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Inédito Nuevo

Las tres Marías


person Autor: Edward DENNETT 41

flag Temas: María, la madre de nuestro Señor María de Betania María Magdalena


1 - Prefacio

El título «Las tres Marías» no significa que no haya otras Marías en el Nuevo Testamento, sino simplemente que las 3 elegidas aquí –María la madre de nuestro Señor, María de Betania y María de Magdala– ocupan un lugar privilegiado. De hecho, es probablemente obvio para cualquier lector de las Escrituras que estas 3 Marías fueron claramente elegidas por Dios para estar asociadas a su amado Hijo durante su estancia en la tierra, con el fin de ser para nosotros modelos de gracia, devoción y amor, de comunión y de fidelidad en el servicio. Es la oración del escritor de estas líneas que otros puedan compartir con él los beneficios y bendiciones que él mismo ha obtenido al meditar en estos santos y benditos ejemplos, para que el Señor mismo pueda ser glorificado más abundantemente.

2 - María, la madre de nuestro Señor

2.1 - Un lugar preeminente, pero el Señor está por encima de ella

Si no fuera porque «toda la Escritura está inspirada por Dios, y útil para enseñar» (2 Tim. 3:16), casi se tendría miedo de abordar el tema de esta mujer tan honrada y bendita entre las mujeres. Tal vez hubiera otra razón que haya disuadido a muchos creyentes de examinar sus privilegios y su persona: el pecado de idolatría al que están sometidos tantos millones de cristianos profesos. El antídoto contra esta tendencia –tan triste para el Espíritu de Dios y tan deshonrosa para el Señor mismo– se encuentra en el estudio de los pasajes relativos a este vaso escogido que nos han sido conservados en los Evangelios. Esta es la tarea que hemos emprendido, con la esperanza de comprender mejor, iluminados por el Espíritu Santo, la maravillosa gracia de Dios que distinguió a esta pobre mujer con este honor inaudito, así como los frutos de esta gracia manifestados en su confianza sencilla e inquebrantable en el Señor, y en su vida humilde y devota.

Obsérvese que solo los Evangelios de Lucas y Juan recogen las palabras y los hechos de María. Mateo la menciona con gran detalle en relación con el nacimiento del Señor Jesús en este mundo, pero nada más. De hecho, en este Evangelio, es José quien ocupa un lugar de honor, ya que es a través de él, genealógicamente, que Jesús es declarado hijo de David (Mat. 1:16-20). El hecho es, sin embargo, que fue María quien había sido elegida y preparada por Dios para el inefable privilegio de convertirse en el vaso a través del cual Jesús iba a ser introducido en medio de Israel, como Aquel que salvaría a su pueblo de sus pecados; pues como dice el Evangelista: «Todo esto sucedió para que se cumpliera lo dicho por el Señor por medio del profeta, que dijo: Mira, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y será llamado Emanuel, que traducido significa Dios con nosotros» (Mat. 1:22-23). Una vez cumplida esta profecía y nacido el niño, su gloria radiante solo podía arrojar a María a las sombras. Por eso, en el capítulo siguiente, se dice 5 veces: «El niño y su madre» (v. 11, 13-14, 19-21), y no “la madre y su niño”. ¿Cómo podría haber sido de otro modo con un recién nacido que era nada menos que el Emanuel, Dios con su pueblo? Una adecuada apreciación de este hecho habría extinguido para siempre el deseo de exaltar a María por encima de su Hijo, como enseñó el propio Señor, de otra manera, cuando un oyente lleno de admiración exclamó: «¡Bienaventurado el vientre que te trajo, y los pechos que mamaste!» (Lucas 11:27), y Él respondió: «… Antes, bienaventurados los que oyen la Palabra de Dios y se guían por ella» (v. 28). No fue la mujer, por muy favorecida que fuera, sino su Simiente la que había de quebrar la cabeza de la serpiente, Aquél en quien había de revelarse y cumplirse todo el consejo de Dios. Por tanto, es él, el Hijo amado de Dios, y no María, quien debe llenar de alabanza y adoración el corazón de los hijos de Dios.

