El pleno día establecido
Autor: Tema:
Scripture Truth, Vol. 21, 1929, page 202
«La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto» (Prov. 4:18).
Este versículo de Proverbios compara el camino del justo con «la luz de la aurora», pero esta expresión podría traducirse como “la luz del alba”. Esto hace que la alusión de Salomón sea mucho más llamativa.
Los malvados tienen su «camino», como indican los 4 versículos anteriores. Mediante esta figura retórica tan familiar, la vida se compara con un camino. Nuestra vida es, por tanto, similar a un camino. El camino de los malvados es la forma de vivir de los malvados; hay que evitarlo a toda costa, ya que, como indica el versículo 19, conduce a las tinieblas y, tarde o temprano, tropezaremos en él.
Los «justos», aquellos que tienen una relación recta con Dios, viven de otra manera y persiguen objetivos muy diferentes. Tienen su «senda». Es como la luz del alba que, aunque amanece lentamente, es cada vez más brillante; como el sol que sale y difunde sus rayos, que se intensifican a medida que se eleva en el cielo hasta llegar al cenit, al mediodía.
La alusión termina aquí. En la naturaleza, el sol solo está en el cenit durante un instante, y luego sigue el inevitable declive hacia la tarde y la noche. No es así con la gracia; el camino del justo solo llegará a la «plena luz» cuando alcance la gloria, y cuando esta se alcance, nuestro sol ya no se pondrá. Permanecerá para siempre en el esplendor de su cenit. Tal es el camino del justo.
Esta afirmación es muy llamativa. Aunque la comprendamos, tal vez pensemos: “El camino del justo es así, pero no lo parece, ¡por lo general!”. Por lo general, es cierto, no lo parece, pero creemos poder decir que nunca lo parece en este mundo.
En primer lugar, recordemos a aquel que era «el Justo» por excelencia (Hec. 7:52). Ningún otro justo se le iguala. Es único en su perfección. ¿Cuál fue su camino? En Isaías 49, le oímos decir proféticamente: «Pero yo dije: Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas» (v. 4). Los Evangelios nos muestran hasta qué punto eran ciertas estas palabras.
Al entrar en su servicio público, su sol parecía levantarse en el cielo. En Nazaret, cuando habló por primera vez en la sinagoga, la gente se maravilló de las palabras de gracia que pronunciaba. Pero muy pronto, su fidelidad los enfureció y hubieran querido matarlo. Más tarde, en repetidas ocasiones, hubo momentos más prometedores, como cuando el pueblo quiso hacerlo rey, o cuando salió a su encuentro gritando «¡Hosanna!» (vean Mat. 21:9, 15; Marcos 11:9-10; Juan 12:13), cuando entró en Jerusalén montado en un pollino, y sus enemigos se enfurecieron porque el mundo iba tras él. Sin embargo, esos momentos eran excepcionales; la tendencia general de su camino iba en sentido contrario. Tenía cada vez más enemigos y reveses aparentes, hasta esa última semana en Jerusalén, que terminó con su muerte.
Un historiador, que hubiera residido en Jerusalén en aquellos días, habría registrado que Jesús de Nazaret, que había despertado grandes esperanzas en el corazón de algunos soñadores –pescadores de Galilea y otros–, tuvo un eclipse rápido y notorio. Su sol se puso en medio de nubes oscuras de tormenta. Su trayectoria no se parecía en nada a la luz del amanecer, que va creciendo hasta que se establece el pleno día, sino más bien a la débil luz de una tarde de invierno que se desvanece en la noche oscura. Tal es realmente el veredicto del mundo.
¿Qué veredicto es justo? ¿El del mundo o el del predicador inspirado de Israel? A veces cantamos: “¡Tu camino solo condujo a la cruz!”.
¿A la cruz? Sí, si limitamos nuestros pensamientos a su camino terrenal, como hace este himno con dulzura y a propósito. Pero al elevar nuestros ojos más allá de su camino terrenal, podemos exultar, porque no condujo solo a la cruz, sino también a la gloria, como muestra claramente el Salmo 16.
