La gracia del Señor y las mujeres


person Autor: John Thomas MAWSON 11

flag Tema: La familia

(Fuente autorizada: graciayverdad.net)


Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles (« ») y han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las comillas dobles (« »), se indican otras versiones mediante abreviaciones que pueden ser consultadas al final del escrito:

Otras versiones de la Biblia usadas en esta traducción:

  • JND = Una traducción literal del Antiguo Testamento (1890) y del Nuevo Testamento (1884) por John Nelson Darby (1800-82), traducido del inglés al español por: B.R.C.O.
  • VM = Versión Moderna, traducción de 1893 de H. B. Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas - 1166 Perroy, Suiza).

La gracia del Señor estuvo activa hacia todos los que vinieron a él cuando habitó aquí entre los hombres, pero pareció haber tenido él la mayor consideración con respecto a las mujeres. Ellas son «vasos más frágiles» (1 Pedro 3:7) y no eran muy tomadas en cuenta en la estimación de los hombres. Ellos tenían un proverbio en aquellos días, «Es mejor quemar las palabras de la Ley que enseñarlas a una mujer», e incluso hasta el día de hoy, en la liturgia judía, los hombres dan gracias a Dios por no haber nacido siendo mujeres. Pero, en contraste con el espíritu soberbio del hombre, el Señor mostró preferencia por los débiles, los despreciados, y los desatendidos, y mientras mayor era la necesidad de ellos, mayor fue su compasión por ellos.

Cuando él vio a la llorosa viuda que seguía el cadáver de su único hijo a su entierro, se conmovió con compasión, y nunca antes un dolor tan grande como el de ella había sido mitigado tan rápidamente, cuando él le dijo, «No llores». Pero el poder y la autoridad estaban en él así como la compasión, y él vino y tocó el féretro, y la procesión funeraria se detuvo, frenada en su marcha hacia el sepulcro. Él dijo entonces al joven, «A ti te digo, levántate. Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre». Él pudo haber reclamado la vida que había restaurado; pudo haber dicho al joven, «Sígueme», pero no lo hizo. Él sabía que el muchacho era el único apoyo y esperanza de su madre, y se lo devolvió (Lucas 7:11-15).
¡Así era Jesús!

 

La mujer de la ciudad podía haber esperado nada más que desprecio y burla por parte del fariseo y sus invitados; entonces, ¿por qué se aventuró a cruzar su umbral? Jesús estaba allí y la gracia que estaba en él la atrajo a sus pies, y esa misma gracia quebrantó su corazón, y la movió al arrepentimiento, y la salvó de ella misma y de sus pecados. Con qué asombro ella debió haber oído cuando él habló acerca de ella, y aprobó su conducta, y la mostró como un ejemplo al hombre orgulloso que estaba al otro lado de la mesa. Ella había sido una gran pecadora, pero él le habló incluso a ella, porque no iba a dejar que ella se marchara sin el consuelo y la seguridad que solo su voz podía dar; y la música de esas palabras maravillosas que ella oyó, nunca dejaría de sonar en su alma. «Tus pecados te son perdonados… Tu fe te ha salvado, ve en paz». No es de extrañar que haya amado mucho, porque de todas las personas que estuvieron presentes en esa cena, y de todos los demás que se agolparon alrededor de la puerta de esa casa, ella, la más despreciada y pecadora, fue el objeto más señalado de su amable consideración en aquel día (Lucas 7:36-50).
¡Así era Jesús!

 

La mujer que había estado padeciendo flujo de sangre por largo tiempo, no tenía esperanza de cura y había agotado todos sus recursos. ¿Quién se ocuparía de ella, la víctima de una enfermedad detestable, despojada de todo su encanto y riqueza, y una carga para sus parientes? Pero Jesús vino a la ciudad donde ella vivía su infeliz vida, y al verlo, la fe se despertó y dijo, «¡Si solamente pudiera tocarle!», ella sabía que podía tocarle, y su corazón le decía que él no lo resentiría, y él sabía lo que había en el corazón de ella, y en respuesta a su mano extendida él la sanó de su plaga.

Ella se habría marchado satisfecha con eso, pero él no lo permitiría. Él tuvo la intención de que ella llevara a su futuro más brillante, no solamente el efecto de su poder en su cuerpo, sino el conocimiento de su profundo interés personal en ella, lo cual sería un vínculo eterno entre su alma y él. Así que ella vio su rostro y oyó su voz diciéndole, «Ten buen ánimo, hija; tu fe te ha sanado; ve en paz» (Lucas 8:43-48, JND).
¡Así era Jesús!

