Filipenses, es siempre considerada como el fin de la carrera, como su resultado final en gloria. ¿Cuál fue el efecto de la redención para Israel? No entraron en Canaán, sino en una senda que conducía allí a través del desierto. ¿De qué serían alimentados y quién les haría vencedores de sus adversarios, pues encontrarían enemigos en el camino? Como cristiano, tengo que proseguir mi camino glorificando el nombre de Dios y su carácter, pero el diablo trata de desviarme o de detenerme; por eso hay lugar para el temor y el temblor. Un israelita en el desierto nunca se cuestionaba de si estaba o no en Egipto. Un cristiano que duda no sabe aún que ha sido rescatado. El israelita podía dejar de recoger maná un día, durante el cual no tenía nada para comer, pero aun así no se le ocurría pensar que estaba en Egipto. Solo había once días de camino desde Egipto hasta Canaán, como lo leemos en el capítulo 1 del Deuteronomio, pero los hijos de Israel erraron por el desierto durante cuarenta años antes de llegar a los llanos de Moab, salvo el año que pasaron junto al monte Sinaí porque no tenían ni ánimo ni fe para «asir».

3.11 - Las asechanzas de Satanás

Satanás se atraviesa en nuestro camino aun hoy. Ustedes no darán dos pasos –después de haber oído la Palabra de Dios– sin que el diablo intente arrebatarles el fruto que hayan logrado. Hará lo posible para despertar en ustedes el orgullo e impedirles así que manifiesten ese carácter de Cristo que ocupa nuestra atención en este momento. Si estuvieran completamente convencidos de que están encargados de manifestar ese carácter a lo largo de su senda a través de este mundo y de que Satanás está atento para impedirlo, estimarían que es algo muy serio y comprenderían por qué Pedro dice: «Si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos con temor todo el tiempo de vuestra peregrinación» (1 Pe. 1:17). Satanás procura ensuciar mis pies para que yo deshonre a Cristo de la manera más horrible. Lucho contra Satanás, contra el mundo y contra mí mismo, pero estoy completamente en paz con Dios. Sin embargo, ocuparnos así en nuestra salvación es algo distinto de nuestra relación con Dios, y es preciso guardarse muy bien de confundir lo uno con lo otro. Mi relación está perfectamente establecida para siempre y mi confianza en Dios me hace capaz de ocuparme como él me exhorta a hacerlo.

Queridos hermanos, ¿hasta qué punto nos ocupamos en nuestra salvación? La redención es completa, pero, si nuestras almas no se tienen en cuenta a sí mismas, ¿hasta qué punto ellas procuran manifestar lo que Cristo fue aquí abajo? Esto se logra naturalmente si estoy lleno de Cristo. No digo que deberíamos hacer esto o aquello como Cristo –aunque tal vez ello pueda ser pertinente–, sino que estoy ocupado en lo que dice el apóstol: Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro (1 Juan 3:3).

Este espíritu de gracia, de consagración y de consideración por los demás lo encontrarán a todo lo largo de este capítulo en sus diferentes aspectos. Se manifiesta por doquier de una manera admirable.

3.12 - El egocentrismo

Antes de seguir adelante deseo aún destacar que es infinitamente precioso ver cómo prosigue esta marcha cuando la Iglesia ya había caído en ruinas: «Todos buscan lo suyo propio» (v. 21) dice el apóstol (¡ya entonces!). ¡Cuán poco nos damos cuenta del verdadero estado de la Iglesia primitiva cuando hablamos de ella! Pablo nos señala aquí ese estado: «Todos buscan lo suyo propio», y más tarde ello fue mucho peor. Llamo la atención sobre este punto para nuestro consuelo, pues el apóstol exhorta a los santos a proseguir ese camino de consagración y de gracia en el servicio pese al estado de cosas que les rodea, como en otra parte vemos a Elías alzado al cielo sin pasar por la muerte, en un tiempo en que no había podido encontrar a nadie más que él que no hubiera doblado las rodillas ante Baal, aunque Dios había hallado y se había reservado siete mil que no lo habían hecho. Igualmente vemos en David cosas más gloriosas que las que vemos en Salomón, quien fue a ofrecer sacrificios a Gabaón, donde no estaba el arca; quien jamás enseñó a cantar junto al arca, en Sion: «Su bondad permanece para siempre»; quien nunca tuvo un corazón que Dios pudiese hacer vibrar para extraer de él las alabanzas del Cristo, tal como Dios lo hizo con David.

3.13 - El Señor no fallará

Jamás, pues, dejemos desalentarnos, regocijémonos de todo lo bueno y, si vemos que todos buscan lo suyo propio, sintámonos impulsados únicamente a ser tanto más semejantes a Cristo nosotros mismos. Es un consuelo y un aliento saber que el Señor, la Cabeza, no puede fallar, aunque fallen los miembros. No puedo encontrarme colocado en una posición en la que Cristo no sea plenamente suficiente en poder y en gracia. Lo que nos hace falta es solamente ponernos humildemente a sus pies, a los pies del consejero de nuestros corazones. Si estamos con Dios en la luz, vemos que no somos nada y, si todos buscan lo suyo propio, su gracia y todo lo que él es se manifiestan tanto más.

Que el Señor nos ayude a mirarle como Aquel que es nuestra vida y nuestra fuerza.

4 - Capítulo 3:1-14

El capítulo precedente nos ha mostrado cómo el apóstol pone nuestros corazones en contacto con el Señor Jesús, quien deja la forma de Dios y la gloria celestial para tomar la forma de siervo y humillarse cada vez más, y quien luego, como hombre, es soberanamente exaltado. Además, hemos visto que somos exhortados a seguir ese mismo camino, llenos del mismo pensamiento que estaba en Cristo.

4.1 - Cristo tiene que serlo todo para nosotros

El apóstol, habiendo terminado así lo que concierne al estado y la condición de alma en que debemos encontrarnos, mira ahora adelante, hacia la gloria. Las cosas que están delante preservarán al alma de verse obstaculizada. Cristo, colocado ante ella, la poseerá plenamente. Aquí no se trata del carácter de la vida terrenal, de la gracia, de la consagración, de la consideración hacia los demás, como en el capítulo precedente, el cual volvía nuestros ojos hacia un Cristo que se despojaba de la gloria y se humillaba a sí mismo, sino que la Escritura nos presenta la energía de la vida divina que tiende con esfuerzo hacia la meta. A veces vemos una falta de energía allí donde hay gracia y humildad; otras veces, al contrario, vemos mucha energía allí donde falta la dulzura y la consideración hacia los demás. Pero en las cosas de Dios no hace falta una parte, sino el todo; de otra manera, todo funciona mal. Satanás imitará una parte, pero jamás se hallará el todo en lo que él imita. Donde se encuentra gracia y energía vital, donde Cristo lo es todo, el alma es liberada del egoísmo y la vida se manifiesta en la búsqueda del interés de los demás, pero ella no cederá cuando se trate de renunciar a Cristo, no en lo que se refiere a la salvación del alma, sino en nuestra senda aquí abajo. En ese sentido dice Pedro: «añadid… al afecto fraternal, amor» (2 Pe. 1:7), pues, si Dios no es introducido, no tenemos poder para andar según él en gracia. Cristo subió al cielo y lo es todo para nosotros; está ante nosotros como objeto de nuestras miradas y no podemos abandonarle para agradar a la carne, sino que podemos mirar hacia él para tener el poder de proseguir nuestra carrera.

4.2 - «Gozaos… regocijaos»

«Por lo demás, hermanos, gozaos en el Señor». El apóstol señala eso como punto de partida: «Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!». El efecto de haber terminado conmigo mismo es poder regocijarme siempre, y, si lo hago, lo hago en el Señor. Nada separa del amor, lo sabemos; pero, cuando gozamos de lo que Dios nos ha dado, estamos expuestos al peligro de descansar en la bendición y perder el sentimiento de nuestra dependencia de Aquel que bendice. David decía: No seré jamás conmovido, porque tú, Jehová, con tu favor me afirmaste como monte fuerte. Escondiste tu rostro, fui turbado (Sal. 30:6-7).

Cuando su monte hubo desaparecido, él descubrió que había descansado en su monte y no en el Señor. Cuando dijo: «Jehová es mi pastor» (Sal. 23) no estaba quebrantado, pues descansaba en el Señor mismo. Cuando el corazón está liberado del yo, descansa en el Señor; pero el corazón es tan pérfido que aquel que como cristiano pasa por un gran gozo, a menudo cae después en una falta porque no permaneció en la dependencia. Dios le restaura, lo sabemos, como lo dice el salmo: «Confortará mi alma» (Sal. 23:3).

Aquí Pablo iba a sufrir un juicio en el que estaba en juego su vida. Había estado preso cuatro años, dos de ellos encadenado a soldados paganos, y dice que sabía vivir humildemente y estar en la abundancia, estar saciado como tener hambre (cap. 4:11-13). Lo había pasado todo, aflicción y consuelo, y no estaba desalentado como podría haberlo estado un hombre que se veía forzado a vivir con gente grosera y brutal, siempre sujeto a un soldado por medio de una cadena. Y eso no era todo. Pablo habría podido decir: Estoy preso y no puedo dedicarme a la obra del Señor. Pero no, él está en el Señor y dice: «esto resultará en mi liberación»; si Cristo incluso es predicado con un espíritu de contención, agrega: en esto me gozo, y me gozaré aún (Fil. 1:15-18).

