Índice general
Las últimas palabras del Señor
Autor:
Su vida en la tierra, su tentación La cena del Señor
Temas:1 - Introducción
Consideraremos las últimas palabras que nuestro Señor dirigió a sus discípulos antes de su estancia en el huerto de Getsemaní y su muerte en la cruz, que Lucas, inspirado por el Espíritu Santo, nos ha transmitido. Estas palabras nos muestran nuestra posición en el mundo como testigos del Señor durante su ausencia, y su tierna solicitud por nosotros; es en este punto en el que nos centraremos. Nos muestran que conoce todo acerca de nuestra inconstancia y fragilidad, los peligros y vicisitudes que nos acechan, pero también que su amor por nosotros es incansable y que puede hacernos más que vencedores hasta su regreso.
Leeremos lo que él dice en el capítulo 22. Es de lo más conmovedor y maravilloso. Este capítulo nos da el marco y las circunstancias sin las cuales perderíamos parte de la infinita y divina belleza de las palabras y de lo que hizo Jesús.
Los principales sacerdotes y los escribas buscaban matarlo (v. 2). Lo odiaban con un odio implacable, a pesar de que era la fiesta de los panes sin levadura, que simbolizaba que toda malicia, todo odio y todo mal eran expulsados del corazón. Pero ¿qué les importaba? Su objetivo era liberar al mundo de Aquel cuya mera presencia ponía siempre de manifiesto su pecado, su hipocresía y su orgullo; su problema era saber cómo hacerlo. Eran cobardes y temían al pueblo al que despreciaban. Sin embargo, no tenían por qué temerles, ya que estos podían ser influenciados en un sentido u otro, como árboles jóvenes por una ráfaga de viento. Este pueblo pecador era insensato y no amaba a Jehová. Solo les interesaban los panes y los peces; si estaban bien alimentados, lo defendían, si no, gritaban: «¡Sea crucificado!» (Mat. 27:22-23). Pero la perplejidad de estos jefes se disipó cuando se coló en su consejo uno de los propios discípulos del Señor; tenían la solución a su problema: el instrumento de su complot, poseído por el diablo.
Judas tuvo que encontrar un pretexto para ausentarse de la compañía del Señor; pudo engañar a los discípulos, pero no al Señor. Tuvo que apresurarse furtivamente por las calles, como solo puede hacerlo un hombre culpable de un crimen abominable, hacia el lugar donde sabía que encontraría a los enemigos del Señor. No había tiempo que perder en regateos o negociaciones, había que actuar con rapidez; 30 piezas de plata era «el precio» que le ofrecían, y por ese precio vendió a su Señor y aceptó entregarlo para que lo capturaran mientras el pueblo dormía. Luego, este títere del diablo volvió a ocupar su lugar entre los discípulos, ¡qué ignominia! –como si no hubiera ningún discípulo más devoto al Señor que él. Los principales sacerdotes, por su parte, prepararon los planes para llevar a cabo su designio asesino, y luego se fueron a sus oraciones y preparativos para comer la pascua. Así es el mundo, así era la noche de la traición del Señor. Él lo sabía, lo sabía perfectamente.
No fue la ignorante plebe, que no conocía la Ley, la que planeó el mayor crimen jamás visto. Fueron los principales sacerdotes, los respetados líderes del pueblo, los hombres religiosos, los hombres instruidos que se jactaban de su cultura y de estar por encima del común de los mortales quienes lo planearon. Pero no podían hacer nada sin uno de los discípulos del Señor: su íntimo amigo. Este estaba preparado cuando el diablo entró en él. No había hombres más privilegiados que ellos. Los principales sacerdotes tenían la Ley; Judas había visto toda la gracia del Evangelio en el Maestro al que había seguido durante más de 3 años; la Ley y el Evangelio no los cambiaron, sino que aumentaron su responsabilidad y su culpa. Así es el corazón del hombre, así es el mundo. No debemos sorprendernos como Nicodemo, cuando el Señor le dijo: «Os es necesario nacer de arriba» (Juan 3:9).
El Señor lo sabía todo. Jehová, que era el Señor, sabía el motivo del viaje de Giezi a Naamán para satisfacer su codicia, y se lo había revelado a Eliseo; aquí, el Señor sabía todo lo que había sucedido entre el traidor y sus enemigos. También sabía todo lo que seguiría a esta conspiración; sabía que había llegado la hora del hombre y del poder de las tinieblas. Sabiendo todo esto, ¿qué hace?
