Las últimas palabras del Señor


person Autor: John Thomas MAWSON 11

flag Tema: Su vida en la tierra, su tentación


Vamos a considerar las últimas palabras de Nuestro Señor a sus discípulos antes de su agonía en el huerto de Getsemaní y de su muerte en la cruz, que Lucas, inspirado por el Espíritu Santo, nos ha transmitido. Nos presentan nuestra posición en el mundo como testigos del Señor durante su ausencia, y su tierna preocupación por nosotros; es en este punto en el que nos centraremos. Nos muestran que él conoce nuestra inconstancia y fragilidad, los peligros y vicisitudes que nos acechan, pero también que su amor por nosotros es incansable y que puede hacernos más que vencedores hasta que él vuelva.

Leeremos lo que dice en el capítulo 22. Es conmovedor y maravilloso. Este capítulo nos da el marco y las circunstancias, sin las cuales perderíamos parte de la infinita y divina belleza de lo que Jesús dijo e hizo.

Los sumos sacerdotes y los escribas querían matarle (v. 2). Le odiaban con un odio implacable, a pesar de que era la fiesta de los ázimos, que simbólicamente significaba que toda malicia, todo odio y toda maldad habían sido expulsados de sus corazones. Pero, ¿qué les importaba a ellos? Su objetivo era librar al mundo de Aquel cuya sola presencia siempre ponía de relieve el pecado, la hipocresía y el orgullo de ellos; su problema era cómo hacerlo. Eran cobardes y temían al pueblo que despreciaban. Pero no tenían por qué temerles, ya que estos podían dejarse llevar hacia un lado u otro, como los árboles jóvenes por una ráfaga de viento. Este pueblo pecador era insensato y no amaba al Señor. Solo les interesaban los panes y los peces; si estaban bien alimentados, lo defenderían; de lo contrario, gritarían: «¡Crucifícalo!» (Juan 19:15). Pero la perplejidad de estos líderes se disipó cuando uno de los propios discípulos del Señor se introdujo en su consejo; tenían la solución a su problema: el instrumento de su complot, poseído por el demonio.

Judas había tenido que encontrar una excusa para escabullirse de la compañía del Señor; había podido engañar a los discípulos, pero no al Señor. Tuvo que apresurarse sigilosamente por las calles, como solo puede hacerlo un hombre culpable de un crimen abominable, hasta el lugar donde sabía que encontraría a los enemigos del Señor. No había tiempo que perder en regateos o negociaciones, tenía que actuar con rapidez; 30 monedas de plata fue “el precio justo” que le ofrecieron, y por ese precio vendió a su Señor y accedió a que lo capturaran mientras el pueblo dormía. Entonces este títere del diablo volvió a ocupar su lugar entre los discípulos –¡qué ignominia!– como si no hubiera nadie más devoto del Señor que él. Los jefes de los sacerdotes, por su parte, prepararon los planes para llevar a cabo su conspiración asesina, y luego fueron a sus oraciones y a sus preparativos para comer la Pascua. Así era el mundo la noche de la traición del Señor. Él lo sabía, lo sabía perfectamente.

No fue la chusma ignorante que no conocía la Ley la que planeó el mayor crimen jamás visto. Fueron los sumos sacerdotes, los líderes respetados del pueblo, los hombres religiosos, los hombres educados que se jactaban de su cultura y de estar por encima de la gente común quienes lo planearon. Pero no pudieron hacer nada sin uno de los discípulos del Señor: su amigo íntimo. Estaba preparado cuando el diablo entró en él. No había hombres más privilegiados que estos. Los sumos sacerdotes tenían la Ley; Judas tenía toda la gracia del Evangelio, en el Maestro al que había seguido durante más de 3 años; la Ley y el Evangelio no les cambiaron, sino que aumentaron su responsabilidad y su culpa. Así es el corazón del hombre, así es el mundo. No debería sorprendernos como a Nicodemo, cuando el Señor le dijo: «A menos que el hombre nazca de nuevo» (Juan 3:3).

El Señor lo sabía todo. Jehová –que era el Señor– conocía el motivo del viaje de Giezi hacia Naamán para satisfacer su codicia, se lo había revelado a Eliseo; aquí el Señor sabía todo lo que había sucedido entre el traidor y sus enemigos. También sabía todo lo que seguiría a este complot; sabía que había llegado la hora del hombre y del poder de las tinieblas. Sabiendo todo esto, ¿qué hace él?

