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Las últimas palabras del Señor

Una exposición de los capítulos 13 al 17 del Evangelio según Juan


person Autor: Hamilton SMITH 89

library_books Serie: Bosquejo Expositivo


1 - Juan 13

1.1 - Introducción

El versículo inicial del capítulo 13, es introductorio a los últimos discursos del Señor con sus discípulos. Nos presenta la ocasión que dieron lugar a estas palabras de despedida, la necesidad de los suyos que las hizo necesarias, y el motivo que movió al Señor a pronunciarlas.

La ocasión está indicada por la mención que por fin «había llegado su hora para pasar de este mundo al Padre». En el curso de la vida terrenal de nuestro Señor, hemos oído hablar de otras «horas». En Caná de Galilea, pudo decir a su madre: «No ha llegado todavía mi hora» (2:4), la hora de su manifestación en gloria al mundo. En el capítulo 5, leemos: «Viene la hora, y ahora es, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que oyen vivirán» (v. 25), la hora de su gracia hacia los pecadores. En presencia de la enemistad del hombre, leemos dos veces que «nadie le prendió; porque todavía no había llegado su hora» (8:20), la hora de su sufrimiento. Esta hora –la hora de que trata nuestro capítulo– tiene otro carácter. No es la hora de su gracia hacia los pecadores, ni la hora de su sufrimiento por ellos. Tampoco es la hora de su manifestación en gloria al mundo; es más bien la hora de su regreso a su gloria con el Padre, en el amor y la santidad de la Casa del Padre.

Pero los discípulos, serían dejados en un mundo de corrupción que odiaba al Padre y rechazaba a Cristo. Con el fin de fueran guardados del mal del mundo que atraviesan, y poder disfrutar, no obstante, de la comunión con Cristo en la casa de amor y santidad del Padre, van a tener necesidad de este último ministerio de gracia, con sus consuelos, sus instrucciones y sus advertencias.

Además, aprendemos el motivo que movió al Señor a este último acto de gracia, a pronunciar estas palabras de despedida y hacer subir la oración final. Si la ocasión fue su partida hacia el Padre, el motivo se encontraba en su amor por los suyos. El Señor va a quitar este mundo, pero deja en el mundo aquellos a quienes él se deleita en llamar «los suyos». constituyen una compañía de creyentes en la tierra, que pertenecen a Cristo en el cielo. Son «los suyos» como el fruto de su propia obra; los suyos como aquellos que el Padre le ha dado. Pueden tener poco valor a los ojos del mundo, pero son muy preciosos a los ojos del Señor. «Habiendo amado a los suyos… los amó hasta el fin». Iba a dejarlos, pero no dejaría de amarlos. El amor humano a menudo se altera. Nos separamos, olvidamos y dejamos de interesarnos por los otros. El profeta nos dice que incluso una mujer puede olvidar a su recién nacido, pero Jehová dice: «Yo nunca me olvidaré de ti» (Is. 49:15). Si el Señor se va de este mundo, no olvidará a los suyos, ni dejará de amarlos. ¡Desgraciadamente!, nuestros corazones pueden enfriarse hacia él, nuestras manos cansarse de hacer el bien, nuestros pies extraviarse. Pero tenemos la seguridad de que él nunca nos abandonará. Su amor nos llevará y cuidará de nosotros “hasta el final”; y entonces seremos recibidos en el hogar eterno del amor, donde no hay corazones fríos, ni manos cansadas, ni pies que se extravíen.

Así, al acercarnos a las escenas finales de la estancia del Señor con sus discípulos, para considerar el último acto, escuchar las últimas palabras y oír la última oración, la Palabra nos recuerda la ocasión que suscitó este ministerio final, la necesidad que lo requirió y el amor que respondió.

Antes de entrar en los detalles de estos últimos discursos, puede ser útil sugerir algunos pensamientos sobre el carácter general de las verdades presentadas y el orden en que se desarrollan. Se observará que en Juan 13 los discípulos son puestos en relaciones que convienen entre ellos. Deben lavarse los pies unos a otros y amarse mutuamente. En Juan 14, los vemos en relaciones correctas con las Personas Divinas: el Hijo, el Padre y el Espíritu Santo. En Juan 15, están puestos en relaciones apropiadas con el círculo cristiano, para que den fruto para el Padre y den testimonio de Cristo en el mundo del que está ausente. En Juan 16, se les instruye en cuanto a las cosas que han de venir, en vista de su peregrinación a través de un mundo hostil, por el que son odiados, incomprendidos y perseguidos.

Así se verá que en Juan 13 los pies de los discípulos son lavados; en Juan 14 sus corazones son consolados; en Juan 15 sus labios son abiertos para dar testimonio, y en Juan 16 sus mentes son instruidas para que no se desanimen por las persecuciones que puedan encontrar.

Además, se notará que hay un carácter progresivo en la instrucción. La verdad enunciada en un capítulo prepara a la nueva revelación del capítulo siguiente. El servicio de Juan 13 prepara a los discípulos para la comunión con las personas divinas, como se expone en Juan 14. La comunión con las personas divinas en su propia esfera –en el interior– prepara a los discípulos para dar fruto y testimonio en el mundo –la escena exterior– como se expone en el capítulo 15. Y luego, el fruto y el testimonio del capítulo 15 conducen a la persecución, para la cual el Señor prepara a los discípulos en la verdad del capítulo 16. Sin embargo, el despliegue de estas grandes verdades no es suficiente para mantenerlos en este mundo como representantes de Cristo; se necesita la oración. Así, los discursos a los discípulos se terminan con la oración al Padre, que se registra en el capítulo 17.

1.2 - El lavado de los pies (Juan 13:2-17)

El Señor ya no podría ser el compañero de sus discípulos en su peregrinaje en la tierra, pero no dejará de ser su servidor en su nuevo lugar en el cielo. Así, en la escena que sigue (13:2-17), tenemos un acto de gracia que, al tiempo que cierra el servicio de amor del Señor por los suyos en la tierra, prefigura su servicio venidero por los suyos cuando ocupe su nuevo lugar en la gloria. Si ya no puede tener parte con nosotros personalmente en el camino de la humillación, hará posible que tengamos parte con él en su lugar de gloria. Este es, a nuestro juicio, el significado de este acto, repleto de gracia, del lavado de los pies. A lo largo de su vida perfecta, el pensamiento de Cristo Jesús fue siempre la de olvidarse de sí mismo en el servicio, por amor a los demás; y en este último acto, aunque consciente de la oscura sombra de la cruz ante él, el Señor se sigue olvidando de sí mismo para servir a los suyos.

1.2.1 - Versículos 2-3

Estos versículos introducen este humilde servicio mostrando, por un lado, su profunda necesidad y, por otro, la perfecta capacidad del Señor para cumplirlo.

La necesidad de lavar los pies es hecha evidente en que los discípulos serán dejados en un mundo en el que el diablo y la carne se unen en una hostilidad tenaz contra Cristo. La mención de la traición de Judas al principio de esta escena, así como la de la negación de Pedro un poco más tarde, muestra claramente que la carne, ya sea en el pecador o en un santo, es solo un instrumento a la disposición del diablo. Las codicias no juzgadas de la carne habían abierto el corazón de Judas a las sugerencias del diablo. Traicionar a un amigo, y además con muestras de amor, es repulsivo incluso para el hombre natural. Pero el deseo desmedido de satisfacer la avaricia, prepara el corazón para albergar una sugerencia que es extraña a la naturaleza, y que solo podía provenir del diablo.

Ante esta temible demostración del poder de la carne y del diablo, la perspectiva de ser dejados en un mundo malvado, con la carne por dentro y el diablo por fuera, bien podía consternar el corazón de los discípulos. Pero inmediatamente, el Señor sostiene nuestros corazones apartándolos de la carne y del diablo, y dirigiéndolos hacia Cristo y el Padre, para aprender que «el Padre había puesto todas las cosas» en las manos de Cristo. Un gran poder está en manos del diablo, que nos odia; pero «toda autoridad» está en las manos de Cristo, que nos ama. No solo que «toda autoridad» haya sido dada a Cristo, sino que él iba al lugar de la autoridad: había venido de Dios y se iba a Dios.

Aunque sintió con su perfecta sensibilidad la traición de un falso discípulo y la próxima negación de uno verdadero, siguió adelante con la tranquila conciencia de que toda la autoridad estaba en sus manos y que iba al lugar de la autoridad. De la misma manera, él quisiera que atravesemos este mundo de maldad sabiendo que él tiene todo el poder y que está en el lugar donde se ejerce. Además, el Señor no solo está en el lugar del poder, y tiene toda autoridad, sino que, en la escena que sigue, nos hará saber que se deleita en ejercerlo en nuestro favor. El que tiene toda la autoridad en sus manos es el que tiene todo el amor en su corazón. Así es que, movido por el amor de su corazón, Aquel que tiene todo el poder en sus manos tomará, en esas mismas manos, los pies sucios de sus discípulos cansados del camino. El Señor de todos se convierte en el siervo de todos.

1.2.2 - Versículos 4-5

Para realizar este servicio de gracia «se levantó de la cena». Se levanta de la cena de la Pascua, que habla de su asociación con nosotros en las glorias del Reino (Lucas 22:15-16), para hacer lo que nos lleva a nuestra comunión con él en las glorias celestiales. En la perfección de su gracia, se ciñe con una toalla para este último acto de servicio y, vertiendo el agua en un lebrillo, comenzó a lavar los pies de los discípulos y a secarlos con la toalla con la que estaba ceñido.

1.2.3 - Versículos 6-7

«Cuando vino a Simón Pedro». Si, mudos de sorpresa, los otros discípulos aceptan el servicio del Señor, Pedro, con su carácter enérgico, pronuncia todos sus pensamientos. Tres veces habla, exponiendo cada vez su ignorancia del pensamiento del Señor. La primera vez, no aprueba el humilde servicio del Señor; la segunda vez, lo rechaza absolutamente; la última vez, se somete impulsivamente, pero, de una manera que habría quitado a este acto todo su profundo significado. Sin embargo, como se ha dicho: “Si somos advertidos por los errores de los discípulos, cuanto más somos instruidos por las respuestas que los corrigen”. Encontramos el profundo significado espiritual de este último acto de servicio en la respuesta del Señor.

Pedro no podía comprender que el Señor de gloria se rebajara a lavar los pies de sus discípulos manchados por el camino. De ahí que su primera expresión sea de protesta mezclada con sorpresa: «Señor, ¿tú me lavas a mí los pies?». El Señor responde: «Lo que hago, tú no lo sabes ahora; pero lo entenderás después». Así aprendemos que, en ese momento, los discípulos no podían discernir el significado espiritual del acto del Señor. Más adelante, cuando el Espíritu viniera, todo se aclararía. Es evidente entonces que este servicio no era, como se dice a menudo, para enseñar una lección de humildad mediante un acto de suprema humildad por parte del Señor. No habría necesidad de que Pedro esperara un día futuro para discernir la humildad del acto. Sus mismas palabras muestran que la humildad del Señor ocupaba todos sus pensamientos en ese momento.

1.2.4 - Versículo 8

Sin dejarse intimidar por la respuesta del Señor, que debería haber advertido a Pedro para que guardara silencio hasta “el día futuro” cuando todo sería aclarado, ahora dice audazmente: «Jamás me lavarás los pies». El Señor, en su paciente gracia, pasando por encima del desaire, corrige la impulsividad de Pedro diciendo: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Por breve que sea la respuesta, podemos ver, ahora que hemos recibido el Espíritu, qué presenta el significado espiritual del lavado de pies: este simboliza el servicio actual del Señor, por el cual él quita de nuestros espíritus todo lo que nos impediría tener una participación con él.

Notemos que el Señor no dice, no tienes parte en mí. El servicio del lavado de pies es ciertamente precioso y, sin embargo, nunca aseguraría la «parte en Cristo». Para esto se requería la obra mayor de la cruz, la cual, una vez cumplida, nunca puede ser repetida. Por esta obra mayor, la parte en Cristo ha sido asegurada para siempre a cada creyente. El lavado de los pies es la presentación simbólica en la tierra de un servicio que continúa en el cielo, un servicio que permite a los creyentes en la tierra tener comunión con Cristo en el cielo. En efecto, las palabras del Señor «parte conmigo», ¿no significan comunión con él en la Casa del Padre, en esa escena de santos afectos? Que el Señor se acerque a nosotros y converse con nosotros en nuestros hogares, como lo hizo cuando entró en la casa de Emaús, por cierto, que es un hecho bendito. Pero, «una parte con él», conlleva el pensamiento aún más bendito de que podemos tener comunión con él en su Casa. Este fue el caso de los discípulos de Emaús cuando, en la misma noche, encontraron al Señor en medio de sus santos reunidos en Jerusalén. Además, las palabras del Señor a los de Laodicea exponen esta doble verdad, cuando les dijo: «Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20).

Además, parece ser que el lavado de pies no es estrictamente un símbolo del servicio de nuestro Señor como Abogado, ni de su gracia sacerdotal, aunque ciertamente participa de la naturaleza de ambos. La obra sacerdotal del Señor tiene en cuenta nuestras debilidades; la abogacía del Señor se ocupa de los pecados reales durante el camino. El lavado de los pies reanima el alma adormecida y calienta los afectos que las ocupaciones cotidianas tienden a enfriar, impidiendo así la comunión con Cristo donde él está.

El cansancio y la debilidad del cuerpo pueden impedirnos ser testigos de Cristo aquí; entonces su gracia sacerdotal está activa para apoyarnos en nuestras debilidades. ¡Ay!, también podemos tener fallos y pecar, de forma a no estar en estado de dar testimonio de Cristo; entonces el Abogado restaura el alma. Sin embargo, si los afectos se han enfriado, aunque no haya nada que perturbe la conciencia, habrá un grave obstáculo para la comunión con Cristo, y entonces el servicio del lavado de los pies viene a eliminar el obstáculo. Podemos ver una diferencia adicional entre el oficio de abogado y el lavado de los pies, que, mientras que el primero restaura nuestra alma ahí donde estamos, el segundo restaura nuestro espíritu a la comunión con Cristo en el lugar donde él está.

En los días del camino de Israel en el desierto, los sacerdotes debían lavarse los pies antes de entrar en el tabernáculo. Podían convenir entre el pueblo, en el campamento y en el desierto, pero la presencia de Jehová exigía un estado que solo podía asegurarse mediante el lavado de los pies. De ahí que la fuente de bronce estuviera delante de la puerta del tabernáculo (Éx. 30:17-21; 40:30-32).

1.2.5 - Versículos 9-11

¿Cuál es entonces la naturaleza del servicio que simboliza el lavado de los pies? La respuesta a la primera observación de Pedro ha mostrado que tiene un significado espiritual, la respuesta a su segunda declaración nos revela el propósito que tiene en vista; la respuesta a su última observación indicará más claramente la naturaleza del servicio, o la manera de cumplirlo.

Habiendo comprendido algo del bendito valor del lavado de los pies, Pedro ahora se retracta de su declaración perentoria de que el Señor nunca le lavaría los pies. Movido por su verdadero afecto por el Señor, y con su característica impulsividad, dice: «Señor, no solo mis pies, sino también mis manos y mi cabeza». Aunque su observación traduce ignorancia, ciertamente expresa un afecto que aprecia esta parte con Cristo.

El Señor le responde: «El que se ha bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, ya que está todo limpio». En la Escritura, el agua tipifica a menudo el efecto purificador de la Palabra de Dios. En la conversión, la Palabra es aplicada por el poder del Espíritu, produciendo un cambio completo, e impartiendo una nueva naturaleza que altera completamente los pensamientos, las palabras y las acciones del creyente –este cambio está expresado por las palabras del Señor «todo limpio». Este gran cambio no puede ser repetido, no obstante, hay quien tiene todo el cuerpo lavado que a veces se cansa en su espíritu. Así como los pies del viajero se ensucian y se cansan por el polvo del camino, así el creyente, en contacto con la rutina diaria, los deberes de la vida hogareña, y las presiones de la vida profesional, así como el continuo conflicto con el mal, manifiesta a menudo cansancio de espíritu que le impide tener comunión con Cristo y las cosas que lo conciernen. No es que haya hecho algo que la conciencia tenga que reprender, necesitando la confesión, y el servicio del Abogado. Sino que su espíritu está cansado y necesita ser refrescado (o consolado). Cristo se complace en dar ese frescor si queremos confiar nuestros pies en sus manos. Si nos volvemos a él, refrescará nuestras almas presentándose ante nosotros, en todas sus perfecciones, a través de la Palabra.

Así, a través de las bondadosas respuestas del Señor a Pedro, aprendemos el carácter espiritual de este servicio, el fin que persigue y la manera de llevarlo a cabo.

Por desgracia, había uno de los presentes para el que no tendría ningún significado, pues el Señor tiene que decir: «Vosotros estáis limpios, pero no todos». Porque él sabía quién le iba a traicionar; por eso dijo: “No estáis todos limpios”. El traidor nunca había estado «todo limpio». No había nacido de nuevo y, por eso, nunca sentiría la necesidad de este servicio de gracia del Señor, ni conocería el refrigerio que comporta.

1.2.6 - Versículos 12-17

Habiendo terminado este servicio y vuelto a sentarse a la mesa, el Señor nos da más instrucciones sobre el servicio del lavado de los pies. Aunque es un servicio esencialmente suyo, a menudo lo lleva a cabo con la mediación de los suyos. Así, somos puestos bajo obligación –y se nos da el privilegio– de lavarnos los pies unos a otros. Un servicio bendito. Llevado a cabo, no tratando de corregirnos unos a otros (aunque a veces sea necesario), y aún menos criticándonos mutuamente, sino presentándonos a Cristo, unos a otros, porque solo la presentación de Cristo traerá alivio a un alma cansada. Años después de la escena del aposento alto, el apóstol Pablo nos dirá que una de las cualidades de una viuda piadosa es haber lavado los pies de los santos (1 Tim. 5:10). Esto seguramente no implica que ella solo se ocupara de reprender el mal, o de corregir las faltas, sino que refrescaba el espíritu decaído de los santos viniendo de parte de Cristo y presentando a Cristo.

¿No lavó Onesíforo los pies del apóstol Pablo? Porque de él escribe el apóstol: «Muchas veces él me consoló, y no se avergonzó de mi cadena» (2 Tim. 1:16). Además, ¿no cumplió Filemón esta obligación para con sus hermanos?, pues de él puede decir Pablo: «Hermano, por cuanto los corazones de los santos son confortados por ti» (Film. 7). ¿Acaso el mismo Señor no cumplió directamente con este bendito servicio?, cuando le dijo a su cansado siervo Pablo de noche: «No temas… porque yo estoy contigo» (Hec. 18:9-10).

Finalmente, el lavado de pies no se limita a consolar el alma cansada; también regocija el corazón de quien lleva a cabo el servicio; pues el Señor puede decir: «Si sabéis estas cosas, dichosos sois si las hacéis».

1.3 - La salida del traidor (Juan 13:18-30)

La recepción de comunicaciones espirituales exige siempre cierta condición espiritual. Por lo tanto, el lavado de los pies era una preparación necesaria para quienes estaban a punto de escuchar las últimas palabras del Señor, tan ricas en verdades divinas y consuelo espiritual. Sin embargo, había uno de los presentes que nunca había tenido todo el cuerpo lavado, sobre el que el lavado de los pies no tendría ningún efecto, y para el que la enseñanza de Jesús no tendría ningún significado. La presencia de Judas, que tramaba en su corazón la traición que iba a consumar, proyectaba una sombra siniestra sobre la pequeña compañía. Antes de que las últimas instrucciones pudieran ser comunicadas por el Señor o que los discípulos pudieran recibirlas, Judas debía quitar el aposento alto y salir en la noche.

1.3.1 - Versículos 18-20

La forma en que es descartado muestra la tierna solicitud del Señor por los suyos. La traición de Judas, conocida desde hacía tiempo por el Señor, es revelada muy suavemente a sus discípulos. Durante el lavado de los pies, el Señor había aludido a Judas, sin que los 11 se dieran cuenta. Ahora, habla más claramente, diciendo: «No hablo acerca de todos vosotros; yo sé a quiénes he escogido». Había un círculo íntimo de compañeros elegidos por el Señor, a los que iba a revelar los secretos de su corazón. Pero había uno presente que no tenía allí su lugar; uno de quien la Escritura había dicho: «El que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar» (Sal. 41:9).

Esta revelación era apta para conmocionar a los discípulos y poner a prueba su fe. La incredulidad razonadora podría haber argumentado: “No sabíamos de la presencia del traidor, pero si Jesús no lo sabía, ¿puede ser en verdad el Señor de la gloria?” El Señor se deshace de tales razonamientos posibles, y apoya la fe, revelando de antemano la traición que se avecina. Dice: «Desde ahora os lo digo antes de que suceda, para que cuando suceda, creáis que yo soy». A través de la traición de Judas, tendrán una nueva evidencia de que él es, en efecto, el gran «Yo soy», para quien todo es conocido, y para quien el futuro es presente.

