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La oración

Juan 17


person Autor: Hamilton SMITH 89

flag Tema: La oración


0 - Introducción

Los discípulos que acompañaban a nuestro Señor en su humilde viaje habían escuchado su ministerio de gracia a un pobre mundo. Ese fiel testimonio había terminado. Luego, en las últimas conversaciones, habían escuchado absortos sus últimas instrucciones antes de dejarlos para ir al Padre. Las palabras de amor por los suyos habían terminado. Ahora tienen un privilegio aún mayor: el de oír al Hijo expresar al Padre lo que desea para los suyos que quedarán en el mundo durante su ausencia.

En otros pasajes se dice que el Señor: «Muy temprano… se levantó… y allí oraba» (Marcos 1:35) y se retiró a un lugar solitario para orar; y también que «pasó la noche orando» (Lucas 6:12). Pero cuando estaba a solas con el Padre, no tenemos rastro de la expresión de sus pensamientos y deseos. En otras ocasiones, a los discípulos se les había permitido oír breves pensamientos expresados al Padre, pero ahora, al final de su viaje, tuvieron el privilegio de oír los términos de una oración precisa.

El Hijo hablando al Padre confiere a este pasaje un carácter único y nos incita a reflexionar al intentar presentarlo. Sin embargo, dado que la oración fue pronunciada en presencia de los discípulos y que fue transmitida por escrito a todos los creyentes por inspiración divina, nos corresponde a nosotros meditarla y, con temor, tratar de captar el sentido de las palabras que, aunque tan sencillas, encierran pensamientos muy profundos y verdades de importancia eterna.

Se ha dicho con razón: “Esta oración es única entre todas las oraciones de la humanidad [...] no se oye ninguna confesión, ninguna crítica [...]; ningún eco, por lejano que sea, de reconocimiento de pecado, nada impregnado de sentido de culpa o de fracaso. No hay alusiones a enfermedades ni peticiones de ayuda”.

La oración comienza con peticiones relativas al Señor mismo (v. 1-5). La segunda parte de la oración se refiere más concretamente a los discípulos presentes con el Señor (v. 6-19). La tercera parte se extiende a todos los creyentes durante el tiempo de su ausencia (v. 20-26).

Nótese que, en la primera parte de la oración, el motivo subyacente es que el Padre sea glorificado en el Hijo; en la segunda, que Cristo sea glorificado en los creyentes (v. 10); en la última, que los creyentes sean glorificados con Cristo (v. 22).

«Jesús dijo estas cosas; y alzando los ojos al cielo…» (v. 1).

Así, la gran oración está puesta ante todos. A lo largo del Evangelio según Juan, siempre nos está mostrada la gloria del Señor como persona divina. Es el Hijo, pero siempre se le ve en el lugar que ocupó como hombre. Así, está en la tierra y mira al cielo como hombre dependiente. En su camino perfecto, mientras demostraba con muchas palabras y obras que era una persona divina –el Hijo–, el cielo era siempre su recurso como siervo perfecto en su condición de hombre. Al satisfacer las necesidades de los 5.000, «alzó los ojos al cielo» (Marcos 6:41). Al curar al sordomudo y aliviar nuestras enfermedades, lo hizo «mirando hacia el cielo» (Marcos 7:34). Cuando atendía nuestros dolores, «alzando los ojos» al Padre (Juan 11:41). Y ahora, cuando expresa sus peticiones al Padre, vuelve a levantar los ojos al cielo. Sin dejar nunca de ser el Hijo, pero hecho carne, nunca abandona el lugar de sumisión y dependencia que le corresponde como hombre. Así, a lo largo de la oración, como de hecho a lo largo de todo el Evangelio, mira al Padre como dador, mientras él mismo ocupa siempre el lugar del receptor.

1 - Lo que el Señor pide para él (v. 1-5)

«Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo también te glorifique a ti; así como le has dado poder sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos aquellos que le has dado. Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien tú enviaste» (v. 1-3).

La oración comienza expresando lo que el Señor desea para sí mismo y para gloria del Padre. Terminada su obra en la tierra, ha llegado por fin la hora de que el Señor deje el mundo y vaya al Padre. Ahora que ha llegado la hora, el Hijo puede, en perfecta armonía con la voluntad del Padre, orar por su propia gloria. Además, este deseo está motivado por el hecho de que todavía puede glorificar al Padre en su nuevo lugar de gloria. El hombre natural busca glorificarse a sí mismo; aquí, por fin, vemos a un hombre que busca ser glorificado por el Padre, para dar gloria al Padre.