Ejerciendo por última vez su autoridad como Mesías, envía a Pedro y Juan a pedir una habitación para pasar la Pascua con sus discípulos y derramar su corazón en una última despedida antes de sufrir. Durante la cena, les mostró claramente cuál sería su posición en el mundo durante su ausencia y los recursos de que dispondrían. La tormenta se desataba en el exterior, los preparativos para su arresto, condena y crucifixión se completaban rápidamente, y Judas, que lo sabía todo, estaba sentado a la mesa con él, con el precio de su traición en la bolsa. Jesús lo sabía. Nunca las potestades de las tinieblas habían estado tan agitadas; era la hora suprema, los hombres no eran más que marionetas en el escenario, marionetas culpables, que desempeñaban voluntariamente su papel; pero detrás de ellos se encontraban las fuerzas del mal, decididas a aniquilar a este hombre humilde y acabar de una vez, para siempre, su larga lucha contra Dios; y Jesús lo sabía. Sin embargo, sus discípulos y nosotros mismos éramos su único pensamiento. Les dijo: «He deseado comer con vosotros esta pascua, antes de que yo padezca» (Lucas 22:15).
Ellos le amaban, pero él los amaba aún más. Era su deseo, y no el de ellos, el que les había reunido para esta ocasión sagrada. La fiesta de la Pascua conmemoraba la liberación de Israel de Egipto; el cordero asado al fuego que comían cada año dirigía la mirada de la fe hacia su venida. Y ahora que había llegado, se sentó a compartir con ellos esta comida que hablaba tan elocuentemente de lo que haría antes de que se pusiera el sol.
Fue en la fiesta de la Pascua cuando instituyó la comida que amamos y conocemos como «la Cena del Señor» (1 Cor. 11:20); la instituyó en previsión de su ausencia. Debemos considerarla en especial porque es precisamente para nosotros lo que la Pascua no era. Una de las principales características del período en el que estamos llamados a dar testimonio de él es que está ausente de este mundo. Sus discípulos iban a tener que servir a un Señor ausente, y nosotros también.
2 - Un Señor ausente y una comida conmemorativa
Ya no iba a estar con ellos, y echarían de menos su bendita compañía. La medida en que lo echarían de menos mostraría la medida del amor de ellos por él. Siempre es así, el Señor no está aquí; no tiene lugar en el mundo ni en su política, sus círculos sociales, sus placeres y sus proyectos de reconstrucción. ¿Somos conscientes de su ausencia y de esta situación? Si lo amamos, lo extrañaremos y anhelaremos el momento en que venga a buscarnos para llevarnos a la Casa de su Padre, para que donde él está, estemos también nosotros; y desearemos el día en que sea glorificado en este mundo que lo ha despreciado y rechazado.
Cristo no está aquí. ¿No es este el sentido de sus palabras que tanto amamos?: «Donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Si estuviera aquí, ¿por qué nos reuniríamos en su nombre? Pero ¿por qué no está aquí? Hay 2 razones para ello: El mundo lo odió y lo mató; y él nos amó y murió por nosotros. Estos son los 2 aspectos que presenta el Evangelio de Lucas sobre la partida del Señor de este mundo, mediante la muerte.
El mundo es tan seductor y puede presentarse bajo una luz tan agradable que rápidamente olvidamos que la cruz de Cristo es el testimonio del terrible odio que le profesa, y que quien quiere ser amigo del mundo es enemigo de Dios. Debemos aprender que cuando todo nos va bien, la cruz de Cristo es nuestra única gloria, y que por ella el mundo nos está crucificado a nosotros y nosotros al mundo.
La Cena nos muestra que él no está aquí –anunciamos la muerte del Señor hasta que venga– y una de las razones por las que no está aquí es porque el mundo lo ha expulsado. Lo que estaba escrito debía cumplirse en él: «Fue contado con los pecadores» (Is. 53:12). Su nombre fue borrado del linaje real de David y escrito en la lista de los criminales de Jerusalén. Si pudiéramos descubrir la lista de los criminales de esa orgullosa ciudad, para este año memorable, encontraríamos el nombre de Jesús de Nazaret entre los nombres de los malhechores y los asesinos. Y anunciamos la muerte del Señor hasta que venga. Al tomar la Cena, anunciamos que nos identificamos con Aquel a quien el mundo dio muerte, nos identificamos con él porque lo amamos.
Pero él murió por nosotros. Se entregó por amor a nosotros y nosotros somos suyos para siempre. Lo olvidamos fácilmente. Si estuviera en medio de nosotros y nos mostrara sus manos y su costado traspasados, como hizo con sus discípulos el día de la resurrección, su amor sería sin duda una gran realidad para nosotros; pero “Ojos que no ven, corazón que no siente”, como se suele decir, tan inconstantes somos. Sabiendo esto, instituyó la Cena, que debería ser para nosotros un recordatorio constante de un amor que es más fuerte que la muerte.