Por un lado, no se permitirá que la presencia y el acto del traidor empañen la gloria del Señor; por otro lado, la caída total de uno de los 12 no invalidará la misión de los 11 restantes. Esa misión sería mantenida con toda su fuerza, y así el Señor puede decir: «El que recibe a quien yo envío, a mí me recibe; y el que me recibe, recibe al que me envió». Frente al horrible pecado de Judas, la gloria del Señor permanece intacta, y la misión de los 11 no está alterada.

1.3.2 - Versículos 21-22

Sin embargo, se necesita algo más para hacer comprender a los discípulos la terrible realidad de esta revelación, y para quitar a Judas de en medio. El Señor les dirá claramente la naturaleza del pecado, y finalmente revelará al hombre que lo cometerá. Estas nuevas revelaciones conmovieron profundamente el espíritu del Señor. «Se turbó en su espíritu y testificó, diciendo: En verdad, en verdad os digo, que uno de vosotros me va a entregar». Así, los discípulos aprenden en un lenguaje que nadie puede confundir, que uno de ellos está a punto de traicionar al Señor. Deben afrontar el terrible hecho de que la terrible ocasión buscada por un mundo hostil –y que los adversarios de Jesús no podían encontrar, por temor al pueblo– surgiría de entre ellos; se manifestaría en la persona de uno que no temía ni a Dios ni al pueblo –un hombre que había pasado por discípulo del Señor, que había sido su compañero a diario, que había visto todas sus obras de poder y había escuchado, impasible, sus palabras de gracia y amor.

Tal revelación turbó el espíritu del Señor y suscitó las ansiosas preguntas de los discípulos, que se miraban unos a otros, no sabiendo de quién hablaba.

1.3.3 - Versículo 23

Mirarse unos a otros no resolverá esta solemne cuestión. El traidor está presente; se sabe descubierto por el Señor, aunque no manifiesta ninguna señal que lo delate a los demás. Es hacia el Señor que deben dirigirse para ser liberados de esta terrible incertidumbre. El discípulo que pregunta al Señor debe ser uno que está cerca de él. El que está más cerca es el que se puede designar como «uno de sus discípulos, a quien Jesús amaba». Consciente del amor del Señor hacia él, y confiando en ese amor, Juan “se encuentra apoyado en el pecho de Jesús”. El discípulo cuyos pies, un poco antes, habían estado en las manos de Jesús, ahora reclina su cabeza en el pecho de Jesús. ¿No podemos decir que esta posición de íntima comunión es el resultado adecuado del lavado de los pies? La cabeza apoyada en ese seno de amor, sigue al lavado de los pies por esas manos de amor.

1.3.4 - Versículos 24-25

Simón Pedro, el discípulo de corazón cálido que, tantas veces y de tantas maneras, parece decir: “Yo soy el discípulo que ama al Señor”, no estaba lo bastante cerca para preguntar al Señor. Le hace una seña a Juan para que pregunte: «De quién hablaba». Sencillamente, Juan pregunta: «Señor, ¿quién es?».

1.3.5 - Versículo 26

El Señor responde inmediatamente: «Es aquel para quien yo moje el bocado y se lo dé». Otros han señalado que la fuerza de las palabras del Señor está algo oscurecida por la versión autorizada. No se trata de “un bocado”, como si se tratara de un mero acto casual, sino de «el bocado», refiriéndose a una costumbre definida de dar a un invitado favorecido el bocado especialmente preparado del banquete. El Señor, después de sus palabras, da el bocado a Judas Iscariote, lo que no solo predice la traición, sino que desenmascara al traidor.

1.3.6 - Versículo 27

Ya la avaricia había abierto el corazón de Judas a la sugerencia del diablo; ahora el mismo Satanás se apodera de Judas. Si Judas en hubiera alguna parcela de conciencia, algún sentimiento de vergüenza, algún recelo ante el pecado que iba a cometer, todo será acallado con la entrada de Satanás. Con Satanás no hay vacilación, y en adelante Judas se convierte en el instrumento indefenso de sus designios. Para Judas ya no hay vuelta atrás, y así el Señor puede decirle: «Hazlo cuanto antes».

1.3.7 - Versículos 28-30

Los 11, aturdidos, como parece, por esta terrible revelación, no logran comprender el significado de las palabras del Señor. Como a Judas se le ha confiado la bolsa, piensan que las palabras del Señor deben referirse a la exigencia de la fiesta o a la ayuda a los pobres. Judas ha comprendido. La presencia del Señor se ha vuelto intolerable para este hombre poseído por el demonio, por lo que, habiendo recibido el bocado, se levanta inmediatamente y, sin decir una palabra, se adentra en la noche, solo para pasar un poco más tarde a una noche más profunda –ese horror de la gran oscuridad– de la que no hay retorno.

Se ha observado que, en toda esta solemne escena, no se denuncia a Judas; no se le dirige ningún reproche; no le es ordenado salir; no se le exige que se vaya. La presencia de un falso discípulo es revelada; se predice el pecado que va a cometer; se indica el hombre que lo cometerá; y luego, en medio de un silencio más terrible que las palabras, deja la luz que era demasiado escrutadora, la santa Presencia que ya no podía soportar, y pasa a la noche para la que nunca amanecerá. Recordemos que, de no ser por la gracia de Dios y la preciosa sangre de Cristo, cada uno de nosotros debería haber seguido a Judas en la noche.

1.4 - Dios glorificado en Cristo (Juan 13:31-38)

La salida de Judas disipa la oscura sombra que se cernía sobre la pequeña compañía. El espíritu turbado del Señor se alivió, y las preguntas de los discípulos se calmaron. Las palabras «Cuando salió» marcan este cambio. Judas había dejado la luz del aposento alto y había pasado a la oscuridad del mundo exterior. El traidor fuera, la luz interior brilla más en su ausencia, mientras la oscuridad exterior se profundiza con su presencia. La puerta que se cerró sobre el traidor, cortó el último vínculo entre Cristo y el mundo. La atmósfera es purificada y, a solas con sus discípulos, el Señor es libre de revelar los secretos de su corazón.

1.4.1 - Versículos 31-32

El Señor se va para estar con el Padre; los suyos serán dejados como testigos de Cristo en un mundo que lo ha rechazado. En el curso de estos últimos discursos, los discípulos serán puestos en contacto con el cielo (cap. 14); serán instruidos sobre cómo dar fruto en la tierra (cap. 15); y serán fortalecidos para resistir la persecución del mundo (cap.16). Tan altos privilegios y honores requieren una obra preliminar por parte de Cristo, así como una preparación en los suyos. Así, en este discurso tenemos a Dios glorificado en Cristo en la tierra, a Cristo glorificado como Hombre en el cielo, y a los santos dejados en la tierra para glorificar a Cristo. Estas grandes verdades preparan el camino para todas las revelaciones posteriores.

Toda la bendición para el hombre, para el cielo y la tierra, a lo largo de las edades eternas, descansa sobre las grandes verdades fundamentales que nos son presentadas en la apertura de este discurso. El Señor se presenta como el Hijo del hombre, y en conexión con este título, proclama tres verdades de vital importancia:

  • Primera: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre».
  • Segunda: «Dios es glorificado en él».
  • Tercera: «Dios lo glorificará en sí mismo».

Bien podemos detenernos en estas grandes verdades buscando aprender algo de su profundo significado; porque la recepción por la fe forma, en el alma, la sólida base para todo crecimiento y toda bendición espirituales.

1. «Ahora es glorificado el Hijo del hombre». Tal es la primera gran verdad. Ella nos presenta la perfección infinita del Hijo del hombre –el Salvador. encontramos una referencia al sufrimiento del Hijo del hombre en la cruz. Está declarado que, en esos sufrimientos, el Hijo del hombre es glorificado. Ser glorificado, para una persona, significa que todas las cualidades que la exaltan están desarrolladas. En la cruz, todas las perfecciones infinitas del Hijo del hombre fueron mostradas en el más alto grado.

En el capítulo 11 de Juan, leemos que la enfermedad de Lázaro fue «para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella». En Betania, la gloria del Hijo de Dios fue manifestada por la resurrección de un hombre de entre los muertos. En nuestro capítulo, la gloria del Hijo del hombre se ve en que él entra en la muerte. El poder sobre la muerte muestra la gloria del Hijo de Dios, la sumisión hasta la muerte la gloria del Hijo del hombre.

En respuesta al deseo de los gentiles de verlo, Jesús había dicho: «Ha llegado la hora para que sea glorificado el Hijo del hombre» (12:23). Allí, sin embargo, el Señor anticipaba las glorias del reino; aquí habla de las glorias más insondables de la cruz. En el futuro, como Hijo del hombre, recibirá el dominio, la gloria y un reino eterno; y en ese gran día toda la tierra se llenará de su gloria (Dan. 7:13-14: Sal. 72:19). Aun así, las excelentes glorias del reino venidero no excederán, ni podrán igualar, sus glorias mucho más grandes como Hijo del hombre en la cruz. La gloria de su trono terrenal es superada por la gloria de su vergonzosa cruz. El reino mostrará sus glorias oficiales, la cruz da testimonio de sus glorias morales. En el día de su reinado, «todos los dominios le servirán y obedecerán» (Dan. 7:27) y todas las cosas les serán sometidas como Hijo del hombre. En el día de sus sufrimientos, él fue el Hombre obediente y sometido. En verdad, cada paso de su camino atestiguaba sus glorias morales, pues no podían ocultarse; pero en la cruz estas glorias brillaron en todo su esplendor. Aquel que aprendió la obediencia en cada paso del camino fue finalmente probado por la muerte y encontrado «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil. 2:8).

El perfecto sometimiento a la voluntad de su Padre que marcó su camino, tiene su más brillante despliegue en medio de las sombras de la cruz que se acercan, cuando pudo decir: «No lo que yo quiero, sino lo que tú» (Marcos 14:36). Cada paso daba testimonio de su perfecto amor al Padre, pero el testimonio supremo de su amor se ve cuando en vista de la cruz puede decir: «Para que el mundo sepa que yo amo al Padre, y como me mandó el Padre, así hago» (14:31). Su naturaleza santa que era incontaminada, y que no podía ser manchada por el mundo pecaminoso por el que atravesaba, se ve en su perfección cuando, anticipando el horror de ser hecho pecado, puede decir: «¡Abba, Padre, todo te es posible! ¡Aparta de mí esta copa!».

Verdaderamente, en la cruz sus glorias morales –su obediencia, su sujeción, su amor, su santidad y todas sus otras perfecciones– tienen su más brillante despliegue. Allí se cumplieron las palabras del Señor: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre».

Así, la primera gran declaración pone ante nosotros la infinita perfección del Hijo del hombre –de nuestro Salvador–, Aquel que como el gran sacrificio propiciatorio ha glorificado a Dios. Y si captamos el alcance de esta declaración que nos habla de la perfección de Jesús, vemos cuán digno es de nuestra plena confianza. En presencia de tal belleza moral, nadie puede decir que había alguna imperfección en él que haga imposible confiar en él. Sus perfecciones, plenamente manifestadas, lo revelan como aquel de quien toda su persona es deseable (Cant. 5:16), adornado con todas las magnificencias que lo hacen digno de nuestra confianza.

2. Contemplar al Hijo del hombre en la cruz, verlo glorificado por la manifestación de todas sus infinitas perfecciones, nos prepara para la segunda gran afirmación: «Dios es glorificado en él». Todos habían deshonrado a Dios, pero he aquí un hombre –el Hijo del hombre–, moralmente perfecto, capaz de realizar una obra que glorifica a Dios. Pero para glorificar a Dios, debía ser hecho pecado, y entrar en el lugar de la muerte. «Los cielos anunciaron su justicia… vieron su gloria» (Sal. 97:6) como creador, con una sabiduría y poder infinitos, pero no pueden declarar la gloria de su ser moral. Por ello, el Hijo del hombre debe sufrir, para que por esos sufrimientos cada atributo de Dios reciba su más alta expresión. Mediante la cruz, la majestad de Dios es reivindicada, la verdad de Dios es mantenida, la justicia de Dios es comprobada en el juicio contra el pecado. La santidad que exigía tal sacrificio, y el amor que lo concedió, brillan en su mayor esplendor. Verdaderamente, el Hijo del hombre, por sus sufrimientos, ha glorificado a Dios.

3. Esta gran obra conduce a la verdad de la tercera gran afirmación: «Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo, y enseguida lo glorificará». Si Dios ha sido glorificado en Cristo, Dios dará una prueba eterna de su satisfacción con lo que Cristo ha hecho. Cristo glorificado como Hombre en la gloria, es la única respuesta adecuada a su obra en la cruz, y es la prueba eterna de la satisfacción de Dios con esa obra.

La primera afirmación: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre», nos hace descubrir la perfección del Hijo del hombre. La segunda: «Dios es glorificado en él», nos muestra la perfección de su obra. La tercera: «Dios lo glorificará en sí mismo», revela la perfecta satisfacción de Dios en esa obra. Tenemos un Salvador perfecto, que ha hecho una obra perfecta, a la perfecta satisfacción de Dios. Por otros pasajes, aprenderemos que este Salvador perfecto, esta obra perfecta y la perfecta satisfacción de Dios, están disponibles para todos; pues leemos: «Se dio a sí mismo en rescate por todos» (1 Tim. 2:6). Y la completa satisfacción de Dios en Cristo y en su obra le permite decir a Dios: «En su nombre (el de Jesús) se os predica perdón de pecados» (Hec. 13:38).

1.4.2 - Versículo 33

La glorificación del Hijo del hombre implicará que sea separado de los discípulos. El Señor, en su perfecta simpatía, entra en el dolor que llena sus corazones ante la idea de ser separados de Aquel a quien habían aprendido a amar. Una y otra vez, con toques de ternura humana, se referirá a la inevitable separación y preparará sus corazones para la próxima ruptura de la compañía terrenal que los unía a su Señor (comp. Juan 14:4, 28-29: Juan 16:4-7, 16, 28).

Nunca antes el Señor se había dirigido a los discípulos como a niños pequeños: «Hijitos». Es un término, en el idioma original, que expresa un afecto lleno de compasión. Así, con tierna solicitud, aborda el tema de la próxima separación. Estaría aún algún tiempo con ellos. El Señor regresaba a la gloria por un camino que nadie podía seguir. Más tarde, los creyentes podrán seguirlo, incluso con el martirio, ese camino de la muerte, pero jamás la muerte tal como el Señor tendría que enfrentarla –como juicio contra el pecado. Ese era un camino del que el Señor podía decir: «A donde yo voy, vosotros no podéis venir».

1.4.3 - Versículos 34-35

Además, la próxima separación significaría que los discípulos se quedarían sin el poderoso vínculo de la presencia personal de Aquel a quien todos amaban. Por eso el Señor da un nuevo mandamiento: «Que os améis unos a otros; como yo os he amado». Se ha sugerido que el Señor califica este mandamiento de «nuevo», en contraste con el antiguo mandamiento, bien conocido por estos discípulos judíos: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev. 19:18).

El nuevo mandamiento es: «Que os améis unos a otros; como yo os he amado». Cristo ha amado con un amor que, aunque nunca fue indiferente al mal, triunfó sobre todo el poder del mal. Si nos amamos los unos a los otros según el modelo del gran amor de Cristo, no toleraremos el mal entre nosotros, sino que encontraremos la manera de tratarlo sin dejar de amarnos. Solo el vínculo del amor, según el modelo divino, guardará unidos entre ellos a los creyentes, teniendo cada uno su propia personalidad, con diferentes matices de carácter y diversos temperamentos.

Una compañía de personas unidas por el amor parecería tan extraña en una escena gobernada por la avaricia y el egoísmo, que el mismo mundo se daría cuenta de que los tales deben ser los discípulos de Cristo. El mundo no puede apreciar la fe y la esperanza del círculo cristiano; por el contrario, puede ver y admirar, sin poder imitarlos, el amor divino y sus efectos. Así, un grupo caracterizado por el amor de unos por los otros, según el modelo de Cristo, se convertiría en un testigo de Cristo en el mundo del que él está ausente, de modo que, si Cristo es glorificado con el Padre en el cielo, sería glorificado en los santos en la tierra.

1.4.4 - Versículos 36-38

La escena final, aunque concerniendo a Pedro, contiene una advertencia para todos. Si los discípulos son dejados en el mundo para glorificar a Cristo, no deben olvidar que cada uno tiene la carne en sí mismo, dispuesta a negar a Cristo. Simón Pedro, aparentemente sin prestar atención al nuevo mandamiento, y solo pensando en la próxima separación, pregunta, como para resistir a lo que no entiende: «Señor, ¿a dónde vas?». El Señor responde: «A dónde yo voy, tú no puedes seguirme ahora; pero me seguirás más tarde». El Señor iba a sufrir la muerte, como mártir, a manos de los hombres malvados: pero, mucho más terrible para su alma santa, iba a entrar en la muerte como la santa Víctima bajo la mano de Dios. Este, en verdad, era un camino que solo él podía tomar. Pedro no podía seguirlo en ese camino. Después, en los años venideros, Pedro tendrá el alto honor de seguir al Señor en el camino del martirio.

Confiando en su amor por el Señor, Pedro, muy seguro de sí, afirma: «mi vida pondré por ti»; así se atrae la solemne advertencia del Señor: «En verdad, en verdad te digo: No cantará el gallo sin que me hayas negado tres veces».

Si la carne en un falso discípulo puede traicionar al Señor, ella puede, en un verdadero discípulo, negar al Señor. Sin embargo, no olvidemos que el amor del Señor triunfó de la negación de Pedro, pues, como hemos visto, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin». Cegados por la confianza que tenemos en nosotros mismos, podemos llegar hasta negar al Señor, pero somos amados por el Señor con un amor que no nos abandona.

1.4.5 - El nuevo mandamiento

«Un nuevo mandamiento os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, que vosotros también os améis unos a otros» (Juan 13:34).

2 - Juan 14 — La relación de los discípulos con el Señor, el Padre y el Espíritu Santo

Las solemnes escenas y las serias palabras del capítulo 13 son un adecuado preludio al gran desarrollo del capítulo 14. En el capítulo 13 tenemos la exposición de la corrupción total de la carne, ya sea en un falso discípulo o en uno verdadero. En Judas, la carne prefiere unas miserables piezas de plata al Hijo de Dios, y luego traiciona al Señor de la manera más vil utilizando el signo del amor. En Pedro, aprendemos que la carne en un creyente puede tratar de darse crédito profesando amor y dedicación a Cristo. El hombre en la carne no es más que arcilla en manos del diablo, y la carne no juzgada en un santo un instrumento a su disposición.

El descubrimiento de un mal insospechado en el círculo de los doce, la perspectiva de la gran pérdida que iban a experimentar, el anuncio de la negación que se avecinaba, arroja un manto de tristeza sobre el pequeño grupo. Uno de los suyos –a punto de traicionar al Señor– había salido en la noche; el Señor se dirigía hacia donde ellos no podían seguirle; Pedro estaba a punto de negar a su Maestro. La pena, incluso la consternación, pesa sobre los corazones atribulados de los discípulos, al proyectarse sobre ellos la sombra abrumadora de los acontecimientos inminentes.

Pedro, tan ardiente hasta ahora, permanece en silencio. Durante estas últimas conversaciones, no volveremos a escuchar su voz. Por el momento, todos guardan silencio ante la revelación de la próxima partida del Señor, la cercana traición de Judas y la inminente negación de Pedro. Entonces oímos al Señor romper el silencio con estas conmovedoras palabras: «No se turbe vuestro corazón». Este mensaje de ánimo y consuelo debió ser un bálsamo para aquellos corazones afligidos. Pero, aunque el Señor se dirija a los once, recordemos, como alguien dijo, que “el auditorio es mucho más grande de lo que parece. En primer plano están los once; detrás de ellos, la Iglesia universal… Los presentes son hombres como nosotros, pero son tipos: queridos en sí mismos por el corazón del Señor, como muestran sus tiernas palabras; preciosos también a sus ojos como representación de todos los que creerían en él a través de su palabra”.

Este magnífico discurso trae consuelo y alivio a los corazones atribulados. Comienza con el suave estímulo: «No se turbe tu corazón». Y al llegar al final, volvemos a oír las palabras: «No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo». Sin embargo, el Señor no pensaba ciertamente en las preocupaciones de la vida cotidiana, a pesar del alivio que estas tiernas palabras podían aportar. Pensaba en la angustia que provocaba en sus corazones la partida de Aquel que se había ganado su afecto por su infinito amor. Un poco más tarde el Señor dirá: «Ahora me voy… Pero, porque os he dicho estas cosas, el dolor ha llenado vuestro corazón» (16:5, 6). Este era el problema de los corazones que habían sido tan atraídos a Cristo que eran felices en su presencia y se afligían en su ausencia. Quedar en un mundo malvado del que Cristo está ausente es una prueba dolorosa para el corazón que lo ama.

En respuesta a este problema particular, el Señor quiere elevarnos por encima de la pecaminosidad de los hombres y la falta de santos, a la compañía de las personas divinas. Por medio de la fe, quiere unirnos a él en el nuevo lugar al que ha ido; quiere ponernos en relación con el Padre en el cielo y colocarnos bajo el control del Espíritu Santo en la tierra. Para que nuestros corazones sean consolados, somos puesto en relación con cada una de las personas divinas: el Hijo (14:1-3); el Padre (14:4-14) y el Espíritu Santo (14:15-26).