Cuando nos vemos privados de todo, nos echamos en brazos del Señor y podemos gozarnos de él, lo que ocurre si es él quien nos conduce.

4.3 - Regocijarse en el Señor es olvidarse de uno mismo

¡Qué objetivo era el que Pablo tenía ante sí! ¡Qué energía producía! Los ojos de Pablo están fijos en todo aquello que se encuentra más allá del desierto. Él es un viajero que lo atraviesa, y, en su camino, se regocija siempre en el Señor. Así, predicara en público o recibiera apaciblemente en su casa a todos aquellos que acudían a verle, él se regocijaba. Regocijarse siempre en el Señor es olvidarse grandemente de uno mismo. Pablo esperaba ir a España después de que hubiera gozado un poco de los santos (véase Rom. 15:23-24), pero aquí no se trata de España, ni de gozar de la presencia de los santos; sin embargo, Pablo se regocijaba siempre. Nunca se podrá perturbar la fortaleza de aquel que siempre se regocija en el Señor. «Antes, en todas estas cosas» –dice él– «somos más que vencedores» (Rom. 8:37-39). Todas estas cosas son criaturas –ángeles, principados, potestades–, pero Cristo mora en nosotros, en el corazón. En esto reside el gran secreto que hace que todas las cosas ayuden a bien. Se confía en el amor de Dios; su amor es derramado en el corazón. En eso reside –lo repito– el gran punto de partida: «Por lo demás, hermanos, gozaos en el Señor».

¡Qué sencillo resulta todo para aquel que mira hacia Cristo! La religión de los padres, las ordenanzas y las obras son las tres cosas que desde que existen hacen del hombre, moralmente hablando, un judío. Esta religión es todo obras, ordenanzas y tradición. Yo podría gloriarme de todo ello exactamente lo mismo si Cristo no hubiera venido. Pero ¿cómo juzga el apóstol estas cosas?: «Guardaos de los perros» (v. 2). Y con ese nombre de «perros» él designa cualquier cosa mala y desvergonzada.

4.4 - El agradable sacrificio de Abel

Es preciso que mi conciencia esté delante de Dios y que tenga a Cristo de parte de Dios, pues de otra manera no tengo nada. Un judío podía inclinar su cabeza como un junco y cumplir con todas las leyes de su religión sin que su alma estuviera con Dios. Por eso es que Dios desprecia todo eso. Él dice: «Dame, hijo mío, tu corazón» (Prov. 23:26) y «Mía es toda bestia del bosque, y los millares de animales en los collados… Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti» (Sal. 50:10, 12). ¿Qué haré con todas tus ofrendas? Te quiero a ti, no a tus ofrendas. Caín tenía mucho más trabajo al labrar la tierra que Abel al cuidar de su ganado; pero la conciencia de Caín nunca había estado delante de Dios ni había visto el estado de ruina que el pecado había traído consigo, pues vemos la dureza de su corazón respecto del pecado y su ignorancia acerca de la santidad de Dios, ya que ofrece lo que era señal de la maldición, lo que había ganado con el sudor de su frente. Abel, en cambio, ofrece un cordero y es visto con agrado. Si hemos hallado el verdadero conocimiento de la obra de la expiación y de la aceptación en Cristo, somos semejantes a Abel. El testimonio de justicia se relaciona con la persona de Abel. Ese testimonio estaba fundado sobre la ofrenda de Abel, la que era una figura de Cristo. Dios no puede rechazarme cuando le presento a Cristo. Soy recibido a su lado gracias al pasaporte que le presento. Conozco la absoluta imposibilidad de allegarme a él merced a cualquier trabajo de rehabilitación y de desarrollo progresivo. Para venir a Dios, es preciso que me acerque a él por su camino –el cual es Cristo– y por nada más, y que lo haga con mi propia conciencia y no con ordenanzas, todas las cuales son cosas exteriores.

4.5 - Nada de méritos personales

La manera en que el apóstol trata aquí ese asunto es digna de destacar. No habla de una conciencia cargada de pecado, sino de la inutilidad de todas las ordenanzas. Por eso llama a todo el sistema con un nombre despreciativo: «la concisión» (v. 2, V.M.) [1]. La verdadera circuncisión es la del corazón. «Nosotros somos la verdadera circuncisión, los cuales adoramos a Dios en espíritu» (v. 3, V. M.), como dice Jeremías: «Circuncidaos a Jehová, y quitad el prepucio de vuestro corazón» (Jer. 4:4). Es preciso que la carne sea juzgada y puesta en su lugar. La carne tiene una religión, así como concupiscencia; pero ella necesita una religión que no la mate: «Tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato del cuerpo» (Col. 2:23). Es esa una obra fácil, pero no es una obra fácil haber terminado con la carne. Supongamos que yo pueda decirme «hebreo de hebreos», «en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible», un hombre perfectamente religioso, ¿quién recibiría la gloria? Yo, y no Dios ni Cristo. Esta justicia, para Pablo, no tiene ningún valor, pues da crédito al yo; es siempre el yo y no Cristo. Así se manifiesta esa justicia: la carne recibe todo el honor; ella puede costar mucho y ser difícil de lograr; puede consistir en prácticas por las cuales me castigue a mí mismo, pero ello carece absolutamente de valor. Recuerdo haber visto a una persona irritada al máximo porque se le había dicho que Pablo no hacía el más mínimo caso de semejante justicia.

[1] Falsa circuncisión o acortamiento. La versión Reina-Valera de 1960 usa la expresión «los mutiladores del cuerpo» (N. del T.).

Pablo considera este asunto de una manera notable. Aquí no introduce la carne como pecado, sino como justicia –la justicia legal y la verdadera religión tal como el hombre puede verla–, como algo que carece absolutamente de valor: «Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo» (v. 7).

Pablo era hebreo de hebreos y, según la secta más estricta del judaísmo, vivía como fariseo, lo que para él era ganancia. Pero enseguida dice: «Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo» (v. 8). Aquí no se trata del pecado. Cuando el apóstol habla de justicia no lo hace relacionándola con los pecados, sino en contraste con la justicia que es según la ley. A esta la podemos descubrir enseguida, pues todo lo que ella hace es honrar al yo. Allí está lo malo, ya que ¿quién querría tener trapos inmundos (como son llamadas nuestras justicias en Is. 64:6), cuando podría tener a Cristo por justicia? Pablo había visto tan claramente la excelencia de lo que Cristo es a los ojos de Dios, de aquello en lo cual Dios halla sus delicias, que él nos dice: No voy a conservar tal miserable justicia o agregarla a la que es de Dios. Las codicias engañosas son detestables, pero esta carne religiosa es peor aún. Esta justicia no era la verdadera; era la glorificación del yo –no el yo juzgado–; era el yo alimentado y adornado. Pero ahora Pablo dice haber terminado con el yo y tener a Cristo en su lugar.

4.6 - ¿Es Cristo todo para mí?

Eso es lo que Pablo quería y lo que nos expone en mayor detalle. Nótese que no dice: Cuando fui convertido tuve todo como pérdida. Cuando una persona es convertida, Cristo es todo para ella; el mundo no es más que un engaño, una vanidad, una nulidad que se desvanece en el pensamiento, en tanto que las cosas que no se ven llenan el corazón. Pero más tarde, a medida que la persona avanza en su camino, cumple sus deberes y tiene relaciones con sus amigos, si bien Cristo le sigue siendo siempre precioso, ella no continúa considerando todas las cosas como pérdida; a menudo solo ocurre que las estimó como tal. Pero Pablo dice «estimo» y no solo «he estimado». Es importante poder decirlo. Cristo debería ocupar siempre un lugar como el que tenía cuando la salvación fue revelada por primera vez en nuestros corazones.

Permítaseme agregar aquí algo que me viene a la mente. Sin duda, si un hombre no tiene a Dios en el fondo de su corazón, no es cristiano en absoluto, pero incluso cuando Cristo está en un hombre y este anda de manera irreprochable, quizá no encuentre usted –si le habla de Cristo– ningún eco en su corazón, aunque por lo demás no haya nada censurable en su conducta. Cristo está en el fondo y un andar cristiano inobjetable está a la vista, pero entre los dos hay mil y una cosas con las cuales Cristo no tiene nada que ver. Prácticamente la vida transcurre sin Cristo. Las cosas no pueden andar bien así. La horrible ligereza del corazón por sí sola puede dejarnos andar así sin Cristo hasta que ella se convierte en la ruta obligada de todo lo que el mundo vierte en el alma.

