Índice general
En Betania
Lágrimas. Una cena
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Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1955, página 12
1 - Las lágrimas de Jesús
«María, cuando llegó a donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies… Jesús, cuando la vio llorar, y también a los judíos que habían venido con ella, se conmovió en su espíritu y se turbó… Jesús lloró» (Juan 11:32-35).
¿Son las lágrimas deshonrosas para un cristiano? ¿Está mal que los creyentes lloren la pérdida de sus seres queridos? No, nunca, si, como María, lloramos a los pies de Jesús. Nuestro Señor tiene un corazón lleno de comprensión. Conoce la profundidad de nuestros dolores mejor que nuestros amigos más íntimos. Y su presencia alivia más que las lágrimas.
Los sufrimientos del corazón humano le son conocidos, aunque esté en el cielo. Esto es cierto en todo momento. Cuando Ezequías estaba enfermo de muerte, el Señor le envió un mensaje: «He oído tu oración, y he visto tus lágrimas» (2 Reyes 20:5). La aflicción del rey había acercado a Jehová al que era su ungido; su vida fue perdonada y su tristeza se convirtió en cánticos de gozo.
Pero la simpatía divina por el dolor humano no se manifestó plenamente hasta que el Hijo de Dios mismo vino a este mundo de lágrimas. Ahora hemos visto en Él el poder que hay en el amor divino para consolar. Aquellos que vieron su compasión por los que lloran, durante los días de su carne, pudieron repetir las palabras del profeta: «Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores» (Is. 53:4). Ni Jacob, ni Josué, ni Jeremías tuvieron la revelación de la compasión divina tal como se expresó en Capernaum, Naín o Betania. El piadoso y paciente Job no encontró a nadie que se compadeciera de su gran dolor cuando derramaba sus lágrimas ante Dios, y su «rostro está inflamado con el lloro» (Job 16:16, 20).
Job estaba sentado en la ceniza, soportando su dolor en silencio, durante 7 días y 7 noches, ante sus 3 amigos, que no encontraron una palabra de simpatía para él. El dolor de su corazón también le había cerrado la boca y le había secado el espíritu. En aquellos tristes días, Job, solitario, no sabía nada de la presencia viva del Varón de dolores que vino a los afligidos de Betania.
María estaba sentada en la casa de Betania, afligida, abrumada por la tristeza. Ese hogar que había albergado a su amado hermano Lázaro, ya no lo vería nunca más. Ella misma había perdido un ser querido. Pero junto a este dolor, un peso oprimía su corazón, como una nube oscura que se hacía más densa a medida que pasaban los días sin que Jesús viniera. ¿Por qué no respondía a su oración por su hermano? Sin embargo, ella le había enviado un mensaje especial; ¿por qué no había venido para salvar la vida de Lázaro, su «amigo»? Sin duda, otra grave consideración se sumaba a su perplejidad y dolor. Jesús era para ella el Enviado de Dios, la Esperanza de Israel, el Mesías prometido desde hacía tantos siglos. ¿No iba a establecer su reino y reinar en gloria en Sion? Y he aquí que Lázaro, a quien Jesús amaba (v. 3), y María lo sabía, había caído presa de la muerte, en los albores de ese reino. ¿Por qué iba a ser privado de la inminente alegría de vivir bajo el gobierno del Mesías prometido?
Ciertamente, el duelo hace surgir en el corazón muchos pensamientos y muchas preguntas, pero Dios sea bendito, trae al Señor mismo a los que lloran, como vemos aquí en Betania. Cuando María lo vio, se arrojó a sus pies. Así, en esa postura, como antes se había sentado para escuchar sus palabras de verdad y gracia, ahora expresa la queja de su alma: «¡Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano!». Estas palabras contenían a la vez un poco de verdad, porque creía que el Señor tenía poder sobre la muerte misma; cierta falta de conocimiento, porque pensaba que su presencia en Betania era indispensable para preservar la vida de su hermano; y finalmente, ignorancia positiva, porque no sabía que la muerte de Lázaro era para la gloria de Dios, y que sería de la tumba misma de donde recibiría un motivo de asombro.
El Señor vio las lágrimas de María. Aceptó, tal como ella las pronunció, la humilde expresión de su queja, y no hizo ningún comentario. Pero esas lágrimas despertaron su íntima compasión; decían, mejor que las palabras, la profundidad de su dolor. Los judíos, sus vecinos, también lloraban.
