La tarea encomendada a los ancianos de Éfeso por el apóstol Pablo
Hechos 20:17-38
Autor: Tema:
Aunque el Señor haya hecho grandes cosas y con poder por medio de su siervo Pablo después de su discurso a los ancianos de Éfeso (la palabra traducida como «supervisores» en el v. 28 es en realidad «obispos», lo que demuestra de manera irrefutable que, en la Iglesia apostólica, «ancianos» y «obispos» eran solo designaciones diferentes para referirse a la misma función), no es menos cierto que este acontecimiento marcó el final de su actividad como hombre libre. Inmediatamente después, animado por su profundo afecto por sus “hermanos según la carne”, se dirigió a Jerusalén.
Allí fue hecho prisionero mientras trataba de apaciguar los prejuicios de los creyentes judíos, conformándose a las costumbres legales judías. Era sorprendente que el apóstol, que había enfrentado y resistido con tanta valentía y fidelidad a Pedro en Antioquía, «para que la verdad del Evangelio permanezca» entre los creyentes de Galacia (2:5), cayera él mismo en un error similar en Jerusalén. El Señor no podía, de acuerdo con la verdad confiada a Pablo, permitir que esta falta de gracia alcanzara su objetivo. Por lo tanto, permitió que su siervo fuera arrestado y, finalmente, llevado prisionero a Roma, al tiempo que utilizaba con misericordia la falta de su siervo para cumplir sus propios designios. Se sirvió del apóstol cautivo para escribir la más preciosa (si es que se pueden hacer distinciones entre escritos igualmente inspirados) de todas sus Epístolas.
El hecho que acabamos de mencionar confiere una gran importancia a esta última Epístola del apóstol, una importancia que, en lugar de disminuir a medida que la Iglesia avanza por el camino que le ha sido trazado, aumenta a medida que se acerca el fin de manera tan evidente. En nuestro último artículo vimos cómo su trabajo había sido bendecido en Éfeso y cómo Satanás había utilizado todos sus esfuerzos y artimañas para impedirle servir. Sin embargo, fue fortalecido para cumplir su misión, a pesar de toda la oposición, y luego, después de abrazar afectuosamente a los discípulos, partió hacia Macedonia. Con la energía espiritual que caracterizaba a este siervo dedicado, recorrió «aquellas regiones», «llegó a Grecia», regresó por Macedonia, visitó su amada ciudad de Filipos y se dirigió a Troas, donde, el primer día de la semana, mientras los discípulos estaban «reunidos para partir el pan, Pablo, que debía marcharse al día siguiente, les predicaba; y alargó su discurso hasta la medianoche» (v. 7). El poder del Espíritu se manifestó también a través de él con la curación de Eutico, así como en la intensa actividad de los días siguientes (vean v. 13-15) antes de llegar a Mileto. Desde allí «mandó llamar a los ancianos de la iglesia en Éfeso» para darles consejos e instrucciones divinas para los días malos que se avecinaban.
En primer lugar, el apóstol fue guiado por el Espíritu a hacer un balance de su propio ministerio en Éfeso. «Bien sabéis cómo me he comportado con vosotros todo el tiempo, desde el primer día que puse los pies en Asia». La obra de cada siervo está bajo la mirada de Dios y, en cierta medida, bajo la mirada de aquellos entre quienes obra; y dichoso es aquel que, como en este caso, puede recordar a los santos, con toda buena conciencia, la naturaleza de su ministerio. Los versículos siguientes (19-21) nos muestran lo que lo caracterizó: «Con toda humildad, lágrimas y pruebas que me sobrevinieron por las intrigas de los judíos»; el hecho de no ocultar nada «cuanto os fuera provechoso»; un servicio incesante, tanto en público como en privado; y el testimonio dado a judíos y griegos del «arrepentimiento para con Dios y la fe en nuestro Señor Jesús». ¡Qué balance! Y tengamos bien presente que comienza por su estado de ánimo: servir al Señor con toda humildad de espíritu. Era así un verdadero discípulo de su divino Maestro, que era manso y humilde de corazón, y al llamar nuestra atención sobre este punto, el Espíritu de Dios quiere enseñarnos que sin esta humildad de espíritu no se puede prestar un verdadero servicio al Señor.
A continuación, les comunica su intención de ir a Jerusalén, diciendo que se sentía «atado en su espíritu» –su propio espíritu, no el Espíritu Santo– a emprender ese viaje. Una sombra de aprensión parecía cernirse sobre su alma mientras indicaba esto, pues añadió: «Sin saber las cosas que me han de suceder allí; salvo que el Espíritu Santo testifica en cada ciudad, diciéndome que cadenas y aflicciones me esperan». ¡Valiente siervo! Guiado tal vez en este caso por sus sentimientos más que por el Espíritu de Dios, está dispuesto a todo y a atreverse a todo, incluso a ser hecho conforme a la muerte de Cristo, con tal de que pueda terminar su carrera con gozo y cumplir su ministerio; y su deseo fue concedido (vean 2 Tim. 4:6-8). Al mismo tiempo, después de decirles que no lo volverían a ver, les tomó por testigos de que él estaba limpio de la sangre de todos, porque no había rehuido anunciarles todo el consejo de Dios. Como supervisor y siervo, había sido fiel a Dios y a sus almas.