4.7 - El lugar que Cristo merece en nuestro corazón

Pablo nos dice ahora cuál es el poder por el cual estimamos todo como pérdida. Él quiere ganar a Cristo y parece que fuera un terrible sacrificio abandonarlo todo con tal fin. Ocurre con ello como con un niño que tiene un juguete en sus manos: si intentan ustedes quitárselo, se aferrará más a él; pero si le muestran uno más lindo, dejará el primero. Pablo estimaba todo como pérdida, como basura; eso significaban para él esas cosas. Estoy expuesto a tentaciones, lo sé, pero la mayoría de las tentaciones que acosan y perturban nuestras almas no existirían si Cristo tuviera el lugar que debería tener. El oro, la plata, todas las vanidades terrenales no nos tentarían ni nos obsesionarían si «la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús» tuviera su lugar en nuestros corazones. Esa clase de lucha se acabaría. Tendríamos que vérnoslas con las trampas de Satanás, sufriríamos por los demás; nuestra lucha no sería la de un hombre que procura tener la cabeza fuera del agua, sino que estaríamos ocupados en impedir que otras almas se perdieran.

Cuando Cristo tiene en el corazón el lugar que le pertenece, las otras cosas pierden su valor, el ojo es sencillo y todo el cuerpo está lleno de luz. Pablo lo había perdido todo, pero dice: «lo tengo por basura». Miraba hacia Cristo como hacia un objeto tan precioso que, por Él, lo abandonaba todo. Y reservaba este lugar para Cristo, de manera que corría para ganar a Cristo. Aún no lo había alcanzado, pero él había sido alcanzado por Cristo. Él corría hacia la meta, fijos los ojos en Cristo, a fin de alcanzarlo. ¡Qué importa cómo es la ruta! Ella puede ser despareja, pero yo miro hacia la meta.

4.8 - Ganar y conocer a Cristo

Dos cosas están aquí ante el espíritu del apóstol (v. 8-9): primeramente, «ganar a Cristo»; luego, «no teniendo mi propia justicia». Un hombre que usara una vestimenta raída y recibiera una nueva tendría vergüenza de usar la vieja. Así sucedía con Pablo en cuanto a la clase de justicia que había tenido anteriormente. No se puede poseer la propia justicia y la de Dios. Y, cuando se conoce la justicia de Dios, no se desea más la propia justicia, incluso si se la pudiera tener, según la bella expresión del capítulo 1 de la Primera Epístola a los Corintios: «Por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación (o justicia), santificación y redención» (v. 30). Lo que tenemos de vida de Dios, Cristo lo es por nosotros de parte de Dios.

El apóstol prosigue: «a fin de conocerle (a Cristo), y el poder de su resurrección». Lo primero era ganar a Cristo; lo segundo, conocer a Cristo. Allí está la victoria sobre todo el poder del mal, sobre la muerte y sobre todas las cosas. El apóstol quería conocerle a Él, su perfecto amor y su vida; quería tenerle por objeto que estuviera ante su alma y que la ocupara, al igual que su mente y su corazón, y así crecer hasta Él. Luego quería conocer el poder de su resurrección, pues entonces todo el poder de Satanás sería anulado. Había hablado de la justicia como aquello que él buscaba en Cristo y no en sí mismo ni en la ley; ahora desea conocer el poder de vida expresado en la resurrección de Cristo. Una vez que conoció a Cristo como persona y la victoria sobre la muerte, puede emprender el servicio de amor como Cristo lo hizo y conocer «la participación de sus padecimientos». Qué inmensa diferencia con el estado de los apóstoles que nos es presentado en el capítulo 10 de Marcos, cuando Jesús les habla de su muerte. Ellos no comprendían nada de lo que él les decía: «se asombraron, y le seguían con miedo» (v. 32), en lugar de gozarse de que la muerte estuviera delante de ellos. Pero aquel que conoce el poder de la resurrección, tiene la muerte tras sí y todo el poder de la muerte está anulado para él. Así, cuando Cristo resucitó, dijo: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra» (Mateo 28:18); Id por todo el mundo y predicad el evangelio (Marcos 16:15).

Cuando he hallado el poder de la resurrección, puedo servir con amor. Pablo miraba a la muerte de frente y no hablaba con ligereza. Satanás dice: –¿Quieres seguir a Cristo? –Sí. –Entonces la muerte está en tu camino. –¿Qué me hará la muerte? Al atravesarla solo seré más semejante a Cristo.

«A fin de conocerle (a él), y el poder de su resurrección», dice el apóstol. Luego añade: «y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos» (v. 10-11). Pablo entra tan realmente en ese camino que se vale de palabras que Cristo habría podido decir: Todo lo soporto por amor de los escogidos (2 Tim. 2:10).

Todo se debía a la gracia, un lugar completamente nuevo; toda pretensión de justicia había desaparecido y también lo que Pablo era como hombre. Cristo le había sustituido como justicia. Cristo lo era todo; y luego, Pablo quería conocerle a Él. Así se progresa; ahora los afectos estaban empeñados. Al ver los sufrimientos ante mí, hallo el poder de su resurrección y seguidamente el privilegio de la comunión con sus sufrimientos. Pablo tuvo una gran parte en ellos; nosotros una pequeña. «Si en alguna manera» –dice él– «llegase a la resurrección de entre los muertos». En otras palabras: No me importa lo que me cueste ni que incluso la muerte esté en mi camino, pues esperaré lo que él esperó, es decir, la resurrección de entre los muertos.

4.9 - La resurrección de entre los muertos

La expresión «la resurrección de entre los muertos» es, en el texto original, una frase muy particular que no se encuentra en ninguna otra parte en el Nuevo Testamento. Esta resurrección –la resurrección de entre los muertos– es una verdad de un alcance inmenso. Cristo es «las primicias», no de los malvados muertos, por supuesto. ¿Qué fue la resurrección de Cristo? Dios –la gloria del Padre– le resucitó de entre los muertos porque hallaba toda su satisfacción en él a causa de su perfecta justicia, porque él le había glorificado perfectamente. De igual modo, para nosotros la resurrección es la expresión de la buena voluntad de Dios para con aquellos que son resucitados, es el sello de Dios sobre la obra de Cristo. Él era el Hijo en el que Dios hallaba su agrado; y ahora es lo mismo para nosotros, a causa de Cristo. En el caso de Cristo era su propia perfección la que le confería el derecho, en cambio nosotros lo tenemos a causa de él. Cristo interviene con poder para retirar a los suyos de entre los muertos, mientras que los otros muertos quedan atrás. Por eso es la resurrección de entre los muertos.

«La resurrección de entre los muertos» tiene un eje que es la fuerza de la expresión: de entre. Él nos permite comprender lo que leemos en el capítulo 9 de Marcos, en el cual, después de la transfiguración, el Señor, al descender del monte, ordena a sus discípulos que no cuenten a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado «de entre los muertos» (v. 9, V. M.) [2]. «Y retuvieron este dicho entre sí, discurriendo consigo mismos qué cosa sería el levantarse de entre los muertos» (v. 10 V. M.). ¿Qué era lo que sorprendía a los discípulos? Era la idea de resucitar de entre los muertos. Cuando Cristo se encontró en la tumba, Dios intervino con poder, le resucitó, le hizo sentar a su diestra y, cuando llegue el momento, resucitará igualmente a los santos. Esta resurrección de entre los muertos es un acto infinitamente glorioso del poder divino, pues se ve allí la justicia divina, ya que no es una resurrección general. Por eso todo el capítulo 15 de la Primera Epístola a los Corintios no se refiere más que a los santos, pues los malvados seguramente no son resucitados en gloria. No conozco nada que haya hecho errar tanto a la Iglesia como la idea de una resurrección común y general de todos los muertos. Si todos estos fueran resucitados juntos, la cuestión de la justicia no estaría ya arreglada; pero la Palabra nos dice: «Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales, por medio de su Espíritu que habita en vosotros» (Rom. 8:11, V. M.).

[2] La versión Reina-Valera utiliza la expresión «hubiese resucitado de los muertos». A mi juicio, en castellano esta forma tiene el mismo significado que «de entre los muertos». Otro es el caso cuando se dice «la resurrección de los muertos», ya que implica la de todos ellos (ver Hec. 26:23) (N. del T.)

El carácter, la naturaleza, la significación y el designio de esta resurrección son absolutamente particulares y distintos: es la resurrección «de entre los muertos». Ese «de entre» –lo repito– es la expresión del favor divino que descansa en aquel que es resucitado, a causa de cuyo favor nosotros, los cristianos, somos resucitados; de otro modo, la expresión «llegase», que hallamos aquí en Filipenses, no tendría sentido.

Pablo dice: «si en alguna manera», es decir, al precio que sea. Así me cueste la vida, no importa, con tal que llegue a la meta.

«Ganar a Cristo» es lo primero; pero, al correr para llevarse el premio al final de la carrera, hay también algo más, algo presente: «a fin de conocerle» (a Él). Se ha preguntado si ese «a fin de conocerle» se refiere al efecto presente o a la gloria venidera. Contesto que es un efecto actual por la gloria venidera.

«Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (v. 13-14). La vocación celestial es el llamado «de lo alto». Vemos el vínculo inmediato que hay entre el objeto y el efecto presente. Pablo deseaba ser semejante a Cristo, ahora y no solamente cuando estuviera muerto en su tumba y su espíritu en el paraíso. Si debía morir, sabía que sería semejante a él; pero no era eso lo que aguardaba, sino ser hecho conforme a la imagen del Hijo de Dios en la gloria. Lo sería, pero no lo alcanzaría antes de que Cristo viniera y resucitara a los muertos. Eso es lo que yo espero. Si tengo conciencia de no alcanzar, mas espero recibir, me vuelvo cada día más semejante a él, sufriendo con el poder del amor según el cual él sirvió al Padre. Y por el hecho de que mi mirada está fija en Cristo glorificado, soy interiormente transformado cada vez más a su imagen. Lo único que me preocupa es ser semejante a él en la gloria y estar con él allí donde él está.