 

No es difícil entender la agonía de Jairo y su mujer cuando su pequeña hija, su hija única, yacía a punto de morir. El Señor Jesús era la única esperanza de ellos, y el padre le buscó y le rogó que fuese a sanarla. Mientras él tardaba de camino, llegó el fin y ella murió. Pero al fin él llegó a la casa de dolor y muerte, y tomándola de la mano dijo: «Muchacha, levántate», y ella se levantó inmediatamente. No es de extrañar que sus padres quedaran atónitos ante esa palabra de poder, y tan desconcertados que parecieron ser incapaces de actuar, ¿o fue que en su gozo al recibir nuevamente viva a su hija única ellos olvidaron todo lo demás? Él no olvidó, él conocía las necesidades de ella y se ocupó de ellas, ¡y ella solo era una niña! ¿Usó él alguna vez su poder sin revelar su corazón? «Él mandó que se le diese de comer». Incluso la madre no se dio cuenta, en su asombro y su gozo, que la niña necesitaba comida, pero él lo hizo, él fue más considerado con respecto a ella que la madre (Lucas 8:41-42, 49-56).
¡Así era Jesús!

 

Oiga usted las palabras indignadas del principal de la sinagoga cuando clama desde su púlpito, «Seis días hay en que se debe trabajar; en estos, pues, venid y sed sanados, y no en día de reposo». ¿Qué había despertado la ira del hombre? Una pobre criatura encorvada a causa de una dolorosa enfermedad había ido con gran esfuerzo a la sinagoga ese día de reposo, porque Jesús estaba allí. Ella había padecido durante diez y ocho años, atada por Satanás, y ni una sola vez durante esos agotadores años había podido enderezarse para mirar los cielos que estaban sobre ella. ¿Qué importancia tenía ella para el importante hombre del púlpito? Ella era solo una mujer, sin atractivo, deformada, una lisiada. Pero para el Señor ella era una hija de Abraham, una mujer necesitada, atrapada por el poder de Satanás, un objeto de misericordia con anhelos de ser libertada de los grilletes que la ataban. Él interrumpió el servicio religioso por ella, interrumpió la miserable formalidad de dicho servicio y la llamó. Él la destacó y se dirigió a ella personalmente en esa atestada congregación, diciendo, «Mujer, eres libre de tu enfermedad». Y él hizo más, pues puso sus manos sobre ella, no una mano sino las dos, y al instante ella se enderezó y glorificaba a Dios (Lucas 13:11-17).
¡Así era Jesús!

 

Se ha pensado y se ha dicho que él amenazó a la mujer de Canaán con una extraña dureza cuando pareció que él no había oído su clamor por misericordia, pero no fue así. Ella clamó a él como el Hijo de David, siendo ella de una raza maldita. «Maldito sea Canaán» (Gén. 9:25), había sido dicho antaño, y la corrupción y la iniquidad de esa raza fue tal, que Israel fue enviado a la tierra para exterminarla. Si él hubiera actuado hacia ella como Hijo de David, él debió haber rechazado su súplica, ella no tenía ningún derecho a reclamar algo de él bajo ese título. Como el Hijo de David, él fue enviado solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero ella no se marcharía sin la gracia que buscaba, y él no la despediría vacía tal como los discípulos le pedían. Ella sabía que él tenía lo que había por largo tiempo anhelado, y él mantuvo en reserva la bendición para ella hasta que ella asumió su verdadero lugar ante él. Una migaja caída de su mesa la haría feliz, la haría una mujer bienaventurada, y él tuvo para ella todo lo que ella deseaba, y mucho más de lo que ella pudo pedir o pensar. Debe haber sido uno de esos momentos de gran gozo para él cuando le dijo: «Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres»; y su hija, poseída por el diablo y profundamente afligida fue sanada en esa misma hora (Mat. 15:21-28).
¡Así era Jesús!

 

La suegra de Simón estaba acostada con fiebre. «Y en seguida le hablaron de ella. Entonces él se acercó, y la tomó de la mano y la levantó». Cuando él entró a ese aposento interior, los gemidos de la mujer enferma cesaron, y cuando él tomó su mano su pulso se estabilizó, su temperatura bajó a la normalidad; ella se calmó al instante. Un toque de la mano compasiva pero poderosa había cambiado todo; el contacto con Jesús mitigó la fiebre, «y la levantó». Él no la dejó en un estado de indefensión, y no hubo un período de convalecencia. Su toque y su mirada fueron suficientes; lo que la había molestado e inducido la fiebre, ya no la molestaba más con él a su lado. Ella se levantó, desaparecida la fiebre, y «les servía» (Marcos 1:29-31).
¡Así era Jesús!

 

De todas las mujeres de los Evangelios que aparecen y pasan siendo mencionadas una sola vez, ninguna de ellas suscita nuestra atención como lo hace la mujer de Sicar, porque el modo de obrar del Señor con ella nos muestra de qué manera él prepara un alma para la bendición; y él le hizo revelaciones, aunque ella era una samaritana ignorante y degradada, que él no hizo a Nicodemo, un líder de los judíos (Juan 4).