En el transcurso de estas charlas, encontraremos exhortaciones para dar fruto y testimonio en un mundo del que se nos advierte que solo podemos esperar odio, persecución y tribulación. Sin embargo, antes de ser llamados a encontrar la oposición del mundo exterior, somos llevados a la comunión con las personas divinas, a una escena de intimidad. La santa comunión del hogar nos prepara para afrontar las pruebas del mundo exterior.

2.1 - La relación de los discípulos con Cristo (Juan 14:1-3)

2.1.1 - Versículo 1

El capítulo comienza con las tiernas y conmovedoras palabras: «No se turbe tu corazón». ¿Quién sino el Señor podría haber pronunciado unas palabras llenas de gracia en un momento tan solemne? Acababa de anunciar la triple negación de Pedro, y al igual que esta advertencia fue precedida por la declaración llena de gracia: «Me seguirás más tarde», le siguen estas suaves palabras: «No se turbe vuestro corazón». Con la traición de Judas y la negación de Pedro ante ellos, los discípulos tenían mucho por qué preocuparse. Sin embargo, el Señor dice: «No se turbe vuestro corazón».

En este comienzo de la entrevista, el Señor utiliza tres formas para disipar la confusión en nuestros corazones. En primer lugar, (a) se presenta ante nosotros como objeto de fe en la gloria. «Creéis en Dios» –a quien nunca han visto– y ahora el Señor que está a punto de desaparecer de su vista y entrar en la gloria puede decir: «Creed también en mí». Así, Cristo, como hombre en la gloria, se convierte en el recurso y el apoyo del corazón. Todo en la tierra puede faltarnos, el mundo puede tentarnos, la carne traicionarnos, pero Cristo en la gloria sigue siendo el recurso infalible de la fe. Como alguien dijo una vez: “No se puede encontrar ningún consuelo sólido aparte de Cristo”. Ya sean los mejores amigos cristianos, los padres más cariñosos, circunstancias excepcionalmente favorables, una salud floreciente o el futuro más prometedor, nada de lo que tengamos en la tierra nos dará un consuelo duradero; pero Cristo en la gloria sigue siendo Aquel a quien la fe puede dirigirse, y en quien encuentra el recurso inalterable de los suyos, a través de la larga y oscura noche de su ausencia.

2.1.2 - Versículo 2

(b) Como segundo consuelo para nuestros corazones, el Señor nos revela el nuevo hogar. «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, yo os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar». No solo tenemos a Cristo en la gloria como nuestro recurso infalible, sino que tenemos la casa del Padre como nuestro hogar permanente. Pues fíjense que la palabra «moradas» significa en realidad un hogar que nunca dejaremos una vez que lo alcancemos: moraremos allí. En la tierra no tenemos un «hogar permanente». Somos peregrinos y extranjeros en la tierra. Nuestro hogar está en la casa del Padre. Además, en la casa del Padre hay «muchas» moradas. En la tierra no hubo sitio para Cristo, y hay poco sitio para los que pertenecen a Cristo, pero en la casa del Padre hay sitio para todos los que pertenecen a Cristo, grandes y pequeños. Si fuera de otro modo, el Señor lo habría dicho a sus discípulos. No habría reunido a sus discípulos a su alrededor para sacarlos de este mundo, si no fuera para conducirlos a una esfera de felicidad con la que estaba familiarizado: la casa de su Padre. Era a esta casa a la que el Señor iba. En la cruz, preparó a los suyos para ese lugar; su presencia en la gloria prepara el lugar para los suyos. Así, somos elevados por encima de la debilidad e insuficiencia de todo lo que pertenece a la tierra, y transportados más allá de las escenas pasajeras del tiempo, para entrar en espíritu en un mundo mejor, y encontrar allí una morada preparada en la casa del Padre.

2.1.3 - Versículo 3

(c) En tercer lugar, para el consuelo de nuestros corazones, el Señor pone ante nosotros su regreso para llevarnos con él a esta casa. A su debido tiempo, otros pasajes nos revelarán el orden de los acontecimientos en relación con su venida, pero aquí, para nuestro consuelo, se nos da a conocer el supremo gozo de su venida. Su venida pondrá fin, de hecho, a nuestro camino en el desierto. Sanará todas las brechas entre los hijos de Dios; reunirá en uno a los santos divididos y dispersos. Acabará con las penas, las pruebas y los trabajos de los suyos. Ella nos sacará de un escenario de oscuridad y muerte y nos llevará a un hogar de luz, vida y amor. Su venida hará todo esto y más, pero, sobre todo, nos introducirá en compañía de Jesús. Como él puede decir: «Os tomaré conmigo; para que donde yo estoy, vosotros también estéis». ¿Qué sería el cielo sin Jesús? Estar en una escena donde «ya no existirá la muerte, ni duelo, ni clamor, ni dolor» (Apoc. 21:4), –donde todo es santidad y perfección– será ciertamente precioso, pero si Jesús no estuviera allí, el corazón quedaría insatisfecho. La felicidad suprema que nos proporciona su venida, es que estaremos con él. Él habrá estado con nosotros en este mundo de oscuridad y muerte, y nosotros estaremos con él en el hogar eterno de la vida: la casa del Padre.

Con estas palabras, que revelan el aspecto más elevado de su venida, el Señor nos revela los deseos secretos de su corazón: tener a los suyos con él para gozo y satisfacción de su propio corazón. Desea nuestra compañía. Él es en el cielo el objeto de nuestra fe; nosotros somos en la tierra los objetos de su amor. Si nuestro tesoro está en el cielo, su tesoro está en la tierra. Cristo mismo se ha ido, pero el corazón de Cristo está aquí en la tierra, y, como se ha dicho correctamente: “Si su corazón está aquí, él mismo no está lejos”.

¡Qué consuelo para nuestros atribulados corazones tienen estos versículos iniciales! Cristo en la gloria, nuestro recurso infalible; un hogar en la gloria que nos espera y un Hombre en la gloria que desea nuestra presencia.

¡Cuán bendita y diferente es la forma de enseñar del Señor de la manera de hacer de los hombres! En los siguientes capítulos, nos iluminará en cuanto a nuestro viaje por este mundo y nos advertirá de las pruebas y persecuciones que vendrán, pero ante todo nos revela el glorioso propósito del viaje. Nosotros habríamos reservado esos temas tan elevados para el final de la charla. Él adopta un orden diferente y mucho mejor. No quiere dejarnos que afrontemos la peregrinación por un mundo hostil antes de haber puesto ante nuestros corazones la morada permanente, con él, en la casa del Padre. Quiere que consideremos el viaje a la luz del hogar al que conduce. “El paso por el valle es transformado –ha dicho alguien– desde el momento en que divisamos las colinas más allá”.

Para nuestro consuelo, además, estas maravillosas revelaciones del mundo invisible son puestas ante nosotros en términos sencillos y familiares. Verdades de tan gran elevación, que pueden dar vértigo a la inteligencia más grande, se exponen en términos tan sencillos que están al alcance de un niño pequeño que cree en Jesús.

2.2 - La relación de los discípulos con el Padre (Juan 14:4-14)

Habiendo puesto ante nosotros el final de la peregrinación, el Señor puede mostrarnos nuestros privilegios mientras estamos en el camino. En los siguientes versículos estamos puestos en relación con el Padre. Aunque todavía no hemos llegado a la casa del Padre, tenemos el privilegio de conocer al Padre –a quien pertenece la casa– antes de entrar en ella. Y si somos llevados a conocer al Padre ahora, es para que podamos tener acceso al Padre mientras atravesamos el mundo. El gran propósito de esta parte del discurso es llevarnos a «conocer» al Padre, a «verlo» y a «venir» a él; así, yendo al Padre, podremos entonces, en la feliz confianza de niños, presentarle nuestras peticiones en el nombre de Cristo.

2.2.1 - Versículos 4-6

El Señor introduce este gran tema con la afirmación: «Sabéis a dónde voy, y sabéis el camino». Ocupado con un pensamiento muy diferente, Tomás no captó el significado de las palabras del Señor. En respuesta a su pregunta: «¿Cómo podemos saber el camino?», el Señor deja claro que se refiere a la Persona a la que se dirige, no solo a un lugar, como Tomás supuso erróneamente. Cristo es el camino hacia esa Persona: el Padre. También es Aquel en quien se presenta la verdad del Padre. Él es de nuevo la vida en la que se puede saborear la verdad del Padre. Finalmente, no hay otro camino hacia el Padre, por lo que el Señor añade: «Nadie viene al Padre, sino por mí». Palabras de significado profundamente solemne en un día en que los hombres rechazan los derechos del Hijo mientras hablan de Dios como Padre. Las palabras del Señor anticipan las palabras inspiradas del apóstol que más tarde escribió: «Cualquiera que niega al Hijo, no tiene al Padre» (1 Juan 2:23).

2.2.2 - Versículo 7

También es cierto que conocer al Hijo es conocer al Padre. Por eso el Señor puede decir a sus discípulos: «Si me hubieseis conocido a mí, hubierais conocido a mi Padre también; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto».

2.2.3 - Versículos 8-11

Felipe, al igual que Tomás, no consigue elevarse por encima de lo concreto. Tomás había imaginado un lugar material; Felipe piensa en la vista física y por eso dice: «Señor, muéstranos al Padre, y esto nos basta». En su respuesta, el Señor deja claro que está hablando de la visión de la fe. Hace una pregunta que sondea el corazón: «Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe?» Luego declara: «El que me ha visto, ha visto al Padre». Mirar más allá de la forma exterior y ver al Hijo por la fe, es en realidad ver al Padre; porque el Hijo es la revelación perfecta del Padre.

El mundo incrédulo no discernió al Hijo; todo lo que vio fue a alguien que se decía que era el hijo de José –el carpintero. Solo la fe era capaz de ver, en este humilde hombre, al Hijo único que había venido a dar a conocer al Padre. Solo el que estaba en el seno del Padre podía manifestar el corazón del Padre. Abraham ha podido decirnos que Dios es el Todopoderoso; Moisés ha podido enseñarnos que Dios es el «Yo soy», eterno e inmutable. Pero ni Abraham ni Moisés eran lo suficientemente grandes como para revelarnos el corazón del Padre. Solo una persona divina es lo suficientemente grande como para revelar una persona divina. Por lo tanto, el Señor declara inmediatamente la perfecta igualdad e identidad del Padre y del Hijo; puede decir: «Yo estoy en el Padre, y … el Padre está en mí». El tránsito del Hijo por este mundo no es simplemente una manifestación del Padre y del Hijo, sino del Padre en el Hijo.

Una vez que hemos discernido por la fe la gloria del Hijo, es fácil ver al Padre revelado en el Hijo. En virtud de quien es, como igual e identificado con el Padre, el Señor puede presentar inmediatamente sus «palabras» y «obras» como siendo la revelación del Padre. La gracia, el amor, la sabiduría y el poder que brillaron en sus palabras y obras nos dan a conocer el corazón del Padre.

2.2.4 - Versículos 12-14

Pero, además, si en la tierra el Hijo había glorificado al Padre revelando su corazón con sus palabras, cuánto más sería glorificado el Padre por el Hijo cuando, ocupando su lugar en lo alto, diera a conocer aún el corazón del Padre por las obras «mayores» de los discípulos; y finalmente, glorificara al Padre concediendo las peticiones hechas al Padre en nombre de Cristo.

En este punto de la conversación, el Señor deja de hablar de los efectos de sus palabras y obras que los discípulos habían probado mientras aún estaba con ellos, y comienza a anunciar los efectos nuevos y más profundos de su poder después de su partida al Padre. La transición está marcada por las palabras: «En verdad, en verdad», palabras que suelen utilizarse para introducir una nueva verdad. El Señor revela así a sus asombrados discípulos la nueva verdad de que, tras su partida, aquel que creería en él haría las obras que el propio Jesús hizo y, lo que es más sorprendente, haría obras más grandes.

El Señor hace depender este mayor despliegue de poder del hecho que iba al Padre. Al volver al Padre, iba a la fuente de todo poder y bendición. Así, a través de la presencia de Cristo con el Padre, todos los recursos del cielo se abrirían para el que, en la tierra, cree en él y ore en su nombre.

Estos versículos de transición nos llevan a la historia de la Iglesia primitiva cuando, en lugar de reunirse solo unos pocos discípulos bajo el ministerio de Jesús, miles estaban reunidos por la predicación de los apóstoles: «Eran muchas las señales y maravillas… se hacían en el pueblo» (Hec. 5:12); la sombra de Pedro fue suficiente para dar la curación a los enfermos; muertos resucitaron; y «Dios obró milagros extraordinarios por manos de Pablo» (Hec. 19:11), de modo que incluso los pañuelos que llevaba puestos en su cuerpo curaban a aquellos sobre los que se colocaban.

Este gran poder estaba al alcance de la fe expresada mediante la oración en Su nombre. Se ha dicho con razón que “las peticiones hechas en nombre de otro implican la apropiación para uno mismo de sus títulos, méritos y derechos a ser escuchado”. Por sus propias palabras, el Señor confiere este privilegio a los que están en relación con él por la fe. Pedir en nombre de Cristo era algo nuevo para los discípulos y resultaba, como todo lo demás en estas conversaciones, de la partida del Señor; de hecho, pedir en su nombre presupone la ausencia de Cristo. La expresión pedir «en mi nombre» aparece cinco veces en estas conversaciones.

Así, las palabras y las obras de Jesús en la tierra nos hacen descubrir el corazón del Padre; y aprendemos aún a conocer al Padre a través de las obras «mayores» hechas por los discípulos bajo la dirección del Señor desde su lugar en lo alto; y discernimos el amor del Padre viendo al Señor actuar por nosotros en respuesta a nuestras peticiones al Padre en nombre de Cristo.

En un mundo que se ha alejado de Dios, donde todos buscaban sus propios intereses, él era siempre uno con el Padre en pensamiento, propósito y afecto, y encontraba su placer en la voluntad del Padre. Un mundo de pecado hizo de él un hombre de dolores, pero encontró un descanso ininterrumpido y un gozo constante en el amor del Padre. Es en esta misma relación bendita con el Padre en la que él quisiera introducirnos, para que también nosotros encontremos nuestro placer, nuestro descanso, nuestro gozo, en el amor del Padre.

Todo ha sido revelado en el Hijo. El amor del corazón del Padre, el propósito del pensamiento del Padre, la gracia de la mano del Padre, todo se ha manifestado en Cristo el Hijo. Todo ha sido revelado también como nuestra porción actual. Cuando lleguemos al cielo, no tendremos una revelación del Padre distinta a la que tenemos ahora. Todo ha sido revelado en la tierra. La única diferencia será que ahora vemos a través de un cristal, de una manera imperfecta, pero luego cara a cara. Sin embargo, de lo que gozaremos plenamente en el cielo ha sido revelado plenamente en la tierra. Esperamos que la gloria de la casa del Padre sea revelada a nuestros ojos maravillados, pero el amor del corazón del Padre ha sido revelado, para gozo de nuestros corazones, en la tierra, aunque, por desgracia, nuestra débil fe no haya dado más que una pobre respuesta a tal revelación.

2.3 - La relación de los discípulos con el Espíritu Santo (Juan 14:15-31)

Habiendo transportado los pensamientos de los discípulos más allá del presente hacia el futuro cercano, el Señor comienza a revelar el segundo gran evento que marcaría los días venideros. No solo el Señor iba a ir al Padre, sino que el Espíritu Santo vendría del Padre.

El Señor prepara así a los discípulos para los importantes cambios que iban a tener lugar. El Hijo regresaría al Padre para ocupar su lugar como hombre en la gloria; el Espíritu Santo vendría a morar en los creyentes como persona divina en la tierra. Estos dos maravillosos acontecimientos debían inaugurar el cristianismo y traer a la existencia a la Iglesia; debían sostener a la Iglesia durante su peregrinaje por este mundo, preservarla del mal que reina en el mundo, mantenerla como testigo para Cristo y, finalmente, presentar la Iglesia a Cristo en la gloria.

Sin embargo, aquí el Señor no revela la gran doctrina de la Iglesia y su formación, ni tampoco la del testimonio que daría la Iglesia por medio del Espíritu. Todavía no había llegado el momento de tales revelaciones. Más bien, el Señor tiene ante sí las profundas experiencias espirituales que tendrán los creyentes como resultado de la venida del Espíritu. Era lo apropiado en ese momento. Pensar en perder a Aquel que les era tan querido –cuya presencia les había deleitado– llenó de tristeza el corazón de los discípulos. Así que el Señor les habla de la venida de otro Consolador, uno que no solo disiparía esta sensación de soledad, sino que llevaría sus corazones a un conocimiento de su Maestro más profundo e íntimo que en los días en que estuvo entre ellos en la tierra. Son estas experiencias secretas, saboreadas por el Espíritu, las que prepararán a los discípulos para ser testigos de Cristo en el poder del Espíritu. ¿No podemos decir que la debilidad, a menudo tan grande, de nuestro testimonio de Cristo se debe a que gozamos muy poco de esa intimidad personal con Cristo a la que solo el Espíritu puede conducir? Buscamos comprometernos con el servicio sin vivir en el lugar secreto de la comunión con el Padre y con el Hijo a través del Espíritu. Es la revelación de estas experiencias secretas lo que hace que esta parte de la última entrevista sea tan valiosa. Se trata de una escena íntima; el creyente está llevado a la compañía de las personas divinas, para que a su debido tiempo pueda dar testimonio de Cristo fuera en el mundo que Cristo ha dejado.

2.3.1 - Versículo 15

Es sorprendente ver cómo el Señor introduce el gran tema de la venida del Espíritu Santo. Dice: «Si me amáis, guardad mis mandamientos». En el transcurso del Evangelio según Juan, hemos oído hablar repetidamente del amor del Señor por los discípulos; ahora, por primera vez, se trata del amor de los discípulos por el Señor. El don del Espíritu se relaciona así con un grupo de personas que aman y obedecen al Señor. Es para tal compañía que el Señor se complace en pedir al Padre que dé el Consolador. Además, ¿no indican estas palabras que, solo aquellos cuyas vidas están marcadas por el amor y la obediencia al Señor, pueden conocer las experiencias saboreadas en el poder del Espíritu?

En los versículos anteriores, el Señor habló de la fe y la oración (14:12-14); ahora, menciona el amor y la obediencia. Quiere que entendamos que las profundas experiencias espirituales a las que conduce el Consolador son la parte de los santos caracterizada por la fe que cree en el Señor, la dependencia que ora en su nombre, el amor que se aferra al Señor y la obediencia que se deleita en cumplir sus mandamientos. Estas son las grandes características morales que preparan al alma para beneficiarse de la presencia del Espíritu. No basta con que el Espíritu more con nosotros; debe haber en el corazón y en la vida un estado adecuado al Espíritu.

2.3.2 - Versículo 16

Al principio del evangelio, Juan el Bautista anunció que el Señor bautizaría con el Espíritu Santo. Más tarde, en relación con la visita del Señor a Jerusalén, se nos dice claramente que, bajo la figura del agua viva, Jesús habló del Espíritu que recibirían los que creyeran en él; y, además, que este gran don no se confería todavía porque Cristo no había sido glorificado aún. Ahora, ha llegado la hora en la que el Señor va a ser glorificado, y se convierte en el momento que elige para descubrir a sus discípulos la gran verdad de la venida a la tierra de esta persona divina.

De una manera muy bendita, y que se ajusta perfectamente a la ocasión, el Señor habla del Espíritu Santo como Consolador. Entre las grandes y variadas actividades del Espíritu, era el consuelo lo que los discípulos necesitaban particularmente en ese momento. Sin embargo, este nombre de «Consolador» tiene un significado más profundo que se nos puede escapar fácilmente, pues, en el sentido moderno de la palabra, se aplica principalmente a quien simpatiza con nosotros en nuestras penas. En su sentido original, es alguien que “está al lado de una persona para fortalecerla, ayudarla y animarla”. Así, en el Consolador, los discípulos tendrían a alguien que estaría a su lado para fortalecerlos en sus debilidades y consolarlos en sus penas.

Además, el Señor habla del Espíritu Santo como otro Consolador, comparando así al que iba a venir con sí mismo; de hecho, ¿no había estado con ellos para sostenerlos, animarlos y consolarlos? Finalmente, el Señor no solo compara al Consolador con sí mismo, sino que también establece un contraste. El Señor había estado con ellos solo unos pocos años, mientras que el Consolador que iba a venir estaría con ellos para siempre. Muchos pasajes del Antiguo Testamento hablaron del Espíritu Santo viniendo sobre ciertos hombres y tomando el control de su ser durante un tiempo con un propósito especial. Pero que una persona divina viniera para estar allí eternamente era algo bastante nuevo.

2.3.3 - Versículo 17

Existe otro contraste entre Cristo y esta persona que iba a venir: mientras que Cristo es la Verdad, el Espíritu Santo es llamado «el Espíritu de verdad». En Cristo vemos la verdad presentada objetivamente. El Espíritu de verdad, que tenemos obra en nosotros para hacernos comprender todo lo que es presentado en Cristo.