4.10 - Mirar a un Cristo glorificado

Toda la vida de Pablo era el resultado de esa verdad y estaba completamente formada por ella. El Hijo de Dios formaba su vida día tras día y Pablo proseguía siempre su carrera hacia él, sin hacer nunca otra cosa. Así, Pablo entraba –no solo como apóstol sino también como cristiano– en comunión con los sufrimientos de Cristo y en la semejanza a su muerte. Todo cristiano debería hacer como él. Alguien me podría decir que tiene el perdón de sus pecados; pero le pregunto: ¿Qué es lo que gobierna su corazón hoy en día? ¿Su mirada está fija en Cristo glorificado? ¿La excelencia del conocimiento de Jesucristo está ante su alma, de manera tal que ella lo gobierna todo y le hace estimar como pérdida todo lo que entorpeciera su camino?

¿Se encuentra usted en esa situación? ¿El conocimiento de la excelencia de Cristo ha excluido todo lo demás, no solo para que usted lleve una vida irreprochable y pueda decir que ama a Cristo, sino que la idea de Cristo glorificado llena su corazón –lo repito– de modo tal que excluye de él todo lo demás? Si fuera así, usted no sería gobernado por las cosas inútiles de la vida diaria.

Un obrero que tiene familia no olvida, a causa de su trabajo, el afecto que siente por sus hijos; al contrario, al terminar su trabajo hace a un lado sus herramientas y vuelve a su hogar con mucho más gozo que el que tenía al estar lejos. Su trabajo no impidió ni debilitó los afectos de su corazón.

Otro peligro acerca del cual debemos velar, para hallarnos según Cristo en nuestras ocupaciones diarias, lo constituyen las distracciones. Allí donde no hay otros objetos, puede haber distracciones. Es preciso que velemos y nos guardemos de estas tanto como de los objetos que gobiernan al corazón, como así también que tengamos hábitos derivados de nuestro celo por Cristo. De otro modo, la debilidad será el resultado inmediato y, cuando entremos en la presencia de Dios, en lugar de gozarnos en el Señor, la conciencia tendrá necesidad de ser reprendida. Es realmente muy triste ver a un cristiano que anda en el mundo de manera tal que, cuando vuelve a Cristo, descubre que lo había olvidado mientras andaba.

¿Podría usted decir, como Pablo a Agripa: «¡Quisiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy!»? ¿Es usted dichoso a causa de ello? ¿Puede usted decir?: Me gozo tanto en el Señor y veo tal excelencia en su conocimiento que querría que usted fuese como yo. Lo que tenemos que buscar en el corazón no es: «he estimado», sino «estimo». Pregunto si usted está en condición tal que su corazón estima, como realidad actual, que todo es pérdida a causa de la excelencia del conocimiento de Jesucristo. Sea como fuere, debemos velar para no tener nunca otro objeto más que Cristo, y también para que –si bien es un mal más sutil– no nos dejemos distraer. Quiera el Señor ayudarnos, al contrario, a tener nuestros ojos ungidos de tal manera que le veamos lo bastante como para que Él aparte de nuestros corazones todo lo demás y que él solo –con exclusión de todo otro objeto– permanezca ante nuestros ojos. Tal vez tengamos que cargar la cruz, pero, si fuera así, no será solo que sufriremos, ni siempre positivamente que sufriremos por él, sino que sufriremos con él. Tenemos que atravesar un mundo que no se preocupa acerca de Cristo y tenemos necesidad de que el Señor nos sostenga para tener nuestros ojos fijos en él, a fin de que él nos sea un santuario, como así también el poder y la energía que nos hagan superar todas las dificultades que encontremos en nuestra carrera. Quiera el Señor permitirnos –y sin duda que lo quiere– que podamos decir: «una cosa hago» (v. 13). ¡Que él nos dé corazones vigilantes y diligentes!

5 - Capítulo 3:15 al 4:7

Hemos visto anteriormente, amados hermanos, cómo la visión de Cristo produce una energía que impulsa hacia la meta gloriosa. Pablo había sido ganado por Cristo para ello y procuraba ganar a Cristo en la gloria. Asimismo, hemos visto que la Epístola a los Filipenses considera al creyente como quien marcha a través del desierto mirando la meta en la que lo poseerá todo. Pero no olviden ustedes que, como tiene el poder de la resurrección de Cristo en él, tiene ya el poder de la vida y quiere poseerla en la gloria. El efecto práctico que resulta de ello es que corre en derechura a la meta como alguien que no tiene en vista más que la gloria. Un solo objetivo está ante él: ganar a Cristo y ser resucitado para compartir la gloria.

5.1 - Hacia una meta celestial y gloriosa

Dios nos ha predestinado para esto, a saber, para que fuésemos «hechos conformes a la imagen de su Hijo», no para que nuestra expectativa sea la de ser semejantes a él cuando nuestro cuerpo esté en la tumba y nosotros en el paraíso. Sin duda, «cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2), pero nuestra «ciudadanía» (o «conversación») está ahora «en los cielos» (v. 20). Ninguna de estas dos expresiones refleja bien el sentido del original. El apóstol, con la palabra traducida por «ciudadanía», abarca todas nuestras vivas y verdaderas relaciones, como decimos de alguien que es francés o inglés cuando queremos decir qué es lo que lo distingue.

Lo que nos caracteriza es que somos del cielo. Por eso Pablo dice: «una cosa hago», corro, extendiéndome con esfuerzo hacia la meta; el glorioso lugar en el cual tengo fijos los ojos ha determinado toda mi vida.

Prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús (v. 14),

¡Qué perfección! Pero, desde el momento en que discernimos a Cristo anonadándose y haciéndose obediente por nosotros hasta la muerte y muerte de cruz, ninguna gloria es demasiado grande como respuesta a lo que él hizo, pues todo es fruto del trabajo de su alma.

La Escritura nada dice acerca de «arras de su amor» (aunque los hombres puedan decir: Tenemos las arras de la gloria), sino que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rom. 5:5). Pablo experimentaba el poder de la gloria sobre su alma, y por eso somos exhortados a «proseguir», a «correr» (V. M.), pero no todos los cristianos lo saben. Si un hombre es verdaderamente cristiano, no puede dejar de reconocer la cruz como el medio de su rescate, pero puede ignorar que va a estar con Cristo en la gloria. Los «hijitos» saben que sus pecados les han sido perdonados, conocimiento que les es común a todos ellos. Conocen al Padre, pues tienen el espíritu de adopción (1 Juan 2:12-13; Gál. 4:6; Rom. 8:15-16), pero los «perfectos» en Jesucristo, como los llama el apóstol (v. 15), conocen mucho mejor la perversidad de su propio corazón al mismo tiempo que disciernen el amor perfecto de Dios que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó, conduciéndolo a la cruz por nosotros, amor que descendió hasta el pecador allí mismo donde él se hallaba en sus pecados. Esos «perfectos» no solo saben que sus pecados les han sido perdonados, sino también que estaban perdidos como hijos de Adán. Los «hijitos» no saben eso, no saben qué es lo que se hizo de ellos, de manera cabal, en lo que concierne a la naturaleza que recibieron de Adán. Para la fe, la vieja naturaleza es algo muerto, y cuando Cristo, nuestra vida, se manifieste, entonces nosotros también seremos manifestados con él en gloria (Col. 3:4). «En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros… pues como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Juan 4:17). Este es el hombre perfecto.

5.2 - Tener un mismo sentimiento

Pablo dice: «Así que, todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos; y si otra cosa sentís, esto también os lo revelará Dios» (v. 15). ¿Puede ser que alguno haya dado el primer paso y el lector esté más adelantado? Si lo está, una cosa debe hacer: mostrar mayor gracia para con aquel que aún no lo esté, pues de todas maneras Cristo lo ha hecho suyo y le ha perdonado sus pecados. Asimismo, aprenderá algo más: que ha muerto con Cristo, no solo que sus pecados han sido perdonados, sino también que, por la fe, el pecado ha sido quitado, que el viejo hombre –ese yo que turba al alma mucho más que los pecados– ha sido anulado. Todos debemos tener ese mismo sentimiento, como sabedores de que estamos asociados al segundo Adán; pero si todos no hubiésemos llegado todavía a saberlo, igualmente debemos andar juntos en la misma senda, y lo que aún algunos no saben, Dios también se lo revelará a ellos.