De hecho, en cada camino, el ojo divino ve lo que el hombre no conoce. Cuando el Padre miraba a su Hijo amado, ¿qué veía? Veía todo lo que era bello, en todo momento. La gracia brillaba siempre, ya fuera en su infancia, en su adolescencia o en su madurez. A medida que crecía en sabiduría y estatura, la luz que había surgido en él aumentaba en intensidad. Cuando avanzó en su ministerio público, una «gran luz» se levantó sobre «el pueblo que estaba sentado en tinieblas» (Mat. 4:16). El sol del cielo se había levantado sobre ellos. Y a pesar de todo lo que le hicieron, la luz siguió iluminando el oscuro fondo del pecado del hombre. Cuanto más era puesto a prueba, más brillaba la luz para gloria de Dios. Cuando el hombre pareció apagarla al querer darle muerte, su resplandor alcanzó su cenit, porque fue en vista de la muerte que dijo: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo, y enseguida lo glorificará» (Juan 13:31-32).
Para el hombre, su muerte era el fin de todo; para Dios, era el comienzo de todo. Para uno, era su humillación más profunda; para el otro, su gloria más elevada. Para uno, era la extinción de su sol en la noche; para el otro, el establecimiento de su sol en el cenit de su esplendor, porque el despliegue de la suprema gloria moral que tuvo lugar en su muerte fue seguido inmediatamente por su exaltación en la gloria del Padre, que se desplegará en este mundo y ante el universo.
El camino del «Justo», a pesar de las apariencias, alcanzó «la perfecta luz del día» en la presencia del Padre. Él completó su camino como nadie más lo ha completado. Pero todos los que tuvieron el privilegio de ser siervos de Dios fueron similares en esto: que una aparente derrota seguía sus caminos, no siempre por fallas personales, sino a veces solo por su fidelidad personal. Esto es cierto tanto para los santos del Antiguo como del Nuevo Testamento.
Pensemos en Moisés. Qué comienzo tan maravilloso cuando, con la fe y el valor que Dios le dio, se enfrentó al poderoso Faraón y a sus magos. ¡Imaginémoslo de pie en la otra orilla del mar Rojo, extendiendo la vara de Dios! ¡Escuchemos el cántico de victoria de 1.000.000 de personas! ¿No fue magnífico? ¿No habríamos dicho todos que su sol había alcanzado su cenit? Pero repasemos la historia de los 40 años que pasó en el desierto. Su dulzura y paciencia eran realmente notables, pero el pueblo al que estaba a cargo era cada vez más difícil y decepcionante. Hacia el final de esa larga prueba, el gran legislador se debilitó y habló a la ligera con sus labios. No nos sorprendamos; nosotros habríamos cedido antes de 40 días, mientras que él aguantó casi 40 años. Al final, estalló y dijo: «¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Os hemos de sacar aguas de esta peña?» (Núm. 20:10), y golpeó la roca 2 veces, en su ira.
¡Ay! Pobre Moisés. Sus labios, que debían ser los de Dios, pronunciaron palabras airadas que no eran en absoluto de Dios y que lo traicionaban. Su pecado fue, por tanto, grande y su castigo tuvo que serlo: perdió su entrada en Canaán. Nunca entró triunfalmente en la tierra prometida, como habría sido lógico después de su salida triunfal de Egipto. ¿Qué diría un historiador? Sin duda diría que el sol de la prosperidad de Moisés había alcanzado su cenit en el momento del éxodo, que había declinado durante la estancia en el desierto y que se había puesto en los confines de la tierra prometida.
Pero ¿era realmente así? Volvamos la mirada hacia la montaña de la Transfiguración, en los Evangelios, y veámoslo aparecer en gloria junto al Hijo de Dios. ¿Había declinado su sol? No, brillaba cada vez más hasta llegar al pleno día.
Pensemos en Elías, otro personaje excepcional del Antiguo Testamento. ¿No suceden las cosas de la misma manera? Solo, sin ayuda, enfrentándose a los 850 profetas en el monte Carmelo, con Acab, Jezabel y el pueblo siguiéndoles, aparece como el más heroico de todos los héroes del Antiguo Testamento. Cuando el fuego cae del cielo, ¡qué triunfo tan rotundo! Era realmente mediodía para él. Pero unos días más tarde, bajo el enebro, huyendo de Jezabel, su sol se había puesto en pleno día. Luego, en Horeb, otro profeta fue ungido en su lugar. ¡Su luz parecía haberse apagado! ¿Pero era así?