2.2 - La misión de Gabriel hacia María – Lucas 1:26-38

En el Evangelio según Lucas, es María quien ocupa el primer lugar en el relato de la natividad. No hay ninguna referencia a los ejercicios de José. Solo dice que María era «una virgen comprometida con un varón llamado José, de la casa de David; y el nombre de la virgen era María» (Lucas 1:27). Fue a ella, a su casa en Nazaret [1], a quien el ángel Gabriel fue enviado por Dios. Entrando donde ella estaba –como se desprende de las palabras «el ángel fue enviado… a María»– María recibió este saludo: «¡Salve muy favorecida! El Señor está contigo» (1:28). Gabriel, que estaba delante de Dios (1:19), estaba en el secreto divino acerca de esta virgen elegida; y como es evidente por el carácter de este saludo, apreciaba el inmenso favor, así como la exaltación entre todas las mujeres con que Dios la había colmado en su gracia. Sus palabras, de hecho, solo expresan su propio deleite en la comunión con los pensamientos de Dios.

[1] Mateo no dice que José y María vivieran en Nazaret antes del nacimiento de Jesús. El objetivo de este Evangelio es mostrar el cumplimiento de la profecía en el nacimiento del Rey de los judíos en Belén, y solo después se nos dice que José, a su regreso de Egipto, «llegó y habitó en una ciudad llamada Nazaret» (2:23), etc. Los 2 relatos son complementarios, cada uno nos informa de lo que era necesario en relación con su punto de vista particular.

Cuando María vio al ángel, que sin duda apareció en forma humana (véase Lucas 24:4), «se turbó mucho con estas frases, y se preguntaba qué significaba este saludo» (1:29). En otras palabras, razonaba en su interior sobre el alcance y el significado de las palabras de Gabriel. Esto es fácil de entender si recordamos el carácter de su persona y su posición. Era una mujer piadosa, temerosa de Dios y, a pesar de su genealogía, parece que era de origen humilde. Su vida espiritual se caracterizaba claramente por la nobleza, la humildad y la fe. Tenía, pues, sobradas razones para turbarse por lo que había oído, y para razonar, no según los pensamientos naturales de la duda, sino con perplejidad sobre el sentido de las palabras del ángel. Comprendiendo divinamente los sentimientos de María, Gabriel comenzó por calmar su espíritu y luego, para prepararla a la maravillosa comunicación que se le había pedido que le hiciera, le aseguró que había encontrado el favor de Dios [2]. Decimos “prepararla” para recibir su mensaje, porque hasta que el alma no ha encontrado la paz y la libertad, no puede recibir un mensaje divino (véase Dan. 9:19).

[2] En relación con los versículos 28 y 30, alguien señaló que las expresiones «muy favorecida» y «has hallado gracia ante Dios» no son en absoluto sinónimas. Ella personalmente había «hallado gracia», por lo que no tenía nada que temer. Pero Dios, en su soberanía, le había prodigado esta gracia, este inmenso favor, de ser la madre del Señor. En esto, ella era objeto del favor soberano de Dios. –Podríamos añadir que la expresión «hallar gracia ante Dios» se refiere al estado espiritual de María, mientras que estar «muy favorecida» se refiere más bien al hecho de que Dios la había elegido para ser la que daría a luz a Jesús. Pero estas 2 cosas están, por supuesto, relacionadas.

¡Y qué mensaje el que Gabriel tenía por misión de revelar! «Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de su padre David; y reinará sobre la casa de Jacob eternamente; y su reino no tendrá fin» (Lucas 1:31-33).

No pretendemos detenernos en el misterio inefable de la encarnación de nuestro adorable Señor y Salvador, ni en los títulos de gloria que aquí se le atribuyen, pues es la persona de María el objeto de nuestra meditación. Notemos solamente que la gloria de Su persona está ciertamente contenida en el nombre de Jesús, que significa en realidad «Jehová Salvador», y que todos los títulos mencionados aquí están relacionados con la tierra, y con su exaltación en la tierra, como «Hijo del Altísimo» e «Hijo de David», que iba a ejercer la soberanía sobre la casa de Jacob para siempre. Es como heredero de los derechos reales de David, pero a la vez como Señor de David e Hijo de David, como se le presenta aquí. No olvide el lector que todas estas promesas no se han cumplido todavía, pero que se cumplirán infaliblemente por el poder de Dios según sus eternos designios. Los reyes y gobernantes de este mundo pueden levantarse y aliarse contra el Señor y su Ungido, pero a pesar de la furia de las naciones y sus gobernantes, Dios en su eterno consejo ha puesto a su Rey en su santo Monte Sion, y reinará «hasta que ponga a todos los enemigos debajo de sus pies» (Hec. 4:26; Sal. 2:2, 6; 1 Cor. 15:25).