5.3 - Seguir un mismo modelo

«Hermanos, sed imitadores de mí…» dice el apóstol, colocándose ahora a sí mismo, de manera notable, como modelo ante los santos. Pone en contraste a aquellos cuya «ciudadanía (o conversación) está en los cielos» con aquellos «que solo piensan en lo terrenal» (v. 17 y siguientes). El fin de estos es la perdición, pues son enemigos del cristianismo. Aquí no se trata de tener más o menos luz, sino de personas que solo piensan en cosas terrenales y no en Cristo glorificado. No se puede pensar al mismo tiempo en cosas terrenales y en Cristo. «La amistad del mundo» –dice Santiago 4:4– «es enemistad contra Dios». «Todo lo que hay en el mundo… no proviene del Padre, sino del mundo» (1 Juan 2:16). Los hijos son «del Padre». Cuando me convertí quedé sorprendido de hallar tantas cosas acerca del mundo en la Palabra de Dios, pero pronto advertí –cuando tuve más relación con otros cristianos– cómo el mundo les hacía retroceder al atraer incesantemente sus corazones.

5.4 - La cruz y el pecado

Aquellos que solo piensan en las cosas terrenales son enemigos de la cruz de Cristo, decía el apóstol llorando. ¿Qué era la cruz? Ella había juzgado todas esas cosas. El Hijo de Dios –la fuente, la raíz, la planta que despliega toda gloria, Cristo– no encontró más que la cruz en este mundo. «El mundo no me verá más» (Juan 14:19). El Espíritu Santo no vino para ser visto: «el mundo no le puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros» (Juan 14:17). Esta es la manera en que conocemos al Espíritu Santo.

El bien y el mal se encontraron en la cruz. La cuestión del bien y el mal fue liquidada allí, y ahora toda la cuestión del bien y el mal para cada uno de nosotros queda resumida a esto: ¿Estamos con el mundo que rechazó a Cristo o estamos con Cristo, a quien el mundo rechazó? No hay nada comparable a la cruz. Es, a la vez, justicia de Dios contra el pecado y la justicia de Dios en el perdón del pecado. Es el fin del mundo del juicio y el comienzo del mundo de la vida. Es la obra que quitó el pecado y, al mismo tiempo, el más grande pecado que se haya cometido. Cuanto más se acercan a ella nuestros pensamientos, más vemos que ella es el gran centro de todo.

5.5 - El mundo es enemigo de la cruz

De manera que, si alguien se asocia al mundo, es enemigo de la cruz de Cristo. Como cristianos, tenemos que considerar muy bien si toda esta hermosa apariencia de la que se reviste el mundo no echa un velo sobre nuestros corazones y nos impide ver. Si busco o acepto la gloria del mundo que crucificó a Cristo, me glorifico en lo que es mi vergüenza. ¿Dónde un hombre se encuentra como en su casa? En la casa de su Padre y no en el árido desierto que debe atravesar para llegar a ella. En el segundo capítulo hemos visto la humildad, la gracia del andar; aquí vemos el poder y la energía que libera del mundo que nos impediría ser semejantes a Cristo.

«Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, el Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra», no nuestro cuerpo vil, en el sentido moral. Ahora tengo el cuerpo de Adán, pero entonces tendré el cuerpo de Cristo; todas nuestras vívidas relaciones están allí donde está Cristo. Él vendrá como Salvador y lo cumplirá todo al transformar nuestro cuerpo para que sea semejante a su cuerpo glorioso (v. 20-21). El precio de la redención ya fue pagado, pero la liberación final por la cual fue pagado ese precio aún no ha llegado. El que nos hizo para esto mismo es Dios(2 Corintios 4:5).

Muy amados hermanos, si nuestros corazones sintieran realmente que Dios va a hacernos semejantes a Cristo y que nos introducirá como sus hermanos allí donde él está, si creyéramos prácticamente que va a introducirnos en su presencia con Cristo y hacernos semejantes a él, ¡qué distintos pensamientos tendríamos acerca del mundo!, ¡qué perfectos seríamos entonces!, ¡cómo nos extenderíamos hacia lo que está delante!, ¡cómo correríamos hacia la meta!

Sin embargo, si encuentro la muerte en mi camino, igualmente tengo confianza. No es necesario que yo muera, pues no todos moriremos, y lo que yo deseo no es ser desnudado, sino revestido; para que lo mortal sea absorbido por la vida (2 Cor. 5:1 y sig.). Si llega la muerte, ella no quebrantará mi confianza, pues, para mí, estar ausente del cuerpo es estar presente al Señor.

5.6 - Ausente del cuerpo, presente con el Señor

En este pasaje de su Segunda Epístola a los Corintios, el apóstol habla primeramente de la esperanza, de lo que deseamos; luego dirige su mirada a las dos cosas que son la porción del hombre: la muerte y el juicio, pues «está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio» (Hebr. 9:27). En cuanto a la muerte, ella es ganancia para mí, pues estar ausente del cuerpo es, para mí, estar presente al Señor. En cuanto al juicio, eso tan solemne, el «temor del Señor», me hace pensar en los pobres pecadores no convertidos y persuado a los hombres (2 Cor. 5:11). El tribunal dirige los pensamientos de Pablo no hacia sí mismo, sino hacia los demás hombres, aunque diga: Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo (2 Cor. 5:10).

Persuadimos a los hombres y somos manifestados a Dios. El día del juicio producía su efecto sobre el apóstol; le hacía sentir entonces el efecto de la presencia de Dios tal como él la hará sentir el día del juicio. Así la conciencia es mantenida despierta y viviente, y el tribunal se convierte en un poder santificador en lugar de ser un poder aterrador. El poder divino nos cautivará y, así como Dios le presentó a Adán su mujer, Eva, Cristo –quien es Dios– se presentará su Eva, su Iglesia, a sí mismo, el segundo Adán.

Se ha preguntado si, cuando el apóstol dice: «a fin de conocerle (a Cristo), y el poder de su resurrección», habla de algo presente o venidero. Respondo que es el poder presente producido por la mirada fija en Cristo: «Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Juan 3:3). Es el efecto actual de la contemplación de Cristo glorificado y de su espera. La redención final llegará y cumplirá con el cuerpo lo que ahora es cierto para el alma: nos hará semejantes a él en la casa del Padre, y, lo que aprecio infinitamente más, es que quiere que estemos allí con él, sin siquiera la necesidad de una conciencia. Aquí abajo es preciso que mi conciencia esté siempre alerta, pues de lo contrario me convierto inmediatamente en la presa de algún artificio de Satanás; pero allá arriba no será más necesaria; todo será felicidad. Entonces también tendremos el Espíritu Santo y todo su poder empleado en hacernos gozar de la gloria. Ahora «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado», pero una gran parte del poder es gastada para hacer andar el navío.

5.7 - Asuntos gloriosos y cosas prácticas

En realidad, la mayor parte de nosotros tenemos preocupaciones, pruebas, tentaciones… pero Dios lo ha pensado todo –incluso ha contado nuestros cabellos– y nos ha dado algo que nos saca de todas esas dificultades. Hasta se preocupa por el tiempo: «Orad, pues, que vuestra huida no sea en invierno» (Mat. 24:20); ni siquiera un pajarillo cae a tierra sin la voluntad de Dios (Mat. 10:29). Dios piensa en todo, se preocupa por todo y nos hace superiores a todo.

Da gusto ver cómo el apóstol pasa de los pensamientos gloriosos de la revelación de Dios a las cosas más ordinarias por las que el creyente tiene que atravesar en su camino. De las cosas tan elevadas que acaba de considerar, pasa a dos mujeres que no vivían en armonía. Así sucede también hoy. La gracia no es olvidadiza, pues tan pronto nos eleva al tercer cielo como desciende hasta las cosas más pequeñas, y se interesa –con una delicadeza que siempre ha sido objeto de admiración– por un pobre esclavo que huyó de casa de su amo. ¿Cuál fue el consuelo que Cristo dispensó en la cruz? No pudo decirle al pobre malhechor que estaría en el paraíso sin decirle que él mismo también estaría allí: «Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso». De la misma manera Pablo, al hablar de las mujeres que trabajaron con él, dice: «cuyos nombres están en el libro de la vida» (v. 3). Como Dios estaba allí, se notan los afectos divinos, es decir, nos hallamos ante esos afectos.

Cuando voy a hacer una visita, nada me preocupa tanto como el deseo de que Cristo esté tan presente que lo que se diga sea lo que habría sido manifestado por Cristo mismo y no por mis propios pensamientos. Muy poco conocemos de la dicha que depara tener el pensamiento de Cristo, pero ese pensamiento era el de humillarse hasta la muerte de cruz.

5.8 - Regocijo permanente

«Regocijaos en el Señor siempre» (v. 4). ¿Quién era el hombre que podía hablar así de parte de Dios? ¿El hombre que había estado en el tercer cielo? No, sino aquel que estaba prisionero en Roma. Eso era regocijarse siempre, como en otra parte lo dice el salmista: «En todo tiempo bendeciré a Jehová». Cuando tengo al Señor conmigo como el objeto de mi corazón, hay más del cielo en la prisión que fuera de ella. No son los delicados pastos y las aguas apacibles las que regocijan al alma, sino el hecho de que Jehová sea su pastor; no las pasturas abundantes, por más que sean hermosas; incluso si el gozo se aparta de ella, «él confortará mi alma»; si la muerte se cruza en el camino, «no temeré mal alguno, porque estarás conmigo»; y si hay terribles adversarios, también hay una mesa aderezada en presencia de ellos. Y entonces: «mi copa está rebosando», pues el Señor pastorea mi alma y la conduce a través de todas las dificultades y las pruebas de su debilidad, haciéndole decir: «Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa de Jehová moraré por largos días».