Ejerciendo una vez más su autoridad como Mesías, envía a Pedro y a Juan a pedir una habitación de invitados donde poder comer la Pascua con sus discípulos y derramar su corazón en un último adiós antes de sufrir. En aquella cena, les mostró claramente cuál sería su posición en el mundo durante su ausencia, y de qué recursos dispondrían. Afuera arreciaba la tormenta, se ultimaban rápidamente los preparativos para su arresto, condena y crucifixión, y Judas, que sabía todo esto, estaba sentado a la mesa con él, con el precio de su traición en la bolsa. Jesús lo sabía. Nunca se habían agitado tanto los poderes de las tinieblas; era la hora suprema, los hombres no eran más que marionetas en el escenario, marionetas culpables, que desempeñaban voluntariamente su papel; pero detrás de ellas estaban las fuerzas del mal decididas a aniquilar a este hombre humilde, y a terminar de una vez, para siempre, su larga lucha contra Dios; y Jesús lo sabía. Pero sus discípulos y nosotros mismos éramos su único pensamiento. Les dijo: «He deseado comer con vosotros esta Pascua, antes de que yo padezca» (Lucas 22:15).

Ellos lo amaban, pero él los amaba aún más. Era su deseo, no el de ellos, lo que los había reunido para esta ocasión sagrada. La fiesta de la Pascua conmemoraba la liberación de Israel de Egipto; el cordero asado al fuego con el que se alimentaban cada año dirigía la mirada de fe hacia su venida. Y ahora que había llegado, se sentó a compartir con ellos la comida que hablaba tan elocuentemente de lo que haría antes de que volviera a ponerse el sol.

Fue en la fiesta de la Pascua cuando instituyó la comida que amamos y conocemos como la “Cena del Señor” (1 Cor. 11); la instituyó en vista de su ausencia. Debemos considerarla especialmente porque es precisamente para nosotros lo que la Pascua no era. Una de las características principales del período en el que estamos llamados a dar testimonio de él es que está ausente de este mundo. Sus discípulos tuvieron que servir a un Señor ausente, y lo mismo debemos hacer nosotros.

1 - Un Señor ausente y una comida de recuerdo

Ya no estaría con ellos y su bendita compañía les faltaría. La medida en que lo echaran de menos mostraría la medida de su amor por él. Siempre es así, el Señor no está en la tierra; no tiene lugar en el mundo ni en su política, sus círculos sociales, sus placeres y sus planes de reconstrucción. ¿Somos conscientes de su ausencia y de esta situación? Si le amamos, le echaremos de menos y anhelaremos el momento en que venga a llevarnos a la Casa de su Padre, para que allí donde él esté, estemos también nosotros; y anhelaremos el día en que sea glorificado en este mundo que le ha despreciado y rechazado.

Cristo no está en la tierra. ¿No es ese el sentido de sus palabras que tanto amamos?: «Donde dos o tres se hayan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Si estuviera aquí, ¿por qué nos reuniríamos en su nombre? Pero, ¿por qué no está? Hay dos razones: El mundo lo ha odiado y le dio muerte; y él nos ha amado y murió por nosotros. Estos son los dos aspectos que nos da el Evangelio según Lucas de la salida del Señor de este mundo a través de la muerte.

El mundo es tan seductor y puede presentarse bajo una luz tan agradable, que pronto olvidamos que la cruz de Cristo es el testimonio del terrible odio que le tiene, y que quien quiere ser amigo del mundo es enemigo de Dios. Debemos aprender que, cuando todo va bien para nosotros, la cruz de Cristo es nuestra única gloria, y que por ella el mundo es crucificado para nosotros, y nosotros para el mundo.

La Cena nos muestra que no está aquí –proclamamos la muerte del Señor hasta que venga– y una de las razones por las que no está aquí es que el mundo lo ha expulsado. En él debía cumplirse lo que estaba escrito: «Fue contado con los pecadores (o transgresores)» (Is. 53:12). Su nombre fue tachado de la línea real de David e inscrito en la lista de criminales de Jerusalén. Si pudiéramos descubrir la lista de criminales de aquella orgullosa ciudad en aquel memorable año, encontraríamos el nombre de Jesús de Nazaret entre los nombres de ladrones y asesinos. Y proclamamos la muerte del Señor hasta que venga. Al tomar la Cena, anunciamos que nos identificamos con aquel a quien el mundo ha dado muerte; nos identificamos con él porque lo amamos.