Qué día fue para ella cuando vino al pozo, tal como solía venir diariamente a sacar agua, y se encontró con el Pastor de su alma. Él estuvo allí antes que ella, esperándola bajo el calor del mediodía, y estando él cansado a causa del camino, se sentó así junto al pozo –¡un hombre cansado, hambriento y sediento en verdad! Pero Su necesidad fue la oportunidad y la manera de abordarla. No fue meramente para abrir la conversación que él le dijo: «Dame de beber». Él necesitaba el agua fresca del pozo de Jacob, él, ¡que había creado el poderoso río Amazonas y todos los ríos de la tierra! Pero esta mujer no tuvo la gracia que mostró Rebeca, la cual ante una petición similar del siervo de Abraham dijo: «Bebe, señor mío» (Gén. 24). Su vida pecadora había destruido su compasión femenina, y su prejuicio racial había endurecido su corazón, y prefirió una argumentación en lugar de una acción amable. Solamente la paciencia del Señor y la gracia –¡maravillosa gracia!– que estaban en él pudieron tratar con un caso como el de ella.

Él le habló de Dios, y del don de Dios del agua viva, que satisface para siempre la sed de los que la beben. Él estuvo revelándole lo que Dios es, pero esa revelación no iluminó, ni pudo iluminar, su alma oscura hasta que él hubo expuesto lo que ella era. Él tuvo que escudriñar su vida pecadora; la luz no resplandeció hasta que todas las cosas, que ella alguna vez hizo, fueron puestas en evidencia ante sus ojos, y sin embargo, su gracia fue tal que ella no huyó de su presencia. Él le habló del Padre, y por último, él mismo se reveló a ella, y esa revelación la agitó, ella fue transformada, una mujer convertida desde esa hora, y un testigo del Cristo que la había bendecido.

Vinieron los discípulos, y quedaron admirados de que él estuviese hablando con una mujer, y bien pudieron, porque la gracia que hizo que él lo hiciera era admirable. Esa gracia no busca mérito alguno en sus objetos, sino que los bendice por lo que es en ella misma. Ellos le rogaron que comiese, porque sabían cuán cansado y hambriento él estaba cuando ellos lo dejaron para ir a comprar comida, hacía solo una hora; pero él les dijo: «Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis». «Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra». Al bendecir a aquella mujer que todos los hombres despreciaban, él había encontrado descanso y refrigerio. El Pastor había encontrado a su oveja; el Padre había encontrado uno de esos adoradores que lo adorarían en espíritu y en verdad, y el Padre y el Hijo se regocijaron juntos.
¡Así era Jesús!

 

¿Cómo reaccionaron las mujeres a la gracia que había en él? No está registrado el hecho de que alguna vez una mujer haya dicho una palabra dura acerca de él; incluso la mujer del pagano Pilato habría salvado a su marido de la culpa de condenarlo al Señor, si él la hubiera escuchado; y lágrimas bañaron los rostros de las hijas de Jerusalén cuando él fue llevado a su crucifixión. Pero, ¿qué de esas a quienes él unió a sí mismo por su gracia y las hizo discípulas suyas? Algunas de ellas «habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades». Entre ellas estuvo María llamada Magdalena, de quien habían salido siete demonios –ella no era una mujer de la calle, tal como se supone popularmente, la situación de ella era peor que esa–, un poder satánico siete veces maligno la había esclavizado y Jesús la había liberado –y con ella estaba Juana, la mujer de Chuza, mayordomo de Herodes, y Susana, y otras muchas otras– pero no se nos dice de qué demonios en particular ellas habían sido liberadas, pero juntas se unieron en el feliz y agradecido servicio de servirle a él con sus bienes. Ellas tuvieron algo para dar y lo dieron a él gustosa y gozosamente. Vinieron hombres ricos y le sirvieron en su muerte, pero estas mujeres pudientes le atendieron en su vida (Lucas 8:2-3).

Nosotros leemos, «Cada uno se fue a su casa; y Jesús se fue al monte de los Olivos» (Juan 7:53; 8:1). No hubo un solo hombre en toda la ciudad de Jerusalén que le dijera al caer la noche, «Señor, usted es un forastero en la ciudad y se ve cansado a causa de las labores del día, venga a casa conmigo y descanse por la noche». La cueva del monte fue su refugio y la fría tierra su lecho. Los hombres no le mostraron hospitalidad alguna, pero hubo una cierta mujer llamada Marta que tenía una casa a pocos kilómetros de distancia, quien, cuando llegó a conocerle, le recibió en su casa, y ¡le sirvió con fervoroso amor!

