Inédito Nuevo

«Sus huellas» y «Seguir sus huellas»

Salmos 16 y 17


person Autor: Frank Binford HOLE 121

flag Temas: Los Salmos Ser un discípulo


En su Primera Epístola, el apóstol Pedro afirma que Cristo nos dejó un modelo para que sigamos «sus huellas» (1 Pe. 2:21). Es evidente que esto no podía decirse antes de que Él se manifestara y sus pasos se revelaran así a los ojos de los hombres. Sin embargo, Jehová había dicho en otro tiempo: «Seréis santos, porque yo soy santo» (Lev. 11:44, citado en 1 Pe. 1:16); en otros pasajes del Antiguo Testamento se subraya un pensamiento similar. Los 2 Salmos que nos ocupan ilustran este punto. Al leer el Salmo 17, en particular el último versículo, se siente que habla de un santo que sigue los pasos de su Señor.

El camino recorrido por nuestro Señor Jesús en la tierra fue de una luz perfecta e inmaculada. Al convertirse en hombre, se caracterizó por toda la gracia y perfección propiamente humanas, en la medida en que la condición humana se ve según el placer de Dios. Al ser Dios, toda perfección divina se manifestó en él; pero al convertirse en hombre, toda perfección humana también se vio en él. Estas perfecciones humanas nos están presentadas especialmente, por el espíritu profético, en el Salmo 16. El perfecto resplandor de su humanidad se descompone, por así decirlo, en los colores espectrales que lo componen.

Las primeras palabras del Salmo formulan una oración, expresando una total dependencia de Dios. En el origen, el hombre fue creado como una criatura dependiente; la actitud de independencia hacia Dios que adoptó fue la esencia misma de su pecado. Nuestro Señor estaba marcado por una dependencia perfecta.

De hecho, vivía de toda Palabra que salía de la boca de Dios, y no solo de pan. Esto explica esas notables palabras de Jesús, tan a menudo encontradas en el Evangelio según Juan, que pone el énfasis en su divinidad, como: «De mí mismo no puedo hacer nada» (5:30). Toda su vida en la tierra estuvo marcada por la dependencia, lo que se convierte en un rayo de luz de Su gloria humana.

Pero detrás de esta hermosa dependencia de Dios se escondía su absoluta confianza en Dios, expresada al final del versículo «porque en ti he confiado» (Sal. 16:1). En Génesis 3, podemos ver cómo la serpiente asestó su primer golpe a la confianza de Eva en Dios para hacerla independiente de Él. El adversario sabía muy bien que nadie puede depender de alguien en quien no confía. Si la confianza desaparece, la dependencia desaparece. También en esto nuestro Señor tenía la primacía. ¿Quién conocía a Dios como él lo conocía? Su conocimiento de Dios era absoluto y, por tanto, su confianza en Dios era absoluta, otro resplandeciente rayo de su gloria.

Luego, una palabra expresa su total sumisión a Dios. Él dijo «a Jehová: Tú eres mi Señor» (16:2). El Señor era su Maestro en todas las cosas. Esto también se derivaba de su confianza; porque no solo dependemos de aquellos en quienes confiamos, sino que estamos felices de aceptar sus consejos y directrices. El Señor Jesús tomó el lugar de la sumisión en todo. Bajó no para hacer su voluntad, sino la voluntad de Aquel que lo envió. Así, toda su carrera estuvo caracterizada por la obediencia. Adán se volvió desobediente hasta la muerte; Él fue obediente hasta la muerte, y hasta la muerte de la cruz. Toda su vida puede resumirse en la sola palabra obediencia; y su muerte puede considerarse como el gran acto por el cual su perfecta obediencia fue coronada y completada. Esto es lo que tiene en mente un versículo como «Por la obediencia de uno solo, muchos serán constituidos justos» (Rom. 5:19).

No había ningún pensamiento de inferioridad en esta posición de sumisión y obediencia que tomó nuestro Señor. Incluso entre los hombres, en el mundo de los negocios, por ejemplo, a menudo no hay ninguna noción de inferioridad en la sumisión. Una y otra vez, un joven en una posición subordinada resulta ser no solo igual, sino superior a sus superiores. Nuestro Señor Jesús era “igual a Dios”, porque él era Dios (vean Fil. 2:6; Juan 1:1-2). Sin embargo, tomó el lugar de siervo para que se hiciera la voluntad de la divinidad y se manifestara la gloria de la divinidad.

Habiendo tomado este lugar de sumisión, el Señor Jesús estaba marcado por una hermosa humildad, coherente con esta sumisión. Creemos que las palabras del versículo 3 «los santos» deben leerse en contraste con las palabras del versículo 2 «a Jehová». Está lo que dijo al Señor, y lo que dijo a los santos, que son reconocidos como «los íntegros». Se dirige a ellos como a aquellos en quienes se encuentran todos sus deleites. ¡Qué humilde gracia! El poderoso Hijo de Dios estuvo entre nosotros como hombre, regocijándose y reconociendo a las personas humildes y sencillas como Zacarías, Isabel, José, María, Simeón, Ana, Pedro, Juan, Santiago y otros. Para Él, eran un pueblo de excelencia y deleite.