En contraste de nuevo con el Señor, el Espíritu es una persona que el mundo no puede recibir «porque no lo ve, ni lo conoce». Cristo había venido en la carne; podía haber sido visto por los hombres y fue así presentado de manera a que fuese recibido por ellos. El Espíritu Santo no vendría en carne y no se presenta como pudiendo ser visto físicamente o conocido intelectualmente. Para el mundo, no es una persona divina, sino, a lo sumo, una influencia imaginaria y vaga. Para los discípulos, no será una mera influencia, sino una persona que estará con ellos, en contraste con Cristo que estaba a punto de dejarlos. Estaría en ellos, en contraste con Cristo que estaba con ellos, pero no en ellos.

2.3.4 - Versículos 18-20

Habiendo hablado de la persona del Espíritu Santo, el Señor procede en estos versículos a desarrollar los efectos normales de su presencia en el creyente. La salida del Señor para estar con el Padre y la venida del Espíritu no significó que perdieran una persona divina y recibieran otra. Se ha dicho con razón: “No es la promesa de una sustitución lo que excluye la presencia de Cristo, sino de un medio que la asegura”. Así, el Señor puede decir a sus discípulos: «No os dejaré huérfanos, yo vengo a vosotros». También se ha dicho: “Cuando Cristo estaba en la tierra, el Padre no estaba lejos: «No estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Juan 16:32); y si el Consolador está allí, Cristo no está lejos”.

Si el versículo 18 nos dice que la venida del Espíritu hará que experimentemos la presencia de Cristo a nuestro lado, los dos versículos siguientes detallan los efectos en el creyente de esta presencia de Cristo. El Señor los expresa en estas tres afirmaciones: «Me veréis»; «viviréis»; «conoceréis». El Espíritu Santo no viene a hablar de sí mismo ni a ocuparnos de él, ni viene para que le rindamos culto; viene para conducir el alma a Cristo. Dentro de poco el mundo ya no vería a Cristo, pero cuando hubiera desaparecido de su vista, seguiría siendo para el creyente el objeto de la fe en el poder del Espíritu. Para el mundo, Cristo no sería más que una figura histórica, que ha vivido una vida ejemplar y ha tenido una muerte de mártir. Para los creyentes, seguiría siendo una persona viva, cuya presencia podrían percibir y saborear por el poder del Espíritu. Más que eso, al verlo, los creyentes vivirían. Los hombres del mundo viven porque el mundo existe con sus placeres, su política y su vida social. Cuando estas cosas faltan, la vida del mundano deja de tener interés. El cristiano vive porque Cristo vive, y como Cristo, el objeto de nuestra vida, vive para siempre, la vida del creyente es una vida eterna.

Por el Espíritu de nuevo, el creyente sabe que Cristo está en el Padre, que los creyentes están en Cristo y que Cristo está en los creyentes. Sabemos que Cristo tiene un lugar supremo en los afectos del Padre; que tenemos un lugar en el corazón de Cristo y que Cristo tiene un lugar en nuestros corazones. El mundo no puede «ver», «vivir» o «conocer». Está ciego a las glorias de Cristo; está muerto en sus delitos y pecados; no conoce a Dios; pero en el poder del Espíritu habrá una compañía de personas en la tierra que «ven», «viven» y «conocen». Tienen a Cristo en la gloria como objeto de sus almas, una vida que encuentra su gozo y placer en Cristo, y el conocimiento del lugar que ocupan en su corazón.

2.3.5 - Versículos 21-24

Los versículos 18-20 nos han mostrado el efecto normal de la venida del Espíritu. Los siguientes versículos presentan las calificaciones espirituales que permitirán a todo creyente entrar y disfrutar de los privilegios que son nuestra porción en el poder del Espíritu. Aunque la cristiandad profesa, por desgracia, se ha quedado muy por debajo de estas condiciones normales, es reconfortante ver que lo que debería ser cierto para el conjunto todavía puede ser disfrutado por el individuo. Por lo tanto, es importante señalar que, a partir de este punto, la enseñanza del Señor se vuelve esencialmente individual. Hasta este momento, el Señor ha utilizado el pronombre «vosotros» (14:18-20); ahora utilizará palabras como «el que», «ese» (14:21-24).

El amor y la obediencia son las grandes calificaciones necesarias para entrar en estas experiencias más profundas. El Señor dijo una vez: «Si me amáis, guardad mis mandamientos»; ahora dice: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama». Se ha dicho con razón que el primer versículo presentaba el amor como el resorte de la obediencia, el segundo la obediencia como la prueba del amor. Cada expresión del pensamiento del Padre era un mandamiento para Cristo y, de la misma manera, cada expresión del pensamiento de Cristo es un mandamiento para el que le ama. El que ama a Cristo será amado por el Padre y por Cristo. Hará, de forma especial, la experiencia del amor de las personas divinas. Es a estos a quienes el Señor se manifestará.

Judas (no el Iscariote) interviene entonces con su pregunta: «Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros y no al mundo?». Con la mente llena de pensamientos y esperanzas judías, Judas está desconcertado por estas comunicaciones. No comprendiendo el cambio que estaba a punto de producirse y aferrándose todavía a la idea de un reino visible, no podía entender cómo podía establecerse si el Señor no se manifestaba al mundo. Los hermanos carnales de Jesús tenían un pensamiento similar cuando dijeron: «Manifiéstate al mundo» (Juan 7:4). Incluso ahora, por la misma ignorancia del llamado de la Iglesia y del carácter del día en que vivimos, hay muchos verdaderos cristianos que dicen de muchas formas diferentes al Señor: “Manifiéstate al mundo”. Estos harían con gusto de Cristo un líder de actividades filantrópicas y el centro de los grandes movimientos para la mejora del mundo. Pretenden devolver a Cristo al mundo, sin comprender que el Espíritu de Dios ha venido a sacar a los creyentes del mundo y a conducirlos a Cristo en el cielo.

A primera vista, la declaración del Señor no parece responder realmente a la pregunta planteada por Judas. Todavía no había llegado el momento de exponer plenamente el carácter celestial del cristianismo. Sin embargo, la respuesta del Señor rectifica el pensamiento erróneo de los discípulos. Judas pensaba en una manifestación visible ante el mundo; el Señor habla de una manifestación a un individuo. Judas piensa en el mundo; el Señor habla de «alguno». El mundo había rechazado al Señor y el Señor había terminado con el mundo como tal. En adelante, se trataría de individuos sacados fuera del mundo por el poder de atracción de Aquel a quien el amor vinculaba sus corazones. En su respuesta, el Señor desarrolla esta verdad. No solo el que ama al Señor guardará sus mandamientos, como ya se ha dicho, sino que guardará sus «palabras». Esto es más que sus mandamientos. Estos expresan sus pensamientos sobre los detalles de nuestra conducta. Su «palabra», como nos dice el siguiente versículo, no es simplemente la suya, sino la del Padre que lo envió; declara todo lo que vino a revelar del corazón del Padre y de los consejos del Padre para el cielo y el mundo venidero. Sus «mandamientos» arrojan una luz necesaria en nuestro camino; sus «palabras» iluminan el futuro glorioso al revelar el consejo del corazón del Padre. Por lo tanto, el apego a sus palabras prepara el camino para el Padre; así que el Señor puede decir ahora: «Vendremos a él, y haremos morada con él».

2.3.6 - Versículos 25-26

Las palabras iniciales de estos versículos introducen un nuevo tema en esta parte de las comunicaciones del Señor. Nos ha presentado las experiencias que serían la parte normal de los creyentes por el Espíritu (14:18-20), luego lo que cada creyente individual podría hacer (14:21-24); el Señor habla ahora de la venida del Espíritu Santo más especialmente en relación con los once. Por primera vez, el Consolador es llamado expresamente «el Espíritu Santo». Se habla de él como de una persona divina que será enviada por el Padre en nombre de Cristo. Venir en nombre de Cristo nos indica que viene a representar los intereses de Cristo durante su ausencia. No viene para exaltar a los creyentes, para elevarlos en la tierra ni para promover sus intereses terrenales. Su único asunto en un mundo que ha rechazado a Cristo, es de atraer hacia Cristo, reunir hacia él un pueblo para Cristo, exaltar a Cristo. En estas últimas comunicaciones veremos que el Espíritu se ocupa de los intereses de Cristo de tres maneras: (a) primero, en este capítulo, despierta nuestros afectos por Cristo; (b) segundo, en el capítulo 15, abre nuestras bocas en testimonio de Cristo; (c) tercero, en el capítulo 16, nos sostiene ante la oposición del mundo, poniendo ante nosotros los consejos del Padre para el mundo venidero.

Aquí la gran obra del Espíritu es de ocuparnos con el propio Cristo. El Espíritu Santo despierta nuestros afectos por Cristo de dos maneras. En primer lugar, el Señor dice a los once: «Él os enseñará todas las cosas». Las «todas las cosas» del versículo 26 contrastan con las «estas cosas» del versículo 25. El Señor había hablado de algunas cosas, pero había otras relativas a la gloria de Cristo, que estaban más allá de la comprensión de los once en ese momento. El Señor estaba limitado en sus comunicaciones por la limitada capacidad espiritual de los discípulos. La venida del Espíritu resultaría en una mayor comprensión espiritual que le permitiría comunicar las «todas las cosas» relacionadas con Cristo en la gloria. En segundo lugar, el Señor puede decir: el Espíritu «os recordará todas todo lo que os he dicho». No solo revelará las cosas nuevas sobre Cristo en su nueva posición –cosas que nos llevan a la gloria eterna– sino que traerá a la memoria las comunicaciones llenas de gracia hechas por Cristo durante su estancia en la tierra. Todo lo de Cristo, pasado, presente y futuro, es infinitamente precioso. Nada de lo suyo se perderá. Qué importante es que las palabras del Señor sean recordadas por una persona divina a los que, con sus palabras y escritos, tendrían que instruir a otros. Para recordarnos estas palabras, no se les deja a su propia memoria imperfecta y fallida. La comunicación que hagan de las palabras del Señor tendrá la perfección absoluta de quien las recuerda sin ninguna mezcla de debilidad humana.

2.3.7 - Versículos 27-31

Con los versículos anteriores, el Señor ha cerrado el ministerio de la gracia que pone a los suyos en relación con las personas divinas. Este ministerio de aliento y consuelo –esta comunión con las personas divinas– prepara a los discípulos para la salida de Aquel a quien aman. También el Señor puede hablar más libremente sobre su inminente partida en estos últimos versículos.

Pero si se iba, dejaría su paz a sus discípulos. En las circunstancias externas, era el hombre de dolores, experimentado en quebranto. Por todos lados, tenía que enfrentarse a la contradicción de los pecadores, pero caminando en comunión con el Padre y en sumisión a su voluntad, siempre disfrutaba de la paz del corazón. Esta misma paz sería la del creyente, si mantenía tal comunión con las personas divinas y se dejara controlar de tal manera por el Espíritu hasta el punto que su propia voluntad fuera dejada de lado. En medio de un mundo agitado, el corazón del creyente estaría custodiado por la paz de Cristo. Sería una paz compartida con Cristo, pues al dar la paz a sus seguidores, no la da como el mundo, que debe deshacerse de lo que da.

Además, si el Señor se iba, era solo por un tiempo, pues volvería. Mientras tanto, el amor desinteresado se alegraría de que su camino de sufrimiento había terminado y de que se iba al Padre. El Señor los previene claramente de su partida, para que, cuando esta se produjera, su fe no se viera afectada.

En lo sucesivo no hablaría mucho con ellos; pues el jefe de este mundo venía. Esto significaba que el último gran conflicto, que anularía el poder de Satanás, iba a comenzar. El triunfo sobre Satanás estaba asegurado, pues el diablo no tenía nada en Cristo. Su muerte no sería el resultado del poder de Satanás, sino la expresión del amor de Cristo por el Padre. Su perfecta obediencia al mandato del Padre, su obediencia hasta la muerte, es la prueba eterna de su amor por el Padre.

Después de estas palabras, que atestiguan de su amor por el Padre y de su obediencia, el Señor pone fin a esta parte de sus conversaciones diciendo: «¡Levantaos, vámonos de aquí!» Por amor al Padre, se avanza para hacer la voluntad del Padre; pero se asocia a sus discípulos. Llegará el momento en que, como ya ha dicho el Señor: «A donde yo voy, vosotros no podéis venir» (13:33); pero todavía quedan algunos pasos que pueden dar con él, pasos vacilantes. Así, abandonan juntos el aposento alto y salen al mundo exterior.

2.4 - La nueva promesa

«El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él» (Juan 14:21).

3 - Juan 15

3.1 - La introducción

El gran objetivo del discurso de Juan 13 es poner a los creyentes en relaciones apropiadas con Cristo y entre sí, para que puedan disfrutar de la comunión con Cristo, o “participar con él”, en el nuevo lugar que ha tomado, como Hombre, en la Casa del Padre. En el discurso que sigue (Juan 14), se nos permite contemplar a los creyentes en el disfrute de esta comunión con las Personas Divinas: con Cristo en la Casa del Padre; con el Padre revelado en el Hijo; y con el Espíritu Santo enviado por el Padre.

Estos dos discursos se separan de los que siguen por las palabras del Señor: «Levantaos, vámonos de aquí» (Juan 14:31). Con estas palabras el Señor pasa, con sus discípulos, del aposento alto al mundo exterior. Los discursos que siguen tienen un carácter acorde con el lugar en el que se pronuncian; pues ahora los discípulos son vistos como en el mundo del que Cristo ha sido rechazado, dando fruto al Padre y dando testimonio de Cristo. Se ha dicho en verdad: “En el primero, la nota clave es la consolación en vista de la partida; en el segundo, es la instrucción para el estado que sobrevendrá. Allí, al igual que aquí, el Orador instruye; aquí, al igual que allí, consuela”.

Las divisiones de este nuevo discurso son claras:

  • En primer lugar, en los versículos 1 al 8, el tema es la producción de frutos para el Padre.
  • En segundo lugar, en los versículos 9 al 17, tenemos una presentación de la compañía cristiana –el círculo de amor– en la que solo se puede encontrar fruto para el Padre.
  • En tercer lugar, en los versículos 18 al 25, nos es presentado el mundo sin Cristo –el círculo del odio– por el que está rodeada la compañía cristiana.
  • En cuarto lugar, en los versículos 26 y 27, nos es presentado el Consolador –el Espíritu Santo–, que da testimonio del Señor en la gloria y permite a los discípulos dar testimonio de Cristo en la tierra.

3.2 - Llevar fruto (Juan 15:1-8)

El Señor introduce el tema del fruto con la declaración: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador». Tales palabras habrán tenido un sonido extraño en los oídos de los once, acostumbrados, como estaban, por los Salmos y los Profetas, a pensar en Israel como la vid. El Salmo 80 había hablado de Israel como una vid sacada de Egipto. Isaías, en el cántico del Amado sobre su viña, expone, bajo la figura de la vid, el amor y el cuidado que Jehová ha concedido a Israel. Jeremías habla de Israel como «una viña». ¡Ay! Israel no había dado ningún fruto para Dios. Isaías se lamenta de que solo hayan producido «uvas silvestres», y Jeremías se queja de que la «vid escogida» se haya convertido en «sarmiento de vid extraña». Del mismo modo, Oseas habla de Israel como una «frondosa viña» que solo da «fruto para sí mismo», pero nada para Dios (Is. 5:1-7: Jer. 2:21: Oseas 10:1).

Durante años de paciencia y sustento, Dios había puesto a prueba a Israel de diversas maneras; había buscado frutos, pero solo encontró uvas silvestres. La última y mayor prueba fue la presencia del Hijo amado. El rechazo deliberado del Hijo constituía la prueba final de que Israel era realmente una «sarmiento de vid extraña» y una «frondosa viña».

Así pues, llegó el momento de revelar a los discípulos que Israel había sido dejado de lado; si han de dar fruto para Dios, ya no será como relacionado con Israel, la vid degenerada, sino con Cristo, la verdadera Vid. Cristo y sus discípulos ocuparán el lugar de Jerusalén y sus hijos.

Mientras nos da a conocer lo que reemplaza a Israel en la tierra, sin embargo, el Señor no presenta al cristianismo en sus relaciones celestiales. No considera a los creyentes como unidos por el Espíritu Santo con Cristo en el cielo como miembros de su Cuerpo –una relación vital que no puede ser rota– pero los ve en relación con Cristo en la tierra, en la profesión de ser sus discípulos. Esta profesión puede ser real o puede ser una mera profesión, de ahí que el Señor hable de dos clases de sarmientos, los que tienen vida y demuestran su vitalidad dando fruto, y los que no tienen vida y son rechazados y quemados.

El gran tema de esta plática es el «fruto» como evidencia de la realidad del discipulado, por lo que es apropiado que, de todas las plantas, ¡se utilice aquí la vid como figura! Otros árboles pueden ser útiles independientemente de sus frutos; la vid no lo es. Hablando de las ramas, Ezequiel pregunta: «¿Tomarán de ellas madera para hacer alguna obra, o tomarán de ellas una clavija para colgar algún utensilio?» (Ez. 15:3). Si la rama no produce frutos, es inútil.

¿Cuál es entonces el significado espiritual del fruto? ¿No podemos decir que el fruto es la manifestación de Cristo en el creyente? Leemos en Gálatas 5:22-23, que «el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio». ¿No es una hermosa descripción de Cristo cuando pasó por este mundo en humillación? Por lo tanto, si tal fruto se ve en los creyentes, resultará en la reproducción de Cristo en los suyos. Cristo personalmente se ha ido de esta escena, pero es la intención de Dios que Cristo aún sea visto en aquellos que son de él. Cristo, en persona, se ha ido a la Casa del Padre; Cristo, en sus caracteres morales continúa con los suyos en la tierra.

El fruto no es exactamente el ejercicio del don, ni del servicio, ni del trabajo. En efecto, se nos exhorta para que andemos «como es digno del Señor, con el fin de agradarle en todo, dando fruto en toda buena obra» (Col. 1:10). Este pasaje, a la vez que muestra lo estrechamente relacionado que está el dar fruto con las buenas obras, los distingue claramente entre ellas. Las buenas obras han de hacerse de manera tan semejante a la de Cristo que, en las obras que benefician al hombre, se encuentre un fruto aceptable para Dios. El hombre natural puede hacer muchas buenas obras, pero en ellas no se encontrará ningún fruto para Dios. ¿No nos advierte el apóstol, en 1 Corintios 13, que podemos ser activos en el servicio y en las buenas obras y, sin embargo, carecer de «amor», la expresión más excelente del fruto?

Si el servicio y la obra fueran fruto, este se limitaría en gran medida a aquellos que poseen dones y capacidades; pero si el fruto es la manifestación de Cristo, entonces llevar fruto llega a ser una posibilidad, así como un privilegio, para cada creyente, desde el más anciano al más joven.

¿Quién de los que aman a Cristo y admiran las perfecciones de Aquel de quien toda la persona es deseable, no desearía exhibir, en alguna medida, sus gracias, y así dar fruto? Si este es el deseo del corazón, hay tres maneras indicadas por el Señor para ayudarnos a cumplirlo.

Para que podamos dar fruto, primero están los cuidados de gracia del Padre; luego la purificación práctica por el poder de la Palabra de Cristo; y por último la responsabilidad del creyente de permanecer en Cristo.

Los cuidados del Padre están representados por los métodos empleados por el viñador. En primer lugar, existe la triste posibilidad de que algunos sarmientos, aunque tengan un vínculo vivo con la vid, no den fruto. El Padre los quita. Estos pámpanos son muy diferentes a los pámpanos marchitos del versículo 6, que son quitados y quemados. Aquí, es el Padre quien los quita, allí son los hombres quienes los arrojan. ¿No fue así con algunos de los santos de Corinto, cuyo andar era tal que el Padre no quiso dejarlos aquí para que trajeran oprobio sobre el nombre de Cristo, por lo que los recogió, como leemos, «bastantes duermen» (1 Cor. 11:30)? Luego está la acción misericordiosa del Padre con los que dan fruto, para que den más fruto. A estos los limpia. La corrección y la disciplina del Padre tienen como objeto eliminar todo lo que impide la manifestación del carácter de Cristo. Ciertamente, esto puede ser doloroso, porque «ninguna disciplina parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero más tarde da fruto apacible de justicia a los que son ejercitados por ella» (Hebr. 12:11). Si estamos ejercitados ante el Padre en cuanto a su trato con nosotros, no seremos agriados y amargados por la adversidad, sino más bien ablandados y suavizados de modo que en el resultado se vea en nosotros el carácter de Cristo y lleguemos a dar fruto.

3.2.1 - Versículo 3

En segundo lugar, está el trato de gracia del mismo Señor con nosotros para que demos fruto. Él puede decir: «Vosotros ya estáis limpios por medio de la palabra que os he dicho». Se trata de la separación práctica de todo lo contrario a Cristo producida por su Palabra. En ese momento los discípulos estaban limpios, pues ¿no habían estado sus pies en las manos del Señor? El agua aplicada por sus manos había hecho eficazmente su obra purificadora. Si queremos conocer algo de la purificación práctica de la Palabra, entonces haríamos bien en sentarnos a sus pies, como María otrora, y escuchemos su Palabra. Todos sabemos lo que es acudir a él con nuestras confesiones, nuestras dificultades y ejercicios, y es bueno que él escuche nuestras vacilantes palabras, pero puede ser que rara vez nos quedemos a solas con él, por el hecho de estar en su compañía y escuchar su Palabra. Y, sin embargo, ¿qué podría ser más apto para purificarnos y producir fruto, que sentarse a sus pies y escuchar su Palabra? María, que eligió esta buena parte, produjo un fruto tan valioso para Cristo, que puede decir: «Dondequiera que se proclame este evangelio en todo el mundo, también será contado lo que esta hizo, para memoria suya» (Mat. 26:13).