Las mujeres estuvieron junto a la cruz cuando todos los hombres que habían protestado por la dedicación de ellas a él habían huido lejos, excepto Juan. Las mujeres fueron las últimas en dejar su sepulcro en la noche de su muerte, y las primeras en estar allí en la mañana de su resurrección, y a ellas él se revela vivo, antes que alguno de los hombres supiesen de su resurrección. Y María Magdalena fue la más insigne entre esas mujeres y la primera en verle.

Pero hubo una mujer de quien se debe hacer una mención especial, y eso porque el Señor lo mandó. Él dijo de ella: «Ella ha hecho lo que podía; se anticipó a ungir mi cuerpo para la sepultura. En verdad os digo: Dondequiera que sea predicado el evangelio en todo el mundo, también lo que ella ha hecho, será contado en su memoria» (Marcos 14:8-9, VMA). Ella se había sentado a sus pies, y había oído su voz, ella había traído su dolor a esos mismos pies, y él había llorado con ella. Sí, ¡María había visto sus lágrimas! Cuán hermoso debe haber parecido a él aquel día cuando ella miró su rostro y supo que su compasión era mayor de lo que el mayor dolor podía ser. Y ella se inclina nuevamente a sus pies, y derramó sobre ellos el costoso contenido de su vaso de alabastro. Esa «libra de perfume de nardo puro» la habría distinguido entre sus conocidos (Juan 12:1-3). Era el tipo de cosas que esas mujeres orientales guardaban para el día más importante de sus vidas. Ella podía haberlo derramado sobre su hermano Lázaro en su muerte, pero no lo hizo, no obstante lo mucho que lo amaba. Ella lo había guardado para los pies de Jesús, sabiendo bien que él iba a la muerte. Ella no lo había usado para su propia distinción. Un elocuente escritor ha dicho, «Ella amó más a su Señor que a su propia hermosura», le amó más de lo que ella se amaba a sí misma. El ofrecimiento de la vida del Señor por nosotros fue el sacrificio supremo, y junto a eso viene aquello que hizo María. Su acto de fervor adorador está unido a la historia de su gran sacrificio por mandato del propio Señor, y ha de ser mencionado dondequiera que esa historia sea contada.

A los ojos de los discípulos se trató de un desperdicio, a los ojos del Espíritu Santo que registró la acción, fue «de mucho precio». Lo que ella hizo muestra lo que el amor del Señor puede hacer en el corazón de una que conoce este amor. Este amor hizo que María se olvidara de sí misma, y se arriesgara a la crítica, a la burla y el desprecio de sus amigos que no entendieron. El mundo no tuvo nada para él excepto una cruz de vergüenza y darle muerte como malhechor, y, de entre todos sus discípulos, solo ella se dio cuenta de esto. De allí en adelante, para ella María fue nada, y Cristo fue todo; no buscaría ninguna distinción donde él fue deshonrado. Ella no quiso ningún lugar en un mundo que no quiso a su Señor.

 


 

Nosotros nos asombramos ante esa devoción que entendemos solo débilmente. ¿Pero por qué deberíamos asombrarnos? Si nosotros vemos a Jesús como María lo vio, y le conocemos como ella le conoció, dejaríamos de asombrarnos; su acción de amorosa devoción no nos parecerá extraordinaria, sino que nos inclinaremos con ella a sus sagrados pies, y derramaremos la adoración de nuestros corazones, y nos entregaremos allí. Y los ceños fruncidos y la crítica de los hermanos que se consideran más prácticos y más sabios que nosotros, no nos molestarán en absoluto.

¡Qué triunfo para nuestro Señor sobre toda la sutileza y las asechanzas del diablo fue esto! Satanás había tenido éxito en Edén seduciendo a la mujer a dejar su lealtad a Dios, pero ¡cuán completa fue ahora su derrota! El Señor encontró en las mujeres de su día, los vasos más idóneos para su misericordia, y la devoción más verdadera para con él mismo. ¿Y por qué no debería ser así en la actualidad?

La primera persona en Europa que se inclinó en total entrega a Jesús fue una mujer (Hec. 16:11-15). Su corazón fue abierto para prestar atención a las cosas que Pablo hablaba acerca de Él, y estas cosas incluían los grandes hechos de que «[Él] murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Cor. 15:3-4). Que «Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos… Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom. 5:6, 8).

A María de Betania, María Magdalena, y muchas otras Marías desde el día de ellas, Cristo es el todo, y en todos. ¡Cristo y su cruz! (Col. 3:11).

«Cristo es el fin, porque Cristo era el principio,
Cristo el principio, y el fin es Cristo».

 

Traducido del inglés por: B.R.C.O. – Febrero 2019


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