Para aquel que se confiaba al Señor, cuanto más grande era la tribulación en la que se hallaba más experimentaba que todo era para bien. Pablo dice: Conozco al Señor estando libre y estando en prisión; me bastó cuando estuve en la necesidad y cuando estuve en la abundancia. Por eso puede decir: «Regocijaos en el Señor siempre».

¿Qué se le podía hacer a semejante hombre? Si se le mataba, no se hacía más que enviarlo al cielo; si se le dejaba libre, él se prodigaba para llevar a los hombres al Cristo al que se quería destruir.

Es más difícil regocijarse en el Señor estando en la prosperidad que estando en la tribulación, pues esta nos arroja en brazos del Señor. El peligro es mayor para nosotros cuando no estamos en la tribulación. Pero regocijarnos en el Señor nos libera por completo del imperio de las cosas presentes. Hasta que Dios nos quita nuestros apoyos, ni sospechamos hasta qué punto los más espirituales de nosotros se apoyan en ellos, en las cosas que nos rodean. Pero si nos regocijamos siempre en el Señor, este poder nunca nos puede ser quitado, de manera que tampoco podemos perder el gozo.

5.9 - Demostrar virtudes cristianas

«Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres» (v. 5). ¿Piensan ustedes que los hombres creerán que su conversación está en los cielos si ustedes ponen tanto celo en andar tras las cosas de la tierra? Ellos solo tendrán este pensamiento si ven que su corazón está puesto en los intereses del cielo.

«El Señor está cerca» y pronto va a poner todo en orden. ¡Cómo serán guardados sus corazones y afectos si ustedes pasan en medio de los hombres con dulzura, con bondad, sin hacer valer sus derechos! Y cuando los pensamientos y el espíritu no están vueltos hacia el mundo, el mundo lo verá; por eso dice el apóstol: «Nuestras cartas sois vosotros… conocidas y leídas por todos los hombres».

«Por nada estéis afanosos». Esta frase a menudo me ha deparado un completo consuelo. Hasta si se trata de una gran tribulación, «por nada estéis afanosos». No quiere decir que deban despreocuparse; pero quieren llevar ustedes mismos la carga, y así agotan y torturan sus corazones. Cuán a menudo una carga posee el alma de una persona y, cuando intenta en vano quitársela de encima, la carga vuelve a caer sobre su alma y se convierte en su tormento. Pero esta frase «por nada estéis afanosos» es un mandamiento, y somos dichosos de tenerlo.

5.10 - Acudir a Dios con nuestras inquietudes

¿Qué hacer, entonces, cuando algo les inquieta? Acudan a Dios: «sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias» (v. 6). Entonces, en medio de todas sus inquietudes, podrán agradecer y bendecir. La maravillosa gracia de Dios se revela aquí. Dios no dice que deban esperar hasta que hayan descubierto si lo que desean es Su voluntad. No, sino que dice: «sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios». ¿Tienen una carga sobre sus corazones? Acudan a Dios con sus peticiones. Dios no dice que les dará lo que piden. Como Pablo, quien oró tres veces para que el Señor le quitara el aguijón y se le contestó: Bástate mi gracia (2 Cor. 12:8-9); pero la paz de Dios guardará sus corazones y sentimientos, y no serán ustedes quienes los guarden. ¿Acaso Dios alguna vez está turbado por las pequeñeces que nos turban a nosotros? ¿Acaso ellas agitan su trono? Sabemos que Dios piensa en nosotros, pero no se turba; y la paz que está en el corazón de Dios conservará la nuestra. Acudo a Dios con todo lo que pesa sobre mi corazón y le hallo a él completamente tranquilo en cuanto a todo. Todo está seguro y cierto. Dios sabe perfectamente bien lo que va a hacer. He puesto la carga sobre el trono que nunca está agitado, con la perfecta seguridad de que Dios se interesa en mí; y la paz en la cual él permanece guarda mi corazón, de manera que puedo dar gracias antes de que pase aquello que pesa sobre mí. Sí, Dios sea bendito, él se interesa en mí. Es una dicha para mí poder gozar de esta paz, acudir a Dios para presentarle mi petición –quizá una petición muy poco sabia– y poder estar con Dios en lo que toca a mis penas en lugar de insistir en ellas.

¿No es infinitamente precioso para nosotros saber que, mientras Dios nos eleva al cielo, él desciende también hasta nosotros y se encarga de todo lo que nos concierne aquí abajo? Mientras nuestros afectos están ocupados en cosas celestiales, podemos contar con Dios para atender las cosas de la tierra. Él desciende hasta nosotros y toma conocimiento de todo. Como Pablo lo expresa: «De fuera, conflictos; de dentro, temores. Pero Dios, que consuela a los humildes, nos consoló…» (2 Cor. 7:5-6). Valía la pena estar abatido para recibir un consuelo como ese. ¿Será Dios un Dios de lejos y no de cerca? Él no permite que veamos delante de nosotros, pues nuestros corazones no serían ejercitados; pero, aunque no veamos a Dios, él nos ve y desciende hasta nosotros para darnos todo aquel consuelo en medio de nuestra tribulación.

6 - Capítulo 4:8-23

Los dos primeros de estos versículos terminan la exhortación de esta epístola.

Ya hemos visto cómo el cristiano debe andar con un sentimiento de completa superioridad sobre todas las circunstancias. Este carácter del poder del Espíritu de Dios aparece a todo lo largo de la epístola. El versículo 8 nos muestra el efecto de lo que hablamos anteriormente: «Regocijaos en el Señor siempre»; «vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres»; «por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús». El corazón es liberado, pues la paz de Dios –que es inmutable– guarda el corazón y los sentimientos. No hay nada nuevo o desconocido para Dios. Él siempre está en paz, haciéndolo todo según el consejo de su voluntad. De ahí que el corazón deba permanecer tranquilo, y entonces está libre para ser ocupado por todo lo que es amable y excelente.

6.1 - Juzgar el mal

Es muy importante para el cristiano vivir habitualmente en lo que es bueno en este mundo, en el cual necesariamente tenemos que enfrentarnos con lo malo. Nosotros mismos antes fuimos malos y solo moraba el mal en nuestros corazones, en nuestra mente y en nuestro espíritu. Y aún ahora hay mal, no solo en el mundo, sino también en nuestro corazón, por lo que tenemos que juzgarlo allí donde ha sido dejado en libertad de obrar. Pero no podemos permanecer siempre atareados con el mal, pues él nos mancha incluso cuando lo juzgamos. En el capítulo 19 de los Números vemos que así le ocurría al hombre que se encargaba de las cenizas de la vaca alazana. Él servía realmente al recoger las cenizas y llevarlas fuera del campamento, a un lugar apartado; sin embargo, quedaba inmundo hasta la noche, condición también compartida por quien hacía la aspersión del agua de la purificación. Incluso el juicio del mal es algo que mancha nuestros espíritus. En ciertos corazones hay una tendencia a estar ocupados con el mal, pero no es posible vivir así. Al decir esto no hablo, por supuesto, de vivir en el mal, sino de juzgarlo, aun con el pensamiento.

6.2 - Ocuparse del bien

Es algo de suma importancia tener el corazón adecuado y formado para hallar placer en las cosas en las que Dios se place. Incluso con el sentimiento de que él juzga el mal como mal, el corazón no se siente feliz. Nosotros somos exhortados a vivir ahora como con Dios en el cielo, Y ¿acaso Dios tiene que juzgar algún mal cometido en el cielo? Bien sabemos que no, por lo cual es muy importante para nuestras almas estar con el Señor en el cielo, no solamente hacer las cosas que le agradan, sino también estar en un estado de alma que le plazca. Repase usted alguno de sus días y pregúntese luego si su espíritu ha vivido en las cosas que son «amables» y «de buen nombre». De ello habla el apóstol aquí. ¿Es habitual que su espíritu esté ocupado en lo que es bueno? El mal nos estrecha por todos los costados en estos días, pero uno no puede vivir ocupándose siempre en lo que atañe al mal. El alma se debilita, no halla ninguna fuerza en tal preocupación. El mal puede despertar disgusto cuando el alma se encuentra en un estado espiritual; pero, aun cuando lo juzguemos, nuestro juicio será insuficiente, a menos que nuestro corazón esté ocupado con lo que es bueno. Seríamos capaces de hacer descender fuego del cielo mientras que Cristo tan solo se iría a otra ciudad (véase Lucas 9:54-56).

Cristo anduvo aquí abajo, con todo el poder de la comunión, en lo que era bueno en medio del mal, aunque haya tenido que enfrentar al mal. Tuvo que decir: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos…!» (Mat. 23:13). Nosotros también tenemos que enfrentar al mal, pero nunca obraremos correctamente a su respecto, a menos que vivamos en lo que es bueno. Nunca seríamos «dulces» (hablo de la dulzura de la gracia y no, por supuesto, de dulzura hacia el mal [3], pues a este último lo tenemos que juzgar perentoriamente, es decir, en forma terminante y urgente). Pablo tuvo que decir: «¡Ojalá se mutilasen los que os perturban!» (Gál. 5:12). No hay en esa expresión ninguna dulzura, y, sin embargo, fue dicha por amor. Si se presentara el caso de tener que juzgar el mal, sería preciso que lo hiciéramos con el poder del bien que está en nosotros. La senda en que deben andar nuestras almas está trazada así: «Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad» (v. 8).

