Ornamentar la doctrina
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¿Cuál es esta doctrina de Dios nuestro Salvador de la que habla Tito 2:10? Es el Evangelio, el maravilloso mensaje de nuestro Salvador Dios que ha traído paz y vida a nuestras almas, antes atribuladas y muertas.
Pero ¿cómo podemos ornamentarlo? Ya es magnífico y perfecto. No solo ha respondido a la profunda necesidad de nuestras almas, pues nos ha dado al Señor Jesús como Salvador y como objeto vivo y glorioso para satisfacer nuestros corazones. Ciertamente, ¡este Evangelio no tiene necesidad de ornamentos!
Pero si ya es muy bello a nuestros ojos, no lo es tanto a los ojos del mundo. Para los que no conocen a Dios, este Evangelio no tiene forma ni belleza; prefieren sus propias «obras muertas», sus vanas filosofías, su «falsamente llamada ciencia» (1 Tim. 6:20), sus placeres y codicias, a la misma revelación de Dios, que es precisamente el Evangelio. Y así como despreciaron y rechazaron al Hijo de Dios cuando estuvo en la tierra, así ahora desprecian y rechazan el Evangelio de Dios, que da testimonio de él. A nosotros, los creyentes, nos corresponde resaltar sus bellezas, adornarlo en todo, mostrar su valor en nuestra vida, demostrar que no se trata de palabras vacías o de una doctrina abstracta, sino que esas palabras tienen un poder vivo, que dan vida al alma y que pueden transformar al hombre hasta el punto de que su vida dé frutos y sea como un perfume agradable en todas las circunstancias.
Esto parece algo grandioso, imposible de lograr para cualquiera de nosotros. En efecto, es imposible para los hombres. Si los hombres pudieran hacerlo, no habría necesidad de la fe ni del Espíritu Santo. Todo lo que se pide a los cristianos es imposible para los hombres, pero no para Dios. Cuando creímos en el Evangelio, la gracia de Dios nos liberó de la iniquidad y de las voluntades pecaminosas que lo hacían imposible. Ahora nos da nueva vida y poder, de modo que incluso los peores esclavos que han creído pueden adornar la doctrina de nuestro Salvador Dios en todas las cosas; esta es la vida normal de todos los que han sido salvados por la gracia de Dios.
Un bulbo de jacinto ilustra bien esto. Un bulbo de jacinto no es agradable a la vista. Pero el jardinero conoce su valor, conoce bien las bellezas que se esconden en él. Un hombre que viera uno por primera vez no se extasiaría ante él, ni lo colocaría como adorno en su salón. Podría tratarlo como una criada, de la que he oído hablar, trató un día un paquete que había traído el dueño de la casa. A la hora de cenar, le dijo a su ama: “Cociné las cebollas que trajo el señor, pero no tenían sabor ni olor, y las tiré”. Pero denle los bulbos de jacinto al jardinero, y él los tratará con la habilidad y el conocimiento que ha adquirido. Plantará sus raíces profundamente y saldrán gloriosos tallos de flores, que deleitarán a todos los ojos y esparcirán su fragancia dondequiera que se coloquen.
El Evangelio ha sido implantado y arraigado en nuestros corazones para que pueda expresar así su belleza en nuestras vidas. Tenemos que someternos a la obra bendita de la gracia de Dios en nuestras almas, estar sometidos al Señor mismo, de quien somos la labranza, y pronto se verá la bendición del Evangelio. La mansedumbre y la bondad de Cristo no serán meras frases en nuestros labios, sino hermosas realidades en nuestras vidas. El Evangelio nos ha traído el perdón de nuestros pecados, por eso perdonaremos a los demás; ha traído la paz a nuestras almas, para que seamos los que procuran la paz; nos ha hecho justos ante Dios, para que mostremos justicia en nuestros caminos; nos ha traído el conocimiento del amor de Dios, es por lo que nos amaremos unos a otros y haremos el bien a todos los hombres. Y estas flores producidas por la gracia de Dios no florecerán y se marchitarán en un día, como tantas flores de la naturaleza; son flores eternas. Dios mismo las conservará, porque le glorifican. Lo que le glorifica, siendo el fruto de su propia Palabra en cada uno de nuestros corazones, vivirá y permanecerá para siempre.
El poeta Gray [1] dijo melodiosamente:
“Muchas flores nacen para florecer sin ser vistas
Y se pierden en el aire caliente del desierto”.
[1] Thomas Gray, poeta inglés (1716-1771)
Las flores de la gracia que ornamentan el Evangelio en la vida del pueblo de Dios no pertenecen a esta categoría. Dios las ve y se deleita en su fragancia, aunque a menudo a nadie más le importe. Sin embargo, algunos pueden verlas: más de un cristiano cansado ha sido refrescado y bendecido por su fragancia. Un maestro de escuela le dijo una vez a un amigo mío: “Tu jardín agrada a mucha gente. Todos los días llevo a mis alumnos ante él, porque quiero que aprecien las cosas bellas”. Se refería a un jardín terrenal destinado a marchitarse. Pero estas flores celestiales del jardín del Señor son buenas para el alma. Florecieron de manera notable en la joven asamblea de Antioquía. Y Bernabé, que había venido desde Jerusalén para ver lo que Dios había hecho allí, se regocijó al ver la gracia de Dios. El Evangelio se había hecho así visible.
Estos resultados no se consiguen con grandes esfuerzos, sino contemplando la gloria del Señor. Dejemos que el Evangelio nos hable, en nuestros momentos de vigilia por la noche, y cuando caminamos por las calles, o siempre que nuestro espíritu esté libre. Dejémonos habitar por su gracia, por el amor de Jesús que este nos revela. Es más brillante y mejor que cualquier cosa que el mundo pueda ofrecer, y cuando nuestros corazones estén satisfechos con él, nuestras vidas, antes estériles, florecerán como un jardín de rosas. Dios será glorificado y otros podrán ser atraídos al Salvador que amamos, como le sucedió a un excavador rudo e impío cuya esposa se había convertido. Un día fue a ver al misionero del pueblo y le dijo: “Señor, si le queda algo de esa religión que le dio a nuestra Betty, ¡a mí también me encantaría tener un poco!”.