Inédito Nuevo

La obediencia de Cristo y la nuestra

La especificidad de Su obediencia


person Autor: William John HOCKING 44

flag Temas: Su vida en la tierra, su tentación La obediencia


1 - Una obediencia siempre conforme a la voluntad del Padre

La obediencia de Cristo se caracterizó por la constancia de una perfecta conformidad con la voluntad del Padre. En cuanto a la manera de seguir esta voluntad, siempre fue sin vacilación y sin cuestionamientos. Así, su obediencia era del más alto orden. Hay una obediencia entre los hombres que es el resultado de la persuasión o incluso del temor, como cuando una voluntad contraria es vencida por tiernas súplicas o razones poderosas o una voluntad superior. Pero la obediencia del Señor no era de esa naturaleza. Era su propia esencia hacer la voluntad de Aquel que lo había enviado. «El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado» (Sal. 40:8). Su propia voluntad nunca se afirmó ni se ejerció más que en una sola dirección, que estaba en perfecta armonía con la del Padre.

2 - A la escucha de Dios

En relación con este pensamiento, podemos observar que, cuando el Espíritu de Dios da testimonio de la obediencia de Cristo, utiliza un término muy expresivo de su carácter. La palabra griega empleada es siempre hypakoe, o sus formas relacionadas, lo que indica cuán completamente Cristo estaba gobernado por lo que oía de Dios. Así, el profeta había testificado de antemano: «Despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios» (Is. 50:4). El Señor nunca abandonó esta posición de dependencia continua. «De mí mismo no puedo hacer nada; según oigo juzgo» (Juan 5:30). «No puede el Hijo hacer nada de sí mismo, sino lo que ve hacer algo al Padre» (Juan 5:19).

3 - La ausencia del yo

A diferencia de los hombres que le rodeaban, el yo como motivo dominante estaba borrado y el motor de sus acciones residía fuera de él mismo, en la voluntad divina. «Si alguno quiere hacer su voluntad [la de Dios], conocerá de mi enseñanza, si es de Dios, o si hablo de parte de mí mismo. El que habla por su propia cuenta, busca su propia gloria» (Juan 7:17-18).

4 - La obediencia del Maestro que se humilló

Nunca había habido ni podía haber habido tal obediencia en la tierra, ni siquiera en el cielo. Porque, aunque la voluntad de Dios era y es perfectamente cumplida allá arriba, los ángeles solo cumplen la razón de su creación «obedeciendo a la voz de su precepto» (Sal. 103:20). Pero este Hombre obediente, despreciado por esta misma razón por todos los desobedientes, era el Hijo amado de Dios, en quien él hallaba su complacencia. Es la dignidad trascendente de su Persona la que elevó la obediencia más allá de toda comparación, sin mencionar las circunstancias adversas y desoladoras en las que se consumó hasta la muerte, ¡y qué muerte! Como Hijo eterno, era el dueño de todo. Desde la más pequeña criatura de la tierra hasta el arcángel del cielo, nada se movía si no era por orden suya. Sin embargo, «sí mismo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil. 2:8). Qué maravilla que el Hijo divino se hiciera esclavo y “aprendiera” (siendo la sumisión ajena al Señor de todo) «la obediencia por las cosas que sufrió» (Hebr. 5:8). Y la lección fue perfectamente aprendida. Desde el principio hasta el final, no fue necesaria ni una sola exhortación, porque, sin excepción, hizo invariablemente las cosas que agradaban a su Padre (Juan 8:29).

5 - Una respuesta perfecta al pensamiento divino. Un motivo de dignidad de la Cabeza de la nueva creación

Esta obediencia era sin igual y daba una satisfacción infinita a Dios. Tanto como se había disgustado con la desobediencia de Adán, tanto y más se complació con la obediencia del segundo hombre. No es que esta obediencia fuera en primer lugar por causa del hombre, ni en ningún sentido en lugar del hombre, sino que Dios encontraba en ella una respuesta perfecta en la tierra al pensamiento divino en el cielo. Solo Cristo, como Aquel que siempre fue dependiente y sumiso hasta la muerte en la cruz, era digno de estar a la Cabeza de la nueva creación. Exactamente donde Adán falló, Cristo glorificó perfectamente a su Padre y a su Dios en la tierra.

6 - Nuestra obediencia: obedecer como Cristo

Por eso, todos los que pertenecen a Cristo están obligados a manifestar la misma actitud moral hacia Aquel que los llamó. En efecto, así como somos elegidos, santificados y rociados con la sangre, también somos llamados a la obediencia de Jesucristo (1 Pe. 1:2). Esto no se refiere solo a una acción exterior, sino que tenemos que someter todo pensamiento a «la obediencia a Cristo» (2 Cor. 10:5). El alcance de esta frase no es tanto que tengamos que obedecer a Cristo como nuestro Maestro, lo cual, por supuesto, es cierto en sí mismo, sino más bien que el tipo particular de obediencia que caracterizó a Cristo debe caracterizarnos a nosotros. La obediencia ya existía en el pasado. «Por la fe Abraham… obedeció», tanto al abandonar la tierra de su padre como al ofrecer a su hijo (Hebr. 11:8; Gén. 22:18).

7 - La obediencia como Hijo, la obediencia como hijos

Por otra parte, parece aludirse a la obediencia de Israel a la Ley bajo amenaza de muerte materializada por la sangre de la víctima rociada sobre todos los interesados. Pero la obediencia del Hijo trasciende todo y ofrece un ejemplo que va más allá de todo. Él vivió según cada palabra que salía de la boca de Dios; su vida como hombre fue la respuesta pronta y gozosa aquí a la voluntad divina en lo alto. Él obedecía como un Hijo, mientras que nosotros tenemos el privilegio de obedecer como hijos. Esto es todo lo contrario de la obediencia legal ante una amenaza o una recompensa.

Y eso es precisamente lo que Dios espera de sus santos.

8 - La obediencia que resulta de la voluntad conocida de Dios

Cuando el Espíritu describe en detalle la incomparable humillación en gracia, lo precede con la exhortación: «Haya, pues, en vosotros este pensamiento que también hubo en Cristo Jesús» (Fil. 2:5). La conformidad con Cristo comienza en el corazón y en los pensamientos. Así, los pensamientos de los santos, como los de su Modelo, deben estar siempre abiertos a las directrices de lo alto. La obediencia es una sumisión implícita a lo que se oye. Este principio marca incluso la etapa inicial de la vida del creyente. La hypakoe (obediencia) de la fe era el objetivo de la predicación de Pablo (Rom. 1:5; 16:26), porque la fe viene de lo que se oye, «akoe» (Rom. 10:17). Y ningún santo, por muy avanzado que esté, va más allá de la dependencia de la Palabra de Dios. El niño más obediente es aquel cuyas palabras y formas de actuar están más influenciadas por las Escrituras. No se trata de una conformidad exterior a la Palabra de Dios, penosa, tediosa, legalista, que proviene de saber que esto o aquello es Su voluntad y que, por lo tanto, hay que obedecerla; sino de una carrera por el camino de sus mandamientos, un santo fervor por las cosas divinas, una santa preocupación por conocer su voluntad y cumplirla. Tal obediencia voluntaria a su revelación tendrá el sabor de Cristo en los suyos, complaciéndole ante Él.

¿No vale la pena buscarlo? Gracias a Dios, él nos ha hecho «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe. 1:4) y nos ha dado su Espíritu, para que la tarea no sea en vano.