3.2.2 - Versículo 4-5

El tercer medio por el que la vida del discípulo puede ser fructífera se encuentra en sus propias manos. Se resume en la expresión repetida dos veces: «Permaneced en mí». Permanecer en Cristo presenta nuestro privilegio, así como nuestra responsabilidad, de caminar constantemente en dependencia de Cristo. Como alguien ha dicho, permanecer en Cristo es “estar en una cercanía de corazón práctica y habitual con él”. Si hemos aprendido que el fruto es la reproducción del carácter de Cristo, expresado por “el amor, el gozo, el dominio propio”, nos daremos cuenta de que ese ideal no puede alcanzarse con nuestras propias fuerzas. La realización de la excelencia moral del fruto, por un lado, y de extrema debilidad que nos caracteriza, por otro, nos convencerá de la verdad de las palabras del Señor: «Separados de mí nada podéis hacer». Su fruto puede ser ciertamente dulce a nuestro paladar, pero solo cuando permanecemos a su sombra que participaremos de su fruto. Sin la luz y el calor del sol, la vid no podría dar fruto; de la misma manera, también nosotros seremos estériles si no permanecemos en la luz y el amor de la presencia de Cristo. Si permanecemos en Cristo, entonces Cristo estará en nosotros, y si Cristo está en nosotros, exhibiremos el hermoso carácter de Cristo.

Por lo tanto, queda claro que no podemos dar fruto convirtiéndolo en el objeto de nuestra búsqueda, o de nuestros pensamientos. Tener a Cristo como objeto, pensando en él, es el secreto de la fertilidad. Cristo precede al fruto.

3.2.3 - Versículo 6

En el versículo 6, tenemos el solemne caso del pámpano muerto –el simple profeso, que toma el nombre de Cristo, pero no tiene ningún vínculo vital con él. Esta persona no puede dar fruto. En la figura utilizada, el pámpano muerto no está bajo el trato personal del viñador; otros se ocupan de él. Así, el profeso sin fruto, y por lo tanto sin vida, no se encuentra entre las manos del Padre, sino que, estando bajo el gobierno de Dios, será tratado por los ejecutores de su juicio. Y aquí, el pámpano no está “quitado” sino «echado fuera», se «seca», «se echan en el fuego» y «arden». ¿No fue Judas un solemne y temible ejemplo de pámpano marchito? En el caso de aquellos a los que el Señor se dirigía, el vínculo con él mismo era vital, pues ¿no acababa de decir: «Estáis limpios»? Por esta razón, el Señor no dice: “Si no permanecéis”, sino: «Si alguno no permanece en mí». Los términos están cambiados para excluir el pensamiento de que un verdadero discípulo fuese echado fuera y quemado.

3.2.4 - Versículo 7-8

Después de haber puesto ante nosotros los cuidados llenos de gracia por los cuales la vida del creyente se hace fructífera, el Señor procede a exponer los resultados producidos cuando hay fruto. En primer lugar, por parte de los discípulos, una conducta activa y fiel en la dependencia de Cristo, los pensamientos y los afectos siendo constantemente formados por las palabras de Cristo, tendría como efecto capacitar al alma para pedir y orar según la voluntad del Señor y, como resultado, obtener una respuesta a las oraciones.

Un segundo gran resultado es la relación con el Padre. Llevar fruto glorifica gloria al Padre. Cristo fue siempre la expresión perfecta del Padre; por lo que en la medida en que mostramos los rasgos morales de Cristo, también presentaremos la verdad en cuanto al Padre, y así lo glorificaremos.

Por último, dando fruto, llegaremos a ser testigos de Cristo mismo. Si manifestamos su carácter, se manifestará a todo el mundo que somos sus discípulos.

3.3 - La compañía cristiana (Juan 15:9-17)

En estos últimos discursos, el Señor desarrolla progresivamente la verdad, que prepara a los discípulos para dejar de lado el sistema judío terrenal, con el cual habían estado relacionados, y la introducción de algo nuevo, la compañía cristiana, celestial en su origen y destino, incluso si es dejada por un tiempo en el mundo para representar a Cristo –el Hombre en la gloria.

Al escuchar las palabras del Señor, tengamos en cuenta los dos acontecimientos trascendentales que subyacen a toda la enseñanza de sus palabras de despedida. En primer lugar, la gran verdad, puesta repetidamente ante nosotros, de que el Señor estaba a punto de dejar el mundo para ocupar una nueva posición como hombre en el cielo; en segundo lugar, el hecho de que una Persona divina –el Espíritu Santo– iba a venir del cielo a la tierra. Como resultado de estos dos grandes acontecimientos, habría en este mundo una compañía de creyentes unidos, por el Espíritu Santo, a Cristo en la gloria y los unos a los otros. Es a esta nueva compañía, representada por los discípulos, a la que el Señor dirige sus últimas palabras.

Habiendo revelado a sus discípulos su deseo de verlos dar fruto –manifestar los exquisitos rasgos de su propio carácter– en un mundo del que él estaría ausente, el Señor pone ahora ante ellos la nueva compañía cristiana en la que solo puede haber fruto. ¿No es evidente que la plena manifestación del fruto requiere la existencia de un grupo, pues muchas de las gracias de Cristo difícilmente podrían ser expresadas por un solo discípulo? La paciencia, la mansedumbre, la bondad y otros rasgos de Cristo solo pueden manifestarse en la práctica cuando estamos con otras personas. En el primer versículo de Juan 13, se nos dice que, durante la ausencia de Cristo, hay quienes en la tierra son llamados por él «los suyos», a los que ama hasta el final. Este último hecho demuestra que, a pesar de todos los fallos, existirán hasta el final. Exteriormente, «los suyos» pueden estar divididos y dispersos, pero permanecen bajo su vista. «Conoce el Señor a los que son suyos» (2 Tim. 2:19). ¡Qué felicidad para estos creyentes que encuentran su gozo en compañía de «los suyos»! Si Cristo estuviera presente personalmente en la tierra, todos desearíamos estar en su compañía; pero como se ha ido, seguramente nos gustará estar con aquellos que manifiestan algo de su carácter. Si, en medio de toda la confusión de la cristiandad, podemos encontrar todavía unas pocas almas que, sin ninguna pretensión, reproducen algo de Cristo moralmente, estas serán sin duda muy queridas por el corazón que ama a Cristo; mientras que los grandes sistemas religiosos humanos, en los que hay tanto del hombre y tan poco de Cristo, dejarán de tener algún atractivo.

Qué importante es entonces que prestemos seria atención a un pasaje que nos revela los grandes rasgos morales de la nueva compañía cristiana que constituye la Asamblea de Cristo durante su ausencia. Al hablar de la compañía cristiana, tengamos cuidado de no restringirla a un número limitado de santos, por un lado, ni de ampliarla para incluir a los que no son de Cristo, por otro.

3.3.1 - Versículos 9-10

El primer y más destacado carácter de la compañía cristiana es el amor de Cristo. La compañía cristiana es amada por Cristo. Los que la componen pueden ser casi desconocidos para el mundo, o, si son conocidos, despreciados y odiados, pero son amados por Cristo, y la grandeza de su amor es tal que solo puede medirse por el amor del Padre por Cristo. El Padre había considerado a Cristo como hombre en la tierra y lo amó con toda la perfección del amor divino; y ahora Cristo, desde la altura de la gloria, mira a los suyos en este mundo, y desde los cielos abiertos el amor de Cristo se derrama sobre ellos.

A los tales, el Señor les dice: «Permaneced en mi amor». El disfrute de sus bendiciones, así como el poder de su testimonio, dependerá de que permanezcan en el sentimiento consciente del amor de Cristo. Esas otras palabras solemnes del Señor: «Has dejado tu primer amor», dirigidas más tarde al ángel de la asamblea en Éfeso, indican el primer paso en el camino hacia la ruina y la dispersión de la compañía cristiana en la tierra. El siguiente paso en la decadencia fue que dejaron de dar testimonio colectivo de Cristo –la lámpara fue quitada (Apoc. 2:4-5). Cuando los cristianos caminaban en el gozo del amor divino, nada podía resistirse a su testimonio colectivo. Cuando, al perder el sentimiento del amor de Cristo por ellos, perdieron su primer amor por Cristo, pronto dejaron de presentar un testimonio unido ante el mundo. ¡Cuántas veces la historia de la Iglesia en su conjunto se ha repetido en las asambleas locales! Pero si hay que quienes quieren responder a las palabras del Señor y permanecer en su amor, que presten atención a las enseñanzas del Señor, porque él muestra el camino. Solo podemos permanecer en su amor caminando en el camino de la obediencia. «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor». El niño que prosigue su propia voluntad, desobedeciendo a sus padres, aprecia muy poco su amor y no lo disfruta mucho. Lo mismo ocurre con el cristiano: Solo si caminamos en obediencia al pensamiento revelado del Señor viviremos en el disfrute de su amor.

Se ha dicho, con razón, que permanecemos en el amor de Cristo “como alguien permanece al sol estando donde brillan sus rayos. El amor de Cristo descansa en el camino de la obediencia y brilla en el camino de sus mandamientos. Guardar sus mandamientos no crea el amor más que caminar en un lugar soleado crea el sol; y, por lo tanto, la exhortación no es a buscar, merecer o provocar el amor, sino a permanecer en él”. El Señor mismo fue el ejemplo perfecto de alguien que caminó en el camino de la obediencia; de hecho, pudo decir: «He guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor».

3.3.2 - Versículo 11

La segunda gran característica de la compañía cristiana es el «gozo», pero el gozo de Cristo. El Señor puede decir: «Estas cosas os he dicho para que mi gozo permanezca en vosotros, y vuestro gozo sea completo». No se trata de un simple gozo natural, y mucho menos del gozo del mundo.

Es el gozo de Cristo, un gozo que fluye “de la conciencia y el disfrute ininterrumpidos del amor del Padre”. Hay, por supuesto, gozos terrenales que son aprobados por Dios y que, en su lugar y tiempo, pueden ser legítimamente disfrutados, pero tales gozos pasan: “El gozo aparece y se desvanece”. El vino del gozo terrenal se acaba. Ciertamente podemos beber «del arroyo… en el camino», pero el arroyo puede secarse (Sal. 110:7; 1 Reyes 17:7). Sin embargo, hay una fuente de gozo en el creyente que brota en vida eterna y nunca se secará. Así, el Señor puede hablar de su gozo como aquello que puede «estar» en nosotros. Este es un gozo que sobrevivirá a los gozos pasajeros del tiempo –el gozo que permanece. El gozo que tiene su fuente en el amor del Padre durará tanto como el amor del que surge.

Además, el gozo del que habla el Señor no solo es un gozo permanente, sino que puede decir a sus discípulos que estará «en vosotros». Estando en nosotros, no depende, como el gozo de este mundo, de las circunstancias externas. El salmista podía decir: «Tú diste alegría a mi corazón mayor que la de ellos cuando abundaba su grano y su mosto» (Sal. 4:7). Los gozos terrenales dependen de la prosperidad de las circunstancias externas; el gozo del Señor está en el corazón. En cuanto a sus circunstancias externas, el Señor era un hombre rechazado y solitario –hombre de dolores, que sabe lo que es languidecer. En su camino de perfecta obediencia a la voluntad del Padre, permanecía en la continua realización del amor del Padre, y en este amor encontró la fuente constante de todo su gozo. También nosotros, en la medida en que caminemos en obediencia al Señor, permaneceremos en la conciencia de su amor. Y, en el resplandor de su amor, encontraremos no solo su gozo, sino una plenitud de gozo que no deja lugar a lamentaciones por el fracaso de todas las cosas terrenales.

3.3.3 - Versículos 12-13

En tercer lugar, la nueva compañía está caracterizada por el amor. No solo es amada, sino que es una compañía que ama, pues este es el mandamiento del Señor: «Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado». Este amor no debe ser según un patrón humano, que a menudo es un amor egoísta; sino que es un amor que no es inferior en medida al amor del Señor por nosotros, un amor en el que no hay nada del yo; el Señor puede decir: «Nadie tiene mayor amor que este: que da su vida por sus amigos». La muerte es vista aquí, no en su carácter expiatorio, sino como la expresión suprema del amor. El amor terrenal es suscitado a menudo por lo que, en su objeto, es digno de amor. El amor divino se eleva por encima de todas nuestras debilidades y carencias, y ama a pesar de tantas cosas que no son amables. Este es el amor de Cristo y este es el amor que debemos tener los unos por los otros. Un amor que no es indiferente a las deficiencias y contaminaciones, sino que, elevándose por encima de todo lo que no es amable, sirve a su objeto hasta el punto de hacer el sacrificio supremo –dar la vida por un amigo. Como alguien ha dicho: “No se puede dar mayor prueba de amor, no se puede ofrecer un modelo más elevado”.

3.3.4 - Versículos 14-15

En cuarto lugar, la compañía cristiana es una compañía que goza de la confianza de Cristo, recibe sus confidencias y está llamada a conocer los consejos secretos del corazón del Padre. El Señor trata a los suyos no solo como esclavos a los que se dan órdenes, sino como amigos a los que se comunican secretos. Puede decir: «Todo lo que he oído de parte de mi Padre, os lo he dado a conocer». No es que los discípulos no fueran los esclavos de Jesucristo (2 Pe. 1:1; Judas 1; Rom. 1:1). Pero eran más que esclavos; eran amigos, y si “el privilegio de ser esclavos es grande, el de ser amigos es mayor”. El siervo, como tal, «no sabe lo que hace su señor». Solo conoce la tarea que le es asignada y recibe las instrucciones necesarias para su realización. El esclavo que es tratado como un amigo sabe más; su amo le comunica el propósito secreto por el que se realiza el trabajo. Y más que eso, porque un amigo es alguien a quien le hablamos de nuestros asuntos sabiendo que se interesará profundamente por ellos, aunque no le conciernan directamente. Así actuó Dios con Abraham, el hombre al que se llama amigo de Dios: «¿He de ocultar a Abraham lo que voy a hacer?» Pero de nuevo vemos que la obediencia a los mandatos del Señor asegura el lugar de amigo, como antes daba el disfrute del amor. Poco sabremos del consejo del corazón del Padre si no caminamos en obediencia a los mandamientos del Señor. Cuando caminamos por la senda de la obediencia, el Señor nos trata como amigos por las confidencias en las que nos hace entrar, comunicándonos todo lo que ha oído del Padre.

3.3.5 - Versículo 16

En quinto lugar, la compañía cristiana es una compañía que ha sido elegida. El Señor dice: «Vosotros no me elegisteis, sino que yo os elegí». La elección venía de él, no de nosotros. Es dichoso que esto sea así. Si, en un momento de entusiasmo sentimental, hubiéramos elegido al Señor como nuestro Maestro, Aquel a quien acudir y por quien producir fruto, hace tiempo que nos habríamos rendido bajo la presión de las circunstancias. Los voluntarios que, de vez en cuando, se han encontrado en el camino del Señor, han recibido poco estímulo y no han ido muy lejos con Aquel que no tenía un lugar donde reclinar la cabeza y que siempre era el reproche de los hombres. Pero de los que él llamó, podía decir: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Lucas 6:13; 9:1; 22:28). Seguramente no se trata de una elección soberana para la vida eterna, sino del amor que nos ha elegido y establecido para dar fruto en la tierra, y para que ese fruto permanezca. Esto se cumplió de manera bendita en los apóstoles, pues, los caracteres de Cristo manifestados en sus vidas, hizo de ellos modelos para el rebaño, para todos los tiempos.

Finalmente, la compañía cristiana es una compañía que ora y depende del Padre, que tiene acceso a él en el nombre de Cristo. Disfrutando del amor de Cristo, y admitidos en las confidencias de Cristo como sus amigos, tales creyentes serán instruidos en su pensamiento de manera que, cualquier cosa que pidan al Padre en el nombre de Cristo, él puede dársela.

Así es la compañía cristiana según el pensamiento del Señor. Un círculo en el que todo lo que es de Cristo puede ser conocido y saboreado, pues qué dulcemente resuenan en nuestros oídos las pequeñas palabras «mi», «mío», de los labios del Señor. Vinculado a los suyos, puede decir: «Mi amor», «mi gozo», «mis mandamientos», «mis amigos», «mi Padre» y «mi nombre». También aquí, como alguien ha dicho, encontramos “toda la historia del amor en el amor del Padre por el Hijo, el amor de Jesús por los suyos, el amor de los suyos entre sí; cada etapa es a la vez la fuente y la medida de la siguiente”.

El cuadro de la compañía cristiana, tal como lo esboza el Señor, es ciertamente hermoso, pero, por desgracia, buscamos en vano entre su pueblo una realización práctica general de los deseos del Señor. Sin embargo, a pesar de todas nuestras divisiones y dispersión, no fijemos nuestra conducta sobre un modelo inferior, sino que busquemos cada uno individualmente responder al pensamiento del Señor.

3.3.6 - Versículo 17

«Estas cosas», de las que el Señor ha estado hablando, fueron introducidas por el amor de Cristo por los suyos; su propósito es unir a los discípulos en el amor unos por otros. Así podemos apreciar la idoneidad de las palabras del Señor. «Esto os mando, que os améis unos a otros».

3.4 - El mundo (Juan 15:18-25)

3.4.1 - Versículos 18-19

Muy benditamente, el Señor nos ha presentado la nueva compañía cristiana, no ciertamente en su formación o administración (pues para esto aún no había llegado el momento), sino, en sus marcas morales y privilegios espirituales. Se la ve como una compañía gobernada por el amor de Cristo y, permaneciendo en su amor, unida por el amor mutuo. En las palabras que siguen, el Señor pasa, en pensamiento, fuera del círculo cristiano del amor para hablar del círculo mundial del odio, advirtiendo así a sus discípulos del verdadero carácter del mundo, por el que estarán rodeados, y preparándolos para su persecución.

Si compartimos con Cristo el amor, el gozo y las santas intimidades del círculo interior, también debemos estar preparados para compartir con Cristo el odio y el reproche del mundo. No se sugiere que los discípulos intenten hacer lo mejor de dos mundos, como dicen los hombres. Debe ser Cristo o el mundo, no puede ser Cristo y el mundo. Una compañía que de alguna manera exhibe las gracias de Cristo sería reconocida por el mundo como identificada con Cristo, y el odio que el mundo había expresado a Cristo, se mostraría a su pueblo. Su odio, y su persecución, serían de ellos.

El mundo es un vasto sistema que abarca todas las razas y clases, y las falsas religiones, teniendo en común su odio a Dios. El mundo por el que los discípulos se vieron inmediatamente rodeados era el mundo del judaísmo corrupto. Hoy en día, el mundo con el que los creyentes están principalmente en contacto es el mundo de la cristiandad corrupta. Su forma exterior puede cambiar de una época a otra; en el fondo siempre está marcado por el alejamiento de Dios y el odio a Cristo.

¿Por qué estos hombres sencillos iban a ser odiados por el mundo? ¿No eran principalmente una compañía de gente pobre que se amaba, que vivía de forma ordenada, sometida a los poderes, sin interferir en su política? ¿No iban por ahí proclamando las buenas noticias y haciendo buenas obras? ¿Por qué habría que odiar a los tales?

El Señor da dos razones para este odio. En primer lugar, eran una compañía de personas que Cristo había escogido del mundo: en segundo lugar, eran una compañía de personas que confesaban el nombre de Cristo ante el mundo (v. 21). La primera causa suscitaría más particularmente el odio del mundo religioso; la segunda, el odio del mundo en general. A lo largo de todos los tiempos, nada ha enfurecido tanto al hombre religioso como la gracia soberana que, pasando por encima de todos los esfuerzos religiosos del hombre, recoge y bendice a los parias y a los miserables. La sola mención de la gracia de otros días, que bendijo a una viuda gentil y a un leproso gentil, llevó a los líderes religiosos de Nazaret a levantarse en ira y odio contra Cristo. La gracia soberana que bendice al hijo menor, enfurece al hijo mayor.

3.4.2 - Versículos 20-21

Además, se advierte a los discípulos que este odio se manifestará en la persecución: «Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros». Esta expresión activa de odio está más directamente conectada con la confesión del nombre de Cristo, pues el Señor puede decir: «Todo esto os harán por causa de mi nombre». La persecución, ya sea de Cristo o de sus discípulos, demostró que no tenían conocimiento de Aquel que envió a Cristo: el Padre.

