El sacerdocio del cristiano
1 Pedro 2:4-9
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Lo que se desprende de los versículos que acabamos de leer es que los creyentes están constituidos como una familia de sacerdotes: un sacerdocio santo, por un lado, y un sacerdocio real, por el otro, dos expresiones del mismo hecho, resultante de las dos esferas en las que se ejerce nuestro sacerdocio: el cielo y la tierra. Y este gran privilegio pertenece a todos los que poseen la vida en Cristo, el Hijo del Dios vivo, que son «piedras vivas», y como tales se acercan a él y son edificados como una casa espiritual, un sacerdocio santo.
No solo somos pecadores salvados. Esto es lo primero que necesitamos, sin duda, lo primero de lo que debemos estar plenamente seguros, pero nuestro Dios, en su gracia, a causa del precio que tiene para él su amado Hijo y por la obra que ha realizado, nos confiere muchas otras riquezas. Una salvación presente y perfecta, según la cual estamos ante él sin ninguna conciencia de pecado, justificados, en paz con él, gozando de su favor y de la esperanza de la gloria; una posición perfecta en Cristo ante Él, aceptables en el Amado, estando en este mundo como Cristo está arriba; una relación muy íntima, hijos de Dios, partícipes de la naturaleza divina, teniendo la vida de Dios como nacidos de él, y adoptados como sus hijos, para tener parte en su herencia en la gloria, teniendo nuestro lugar con Cristo en la casa del Padre; además, poseer la misma vida de Cristo en lo alto, unidos a él por el Espíritu Santo, que nos sella como hijos de Dios, y es la garantía de nuestra herencia, al mismo tiempo que por nuestra unión con Cristo, la Cabeza glorificada en el cielo, nos hace miembros de su Cuerpo en la tierra; estos son nuestros grandes y preciosos privilegios. Pero además de esta posición y relación en la que la gracia nos ha introducido y de la que gozamos, hay una dignidad de la que estamos revestidos, un oficio altísimo que estamos llamados a desempeñar, y que es también uno de los frutos de la obra y del amor de Cristo: es el sacerdocio. Él mismo es nuestro gran Sumo Sacerdote, pero cada cristiano también es introducido en este oficio. El cántico de los santos al comienzo del Apocalipsis es: «Al que nos ama, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre, y ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes para su Dios y Padre, a él sea la gloria y el dominio por los siglos de los siglos».
Esta es la dignidad a la que nos eleva, y es para la gloria de Dios su Padre; no despreciemos tan gran privilegio. Como él es rey y sacerdote, aunque todavía no se ha manifestado en este doble carácter, quiere que los suyos también lo sean. Es sacerdote en el cielo, desempeñando su oficio, como lo hizo Aarón cuando entró en el santuario (véase Lev. 9:2-3), pero también es sacerdote según el orden de Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo, y esto se manifestará cuando salga del cielo y sea «sacerdote en su trono» (Zac. 6:13. Comp. con Lev. 9:23-24, donde Moisés, asociado a Aarón, representa la realeza unida al sacerdocio). Participamos en este doble sacerdocio.
En el cielo, como nos muestran los capítulos 4 y 5 del Apocalipsis, los santos glorificados están revestidos con las insignias de la realeza y del sacerdocio. Como reyes, tienen coronas y están sentados sobre tronos; se les confía el juicio (Apoc. 20:4); como sacerdotes los vemos adorando a Dios y al Cordero. Pero ya en la tierra esta dignidad y oficio nos pertenecen: «Sois… un sacerdocio real»; «un sacerdocio santo».