Pero, maravilla de maravillas, el eterno Hijo de Dios se une a los que lloran. «Entonces Jesús, cuando la vio llorar verla llorar, y también a los judíos que habían venido con ella, se conmovió en su espíritu y se turbó... Jesús lloró».
¡Preciosas lágrimas las de María, ante las cuales brotaron las de Jesús! ¡Cómo nos gusta este versículo de la Escritura, el más corto, el más dulce al corazón: «Jesús lloró»! Lágrimas de la más tierna compasión, que expresan el infinito amor de un corazón cargado con el dolor de este mundo abrumado por el dolor.
Aunque sabiendo que en un instante María vería y abrazaría a este hermano por el que estaba de luto, Jesús lloró; lloró por los que estaban de luto, lloró con ellos, cada lágrima decía algo de su divina compasión. ¡Precioso monumento de compasión divina, erigido en Betania por todos los dolores que vendrían después! Hoy en día, multitudes afligidas entierran a sus seres queridos: ¡Si solo supieran que «Jesús lloró»!
Pero ese mismo Jesús, el Hijo de Dios, todavía hoy “se compadece de nuestras debilidades”. Así, creyendo en su amor invariable, el recuerdo de sus lágrimas en Betania nos consuela, al igual que sus compasiones que emanan de su trono allá arriba. Recordamos su promesa: «No os dejaré huérfanos; yo vengo a vosotros» (Juan 14:18). Así, cuando él viene a nuestro corazón, aprendemos a conocer su compasión y su amor; nuestra alma desolada se refresca entonces con su presencia.
Tu presencia es el bien supremo,
Tu amor jamás se agotará;
Tu corazón dispensa a los que ama
descanso, felicidad y perfecta paz.H&C 161 v. 2 en francés
2 - La cena ofrecida a Jesús
«Le hicieron allí una cena. Marta servía, y Lázaro era uno de aquellos que estaban a la mesa con él» (Juan 12:2). La cena de Betania es completamente diferente de la cena de Pascua, en Jerusalén, un poco más tarde. El Señor mismo ordenó los preparativos para esta última. Él dijo a sus discípulos: «Id a la ciudad, a tal hombre, y decidle: El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos» (Mat. 26:18). Pero en Betania, otros prepararon la cena para él. Algunos permanecieron fielmente unidos a él y «le hicieron allí una cena». Esto fue privado y personal, a diferencia de la cena pascual, que era una celebración regular y anual para la nación en general.
Esta cena de Betania tuvo lugar en la última semana del ministerio de nuestro Señor entre los hombres, una semana más rica en decepciones para él que ninguna otra. Cada día, mientras enseñaba al pueblo en los atrios del templo, sus adversarios trataban de sorprenderlo en sus palabras con preguntas astutas. Deseando ardientemente ver el fruto de su trabajo, lo buscó en vano en la higuera, porque ese árbol estaba seco. Al ver que su servicio de dedicación solo encontraba fracasos, el Señor se sentó en el monte de los Olivos, frente al templo, y desplegó ante sus discípulos la larga serie de desgracias que se cernirían sobre esta ciudad infeliz antes de que el día del Milenio le trajera la paz y prosperidad prometidas por Dios, que él había venido a darle y que ella no había querido.
¡Qué final para el ministerio del perfecto Siervo del Señor! Su amor sin límites fue recompensado con el odio más violento y el desprecio más profundo. Cuanto mayor habían sido los pecados de la nación, más arduo había sido su servicio, y ahora, al final, debía hacer suyas las palabras del profeta sobre este Siervo: «En vano y sin provecho he consumido mis fuerzas» (Is. 49:4).
Pero si la nación despreciaba a su Mesías, había algunas personas que lo honraban. Si la masa apartaba su rostro de él, un pequeño remanente buscaba servirle y rendirle homenaje. Siempre hay una Abigail que reconoce al Ungido del Señor en un David fugitivo y le proporciona alimento en el desierto. Y cuando los derechos reales de David son desconocidos en Jerusalén, un Barzilai, el viejo galaadita, ofrece en abundancia sus bienes al rey despojado y exiliado. En Betania, hay corazones y manos que lo aman, dispuestos a refrescar en la medida de sus posibilidades a aquel cuyo fiel servicio a Dios, pero que despertaba la enemistad de los judíos, estaba llegando a su fin.
