Índice general
Betania
Juan 11 y 12
Autor:
1 - El Señor Jesús y la familia de Betania
Vayan con nosotros a Juan 11 y 12, y si no nos equivocamos, encontrarán en ellos un raro regalo espiritual. En el capítulo 11, vemos lo que el Señor Jesús era para la familia de Betania; y en el capítulo 12 vemos lo que la familia de Betania era para Él. Todo el pasaje está lleno de la más preciosa instrucción.
En el capítulo 11 nos están presentados 3 grandes temas, a saber: primero, el propio camino de nuestro Señor con el Padre; segundo, su profunda simpatía por su pueblo; y tercero, su gracia al asociarnos consigo mismo en su obra, en la medida en que eso es posible.
«Estaba enfermo cierto hombre llamado Lázaro, de Betania, la aldea de María y de su hermana Marta. (María, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo, fue la que ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con sus cabellos). Las hermanas, pues, le enviaron un recado, diciendo: Señor, el que amas está enfermo. Pero Jesús, al oír esto, dijo: Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella» (v. 1-4).
Las hermanas, en su momento de angustia, acudieron a su divino Amigo; Jesús era un recurso seguro para ellas, como lo es para todos sus probados dondequiera, comoquiera o quienquiera que sean. «Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás» (Sal. 50:15). Cometemos un gravísimo error cuando, en cualquier momento de necesidad o presión, acudimos a la criatura en busca de ayuda o simpatía. Estamos seguros de ser decepcionados. Los arroyos de las criaturas se secan. Los apoyos de las criaturas ceden. Nuestro Dios nos hará probar la vanidad y la locura de todas las confidencias de las criaturas, de las esperanzas humanas y de las expectativas terrenales. Y, por otra parte, nos probará, de la manera más conmovedora y contundente, la verdad y la bendición de su propia Palabra: «No se avergonzarán los que esperan en mí» (Is. 49:23).
No, ¡nunca! Él, bendito sea su nombre, nunca falla a un corazón confiado. Él no puede negarse a sí mismo. Él se deleita en aprovechar la ocasión de nuestras necesidades, nuestras aflicciones y debilidades, para expresar e ilustrar su tierno cuidado y amorosa bondad, de 1.000 maneras. Pero él nos enseñará la absoluta esterilidad de todos los recursos humanos. «Así ha dicho Jehová: Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová. Será como la retama en el desierto, y no verá cuando viene el bien, sino que morará en los sequedales en el desierto, en tierra despoblada y deshabitada» (Jer. 17:5-6).
Así debe ser siempre. La decepción, la esterilidad y la desolación son los resultados seguros y ciertos de confiar en el hombre. Pero, por otra parte –y fíjese en el contraste– «Bendito el varón que confía en Jehová, y cuya confianza es Jehová. Porque será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces, y no verá cuando viene el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de sequía no se fatigará, ni dejará de dar fruto» (Jer. 17:7-8).
Tal es la enseñanza invariable de la Escritura en ambos lados de esta gran cuestión práctica. Es un error fatal mirar incluso a los mejores hombres, confiarnos, directa o indirectamente, a las pobres cisternas humanas. Pero el verdadero secreto de la bendición, la fuerza y el consuelo es mirar a Jesús, acudir de una vez, con fe sencilla, al Dios vivo, cuya delicia es siempre ayudar a los necesitados, fortalecer a los débiles y levantar a los abatidos.
Por eso, las hermanas de Betania hicieron lo correcto cuando, en la hora de la necesidad y de la presión, acudieron a Jesús. Él podía y quería ayudarlas, pero el bienaventurado no respondió de inmediato a su llamada. No consideró oportuno acudir inmediatamente en su ayuda, por mucho que los amara. Entró de lleno en su dolor y ansiedad. Lo asimiló todo y lo midió perfectamente. Estaba completamente con ellas. No le faltaba compasión, como veremos en lo que sigue. Sin embargo, hizo una pausa; y el enemigo podría lanzar toda clase de sugerencias; y sus propios corazones podrían concebir toda clase de razonamientos. Podría parecer que «el Maestro» las había olvidado. Tal vez el amor de su Señor y Amigo había cambiado hacia ellas. Algo puede haber ocurrido que haya enturbiado las cosas entre ellos. Todos sabemos cómo el pobre corazón razona y se tortura en tales momentos. Pero hay un remedio divino para todos los razonamientos del corazón, y una respuesta triunfante a todas las oscuras y horribles sugerencias del enemigo. ¿Cuál es? La confianza inquebrantable en la estabilidad eterna del amor de Cristo.
Aquí radica el verdadero secreto de todo el asunto. Que nada haga tambalear su confianza en el amor inalterable de su Señor. Pase lo que pase –que el horno esté muy caliente; que las aguas sean muy profundas; que las sombras sean muy oscuras; que el camino sea muy áspero; que la presión sea muy grande– mantenga firme su confianza en el perfecto amor y simpatía de Aquel que ha manifestado Su amor bajando al polvo de la muerte; bajo las oscuras y pesadas olas de la ira de Dios, para salvar su alma de las quemaduras eternas. No tenga miedo de confiar plenamente en él, de entregarse a él sin una sombra de reserva o recelo. No mida Su amor por sus circunstancias. Si lo hace, necesariamente llegará a una conclusión falsa. No juzgue según la apariencia exterior. Nunca razone a partir de lo que le rodea. Llegue al corazón de Cristo, y razone desde ese bendito centro. Nunca interprete Su amor por sus circunstancias; pero siempre interprete sus circunstancias por Su amor. Deje que los rayos de Su eterno favor brillen sobre su entorno más oscuro, y entonces será capaz de responder a todo pensamiento infiel, sin importar de dónde venga. No juzgue al Señor por un sentido débil, sino confíe en Su gracia: Detrás de una providencia ceñuda Él esconde un rostro sonriente.
Es algo grandioso poder vindicar siempre a Dios, aunque no podamos hacer nada más, para permanecer como un monumento de su fidelidad inquebrantable para todos los que ponen su confianza en él. Aunque el horizonte que nos rodea sea oscuro y deprimente, aunque se agolpen los nubarrones y arrecie la tempestad, Dios es fiel, y no nos dejará ser tentados más de lo que podemos soportar, sino que, junto con la tentación, nos abrirá una vía de escape para que podamos soportarla.
Además, no debemos medir el amor divino por el modo de su manifestación. Todos somos propensos a hacerlo, pero es un gran error. El amor de Dios se reviste de diversas formas, y no pocas veces la forma nos parece, en nuestra superficialidad y miopía, misteriosa e incomprensible. Pero, si tan solo esperamos pacientemente y con confianza ingenua, la luz divina brillará sobre la dispensación de la divina providencia, y nuestros corazones se llenarán de asombro, amor y alabanza.
Se lo dejamos a Él mismo, elegir y mandar:
Llenos de asombro, pronto veremos
Cuán sabia y fuerte es su mano,
No lo comprendemos;
Pero la tierra y el cielo lo dicen,
Dios se sienta como soberano en el trono
Y bien lo gobierna todo.
Los pensamientos de Dios no son como nuestros pensamientos; ni sus caminos como nuestros caminos; ni su amor como nuestro amor. Si oímos hablar de un amigo en apuros o dificultades de cualquier tipo, nuestro primer impulso es correr en su ayuda y aliviarle de su prueba, si es posible. Pero esto puede ser un gran error. En lugar de prestar ayuda, podría estar haciendo un grave daño. En realidad, podríamos estar contrariando el propósito de Dios, y sacando a nuestro amigo de una posición en la que el gobierno divino lo había colocado para su beneficio último y permanente. El amor de Dios es un amor sabio y fiel. Abunda hacia nosotros en toda sabiduría y prudencia.
Nosotros, por el contrario, cometemos los más graves errores, aun cuando deseamos sinceramente hacer lo que es justo y bueno. No estamos capacitados para considerar todas las cosas, ni para escudriñar las vicisitudes de la providencia, ni para sopesar los resultados últimos de los tratos divinos. De ahí la urgente necesidad de esperar mucho en Dios y, sobre todas las cosas, de mantener firme nuestra confianza en su amor inmutable e infalible. Él lo aclarará todo. Él sacará luz de las tinieblas, vida de la muerte, victoria de la aparente derrota. Él hará que la angustia más profunda y oscura produzca la cosecha más rica de bendición. Él hará que todas las cosas funcionen para bien.
Pero Él nunca tiene prisa. Tiene en vista sus propios fines sabios, y los alcanzará a su tiempo y a su manera; y, además, de lo que puede parecernos un oscuro, enmarañado e inexplicable laberinto de providencia, brotará la luz y llenará nuestras almas de alabanza y adoración.
Lo que precede puede ayudarnos a comprender y apreciar la actitud de nuestro Señor hacia las hermanas de Betania, al enterarse de su angustia. Él sintió que había mucho más involucrado en el caso que la mera cuestión de aliviar a aquellas a quienes, sin embargo, amaba profundamente. Había que considerar la gloria de Dios. Por eso dice: «Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella». Él vio en este caso una ocasión para la exhibición de la gloria divina, y no meramente para la exhibición del afecto personal, por profundo y real que pudiera ser –y con él, ciertamente, era profundo y real, pues leemos: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro».