Para entrar más de cerca en nuestro tema, y para entender lo que es propio de nuestro sacerdocio y cómo se ejerce, echemos un rápido vistazo al sacerdocio en Israel. A la cabeza de los sacerdotes estaba Aarón, el tipo de nuestro Sumo Sacerdote, Cristo. Leemos los detalles de su consagración en Éxodo 29:4-7. En primer lugar, es puesto aparte por el lavado del agua junto con sus hijos. Así, Jesús, en su oración a su Padre, dijo: «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (Juan 17:19). Se ha puesto aparte, por nosotros, en la posición celestial y gloriosa que ha asumido, para que el conocimiento vivo, según la verdad, de lo que él es en esa posición, actúe en nosotros y así nos aparte también, aparte del mundo para Dios, aunque en el mundo, y revestidos allí de un carácter celestial. Después el sumo sacerdote era vestido con sus santas vestiduras de gloria y belleza para entrar en la presencia de Dios en el santuario, llevando sobre su pecho y hombros los nombres de las doce tribus del pueblo de Dios. Tal Cristo, en su perfecta pureza, en su carácter celestial y glorioso, aparece por nosotros ante Dios, llevándonos en su corazón, en su afecto íntimo, y sosteniéndonos por su poder (véase Hebr. 9:24; 7:25-26). Finalmente, Aarón era ungido con el óleo sagrado, sin ninguna aspersión de sangre. Así, nuestro precioso Salvador, sin mancha ni defecto, no tenía necesidad de la sangre de un sacrificio para que la unción del Espíritu Santo permaneciera sobre él.
Es diferente para los suyos. El resto del capítulo 29 del Éxodo presenta la consagración de la familia sacerdotal. Encontramos en este caso, primero el lavado con agua, como hemos visto, luego la aspersión de la sangre, después la unción con aceite, y finalmente la presentación del carnero de las consagraciones. Ahora, lo que tuvo lugar para constituir el sacerdocio en la tierra, en relación con un pueblo terrenal, tiene lugar para nosotros, ya no en figura, sino en realidad. Pero mientras que allí los sacerdotes formaban una clase separada en medio del pueblo de Dios, sin que ninguno de los demás israelitas pudiera arrogarse este honor (Hebr. 5:4, y véase Núm. 16:1-10), deberíamos recordar siempre que ahora todo el pueblo de Dios, todos los creyentes, son sacerdotes, como lo habría sido Israel, si no se hubiera puesto bajo la condición de la obediencia, en lugar de permanecer bajo la dependencia de la gracia, y si no hubiera transgredido (véase Éx. 19:1-6).
Hemos dicho que nuestra consagración como sacerdotes ya no es como figura, sino en realidad. Porque todos somos nacidos del agua y del Espíritu, puestos aparte por este lavado de la regeneración, engendrados por la palabra de la verdad; luego, para eliminar nuestra culpa y responder a los derechos de la justicia de Dios, tenemos parte en la aspersión de la sangre de Jesucristo; por esta sangre somos perfectamente lavados de todos nuestros pecados, y hemos recibido la unción de parte del Santo, el Espíritu Santo de la promesa, por el cual somos sellados. De este modo somos aptos para entrar en el santuario, en la presencia del mismo Dios, cuya santidad y justicia están plenamente satisfechas; ya no hay ante él, sobre nosotros, mancilla ni culpabilidad, y además, en nosotros está el poder del Espíritu para llevar a cabo nuestra posición y las cosas de arriba, y así adorar en el santuario, donde está Cristo. Pero no olvidemos que este no es un privilegio de unos pocos, sino de todos los creyentes, incluso de los más débiles, pues todos son lavados, justificados y ungidos con el Espíritu Santo (1 Cor. 6:11). Sí, todos los creyentes están revestidos de la túnica sacerdotal, todos están consagrados para ser «un sacerdocio santo». Santo, es decir, puesto aparte por la triple eficacia: del agua, que representa la Palabra (véase Efe. 5:26; Juan 15:3; 17:17), de la sangre que expía, y del Espíritu Santo presente en nosotros y que actúa en nosotros; puesto aparte para ese bendito servicio de adoración ministrado en el santuario, en el cielo mismo al que tenemos acceso.
Querido lector, ¿se da usted cuenta de la excelencia de la dignidad con la que está revestido, del honor que le confiere, de la seriedad que imprime a su vida, pero también de la felicidad con la que se acompaña el ejercicio de este santo sacerdocio?