3.4.3 - Versículos 22-25

Sin embargo, no hay excusa para tal ignorancia. Las palabras del Señor, y las obras del Señor, dejaron al mundo sin excusa ni para el odio ni para la ignorancia. Si Cristo no hubiera venido y pronunciado al mundo palabras como nunca las había pronunciado un hombre; si no hubiera hecho entre ellos obras que ningún otro hombre había hecho, no se les podría haber reprochado el pecado de enemistad voluntaria contra Cristo y el Padre. Habrían seguido siendo criaturas caídas, pero apenas se habría demostrado que eran criaturas voluntarias y que odiaban a Dios. Pero ahora no había ninguna excusa para su pecado. No había forma de ocultar el hecho de la culpa del mundo: había salido a la luz. Cristo había revelado plenamente, con sus palabras y obras, todo el corazón del Padre. Solo sacó a la luz el odio del hombre hacia Dios. El mundo como tal se quedó sin esperanza, pues, según su propia ley, odiaba a Cristo sin causa. Así, el odio del mundo ya no es ignorancia: es pecado. Es un odio sin causa. Por desgracia, nosotros, incluso como cristianos, podemos a veces dar al mundo una causa de odio, pero en Cristo no había ninguna causa. Hay, en efecto, una causa para el odio, pero no reside en Aquel que es odiado, sino en el corazón de los que odian.

3.5 - El poder para dar testimonio (Juan 15:26-27)

Si el círculo del amor está rodeado por un círculo de odio –un mundo perseguidor que odia a los discípulos de Cristo con un odio ciego– ¿cómo se mantendrá algún testimonio de Cristo en la tierra, cuando Cristo mismo se haya ido? El círculo cristiano es pequeño, y los que lo componen son débiles. El propio Señor lo compara con un pequeño rebaño en medio de lobos. Entonces, ¿con qué poder los discípulos se mantendrán en pie frente a un mundo que odia a Cristo y darán testimonio de él? Pueden resistir, y lo harán con el poderoso poder del Espíritu Santo, una Persona divina que vendrá del Padre.

Qué bien conocía el Señor el terrible carácter del mundo y su implacable odio, pues ¿no había estallado la tormenta de su enemistad con toda su furia sobre Él? También conocía bien la debilidad de los que le amaban y le habían seguido, pues ¿no iba Pedro a negarle y todos abandonarle? Qué bien sabía él que, dejados a sí mismos, nunca podrían mantener ningún testimonio para él, cuando él los había dejado para la gloria. Conociendo la maldad del mundo y la debilidad de los discípulos, dice: «Os enviaré» el Consolador «de parte del Padre, es decir, el Espíritu de verdad», y el Señor añade: «Él testificará de mí». Por muy débiles que sean los discípulos, por muy fuerte que sea el mundo, «Él testificará de mí». Por más que los discípulos fallen, por más que el mundo los persiga, «Él testificará de mí». Él dará testimonio en la tierra de la gloria del Hijo en el cielo. El mundo lo crucificará en el lugar más bajo de la tierra, el cielo lo coronará en el lugar más alto de la gloria, y el Espíritu Santo vendrá a dar testimonio de su gloria. El Hijo había venido del Padre para dar testimonio del Padre: el Espíritu Santo venía del Padre para dar testimonio del Hijo.

En vista de la venida del Espíritu, el Señor puede añadir: «Vosotros también testificaréis», y da como razón adicional: «Porque habéis estado conmigo desde el principio». Es cierto que no hemos estado con Jesús en el mismo sentido literal en el que los discípulos lo acompañaron desde el principio de su ministerio, sin embargo, sigue siendo cierto en un sentido moral, que, si vamos a dar testimonio de Cristo ante los hombres también debemos estar con Cristo en secreto. Cuando el Espíritu Santo hubo venido, Pedro y Juan dieron un testimonio tan sorprendente de Cristo ante el mundo religioso perseguidor, que sus perseguidores «reconocían que habían estado con Jesús» (Hec. 4:13).

Así, el Señor nos trae dos grandes hechos, uno que el Espíritu Santo da testimonio de Cristo en la gloria; el otro, que los discípulos dan testimonio ante los hombres. ¿No son estos dos hechos sorprendentemente ilustrados en la historia de Esteban? Rodeado por un mundo religioso que rechaza a Cristo, enloquecido por el odio, rechinando sobre él con sus dientes y persiguiéndolo con sus piedras, se mantiene firme en el maravilloso poder del Espíritu Santo y, mirando al cielo, ve la gloria de Dios y de Jesús; entonces da testimonio ante el mundo: «Mirad –dice– veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios» (Hec. 7:56). El Espíritu Santo da testimonio en el espíritu de Esteban de Cristo en la gloria, y Esteban da testimonio ante el mundo.

Esteban fue el primero de una larga línea de mártires, pero a pesar de todo lo que el mundo ha hecho, o hará todavía, podemos decir con toda confianza que ha habido, y habrá, un testimonio de Cristo mientras la compañía cristiana esté en la tierra, por la única gran razón de que el Espíritu Santo está presente en la tierra y permanece en y con el pueblo de Dios en todo su poderoso e irresistible poder.

3.6 - El testimonio

«Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis cuanto queráis, y os será concedido. En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto; y así seréis mis discípulos» (Juan 15:7-8).

¿Quieres ser testigo de tu Salvador?
En palabra y vida, a los hombres en todas partes,
Mientras atraviesas una tierra oscura y lúgubre;
Entonces escucha la palabra del Maestro: «Permanece en mí,
Y que mis palabras permanezcan siempre en ti».
Caminando así a la luz del sol de Su rostro
Muestra de belleza de Su humilde gracia;
Para que otros, en la ronda diaria puedan ver,
En uno que pisa en paz el camino peregrino,
Algún fruto celestial producido de día en día:
Para que de la plenitud de tu vida fluya
Amor, bondad, humildad de espíritu,
Para que, al pasar por este mundo, muestres
La hermosura de Cristo ante la humanidad.

4 - Juan 16

4.1 - Introducción

Al meditar sobre las últimas palabras del Señor Jesús, registradas en Juan 13 al 16, debemos recordar siempre que el Señor tiene en vista la preparación de los suyos para dar testimonio de él en el lugar de su rechazo, durante el tiempo de su ausencia.

Para el cumplimiento de este gran fin hemos visto, en los discursos anteriores, la necesidad de tener nuestros pies lavados (Juan 13), nuestros corazones consolados y vinculados con las Personas divinas (Juan 14), y nuestras vidas exponiendo el carácter de Cristo mientras nuestros labios están abiertos para dar testimonio de Cristo (Juan 15). Finalmente, en este último discurso, nuestras mentes son instruidas para que podamos prestar un servicio inteligente y no tropezar con el trato que podamos recibir de manos de un mundo religioso, pero que rechaza a Cristo.

La instrucción en el pensamiento de Cristo es el gran objeto subyacente de este último discurso. En el servicio del Señor puede haber mucho celo, pero no acorde con el conocimiento, y por lo tanto poco resultado y mucha desilusión. Qué importante es entonces tener el pensamiento del Señor.

La instrucción del discurso se presenta en el siguiente orden:

  • En primer lugar, se nos advierte del trato que dará el mundo religioso a los que den testimonio de Cristo (1-4).
  • En segundo lugar, aprendemos que, para ser inteligentes en el pensamiento de Cristo, es necesario que este vaya al Padre y que venga el Consolador (5-7).
  • En tercer lugar, cuando el Espíritu venga, los creyentes serán instruidos en el verdadero carácter de este presente mundo malo (8-11).
  • En cuarto lugar, mediante el Espíritu Santo los creyentes son conducidos al conocimiento de otro mundo: el mundo venidero (12-15).
  • Por último, los creyentes son instruidos en cuanto al verdadero carácter del nuevo día que está a punto de amanecer (16-33).

4.2 - La persecución del mundo religioso (Juan 16:1-4)

En el discurso anterior, el Señor había expuesto ante sus discípulos las características de la nueva compañía cristiana, cuyo privilegio sería dar fruto para el Padre y dar testimonio de Cristo en un mundo del que Cristo está ausente.

4.2.1 - Versículo 1

Sin embargo, aquellos que, en alguna medida, lleven el carácter de Cristo, y den testimonio de Cristo en un mundo que odia a Cristo, seguramente tendrán que enfrentar algo del sufrimiento y de la persecución, que nos son presentados en los versículos iniciales de este capítulo. El amor reflexivo y tierno del Señor, anticipando el sufrimiento de los suyos, les da esta amorosa advertencia para que, cuando surja la persecución, no se sientan defraudados. Si no estaban advertidos, sus prejuicios naturales, formados por sus vínculos con la dispensación que se cerraba, junto con su ignorancia de la nueva era cristiana que estaba a punto de amanecer, podrían convertirse en causa de tropiezo cuando se enfrentaran a la persecución. Cuán necesaria era la advertencia, lo demostrará la historia posterior de los discípulos.

Juan el Bautista, en su día, estuvo a punto de ser defraudado. Su fe recibió una fuerte sacudida por un trato tan extraño a sus pensamientos. Como resultado de su fiel testimonio se encuentra en prisión, y, siendo ignorante del pensamiento del Señor, le envía un mensaje: «¿Eres tú el que viene?» (Lucas 7:19), para recibir la respuesta: «bienaventurado aquel que no tropieza por mi causa» (v. 23). Con este peligro se enfrentaron los discípulos. Llenos de la falsa esperanza de la redención inmediata de Israel, difícilmente estarían preparados para la persecución de Israel. Sus falsas expectativas los exponían al peligro de estar escandalizados.

4.2.2 - Versículo 2-3

La advertencia del Señor los prepara no solo para la persecución, sino para la persecución religiosa. Los discípulos de Cristo serían expulsados de la sinagoga, lo que implicaría la pérdida de toda comunión, ya sea en el círculo familiar, social o político (Juan 9:22). Esta persecución religiosa procedería de motivos religiosos. «Cualquiera que os mate creerá presentar una ofrenda a Dios». De ahí que cuanto mayor sea la sinceridad, más despiadada será la persecución. Pero esta persecución procedería de la ignorancia que tenían del Padre y del Hijo. Y así ha sido con toda forma de persecución religiosa. Se ha dicho en verdad: “Como ocurrió con los judíos que persiguieron a los cristianos, así con los cristianos que han perseguido a los cristianos. Se han hecho cosas para la gloria de Dios y en el nombre de Cristo, de las que Aquel que mira desde el cielo solo diría: «No conocen al Padre, ni a mí».

4.2.3 - Versículo 4

En los días venideros, la persecución se convertiría en una ocasión para recordar las palabras del Señor y reconfortar los corazones de los discípulos con un nuevo sentido de la omnisciencia que preveía, y del amor que preveía. Hasta ahora no había surgido la necesidad de hablar de estas cosas, pues el Señor estaba presente para ampararlos y protegerlos. Estas cosas pertenecían al tiempo de su ausencia, no al tiempo de su presencia.

4.3 - La necesidad de la partida de Cristo (Juan 16:5-7)

Sin embargo, para que los discípulos fueran instruidos en el pensamiento del Señor, era necesario que él partiera y que viniera el Consolador. El Señor reconocía su afecto por él, y con ternura sentía por ellos la pena que llenaba sus corazones al pensar en la separación de él. Sin embargo, sabiendo el inmenso beneficio que obtendrían de la venida del Espíritu, puede decir: «Os conviene que yo me vaya. Porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros». Puede que seamos lentos en darnos cuenta de la inmensa bendición para nosotros mismos, y la gloria para Cristo, que fluye de la presencia del Espíritu, pero debería elevar nuestra estima por el don del Espíritu cuando veamos en qué alta estimación fue tenido el don del Espíritu por el Señor. Bendita debe haber sido la compañía del Señor en su camino terrenal; bendito ver sus obras de poder y escuchar sus palabras de amor, contemplar sus excelencias y experimentar su cuidado, sin embargo, su partida sería una ganancia mayor, pues por la venida del Espíritu los creyentes pueden ser conducidos a un conocimiento aún más profundo de Cristo, a una apreciación más rica de sus excelencias y, sobre todo, al conocimiento de Cristo en la exaltación como Hombre en la gloria.

Conocer a Cristo en la gloria por el Espíritu, debe ser mucho más bendito que el conocimiento de Cristo en la tierra según la carne. Implica una unión con Cristo en la resurrección imposible mientras estaba presente en la tierra. La unión con un Hombre en el cielo es más bendita que la compañía con un Hombre en la tierra. Sin embargo, la ocupación con la pena inmediata de perder al Señor, cegó a los discípulos a la bendición que Dios tenía para ellos a través de la pena.

Podemos deducir de esto un principio de amplia aplicación –que, la preocupación de las circunstancias presentes nos oculta los propósitos de Dios de bendición futura, realizados a través de circunstancias dolorosas. La preocupación de los discípulos por su dolor inmediato ocultó a sus ojos el gran hecho de que, con la partida del Señor, él iba a abrir un camino hacia el desarrollo de todos los vastos consejos de Dios para la gloria de Cristo y la bendición de su pueblo.

A menudo es así con nosotros mismos. Preocupados por algunas circunstancias dolorosas presentes, pasamos por alto la bendición y el engrandecimiento del alma al que Dios se ha propuesto conducirnos a través de estas mismas circunstancias. Olvidamos esa palabra que dice: «Cuando estaba en angustia, tú me hiciste ensanchar» (Sal. 4:1).

4.4 - El mundo actual al descubierto (Juan 16:8-11)

A partir de este punto del discurso, el Señor retoma la instrucción de los dos últimos versículos de Juan 15 en referencia a la venida del Espíritu Santo. En los versículos intermedios, el Señor había hablado del testimonio de los discípulos y de la persecución que implicaría. Retoma este gran tema con las palabras: «Cuando él venga», una expresión utilizada antes en Juan 15:26, y de nuevo en Juan 14:13. En cada caso marca una nueva etapa de instrucción. En Juan 16:8, su venida demuestra el verdadero carácter del mundo. En Juan 16:13, él viene a guiar al creyente hacia la verdad de otro mundo.

Antes de que se revele ese otro mundo, se expone el verdadero carácter de este mundo, y así leemos: «Cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio». No se plantea la cuestión de quién recibe la demostración, sino que se afirma el hecho de que la presencia del Espíritu Santo demuestra el verdadero carácter del mundo. De hecho, no es el mundo, como tal, el que recibe la demostración, sino aquellos en los que mora el Espíritu, aunque ciertamente utilizan lo que han aprendido para dar testimonio al mundo de su verdadera condición.

La presencia del Espíritu no pone a prueba al mundo. El mundo ha sido plenamente probado por la presencia de Cristo. Estuvo aquí de tal manera que el mundo pudo ver sus obras de gracia y escuchar sus palabras de amor; y el Señor resume el resultado de esta prueba diciendo: «Ahora las han visto y me han odiado tanto a mí como a mi Padre» (Juan 15:24). Cuando el Espíritu viene el mundo este no puede recibirlo, porque no lo ve, ni lo conoce. Sin embargo, a los creyentes –aquellos en los que él mora– les trae la demostración del resultado de la prueba, para que los creyentes, instruidos por el Espíritu, no tengan falsos conceptos del mundo. Conocen por la enseñanza del Espíritu el verdadero carácter del mundo tal como lo ve Dios. Su carácter se demuestra con respecto al pecado, a la justicia y al juicio. Esta convicción se produce en el alma, no por el uso de declaraciones abstractas, sino por una apelación al Señor Jesús y a los grandes hechos de su historia.

En primer lugar, se demuestra su estado con respecto al pecado. La presencia del Espíritu es en sí misma una prueba del mal estado del mundo, pues si Cristo no hubiera sido rechazado el Espíritu Santo no estaría aquí. Su presencia es una prueba de que el mundo ha odiado, expulsado y crucificado al Hijo de Dios. Judíos y gentiles, que representan al mundo religiosa y políticamente, se combinaron para decir: «¡Quítalo! ¡Crucifícalo!» (Juan 19:6, 15). Es, pues, un mundo que no cree en Cristo, y este hecho solemne demuestra que está bajo el pecado. Podemos entender que el mundo no crea en nadie más, pero si el mundo no cree en Cristo –uno con el que no podría encontrar ninguna falta– es una prueba clara de que debe estar dominado por un principio maligno que Dios llama pecado.

La demostración final y absoluta de que el mundo está bajo el pecado se ve, no en el hecho de que los hombres hayan transgredido ciertas leyes de Dios, o profanado el templo y apedreado a los profetas, sino en que, cuando Dios se manifestó aquí en toda la gracia, el amor, el poder y la bondad a favor del hombre culpable, tal como se expuso en el Hijo hecho carne y habitando entre los hombres, el mundo rechazó final y formalmente a Dios al negarse a creer en su Hijo. Este es el hecho sobresaliente que demuestra el pecado del mundo. Por muy bonito que parezca a veces el exterior de este mundo, por muchos avances que haga en la civilización y la invención, el hecho es que la presencia del Espíritu demuestra que es un mundo que no cree en Cristo, y por tanto un mundo bajo el pecado.

En segundo lugar, la mala condición del mundo se demuestra con respecto a la justicia. La presencia del Espíritu demuestra no solo la ausencia de Cristo en el mundo, sino también la presencia de Cristo en la gloria. Si la ausencia de Cristo es la mayor prueba de pecado, su presencia en la gloria es la mayor expresión de justicia. El pecado de los hombres se elevó a su máxima expresión cuando el mundo puso al que era sin pecado en la cruz. La justicia se ve, por un lado, en que Cristo, que fue clavado en la cruz, ha vuelto al Padre; y, por otro lado, en que el mundo como tal no lo verá más. Es justo que él tenga el lugar más alto de la gloria; es justo que el mundo que lo vio y lo odió sin causa, no lo vea más. Así se demuestra que el mundo está bajo el pecado y sin justicia.

En tercer lugar, el Espíritu trae la demostración del juicio porque el príncipe de este mundo es juzgado. Detrás del pecado del hombre está la astucia de Satanás. El hombre no es más que el instrumento del diablo; Dios ha aconsejado poner a Cristo en el lugar del poder supremo en el universo. El diablo se ha propuesto frustrar los propósitos de Dios; y desde el jardín del Edén hasta la cruz del Calvario ha utilizado al hombre como su herramienta para llevar a cabo sus planes. En la cruz parecía que el diablo había triunfado, pues allí logró utilizar al hombre para clavar en la cruz de la vergüenza al mismo que Dios ha destinado a un trono de gloria. Pero la presencia del Espíritu trae la demostración de que, a pesar de todo lo que el mundo, movido por el príncipe del mundo, ha hecho, Cristo está en el lugar más alto de la gloria. Dios ha triunfado sobre el pecado del hombre y el poder del diablo. El lugar de gloria en el que se encuentra Cristo es la prueba de que el diablo ha sido derrotado en la mayor expresión de su poder. Esto debe significar el juicio final y absoluto del diablo; y si el diablo es juzgado, todo el sistema mundial del que él es el gobernante, quedará bajo juicio. El juicio aún no se ha ejecutado, pero moralmente está condenado con su gobernante.

Tal es, pues, el estado del mundo bajo la mirada de Dios, demostrado por la presencia del Espíritu. Es un mundo bajo el pecado, sin justicia y que va hacia el juicio.

4.5 - El mundo venidero revelado (Juan 16:12-15)

Dejando el mundo presente, el Señor pasa en pensamiento a una región de la que tiene muchas cosas que decir, aunque, por el momento, más allá de la capacidad de los discípulos para comprender. Sin embargo, cuando venga el Espíritu de la verdad, él les revelará a los discípulos «las cosas venideras». «Él os guiará al conocimiento de toda la verdad». Si hemos de ser testigos fieles de Cristo en este mundo, no basta con conocer el verdadero carácter de este mundo actual, sino que también debemos tener la luz de otro mundo para guiar nuestros pasos por este mundo oscuro.

Sin embargo, aunque el Espíritu saca a la luz las glorias del nuevo mundo, no las pone en evidencia. Cristo mismo, cuando venga, traerá estas cosas gloriosas a la exhibición. Por el Espíritu, la fe camina en la luz presente de las glorias futuras. La estrella de la mañana surge en nuestros corazones antes de que la justicia del Hijo brille sobre el mundo.

Además, el Señor no sugiere que la venida del Espíritu de la verdad altere el curso de este mundo actual. Su presencia condena al mundo. Su guía libera a los creyentes de las cosas presentes al darnos la luz de las cosas futuras. Por desgracia, muchos pueden tratar de utilizar el cristianismo para mejorar este mundo, solo para encontrar que tales esfuerzos resultan en que el cristianismo se corrompe, y el mal del mundo se cubre con un barniz religioso. Tampoco sugiere el Señor que la venida del Espíritu garantice la comodidad mundana y la prosperidad terrenal de su pueblo en su paso por este mundo. A menudo puede haber una gran disparidad entre el pueblo del Señor en cuanto a sus circunstancias y entorno en este mundo, pero, en lo que respecta a las verdaderas riquezas del mundo de los consejos del Padre, están en un terreno común. La luz presente del mundo de la gloria es la porción de todos los santos. Cualesquiera que sean nuestras circunstancias en esta vida, al menos está abierto para nosotros entrar y disfrutar, en espíritu, de las glorias superadoras y eternas del mundo venidero, en el que tan pronto entraremos realmente.