Sus santos, hoy en día, no son diferentes a sus ojos. Grabemos bien esta realidad en nuestro corazón, para que dirija nuestra actitud hacia ellos. Tengamos mucho cuidado con la forma en que los tratamos. Si él encontró todas sus delicias en ellos, ¿quiénes somos nosotros para considerar tales vínculos indignos de nosotros?

Al asociarse así con los santos, al encontrar su deleite en los excelentes, estaba totalmente separado de todo lo que no era de Dios. Tal era su camino, y tal es el nuestro: una identificación de corazón con el Señor y sus santos, y una separación de corazón de la tierra y su religión.

Notemos que el versículo 4 no habla de las guerras y luchas escandalosas que asolan la tierra, ni de sus placeres vergonzosos, ni de sus crímenes. Habla de su religión falsa. Ahí es donde reside el error fundamental de esta pobre tierra, y nuestro Señor estaba completamente separado de ella. No tenía nada que ver con ella. No había absolutamente ningún compromiso. Jehová era su porción más que suficiente.

Y teniendo a Jehová como su porción, estaba plenamente satisfecho. En medio de un mundo infeliz, quejumbroso e insatisfecho, estaba completamente satisfecho, hasta el punto de que, aunque él mismo era objeto de oposición y persecución, podía hablar de una «hermosa heredad», e incluso de «lugares deleitosos», y se volvía a Jehová bendiciendo y dando gracias. La satisfacción es el preludio necesario para la adoración. La copa debe llenarse hasta el borde antes de que se desborde.

Luego lo vemos como completa y constantemente dedicado al Señor. Su dedicación era total, a diferencia de la nuestra. Siempre ponía a Jehová ante él. Nuestro Señor solo tenía una consideración. El deseo del Padre era su única preocupación y su constante placer.

Acabamos de resumir estos hermosos rasgos que caracterizaron al Señor Jesús en 7 categorías; también podríamos resumirlos en 5 categorías, de la siguiente manera:

  1. Jehová era su Señor (v. 2).
  2. Jehová era su porción (v. 5).
  3. Jehová era su consejo o dirección (v. 7).
  4. Jehová era su objeto (v. 8).
  5. Jehová era su finalidad (v. 11).

Su camino como hombre era de tal luz y perfección que, solo por esta razón, el único lugar que le convenía era la diestra de Dios. También ocupa este lugar por otras razones, como muestra la Epístola a los Hebreos: Está allí por la incomparable gloria de su Persona, la grandeza de su función sacerdotal y la perfección de su obra expiatoria. Pero también está allí debido a sus perfecciones humanas, probadas y demostradas en la carrera de la fe; es esta perfección la que vemos en el Salmo 16.

El camino de fe que realmente tomó lo condujo a la muerte y, a través de la muerte, resultó ser un camino de vida. La paradoja es bastante completa; pero la vida resulta ser una vida en resurrección y, por lo tanto, más allá del poder de la muerte, para siempre. El Hombre perfecto no solo está en presencia de Jehová, porque allí es donde estarán todos los santos; también está a la diestra de Jehová, donde hay deleites para siempre; es un lugar donde los santos nunca estarán. Es un lugar preeminente reservado solo para Él.

Pasemos ahora de nuestra breve contemplación de Aquel que es preeminente al examen del caso del santo en la tierra, dejado para seguir Sus pasos en medio de una generación tortuosa y perversa, entre la cual debe brillar como una luminaria en el mundo. Esto es lo que el Salmo 17 pone ante nosotros. Al principio, un santo clama a Jehová para que escuche la rectitud; porque por ahora, está despreciada en el mundo, y tenemos ante nuestros ojos “los caminos del destructor” en lugar de «el camino de la vida» (vean Prov. 15:24).

Una atmósfera muy diferente impregna el Salmo 17. La hermosa imagen de la perfección que nos deleitó en el Salmo 16 ya no está allí; en su lugar, tenemos la imagen de un santo en medio del mal, luchando contra el mal que lo oprime, y encontrando su recurso en Dios, contando con Él y siendo sostenido de tal manera que ofrece, en su medida, la misma imagen que su Señor. En el Salmo 16, tenemos a alguien que siempre ha puesto a Jehová delante de él: por lo tanto, estaba a su derecha y podía decir con confianza: «No seré conmovido». En el Salmo 17, el santo habla de manera muy diferente. Si dijera: “No seré conmovido”, se equivocaría grandemente y pronto tendría que retirar sus palabras. Si él mismo sabe algo de justicia, debe decir más bien: «Sustentas mis pasos en tus caminos, para que mis pies no resbalen» (v. 5). Sin embargo, estas palabras respiran ese espíritu de confianza y obediencia que son tan agradables a Dios.