Entramos en el santuario para adorar. ¿Cuál es, en efecto, la función de los sacerdotes? Acercarse a Dios y ofrecer sacrificios. La casa espiritual, el santo sacerdocio, está instituida «para ofrecer sacrificios espirituales». Ya no se trata de ofrecer víctimas, como sucedía en el pasado con los hijos de Israel. La víctima inmaculada, prefigurada por todos los sacrificios en Israel, la víctima por la que todos nuestros pecados son quitados, ha sido ofrecida una vez por todas; es la oblación del cuerpo de Cristo hecha una vez (véase Hebr. 9:25-26; 10:10, 12, 14); la sangre de esta víctima ha sido presentada a Dios, y permanece ante Él en su eficacia perpetua. La obra perfecta de la redención ha sido hecha; es en virtud de esta obra que nos acercamos a Dios. Cristo ya no ofrece; una vez a sí mismo se ofreció a Dios sin mancha, y, habiendo entrado en el cielo, es allí nuestro gran Sumo Sacerdote, apareciendo por nosotros ante la faz de Dios, e intercediendo por nosotros.
Pero el santo sacerdocio ofrece sacrificios, y son sacrificios espirituales, en relación con la naturaleza de Dios que es Espíritu, y que requiere ser adorado en espíritu y en verdad; según la vida que poseemos, pues vivimos por el Espíritu, y en el poder del mismo Espíritu por el que adoramos (véase Juan 4:24; Gál. 5:25; Fil. 3:3). Pero, ¿qué son estos sacrificios? Alabanza y acciones de gracias (Sal. 50:14, 23; Hebr. 13:15), producidas en nosotros por el Espíritu Santo, que despliega ante los ojos del corazón, animado con la vida de Dios, las excelentes gracias que disfrutamos en Cristo, y la perfecta belleza de ese precioso Salvador, único objeto digno de los pensamientos y afectos de la vida divina.
Vemos en Éxodo 29:22-25, lo que los sacerdotes de antaño presentaban en su consagración a Dios, después de haber sido apartados por el agua, la sangre y la unción con el óleo santo. Venían con las manos llenas de lo más excelente de la víctima y de lo que representaba a Cristo en su perfecta humanidad, es decir, los panes y tortas sin levadura. Después de presentar estas cosas ante Jehová, todo era quemado en el holocausto para que fuera un olor agradable para Jehová. ¿No es este un tipo notable de nuestros sacrificios espirituales? Para verlo en el pasaje de la Epístola de Pedro que nos ocupa, fíjese en el versículo 4, cómo la Palabra nos presenta primero a Cristo, para llenar nuestros corazones y pensamientos con Él. Él es la «piedra viva, rechazada ciertamente por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios». Inmediatamente, se encuentra ante nosotros, la gloria de su persona en el poder de su vida: Él es el Hijo del Dios vivo, el fundamento inconmovible e indestructible de la Iglesia; «el vivo» que estuvo muerto, pero que está «vivo por los siglos de los siglos» (Mat. 16:16-18; Apoc. 1:18). Pero después nos son presentados su humillación y sus sufrimientos: fue rechazado por los hombres; «Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos. Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido» (Is. 53:3-4). Así es como apareció a los ojos de los hombres:
Bajo un velo de ignominia,
Bajo la corona del dolor.
Pero, ¿cuál es la valoración de Dios? Elegido, entre todos, como hombre obediente, como dice el profeta: «He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento» (Is. 42:1), elegido para ocupar el lugar más alto y para ser la esperanza de los que creen; luego, precioso para Dios, sus delicias desde la eternidad como su Hijo unigénito; sus delicias cuando pasaba por la humillación en la tierra, su Hijo amado, en quien encontraba su placer; sus delicias ahora, que como hombre ha entrado en la gloria del cielo. ¡Lo que es precioso para Dios, qué valor debe tener! Y para nosotros que creemos, tiene el mismo valor.