Con este fin, el Hijo recibió autoridad sobre toda carne, para dar la vida eterna a todos aquellos que el Padre le había dado. Ya no se trata de una autoridad dada a Cristo como Mesías en relación con los judíos, sino de una autoridad mucho más amplia sobre toda carne, tanto judía como gentil. Además, la bendición no es solo para un remanente piadoso de judíos, sino para una compañía mucho mayor, formada por todos los creyentes reunidos de «toda carne» (v. 2) y entregados al Hijo por el Padre.

El Señor les da la vida eterna, y así pone a esta nueva compañía en relación con el Padre y el Hijo, pues esta vida eterna es el disfrute de la relación en la que el creyente se encuentra con las personas divinas. Es comunión con Dios revelado como Padre, y con Jesucristo –una persona divina, el Hijo– pero manifestado en carne.

«Yo te glorifiqué en la tierra, acabando la obra que me diste que hiciera. Ahora glorifícame tú, Padre, al lado tuyo, con la gloria que tenía junto a ti antes que el mundo fuese» (v. 4-5).

Anticipando su última gran obra, el Señor resume todo su itinerario en este mundo, desde el pesebre hasta la cruz, con estas palabras: «Yo te glorifiqué en la tierra, acabando la obra que me diste que hiciera». Cuando vino al mundo, las huestes celestiales dijeron inmediatamente: «¡Gloria a Dios en las alturas!» (Lucas 2:14); y glorificó al Padre en cada paso de su camino, en cada palabra que salía de sus labios y en todos sus actos de amor. Las penas que tuvo que afrontar, la contradicción de los pecadores, el odio y los celos de los jefes religiosos, el desprecio y la burla de las autoridades mundanas, los insultos y los reproches de la muchedumbre –las mismas cosas que con demasiada frecuencia nos llevan a actuar según la carne y, por tanto, a deshonrar a Dios– no fueron más que oportunidades para poner de manifiesto la perfección de Cristo y glorificar así al Padre.

Terminada su vida perfecta en la tierra, anticipada la obra de la cruz y considerada como cumplida, el Señor pide ahora estar glorificado con aquella gloria que sería la única respuesta justa a la obra que había hecho.

Intentemos entender el profundo significado de lo que el Señor declara y de su petición, pues en ello descubrimos el fundamento justo de todas las bendiciones que el Señor desea para los suyos en esta oración. Su declaración absoluta es: «Te glorifiqué en la tierra»; su petición es: «Glorifícame tú, Padre».

La gran declaración nos dice que todas las exigencias del Padre han sido cumplidas por el Hijo. Se ha dicho con razón: “Al final de su vida en la tierra, Jesús puede decir (que lo oiga Satanás, que se alegren los suyos, que lo sepa el mundo, que se maravillen los ángeles): Yo te he glorificado” (J.N. Darby).

Como hombre, ocupó el lugar de hombre responsable –una posición en la que hemos deshonrado a Dios– y en ese lugar, glorificó perfectamente a Dios. Habiendo glorificado a Dios, adquirió el derecho a ser glorificado. Él es digno de gloria, y la gloria es la única respuesta correcta y adecuada a su obra acabada.

El Hijo habiendo glorificado al Padre, el Padre glorifica al Hijo y, al hacerlo, manifiesta su infinito placer en su obra consumada. En estos 2 hechos, tenemos el fundamento sólido de toda nuestra bendición y el lugar seguro de descanso de nuestras almas.

Es como hombre que pide esta gloria. No habla de glorificarse a sí mismo: todo lo recibe del Padre. Sin embargo, estas peticiones siempre crecientes manifiestan la gloria de su persona como Hijo. Podríamos pedir ser glorificados; pero ¿quién sino el Hijo podría pronunciar las palabras que siguen: «al lado tuyo»? Nosotros podemos pedir estar glorificados con los santos. Pero el Hijo, contemplando una gloria muy superior a la de los ángeles y de los santos, desea estar glorificado con el Padre. Entonces lo que pide el Señor se eleva aún más, a una región que solo pertenece a las Personas divinas, pues añade: «con la gloria que tenía junto a ti antes que el mundo fuese». Cristo pide recibir como hombre la gloria que era suya como persona divina antes de que el mundo fuera.