Con vistas a llevar nuestros corazones a este nuevo mundo, leemos que el Espíritu Santo nos guiará a toda la verdad. Toda la gama de la verdad, en cuanto al propósito de Dios, la gloria de Cristo en la Iglesia, la bendición de la Iglesia con Cristo, y la bendición de los hombres en el Reino a lo largo de los días milenarios, hasta las glorias del nuevo cielo y la nueva tierra, está disponible para nosotros en el poder del Espíritu Santo. En esta vasta gama de verdades él nos guiará; pero no nos forzará, ni nos conducirá. La pregunta para cada uno es, como con Rebeca de antaño «¿Irás tú con este varón?» (Gén. 24:58). El siervo estaba presente listo para conducirla a Isaac, así como el Espíritu ha venido a conducirnos a Cristo. El siervo pudo decir: «No me detengáis… para que me vaya a mi señor» (v. 56), y no digamos que el deseo del Espíritu Santo es, no mejorar este mundo o asentar a los santos en esta escena, sino regresar a Aquel de quien ha venido, llevándose consigo a la Esposa para Cristo. ¡Ay!, a menudo obstaculizamos al Espíritu Santo al desviarnos hacia algún camino de nuestra propia elección y así perdemos la guía del Espíritu Santo. Algún enredo mundano, o alguna asociación religiosa errónea, puede detenernos, y hasta que no nos liberemos de esta asociación, el Espíritu dejará de guiarnos hacia la verdad. Los cristianos parecen tener poca idea de la facilidad con que el progreso del alma hacia la verdad puede ser obstaculizado por asociaciones no bíblicas.

No solo dice el Señor que el Espíritu guiará, sino que tres veces dice: «Él guiará» (v. 13-15). No podemos guiarnos a nosotros mismos a toda la verdad, no podemos mostrarnos a nosotros mismos las cosas por venir, o las cosas concernientes a Cristo. Dependemos totalmente del Espíritu. Cuán profundamente importante es entonces rechazar a toda costa cualquier cosa que impida que el Espíritu nos guíe hacia la plenitud de la bendición.

De forma muy explícita, el Señor nos dice el triple carácter de la bendición a la que nos conducirá el Espíritu Santo. Primero, el versículo 13 habla de «las cosas venideras»; luego, en el versículo 14, leemos sobre las glorias de Cristo; finalmente, en el versículo 15, pasa ante nosotros: «Todo lo que tiene el Padre». Estas son las cosas a las que el Espíritu Santo nos guiará si no se lo impedimos. Desenvolverá ante nosotros todas las bendiciones del mundo venidero; tomará las glorias de Cristo y nos las mostrará, nos revelará toda la gama de los consejos del Padre que tienen a Cristo como centro.

Ojalá nos diéramos cuenta más plenamente de que hay un mundo de dicha totalmente fuera de la esfera de la vista natural, y más allá del alcance de la mente humana, cosas de las que se dice: «Lo que ojo no vio, ni oído oyó, y no subió al corazón del hombre, eso preparó Dios para los que lo aman. Dios nos las ha revelado por su Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, incluso las cosas profundas de Dios» (1 Cor. 2:9-10).

4.6 - El nuevo día (Juan 16:16-33)

El Señor ha terminado la parte de su discurso que despliega a los discípulos la gran iluminación de la mente que resultará de la venida del Espíritu Santo. Ahora, a medida que el discurso se acerca a su fin, ya no habla del Espíritu, sino de «aquel día» –el nuevo día que está a punto de amanecer– con su nueva revelación de sí mismo en la resurrección (16-22); el nuevo carácter de la relación que tendrían con el Padre (23-24), y la nueva forma en que el Señor se comunicaría con ellos (25-28).

Hacemos bien en recordar que los dos acontecimientos que distinguen «aquel día» son, la partida de Cristo para estar con el Padre y la venida del Espíritu para morar en los creyentes. En la porción del discurso que acaba de cerrar, «aquel día» se ve en conexión con la venida del Consolador. En esta última porción del discurso, «aquel día» es visto en conexión con la ida de Cristo al Padre, y todo lo que implica su estar con el Padre.

4.6.1 - Versículo 16

Maravillosas insinuaciones de las glorias venideras que se revelarán en el poder del Espíritu, han pasado ante los discípulos, pero, a medida que los últimos momentos con los discípulos se alejan, se quedan con Jesús mismo como el objeto de sus afectos. El Espíritu, en efecto, atraerá estos afectos, pero nunca hacia él, sino hacia Jesús, el objeto de los mismos. Así es como el Señor compromete sus corazones con él mismo, cuando dice: «Aún un poco, y no me veréis; y otra vez un poco, y me veréis». En estas palabras, el Señor no solo compromete sus corazones con él mismo, sino que insinúa los grandes acontecimientos tan cercanos, y prepara sus corazones para los cambios que estos acontecimientos traerían.

4.6.2 - Versículos 17-18

Las palabras del Señor suscitan ansiosas preguntas entre los discípulos, poniendo de manifiesto que cada declaración era para ellos un misterio. Es notable que, a medida que avanzan los discursos, los discípulos guardan silencio. Cinco de los discípulos han hablado en ocasiones, pero desde que salieron del aposento alto no se ha oído ninguna otra voz salvo la del Señor. A medida que se desplegaban las grandes verdades de la venida del Espíritu, habían escuchado en silencio aquello que estaba tan lejos de su comprensión. Ahora, cuando el Señor vuelve a hablar de sí mismo, sus corazones se agitan para conocer el significado de sus palabras. Sin embargo, aun así, hablan entre ellos, dudando en expresar sus dificultades al Señor.

4.6.3 - Versículos 19-22

El Señor se anticipa a su deseo de preguntar el significado de sus palabras, y no solo arroja más luz sobre lo que ha dicho, sino que también les dice cómo se verían afectados sus corazones, tanto en el dolor como en el gozo, por los grandes acontecimientos tan cercanos.

Las palabras del Señor hablan claramente de dos cortos intervalos de tiempo, e insinúan que pronto los discípulos no lo verían, y que luego lo volverían a ver. A la luz de los acontecimientos que siguen, ¿no podemos decir que estas palabras indican que, en ese momento, solo faltaban unas breves horas antes de que el Señor dejara a sus discípulos para pasar de la vista de los hombres, al adentrarse en la oscuridad de la cruz y la tumba? De nuevo, después de un segundo «un poco», los discípulos verían al Señor, pero no como antes, en los días de su carne, sino en la resurrección. Si ya no lo verían como en los días de su humillación, lo verían para siempre en la nueva y gloriosa condición de resurrección más allá de la muerte y el sepulcro. Sin embargo, sería el mismo Jesús, que había habitado entre ellos, soportado su debilidad, sostenido su fe y ganado sus corazones, el que vendría en medio de ellos y diría: «Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy» (Lucas 24:39).

Además, el Señor dice a sus discípulos cómo estos acontecimientos cambiantes les afectarán en el dolor y en la alegría. El poco tiempo durante el cual no le verán, será un tiempo de abrumadora pena para los discípulos –un tiempo de llanto y lamento por un muerto, cuya tumba era el fin de todas sus esperanzas terrenales. El mundo, en efecto, se regocijaría, pensando que habían triunfado sobre Uno cuya presencia exponía la maldad de sus actos. Sin embargo, cuando el pequeño tiempo haya terminado, su tristeza se convertirá en alegría.

Para llevar a los corazones de los discípulos estos acontecimientos venideros, el Señor utiliza la ilustración de la mujer que da a luz. La tristeza repentina, el cambio de la angustia a la alegría y el nacimiento del niño, exponen exactamente la angustia repentina que sobrecogerá a los discípulos cuando el Señor haya pasado a la muerte, así como ilustra el rápido cambio de la angustia a la alegría, cuando vuelvan a ver al Señor resucitado como Primogénito de entre los muertos.

El Señor, al aplicar su ilustración, amplía sus palabras. Ya ha dicho: «Me veréis», ahora añade: «Os veré otra vez». El mundo no lo vería a él ni él volvería a ver al mundo. Es a los suyos a quienes vendría. Y así sucedió, como leemos, más adelante, «vino Jesús y se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros. Cuando hubo dicho esto, les mostró sus manos y su costado. Entonces se alegraron los discípulos, viendo al Señor» (Juan 20:19-20).

Además, el ver del que habla el Señor difícilmente puede limitarse a las visitas fugaces durante los cuarenta días posteriores a la resurrección. Se ha dicho muy bien: “El Señor resucitado y vivo se mostró al ojo del sentido, para permanecer ante el ojo de la fe, no como un recuerdo sino como una presencia”, y de nuevo: “Fue una visión que nunca pudo perderse ni atenuarse, sino que, por el contrario, se hizo más clara a medida que se hacía más espiritual”. Durante todo el tiempo de su ausencia, mientras nosotros estemos todavía en la tierra, y él en la gloria, las palabras del Señor serán siempre ciertas: «Me veréis», y «os veré otra vez». Mirando fijamente a esa gloria, Esteban puede decir: «Mirad, veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios» (Hec. 7:56). De nuevo, el redactor de la Epístola a los Hebreos puede decir: «Vemos… a Jesús, coronado de gloria y honra» (2:9).

Es esta visión especial de Cristo la que asegura el gozo del creyente. “El Señor vivo, es la alegría de los suyos; y como su vida es eterna, su gozo es permanente y seguro”. Así el Señor puede decir: «Ninguno os quitará vuestro gozo».

4.6.4 - Versículos 23-24

El Señor ha hablado de la nueva revelación de sí mismo en el nuevo día que tan pronto amanecerá; ahora habla del nuevo carácter de la relación que tendría el nuevo día. «En aquel día», dice el Señor, «no me preguntaréis nada», palabras que no implican que nunca debamos dirigirnos al Señor, sino que tenemos acceso directo al Padre. Marta no tenía la sensación de hablar directamente con el Padre, cuando dijo: «Yo sé que… todo cuanto pidas a Dios, Dios te lo dará» (Juan 11:22). Ahora no tenemos que apelar al Señor para que vaya al Padre en nuestro nombre, sino que es nuestro privilegio pedir directamente al Padre en el nombre de Cristo. Hasta ahora los discípulos no habían pedido nada en su nombre. «En aquel día» pedirán en su nombre, y el Padre les dará en su nombre, para que su gozo sea pleno. Al utilizar los vastos recursos que se les abrieron así, encontrarían la plenitud del gozo.

4.6.5 - Versículo 25

Además, por parte del Señor, sus comunicaciones tomarían un nuevo carácter. Hasta ahora gran parte de su enseñanza había sido dada en forma de parábolas o alegorías. En el día que estaba a punto de amanecer él hablaría claramente del Padre. Así fue en la resurrección, cuando envió un mensaje a los discípulos diciendo claramente: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios» (Juan 20:17).

4.6.6 - Versículos 26-28

Aunque el Señor nos hablará claramente del Padre, no será necesario que el Señor ruegue al Padre por nosotros, como si el Padre no conociera nuestras necesidades, o como si no tuviéramos libre acceso al Padre, porque dice el Señor: «El Padre mismo os ama». El Padre tiene el más profundo interés en los discípulos, y los ama, porque ellos amaron a Cristo y creyeron que había salido de Dios.

El Señor concluye esta parte del discurso afirmando las grandes verdades sobre las que se basa toda la superestructura del cristianismo: «Salí del Padre, y he venido al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre». ¡Ay!, la cristiandad profesa, mientras pretende hacer mucho de la vida perfecta de nuestro Señor, está renunciando rápidamente a las santas reivindicaciones implícitas en esta gran afirmación. Esta afirmación de su origen divino, de su misión en el mundo y de su regreso al Padre, lleva adecuadamente la instrucción de los discursos a su fin.

4.6.7 - Versículos 27-32

Las palabras finales no son tanto una instrucción como una última palabra de advertencia en cuanto a la debilidad de los discípulos, seguida de una palabra que revela los sentimientos del corazón del Señor, y la última palabra de aliento.

Los discípulos, en presencia de esta clara afirmación de la verdad, pueden decir: «Ahora sí que hablas con claridad y no dices parábola alguna». La verdad que habían visto solo tenuemente, ahora se vuelve definitiva y clara por las claras palabras del Señor. Y, sin embargo, qué poco comprendían el camino de la muerte por el que el Señor regresaba al Padre. Así, el Señor puede decir: «¿Ahora creéis?». En efecto, creyeron, pero, como nosotros, con demasiada frecuencia, conocieron poco su propia debilidad. El Señor tiene que advertirles que se acercaba la hora, sí, había llegado, en que todos los discípulos se dispersarían cada uno por su lado, y Aquel en quien acababan de profesar creer, se quedaría solo.

Sin embargo, si llega un momento en que estos compañeros de su vida, que le han amado y seguido, solo piensan en sí mismos y huyen de él en la hora de su prueba, no estará solo, porque, como dice el Señor, «el Padre está conmigo». No dice que el Padre estará conmigo, aunque sea cierto, sino que «el Padre está conmigo». Como en los días de antaño, en la escena que no era más que una sombra de esta escena mucho más grande, leemos de Abraham e Isaac, cuando se dirigían al monte Moria, «fueron ambos juntos» (Gén. 22:6). Así que ahora el Padre y el Hijo están juntos, mientras se acerca el gran sacrificio.

4.6.8 - Versículo 33

Sin embargo, si el Señor advierte a los discípulos de su debilidad, no los dejará sin una última palabra de ánimo y aliento. Cualquiera que sea el fracaso en sí mismos que tengan que deplorar, cualquiera que sea la prueba en el mundo que tengan que enfrentar, sin embargo, en Cristo tendrán paz. Podrían encontrar mucho en ellos mismos, y mucho en el mundo para perturbarlos, pero en Cristo tendrían un recurso infalible –Uno en quien sus corazones podrían descansar en perfecta paz. El mundo puede, en efecto, vencer a los discípulos, como pronto van a demostrar, pero Cristo ha vencido al mundo.

Así, los discípulos, y nosotros mismos, podemos tener buen ánimo, pues Aquel que nos ama, que vive por nosotros, que viene por nosotros –el que está con nosotros– es el que ha vencido al mundo. Así, cuando los grandes discursos llegan a su fin, nos queda una palabra de aliento que, elevándonos por encima de todos nuestros fracasos, nos deja en la contemplación de los vencedores del Señor.

Triunfamos en tus triunfos, Señor:

Tus gozos nos proporcionan nuestros más profundos gozos,
El fruto del amor divino.
Mientras nos afligimos, sufrimos, nos esforzamos
Cómo anima el pensamiento nuestros espíritus,
El trono de la gloria es Tuyo.

La esperanza

«Erguíos y levantad vuestras cabezas; porque llega vuestra redención» (Lucas 21:28).

Hay un mundo más allá de este mundo de la vista,
que ningún ojo ha visto, ni el corazón del hombre ha concebido,
Para aquellos que en el Salvador han creído:
Un hogar de amor y luz eternos;

Un día de alegría que pone fin a la larga noche oscura;
Una rica recompensa, para los que sufrieron la pérdida;
El «Cumplido está» del Señor, para los que soportaron su cruz;
La corona del vencedor para los que lucharon en la batalla.

Entonces, ¿estás cansado y fatigado por el camino?
Levanta tu cabeza, y escucha al Maestro decir:
«Yo soy la Estrella de la mañana», la esperanza del amanecer,
vengo rápidamente, para llamar a lo alto a los míos,
De las sombras de la noche a la mañana sin nubes,
Para verme cara a cara, y conocerme como conocido.

5 - Juan 17

5.1 - Introducción

El ministerio de gracia de Cristo, ante el mundo, ha terminado. Los discursos llenos de amor con los discípulos han terminado. Todo, en la tierra, estando terminado, el Señor mira hacia el cielo, hacia ese hogar en el que tan pronto entrará. Hemos escuchado las palabras del Señor mientras hablaba a los discípulos del Padre; ahora es nuestro mayor privilegio escuchar las palabras del Hijo, mientras habla al Padre sobre sus discípulos.

Esta oración se distingue de todas las otras oraciones en razón de la gloriosa Persona que la pronuncia. ¿Quién, sino una Persona divina podría decir?: «Para que sean uno, como nosotros» (v. 11), y de nuevo: «Para que todos sean uno» (v. 21). Tales expresiones nunca podrían salir de labios humanos. Negad la deidad de su Persona, y estas palabras se convertirían en las blasfemias de un impostor. Esta oración también está marcada por su singularidad. Se ha señalado que: “No comportaba ninguna expresión de confesión… ningún eco, incluso lejano, de una confesión de pecado, ningún tono que esté marcado por un sentimiento de desmérito o de imperfección… ningún reconocimiento de inferioridad o súplica de ayuda”.

Además, nos sentimos detenidos por su amplitud. Escuchamos a Uno que habla de una eternidad antes de la fundación del mundo, como habiendo tenido parte en ese glorioso pasado. Le oímos hablar de su conducta perfecto en la tierra; somos llevados a los días apostólicos por alguien para quien el futuro es un libro abierto. Escuchamos palabras que abarcan todo el período de la peregrinación de la Iglesia en la tierra, y oímos los deseos del Señor para aquellos que creerán en él a través de las palabras de los apóstoles. Finalmente, somos llevados en pensamiento a una eternidad aún por venir, cuando estaremos con Cristo, y como Cristo.

Y, mientras escuchamos estas confidencias del corazón del Señor, sentimos que, si aún es cuestión de nuestro paso por este mundo, somos llevados más allá de las cosas pasajeras del tiempo para contemplar las cosas inmutables de la eternidad. A pesar de su importancia, ni el lavado de pies tan necesario, ni bendito hecho de dar fruto, o el precioso privilegio de testificar y sufrir por Cristo no están aquí considerados, sino más bien, de aquellas cosas más grandes que, si bien pueden ser conocidas y disfrutadas en el tiempo, pertenecen a la eternidad. La vida eterna, el nombre del Padre, las palabras del Padre, el amor del Padre, el gozo de Cristo, la santidad, la unidad y la gloria, son cosas eternas que permanecerán cuando el tiempo, con su necesidad del lavado de los pies, las oportunidades de servicio, las pruebas y los sufrimientos, hayan pasado para siempre.

Finalmente, al escuchar esta oración, descubrimos los deseos del corazón de Cristo; de modo que el creyente puede decir: “Conozco los deseos de su corazón para mí”. Esto debe ser así, pues la oración perfecta es la expresión del deseo del corazón. Desgraciadamente, en cuanto a nosotros, nuestras oraciones a menudo pueden llegar a ser formales y, como tales, solo expresar lo que deseamos que los demás piensen que es el deseo de nuestro corazón. Ningún elemento de esta naturaleza entra en esta oración. Todo es tan perfecto como el que ora.

En su oración, el Señor presenta varias peticiones al Padre, pero todas pueden agrupadas bajo tres deseos dominantes que constituyen las divisiones principales de la oración.

Primero, el deseo de que el Padre sea glorificado en el Hijo (v. 1 al 5).

Segundo, el deseo de que Cristo sea glorificado en los santos (v. 6 al 21).

Tercero, el deseo de que los santos sean glorificados con Cristo (v. 22 al 26).

5.2 - El Padre glorificado en el Hijo – Juan 17:1-5

5.2.1 - Versículo 1

Cada expresión, y cada petición, en los primeros cinco versículos del capítulo 17, tiene en vista la gloria del Padre. Dondequiera que se vea al Hijo, ya sea en la tierra, en el cielo o en la cruz, entre la tierra y el cielo, su primer y gran deseo es glorificar al Padre. Tal pureza de motivos está más allá de la concepción del hombre caído. El pensamiento natural es utilizar el poder, cualquiera que sea la forma que adopte, para glorificarse a sí mismo. Tal era el pensamiento de sus hermanos, según la carne, cuando dijeron: «Si haces estas cosas, manifiéstate al mundo» (Juan 7:4). ¿Qué es esto sino decir en efecto: “Usa tu poder para glorificarte a ti mismo”? ¿Acaso la historia no muestra que siempre que al hombre se le confía el poder, ya sea por Dios o por sus semejantes, lo utiliza para glorificarse a sí mismo? Al confiarle el poder, el primer jefe de los gentiles comienza su caída diciendo: «¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad?» (Dan. 4:30). Bien puede todo el cielo unirse para decir: «El Cordero que fue sacrificado es digno de recibir el poder» (Apoc. 5:12), pues solo él utiliza el poder para la gloria de Dios y la bendición del hombre. El Señor desea una gloria mucho mayor que la que este mundo puede dar, pues dice: «Ahora glorifícame tú, Padre, al lado tuyo, con la gloria que tenía junto a ti antes que el mundo fuese». Y con esta gran gloria él desea poder glorificar al Padre.

5.2.2 - Versículo 2

El poder ya le había sido dado en la tierra, desplegado en la resurrección de Lázaro, y utilizado para la gloria de Dios, como dijo al lado de la tumba: «¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios?» (Juan 11:40). Ahora el Señor pide una gloria que sea proporcional a su poder. Se le había dado poder sobre toda carne, para que glorificara a Dios llevando a cabo los consejos de Dios. En este mundo vemos el terrible poder de la carne energizado por Satanás, sin embargo, para nuestro consuelo, sabemos por esta oración, que un poder por encima de cualquier otro poder le ha sido dado al Señor para que ningún poder del mal, por grande que sea, pueda impedir que Cristo lleve a cabo los consejos de Dios de dar vida eterna a cuantos el Padre ha dado al Hijo.