Pero él murió por nosotros. Sí mismo se entregó por amor a nosotros, y nosotros somos suyos para siempre. Lo olvidamos fácilmente. Si estuviera entre nosotros y nos mostrara sus manos y su costado traspasado, como hizo con sus discípulos el día de la resurrección, su amor sería sin duda una gran realidad para nosotros; pero “lejos de la vista”, “lejos de la mente”, como decimos, tan volubles somos. Sabiendo esto, instituyó la Cena, que debería ser para nosotros un recordatorio constante de un amor que es más fuerte que la muerte.

Así, al participar en la Cena del recuerdo, lo seguimos en nuestros pensamientos desde las puertas de la ciudad de David, la ciudad que tanto amó y por la que tanto lloró, hasta el Calvario. Lo vemos allí, por nosotros, privado de la luz de lo alto y del consuelo de sus seres queridos en la tierra. Oímos su llanto, del que los hombres se burlan y al que el cielo está sordo; luego, finalmente, muere. El Príncipe de la vida murió en una cruz por nosotros; su cuerpo fue entregado por nosotros y su sangre fue derramada por nosotros. En eso consisten el pan partido y el vino: Cristo muerto por nosotros. Y necesitamos la Cena para tener siempre presente este gran amor. Si estuviera presente, no la necesitaríamos, pero está ausente, y por eso la necesitamos.

Cuánto necesitamos esta Cena de amor. Es una expresión bendita de quién es nuestro Señor, y de nuestra comunión juntos –la comunión de la muerte del Señor– ¡la única y verdadera comunión de los muchos miembros de un solo Cuerpo! ¡Qué gozo recordar a Aquel cuyo amor no pudo ser sumergido por las aguas! Mientras la tormenta se hacía más fuerte a su alrededor, sus pensamientos abarcaban toda la duración de su ausencia, y nos dio una Cena de recuerdo, hasta su regreso. «Tomó un pan y tras dar gracias, lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí; tomó también la copa, después de cenar, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros es derramada» (Lucas 22:19-20).

2 - Una vida de testimonio y un modelo perfecto

Como aquellos discípulos, hemos de dar testimonio de él en su ausencia; hemos de ser su carta de recomendación ante el mundo, y brillar como luces en él. Pero qué distintos somos de él por naturaleza, como los discípulos que, en la mesa de la cena, con las palabras de despedida del Señor resonando aún en sus oídos, discutían sobre quién sería el más grande entre ellos. Como ellos, necesitamos un modelo perfecto ante nosotros para comprender cuál debe ser nuestro testimonio.

Se pone ante ellos; debían parecerse a él, no a los gentiles. No debían ejercer autoridad unos sobre otros, sino seguir su ejemplo y servirse mutuamente con amor. En el mundo, los hombres buscan ser grandes y pugnan por estar en la cima. Pero, como estos discípulos, nosotros no somos del mundo, y el espíritu del mundo no debería manifestarse en nosotros. Como ellos, pertenecemos a Cristo, y por eso es su espíritu el que debemos manifestar.

Escuchemos sus palabras: «Estoy entre vosotros como el que sirve» (Lucas 22:27). ¿Hay en la Escritura palabras más conmovedoras que estas? ¿Qué significan? Cuando se despertaban por la mañana, él ya estaba levantado y les preparaba la comida; no necesitaban un sirviente si él estaba cerca de ellos; su amor le impulsaba a buscar oportunidades para trabajar por ellos, y si había una tarea más baja que otra, era la que él hacía. Él, el Señor de gloria, fue el siervo de aquellos pescadores incultos y analfabetos; su amor lo ató con cadenas irrompibles a una vida de servicio. Él es nuestro modelo, y nuestro testimonio de él debe ser según ese modelo. El que más ama, más sirve, y el que quiere parecerse más a su Señor debe ocupar el lugar más bajo entre sus hermanos para poder servirlos a todos.

3 - Un enemigo incansable, pero un intercesor infalible

Si queremos testificar por Cristo, un enemigo implacable y sutil se nos opondrá; y cuanto más fielmente testifiquemos por él, más seremos desafiados y atacados. El Señor dijo: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros [a los discípulos] como el trigo» (Lucas 22:31).

¿Qué podía hacer el pobre Simón, impetuoso y seguro de sí mismo, en presencia de Satanás? ¿Y qué podemos hacer nosotros, que somos tan débiles como él? Satanás se esfuerza por separar de Jesús y destruir las almas que Él ama; si no puede destruirlas, tratará de destruir su testimonio. ¡Qué presa fácil seríamos si no tuviéramos un Intercesor cuya incesante y bendita actividad en nuestro favor es inagotable! Él murió para hacernos suyos, y vive para sostener nuestra fe, para dar testimonio de él en su ausencia.