La última parte del Salmo muestra un sorprendente contraste entre el hombre malvado y el hombre piadoso. Los versículos 9 al 14 contienen la imagen sombría del primero, mientras que un solo versículo (15) contiene la imagen luminosa del segundo. El contraste es total; el santo se ve en una luz que muestra que sigue los pasos de su Maestro. Quizá la forma más sencilla de notar este contraste sea examinar el último versículo paso a paso, en sus 5 puntos.

El santo dice: «Yo veré tu rostro». Esa es la perspectiva que se le ofrece, independientemente de las ocupaciones y perspectivas del mundo; ¿y cuáles son? Ellos fijan sus ojos, inclinándose hasta la tierra (v. 11). La tierra es la única esfera que se ofrece a la visión del mundo. Una tierra mejorada, una tierra agradable, una tierra donde todos puedan satisfacer plenamente sus deseos, una especie de paraíso (si puede satisfacer la demanda popular) que será, en el mejor de los casos, como una tierra donde todos puedan satisfacer plenamente sus deseos naturales, es todo lo que entra en sus pensamientos. La imagen del “Barrendero” pintada por el escritor y predicador inglés J. Bunyan en su gran alegoría (NdT: El viaje del peregrino) es muy pertinente. El pobre “Barrendero” encorvado no podía ver la corona de gloria sostenida cerca de su cabeza; estaba absorto en las ramas, las piedras y la suciedad del suelo de tierra batida.

El santo no se “inclina”, la tierra no llena su visión. Por el contrario, se eleva porque contempla la faz misma de Jehová. Vive en la luz de Su rostro, es decir, en la felicidad del pleno conocimiento de Jehová. Ahora le conocemos tal como se reveló en Jesús, y viviremos para siempre ante Él en amor. La diestra de Dios está reservada para Jesús, pero su rostro y su presencia son nuestros para siempre.

Por supuesto, habrán notado hasta qué punto la religión modernista se concentra constantemente en la tierra. Todo lo que tiene un tinte celestial está ridiculizado como lejano e irrealizable, una especie de droga, de hecho, para evitar que la gente se ocupe de lo que corregiría las desigualdades de la tierra. Su gran grito es: “Tierra, danos la tierra”. ¡Ya tendrán suficiente con su tumba (2 x 1,5 metros) cuando llegue el momento! Nosotros, conocemos a un celestial: Cristo, a quien el salmista, en su tiempo, no pudo conocer.

Sin embargo, el salmista veía, por anticipado, el rostro de Jehová «en justicia». Sabía que Dios tenía un medio para establecer a los hombres ante él en justicia, aunque tal vez ese medio aún no estuviera muy claro ante sus ojos. ¿Quién podría contemplar el rostro de Dios si no es en justicia? A menos que podamos estar ante él, y en la luz de su rostro, sobre una base justa, no podemos estar en absoluto. El mundo no conoce nada de esta justicia; se caracteriza como «malvado» (v. 13). En el Salmo 16, vemos al Justo: Él era intrínsecamente justo. En el Salmo 17, encontramos a un santo que puede presentarse ante Dios en justicia, no intrínseca sino imputada: se presenta ante Dios en la justicia de Otro. Su justicia fue forjada por el Hombre perfecto del Salmo 16, cuando pisó el camino de la vida, que lo llevó a la muerte y luego a la resurrección. ¡Gracias a Dios, compartimos la fe del salmista! La justicia es nuestra, y viviremos en la luz de la faz de Jehová, a quien conocemos como Padre.

De ahí lo siguiente: «Estaré satisfecho» (17:15). ¡Por supuesto que lo estaremos! Pero estas palabras nos proyectan hacia el futuro. El Señor Jesús era el Hombre satisfecho incluso en medio de circunstancias totalmente opuestas, como hemos visto. Por desgracia, nosotros no somos así, aunque no tenemos ningún motivo para no serlo, porque todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad son nuestras. Sin embargo, seguimos sin poder utilizar nuestros recursos y nos volvemos insatisfechos y abatidos. No obstante, alcanzaremos la satisfacción absoluta cuando la obra de Dios con nosotros y en nosotros se haya completado.

El mundo no está satisfecho y nunca lo estará. Los malvados están descritos como «león que desea hacer presa» (v. 12). La bestia salvaje no sabe controlar sus pasiones. Devora y mata más de lo necesario para satisfacer sus deseos y, sin embargo, no está satisfecha y mata de nuevo al día siguiente. Así es el hombre inconverso. El apóstol que habla tanto de la práctica de la vida cristiana dijo: «Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis en deseos, y no podéis obtener; lucháis y guerreáis. No tenéis, porque no pedís; pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros placeres» (Sant. 4:2-3). Así es como va el mundo; velemos para ser guardados de este espíritu codicioso e insatisfecho.

