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Saulo de Tarso
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Al contemplar el carácter de este notable hombre, podemos considerar preciosos principios de la verdad evangélica. Él está particularmente bien situado para mostrar, en primer lugar, lo que la gracia de Dios puede hacer y, en segundo lugar, lo que los mayores esfuerzos legales no pueden hacer. Si alguna vez hubo un hombre en esta tierra cuya historia ilustra la verdad de que “la salvación es por gracia sin las obras de la ley”, Saulo de Tarso fue ese hombre. De hecho, es como si Dios quisiera especialmente mostrar en este hombre un ejemplo vivo, en primer lugar, de cuán profundamente su gracia puede salvar a un pecador y, en segundo lugar, a qué altura puede ser llevado un legalista para recibir a Cristo. Era a la vez el peor y el mejor de los hombres –el principal de los pecadores y el principal de los legalistas. Descendió al punto más bajo de la maldad humana y subió a la cima más alta de la rectitud humana. Odiaba y perseguía a Cristo en sus santos, era el pecador de los pecadores y el fariseo de los fariseos por su conducta moral y su orgullo.
1 - Considerémosle, pues, ante todo como el primero de los pecadores
«Fiel es esta palabra y digna de toda aceptación: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (1 Tim. 1:15). Fíjense en lo que el Espíritu de Dios dice de Saulo de Tarso: que era el primero de los pecadores. Esto no es una expresión de la humildad de Pablo, aunque indudablemente era humilde en cierto sentido como podía serlo un hombre. No nos preocupemos por los sentimientos personales del escritor inspirado, sino solo por las declaraciones del Espíritu Santo que inspiró a ese escritor. Es bueno darse cuenta de esto.
Muchos comentan los sentimientos de los diversos escritores inspirados de una manera que debilita el sentido de esa preciosa verdad, a saber, la inspiración primordial de las Sagradas Escrituras. Puede que no lo deseen, pero en una época como la nuestra, en la que la razón y la especulación humana prevalecen tanto, no se puede ser demasiado cuidadoso con cualquier cosa que pueda, aunque sea en apariencia, socavar la integridad de la Palabra de Dios. Queremos que nuestros lectores atesoren las Escrituras en sus corazones, no como expresión de sentimientos humanos, por piadosos y loables que sean, sino como depositarios de los pensamientos de Dios. «Porque jamás [la] profecía fue traída por voluntad del hombre, sino que hombres de Dios hablaron guiados por el Espíritu Santo» (2 Pe. 1:21).
Por eso, al leer 1 Timoteo 1:15, no debemos pensar en los sentimientos del hombre, sino en el testimonio de Dios, que declara que Pablo fue «de los pecadores… el primero». Este título no se da a nadie más. Sin duda, todo corazón agobiado por su propio pecado se sentirá como el más culpable de los pecadores; pero es un aspecto diferente. El Espíritu Santo ha dicho esto de Pablo; y el hecho de que nos lo haya dicho de la pluma de Pablo mismo no interfiere en lo más mínimo ni debilita la verdad y el valor de esa declaración. Pablo fue el más grande de los pecadores. Por muy malvado que fuera un individuo, Pablo podía decir: Yo soy… «el primero». No importa lo lejos de Dios que uno pueda sentirse –no importa lo profundo que uno pueda hundirse en el abismo de la ruina– una voz se eleva al oído de uno desde un punto aún más profundo: Yo soy «el primero» de los pecadores.
Pero notemos el propósito de todas estas afirmaciones sobre el primero de los pecadores. «Pero por esto me fue otorgada misericordia, para que, en mí, el primero, Jesucristo mostrara toda su paciencia, como modelo de los que van a creer en él para vida eterna». El primero de los pecadores está ahora cerca de Jesús. ¿Cómo llegó allí? Sencillamente por la sangre de Jesús; nos queda como “ejemplo” de la grandeza de la salvación en Cristo. Todos pueden mirarlo y ver cómo pueden ser salvos, porque todos los que siguen deben ser salvados de la misma manera que el «primero» que fue salvo. La gracia que alcanzó al primero puede alcanzar a todos los demás. La sangre que purificó al primero puede purificar a todos los hombres. El título por el que el primero entró en el cielo es el título de todos. He aquí en Pablo un “ejemplo de la paciencia de Cristo”. No hay un solo pecador que esté fuera del alcance del amor de Dios, de la sangre de Cristo o del testimonio del Espíritu Santo.
2 - Pasaremos ahora al otro aspecto del carácter de Saulo y lo consideraremos como el primero de los legalistas
«Aunque yo bien pueda confiarme en [la] carne. Si algún otro piensa [poder] confiase en la carne, yo más» (Fil. 3:4). Este es un punto muy importante. Saulo de Tarso estaba, por así decirlo, en un grado extremo de la justicia legal. Puede decirse que alcanzó la cima de la escalera de la religión humana. Nadie puede superarlo. Sus logros religiosos fueron del más alto nivel (vean Gál. 1:14). «Si algún otro piensa [poder] confiase en la carne, yo más». ¿Un hombre se puede confiar en su templanza? Pablo podría decir: «Yo más». ¿Puede alguien confiar alguien en su moralidad? Pablo podría decir: «Yo más». ¿Puede alguien confiar en las ordenanzas, los sacramentos, los servicios religiosos u observancias devotas? Pablo podría decir: «Yo más».
