«El lugar secreto del Altísimo»
Salmo 91
Autor: Tema:
Scripture Truth Vol. 43, 1968, pág. 57-60
Para entrar en la bendición de este hermoso Salmo, es importante notar su estructura. El primer versículo nos da el tema del Salmo –la bendición de uno que mora en el lugar secreto del Altísimo.
En el segundo versículo oímos la voz de Jesús, ocupando este lugar de comunión secreta con Dios. Esto lo sabemos por Hebreos 2:13, donde el redactor cita las palabras: «Yo me confiaré en él», como si fueran las palabras de Cristo.
Luego, de los versículos 3 al 8, ¿no tenemos el testimonio del Espíritu Santo de la bendición de Aquel que mora en el lugar secreto?
En los versículos siguientes, del 9 al 13, escuchamos la voz de un hombre piadoso, –uno que puede hablar de Jehová como «su esperanza»– dando su testimonio de la bendición de Jesús.
Por último, en los versículos 14 al 16, el Salmo se cierra con el testimonio de Jehová sobre las bendiciones que forman la porción de quien pone su amor en Dios y habita en el lugar secreto.
(V. 1-2) ¿Qué debemos entender, entonces, por habitar «al abrigo del Altísimo», al que va unida tal bendición, como atestiguan todas las voces del Salmo? Para usar nuestro lenguaje neotestamentario, ¿no habla de la vida interior de comunión secreta vivida con las Personas Divinas? ¿No es a esta vida a la que se refieren las palabras del Señor cuando dice: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo»; y de nuevo cuando dice: «Permaneced en mí»? ¿No nos presenta el apóstol Juan esta vida secreta?, cuando escribe: «Nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (Juan 13:8, 15:4-7, 1 Juan 1:3). Tener parte con Cristo, y permanecer en él, es vivir en comunión con él donde él está. Vivir una vida así es morar «bajo la sombre del Omnipotente».
No es la vida exterior vivida ante los hombres de la que habla el Salmo, sino la vida interior vivida en secreto ante Dios. Además, no es la comunión ocasional de la que habla el Salmo, sino la experiencia constante del alma, pues habla de uno que «habita al abrigo del Altísimo». Sabemos que solo ha habido un Hombre que vivió esta vida de comunión ininterrumpida con Dios: el Hombre «Cristo Jesús», que, cuando estaba en la tierra, podía hablar de sí mismo como «el Hijo del hombre que está en el cielo» (Juan 3:13). Él caminó en la tierra, pero vivía en el cielo. Aunque la experiencia del Salmo solo se realiza plenamente en Cristo, presenta un ejemplo perfecto para el creyente.
Toda la vida exterior de Cristo en la tierra, marcada por la perfecta obediencia al Padre; la gracia a los pecadores; la fidelidad en el testimonio, la santidad en el caminar, combinada con la mansedumbre, la humildad, la dulzura y el amor, fue el resultado de la vida interior vivida en comunión con el Padre. Con el santo más espiritual tal vida solo será parcial, con él fue vivida en absoluta perfección. ¿No hemos de reconocer que, con demasiada frecuencia, hemos sido muy cuidadosos de nuestra vida exterior ante los hombres, pero descuidados de la vida secreta que solo conoce Dios? ¿No ha sido toda la ruina de la Iglesia en su responsabilidad, trazada por el Señor mismo, de fracasar en vivir esta vida interior? En la iglesia en Éfeso, aunque había mucho que el Señor aprobaba en su celo exterior y en su rechazo del mal flagrante, sin embargo, tiene que decir: «Has dejado». Este abandono se remonta a la pérdida del primer amor. Habían fallado al vivir la vida secreta de comunión con Cristo.