5.2.3 - Versículo 3

Esta vida encuentra su máxima expresión en el conocimiento y disfrute de nuestras relaciones con el Padre y el Hijo. No es como la vida natural, limitada al conocimiento y disfrute de las cosas naturales y de las relaciones humanas; no está confinada a la tierra ni limitada por el tiempo, ni termina con la muerte. Es una vida que nos permite conocer y disfrutar de la comunión con las Personas divinas. Nos lleva fuera del mundo, por encima de la tierra, más allá del tiempo, a las regiones de la gloria eterna.

5.2.4 - Versículo 4

Sin embargo, si el Señor desea glorificar al Padre en el cielo, ya lo ha hecho en su camino en la tierra y en sus sufrimientos en la cruz. ¿Quién sino el Señor podría mirar al cielo y decir al Padre: «Yo te glorifiqué en la tierra»? El hombre caído ha deshonrado a Dios en la tierra. El hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios, para ser un verdadero representante de Dios ante el universo. Sin embargo, si ahora que el hombre ha caído, el mundo formara sus ideas de Dios a partir del hombre, se llegaría a la conclusión de que Dios es un Ser impío, egoísta, cruel y vengativo, sin sabiduría, amor ni compasión. Esta es, en efecto, la terrible conclusión a la que han llegado los paganos, al suponer que Dios es uno como ellos. Así han creado dioses que, como ellos mismos, son sucios, crueles y egoístas. «Cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible» (Rom. 1:23).

Así, en lugar de glorificar a Dios mediante una verdadera representación de Dios, el hombre ha deshonrado a Dios en la tierra. Sin embargo, cuando nos volvemos del hombre caído al Hombre Cristo Jesús –el Hijo– vemos a Uno que, en cada paso de su camino, ha glorificado a Dios. Nacido en este mundo, la hueste celestial puede decir, al contemplar a su Hacedor: «¡Gloria a Dios en las alturas!» (Lucas 1:14). Ahora, al completar su camino, el Señor puede decir: «Te he glorificado en la tierra». Expuso plenamente el carácter de Dios y mantuvo plenamente todo lo que se le debía a Dios; sostuvo su gloria ante todo el universo. En Cristo, Dios se manifestó en carne, visto de los ángeles, así como visto de los hombres.

Además, Cristo no solo glorificó a Dios en su camino en la tierra, sino que, sobre todo, glorificó a Dios en la cruz, pues puede decir: «Acabando la obra que me diste que hiciera». Allí mantuvo la justicia de Dios en relación con el pecado, y mostró el amor de Dios al pecador.

Aquí Cristo habla de acuerdo con la perfecta Hombría que había tomado. Como Hombre había glorificado a Dios, y terminado la obra que se le había encomendado. Como creyentes, es nuestro privilegio caminar como él caminó; estar aquí para la gloria de Dios y terminar la obra que se nos dio para hacer, aunque sin olvidar nunca que la obra que él vino a hacer en la cruz debe permanecer siempre sola. Nadie más que el Hijo podía emprender, y terminar, esa gran obra.

5.2.5 - Versículo 5

En el versículo 5 escuchamos peticiones en las que ningún hombre puede tener parte, pues aquí el Señor habla como el Hijo eterno, y hace peticiones en las que solo aquel que es Dios puede tener su parte. En primer lugar, el Señor puede decir: «Ahora glorifícame tú, Padre». Podemos, en efecto, desear tener nuestros cuerpos de gloria, para que Cristo sea glorificado en nosotros (2 Tes. 1:10), y decir así: “Glorifica a Cristo en mí”, pero ¿quién, salvo una Persona divina, podría decir: «Glorifícame»?

En segundo lugar, la oración se eleva a un plano superior, pues el Señor añade: «Al lado tuyo». Solo el Hijo eterno, que habitaba en el seno del Padre, podía pedir una gloria proporcional a la del Padre. El que habla así reclama la igualdad con el Padre.

Además, cuando el Señor procede a hablar de «la gloria que tenía», reclama una gloria que poseía en la eternidad como persona divina, no una gloria que recibió, sino una gloria que tenía. Luego puede decir «la gloria que tenía junto a ti», una expresión que implica no solo que él era una persona divina, sino también una persona distinta en la Divinidad. Finalmente habla de esta gloria como la gloria que tenía con el Padre «antes que el mundo fuese». Estaba fuera del tiempo; pertenecía a la eternidad. Era una persona divina, una persona distinta en la Divinidad, y era una persona eterna. Se ha dicho verdaderamente: “Lo oímos hablar con plena conciencia de ser el mismo antes de que el mundo existiera como cuando se expresa, y hablar de una gloria que tenía como propia en la eterna comunión con Dios”.

5.3 - Cristo glorificado en los santos – Juan 17:6-21

El primer y preeminente deseo del corazón de Cristo es de asegurar la gloria del Padre. Este es el gran tema de la primera porción de su oración. El segundo deseo del corazón de Cristo es que él mismo sea glorificado en sus santos, como puede decir: «Yo soy glorificado en ellos» (v. 10). Este deseo parece estar a la base de las peticiones de esta nueva porción de la oración.

El Señor en su camino en la tierra había glorificado al Padre en el cielo. Ahora, al ocupar su lugar en el cielo, desea que sus discípulos lo glorifiquen en su camino en la tierra. Para dar efecto a este deseo, en una muy conmovedora gracia, pone los pies de sus discípulos en el sendero que sus pies habían pisado, ante el Padre.

5.3.1 - Versículos 6-8

En los primeros versículos de esta parte de la oración, el Señor designa a aquellos por los que ora, y presenta los trazos característicos que los hacen queridos y que motivan su oración en favor de ellos.

En primer lugar, son un grupo de personas que han sido sacadas del mundo y entregadas a Cristo por el Padre, y por lo tanto hombres amados por Cristo como don del Padre.

En segundo lugar, son una compañía a la que el Señor había manifestado el nombre del Padre. En la Escritura, el nombre establece todo lo que es una persona. Cuando Moisés es enviado por Jehová a Israel, dice que le preguntarán: «¿Cuál es su nombre?» (Éx. 3:13). Esto equivale a decir: “Si les digo su nombre, sabrán quién es”. Así que la manifestación del nombre del Padre es la declaración de todo lo que el Padre es.

En tercer lugar, el Señor no solo había hecho conocer al Padre, sino que había dado a sus discípulos la «palabra» que el Padre le había dado a él. Compartía con ellos las comunicaciones que había recibido del Padre, con el fin de que no solo aprendan quién es el Padre en todo su amor y santidad, sino que, a través de la «palabra», aprenden el pensamiento del Padre. Si la «palabra» revela quién es él, la «palabra» revelan su propósito y sus pensamientos.

Finalmente, son una compañía que, por gracia, había respondido a estas revelaciones, y así el Señor puede decir de ellos: «Tu palabra han guardado»; «han conocido que todo cuanto me has dado viene de ti»; «las han recibido» (las palabras); «han conocido verdaderamente que yo salí de ti»; y, por último, «han creído que tú me enviaste».

5.3.2 - Versículos 9-11

Habiendo designado así a aquellos por los que ora, el Señor da a conocer por qué ora por ellos. Pensando siempre en el Padre, declara que «Tuyos eran» como su primera razón para orar por ellos. Ya el Señor había dicho: «Tuyos eran, y me los diste», pero aún puede decir: «Tuyos son». No habían dejado de ser del Padre porque el Padre se los había dado al Hijo, porque el Señor añade: «Todo lo mío es tuyos, y lo tuyo es mío». Esta doble afirmación es rica en significado, ya que, como se dice que dijo Lutero: “Cualquiera podría decir justamente a Dios: «Todo lo mío es tuyo», pero ningún ser creado podría seguir diciendo: «Y todo lo tuyo es mío». Esta es una palabra solo para Cristo”.

Luego, como segunda gran razón para orar por sus discípulos, el Señor añade: «Yo soy glorificado en ellos». Nosotros somos dejados en este mundo para representar a Aquel que ha ido a la gloria, y la medida en que Cristo es visto en los suyos, es la medida en que él es glorificado ante el mundo.

Además, hay otra razón que suscita la oración del Señor. Cristo ya no está en el mundo para proteger a los suyos mediante su presencia real con ellos. Él se va al Padre, mientras que los suyos son dejados atrás en medio de un mundo malvado y que odia a Cristo. Cuánta necesidad tendrán entonces de la oración del Señor en su favor.

5.3.3 - Versículo 11

Después de haber escuchado las razones de la oración del Señor, pasamos, en la última mitad del versículo 11, a las peticiones precisas que el Señor hace al Padre. Estas peticiones son cuatro. Primero, que sus discípulos sean guardados en la santidad; segundo, que sean uno; tercero, que sean guardados del mal; por último, que sean santificados. De inmediato podemos apreciar cuán necesarias son estas peticiones, pues si Cristo debe ser glorificado en los suyos, cuán necesario es que sean santos por naturaleza, unidos de corazón, separados del mal y santificados para ser útiles al Señor.

La primera petición es que los discípulos sean guardados en acuerdo con el nombre del Padre santo. Esto implica que nos mantengamos en la santidad que reclama su naturaleza. Es posible que Pedro, en su epístola, debe haber tenido esta petición en mente, cuando exhortaba a los que invocan al Padre a ser santos en toda su conducta.

El segundo deseo del Señor se expresa en las palabras: «Que sean uno, como nosotros». Es importante recordar que la santidad es anterior a la unidad, pues existe el peligro de buscar la unidad a costa de la santidad. Esta es la primera de las tres “unidades” a las que el Señor se refiere en el curso de su oración. Se trata principalmente de la unidad de los apóstoles. El Señor desea que sean «uno, como nosotros». Se trata de una unidad de objetivo, pensamiento y propósito, como la que existía entre el Padre y el Hijo.

5.3.4 - Versículos 12-14

Entre la segunda y la tercera petición se nos permite escuchar al Señor presentar al Padre las razones de su intercesión. Mientras estaba en el mundo, había guardado a sus discípulos en nombre del Padre, y los había protegido de todo el poder del enemigo. Ahora que el Señor iba al Padre, nos permite escuchar sus palabras para que sepamos que su custodia no cesa, aunque el método sea diferente. Antes de irse al Padre quiere que sepamos que somos puestos bajo el cuidado lleno de amor del Padre. El resultado sería que los discípulos tendrían el gozo de Cristo cumplido en ellos. Así como el Señor había caminado en el disfrute sin nubes del amor del Padre, así quiere que nosotros caminemos en el gozo de saber que estamos bajo el cuidado del Padre, que nos ama con el amor eterno e inmutable con el que ama al Hijo.

Además, el Señor ha dado a sus discípulos la palabra del Padre. La «palabra» del Padre es la revelación de los consejos eternos del Padre. Entrando en estos consejos, bebemos del río de sus delicias –un río que se ensancha a medida que fluye– llevándonos a través de las edades milenarias al océano de la eternidad. Así, como el Hijo, los discípulos no solo tendrían la alegría de saber que estaban bajo el amor protector del Padre, sino que también conocerían la bendición que ese amor se había propuesto para ellos.

Además, si disfrutaban de la porción del Hijo ante el Padre, también compartirían su porción en relación con el mundo. El mundo ha odiado a Cristo porque no le pertenecía. No había nada en común entre Cristo y el mundo. No era más que un extranjero aquí, con motivos y propósitos totalmente ajenos a este mundo. Si él fue incomprendido y odiado, nosotros también seremos odiados por el mundo, si seguimos su camino.

Así, benditamente, los discípulos son puestos ante el Padre en la misma posición que el Hijo había ocupado ante el Padre como Hombre en la tierra. El nombre del Padre les es revelado; la palabra del Padre les es dada; el cuidado del Padre les es asegurado; el gozo de Cristo es su gozo; el oprobio de Cristo y su carácter de extranjero es su porción en este mundo.

5.3.5 - Versículos 15-16

Ahora el Señor retoma sus peticiones. Las dos primeras estaban relacionadas con las cosas en las que el Señor desea que sus discípulos sean guardados: la santidad y la unidad. Las dos últimas están más en conexión con cosas de las que él desea que sean preservados. Así, el Señor ora para que los discípulos sean guardados del mal en el mundo. No ora para que sean sacados de él –el momento para esto no había llegado– pues él tenía una obra para ellos en el mundo. Sin embargo, el mundo, al ser malvado, es un peligro siempre presente para los suyos, por lo que pide: «Que los guardes del mal».

5.3.6 - Versículo 17

La separación del mal positivo no es suficiente; por lo que el Señor también ora por nuestra santificación. La verdad característica de la santificación no es simplemente la separación del mal, sino la consagración a Dios y un estado que esté de acuerdo con él. La santificación por la que ora el Señor no es la santificación absoluta que está asegurada por su muerte, presentada en la Epístola a los Hebreos, donde leemos «Por esta voluntad hemos sido santificados, por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez por todas» (10:10). Aquí se trata de la santificación práctica por la que somos despojados de todo lo que es impropio de Dios en nuestros pensamientos, hábitos y formas prácticas, a fin de que seamos «santificado, útil al dueño» (2 Tim. 2:21).

De las palabras del Señor, comprendemos que hay dos medios por los que se efectúa esta santificación práctica. Primero por la verdad. El Señor habla de la verdad como siendo «tu Palabra», es decir, la Palabra del Padre. Toda la Escritura, en efecto, es la Palabra de Dios, pero la Palabra del Padre tiene probablemente más en cuenta el Nuevo Testamento, revelando el nombre del Padre, el pensamiento del Padre y el consejo del Padre. Toda declaración del nombre de Dios exige la correspondiente separación del mundo y la santificación a Dios. A Abraham, Dios le declaró: «Yo soy el Dios Todopoderoso», e inmediatamente añade: «Anda delante de mí y sé perfecto» (Gén. 17:1). A Israel, Dios se reveló como Jehová, y Dios veló a que los caminos de Israel correspondieran a este nombre. Debían temer «este nombre glorioso y temible» (Deut. 28:58). Cuánto más debería haber una santificación que corresponda a la plena revelación de Dios como Padre.

5.3.7 - Versículo 18

Esta separación del mal y la santificación para Dios es con vistas al servicio de los discípulos, para que sean moralmente aptos para llevar a cabo su misión. Esto lo podemos deducir de las palabras del Señor que siguen: «Como me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo». Ya el Señor había considerado a los discípulos como en su misma posición ante el Padre; ahora los ve como teniendo su mismo lugar ante el mundo.

5.3.8 - Versículo 19

Ahora aprendemos que hay una segunda forma por la que el Señor efectúa nuestra santificación práctica. El versículo 17 nos ha hablado del efecto santificador de la verdad. Aquí, el Señor dice que él mismo se santifica, para que nosotros seamos santificados por medio de la verdad. El Señor toma este lugar aparte en la gloria para convertirse en un objeto que atraiga nuestros corazones fuera de este mundo actual. No solo tenemos la verdad para iluminar nuestra mente, escudriñar nuestra conciencia y animarnos en el camino, sino que tenemos, en Cristo en la gloria, una Persona viva para obrar poderosamente en nuestros corazones. Atraídos por sus perfecciones y sostenidos por su amor, nos encontraremos cada vez más santificados por la verdad que está expuesta de manera viva en él.

5.3.9 - Versículos 20-21

En este estado de la oración, el Señor piensa, muy benditamente, en todos los que creerán en él a través de la palabra de los apóstoles. Mira hacia las largas edades que seguirán y abarca en sus peticiones a todos los que compondrán su Asamblea. En relación con este círculo más amplio, el Señor añade una segunda petición para la unidad de los suyos, aunque difiere un poco de la primera. Allí la unidad se limitaba a los apóstoles, y la petición era para que fueran «uno, como nosotros». Aquí, tomando el círculo más amplio, la petición es para que sean «uno, en nosotros». Se trata seguramente de una unidad formada por su interés común en el Padre y el Hijo. En cuanto a la posición social, las capacidades intelectuales o la riqueza material, puede haber, y habrá, grandes diferencias, pero el Señor ruega que «en nosotros» –el Padre y el Hijo– sean uno. Esta unidad debía ser un testimonio para el mundo, una prueba evidente de que el Padre había debido enviar al Hijo para lograr tal resultado. ¿No hubo en Pentecostés una respuesta parcial a esta oración cuando «la multitud de los creyentes eran de un corazón y un alma»? (Hec. 4:32).

5.4 - Los santos glorificados con Cristo – Juan 17:22-26

El Señor, en la porción inicial de la oración, ha orado por la gloria del Padre. En la segunda porción piensa en los suyos y ruega que, durante el tiempo de su ausencia, sean guardados para su gloria, para que él sea glorificado en los santos. En esta porción final de la oración, el Señor pasa, en pensamiento, a la gloria venidera y ruega que los suyos sean glorificados con él.

5.4.1 - Versículo 22

Con este gran fin en mente, el Señor puede decir: «La gloria que me has dado, yo les he dado». La gloria que es dada a Cristo como Hombre, él la asegura a los suyos y la comparte con ellos. Esta gloria, él la da a los suyos para que sean uno. Tan perfecta es esta unidad que nada menos que la unidad entre el Padre y el Hijo puede servir de modelo, como el Señor lo declara: «Para que sean uno, como nosotros somos uno».

5.4.2 - Versículo 23

Las palabras que siguen nos dicen cómo los santos serán «perfectos en unidad», así como el gran fin para el que son hechos uno. El Señor indica cómo se realiza la unidad diciendo: «Yo en ellos, y tú en mí». Esto nos lleva a la gloria cuando Cristo será perfectamente manifestado en los santos, así como el Padre es perfectamente manifestado en el Hijo. ¿Qué es lo que ha arruinado la unidad, ha dispersado y dividido a los santos de Dios en la tierra? ¿No es la admisión en nuestras vidas de tantas cosas que no son de Cristo? Además, incluso si todos los santos en la tierra, en un momento dado, hubieran sido la expresión de Cristo solo, difícilmente se habría mostrado la unidad de la que habla el Señor en estos versículos finales. Se necesitará nada menos que toda la compañía de los santos en la gloria para manifestar adecuadamente la plenitud de Cristo (Efe. 1:22-23). Entonces Cristo –y nada más que a Cristo– será visto en los suyos. Llegaremos todos «a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, de varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Efe. 4:13). Los santos, tanto tiempo dispersos y divididos en la tierra serán «perfectos en unidad» en la gloria. «Alzarán la voz, juntamente darán voces de júbilo; porque ojo a ojo verán» (Is. 52:8).

El gran fin de esta unidad perfecta es la manifestación ante el mundo de la gloria de Cristo como enviado del Padre, y del amor del Padre por los discípulos. Cuando el mundo vea a Cristo manifestado en gloria, en los suyos, sabrá que aquel a quien despreció y odió, era en verdad el enviado del Padre, y comprenderá que los rescatados de Cristo, a los que rechazaban y perseguían, son amados por el Padre con el mismo amor que el Padre tiene por Cristo.

5.4.3 - Versículo 24

Hay, además, una gloria mucho más allá de la gloria que se manifestará al mundo, y, más allá de la bendición milenaria de la tierra, hay un círculo íntimo de bendición celestial. En este lugar íntimo de bendición, los santos tendrán su parte, pues el Señor puede decir: «Padre, deseo que donde yo estoy, también estén conmigo aquellos que me has dado». Muy pronto, durante el curso de estas pláticas, el Señor había revelado el gran deseo de su corazón de tenernos con él, para que donde él esté nosotros también estemos. Ahora, una vez más, cuando la oración se acerca a su fin, se nos recuerda este deseo de su corazón, cuando oímos al Señor decir: «Deseo que donde yo estoy… estén conmigo».

Pero, aunque será nuestro alto privilegio estar con él donde está, habrá siempre una gloria personal, perteneciente a Cristo, que contemplaremos, pero que nadie podrá compartir. Cristo, como Hijo, tendrá por siempre su lugar único con el Padre. Hay una gloria que es especial para Cristo; hay un amor que es especial para Cristo –el amor del que ha gozado antes de la fundación del mundo; y hay un conocimiento que le es propia, pues el Señor puede decir: «¡Padre justo! El mundo no te conoció, pero yo te conocí».

Los santos conocerán que aquel a quien pertenece esta gloria especial –este amor especial, este conocimiento especial– es aquel que ha sido enviado por el Padre para dar a conocer al Padre. Así serán distinguidos del mundo que no discierne que el Hijo era el enviado del Padre.

5.4.4 - Versículo 26

A los suyos, el Señor les da a conocer el nombre del Padre, y la declaración del nombre del Padre revela el amor del Padre, para que la conciencia del amor del Padre, siempre conocida y disfrutada por el Señor en su camino, sea conocida y disfrutada por sus discípulos. Además, si este amor está en ellos, Cristo –el que el Padre ama– tendrá un lugar en sus afectos. Él estará en ellos. Así, al escuchar sus últimas palabras, nuestros pensamientos se quedan llenos del gran deseo de su corazón, que Cristo esté en los suyos –«Yo en ellos».

Muy seguramente, este deseo de su corazón se cumplirá en la gloria venidera; pero, ¿no podemos decir que el gran pensamiento de los últimos discursos, así como de la última oración, es que Cristo sea visto de manera viva en los suyos incluso ahora? Con este fin, nuestros pies son lavados, nuestro corazón es consolados, nuestra vida es hecha fructífera y nuestra mente es instruida. Para este fin el Señor nos permite escuchar su última oración que se cierra con las palabras: «Yo en ellos».