[3] En la versión francesa de J. N. Darby, en el versículo 5 se usa la palabra «dulzura» en lugar de «gentileza».

Quiera el Señor ayudarnos a recordar estas cosas, amados hermanos. Dios puede estar obligado a juzgar, pero persiste en lo que es bueno.

6.3 - Muerto en la carne y liberado del pecado

El apóstol añade (¡y qué bendición es para un hombre poder hablar así!): «Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz estará con vosotros» (v. 9). Así –destaquémoslo bien– el Dios de paz estará con nosotros. Cuando echamos nuestras preocupaciones sobre Dios, el apóstol dice: «La paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús», pero lo que tenemos en el versículo 9 va más lejos. Pablo tenía su lugar; era un vaso escogido que estaba lleno del Espíritu de Dios, aunque fuera el primero de los pecadores; pero, sin embargo, «llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús», «la muerte» –dice él– «actúa en nosotros, y en vosotros la vida» (2 Cor. 4:7-12). Eso era mucho decir. Fue preciso que tuviera un aguijón en la carne para ser hecho apto para tal servicio, pues naturalmente su carne de ninguna manera era mejor que la nuestra. Pablo no solo decía que estaba muerto, sino que llevaba por todas partes la muerte en la carne, de manera que la carne no actuaba más (era, como lo sabemos, un vaso elegido), y él lo hacía por la gracia y el poder de Cristo, pero lo hacía. Por eso, como lo destacamos al comienzo de este estudio, nunca se menciona el pecado en la Epístola a los Filipenses –pues ella nos presenta la verdadera experiencia de la vida cristiana– y apenas si hay algo de doctrina. Pablo habla, de un extremo al otro, con el sentimiento de su experiencia.

Si procuro andar tras Cristo, es necesario que yo mismo me tenga por muerto. Nunca digo que es preciso que yo muera, lo que supondría que la carne está pronta y en actividad. La carne está, sin duda; pero digo: Ella está muerta. Comprendo perfectamente a una persona que pasa por un estado mediante el cual aprende lo que es la carne; y este trabajo puede ser más o menos largo; pero cuando un alma está profundamente humillada, para decir: Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien (Rom. 7:18), entonces Dios puede decir: «Tente a ti mismo por muerto y no permitas que el pecado te domine». El principio que es la fuente de todo poder es que estamos muertos. Esta es la verdad fundamental para la liberación. La liberación viene cuando, por el poder del Espíritu de Dios, nos tenemos por muertos. Esto solo puede ser hecho por la fe. Cristo entró en la muerte con poder y, si yo me tengo por muerto con él, puedo obrar con poder. «Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo» (1 Juan 5:11). Pero ¿no hay nada más? Seguramente, pues, suponiendo que yo tenga la vida y que la vieja naturaleza esté siempre viva, las dos naturalezas se encontrarían necesariamente en lucha continua entre sí y, a menos que yo tenga el poder del Espíritu de Dios, no habrá liberación del pecado; y si lo hay, la lucha, sin embargo, continúa. Solo si digo que estoy realmente muerto, mi liberación de la actividad de la carne está plenamente realizada. El apóstol dice, con el poder y la posesión de esta vida: Estoy muerto; y, cuando lo realiza prácticamente, dice: «Llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús». He recibido a Cristo como justicia ante Dios y como vida en mí, y yo tengo al viejo hombre por muerto. No solo tengo la vida, sino que estoy muerto; de manera que hay otra cosa más que una igualdad de posibilidades con el que tenga la preeminencia entre el viejo hombre y el nuevo. Siempre soy esclavo, en el sentido práctico, hasta que sea conducido a descubrir que no hay nada bueno en la carne y que estoy muerto en Cristo. Es preciso que yo aprenda que no solo he hecho cosas malas, sino que todo el viejo hombre –el árbol en sí mismo– es malo y que Cristo –quien es nuestra vida– murió al pecado y no solo por los pecados (véase Rom. 6:10; 4:25). Y cuando tengo por muerto al viejo hombre, entonces hallo la libertad.

No digo que encuentro el perdón, sino la liberación: la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha liberado (Rom. 8:2).

Sin duda que puedo fallar y ser llevado a estar bajo el poder del pecado por un momento, pero ya no soy deudor en absoluto.

¿Cómo condenó Dios a la carne? Con la muerte. Por tanto, soy libre, mediante el acto de vida que trata al viejo hombre como muerto. Nosotros somos exhortados a manifestar siempre esta vida de Jesús. Al sostener con firmeza, por medio de la fe, esta muerte de Jesús, he hallado la cruz para la carne. El apóstol dice: “La muerte de Cristo obra en mí, el viejo Pablo; y así no hay nada más que la vida de Cristo que esté en actividad para vosotros. Y añade: Id y haced como yo, «lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz estará con vosotros». Dios mismo estará entonces presente con vosotros”.

6.4 - Disfrutar una paz soberana

¡Qué cosa maravillosa es, queridos hermanos, el don de la vida de Cristo, la carne tenida por muerta y nosotros andando en consecuencia! ¿Se mantendrá Dios lejos de ustedes en este camino? No, «el Dios de paz estará con vosotros».

Resulta notable ver cuán a menudo Dios es llamado «Dios de paz» y nunca «Dios de gozo». El gozo es algo desigual. Una buena nueva puede deparar gozo y, al mismo tiempo, puede verse mezclada con la aflicción. Hay verdadero gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, pues es una buena noticia para el cielo; pero el gozo no es la naturaleza de Dios, como lo es la paz; es tan solo una emoción del corazón. El hombre es una pobre y débil criatura: oye buenas noticias y se goza; oye malas nuevas y se entristece. Son los altibajos de la naturaleza humana. Pero Dios es el «Dios de paz», y la paz es algo más profundo que el gozo. Observen el mundo y el corazón del hombre: ¿ven en ellos la paz? El gozo lo vemos hasta en una naturaleza animal, como sucede cuando ponemos en libertad a un animal. También podemos ver en el mundo cierta clase de gozo, pero no hallaremos nada de paz.

Los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto (Is. 57:20).

El hombre se fatiga incesantemente corriendo tras el placer, y a eso se le llama gozo. El mundo es un mundo agitado y sin reposo, y si no halla descanso en la búsqueda de lo que necesita, es porque no puede encontrar lo que busca. Nunca encontraremos la paz en este mundo, a menos que Dios nos la dé. Si andamos al impulso del poder de la vida de Cristo, el Dios de paz está con nosotros; tenemos conciencia de su presencia; nuestro corazón está en reposo, pues no corremos tras algo que no hemos hallado. Incluso entre los cristianos vemos personas que no tienen paz porque corren tras lo que no han hallado, y eso no es la paz. Pero gozar de lo que está en él, procurando por cierto conocerle mejor, es un bienaventurado reposo para el corazón, es la paz. ¡Y qué bendición es tener semejante santuario en este mundo: el «Dios de paz» con nosotros!

6.5 - Cristo en nosotros

Vemos ahora cómo Pablo es superior a todas las circunstancias. Había pasado por necesidad, aunque en una especie de prisión libre, y su corazón lo sentía. «En gran manera me gocé en el Señor de que ya al fin habéis revivido vuestro cuidado de mí» (v. 10). Dice «ya al fin», como si los filipenses hubieran sido algo negligentes a su respecto; pero habla con una delicadeza llena de gracia, ya que, al agregar inmediatamente «de lo cual también estabais solícitos, pero os faltaba la oportunidad», retira de alguna manera lo que había dicho previamente. La superioridad del cristiano nunca es insensibilidad. De otra forma, no sería superioridad. En todas las circunstancias su corazón está en libertad para obrar según la gracia del Señor Jesucristo, quien jamás fue insensible. Nosotros nos endurecemos contra las circunstancias, pues nuestros pobres y egoístas corazones desean sustraerse a los sufrimientos, pero él era el mismo en todas las circunstancias, de manera que se pudo decir que no había carácter en Cristo.

6.6 - La gracia y el amor del Modelo

Él era sencillamente siempre el mismo, perfectamente sensible a todas las cosas, pero nunca gobernado por ellas, siempre en medio de ellas con el poder de su propia gracia. Nunca le vemos insensible. Cuando vio a las multitudes, fue movido a compasión hacia ellas, y, cuando vio el ataúd en el que era llevado el hijo único de la mujer viuda, «se compadeció de cella» (Lucas 7:13). Ante la tumba de Lázaro «se estremeció en espíritu y se conmovió» (¡qué expresión tan fuerte esta de Juan 11:33!). Se conmovió interiormente, pues el poder de la muerte, bajo el cual veía a aquellos que le rodeaban, pesaba sobre su espíritu. En todo lugar al que iba, nunca se mostraba insensible, sino que siempre era el mismo en gracia, la que siempre vibraba en su corazón. En la cruz, sabía qué palabras le hacían falta al malhechor. Incluso cuando se ve obligado a decir: «¿Hasta cuándo he de estar con vosotros y os he de soportar?», agrega inmediatamente: «Trae acá a tu hijo» (Lucas 9:41). Él era perfectamente sensible, como no lo somos nosotros. En su gracia siempre estaba dispuesto a responder a todo llamado. Eso que se manifiesta en Cristo es lo que debemos procurar ser: perfectamente sensibles a todas las circunstancias, pero de tal manera que ellas hallen a Cristo en nosotros, a fin de que él sea manifestado.