En las promesas al vencedor en medio de la ruina de la Iglesia, Cristo es presentado tanto como el Árbol de la vida en el paraíso de Dios, como el Maná escondido. Como el Árbol de la vida tenemos a Cristo presentado ante nosotros en el hogar de arriba –el Hombre en la gloria– como objeto de nuestras almas. Como el Maná oculto pensamos en Cristo en su camino en la tierra –el Hombre humilde como nuestro ejemplo. ¿No presenta el apóstol a Cristo como el Árbol de la vida?, cuando dice: «Fijos los ojos en Jesús», que «se ha sentado a la diestra de Dios». Luego, inmediatamente, nos recuerda a Cristo como el Maná oculto, cuando dice: «Considerad, pues, al que soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismo» (Hebr. 12:2-3).
En este Salmo se nos invita a considerar a Cristo como el Maná oculto –Aquel que pasó por este mundo como un extranjero, en medio de pruebas y peligros, en comunión ininterrumpida con Dios, y así encontró en Dios su «abrigo» y «castillo» –un refugio de toda tormenta, y su defensa de todo enemigo.
(V. 3-8) Pasando a considerar las bendiciones de aquel que caminó en comunión secreta con Dios, tal como lo reveló el Espíritu, aprendemos:
En primer lugar, que los tales serán librados «del lazo del cazador, de la peste destructora». ¿Acaso una trampa no representa el mal oculto bajo un exterior hermoso? El apóstol Pablo nos advierte de que no nos dejemos engañar por «palabras persuasivas» (Col. 2:4), y nos dice que en el círculo de los que profesan ser cristianos algunos caerán en «el lazo del diablo» (2 Tim. 3:26). Nuevamente el apóstol Pedro nos advierte que entre los santos se encontrarán aquellos que «introducirán furtivamente herejías destructoras» (2 Pe. 2:1). ¿No fue un «lazo» que el Señor tuvo que enfrentar cuando los hombres malvados trataron de «atraparlo en alguna palabra», acercándose a él con lisonjas?, diciendo: «Maestro, sabemos que eres veraz, y que no te dejas influir por nadie… sino que enseñas con la verdad el camino de Dios» (Marcos 12:13-14). ¿No fue una «pestilencia destructiva» la que tuvo que enfrentar cuando los saduceos trataron de argumentar que «no hay resurrección»? (Mat. 22:23; Marcos 12:18). En consonancia con la vida secreta que se nos presenta en este Salmo, el apóstol Pedro nos presenta la vida secreta de la «piedad» como el camino de la liberación de las trampas y las pestes destructivas (vean 2 Pe. 1:3; 3:11). Podemos pensar que podemos escapar de las trampas y ser preservados de las herejías por nuestra propia inteligencia y conocimiento de la verdad. Pero cualquiera que sea nuestro conocimiento y dones, a menos que estemos en comunión secreta –permaneciendo en Cristo– no hay trampa en la que no podamos caer. Los santos de Corinto descubrieron que, aunque tenían todo el conocimiento, no era suficiente para preservarlos de la herejía destructiva que negaba la resurrección.
En segundo lugar, el que camina en comunión, al abrigo, será guardado de todo asalto del enemigo por la Palabra de Dios. De los tales se puede decir: «Escudo y adarga es su verdad». ¿No fue así con el Señor cuando enfrentó cada tentación de Satanás con las palabras: «Está escrito»? El Señor puede decir, en las palabras de otro Salmo: «Por la palabra de tus labios yo me he guardado de las sendas de los violentos» (Sal. 17:4). Guardémonos de tratar de responder a los ataques del diablo con argumentos humanos. Al error solo se le puede hacer frente con la verdad. Pero para usar correctamente la verdad necesitamos vivir en comunión secreta.
En tercer lugar, del que vive esta vida de comunión secreta se puede decir: «No temerás». Vivimos en un mundo de terrores de noche, y de peligros de día. Un mundo en el que acechan el mal y la destrucción. Aunque tengamos que enfrentarnos a estas cosas por todos lados –como dice la Palabra– «a tu lado» y «a tu diestra», sin embargo, si caminamos en comunión secreta «no temeremos». Seremos preservados en la prueba, y a su debido tiempo veremos el juicio gubernamental de Dios sobre los impíos.