Qué consoladoras son las palabras «He rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lucas 22:32). Jesús había anticipado la terrible prueba que Simón iba a afrontar. Satanás siempre llega demasiado tarde comparado con la vigilancia del Señor, que había orado antes de que llegara la tentación; siempre es así. Se había anticipado a Satanás. Satanás podía sorprender a Simón mientras dormía, y también puede sorprendernos a nosotros, pero no podía adelantarse al Señor, que había medido el poder del enemigo y la debilidad de su bienintencionado discípulo; había orado a Dios, su Padre, y había obtenido para Simón toda la gracia que necesitaba. Simón faltó; eso estaba permitido, para que aprendiera lecciones; pero su fe no faltó, y salió de aquel momento de angustia y deshonra para fortalecer a sus hermanos, y asaltar la fortaleza del diablo en Jerusalén, para llevar cautivos, para Cristo, a miles de personas que hasta entonces habían sido legítimos cautivos de Satanás.

La intercesión del Señor no es menos eficaz para nosotros; para ello está incluso a la diestra de Dios. Allí, en medio de la gloria del trono, suplica por nosotros para que seamos más que vencedores por medio de aquel que nos amó (Rom. 8:34, 37).

4 - Una vida de trabajo con una recompensa bendita

Los discípulos del Señor también tuvieron que aprender cómo sería su vida como testigos de Cristo en medio de un mundo que lo odiaba. Hasta entonces, había sido fácil servirlo, pues él había usado su autoridad de Mesías en favor de ellos, y ellos se habían puesto en camino sin bolsa ni alforja, sin bastón ni sandalias, y nada les había faltado. No se cansaban, y sus necesidades eran satisfechas abundantemente dondequiera que iban. Pero ahora todo iba a cambiar; él iba a ser rechazado, expulsado como un malhechor, y ellos iban a ser identificados ahora con ese nombre que era deshonrado por los hombres, pero honrado por Dios en el cielo. Su vida iba a ser de trabajo y lucha.

Tenían que vender sus ropas y comprar espadas. Las ropas representaban la holgura y la comodidad, las espadas las dificultades y las batallas. Tenían que cambiar una cosa por la otra.

Algunos piensan que el Señor se refería a una espada de verdad; eso pensaron también los discípulos, porque dijeron: «¡Señor, he aquí dos espadas!». Pero él les dijo: «Basta» (Lucas 22:38). Si hubiera estado hablando de una espada de verdad, no habría dicho: «Basta», sino: “No es suficiente, cada uno de vosotros necesita una”. No habían entendido el significado espiritual de sus palabras. Pero Pablo sí lo hizo, describiendo la vida cristiana en el lenguaje del campo de batalla, no en la tranquila atmósfera del salón. Fíjese en cómo habla de combatir la buena batalla» (2 Tim. 4:7), de «compartir sufrimientos como buen soldado» (2 Tim. 2:3), de luchar no «contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los gobernadores del mundo de las tinieblas, contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales» (Efe. 6:12). Nos dice que «velemos y seamos sobrios» (1 Tes. 5:6), que nos vistamos «de toda la armadura de Dios», para «resistir en el día malo y, después de haber superado todo, estar firmes» (Efe. 6:11, 13).

¿No nos asusta la dificultad y el sacrificio que supone dar testimonio de Cristo? A menudo buscamos salvar nuestra vida, porque apreciamos poco el amor de Cristo que le hizo dar su vida por nosotros. Solo si este amor nos oprime cambiaremos; si toma plena posesión de nosotros, venderemos el vestido y compraremos la espada, e iremos a dar testimonio de nuestro Señor sin preocuparnos de las consecuencias para nosotros mismos. Hay una compensación por ello: la aprobación del Señor en el tiempo presente, y la gloria con él en el día venidero, pues si sufrimos con él, también reinaremos con él (2 Tim. 2). «Os concedo un reino» (Lucas 22:29), dijo el Señor a sus discípulos, que luego sellaron su testimonio por él con su propia sangre. ¡Que seamos como estos verdaderos mártires de nuestro Señor!

Mientras meditamos esto, pongámonos en el lugar de aquellos hombres en el aposento alto, y escuchemos a nuestro Señor pronunciar estas maravillosas palabras con tanta calma y ternura, para captar todo su significado. Luego, sigámosle, como nos muestra aquí el Espíritu Santo, yendo al huerto, luego a la cruz y descendiendo al sepulcro, para resucitar triunfante de la muerte y ascender por fin al trono de su Padre. Entonces, como los discípulos que lo vieron subir, nos llenaremos de gozo, lo adoraremos y no dejaremos de alabar y bendecir a Dios.