En este mundo de insatisfacción, hemos sido puestos en contacto con lo que puede satisfacernos, por medio de la fe y del Espíritu Santo que nos ha sido dado. Avanzamos hacia el momento y el lugar en que estaremos plenamente satisfechos.

Ese momento será cuando se alcance el mundo de la resurrección, o, como dice el salmista, «cuando despierte» (17:15). Es cierto, por supuesto, que la resurrección no se presentó a los santos del Antiguo Testamento como su meta y esperanza, como lo es para los santos de hoy. Cristo tenía que aparecer primero. Entonces se podía decir: «Nuestro Salvador Cristo Jesús, quien abolió la muerte y sacó a luz la vida y la incorruptibilidad por el Evangelio» (2 Tim. 1:10). Sin embargo, aunque la realidad de la resurrección no se les había presentado plena y claramente a su fe, habían tenido un atisbo de ella. Esperaban el día en que un país celestial, más hermoso que todas las escenas de la tierra, les pertenecería.

En contraste, los malvados están descritos como aquellos que «cuya porción la tienen en esta vida» (v. 14). Para ellos, solo existe la tierra, la codicia y esta pobre vida que termina en la tumba. ¡Qué contraste entre estos y el Hombre perfecto que dijo: «Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa»! (16:5). También habrá un gran contraste entre el mundo y nosotros, si renunciamos, e incluso “odiamos”, la vida en este mundo, la «guardar para vida eterna» (Juan 12:25). ¡Que Dios nos conceda la gracia de fijar la mirada en el mundo de la resurrección!

Pero el salmista alcanza su apogeo con las 3 últimas palabras: «A tu semejanza». No solo anticipaba la resurrección, sino que anticipaba estar en ella con la imagen de Jehová impresa en él. Al decir esto, anticipaba notablemente lo que revela el Nuevo Testamento, porque se veía al menos parecido a Jehová cuando viera su rostro. Podemos ir más lejos, por supuesto, porque conocemos a Jehová como Padre, revelado en Jesús; por lo tanto, podemos decir: «Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2).

Verlo y ser como él van de la mano. Incluso ahora, cuanto más lo vemos realmente por fe, más nos transformamos en la misma imagen. Cuando lo veamos plenamente como es, seremos plenamente semejantes a él. De hecho, debemos ser completamente semejantes a él para verlo como es, porque sin santidad nadie verá al Señor. Ambos pensamientos se encuentran en Apocalipsis 22:4. Dice: «Verán su rostro» y añade: «Su nombre estará en sus frentes». Es decir, lo que él es, será bien visible en ellos, porque la frente es la parte más visible de un hombre.

¿Y qué pasa con aquellos que viven sin el conocimiento de Dios? Bueno, el contraste es una vez más completo. Los malvados que tienen su parte en esta vida son llamados «los hombres mundanos». Este mundo, este siglo malo presente, los reclama, y llevan su marca en la frente. Son semejantes a él.

La expresión “hombre del mundo” se ha incorporado al uso común, incluso en el mundo. Dos hombres de negocios, que no profesan el cristianismo, están discutiendo. Se menciona el nombre de un tercero, y uno de ellos pregunta: “¿Qué clase de persona es?”. “Oh”, dice el otro, “es realmente un hombre del mundo”. No se dice nada más, pero esta respuesta tiene el efecto de advertir al otro, porque si es un hombre del mundo, es probable que no sea muy confiable en lo que respecta a la verdad, la rectitud y la honestidad.

Como creyentes, no somos «hombres del mundo», aunque somos hombres en el mundo. Hemos sido llamados y retirados del sistema del mundo, y ahora somos enviados al mundo para mostrar el carácter de Cristo y servir a Sus intereses. Esta es nuestra elevada y santa vocación.

Por lo tanto, estamos seguros de que cuanto más fuerte sea el contraste entre el cristiano y los hombres del mundo, mejor será para el cristiano y para el mundo; cuanto más digno sea el cristiano del gran Nombre que se le ha confiado, más oportunidades tendrá el mundo de ver la excelencia de Cristo traducida en la vida humana.

El hombre bendito y santo del Salmo 16 está sentado a la diestra de Dios, esperando el momento en que se levantará para que sus enemigos sean puestos como estrado bajo sus pies. Nosotros estamos aquí por un tiempo para que, como sacerdocio real, podamos mostrar sus excelencias, mientras esperamos su venida. Entonces contemplaremos su rostro en justicia, y al despertar a su imagen, estaremos absolutamente satisfechos, para siempre.


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