Pero, a juicio de nuestro bendito y adorable Señor, la gloria de Dios tenía precedencia sobre cualquier otra consideración. Ni el afecto ni el temor personales tenían la menor influencia sobre sus movimientos. Lo gobernaba, en todo, la gloria de Dios. Desde el pesebre hasta la cruz, en la vida y en la muerte, en todas sus palabras, en todas sus obras y en todos sus caminos, su corazón devoto estaba puesto, con propósito firme e inalterable, en la gloria de Dios. Por lo tanto, aunque podría ser una buena cosa aliviar a un amigo en apuros, era mucho mejor y más elevado glorificar a Dios; y podemos estar seguros de que la amada familia de Betania no sufrió ninguna pérdida por un retraso que solo hizo espacio para el resplandor más brillante de la gloria divina.
Recordemos esto en tiempos de prueba y presión. Es un punto muy importante, y cuando lo comprendamos plenamente, resultará una fuente de consuelo muy profunda y bendita. Nos ayudará maravillosamente a soportar la enfermedad, el dolor, la muerte, el duelo, la tristeza y la pobreza. Qué bendición poder estar junto al lecho de un amigo enfermo y decir: «Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios». Y este es el privilegio de la fe. Sí, no solo en la cámara del enfermo, sino junto a la tumba abierta, el verdadero creyente puede ver los rayos de la gloria divina brillando sobre todos.
Sin duda, el escéptico podría poner reparos a la afirmación de que “la enfermedad no es hasta la muerte”. Podría objetar y razonar y argumentar sobre la base del hecho aparente de que Lázaro murió. Pero la fe no razona a partir de las apariencias: hace intervenir a Dios, y allí encuentra una solución divina para todas las dificultades. Tal es la elevación moral, la realidad de una vida de fe. Ve a Dios por encima y más allá de todas las circunstancias. Razona desde Dios hacia abajo, no desde las circunstancias hacia arriba. La enfermedad y la muerte no son nada en presencia del poder divino. Todas las dificultades desaparecen del camino de la fe. Son, como Josué y Caleb aseguraron a sus hermanos incrédulos, simplemente pan para el verdadero creyente.
Pero esto no es todo. La fe puede esperar el tiempo de Dios, sabiendo que su tiempo es el mejor. No se tambalea, aunque él parezca demorarse. Descansa con calma en la seguridad de su amor inmutable y su sabiduría infalible. Llena el corazón con la más dulce confianza de que si hay demora, si el alivio no se envía de inmediato, todo es para bien, ya que «todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios» (Rom. 8:28), y a la larga todo redundará en la gloria de Dios. La fe permite a su feliz poseedor vindicar a Dios en medio de la mayor presión, y saber y confesar que el amor divino siempre hace lo mejor para su objeto.
2 - El Señor Jesús enaltece la gloria de Dios
Da gran descanso al corazón saber que Aquel que se ha comprometido por nosotros, en toda nuestra debilidad, nuestra necesidad y las exigencias de nuestro camino desde el principio hasta el final, ha asegurado en primer lugar, en todos los aspectos, la gloria de Dios. Ese fue su objetivo primordial en todas las cosas. En la obra de la redención, y en toda nuestra historia, la gloria de Dios ocupa el primer lugar en el corazón de Aquel bendito con quien tenemos que ver. A toda costa para sí mismo, vindicó y mantuvo la gloria divina. Para ello renunció a todo. Dejó a un lado su propia gloria, se humilló, se despojó de sí mismo. Sí mismo se entregó y dio su vida, a fin de poner el fundamento imperecedero de esa gloria que ahora llena todo el cielo y pronto cubrirá la tierra y brillará a través del amplio universo para siempre.
El conocimiento y el sentido permanente de esto deben dar un profundo reposo al espíritu en referencia a todo lo que nos concierne, ya sea la salvación del alma, el perdón de los pecados, o las necesidades para el camino diario. Todo lo que podría ser un asunto de ejercicio para nosotros, para el tiempo o para la eternidad, ha sido provisto, todo asegurado sobre la misma base que sostiene la gloria divina. Estamos salvados y provistos; pero la salvación y la provisión –¡alabado sea nuestro glorioso Salvador y Proveedor!, están inseparablemente unidas a la gloria de Dios. En todo lo que nuestro Señor Jesucristo ha hecho por nosotros, en todo lo que está haciendo, en todo lo que hará, se mantiene plenamente la gloria de Dios.
Y, además, podemos añadir que, en nuestras pruebas, dificultades, penas y ejercicios, si no se nos proporciona un alivio inmediato, tenemos que recordar que hay alguna razón profunda relacionada con la gloria de Dios y nuestro verdadero bien, por la cual se retiene el alivio deseado. En tiempos de presión, solemos pensar solo en una cosa: el alivio. Pero hay mucho más que esto que debemos considerar. Debemos pensar en la gloria de Dios. Deberíamos tratar de conocer su objetivo al ponernos bajo presión. Debemos desear fervientemente que su fin sea alcanzado y su gloria promovida. Esto sería para nuestra más completa y profunda bendición, mientras que el alivio que tan ansiosamente deseamos podría ser lo peor que pudiéramos obtener. Debemos recordar siempre que, por la maravillosa gracia de Dios, su gloria y nuestra verdadera bendición están tan inseparablemente unidas, que cuando la primera se mantiene, la segunda debe estar perfectamente asegurada.
Esta es una consideración muy preciosa, y eminentemente calculada para sostener el corazón en todas las épocas de aflicción. Todas las cosas deben finalmente redundar para la gloria de Dios, y «todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios, los que son llamados según su propósito». Tal vez no sea tan fácil ver esto cuando la presión está sobre nosotros. Cuando velamos ansiosamente junto al lecho de enfermedad de un amigo querido; o cuando caminamos por la cámara del dolor; o cuando estamos postrados en un lecho de dolor y languideciendo; o cuando nos sentimos abrumados por la repentina noticia de la pérdida de todo lo terrenal: en tales circunstancias puede no ser tan fácil ver que la gloria de Dios se mantiene, y que nuestra bendición está asegurada; pero la fe puede verlo a pesar de todo; y en cuanto a la “ciega incredulidad”, siempre está “segura de errar”.
Si aquellas amadas hermanas de Betania hubiesen juzgado por la vista de sus ojos, habrían sido duramente probadas durante aquellos días y noches fatigosos pasados junto al lecho de su amado hermano. Y no solo eso, sino que cuando llegó el terrible momento, y fueron llamadas a presenciar la escena final, muchos oscuros razonamientos podrían haber surgido en sus corazones aplastados y desolados.
Pero Jesús las miraba. Su corazón estaba con ellas. Estaba observando todo el proceso, y además desde el punto de vista más elevado: la gloria de Dios. Comprendió toda la escena, en todos sus aspectos, sus influencias y sus consecuencias. Sintió compasión por aquellas hermanas afligidas, sintió con ellas, sintió como solo un corazón humano perfecto puede sentir. Aunque ausente en persona, estaba con ellas en espíritu, mientras atravesaban las aguas profundas. Su amoroso corazón se compenetró perfectamente con todo su dolor, y solo esperó el “debido tiempo de Dios” para acudir en su ayuda, e iluminar las tinieblas de la muerte y de la tumba con los brillantes rayos de la gloria de la resurrección.
«Cuando oyó, pues, que estaba enfermo, se quedó dos días todavía en el mismo lugar donde estaba» (v. 6). Se permitió que las cosas siguieran su curso, como decimos; se permitió que la muerte entrara en la morada tan amada; pero todo esto fue para la gloria de Dios. Podía parecer que el enemigo se salía con la suya, pero era solo en apariencia; en realidad, la muerte misma no hacía sino preparar una plataforma en la que iba a desplegarse la gloria de Dios. «Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella».
Tal fue, pues, el camino de nuestro bendito Señor –su camino con el Padre. Cada uno de sus pasos, cada uno de sus actos, cada una de sus palabras, se referían directamente a la gloria del Padre. Por mucho que amara a la familia de Betania, su afecto personal no le llevó a la escena de su dolor hasta que llegó el momento del despliegue de la gloria divina, y entonces ningún temor personal pudo mantenerle alejado. «Después de esto dijo a sus discípulos: Vamos otra vez a Judea. Le dijeron los discípulos: Rabí, hace poco que los judíos intentaron apedrearte ¿y vas allá otra vez? Jesús respondió: ¿No hay doce horas en el día? Si alguno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo. Pero si alguno anda de noche, tropieza, porque la luz no está en él» (v. 6-10).
Así caminaba Aquel bendito, en el pleno resplandor de la gloria de Dios. Sus fuentes de acción eran todas divinas, todas celestiales. Él era un perfecto extraño a todos los motivos y objetos de los hombres de este mundo, que están tropezando en la espesa oscuridad moral que los envuelve –cuyos motivos son todos egoístas, cuyos objetos son terrenales y sensuales. Él nunca hizo una sola cosa para complacerse a sí mismo. La voluntad de su Padre, la gloria de su Padre, lo gobernaban en todas las cosas. Los impulsos de un profundo afecto personal no lo llevaron a Betania, y ningún temor personal pudo mantenerlo alejado. En todo lo que hizo, y en todo lo que no hizo, encontró su motivo en la gloria de Dios.