El Espíritu de la verdad toma así las cosas de Cristo y las muestra a los ojos de nuestra alma. Despliega ante nosotros lo que era, lo que es y lo que será, su amor, sus gracias y sus glorias; el Espíritu Santo llena así nuestros corazones con la excelencia de la bendita Persona de Aquel en quien el Padre se deleita; nuestros afectos (los del hombre nuevo) son llevados a él, disfrutamos de él, es con todo nuestro ser interior lleno de él que nos presentamos ante Dios, ¿y cuál es el resultado? La alabanza y la acción de gracias surgen y se desbordan; se elevan a Dios desde el corazón y se expresan a través de nuestros labios; se elevan al Dios que nos dio a su Hijo, al que conocemos a través de él como Padre, como amor y luz, y al que hemos sido aproximados por la sangre de Cristo. Vemos brillar lo que él es y lo que es para nosotros en el rostro de nuestro Salvador, tanto si pensamos en Jesús en la tierra y en la cruz, como si lo contemplamos en la gloria. Para ofrecer sacrificios espirituales, el corazón debe estar lleno de Cristo. Si esto es así, la alabanza saldrá necesariamente, quizás no con muchas palabras, quizás no con gran corrección de lenguaje, con palabras de elocuencia humana, pero eso no es a lo que Dios mira. Así, los sacrificios son espirituales, según la naturaleza de Dios, en cuanto a su objeto y en cuanto al poder que hace que se ofrezcan. Que el Señor nos dé a probar siempre más los exquisitos frutos de la Canaán celestial, para que vengamos con nuestras cestas llenas ante Dios (Deut. 26).
Notemos, además, que estos sacrificios que tenemos el privilegio de ofrecer a Dios, le son agradables. Le agradamos en el Amado, y los sacrificios de alabanza que ofrecemos, cuando el Amado llena nuestros corazones, también le agradan. Nuestro Dios se deleita en ver a aquellos que su Hijo le ha traído alimentarse de lo que hace sus delicias y le dan gracias. ¿Y no es maravilloso que unos pobres seres como nosotros, pecadores culpables y mancillados, y ahora todavía llenos de debilidades, puedan ofrecer algo agradable a Dios? Pero esto nos muestra la excelencia, la plenitud, la perfección y el valor infinito de la obra de Cristo. Por medio de Él somos lavados, purificados, acercados a Dios, y nuestras alabanzas ascienden a su Dios y a nuestro Dios como un perfume de suave olor. En esta pobre tierra, manchada por tantos pecados, hubo una vez un hombre que pasaba, sobre el que Dios miró con agrado, en el que se complació, y ahora que Cristo ha ascendido al cielo, en esta misma tierra hay algo agradable a Dios y son los sacrificios, que pecadores, salvados y hechos perfectos por Cristo, le ofrecen. Pensemos, amado lector, en este gran privilegio, en este santo sacerdocio que nos reviste, para que podamos ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios, y que sea algo precioso para nosotros hacer subir este incienso ante nuestro Dios.
Pero nuestros sacrificios no pueden ser agradables a Dios por sí mismos. Sin duda, los ofrecemos en el poder de una vida nueva y guiados por el Espíritu Santo, pero sigue siendo en la debilidad y la flaqueza; todo en nuestra alabanza, en nuestra adoración, lleva las huellas de esto. Por desgracia, a menudo hay mucha confusión en nuestros pensamientos y sentimientos, mucha debilidad e incorrección en nuestras expresiones. Pero un perfume exquisito es puesto sobre nuestras ofrendas, que les da valor y las hace aceptables y agradables a Dios: Cristo. Es a través de él que ofrecemos; y nuestras alabanzas, acciones de gracias y adoración se elevan a Dios llevadas por toda la excelencia de la persona del Amado.