Todo esto confiere a la historia de Saulo de Tarso un interés particular. Se encontraba tanto en el fondo del abismo de la ruina del pecado como en la cumbre de la autosatisfacción. Tan grande como pudiera ser un pecador, Pablo era aún más grande. Reunía en sí mismo lo mejor y lo peor de los hombres. En él, vemos tanto el poder de la sangre de Cristo como la nada de justicia propia que pueda revestir un legalista. Mirándolo a él, ningún pecador debería desesperar; mirándolo a él, ningún legalista puede jactarse. Si el primero de los pecadores está en el cielo, yo también puedo ir allí. Si el mayor religioso y legalista que jamás haya existido tuvo que descender de la cima de la autosatisfacción, de nada me sirve a mí subir hasta allí.
La culpabilidad de Saulo de Tarso fue enteramente cubierta por la sangre de Cristo; su orgullo religioso y su jactancia fueron barridos por la vista de Jesús, y Saulo encontró su lugar a los pies traspasados de Jesús de Nazaret. Su culpa no era un obstáculo, y su justicia no servía de nada. La primera fue lavada por la sangre, y la segunda fue convertida en estiércol y escoria por la gloria moral de Cristo. No importaba si era «yo el primero» o «yo más». La cruz era el único remedio.
«Pero lejos esté de mí gloriarme [yo, dice, el primero de los pecadores y el mayor de los legalistas], sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo» (Gál. 6:14). Pablo ya no confiaba en su propia justicia. Se le había permitido ganar la victoria del legalismo sobre aquellos “de su propia edad en su propia nación”, solo para tirarla por la borda como una cosa marchita y sin valor al pie de la cruz. Se le permitió superar a todos en su terrible carrera de persecución, solo para ilustrar el poder del amor de Dios y la eficacia de la sangre de Cristo. Saulo no estaba más cerca de Cristo como el primero de los legalistas o el primero de los pecadores. No tenía más mérito para justificarse en sus esfuerzos más nobles en la escuela del legalismo que en sus actos más violentos de oposición al nombre de Cristo. Fue salvado por la gracia, salvado por la sangre, salvado por la fe. No hay otro camino para el pecador o el legalista.
Hay otro punto en la historia de Pablo al que debemos mirar brevemente, para mostrar los resultados prácticos de la gracia de Cristo donde esa gracia es conocida.
3 - Esta parte nos lo presentará como el más diligente de los apóstoles
Si Pablo aprendió a dejar de trabajar para su propia justicia, también aprendió a empezar a trabajar para Cristo. Cuando vemos a este hombre quebrantado en el camino a Damasco, en lo peor y en lo mejor, cuando oímos sus patéticos gritos de: «¿Qué debo hacer, Señor?» (Hec. 22:10). –Cuando vemos a este hombre que había dejado Jerusalén en la furia de un zelote perseguidor, extendiendo ahora su mano como un ciego indefenso para ser conducido como un niño pequeño a Damasco, nos vemos llevados a comprender el origen de su futura carrera.
Observen el progreso de este hombre extraordinario, vean su inmenso trabajo en la viña de Cristo; vean sus lágrimas, sus trabajos, sus viajes, sus peligros, sus luchas; véanle llevar sus gavillas de oro al cielo y ponerlas a los pies del Maestro; véanle soportar los sufrimientos del Evangelio y finalmente morir en mártir. Vemos entonces que el Evangelio de la gracia gratuita de Dios –el Evangelio de la salvación gratuita en Cristo– no suprime las buenas obras. Este precioso Evangelio es el único fundamento verdadero sobre el que se puede construir el edificio de las buenas obras.
La moralidad, sin Cristo, es moralidad sin vida. La bondad, sin Cristo, es bondad sin valor. Las ordenanzas, sin Cristo, carecen de poder y de valor. La ortodoxia, sin Cristo, no tiene corazón ni fruto. Debemos poner fin al yo, ya sea pecaminoso o religioso, y encontrar en Cristo la satisfacción de nuestros corazones, ahora y para siempre.
Así fue para Saulo de Tarso. Se deshizo de sí mismo y lo encontró todo en Cristo; y así, al leer la magnífica página de su historia, oímos, desde las profundidades de la ruina, las palabras: Yo soy «el primero»; desde el punto más alto del sistema legal, las palabras: «Yo más»; y finalmente, en medio de los campos de trabajo del apóstol, las palabras: «He trabajado mucho más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo» (1 Cor. 15:10).