Precioso Salvador, enséñanos a seguir tus pasos celestiales. ¡Danos a beber más en tu espíritu! Esto es, en verdad, lo que necesitamos. Somos tan tristemente propensos a buscarnos a nosotros mismos y a complacernos a nosotros mismos, incluso cuando aparentemente hacemos cosas correctas y nos dedicamos ostensiblemente a la obra del Señor. Corremos de aquí para allá, hacemos esto y aquello, viajamos y predicamos y escribimos, y todo el tiempo podemos estar complaciéndonos a nosotros mismos, y no buscando realmente hacer la voluntad de Dios y promover su gloria. Que estudiemos más profundamente a nuestro divino Ejemplo. Que él esté siempre ante nuestros corazones como Aquel a quien estamos predestinados a conformarnos. Gracias a Dios por la dulce seguridad, que sostiene el alma, de que seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Es solo un poco de tiempo y habremos terminado para siempre con todo lo que ahora obstaculiza nuestro progreso e interrumpe nuestra comunión. Hasta entonces, que el bendito Espíritu obre en nuestros corazones y nos mantenga tan ocupados con Cristo, tan alimentados por la fe en su preciosidad, que nuestros caminos prácticos puedan ser una expresión más viva de él mismo, y que podamos producir más abundantemente los frutos de justicia que son por Jesucristo para gloria y alabanza de Dios.
3 - La simpatía del Señor Jesús por los suyos
Podemos ahora meditar unos momentos sobre el tema profundamente interesante de la simpatía de Cristo hacia su pueblo, tan conmovedoramente ilustrado en su trato con la amada familia de Betania. Permitió que pasaran por el ejercicio, que vadearan las aguas profundas, que fueran probados a fondo, a fin de que «la prueba de vuestra fe, mucho más preciosa que el oro perecedero que es probado con el fuego, sea hallado para alabanza, gloria y honor» (1 Pe. 1:7). Visto desde el punto de vista de la naturaleza, podría parecer que toda esperanza había desaparecido y que todo rayo de luz se había desvanecido en el horizonte. Lázaro estaba muerto y enterrado. Todo había terminado. Y, sin embargo, el Señor había dicho: «Esta enfermedad no es para muerte». ¿Cómo era posible? ¿Qué quería decir?
Así podría razonar la naturaleza; pero no debemos escuchar los razonamientos de la naturaleza, que con toda seguridad nos llevarán a las regiones de sombra de muerte. Debemos escuchar la voz de Jesús; debemos escuchar sus acentos vivos, alentadores, fortalecedores. Así podremos vindicar y glorificar a Dios, no solo en el lecho del enfermo, sino en la cámara de la muerte y en la tumba misma. La muerte no es muerte si Cristo está allí. La tumba misma no es más que la esfera en la que la gloria de Dios brilla con todo su poder. Cuando todo lo que pertenece a la criatura ha desaparecido de la escena, cuando la plataforma está completamente limpia de todo lo que es meramente humano, es entonces cuando los rayos de la gloria divina pueden verse en todo su resplandor. Es cuando todo ha desaparecido, o parece desaparecer, que Cristo puede entrar y llenar la escena.
Este es un gran punto que el alma debe comprender. Solo la fe puede realmente entrar en él. Todos somos terriblemente propensos a apoyarnos en algún apoyo de criaturas, a sentarnos junto a alguna corriente de criaturas, a confiar en un brazo de carne, a aferrarnos a lo que podemos ver, a descansar en lo palpable y tangible. «Las cosas que se ven son temporales» tienen a menudo más peso para nosotros que «las que no se ven son eternas» (2 Cor. 4:18). De ahí que nuestro siempre fiel Señor vea correcto y bueno barrer nuestros apoyos de criatura, y secar nuestros arroyos de criatura, para que podamos apoyarnos en él mismo, la Roca eterna de nuestra salvación, y encontrar todos nuestros manantiales en él mismo, la Fuente viva e inagotable de toda bendición. Él es celoso de nuestro amor y confianza, y limpiará la escena de todo lo que pueda dividir nuestros corazones con él. Sabe que es para la plena bendición de nuestras almas que nos encomendemos enteramente a él, y por eso procura purificar nuestros corazones de todo ídolo odioso.
¿Y no deberíamos alabarle por todo esto? Sí, en verdad; y no solo eso, sino que debemos dar la bienvenida a cualquier medio que él se complazca en usar para el logro de su sabio y bondadoso fin, aunque, a la vista de la naturaleza, pueda parecer duro y severo. Puede que a menudo tenga que decirnos como le dijo a Pedro: «Lo que hago, tú no lo sabes ahora; pero lo entenderás después» (Juan 13:7).
Sí, amado lector, tarde o temprano conoceremos y apreciaremos todos sus tratos. Miraremos hacia atrás a todo el curso desde la luz de su propia presencia bendita, y veremos y reconoceremos que “el golpe más fuerte de su mano fue la expresión más fuerte de su amor en ese momento”. Marta y María podrían preguntarse por qué se había permitido que la muerte entrara en su morada. Sin duda esperaban día tras día, hora tras hora, momento tras momento, que su amado Amigo entrara; pero en lugar de eso, él se mantuvo alejado, y la muerte entró, y todo parecía haber desaparecido.
¿Por qué sucedió esto? Deje que él mismo responda. «Estas cosas dijo él; y después de esto les dijo: Nuestro amigo Lázaro duerme» (v. 11). ¡Qué afecto tan conmovedor! ¡Qué graciosa intimidad! ¡Qué tierna vinculación de él mismo con la familia de Betania, por un lado, y con sus discípulos por el otro! «Nuestro amigo Lázaro duerme». No era más que un sueño apacible. La muerte no es muerte en presencia del Príncipe de vida. La tumba no es más que un lugar para dormir. «Voy, para despertarle del sueño». Tales palabras no podrían haber sido pronunciadas si Lázaro hubiera sido levantado de un lecho de enfermo. “La extremidad del hombre es la oportunidad de Dios”; y podemos ver sin dificultad que la tumba ofreció a Dios una oportunidad mucho mejor que una cama de enfermo.
Esta fue, pues, la razón por la que Jesús se mantuvo alejado de sus amados amigos. Esperó el momento oportuno, y ese momento fue cuando Lázaro llevaba ya 4 días en el sepulcro; cuando toda esperanza humana se había desvanecido; cuando toda acción humana era impotente e inútil. «Voy», no para levantarlo de su lecho de enfermo, sino «para despertarle del sueño». La plataforma fue despejada de la criatura para que la gloria de Dios pudiera brillar en todo su esplendor.
¿No es una misericordia –no disfrazada, como dicen algunos, sino una misericordia clara, positiva, palpable– que desaparezca todo apoyo humano? La fe dice: «Sí», sin vacilar y rotundamente. La naturaleza dice: «¡No!» El pobre corazón anhela algo de la criatura en que apoyarse, algo que el ojo pueda ver. Pero la fe –ese principio preciosísimo, inapreciable, divinamente forjado– encuentra su verdadera esfera al ser llamada a apoyarse absoluta y permanentemente en el Dios vivo.
Pero debe ser algo real. De poco sirve hablar de la fe si el corazón es ajeno a su poder. La mera profesión carece de todo valor. Dios trata con realidades morales. «¿Cuál es el provecho, hermanos míos, si alguno dice que tiene fe» No dice: “¿De qué le sirve al hombre tener fe?”. Bendito sea Dios, los que por gracia la tienen, saben que aprovecha mucho en todo sentido. Por la fe el pecador entra en relación viva con Dios, es justificado y vive para él.
La fe glorifica a Dios como ninguna otra cosa puede hacerlo. Eleva el alma por encima de las influencias deprimentes de las cosas vistas y temporales. Tranquiliza el espíritu de la manera más bendita. Ensancha el corazón, sacándonos de nuestro estrecho círculo de intereses personales, simpatías, preocupaciones y cargas, conectándonos vivamente con el eterno e inagotable manantial de bondad. Trabaja por amor, y nos atrae en una actividad llena de gracia hacia todo objeto de necesidad, pero especialmente hacia aquellos que pertenecen a la familia de la fe.
Solo la fe puede avanzar por el camino que Jesús conduce. Para la mera naturaleza, ese camino es terrible. Es áspero, oscuro y solitario. Incluso aquellos que rodeaban a nuestro bendito Señor con ocasión de la muerte de Lázaro parecían totalmente incapaces de comprender sus pensamientos o de seguir inteligentemente sus pasos. Cuando dijo: «Vamos… a Judea», solo podían pensar en los judíos apedreándolo. Cuando dijo: «Voy, para despertarle del sueño», ellos replicaron: «Si duerme, sanará» (v. 12). Cuando habló de su muerte, pensaron que había hablado de descansar en el sueño. «Entonces Jesús les dijo claramente: Lázaro ha muerto. Y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis» (v. 14-15), la pobre naturaleza incrédula, hablando por boca de Tomás Dídimo, dijo: «Vamos también nosotros para que muramos juntamente con él» (v. 16).