2 - Lo que el Señor pide para sus discípulos (v. 6-19)

Después de expresar lo que desea para su propia gloria y la del Padre, el Señor pasa a expresar los deseos de su corazón respecto a sus discípulos. Primero recuerda su obra entre los discípulos (v. 6-8), luego presenta las principales razones de su oración en favor de ellos (v. 9-11).

«Manifesté tu nombre a los hombres que me diste del mundo. Tuyos eran, y me los diste, y tu palabra han guardado. Ahora ellos han sabido que todo cuanto me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste, yo se las he dado, y ellos las han recibido; y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me enviaste» (v. 6-8).

El Señor dijo: «Acabando la obra que me diste que hiciera». Él, el Hijo único, estaba en medio de su pueblo como siervo, haciendo la obra del Padre y glorificando al Padre. Escuchando como el Hijo habla al Padre, tenemos el privilegio de aprender de los propios labios del Señor el carácter de este servicio de amor. Está expresado en las 2 afirmaciones de los versículos 6 y 8: «Manifesté tu nombre a los hombres que me diste del mundo»; y: «Las palabras que tú me diste, yo se las he dado». Otras expresiones del servicio del Señor aparecen en el curso de la oración, pero todas pueden resumirse en estas 2 afirmaciones.

Siguiendo el camino del Señor por este mundo, vemos a un hombre que caminó siempre en el gozo del amor del Padre y que, como hombre siempre dependiente, recibía diariamente comunicaciones del Padre, como podía decir: «Despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios» (Is. 50:4). Transmitía a los discípulos lo que sabía y las comunicaciones. Manifestaba al Padre en todos sus atributos y comunicaba las palabras del Padre, para llevarlos a la misma posición ante el Padre que él disfrutó como hombre. Así, el Señor nos concede caminar conscientemente en el conocimiento del amor del Padre revelado en el Hijo, y como teniendo el pensamiento del Padre a través de las comunicaciones hechas al Hijo.

La revelación de todo lo que el Padre es, expresada en su nombre, y estas comunicaciones no son dadas al mundo, ni siquiera a un remanente judío de Israel, sino a los hombres que el Padre ha dado a Cristo «del mundo». Estos pertenecen a la gran compañía de los elegidos de Dios, pues el Señor puede decir: «Tuyos eran». Así que el lenguaje utilizado abre el camino para que otros, además del piadoso remanente de Israel, entren en toda esta bendición. Es más, los discípulos demostraron que realmente pertenecían al Padre, porque el Señor puede decir: «Tu palabra han guardado». Apreciaban la palabra que proclamaba el nombre del Padre. Sabían que todas las comunicaciones hechas al Hijo procedían del Padre. Las recibían y tenían la seguridad de que el Hijo había salido del Padre y había sido enviado por el Padre. Demostraron que estaban entre aquellos de quienes se dice: «A todos cuantos lo recibieron [es decir], a los que creen en su nombre, les ha dado potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12).

«Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado; porque tuyos son; y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío; y yo soy glorificado en ellos. Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo, y yo voy a ti» (v. 9-11).

Es por estos discípulos que han recibido las comunicaciones del Señor y han «creído» en él por los que el Señor ora. Ahora se nos permite escuchar las 3 razones principales que llevaron al Señor a orar por ellos.

  1. El Señor dice que le han sido entregados, pero, sin embargo, puede decir al Padre: «Tuyos son». Ruega al Padre por los que pertenecen al Padre.
  2. El Señor puede alegar: «Yo soy glorificado en ellos». El Padre ha sido glorificado por el Hijo en su camino por la tierra. Ahora el Hijo debe ser glorificado en los santos que pasan por el mundo.
  3. El Señor suplica: «Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo, y yo voy a ti».

Cuando estaba con ellos, el Señor los había guardado; había llegado el momento en que ya no estaría con ellos. La primera razón se refiere al Padre; la segunda, a la gloria del Hijo; la tercera, a la seguridad de los creyentes.

Si, pues, pertenecemos al Padre y debemos caminar de forma coherente con Aquel a quien pertenecemos, si estamos dejados en la tierra para glorificar al Hijo mostrando su carácter bendito, si el Señor ya no está con nosotros personalmente, en este mundo hostil, necesitaremos realmente la oración del Señor en nuestro favor.

«Padre Santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre para que sean uno, como nosotros lo somos. Mientras yo estaba con ellos, los guardaba en tu nombre; a los que me diste, los guardé y ninguno de ellos se perdió, excepto el hijo de perdición; para que la Escritura se cumpliese. Pero ahora voy a ti; y estas cosas digo en el mundo, para que ellos tengan mi gozo cumplido en sí mismos» (v. 11-13).