«Sale el hombre a su labor, y a su labranza hasta la tarde» (Sal. 104:23). Había llegado la tarde de la vida del Señor en la tierra. Las sombras se alargaban, quedaban pocos días para la última Pascua y su terrible cumplimiento. Llegaría la hora de la angustia suprema de Cristo.
Fue entonces cuando el Padre puso en el corazón de estos queridos discípulos de Betania la preparación de un refrigerio para él, y eso fue lo que hicieron. Marcos habla de la casa de Simón el leproso, pero la gloria de esa casa era su anfitrión, y los que estaban allí solo tenían ojos para él y no para los que lo recibían. Él, el Señor, ocupaba el primer lugar; estaban a la mesa «con él». En Betania prevalecía el orden del cielo. La costumbre no permitía que las mujeres estuvieran en la mesa, pero ellas tenían su parte en la fiesta. Marta servía. María trae su perfume de nardo puro y lo derrama sobre los pies de su Maestro y Señor. El olor de este acto de adoración fue percibido por todos en la casa, pero solo el Señor y María conocían su verdadero significado.
María había elegido antes la mejor parte al escuchar; ahora, al actuar, hacía una cosa excelente. Como María, la madre del Señor, ella había guardado todas sus palabras en su corazón. Su palabra era su tesoro secreto, su meditación de día y de noche, más preciosa que su perfume de nardo puro de gran precio; le enseñaba lo que había que hacer.
Así, antes de la Pascua, lo que se le presentaba en su corazón de manera tan apremiante era la sepultura de Aquel a quien había oído decir, junto a la tumba de su hermano: «Yo soy la resurrección y la vida» (Juan 11:25). Sabía que el Señor, que había devuelto la vida a Lázaro después de 4 días de cautiverio en la muerte, descendería él mismo y permanecería «tres días y tres noches en el corazón de la tierra» (Mat. 12:40), y luego resucitaría.
Aunque angustiada por presentimientos de lo que le esperaba a su Maestro, no se derramó en lamentos como las hijas de Jerusalén cuando el Señor fue conducido al Calvario. Su fe se elevaba por encima de la oscuridad del valle de sombra de muerte, y se expresaba de una manera más excelente. Su fragancia no era para el cuerpo muerto de su Señor, sino para su cabeza y sus pies, mientras él estaba vivo.
De antemano, María trajo su nardo puro de gran valor y cuidadosamente apartado para ungir ese cuerpo santo que debía descansar en el sepulcro, pero sin ver la corrupción. Su ofrenda de incienso puro era su tributo a su Señor vivo, al Rey ungido de Israel, venido a Sion, coronado de mansedumbre, revestido de humildad y obediencia hasta la muerte.
Para ella había llegado el día del entierro del Señor; sus aromas habían sido preparados de antemano y reservados para ese día. La unción que realizó fue un acto de su fe que obraba por amor. El Señor dijo, sobre la buena obra que hizo entonces: «Ella ha hecho lo que podía; se anticipó a ungir mi cuerpo para la sepultura» (Marcos 14:8).
En este relato, el Espíritu Santo pone énfasis en el acto de María. Entre los que estaban sentados a la mesa de la cena, Lázaro era el testigo vivo de la gloria de Dios en resurrección; y todos los asistentes sabían que el triunfo de la muerte había sido frustrado en Betania. Los que habían llorado ante el sepulcro ahora se regocijaban alrededor de la mesa. Pero María había entrado en el secreto del Señor mucho más que todos los demás. Se daba cuenta de que Aquel que había enjugado las lágrimas de duelo no se sustraería al dominio de la muerte. Como un cántico espiritual cantado en voz baja solo para el Señor, el perfume difundía la convicción de su alma. El vaso roto liberaba los pensamientos que habían permanecido ocultos en su corazón. Era su memorial de la muerte de su Señor.
Nosotros también podemos llevar a su mesa la conmemoración de la muerte del Señor. Todavía es rechazado por su propio pueblo, Israel. Y su palabra a los que forman su Asamblea es: «Haced esto en memoria de mí» (1 Cor. 11:24-25). Al participar del pan y de la copa, anunciamos la muerte del Señor «hasta que él venga» (v. 26).
Pero el secreto del vaso de alabastro lleno de perfume permanece entre el Señor y el adorador individual, aunque el perfume mismo pueda llenar toda la casa. Es un honor para nosotros estar en su mesa; y a él le agrada vernos romper a sus pies nuestro vaso lleno de cosas preciosas, derramar ante él lo que hemos reunido y guardado para este momento especial.