En una palabra, vemos una incapacidad total para comprender la verdadera situación, vista desde un punto de vista divino. La naturaleza no ve más que muerte y tinieblas, mientras que la fe disfruta de la luz del sol de la presencia divina. «Vamos también nosotros para que muramos con él». Ay, ¿era esto todo lo que tenía que decir incluso un discípulo? ¡Qué absurdas son las conclusiones de la incredulidad! Vayamos con el Príncipe de vida, para –¿qué? «muramos con él». ¡Qué ceguera incluso estando unidos al Señor! ¿No debería haber dicho Tomás?: “Vayamos, para que contemplemos su gloria; para que veamos sus maravillosas acciones en la misma región de sombra de muerte; para que participemos de sus triunfos; para que gritemos, a las mismas puertas del sepulcro, nuestros aleluyas a su nombre inmortal”.
4 - El Señor Jesús nos vincula con él mismo
Ya hemos notado los 3 temas prominentes que nos están presentados en Juan 11, a saber, el propio camino de nuestro Señor con el Padre; en segundo lugar, su profunda simpatía con nosotros; en tercer lugar, su gracia al vincularnos consigo mismo, en la medida en que eso es posible, en toda su bendita obra. Caminó siempre con Dios, en comunión serena e ininterrumpida. Caminó en la más implícita obediencia a la voluntad de Dios, y fue gobernado en todas las cosas por Su gloria. Caminó en el día, y no tropezó. La voluntad de Dios era la luz bajo la cual el perfecto obrero realizaba su trabajo. Su único motivo para actuar era la voluntad divina; su único objeto, la gloria divina. Descendió del cielo, no para hacer su propia voluntad, sino la voluntad del Padre, en la que siempre encontró su alimento y su bebida.
Pero su gran y amoroso corazón fluía en perfecta simpatía con el dolor humano. Esto lo vemos atestiguado de la manera más conmovedora cuando se dirigió, en compañía de las afligidas hermanas, a la tumba de su hermano. Si alguna duda había surgido en sus corazones durante el tiempo de prueba, en ausencia de su Señor, fue abundantemente contestada, sí, podemos añadir, completamente demolida, por la manifestación de su profundo y tierno afecto mientras se dirigía hacia el lugar donde los rayos de la gloria divina iban a brillar tan pronto sobre la lóbrega región de la muerte.
No nos detendremos aquí en la interesante entrevista entre las 2 hermanas y su amado Señor, tan llena de enseñanza, tan ilustrativa de su perfecto modo de tratar con su pueblo en sus variadas medidas de sabiduría y comunión. Pasemos de inmediato a la declaración inspirada del versículo 33 de nuestro capítulo. «Entonces Jesús, cuando la vio llorar, y también a los judíos que habían venido con ella, se conmovió en su espíritu y se turbó; y dijo: ¿Dónde lo habéis puesto? Le dijeron: Señor, ven y ve. Jesús lloró» (v. 33-35).
¡Qué maravilla! El Hijo de Dios gimió y lloró. No lo olvidemos nunca. Él, aunque Dios sobre todas las cosas, bendito para siempre; aunque él era la Resurrección y la Vida; el Resucitador de los muertos; el Conquistador de la tumba; en Su camino para liberar el cuerpo de su amigo de las garras del enemigo –muestra de lo que pronto hará por todos los que le pertenecen– sin embargo, ¡tan perfectamente entró en el dolor humano, y asumió todas las terribles consecuencias del pecado, toda la miseria y desolación de este mundo azotado por el pecado, que gimió y lloró! Y esas lágrimas y gemidos emanaban de las profundidades de un corazón humano perfecto que sentía como solo un corazón humano perfecto podía sentir –sentir según Dios– toda forma de dolor y miseria humana. Aunque estaba perfectamente exento, en su propia persona divina, del pecado y de todas sus consecuencias –sí, porque estaba exento– podía, en perfecta gracia, entrar en todo ello y hacerlo suyo como solo él podía hacerlo.
«Jesús lloró». Hecho maravilloso y significativo. No lloró por sí mismo, sino por los demás. Lloró con ellos. María lloró. Los judíos lloraron. Todo esto se comprende fácilmente. Pero que Jesús llorara revela un misterio que no podemos comprender. Era la compasión divina llorando a través de ojos humanos por la desolación que el pecado había causado en este pobre mundo, llorando en simpatía con aquellos cuyos corazones habían sido aplastados por la mano inexorable de la muerte.
Que todos los que sufren lo recuerden. Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre. Sus circunstancias han cambiado, pero su corazón no. Su posición es diferente, pero su simpatía es la misma. «Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que sea incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino [uno que ha sido] tentado en todo conforme a nuestra semejanza, excepto en el pecado» (Hebr. 4:15). Hay un corazón humano perfecto en el trono de la Majestad de los cielos, y ese corazón simpatiza con nosotros en todas nuestras penas, en todas nuestras pruebas, en todas nuestras debilidades, en toda nuestra presión y ejercicio. Él entra perfectamente en todo ello. Sí, él se entrega a cada uno de sus amados miembros en la tierra, como si solo tuviera que cuidar de él.
¡Cuán dulce y tranquilizador es pensar en esto! Vale la pena tener un dolor para que se nos permita saborear la preciosidad de la simpatía de Cristo. Las hermanas de Betania podrían decir: «¡Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano!» (v. 21, 32). Pero si su hermano no hubiera muerto, no habrían visto llorar a Jesús, ni habrían oído su profundo gemido de simpatía con ellas en su dolor. ¿Y quién no diría que es mejor tener la compasión de su corazón con nosotros en nuestro dolor que el poder de su mano para mantenernos o sacarnos de él? ¿No fue mucho mejor, mucho más elevado, mucho más bendito, para los 3 testigos de Daniel 3 tener al Hijo de Dios caminando con ellos en el horno que haber escapado del horno por el poder de Su mano? Sin duda alguna.
Y así es en todos los casos. Debemos recordar siempre que este no es el día para el despliegue del poder de Cristo. Dentro de poco tomará para sí su gran poder y reinará. Entonces todos nuestros sufrimientos, nuestras pruebas, nuestras tribulaciones habrán terminado para siempre. La noche de llanto dará lugar a la mañana de gozo –la mañana sin nubes– la mañana que nunca conocerá la tarde. Pero ahora es el tiempo de la paciencia de Cristo, el tiempo de su preciosa simpatía; y el sentido de esto está benditamente calculado para sostener el corazón al atravesar las profundas aguas de la aflicción.
Y hay aguas profundas de aflicción. Hay pruebas, penas, tribulaciones y dificultades. Y no solo eso, sino que nuestro Dios quiere que las sintamos. Su mano está en ellas para nuestro verdadero bien, y para su gloria. Y es nuestro privilegio poder decir: «Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, y la paciencia, experiencia; y la experiencia, esperanza, y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom. 5:3-5).
Alabado sea el Señor por todo esto. Pero sería una locura negar que hay pruebas, penas y tribulaciones de todo tipo. Nuestro Dios no quiere que seamos insensibles a ellas. La insensibilidad a ellas es necedad; gloriarse en ellas es fe. La conciencia de la simpatía de Cristo, y la inteligencia del objeto de Dios en todas nuestras aflicciones, nos permitirán regocijarnos en ellas; pero negar las aflicciones, o que debamos sentirlas, es simplemente absurdo. Dios no quiere que seamos estoicos; él nos conduce a aguas profundas para caminar con nosotros a través de ellas; y cuando se alcanza su fin, nos libera de ellas, para nuestro gozo y su propia alabanza eterna.
«Me ha dicho: Mi gracia te basta; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que habite en mí el poder de Cristo. Por lo cual me complazco en las debilidades, insultos, necesidades, persecuciones y aflicciones por Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor. 12:9-10). Al principio, Pablo anhelaba liberarse de la espina en la carne, fuera cual fuera. Suplicó 3 veces al Señor que se apartara de él. Pero la espina en la carne era mejor que el orgullo en el corazón. Era mejor estar afligido que envanecido –mejor tener la simpatía de Cristo con él en su tentación que el poder de Su mano para liberarlo de ella.
5 - El Señor Jesús lloró
Es profundamente conmovedor observar los 2 gemidos de nuestro Señor mientras se acercaba a la tumba de su amigo. El primer gemido fue provocado por la vista de las llorosas plañideras que lo rodeaban. «Jesús, cuando la vio llorar, y también a los judíos que habían venido con ella, se conmovió en su espíritu y se turbó».
¡Cuán precioso es el pensamiento de esto para el corazón aplastado y afligido! La visión de las lágrimas humanas arrancó un gemido del corazón amoroso y compasivo del Hijo de Dios. Que todos los dolientes recuerden esto. Jesús no reprendió a María por llorar. No la reprendió por su dolor. No le dijo que no debía sentir, que debía estar por encima de todo eso. Eso no sería propio de él. Algunas personas sin corazón pueden hablar de esta manera; pero él sabía que no era así. Él, aunque Hijo de Dios, era un hombre real y, por lo tanto, sentía como un hombre debe sentir, y sabía lo que el hombre debe sentir, mientras atraviesa el oscuro valle de lágrimas.
Algunos de nosotros hablamos mucho y con altivez acerca de estar por encima de la naturaleza, y de no sentir el chasquido de los eslabones tiernos, y mucho en ese sentido. Pero en esto no somos sabios. No simpatizamos con el corazón del Hombre, Cristo Jesús. Una cosa es exponer, con despiadada ligereza, nuestras teorías trascendentales, y otra muy distinta atravesar las profundas aguas del dolor y la desolación con un corazón ejercitado según Dios. Generalmente se encontrará que aquellos de nosotros que declamamos más fuerte contra la naturaleza, demostramos ser como otras personas, cuando somos llamados a enfrentar la enfermedad corporal, la tristeza del corazón, la presión mental, o la pérdida pecuniaria.