¿Qué temes entonces, hermano mío, que estés siempre en silencio en esos benditos momentos en que, reunidos en el nombre de Jesús, ofrecemos juntos nuestros sacrificios, cuando adoramos juntos? ¿No compartimos todos el santo sacerdocio? ¿No somos todos sacerdotes? Es cierto que, según el orden divino, las hermanas solo pueden unirse, en silencio, a la expresión de alabanza y acciones de gracias que un hermano ofrece por la asamblea, pero no hace falta decir, que todo hermano tiene el privilegio de abrir la boca para bendecir, según Dios y por el Espíritu. ¿No está tu corazón suficientemente lleno de Cristo, tus manos no están cargadas de lo mejor de Él para presentarlo a Dios? Levantad los ojos, pedid ser llenos del Espíritu, para que las preocupaciones de la tierra dejen paso a Cristo; contempla a este Amado donde está y donde nos ama. ¿Hay algo en ti que haya contristado al Espíritu? Ve y confiesa a Dios que es fiel y justo para perdonar, y restaurada la comunión, deja que el Espíritu conduzca tus pensamientos y afectos hacia arriba, donde está Cristo: como resucitado con él, es tu privilegio. No dejes que tu alma sea invadida por las cosas de la tierra; esta arena del desierto ensucia las ofrendas divinas; deja que Cristo ocupe todo el lugar, y entonces, de la abundancia del corazón, tu boca hablará a la gloria del Salvador. Puede que seas tímido, pero el Espíritu Santo no lo es; no sabes hablar, pero Dios no te pide largas y bellas frases. Cinco palabras, expresadas por un corazón lleno de Cristo, ¿no son mejores que diez mil palabras elocuentes de una boca y un corazón sin Cristo? Y sobre tus ofrendas, por muy pequeñas e insignificantes que te parezcan, ¿no es Cristo la exquisita fragancia que las hace agradables a Dios? Cristo nos acerca a Dios, Cristo nos hace dignos, Cristo es la vida, Cristo es el objeto, Cristo es la fragancia, él es todo: ¡a él sea la gloria!
¿Dónde y cuándo ofrecemos nuestros sacrificios? Entramos, por la fe, en el santuario, en el mismo cielo, en la presencia de Dios, en la plena luz de su rostro; ese es nuestro lugar de culto:
Lavados, justos, perfectos, entramos en el lugar santo,
En el pleno resplandor del rostro de Dios.
Y, si tenemos el privilegio de ofrecer a Dios un continuo sacrificio de alabanza, por medio de él, el fruto de labios que bendicen su nombre, es especialmente el primer día de la semana, reunidos en el (al) nombre del Señor, alrededor de su mesa, que venimos a ofrecer nuestros sacrificios. Este día nos recuerda su resurrección, su triunfo sobre Satanás y sobre la muerte, su entrada en una vida imperecedera en la que nos introduce; y el pan y el vino sobre la mesa nos hablan del amor que le hizo bajar por nosotros hasta la muerte, para llevarnos a su Dios y su Padre, para adorarlo como nuestro Dios y nuestro Padre. ¿Cómo nuestros corazones no se sentirían compenetrados, en este momento, con toda la grandeza y la belleza de su obra y de su persona? Si realmente estamos en el poder del Espíritu, ocupados solo con Cristo, ante nuestro Dios, entonces, habiendo dejado fuera todos los pensamientos de la tierra, todos, con nuestros corazones, nuestras manos y nuestras cestas llenas de Cristo, bendeciremos y adoraremos.
Pero, ¿solo en estos momentos benditos seremos sacerdotes? Cuando dejamos el lugar donde hemos adorado juntos, ¿dejamos nuestras vestiduras sacerdotales y volvemos a ser hombres que viven en el mundo? No; seguimos siendo sacerdotes, hemos sido consagrados para ello; ese carácter no se desvanece. Podemos, por desgracia, empañarlo con nuestros pensamientos y andares terrenales y mundanos, por así decirlo, manchar nuestra túnica y no manifestar el carácter sagrado con el que estamos revestidos, pero seguimos siendo sacerdotes. ¡Qué pérdida para nosotros si nuestra vida no lleva el sello de esto!