Guiado por el Espíritu de Dios para darles su propio ejemplo como modelo a imitar, les dirige una exhortación basada en ese ejemplo; y que todos los que ocupan una posición de responsabilidad entre los santos de Dios mediten bien y en oración las palabras de esa exhortación. «Cuidad» –¿de ser diligentes en vuestro trabajo? No, sino «por vosotros mismos». Como escribió más tarde a Timoteo, se trata ante todo de “cuidar de sí mismo”. Esa es la responsabilidad primordial, y la negligencia en este sentido ha hecho impotentes a tantos siervos y ha causado tantos naufragios (1 Tim. 1:19). Después de cuidar de sí mismos, debían cuidar de todo el rebaño en medio del cual el Espíritu Santo, y no el hombre, los había establecido como supervisores (obispos), para apacentar la Asamblea de Dios, que le era tan querida que la había adquirido con la sangre de su propio Hijo. (No es necesario discutir aquí esta traducción; basta con decir que es la más conforme a la enseñanza de las Escrituras y que el idioma original lo permite). El apóstol proporcionó así a estos ancianos los motivos más poderosos para ser diligentes y fieles en su servicio, motivos que se derivaban del origen de su función, del hecho de que la Iglesia pertenecía a Dios y que él la había adquirido con la preciosa sangre de su amado Hijo. De este modo, les ayudaba a comprender que la importancia de su responsabilidad era proporcional a su privilegio inefable.
Este solemne mandato fue dado claramente con la siguiente advertencia: «Yo sé que después de mi partida entrarán entre vosotros lobos voraces, que no perdonarán el rebaño. Y de entre vosotros mismos se levantarán hombres hablando cosas perversas, con el fin de arrastrar a los discípulos tras de sí» (v. 29-30). Se señalaban así 2 peligros, uno externo y otro interno. Los lobos que vendrían de fuera tratarían de acosar y dispersar a las ovejas (vean Juan 10:12); y los maestros, desde dentro, apartándose de la verdad y enseñando el error, formarían “escuelas de pensamientos”, sectas y partidos, y dividirían así al rebaño. ¡Triste perspectiva! Pero ¡ay!, cuánto se ha cumplido esto, pues el estado actual de la Iglesia profesa corresponde enteramente a esta descripción. ¿Qué debían hacer, pues, aquellos ancianos en previsión de los días malos? Debían imitar el ejemplo de Pablo y, al igual que él durante 3 años «no cesó de amonestar con lágrimas día y noche a cada uno», debían esforzarse con diligencia por seguir sus pasos. Tal ministerio podría no ser aceptado, porque la Iglesia de Dios, como Israel en otro tiempo, prefiere a los que profetizan «cosas agradables» (vean Ez. 33:31), pero el camino del verdadero siervo debe estar guiado únicamente por la fidelidad a su Señor, cuya aprobación debe bastarle para animarse.
¿Dónde podían encontrar estos ancianos su recurso en un día tan malo? A punto de ser privados para siempre de la presencia y los consejos del apóstol, y anticipando tantas dificultades, ¿dónde podían obtener el apoyo y la sabiduría que necesitaban? El apóstol, divinamente inspirado, respondió plenamente a sus futuras perplejidades con estas palabras: «Ahora os encomiendo a Dios y a la Palabra de su gracia». De la misma manera, Moisés, en vísperas de su partida, entregó a los levitas el libro de la Ley, que serviría de testimonio contra ellos cuando, después de su muerte, se corrompieran y se desviaran del camino que él les había prescrito (Deut. 31). De la misma manera, Pedro se esforzó por asegurar que los santos, después de su muerte, guardaran siempre «estas cosas» (que él había consignado por escrito) en la memoria (2 Pe. 1:12-14). Por lo tanto, queda claramente establecido, por boca de estos numerosos testigos, como un principio fundamental, que Dios mismo y la Palabra de su gracia son todo lo que la Iglesia necesita en los días más oscuros de su historia. Dios mismo (y no un sucesor de los apóstoles) es capaz de sostenerlos en todo momento, socorrerlos en todas sus contiendas y liberarlos de todas sus angustias; y la Palabra de su gracia, que tiene poder para edificarlos y darles «herencia entre todos los santificados», contiene toda la sabiduría necesaria para guiarlos en su camino y según su voluntad.
Una vez más, el apóstol recuerda a los ancianos su propio ejemplo. Tenían ante sus ojos el modelo que debían imitar. Ninguna codicia había encontrado lugar en su corazón; pero, como ellos sabían, había trabajado con sus propias manos para proveer para sí mismo y para sus compañeros. Había actuado así para que ellos aprendieran el bendito privilegio de trabajar de la misma manera para sostener a los débiles, recordando las palabras del Señor Jesús, que había dicho: «Más dichoso es dar que recibir». ¡Qué recordatorio tan conmovedor! Enseña tan claramente que, sin el poder de la gracia, no podemos ser verdaderamente siervos de Aquel que no «vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Marcos 10:45). ¡Qué palabras de despedida! «Habiendo dicho esto, se puso de rodillas y oró con todos ellos». El efecto fue tal que: «Todos lloraron; y echándose sobre el cuello de Pablo, lo besaban afectuosamente», con un afecto desbordante, «doloridos sobre todo porque había dicho que no verían más su rostro». Con tales santas emociones en el corazón, acompañaron al apóstol hasta el barco, donde se separaron definitivamente. Pero en la medida en que Dios ha hecho constar en su Palabra el discurso que ellos recibieron, podemos estar seguros de que también quedó grabado en sus corazones; y tal vez podamos concluir, por el estado de la asamblea de Éfeso tal y como se desprende de la Epístola de Pablo, que moldeó su vida y condujo su conducta en la supervisión del rebaño y en el cuidado de la Iglesia de Dios, de la que el Espíritu Santo los había establecido guardianes.