El gran punto es ser real, y atravesar las duras realidades de la vida actual con teorías que no resistirán la prueba del dolor, la prueba y la dificultad reales; y nada puede ser más absurdo que hablarle a la gente, con corazones humanos, acerca de no sentir las cosas. Dios quiere que sintamos; y, ¡pensamiento precioso, tranquilizador y consolador! Jesús siente con nosotros.
Que todos los hijos e hijas del dolor recuerden estas cosas para consuelo de sus corazones afligidos. “Dios consuela a los abatidos”. Si nunca estuviéramos abatidos, no conoceríamos su precioso ministerio. Un estoico no necesita el consuelo de Dios. Vale la pena tener un corazón quebrantado para que sea atado por nuestro Sumo Sacerdote más misericordioso.
«Jesús se turbó», «Jesús lloró». ¡Qué poder, qué divina dulzura hay en estas palabras! ¡Qué vacío habría si estas palabras fueran borradas de la página de la inspiración! Seguramente no podríamos prescindir de ellas, y por eso nuestro misericordiosísimo Dios, por medio de su Espíritu, ha escrito estas palabras indeciblemente preciosas para consuelo y consolación de todos los que son llamados a hollar la cámara del dolor, o a estar junto a la tumba de un amigo.
Pero hubo otro gemido evocado en el corazón de nuestro bendito Señor. Algunos de los judíos, al oír su gemido y ver sus lágrimas, no pudieron menos de exclamar: «¡Mirad cómo lo amaba!» (v. 36). Pero ¡ay! otros solo encontraron, en tan conmovedoras pruebas de verdadera y profunda simpatía, ocasión para mostrar un escepticismo desalmado, y el escepticismo es siempre desalmado. Algunos decían: «¿No podía este hombre, que abrió los ojos de aquel que era ciego, haber hecho que este no muriese?» (v. 37).
Aquí el pobre corazón humano se desahoga en sus razonamientos ignorantes. ¡Qué poco comprendían estos escépticos ni la persona ni el camino del Hijo de Dios! ¿Cómo podían apreciar los motivos que le movían tanto en lo que hizo como en lo que no hizo? Abrió los ojos de los ciegos para que “las obras de Dios fuesen manifestadas en él» (Juan 9:3). Y no impidió la muerte de Lázaro, para que Dios fuese glorificado por ello.
Pero ¿qué sabían ellos de todo esto? Absolutamente nada. El Bendito se movía a una altura demasiado elevada para estar al alcance de los religiosos mundanos y de los razonadores escépticos. «El mundo no lo conoció» (Juan 1:10). Dios le comprendía y apreciaba perfectamente. Esto era suficiente. ¿Qué pensaban los hombres de Aquel que siempre anduvo en serena comunión con el Padre? Eran completamente incapaces de formarse un juicio correcto ni de él mismo ni de sus caminos. Llevaban a cabo sus razonamientos en esa espesa oscuridad moral en la que moraban.
Así es todavía. Los razonamientos humanos comienzan, continúan y terminan en la oscuridad. El hombre razona acerca de Dios; razona acerca de Cristo; razona acerca de las Escrituras; razona acerca del cielo, acerca de la Gehena, acerca de la eternidad; acerca de toda clase de cosas. Pero todos sus razonamientos son peores, mucho peores, que inútiles. Los hombres no son más capaces de entender o apreciar la Palabra escrita ahora, de lo que eran de entender o apreciar la Palabra viva, cuando él estaba entre ellos. De hecho, las 2 cosas deben ir juntas.
Así como la Palabra viva y la Palabra escrita son una, para conocer la una debemos conocer la otra; pero el hombre natural, el no renovado, el no convertido, no conoce ninguna de las 2. Está totalmente ciego, en tinieblas totales, muerto; y cuando, sin realidad, hizo una profesión religiosa, está «dos veces muerto»: muerto en su naturaleza y muerto en su religión (vean Judas 12). ¿Qué valen sus pensamientos, sus razonamientos, sus conclusiones? Son infundados, falsos, ruinosos.
Tampoco sirve de nada discutir con los inconversos. Solo tiende a engañarles haciéndoles suponer que pueden discutir. Siempre es la mejor manera de tratar solemnemente con ellos en cuanto a su propia condición moral ante Dios. No encontramos a nuestro Señor haciendo caso de los razonamientos incrédulos de los que le rodean. Solo gime de nuevo y sigue su camino. «Jesús, conmovido otra vez en sí mismo, llegó al sepulcro. Era una cueva, y una piedra estaba puesta sobre ella» (v. 38).
Este segundo gemido es profundamente conmovedor. Al principio gimió en simpatía con los dolientes que le rodeaban. Volvió a gemir por la dureza y la oscura incredulidad del corazón humano, y del corazón de Israel en particular. Pero, observen cuidadosamente, no intenta explicar sus razones para no haber impedido la muerte de su amigo, aunque había abierto los ojos de los ciegos.
¡Bendito y perfecto Siervo! No era asunto suyo dar explicaciones ni disculparse. Tenía que trabajar en la corriente de los consejos divinos, y para la promoción de la gloria divina. Tenía que hacer la voluntad del Padre, no dar explicaciones a quienes no podían entenderlas.
Este es un punto de peso para todos nosotros. Algunos de nosotros perdemos una cantidad de tiempo en argumentos, disculpas y explicaciones, en casos en que tales cosas no se entienden en lo más mínimo. Realmente hacemos daño. Es mejor seguir el camino del deber con santa serenidad de espíritu, firmeza de mirada y decisión de propósito. Eso es lo que tenemos que hacer, no explicarnos o defendernos, que es un trabajo penoso en el mejor de los casos para cualquiera.
Pero fijémonos un momento en la tumba de Lázaro, y veamos con qué hermosa gracia nuestro adorable Señor y Maestro trató de asociar a sus siervos consigo mismo en su obra, en la medida en que eso era posible; aunque, incluso aquí, también, es tristemente molestado por la oscura incredulidad del corazón humano. Jesús dijo: «Quitad la piedra». Esto era lo que ellos podían hacer, y por eso él les pide bondadosamente que lo hagan. Era todo lo que podían hacer hasta entonces. Pero aquí irrumpe la incredulidad y proyecta sus oscuras sombras sobre el corazón. «Marta, hermana del muerto, le dijo: Señor, ya hiede; porque hace cuatro días que está sepultado» (v. 39).
¿Y qué hay de eso? ¿Podría el humillante proceso de descomposición, aunque se completara, interponerse un momento en el camino de Aquel que es la resurrección y la vida? Imposible. Traedle, y todo será claro y sencillo; dejadle fuera, y todo será oscuro e impracticable. Que solo se oiga la voz del Hijo de Dios, y la muerte y la corrupción se desvanecerán como las tinieblas de la noche ante los rayos del sol naciente.
«Mirad, os digo un misterio: No todos dormiremos, pero todos seremos cambiados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojo, en la última trompeta; porque sonará la trompeta, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos cambiados. Porque es necesario que esto corruptible revista la incorrupción, y esto mortal revista la inmortalidad. Y cuando esto corruptible se revista de incorrupción, y esto mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que ha sido escrita: ¡La muerte ha sido sorbida por la victoria! ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh hades, tu victoria? El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley; pero gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Cor. 15:51-57).
¡Qué magnífico! ¿Qué son la muerte, el sepulcro y la descomposición en presencia de un poder como este? ¡Hablar de estar muerto 4 días como una dificultad! Millones que se han estado pudriendo en el polvo durante miles de años, resucitarán en un momento a la vida, la inmortalidad y la gloria eterna, a la voz de ese bendito a quien Marta se aventuró a ofrecer su sugerencia incrédula e irracional.
6 - La gloria de Dios manifestada por el Señor Jesús
En la respuesta de nuestro Señor a Marta tenemos una de las palabras más benditas que jamás haya escuchado el oído humano. «¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios?» (v. 40). ¡Qué profundidad viva, qué poder divino, qué frescor y consuelo en estas palabras! Nos presentan la esencia misma y la médula, el principio esencial de la vida divina. Solo el ojo de la fe puede ver la gloria de Dios. La incredulidad solo ve dificultades, tinieblas y muerte. La fe mira por encima y más allá de todo esto, y siempre se regocija en los rayos benditos de la gloria divina. La pobre Marta no vio más que un cuerpo humano descompuesto, sencillamente porque estaba bajo un espíritu de oscura y deprimente incredulidad. Si se hubiera dejado llevar por una fe ingenua, habría ido al sepulcro en compañía de Aquel que es la resurrección y la vida, segura de que, en lugar de la muerte y la descomposición, vería la gloria de Dios.
Este es un gran principio que el alma debe comprender. Es absolutamente imposible para el lenguaje humano exagerar su valor e importancia. La fe nunca mira las dificultades, a no ser para alimentarse de ellas. No mira las cosas que se ven, sino las que no se ven. Soporta como si viera a Aquel que es invisible. Se aferra al Dios vivo. Se apoya en su brazo; se sirve de su fuerza; echa mano de su tesoro inagotable; camina a la luz de su rostro bendito, y ve su gloria resplandeciendo sobre las escenas más oscuras de la vida humana.