Así, al tomar la Cena, le seguimos en pensamiento desde las puertas de la ciudad de David, esa ciudad que tanto amó y por la que lloró, hasta el Calvario. Lo vemos allí, por nosotros, privado de la luz que viene de arriba y del consuelo de los suyos de abajo. Oímos sus llantos, de los que se burlan los hombres; y su declaración hacia la novena hora de la cruz y a la que el cielo hace oídos sordos; y finalmente muere. El Príncipe de vida murió en una cruz por nosotros; su cuerpo fue entregado por nosotros y su sangre fue derramada por nosotros. De esto hablan el pan partido y el vino: Cristo muerto por nosotros. Y necesitamos la Cena para que este gran amor permanezca siempre presente en nuestra mente. Si él estuviera presente, no lo necesitaríamos, pero está ausente, por eso lo necesitamos.
Cuánto necesitamos esta comida de amor. Expresa de manera bendita lo que es nuestro Señor, y nuestra comunión juntos, la comunión de la muerte del Señor, ¡la única y verdadera comunión de los muchos miembros de un solo Cuerpo! ¡Qué gozo recordar a Aquel cuyo amor no pudo ser sumergido por las aguas! Mientras la tormenta se intensificaba a su alrededor, sus pensamientos abarcaban toda la duración de su ausencia, y nos dio una comida conmemorativa, hasta su regreso. «Tomó un pan y tras dar gracias, lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado. Haced esto en memoria de mí. Tomó también la copa, después de cenar, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros es derramada» (Lucas 22:19).
3 - Una vida de testimonio y un modelo perfecto
Al igual que estos discípulos, debemos dar testimonio de él durante su ausencia; debemos ser su carta de recomendación ante el mundo y brillar en él como luces. Pero cuán diferentes somos de él por naturaleza, al igual que los discípulos que, en la misma mesa de la Cena, con las palabras de despedida del Señor aún resonando en sus oídos, discutían sobre quién sería el mayor entre ellos. Necesitamos, como ellos, tener ante nosotros un modelo perfecto para comprender cuál debe ser nuestro testimonio.
Él se puso delante de ellos; era a él a quien debían parecerse, y no a los gentiles; no debían ejercer autoridad unos sobre otros, sino seguir su ejemplo y servirse unos a otros con amor. En el mundo, los hombres buscan ser grandes y se pelean por ocupar los primeros puestos. Pero, como esos discípulos, nosotros no somos del mundo, y el espíritu del mundo no debe manifestarse en nosotros. Como ellos, pertenecemos a Cristo, y por lo tanto es su Espíritu el que debemos manifestar.
Escuchemos sus palabras: «Yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lucas 22:27). ¿Hay en las Escrituras palabras más conmovedoras que estas? ¿Qué significan? Cuando se despertaban por la mañana, él ya estaba levantado y les preparaba la comida; no necesitaban un siervo, si él estaba cerca; su amor le impulsaba a buscar oportunidades para trabajar por ellos, y si había una tarea más humilde que otra, era esa la que hacía. Él, el Señor de gloria, fue el siervo de esos pescadores rudos y analfabetos; su amor lo ató con cadenas inquebrantables a una vida de servicio. Él es nuestro modelo, y nuestro testimonio de él debe ser conforme a ese modelo. El que más ama, más sirve, y el que más quiere parecerse a su Señor debe ocupar el lugar más bajo entre sus hermanos para poder servir a todos.
4 - Un enemigo incansable, pero un intercesor infalible
Si queremos dar testimonio de Cristo, un enemigo incansable y sutil se opondrá a nosotros; y cuanto más fielmente demos testimonio de Él, más seremos desafiados y atacados. El Señor dijo: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado [a los discípulos] para cribaros como el trigo» (Lucas 22:31).
¿Qué podía hacer el pobre Simón, impetuoso y seguro de sí mismo, en presencia de Satanás? ¿Y qué podemos hacer nosotros, que somos tan débiles como él? Satanás se esfuerza por separar de Jesús y desestabilizar las almas que él ama; si no puede destruirlas, tratará de destruir su testimonio. ¡Qué presa fácil seríamos si no tuviéramos un Intercesor cuya actividad incesante y bendita en nuestro favor es inagotable! Él murió para hacernos suyos y vive para sostener nuestra fe y para que demos testimonio de él durante su ausencia.