Tras exponer las razones de la oración, el Señor expresa lo que desea para sus discípulos. Hace 4 peticiones concretas:

  • que sean guardados en el nombre del Padre (11);
  • que sean uno (11);
  • que sean guardados del maligno (15);
  • que sean santificados (17-19).

Con la primera gran petición, el Señor pone a los suyos bajo la protección del nombre «Padre Santo». Quiere que seamos guardados según el amor del Padre y de acuerdo con su naturaleza santa. Por eso, años más tarde, Pedro, al parecer con las palabras del Señor en mente, pudo escribir a los creyentes: «Como el que os llamó es santo, sed santos también vosotros en toda vuestra conducta» (1 Pe. 1:15).

En segundo lugar, para que los discípulos vivan con la conciencia de estar custodiados por el amor del Padre y mantenidos en la santidad conforme a la naturaleza del Padre, el Señor ruega, además, que sean «uno, como nosotros». El Señor quiere que todos sus discípulos caminen en esa unidad de pensamiento y propósito que siempre ha existido entre el Padre y el Hijo. Es obvio que, si estuvieran divididos en pensamiento y propósito, no podrían dar testimonio del amor y de la santidad del Padre.

Cuando estaba con sus discípulos, el Señor, que representaba al Padre en su amor, santidad y compasión, guardaba a los discípulos en nombre del Padre. Ninguno de los que estaban con él se perdió, excepto el hijo de perdición. Ahora el Señor los dejaba, y estas cosas se dicen en beneficio de ellos, para que tuvieran el gozo de saber que estarían bajo el cuidado del Padre, y así compartir el gozo que el Señor tenía al caminar en este mundo con la conciencia del amor del Padre.

«Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo» (v. 14).

Las 2 primeras peticiones del Señor por sus discípulos se refieren a su relación con el Padre Santo y a su gozo personal. El gozo de su relación personal con el Padre allana el camino para su testimonio en este mundo, al que están vinculadas la tercera y la cuarta peticiones del Señor.

El Señor puede decir: «Les he dado tu palabra». La palabra del Padre habla de todos los consejos del corazón del Padre. El Señor dio testimonio de estos consejos de amor y de gracia cuando pasó por el mundo. Ahora estos consejos son confiados a los discípulos para que ellos, a su vez, sean testigos ante el mundo que ha rechazado a Cristo. Al dar testimonio de Aquel a quien el mundo ha clavado en una cruz, estarían condenando al mundo y, al mismo tiempo, mostrando que no formaban parte de él, exponiéndose así al odio del mundo.

«No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo» (v. 15-16).

Sin embargo, para que los creyentes cumplan su misión y representen a Cristo en el mundo, deben mantenerse alejados de su corrupción. Esto nos lleva a la tercera petición concreta: que sean guardados «del maligno». El Señor repite: «no son del mundo». Precisamente por eso, al pasar por él, debemos estar guardados de su contaminación para ser testigos fieles.

«Santifícalos en la verdad; tu palabra es [la] verdad. Como me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo» (v. 17-18).

Además, para que los creyentes representen a Cristo en el mundo, no basta con que sean guardados del mal. Esto nos lleva a la cuarta petición del Señor: «Santifícalos en la verdad». La santificación implica no solo que estemos apartados del mal, sino que nuestros corazones y nuestras vidas estén apartados para Cristo. Lo que el Señor nos dice es que esta consagración a Cristo en la santificación práctica se realiza de 2 maneras. En primer lugar, por la verdad, pues el Señor dice: «Santifícalos en la verdad», y añade: «Tu palabra es [la] verdad». Por una parte, la Palabra detecta y juzga todo lo que, en nuestras palabras, en nuestros caminos y en nuestro andar, así como en los secretos de nuestro corazón, puede arruinar una vida consagrada a Cristo. Por otra parte, la Palabra del Padre nos revela al Padre en su amor, gracia y santidad, tal como los expresa Cristo.

Así es como los creyentes están equipados para su misión. Como el Padre envió al Hijo al mundo para dar testimonio del Padre, así Cristo envía a los creyentes al mundo para dar testimonio de Él.