El Volumen inspirado abunda en ilustraciones sorprendentes del contraste entre la fe y la incredulidad. Veamos 1 o 2 de ellas. Veamos, por ejemplo, a Caleb y Josué, en contraste con sus hermanos incrédulos, en Números 13. Estos últimos solo veían las dificultades que se interponían en su camino. «Mas el pueblo que habita aquella tierra es fuerte» –no más fuerte que Jehová, ciertamente– «las ciudades muy grandes y fortificadas» –no más grandes que el Dios viviente– «y también vimos allí a los hijos de Anac» (v. 29). Está muy claro que no veían la gloria de Dios; de hecho, veían cualquier cosa y todo menos eso. Estaban totalmente gobernados por un espíritu de incredulidad, y por lo tanto solo podían «dar mala fama de la tierra que habían explorado a los hijos de Israel, diciendo: «La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra que traga a sus moradores; y todo el pueblo que vimos en medio de ella son hombres de grande estatura» (v. 33) –no vieron ni un solo hombre pequeño: todo lo miraban a través de la lupa de la incredulidad. «También vimos allí a los gigantes» –¡sin duda!– «los hijos de Anac», que proceden de los gigantes. ¿Algo más? Ah, Dios estaba excluido; no podían verle en absoluto a través de las gafas que usaban. Solo podían ver los terribles gigantes y las altas murallas: «Y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos» (v. 34).
Pero ¿y Jehová? ¡Ay de él! La incredulidad invariablemente deja a Dios fuera de sus cálculos. Puede tener muy en cuenta las dificultades, los obstáculos, las influencias hostiles; pero en cuanto al Dios vivo, no lo ve. Hay una melancólica coherencia en las declaraciones de la incredulidad, ya sea que las escuchemos en el desierto de Cades o, 1.400 años después, en la tumba de Lázaro. La incredulidad es siempre y en todas partes la misma; comienza, continúa y termina con la exclusión absoluta del único Dios vivo y verdadero. No puede hacer otra cosa que arrojar sombras oscuras sobre el camino de todo el que quiera escuchar su voz.
Cuán diferentes son los acentos de la fe. Escuchad a Josué y Caleb, cuando tratan de contener la creciente ola de incredulidad. «Y Josué hijo de Nun y Caleb hijo de Jefone, que eran de los que habían reconocido la tierra, rompieron sus vestidos, y hablaron a toda la congregación de los hijos de Israel, diciendo: La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra en gran manera buena. Si Jehová se agradare de nosotros [aquí está el secreto], él nos llevará a esta tierra, y nos la entregará; tierra que fluye leche y miel. Por tanto, no seáis rebeldes contra Jehová, ni temáis al pueblo de esta tierra; porque nosotros los comeremos como pan»; – la fe realmente se alimenta de las dificultades que aterrorizan a la incredulidad: «Su amparo se ha apartado de ellos, y con nosotros está Jehová; no los temáis».
¡Gloriosas palabras! Hace bien al corazón transcribirlas. «¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios?». Así es siempre. Si hay una consistencia melancólica en las expresiones de la incredulidad, hay una consistencia gloriosa en los acentos de la fe, dondequiera que los escuchemos. Caleb y Josué vieron la gloria de Dios, y a la luz de esa gloria, ¿qué eran los gigantes y los altos muros? Sencillamente nada. En todo caso, eran pan para el alimento de la fe. La fe trae a Dios, y él disipa todas las dificultades. ¿Qué murallas o gigantes podrían oponerse al Dios Todopoderoso? «Si Dios está por nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros?» (Rom. 8:31).
Tal es siempre el ingenuo, pero poderoso razonamiento de la fe. Conduce sus argumentos y llega a sus conclusiones a la luz bendita de la presencia divina. Ve la gloria de Dios. Mira por encima y más allá de las pesadas nubes que a veces se ciernen sobre el horizonte, y encuentra en Dios su recurso seguro e inagotable. ¡Preciosa fe! –la única cosa en el mundo que realmente glorifica a Dios y hace que el corazón del cristiano sea verdaderamente brillante y feliz.
Tomemos otra ilustración. Vayamos a 1 Reyes 17 y comparemos a la viuda de Sarepta con Elías el tisbita. ¿Cuál era la diferencia entre ellos? Justo la diferencia que siempre existe entre la incredulidad y la fe. Escuchen otra vez las palabras de la incredulidad. «Y ella respondió: Vive Jehová tu Dios, que no tengo pan cocido; solamente un puñado de harina tengo en la tinaja, y un poco de aceite en una vasija; y ahora recogía dos leños, para entrar y prepararlo para mí y para mi hijo, para que lo comamos, y nos dejemos morir» (17:12).
He aquí, en verdad, un cuadro sombrío. Un barril vacío, una vasija agotada, ¡y la muerte! ¿Eso era todo? Eso fue todo para la ciega incredulidad. Es otra vez la vieja historia de los gigantes y los altos muros. Dios está fuera, aunque ella podía decir: «Vive Jehová tu Dios». En realidad, ella estaba fuera de Su presencia y había perdido el sentido de Su suficiencia total para satisfacer su necesidad y la de su casa. Sus circunstancias excluían a Dios de la visión de su alma. Miraba las cosas que se veían, no las que no se veían. No vio al Invisible; solo vio hambre y muerte. Como los 10 espías incrédulos no vieron más que las dificultades; como Marta no vio más que la tumba y sus humillantes resultados; así la pobre de Sarepta no vio más que hambre y muerte.
No así el hombre de fe. Él miraba más allá del barril y de la vasija. No pensó en morir de hambre. Se apoyó en la Palabra de Jehová. Aquí estaba su precioso recurso. Dios había dicho: «He dado orden allí a una mujer viuda que te sustente» (v. 9). Esto le bastaba. Sabía que Dios podía multiplicar la comida y el aceite para mantenerlo a él y a ella. Como Caleb y Josué, trajo a Dios a la escena, y encontró en él la feliz solución de toda dificultad. Vieron a Dios por encima y más allá de los muros y de los gigantes. Se apoyaron en su Palabra eterna. Había prometido llevar a su pueblo a la tierra y, por lo tanto, aunque no hubiera más que murallas y gigantes desde Dan hasta Beerseba, con toda seguridad cumpliría lo que había dicho.
Lo mismo sucedió con Elías el tisbita. Vio al Dios vivo y todopoderoso por encima y más allá del barril y la vasija. Se apoyó en esa Palabra que está establecida para siempre en el Cielo, y que nunca puede fallar a un corazón confiado. Esto tranquilizó su espíritu, y con esto trató de tranquilizar también a la viuda. Y le dijo: «No tengas temor», preciosa y conmovedora expresión de fe. «Ve, haz como has dicho… Porque Jehová Dios de Israel ha dicho así: La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobre la faz de la tierra» (v. 13-14).
Este era el sólido fundamento en el que se apoyaba el hombre de Dios cuando se aventuró a ofrecer una palabra de aliento a la pobre y abatida viuda de Sarepta. No le habló con la ligereza o la ciega temeridad de la naturaleza. No negó que el barril y la vasija estaban casi vacíos, como había dicho la mujer. Esto no podía consolarla, ya que ella conocía demasiado bien los hechos de su caso. Pero le presentó al Dios vivo y a su Palabra fiel, y por eso pudo decirle: «No tengas temor». Trató de conducir su alma al verdadero lugar de reposo donde él mismo había encontrado reposo, a saber, la Palabra del Dios vivo, ¡bendito, infalible, divino lugar de reposo para toda alma ansiosa!
Así sucedió con Caleb y Josué. No negaron que hubiera gigantes y altos muros: hicieron entrar a Dios y trataron de interponerlo entre los corazones de sus abatidos hermanos y las temibles dificultades. Esto es lo que siempre hace la fe, y así da gloria a Dios y mantiene el alma en paz, por muy grandes que sean las dificultades. Sería una locura negar que hay obstáculos e influencias hostiles en el camino; y hay un cierto estilo de hablar de tales cosas que no puede ministrar consuelo o aliento a un pobre corazón atribulado. La fe sopesa con exactitud las dificultades y las pruebas, pero, sabiendo que el poder de Dios las supera todas, descansa con santa calma en su Palabra y en su perfecta sabiduría y amor eterno.
La mente de los lectores recordará sin duda muchos otros casos en que el pueblo del Señor ha sido abatido por mirar a las circunstancias, en vez de mirar a Dios. David, en un momento oscuro, pudo decir: «Algún día seré muerto por la mano de Saúl» (1 Sam. 27:1). ¡Qué triste error! –el error de la incredulidad. ¿Qué debería haber dicho? ¿Negar que la mano implacable de Saúl estaba contra él? Seguramente que no. Qué consuelo le habría dado eso, ya que sabía demasiado bien que realmente era así. Pero debería haber recordado que la mano de Dios estaba con él, y que esa mano era más fuerte que 10.000 Saúl.