Hemos visto cómo Pablo corrige lo que había dicho («ya al fin habéis revivido vuestro cuidado de mí») al agregar: «de lo cual también estabais solícitos, pero os faltaba la oportunidad». El Señor nunca tuvo que corregirse. Pablo era un hombre con las mismas pasiones que nosotros. No se detuvo en Troas, pese a habérsele abierto una gran puerta para la predicación del Evangelio, pues no hallaba reposo en su espíritu al no hallar a Tito. Tampoco en Macedonia su carne tuvo reposo; y él nos dice de la epístola en la cual nos da directivas inspiradas para la asamblea, sin las cuales no sabríamos cómo conducirnos (1 Cor.), que no le pesaba haberla escrito, si bien había sentido pesar al escribirla; y, sin embargo, había sido inspirado para escribirla, pero su corazón había caído por debajo de la posición en la cual se hallaba, como consecuencia de pensar que todos los corintios se habían vuelto contra él. En cierto sentido, para nosotros es precioso ver que, si bien él fue un apóstol, era semejante a nosotros; pero en el Señor Jesús no se ve nada parecido, pues era perfectamente sensible a todo, y siempre le vemos en todo sentido perfecto en sensibilidad, mientras que al apóstol le vemos como un hombre, si bien es interesante verle sintiendo como lo hizo.

6.7 - La confianza de Pablo

Ahora Pablo nos muestra cómo era superior a todas las circunstancias por las que atravesaba: «No lo digo porque tenga escasez, pues he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación… Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (v. 11-13). Se oye decir que todo lo podemos en Cristo, como una especie de verdad absoluta. Pero pregunto: ¿Lo puede usted todo? No, no lo puede. Me dirá que se puede, lo que es muy cierto como declaración absoluta, pero no es lo que el apóstol entendía. Él quería decir que él lo podía todo. Lo había aprendido, era un estado real para él, no una proposición abstracta. «En todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre». Si estoy saciado, él me guarda de la despreocupación, de la indiferencia y de la autosatisfacción; si tengo hambre, él me guarda del abatimiento y del descontento. Para Pablo no se trataba solo de se puede, sino de yo he hallado a Cristo tan suficiente para todo, en cualquier circunstancia, que no soy dominado por ninguna. Pablo había sido azotado con varas, había recibido de los judíos cuarenta azotes menos uno, había sido apedreado, había atravesado por toda clase de circunstancias, pero siempre había hallado a Cristo suficiente en todas las circunstancias.

No diga: Sí, pero Pablo era un cristiano que había llegado a la edad madura, y se puede muy bien hablar así al término de la vida. Si Pablo no hubiera hallado suficiente a Cristo para todo desde el principio hasta el fin, no habría podido hablar como lo hace al final de su carrera. La fe confía en Cristo desde el punto de partida de la vida cristiana. Es el principio que hallamos en el Salmo 23. Cuando el salmista hubo pasado por todo, dijo: Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa de Jehová moraré por largos días.

En la abundancia o en las privaciones, comprobaré siempre que él basta; pero, para ser capaz de hacer esta experiencia al final de la carrera, es preciso hacerla a todo lo largo del camino.

6.8 - La escuela de la humildad

No diga: Pablo era un apóstol, era un hombre extraordinario, un vaso elegido que estaba muy por encima del mal que me atormenta. No, Pablo tenía un aguijón en la carne mientras escribía y, si bien el aguijón no fue el poder, le infundía el sentimiento de su nulidad cuando el poder podía actuar. El Señor no quiso quitar el aguijón cuando Pablo le suplicó que lo hiciera. Él le respondió: «Bástate mi gracia». El aguijón parecía un obstáculo, pero, cuando el apóstol predicaba, se veía el poder de Cristo y no el de Pablo. Recuerdo todo esto a fin de que no diga que Pablo no estaba expuesto a las dificultades y a las trampas de la carne. Dios le había arrebatado al tercer cielo y este privilegio extraordinario del que él le había hecho gozar le exponía a enaltecerse sobremanera; por eso Dios le envía un aguijón que le hiciera experimentar a Pablo el sentimiento de su nulidad; entonces el poder del Señor se perfeccionaba en la debilidad. El poder divino no puede estar donde está el poder humano. De haber obrado el poder humano, aquellos que hubieran sido convertidos por medio del apóstol no habrían valido nada, pero aquellos a quienes Dios convertía eran dignos de la vida eterna. Es una gran cosa que seamos reducidos a nada; y si no sabemos cómo no ser nada, es preciso que Dios nos lo haga sentir. Un hombre humilde no tiene necesidad de ser humillado.

Pablo era dependiente de Cristo, absolutamente dependiente de él, y vemos la infalible fidelidad de Cristo para con él; pero –lo repito– Pablo no habría podido decir al final de su carrera: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece», si no hubiera hecho la experiencia a lo largo de su camino. Es un glorioso testimonio. Cristo es suficiente para nosotros allí donde estemos; pero es necesario que él nos ayude a ser rectos; es preciso que nuestra alma conozca su verdadero estado ante Dios. Hasta que mi conciencia sea conducida adonde realmente me encuentro, hasta que llegue a sentir lo lejos que me encuentro de Dios y mi infidelidad hacia él, mi conciencia no será recta; pero, en cuanto ella llega a saberlo, Dios dice: Te he llevado adonde debías estar; no hay más fraude; puedo acudir en tu ayuda. Job dice: «Los oídos que me oían me llamaban bienaventurado; y los ojos que me veían me daban testimonio, porque yo libraba al pobre que clamaba, y al huérfano que carecía de ayudador» (Job 29:11-12). Esto equivalía a decir: Hago esto y aquello. Pero Dios dice: Esto no puede seguir así. Siempre yo, yo, yo; y Dios entrega a Job en manos de Satanás hasta que Job maldice el día de su nacimiento y dice: «Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (42:6). Has llegado adonde tenías que llegar; ahora te puedo bendecir. Y él lo bendice.

Dios no quiere que tengamos nuestras cabezas apenas fuera del agua, sino que andemos con el poder de su gracia.

«Y sabéis también vosotros, oh filipenses, que al principio de la predicación del evangelio, cuando partí de Macedonia, ninguna iglesia participó conmigo en razón de dar y recibir, sino vosotros solos; pues aun a Tesalónica me enviasteis una y otra vez para mis necesidades» (v. 15 y sig.). El amor nunca es olvidadizo, sino que fija el precio a los actos de servicio y los registra. Por eso el apóstol recuerda muy bien todo aquello con lo cual se le ayudó. Dios se agrada del servicio prestado a sus santos y también se agrada de lo que es hecho a favor del mundo.

6.9 - Dios honra la confianza total

«Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús» (v. 19). Noten la intimidad que revela ese «mi Dios». Es una frase de gran alcance. Es como si Pablo dijera: Le conozco, puedo responder por él. He pasado a través de toda clase de cosas y puedo garantizar que él jamás me falló. Conozco cómo obra, incluso en las pequeñas cosas de la vida de todos los días.

Es una gran cosa tener confianza en Dios, diariamente y a toda hora, no pensando que podemos salir de un apuro por nosotros mismos y cobijarnos en el mal, sino confiando en Dios completamente. ¿Cuál es la medida en que Dios suplirá nuestras necesidades? Nada menos que «sus riquezas en gloria en Cristo Jesús». Es necesario que él se glorifique a sí mismo, incluso cuando un pajarillo cae a tierra, pues para Dios nada hay que sea grande o pequeño. Él piensa en aquellos en quienes es preciso que su amor sea glorificado.

«Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta». ¿Cómo Pablo podía decir eso? Lo repito: conocía a Aquel a quien llama: «mi Dios». No que haya dejado de pasar por necesidades, sino que había experimentado el valor de encontrar en ellas a Dios y sus cuidados. Las circunstancias pueden parecer muy sombrías, pero siempre hemos comprobado que, si él nos conducía a través del desierto en el que no había nada de agua, hacía brotar para nosotros el agua de la roca. Dios siempre ejercita a la fe, pero siempre responde: «Yo os he traído cuarenta años en el desierto; vuestros vestidos no se han envejecido sobre vosotros, ni vuestro calzado se ha envejecido sobre vuestro pie» (Deut. 29:5). Este es un precioso resultado.

«Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta». El apóstol confiaba en la bendición para los demás. ¡Qué consuelo! En lugar de andar por vista, atravesar este mundo con el precioso sentimiento de que Dios está a nuestro favor y así poder contar con él a favor de otros. A veces casi tememos impulsar a las almas por el camino de la fe, pero no deberíamos temer, sino confiar en que la gracia está a favor de ellas. La fe siempre es victoriosa.

Quiera el Señor ayudarnos a contar siempre con él, y entonces diremos: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece».