Lidia y su casa
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Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1988, página 70
Lidia (Hechos 16:14), al igual que el eunuco del capítulo 8 y Cornelio del capítulo 10 del mismo libro, era un alma despierta: temía a Dios y no deseaba otra cosa que abandonar su negocio de púrpura para asistir a una reunión de oración o a cualquier lugar donde pudiera recibir algún bien espiritual.
Es refrescante ver tal seriedad. Lidia había descubierto el lugar donde los creyentes se reunían para orar y se había sentado en medio de ellos. No se había sentado, satisfecha de sí misma, a esperar que algo extraordinario o un cambio misterioso viniera sobre ella. No, había acudido a la reunión de oración, el lugar donde se expresan las necesidades y se espera la bendición; y allí Dios escuchó a Lidia, como escucha a todos los que frecuentan esos lugares con el mismo espíritu que ella. Él dijo: «No se avergonzarán los que esperan en mí» (Is. 49:23). Y, como un rayo de sol, brilla en el Libro inspirado esta promesa: Dios «recompensa a los que le buscan» (Hebr. 11:6). Envió a Felipe al eunuco en el desierto de Gaza, envió a Pedro al centurión de la ciudad de Cesarea, envió a Pablo a la vendedora de púrpura, cerca de la puerta de la ciudad de Filipos, y enviará un mensaje a los lectores de estas líneas si buscan sinceramente la bendición de Dios.
Siempre es un momento muy emotivo cuando un alma preparada entra en contacto con el Evangelio completo de la gracia de Dios. Es posible que esa alma haya estado en un profundo ejercicio durante largos días, buscando descanso. El Señor ha obrado por medio de su Espíritu, preparando el terreno para la buena semilla (Lucas 8:15). Ha cavado surcos profundos para que su Palabra pueda echar raíces de manera permanente y dar fruto para su alabanza. El Espíritu Santo nunca actúa precipitadamente. Su obra es profunda, segura y sólida. Sus plantas no son como la calabacera de Jonás, que nació en una noche y pereció en una noche. «He entendido que todo lo que Dios hace será perpetuo» (Ecl. 3:14). Cuando convence, convierte y libera un alma, el sello de su propia mano está en esa obra, en todas sus fases.
¡Qué momento tan interesante aquel en que Lidia entró en contacto con el glorioso Evangelio que traía Pablo! (Hec. 16:14). Ella estaba preparada para ese mensaje, y el mensaje era para ella. Le traía verdades de las que nunca había oído hablar. Había ido allí para orar y obtener algún refrigerio para su espíritu después de las labores de la semana. ¡Cuán poco imaginaba que en aquella reunión escucharía un mensaje así!
¡Qué fuerza y qué belleza hay en estas palabras: «El Señor abrió su corazón para que prestara atención a las cosas dichas por Pablo»! Lidia no era una de esas personas que van a la reunión para pensar en todo menos en lo que dicen los siervos del Señor. No pensaba en su púrpura, ni en sus premios, ni en sus ganancias o pérdidas probables. ¿Cuántos de los que llenan las salas de reunión siguen el ejemplo de Lidia? El trabajo, las tendencias del mercado, la situación financiera, la vestimenta, las futilidades, sí, ¡cuántos temas ocupan a veces nuestros pensamientos! Estamos preocupados, los pensamientos divagan y así el pobre corazón está en el otro extremo del mundo en lugar de estar atento a las cosas que se dicen.
Pero detengámonos un momento en esta expresión: «Las cosas dichas por Pablo». El Espíritu de Dios no ha considerado oportuno darnos ni siquiera un resumen de la predicación de Pablo en esta reunión de oración. Por lo tanto, debemos remitirnos a otros pasajes de las Sagradas Escrituras para tener una idea de lo que Lidia escuchó en esa ocasión. Tomemos, por ejemplo, este pasaje en el que Pablo recuerda a los corintios el Evangelio que les había predicado: «Porque en primer lugar os comuniqué lo que también recibí, que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras, que fue sepultado, y que fue resucitado al tercer día, conforma a las Escrituras» (1 Cor. 15:3-4).
Sin duda, este pasaje de las Escrituras contiene un resumen de lo que Pablo dijo en Filipos. El gran tema de la predicación de Pablo era Cristo, Cristo para el pecador, Cristo para el creyente, Cristo para la conciencia, Cristo para el corazón. Si el apóstol llamaba a los hombres, tanto judíos como gentiles, al arrepentimiento, era porque el poder de su predicación era Cristo. Si los exhortaba a creer, el objeto que presentaba a su fe era Cristo, por la autoridad de las Escrituras. Si disertaba «en lo concerniente a la justicia, el dominio propio y el juicio venidero» (Hec. 24:25), quien daba fuerza y poder moral a sus razonamientos era Cristo. En resumen, Cristo era la esencia misma, la suma, la sustancia y la piedra angular de la enseñanza de Pablo.
El apóstol se sintió animado y renovado por lo que podríamos llamar una hermosa conversión, auténtica e indiscutible en todos los aspectos. Lidia recibió a Cristo en su corazón y, en ese mismo instante, se situó en el terreno cristiano sometiéndose al bautismo. Pero eso no fue todo. Inmediatamente abrió su casa a los siervos del Señor. Su fe no era solo de labios. No se contentó con decir que creía, sino que demostró su fe en Cristo, no solo entrando en las aguas del bautismo, sino identificándose a sí misma y a toda su casa con el nombre y la causa de Aquel a quien había recibido por la fe (v. 15-18).