Lo mismo le sucedió a Jacob en su día de oscuridad y depresión. «Todas estas cosas», dijo, «son contra mí» (Gén. 42:36). ¿Qué debería haber añadido? “Pero Dios está por mí”. La fe tiene sus «pero» y sus «si» al igual que la incredulidad; pero los peros y los “si” de la fe son todos brillantes porque expresan el paso del alma –su rápido paso– de las dificultades a Dios mismo. «Pero Dios, siendo rico» (Efe. 2:4), etc. Y otra vez: «Si Dios está por nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros?». Así razona siempre la fe. Comienza con Dios, lo coloca entre el alma y todo lo que la rodea, y así imparte una paz que sobrepasa todo entendimiento, una paz que nada puede perturbar.
Pero, antes de terminar, debemos volver por un momento a la tumba de Lázaro. La rápida ojeada que hemos echado al inspirado Volumen nos permitirá apreciar más plenamente aquellas preciosísimas palabras de nuestro Señor a Marta: «¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios?». Los hombres nos dicen que ver es creer; pero nosotros podemos decir que creer es ver. Sí, lectores, aférrense a esta gran verdad. Les llevará a través y les sostendrá por encima de las escenas más oscuras y difíciles de este mundo oscuro y difícil. “Tengan fe en Dios”. Este es el resorte principal de la vida divina. «Lo que ahora vivo en [la] carne, lo vivo en [la] fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y sí mismo se dio a por mí» (Gál. 2:20).
La fe sabe, y está persuadida, de que no hay nada demasiado difícil, nada demasiado grande –sí, y nada demasiado pequeño– para Dios. Puede contar con Él para todo. Se regocija en la misma luz del sol de su presencia, y se regocija en las manifestaciones de su bondad, su fidelidad y su poder. Siempre se deleita en ver la plataforma despejada de la criatura, para que la gloria de Dios pueda brillar en todo su esplendor. Se aparta de las corrientes y de los apoyos de las criaturas, y encuentra todos sus recursos en el único Dios vivo y verdadero.
No hay más que ver cómo la gloria divina se manifiesta en la tumba de Lázaro, incluso a pesar de la sugestión incrédula del corazón de Marta, pues Dios, bendito sea su nombre, se complace a veces en reprender nuestros temores, así como en responder a nuestra fe. «Quitaron entonces la piedra del lugar donde yacía el muerto. Y Jesús, alzando los ojos hacia arriba, dijo: Padre, te doy gracias porque me has oído. Yo sabía que siempre me oyes, pero lo dije a causa de la multitud que está alrededor, para que ellos crean que tú me has enviado. Habiendo dicho esto, clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera! Y aquel que había estado muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y envuelto el rostro en un sudario. Les dijo Jesús: Desatadlo y dejadlo ir» (v. 41-44).
¡Escena gloriosa! En la que se muestra a nuestro Jesús como Hijo de Dios con poder, mediante la resurrección de los muertos. Graciosa escena en la que el Hijo de Dios condesciende a servirse del hombre para hacer rodar la piedra y quitar la ropa del sepulcro. ¡Qué bueno es que se sirva de nosotros en cualquier pequeña cosa! Que sea nuestro gozo estar siempre listos, con una santa disposición a ser utilizados, para que Dios sea glorificado en todas las cosas.
7 - Los rasgos del cristiano y de la Asamblea
El párrafo inicial de Juan 12 nos presenta una escena del más profundo interés y llena de la más preciosa instrucción. Creemos que no podemos hacer nada mejor que citar por extenso el hermoso registro, para beneficio espiritual de los lectores. Después de todo, no hay nada como el verdadero lenguaje de las Sagradas Escrituras.
«Jesús entonces, seis días antes de la Pascua, vino a Betania, donde estaba Lázaro, a quien él había resucitado de entre los muertos. Le hicieron allí una cena. Marta servía, y Lázaro era uno de aquellos que estaban a la mesa con él. Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho valor, ungió los pies de Jesús, y los enjugó con sus cabellos; y la casa se llenó del olor del perfume» (12:1-3).
Aquí tenemos ilustrados, de la manera más llamativa y contundente, los 3 grandes rasgos que deben caracterizar a todo cristiano y a toda asamblea cristiana, a saber: la comunión serena e inteligente, como se ve en Lázaro sentado a la mesa; la adoración santa, como se ve en María a los pies de su Señor; y el servicio amoroso, como se ve en Marta, en sus actividades por la casa. Los 3 constituyen el carácter cristiano, y los 3 deben exhibirse en toda asamblea cristiana. Consideramos un gran error moral oponer cualquiera de estas características a las otras, ya que cada una, en su lugar apropiado, es hermosa; y, podemos añadir, cada una debe encontrar su lugar en todas. Todos deberíamos saber lo que es sentarse a la mesa con nuestro bendito Señor, en dulce comunión. Esto conducirá con toda seguridad a un profundo homenaje y adoración; y podemos estar seguros de que, donde haya comunión y adoración, no faltarán las actividades amorosas del verdadero servicio.
Los lectores observarán que, en esta hermosa escena, no se registra ningún choque entre Marta y María. Cada una tenía su lugar que ocupar. Había lugar para ambas. «Jesús amaba a Marta y a su hermana». Aquí se pone a Marta en primer lugar. En el versículo 1, leemos de «Betania, la aldea de María y de su hermana Marta». Visto desde un punto de vista divino, no hay necesidad de que ninguna de ellas choque en el más mínimo grado con otra. Y, además, podemos añadir, no hay necesidad alguna de comparar la esfera de una con la de otra. Si Cristo es nuestro único objeto absorbente, habrá una hermosa armonía en la acción, aunque nuestra línea de cosas pueda variar.
Así sucedió en Betania. Lázaro estaba a la mesa, María a los pies del Maestro, y Marta estaba por la casa. Todo estaba en hermoso orden, porque Cristo era el objeto de cada uno. Lázaro habría estado completamente fuera de su lugar si se hubiera puesto a preparar la cena; y si Marta se hubiera sentado a la mesa, no se habría preparado la cena. Pero ambos estaban en el lugar que les correspondía, y podemos estar seguros de que ambos se regocijarían con el olor del ungüento de María al derramarlo sobre los pies de su siempre amoroso y amado Señor.
¿No se nos transmite todo esto en esa sola frase: «Le hicieron allí una cena»? No era uno más que otro. Todos tenían parte en el precioso privilegio de hacer una cena para el único objeto sin par de los afectos de su corazón; y, teniéndole en medio de ellos, cada uno se colocaba natural, sencilla y eficazmente en el lugar que le correspondía. Con tal de que el corazón del amado Maestro se refrescara, no importaba quién hiciera esto o quién hiciera aquello. Cristo era el centro y cada uno se movía en torno a él.
Así debería ser siempre en la asamblea de los cristianos, y así sería, si el odioso “yo” fuera juzgado y puesto a un lado, y cada corazón estuviera ocupado simplemente con Cristo mismo. Pero ¡ay!, aquí es donde tan tristemente fallamos. Estamos ocupados con nosotros mismos, con nuestras pequeñas acciones, dichos y pensamientos. Damos importancia al trabajo, no en proporción a su relación con la gloria de Cristo, sino a su relación con nuestra propia reputación. Si Cristo fuera nuestro único objetivo –como seguramente lo será en la eternidad, y debería serlo ahora– no nos importaría en lo más mínimo quién hiciera el trabajo, o quién prestara el servicio, siempre que Su nombre fuera glorificado, y Su corazón refrescado. Escuchen la expresión de un corazón verdaderamente devoto en referencia al mismo tema que tenemos ante nosotros. «Haced todo sin murmuración ni disputa, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha, en medio de una generación depravada y perversa, entre los cuales resplandecéis como lumbreras en el mundo, manteniendo en alto [la] palabra de vida; para que en [el] día de Cristo yo me regocije de que no he corrido en vano, ni en vano he trabajado. Pero, aunque yo sirva de libación sobre el sacrificio y servicio de vuestra fe, me alegro y me regocijo con todos vosotros; asimismo vosotros también alegraos y regocijaos conmigo» (Fil. 2:14-18).
Esto es extraordinariamente bello. El bendito apóstol presenta en este exquisito pasaje una verdadera muestra de abnegación. Se expresa como dispuesto a derramarse como una libación en el sacrificio y servicio de sus amados filipenses, sin importarle en absoluto él mismo. No le importaba quién contribuyera con los componentes del sacrificio, con tal de que el sacrificio fuera presentado como un dulce olor a Cristo. No había nada de esa despreciable pequeñez y preocupación por sí mismo en aquel amado siervo de Cristo, que tan a menudo, por desgracia, aparece en nosotros y nos impide apreciar el servicio de los demás.
Todos reaccionamos cuando cualquier pequeño servicio nuestro aparece comentado. Escuchamos con intenso interés a cualquiera que hable o escriba acerca de nuestra utilidad, o del resultado de nuestras predicaciones o escritos; pero oímos con fría apatía y marcada indiferencia el registro del éxito de un hermano. De ninguna manera estamos dispuestos a regocijarnos como una libación sobre el sacrificio y el servicio de fe de otro. Nos gusta proporcionar tanto la ofrenda de carne como la ofrenda de bebida. En una palabra, somos deplorablemente egoístas, y ciertamente nunca es el ego más completamente despreciable que cuando se atreve a mezclarse con el servicio de Dios.