No es solo que podamos individualmente ofrecer un continuo sacrificio de alabanza por medio de Cristo, el fruto de labios que bendicen o confiesan su nombre; ni que ofrezcamos nuestros cuerpos, nuestros miembros, nuestras acciones por medio de nuestro cuerpo como instrumento, como un sacrificio vivo y santo, agradable a Dios. También somos un sacerdocio real. Este sacerdocio que nuestro Señor ejercerá en perfección cuando vuelva y sea sacerdote en su trono, nosotros ya lo ejercemos en la tierra, que es el ámbito en el que se despliega, según la gloria y las riquezas de nuestro Dios. La ejerceremos tanto mejor cuanto mejor hayamos comprendido nuestro lugar y carácter de santo sacerdocio cuya esfera es el cielo. Los reyes son ricos; difunden beneficios. Al salir del santuario, al volver, por así decirlo, a la tierra, seguimos siendo sacerdotes, pero también reyes, que pronto serán herederos con Cristo y reinarán con él. Mientras tanto, ejercemos nuestra realeza difundiendo las riquezas que Dios nos ha dado por gracia, y de las que nosotros mismos disfrutamos. Es un tesoro que nunca se agota; cuanto más se saca de él para uno mismo, más se desea que los demás lo compartan. ¿Son bienes materiales? No; son las inmensas riquezas de la gracia. Proclamamos las virtudes, todo lo que hay en Aquel que nos llamó de las tinieblas a su maravillosa luz, todo lo que él es en poder, en gracia, en amor, en vida, en esperanza, en consuelo. Por eso somos un sacerdocio real. ¡Qué tesoro inagotable del que somos enriquecidos y cuyas riquezas pueden propagar nuestras manos reales! Ah, no perdamos la conciencia de esta alta dignidad, de este magnífico privilegio de poder dar a conocer a Cristo; no para enorgullecernos, pues ¿de qué íbamos a enorgullecernos?, todo es por gracia, sino para lanzar, por un lado, nuestras coronas en adoración ante Aquel que nos ha hecho un reino, sacerdotes para Dios su Padre, y por otra, para llamar a los pecadores a participar de las mismas riquezas. No cabe duda de que estamos llamados a compartir nuestros bienes materiales: «En tales sacrificios se complace Dios» (Hebr. 13:16); pero el más pobre en bienes de este mundo, el que necesita, tal vez, que sus hermanos lo asistan, un enfermo en su lecho de dolencia, es sin embargo una parte del sacerdocio real. «Plata y oro no tengo», dijo Pedro al impotente, «pero lo que tengo te doy: ¡En el nombre de Jesucristo el Nazareno, levántate y anda!» (Hec. 3:6). Pedro, pobre como era, ejerció el sacerdocio real; anunció y mostró la virtud del nombre de Jesús, ese nombre que no solo cura a los enfermos, sino que salva a los pecadores (Hec. 4:12); le dio al hombre desvalido lo que ningún tesoro terrenal podría haberle adquirido.
También Pablo y Silas, en la cárcel de Filipos, ejercen este sacerdocio. Ensangrentados, con las ropas desgarradas y los pies atados al poste, en la oscuridad del calabozo, son reyes. No tienen plata ni oro que ofrecer al carcelero; pues ¿de qué le sirve eso a un hombre que se ve perdido y clama por la salvación? Pero tienen a Cristo para darle: «Cree en el Señor Jesús, y serás salvo» (Hec. 16:31). Con Cristo lo tiene todo; también él es sacado de las tinieblas a la luz, y se convierte en sacerdote y rey. Pablo y Silas, pobres, despreciados, impotentes según el mundo, proclamaron y mostraron las virtudes, el maravilloso poder de Cristo para salvar y enriquecer un alma para la eternidad.
Es de este modo que podemos, también nosotros, según nuestra medida y en nuestro ámbito de acción, ejercer nuestro sacerdocio real; proclamar las virtudes de Aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz maravillosa; dar a conocer y difundir, como reyes, las riquezas de Cristo, riquezas de gracia, de consuelo, de paz, de gozo, de esperanzas celestiales, ¿y cuánto valen estas riquezas?
Queridos lectores, ¿cómo hemos respondido hasta ahora a la alta dignidad que se nos ha conferido, por gracia, en virtud de la sangre de Cristo? ¡Cuánto debería esto escudriñar nuestros corazones! ¡Que no perdamos de vista el doble sacerdocio con el que Dios, en Cristo y por Cristo, se ha complacido en revestirnos, y ejercerlo para su gloria!
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1886, página 166