En su oración, el Señor habla de los creyentes como sacados «del mundo» en el que han vivido (v. 6); como dejados «en el mundo» para gloria de Cristo (v. 11); como «no son del mundo» moralmente (v. 14, 16); y como enviados «al mundo» como testigos (v. 18). Es bueno que los creyentes comprendan el espíritu de esta oración y, dándose cuenta de que «no son del mundo», no solo se mantengan alejados del mal que hay en él, sino que se aparten por completo de sus proyectos políticos, de sus círculos sociales y de sus actividades religiosas.

«Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (v. 19).

El segundo medio por el que el creyente está santificado prácticamente es teniendo a Cristo ante el alma como su objeto. Aunque sigue siendo el Hijo –una persona divina–, se aparta en gloria como hombre, para convertirse en el objeto de nuestros afectos. La Palabra expone y corrige todo lo que es contrario a la verdad, y nos revela el pensamiento de Dios. Pero en Cristo, persona viva, vemos la expresión perfecta de todo lo que la Palabra ordena. Ocuparse de él y gozar de toda su perfección tendrá un efecto santificador, como puede escribir el apóstol Pablo: «Todos nosotros a cara descubierta, mirando como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en la misma imagen» (2 Cor. 3:18). Además, vemos cómo las propias palabras del apóstol eran ciertas para él, pues puede decir en otra Epístola: «Olvidando las cosas de atrás, me dirijo a las que están delante, prosigo hacia la meta, al premio del celestial llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:13-14). Tener como objeto a Cristo en la gloria separó a Pablo de las «cosas de atrás» y le hizo vivir una vida consagrada a los intereses de Cristo, de modo que pudo decir con verdad: «Para mí el vivir es Cristo» (Fil. 1:21).

3 - Lo que el Señor pide para todos los creyentes (v. 20-26)

«No ruego solamente por estos, sino también por los que crean en mí por medio de la palabra de ellos» (v. 20).

Hasta entonces, la oración se había dirigido más directamente a los discípulos que estaban presentes con el Señor. Ahora, el Señor mira a los tiempos venideros y abraza en su oración a todos los que creerán en él por la palabra de los apóstoles. Esto lleva al Señor a compartir con nosotros otros 3 deseos de su corazón:

1) que todos los creyentes sean «uno… en nosotros» (v. 21);

2) que «sean uno» en la gloria del Reino venidero (v. 22-23);

3) para estar con Cristo donde él está (v. 24).

Aunque distinguimos esta parte de la oración de la que concierne más específicamente a los discípulos entonces presentes, sería ciertamente tan erróneo limitar las primeras peticiones a esos discípulos como excluir a los discípulos de estas últimas peticiones.

Las palabras del Señor: «No ruego solamente por estos» indican que las ya expresadas por el Señor se aplican igualmente a todos los creyentes, y que las últimas peticiones, por su propia naturaleza, incluyen a los discípulos.

«Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti; que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste» (v. 21).

El primero de estos nuevos deseos es que los creyentes «todos sean uno». A lo largo de los siglos, creyentes de diferentes naciones han sido llamados y con diferentes lenguas; pero, aunque divididos por la nacionalidad, la posición social, los medios materiales o el nivel intelectual, el Señor ruega que sean «uno… en nosotros». Es una unidad en su interés común por Cristo y en la comunión con el Padre y el Hijo. La expresión de unidad entre los que, de otro modo, estarían fuertemente divididos, sería un testimonio impresionante para el mundo del poder del nombre de Jesús. En Pentecostés, el deseo del Señor se cumplió por un breve período. El mundo se asombró al ver que «la multitud de los creyentes era de un corazón y un alma». De un pueblo tan unido por su interés común en Cristo surgió un testimonio al mundo marcado por «gran poder» y «abundante gracia» (Hec. 4:32-33).

«La gloria que me has dado, yo les he dado; para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad; para que el mundo sepa que tú me enviaste, y que los has amado, como a mí me has amado» (v. 22-23).

Habiendo considerado a los creyentes en su misión en este mundo como sus enviados para representarle, el Señor mira ahora hacia la gloria venidera de su Reino, una gloria que da a su pueblo para que la comparta con él. Esto lleva a otra petición: «Que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mí». Es la tercera unidad por la que ora el Señor. La primera es la unidad en un objeto –«uno… como nosotros»; la segunda es la unidad en un interés común en Cristo y la comunión con las Personas divinas– «uno… en nosotros»; la tercera es la unidad en la gloria del Reino, cuando todos los creyentes estarán «consumados en uno». Entonces, en efecto, Cristo se verá en los santos, como el Padre se ve en el Hijo, como el Señor puede decir: «Yo en ellos, y tú en mí». Cuando el Señor se manifieste, será «glorificado en sus santos» y «admirado en todos los que creyeron». El mundo sabrá entonces que el Hijo fue enviado por el Padre y que el Padre amó a los creyentes como el Padre amó al Hijo (2 Tes. 1:10).