La prepotencia bulliciosa en la obra de Cristo, o en la Iglesia de Dios, es la cosa más horriblemente fea en todo este mundo. La autoocupación es el golpe mortal a la comunión y a todo verdadero servicio. Y no solo eso; es también la fuente fructífera de contiendas y divisiones en la Iglesia de Dios. De ahí la profunda necesidad de aquellas fieles y sanísimas palabras del bendito apóstol: «Si algún consuelo hay en Cristo, si algún estímulo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, y si algunas compasiones, completad mi gozo pensando lo mismo, teniendo un mismo amor, unánimes, teniendo los mismos sentimientos. Nada [se haga] por rivalidad o por vanagloria, sino con humildad, cada uno estime al otro como superior a sí mismo; no mirando cada cual por lo que es suyo, sino también por lo que es de los demás. Haya, pues, en vosotros este pensamiento que también hubo en Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que sí mismo se despojó, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y siendo hallado en figura como un hombre, sí mismo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los que están debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:1-11).
Aquí está el gran remedio para la terrible enfermedad de la autoocupación en todas sus fases. Es tener a Cristo ante nuestros corazones, y su humilde mente formada en nosotros por el Espíritu Santo. Es totalmente imposible beber en el espíritu de Jesús, respirar la atmósfera de su presencia, y estar ocupado con el yo bajo cualquier forma. Las 2 cosas están en oposición directa. En la medida en que Cristo llena el corazón, el yo y sus pertenencias deben estar excluidos; y si Cristo ocupa el corazón, nos regocijaremos al ver su nombre magnificado, su causa prosperando, su pueblo bendecido, su Evangelio difundido por todas partes, no importa quién pueda ser usado como su instrumento. Podemos estar seguros de que dondequiera que haya envidia, o celos, o contienda, allí el yo está por encima del corazón. El bendito apóstol podía regocijarse si se predicaba a Cristo, aunque fuera de contención.
Pero volvamos a la familia de Betania. Deseamos que los lectores se fijen particularmente en las 3 fases distintas de la vida cristiana ejemplificadas en Lázaro, María y Marta, a saber, la comunión, la adoración y el servicio. ¿No deberíamos, cada uno de nosotros, tratar de realizar y ejemplificar los 3? ¿No es interesante e importante observar que en Juan 12 no se plantea ninguna cuestión entre Marta y María? ¿No se explica esto por el hecho de que en este hermoso pasaje tenemos el lado divino y celestial del tema?
En Lucas 10 tenemos el lado humano. Aquí, por desgracia, hay colisión. Leamos el pasaje. «Mientras ellos iban de camino, él entró en una aldea; y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa» –era la casa de Marta, y por supuesto ella tenía que administrarla. Y tenía una hermana que se llamaba María, la cual también se sentó a los pies de Jesús, y oía su palabra» –¡bendito lugar privilegiado! «Pero Marta estaba atareada con muchos quehaceres; y acercándose, le dijo: Señor ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile, pues, que me ayude. El Señor le respondió: ¡Marta, Marta!, estás ansiosa e inquieta por muchas cosas; pero una sola cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, que no le será quitada» (v. 38-42).
Aquí vemos que la preocupación de Marta por sí misma estropeó su servicio y arrancó palabras de reproche de los labios de su amado y fiel Señor, palabras, podemos decir con seguridad, que nunca habrían llegado a sus oídos si no se hubiera entrometido con su hermana María. Su servicio tenía su lugar y su valor, y su Señor sabía bien cómo apreciarlo; pero, bendito sea su nombre, él no permitirá que nadie interfiera con otro. Cada una tenía su propio lugar, su propia línea de cosas. Jesús amaba a Marta y a su hermana; pero si Marta se queja de su hermana, debe aprender que hay algo más en qué pensar que en preparar la cena. Si Marta hubiera seguido tranquilamente con su trabajo, teniendo a Cristo por objeto en todo lo que hacía, no habría recibido un desaire; pero evidentemente tenía un espíritu equivocado. No estaba en comunión con la mente de Cristo; si lo hubiera estado, nunca habría podido decir a su Señor palabras como: «¿No te importa?» Ciertamente él se preocupa por nosotros, y se interesa por todas nuestras obras y caminos. El más pequeño servicio que le hagamos es precioso para su amoroso corazón, y nunca será olvidado.
Pero no debemos interferir en el servicio de otro, ni entrometernos en modo alguno en su dominio. Nuestro bendito Señor no lo permitirá. Cualquier cosa que nos dé para hacer, que sea hecha simplemente para él. Este es el gran punto. No hay la menor necesidad de empujarse unos a otros. Hay amplio espacio para todos, y la esfera más elevada está abierta a todos. Todos podemos disfrutar de una comunión íntima; todos podemos adorar; todos podemos servir; todos podemos ser aceptables. Pero en el momento en que nos ponemos a hacer comparaciones envidiosas, estamos claramente fuera de la corriente de la mente del Maestro. Marta, sin duda, pensaba que su hermana era bastante deficiente en la acción. Se equivocaba. La mejor preparación para la acción es sentarse a los pies del Maestro para escuchar su Palabra. Si Marta hubiera comprendido esto, no se habría quejado de su hermana; pero, en la medida en que ella misma planteó la cuestión, y dio ocasión a cualquier comparación, tuvo que aprender que un oído atento, y un corazón adorador, son con mucho más preciosos que unas manos ocupadas. Pero si el corazón es recto, entonces el oído, las manos, los pies, sí, todo será recto. «Dame, hijo mío, tu corazón» (Prov. 23:26).
No queremos decir que el corazón de Marta no fuera recto en lo esencial. Ni mucho menos. Estamos seguros de que lo era. Pero había un elemento que necesitaba corrección, como lo hay en todos nosotros. Estaba un poco ocupada con su servicio. «Señor ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile, pues, que me ayude». Todo esto estaba mal. Debería haber sabido que el servicio no se limitaba a cocinar, que había algo más elevado que la carne y la bebida. Se podría conseguir que 10.000 prepararan una cena, en comparación de alguien que rompería un vaso de alabastro. No es que nuestro Señor menospreciara la cena; pero ¿qué habría sido para él esa cena sin el ungüento, las lágrimas, los cabellos? ¿Qué es cualquier acto de servicio sin la profunda y verdadera devoción del corazón? Nada. Pero, por otro lado, donde el corazón está realmente comprometido con Cristo, el acto más pequeño es precioso para él. “Si primero hay una mente dispuesta, se acepta según lo que el hombre tiene”.
Aquí está la raíz de todo el asunto. Es fácil ir de un lado a otro en un supuesto servicio, correr de casa en casa, y de lugar en lugar, visitando y hablando, y después de todo puede no haber ni una sola chispa de afecto genuino por Cristo, sino la mera actividad sin valor de una mente ocupada en sí misma, una voluntad inquebrantable, las obras de un corazón que nunca ha conocido el poder constrictivo del amor de Cristo. El gran punto es encontrar nuestro lugar a los pies de nuestro bondadoso Señor, en adoración y culto, y entonces estaremos listos para cualquier esfera de acción que él considere oportuno abrir para nosotros. Si hacemos del servicio nuestro objeto, nuestro servicio se convertirá en una trampa y un obstáculo. Si Cristo es nuestro objeto, estaremos seguros de hacer lo correcto, sin pensar en nosotros mismos o en nuestro trabajo.
Así fue con María. Estaba ocupada con su Señor, y no consigo misma o con su frasco de alabastro. No quiso interferir con nadie más. No se quejaba de Lázaro en la mesa, ni de Marta con sus preocupaciones domésticas. Estaba absorta en Cristo y en su posición en aquel momento. Los verdaderos instintos del amor la llevaron a ver lo que era apropiado para la ocasión, y agradecida a Su corazón, y ella hizo eso –lo hizo con todo su corazón.
Sí, y su Señor apreció su acto. Y no solo eso, sino que cuando Marta se quejó de ella, muy pronto le enseñó su error; y cuando Judas, con mal disimulada codicia, habló de su acto como de un desperdicio, también él tuvo su respuesta. Hombre sin corazón, escondiendo su codicia bajo el manto del cuidado de los pobres. Nadie puede tener un verdadero corazón para los pobres que no ame a Cristo. Judas –maestro, apóstol y todo lo que era– amaba el dinero: ¡Ay! No era un amor fuera de lo común. No tenía corazón para Cristo, aunque pudo haber predicado y echado fuera demonios en su bendito nombre. Podía hablar de vender el ungüento por 300 denarios y dárselo a los pobres; pero ¡oh!, el Espíritu Santo, que todo lo mide por el único criterio de la gloria de Cristo, nos hace ver las raíces de las cosas, y es Él quien dice toda la verdad en cuanto a Judas. «Esto lo dijo, no porque le importaran los pobres, sino porque era ladrón, y teniendo la bolsa, se llevaba lo que se echaba en ella» (v. 6).
¡Qué horror! Estar exteriormente tan cerca del Señor, profesar su nombre, ser apóstol, hablar de dar a los pobres, y al mismo tiempo ser ladrón y traidor del Hijo de Dios.
Queridos lectores cristianos, reflexionemos sobre estas cosas. Procuremos vivir muy cerca de Cristo, no en la mera profesión, sino en la realidad. Que encontremos siempre nuestro lugar en el refugio moral de Su santa presencia, para encontrar allí nuestro deleite en él, y así ser aptos para servirle y dar testimonio de su nombre.