¡Cuán reconfortantes son estas palabras: «He rogado por ti para que tu fe no desfallezca» (v. 32). Jesús había previsto la terrible prueba que Simón iba a sufrir. Satanás siempre llega demasiado tarde en comparación con la vigilancia del Señor, que había orado antes de que llegara la tentación; siempre es así. Él se había adelantado a Satanás. Satanás podía sorprender a Simón en su sueño, y también puede sorprendernos a nosotros, pero no podía adelantarse al Señor, que había medido el poder del enemigo y la debilidad de su discípulo bienintencionado; había orado a Dios, su Padre, y había obtenido para Simón toda la gracia necesaria. Simón falló; estaba permitido, para que aprendiera la lección; pero su fe no falló, y salió de ese tiempo de angustia y deshonra para fortalecer a sus hermanos y asaltar la fortaleza del diablo en Jerusalén, para llevar cautivos, para Cristo, a miles de personas que hasta entonces habían sido cautivos legítimos de Satanás.
La intercesión del Señor no es menos eficaz para nosotros; él está incluso a la derecha de Dios con este fin. Allí, en medio de la gloria del trono, intercede por nosotros para que seamos más que vencedores por aquel que nos amó (Rom. 8:34, 37).
5 - Una vida de trabajo con una recompensa bendita
Los discípulos del Señor también tenían que aprender cómo sería su vida como testigos de Cristo en medio de un mundo que lo odiaba. Hasta entonces, había sido fácil servirle, porque él había usado su autoridad como Mesías en su favor, y ellos habían partido sin bolsa ni alforja, sin bastón ni sandalias, y no les había faltado nada. No se cansaban, y sus necesidades eran abundantemente satisfechas dondequiera que iban. Pero ahora todo iba a cambiar; él iba a ser rechazado, expulsado como un malhechor, y ellos iban a ser identificados con ese nombre que era deshonrado por los hombres, pero honrado por Dios en los cielos. Su vida iba a ser una vida de trabajo y lucha.
Tenían que vender sus ropas y comprar espadas (Lucas 22:36). La ropa representaba la comodidad y el confort, y la espada, las dificultades y las luchas. Tenían que cambiar una por otra.
Algunos piensan que el Señor se refería a una espada real; eso es lo que pensaban también los discípulos, pues dijeron: «¡Señor, aquí hay dos espadas!» (Lucas 22:38). Pero él les dijo: «Basta». Si hubiera hablado de una espada real, no habría dicho: «Basta», sino “no es suficiente, cada uno necesita una”. No habían comprendido el significado espiritual de sus palabras. Pero Pablo lo comprendió al describir la vida cristiana con el lenguaje del campo de batalla y no con el de la atmósfera acogedora de los salones. Fíjense en cómo habla de «la buena lucha» (1 Tim. 1:18), de compartir «sufrimientos como buen soldado» (2 Tim. 2:3), de luchar no «contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los gobernadores del mundo de las tinieblas, contra las [huestes] espirituales de maldad en las regiones celestiales» (Efe. 6:12). Nos dice que «velemos y seamos sobrios» (1 Tes. 5:6), que nos vistamos de «toda la armadura de Dios», para que podamos «estar firmes» (Efe. 6:11, 13).
¿No retrocedemos ante la dificultad y el sacrificio que implica el testimonio de Cristo? A menudo buscamos salvar nuestras vidas, porque apreciamos poco el amor de Cristo, que dio su vida por nosotros. Solo si este amor nos abraza cambiaremos; si se apodera plenamente de nosotros, venderemos la túnica y compraremos la espada, e iremos a dar testimonio de nuestro Señor sin preocuparnos por las consecuencias para nosotros mismos. Hay una recompensa por ello: la aprobación del Señor en el presente y la gloria con Él en el día venidero, porque si sufrimos con él, también reinaremos con él (2 Tim. 2). «Os concedo un reino» (Lucas 22:29), dijo el Señor a aquellos discípulos que luego sellarían con su sangre su testimonio por él. ¡Ojalá seamos como estos verdaderos mártires de nuestro Señor!
Meditando esto, pongámonos en el lugar de aquellos hombres en el aposento alto y escuchemos a nuestro Señor pronunciar estas maravillosas palabras con tanta calma y ternura, para comprender todo su significado. Luego sigámosle, como nos muestra aquí el Espíritu Santo, yendo al huerto, luego a la cruz, descendiendo al sepulcro, resucitando triunfalmente de entre los muertos y subiendo finalmente al trono de su Padre. Entonces, como los discípulos que le vieron subir, nos llenaremos de gozo, le adoraremos y no cesaremos de alabar y bendecir a Dios.