(V. 9-13) Además se nos recuerda, por el testimonio dado por un hombre piadoso, que aquel que mora en el lugar secreto de la comunión –que hace de «Jehová… el Altísimo» su «habitación», pasará por el mundo bajo la escolta de los seres angélicos, y vencerá a todo espíritu malvado. En cada etapa del camino del Señor se nos permite ver a los ángeles asistentes. Un ángel anunció su nacimiento a unos sencillos pastores, y una multitud de la hueste celestial se unió para contar su alabanza (Lucas 2:8-14). En el desierto, cuando fue tentado por Satanás, «los ángeles le servían» (Marcos 1:13). En la agonía de Getsemaní «le apareció un ángel del cielo que lo fortalecía» (Lucas 22:43). En su tumba, el ángel del Señor estaba de guardia (Mat. 28:2). Y en esa última escena que cerró su camino en la tierra, cuando fue llevado al cielo, 2 ángeles estaban de pie (Hec. 1:10). Además, del pueblo del Señor sigue siendo cierto que los ángeles son enviados a ministrar por los que serán herederos de la salvación. Pero ¿no podemos decir que el que sigue el ejemplo del Señor y camina en comunión secreta con Cristo es el que tendrá la conciencia de la protección divina y vencerá el poder del diablo, con su fuerza de «león rugiente» que busca a quien devorar (1 Pe. 5:9); o con sutil astucia como la serpiente (2 Cor. 11:3); o como el dragón perseguidor (Apoc. 12:3)? Así aprendemos por el ejemplo perfecto de Cristo que, si caminamos por este mundo con todos sus peligros y terrores, en constante comunión con Dios, los males terrenales no nos vencerán, las huestes celestiales nos esperarán, y las fuerzas de la Gehena serán sometidas bajo nosotros.
(V. 14-16) Por último, tenemos el privilegio de escuchar el testimonio de Dios mismo, de la bendición de Aquel que caminó por este mundo en una vida de comunión ininterrumpida que fluye del amor a Dios. En Cristo, Dios ha encontrado por fin un Hombre en circunstancias de desierto del que puede decir: «En mí ha puesto su amor»; «ha conocido mi nombre»; «me invocará». En este Hombre perfecto, Dios puede encontrar todo su deleite, y a sus perfecciones Dios puede dar una respuesta perfecta, al decir: «Yo lo responderé». Cuando Dios dice: «Yo lo libraré», ¿quién puede contradecirlo? Así oímos a Dios decir de Cristo:
- «Lo libraré» de todo lazo;
- «Lo pondré en lo alto», por encima de todo poder;
- «Yo le responderé» cuando me invoque;
- «Estaré con él», en las dificultades;
- Lo libraré y lo glorificaré;
- Lo saciaré de larga vida;
- Le «mostraré mi salvación» en el reino venidero.
- Cuando una vez que su palabra ha pasado,
- Cuando Él ha dicho «lo haré»:
- Esa cosa vendrá por fin, Dios mantiene su promesa todavía.
Tal es, pues, la bendición que fluye de «habitar al abrigo del Altísimo» y de vivir así la vida interior de comunión. Si, en alguna medida, hemos de seguir el ejemplo perfecto del Señor, tal como se expone en este Salmo, debemos estar dispuestos a poner nuestros pies en sus manos, para que todo lo que, en nuestros pensamientos y palabras, en nuestra conducta y en nuestros caminos, impida la comunión, sea juzgado y tratado por el lavado del agua de la Palabra.
Que oigamos su voz cuando dice: «Permaneced en mí» (Juan 15:4), y respondamos con las palabras de los discípulos, que dijeron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se va acabando» (Lucas 24:29). Abriendo la puerta de nuestros corazones a él, ¿no conoceremos algo de la bendición de sus palabras, cuando dice: «Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20). ¿No conducirá esto a la bendición de morar en el lugar secreto?