Al contemplar la historia del pueblo de Dios en la tierra y recordar el camino que ha tenido que recorrer, las penas, las pruebas, las ofensas y las persecuciones que ha tenido que soportar, podríamos sentirnos tentados a preguntarnos: “¿Es este el pueblo que ama el Padre?”. Pero cuando finalmente aparezcan en la gloria, se verá que las pruebas fueron solo «por un tiempo» y que su respuesta será “alabanza, honor y gloria en la aparición de Jesucristo”. Entonces, en efecto, se manifestará que el Padre los amó como amó al Hijo.

«Padre, deseo que donde yo estoy, también estén conmigo aquellos que me has dado, para que vean mi gloria que me has dado, porque me amaste desde antes de la fundación del mundo» (v. 24).

Con este último deseo del corazón de Cristo, estamos transportados más allá de las glorias del Reino, cuando Cristo será admirado en los santos ante el mundo, al mayor privilegio y más profunda bendición de estar con Cristo en su hogar eterno. Por eso, el Señor ora: «Deseo que donde yo estoy, también estén conmigo aquellos que me has dado». Es una gracia maravillosa que el Señor Jesús descienda hasta nosotros donde estamos; es aún más maravilloso que nos lleve a estar con él donde él está. Al descender hacia nosotros, cumple nuestros deseos y responde a las necesidades de nuestro corazón; al llevarnos a la Casa, que es la Casa de su Padre, para estar con él, supera todas las necesidades y deseos de nuestro corazón y responde a los anhelos más profundos de su propio corazón. Cuando por fin reúna a todas sus pobres ovejas errantes y las lleve a su Casa, contemplando el vasto ejército de los redimidos: «Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho» (Is. 53:11). También nosotros estaremos satisfechos cuando estemos hechos a su semejanza y contemplemos con deleite la gloria que le ha dado el Padre, respuesta al amor que el Padre tenía por el Hijo antes de la fundación del mundo.

Oh, ¡qué morada! Pero es tal su amor
Que Él debe conducirnos allí,
Para llenar esa morada, para estar con Él,
Y compartir toda Su gloria.
La Casa del Padre, el corazón del Padre,
Todo lo que el Hijo ha dado
Se vuelven nuestros, nosotros los objetos de su amor,
Y Él nuestro gozo en el cielo”.

«¡Padre justo! El mundo no te conoció, pero yo te conocí, y estos conocieron que tú me enviaste. Y les di a conocer tu nombre, y se lo daré a conocer; para que el amor con que me amaste esté en ellos, y yo en ellos» (v. 25-26).

Todavía no estamos con Cristo en su Casa: por eso, al final de la oración, el Señor se refiere a nuestra parte actual. El único que conoce al Padre ha proclamado el nombre del Padre a los suyos, y nos da el conocimiento de que estamos amados por el Padre como el Padre ama al Hijo. Si gozamos de este amor, Cristo habitará en nuestros corazones y se dejará ver en nuestras vidas, como puede decir el Señor: «Yo en ellos». Así pues, la gran oración termina con la afirmación que subyace en las últimas instrucciones del Señor a sus discípulos y en la oración al Padre, a saber, que los suyos le representen durante el tiempo de su ausencia, con palabras, obras y conductas. Para ello, es necesario que todos nos tomemos a pecho los 7 grandes deseos del Señor para los suyos:

  1. Que caminemos en armonía con la santidad del Padre.
  2. Que estemos unidos, teniendo ante nosotros un solo objeto y meta: la gloria de Cristo.
  3. Que estemos guardados del mal del mundo por el que pasamos, para que seamos aquí testimonio de Cristo.
  4. Que seamos santificados y consagrados a los intereses de Cristo, a fin de cumplir nuestra misión en este mundo.
  5. Que estemos unidos en nuestro interés común por Cristo y en comunión con las personas divinas.
  6. Que seamos uno en el Reino venidero, a fin de manifestar la gloria de Cristo.
  7. Que estemos con Cristo en su Casa, la Casa del Padre.

Este es el pensamiento de Cristo para los suyos, expresado al Padre por nosotros en esta última gran oración.