En el monte de la Transfiguración, él también está junto a Jesús. La gloria también brilla sobre él. Para él, no es de noche, sino pleno día.
Entre los discípulos del Señor, hay uno sobre cuya vida se nos dice mucho; es el apóstol Pablo. ¿Cómo fue su camino?
Su camino cristiano comenzó cuando el Hijo de Dios, en una luz resplandeciente, lo iluminó con su gloria. Era un vaso escogido para llevar el nombre del Salvador a las naciones; conocemos sus esfuerzos dedicados. Evangelizó desde Jerusalén hasta Iliria con gran poder; Dios le dio tal éxito que sus adversarios más acérrimos dijeron que él y sus colaboradores habían «trastornado el mundo entero habitado» (Hec. 17:6). Como un sabio arquitecto, fundó iglesias. Durante un tiempo, nada parecía poder detener su avance.
Pero de repente, parece que todo se detiene. Las cadenas y la prisión le esperaban y le retuvieron firmemente. Luego surgieron las deserciones en las asambleas, y sus propios hijos en la fe se apartaron de él y le abandonaron en el momento en que más necesitaba consuelo. Finalmente, anciano, agotado por la lucha, abandonado, como un viejo rechazado por el mundo, se presentó ante el poderoso César y terminó su carrera como mártir. La trayectoria de este cristiano modelo no fue una excepción a la regla. También se parecía al sol poniente, declinando cada vez más, hacia la noche más oscura.
Era la apariencia, pero la realidad era muy diferente. Para Pablo, era el momento de su partida, su martirio se acercaba como una libación; miraba la «corona de justicia» (vean 2 Tim. 4:8) que le esperaba al final de su camino ascendente, que terminaría en el pleno día de la aparición del Señor.
Hagámonos ahora una pregunta: nosotros, cristianos del siglo 21, ¿esperaríamos que nuestro camino fuera diferente? ¿Tenemos el derecho imperioso de ir cómodamente al cielo, mientras que otros se enfrentan a pruebas y persecuciones? ¿Nos escandalizamos y nos indignamos si las dificultades nos siguen los pasos? No. Es lo que debemos esperar. Hoy es tan cierto como hace 21 siglos que es «necesario pasar por muchas aflicciones para entrar en el reino de Dios» (Hec. 14:22). Puede que la aflicción no adopte la forma de persecución por parte del mundo; podemos sufrirla dentro de la iglesia profesa, si no viene de fuera.
Hoy en día hay muchas dificultades. Nos rodean: dificultades familiares, eclesiásticas, comerciales, dificultades que no sentiríamos si no fuéramos cristianos con el deseo de caminar de una manera agradable a Dios. ¿Qué significan estas dificultades?
¿Significan que nuestro pobre sol se está poniendo rápidamente y que nuestro día está llegando a su fin? No, basta con atravesarlas con fe y con el valor que da la fe en Dios, y producirán en nosotros paciencia, experiencia y esperanza. Así, habrá en nosotros espacio para el resplandor del amor de Dios, derramado en nuestros corazones como la luz del sol por el Espíritu de Dios que nos ha sido dado. El resultado será una gran ganancia espiritual.
En lugar de ver cómo el resplandor de esta luz disminuye y se desvanece con el declive del día, será cada vez más brillante a medida que el día crece, hasta que se establezca el pleno día.
El pleno día llegará definitivamente cuando Cristo sea establecido en su lugar, en la gloria, según los designios de Dios. Todos esperamos ese momento, ya sea Moisés, Elías, Pablo o nosotros mismos. Durante la coronación del rey, en la abadía de Westminster (Inglaterra), los nobles del reino están presentes, cada uno con su corona en la mano, y no se la ponen hasta que el rey esté coronado. Entonces, y solo entonces, cuando la corona imperial descansa sobre la cabeza del soberano, cada noble lleva su propia corona.
Así es como deben suceder las cosas y así sucederán en el siglo venidero. Cuando Cristo sea glorificado públicamente, seremos glorificados con él. Cuando sea coronado, «el día» se establecerá, para él y también para nosotros.