Cuando Dios prometió un hijo a Abraham, Sara se rio para sus adentros, pues dudaba, desconociendo la omnipotencia de Aquel que le hizo la promesa. A Zacarías también le costó creer cuando Gabriel le dijo que su mujer Elisabet le daría un hijo. En cuanto a María, le dijo al ángel: «¿Cómo será esto?» (Lucas 1:34). Aunque el objeto de esta promesa era contrario al orden de la naturaleza, no fue, como en casos anteriores, la desconfianza lo que inspiró su pregunta. La prueba es que le fue permitido a Gabriel responder a esta pregunta perfectamente y sin reservas. Esta respuesta revelaba 2 cosas: por una parte, la concepción milagrosa de Nuestro Señor, y por otra, el hecho de que el Niño que iba a nacer sería llamado Hijo de Dios, el Hijo de Dios nacido en este mundo según el Salmo 2 [3]. Para fortalecer su fe, que le venía de lo alto y que ya existía, Gabriel recibió la misión de informarle de la gracia que Dios concedía también a su prima Elisabet, –«para Dios ninguna cosa nada será imposible» (1:37), le dijo, expresando así el fundamento inmutable de toda fe. Dios no sería Dios si fuera de otro modo. Por eso el mismo Señor dijo: «Todo es posible al que cree» (Marcos 9:23). María acababa de aprender esta lección en el fondo de su alma, como lo prueba su respuesta: «He aquí la esclava del Señor; que se cumpla en mí conforme a tu palabra» (Lucas 1:38).

[3] Es importante hacer la distinción entre este título y el de Hijo eterno, del que habla especialmente Juan en su Evangelio.

María no solo acababa de aprender que nada era ni sería imposible para Dios, sino que, dispuesta por la gracia de Dios, se ofrecía, ciertamente por la sola fuerza del Espíritu Santo, al cumplimiento de su bendita voluntad, y esto sin reserva alguna. En toda la Escritura no hay ejemplo de fe más admirable ni de sumisión más perfecta. Ella no podía cegarse ante las posibles consecuencias que le seguirían en este mundo, y de hecho aprendemos en Mateo que incluso despertó las sospechas de José, y fue un tema de ejercicio para él. Pero la fe nunca razona y nunca se turba; simplemente confía en Dios, con la seguridad de que, si él nos llama a tal o cual servicio o a caminar por tal o cual sendero, él nos guiará y nos sostendrá cualquiera que sea la prueba o la persecución que nos sobrevenga. La paz de un alma que confía en la voluntad de Dios es indescriptible. El favor que se le concedió fue infinito, como lo fue la gracia que le permitió aceptarlo con toda humildad y tranquilidad. También por esto, además de por haber sido el vaso elegido por Dios para el nacimiento de Jesús, todas las generaciones la llamarán bienaventurada (Lucas 1:45-48).

2.3 - La visita de María a Elisabet – Lucas 1:39-45

Siempre que la gracia actúa en las almas, estas se unen por los lazos del amor divino. Este fue el caso de María e Elisabet. Gabriel había revelado a María que Dios también había visitado a su prima Elisabet y, consciente de lo que estaba a punto de sucederle (comprendiera o no el significado de la comunicación que había recibido), sintió que tenía una amiga a la que podía abrir su corazón. Así pues, «levantándose María en esos días, fue con premura a una ciudad de Judá en una región montañosa; y entró en casa de Zacarías y saludó a Elisabet» (Lucas 1:39-40).

Con el corazón henchido por lo que se le había anunciado –que era también prueba de la fidelidad de Dios a su palabra y de su amor inagotable por su pueblo–, no tuvo más remedio que ir «con premura». ¡Qué pensamientos deben haber llenado su corazón de adoración mientras se apresuraba a cumplir su misión! Como toda santa mujer de Judá, conocía bien las Escrituras que anunciaban la venida del Rey y la gloria de su reino, por ejemplo: «¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salvación!, del que dice a Sion: ¡Tu Dios reina! ¡Voz de tus atalayas! Alzarán la voz, juntamente darán voces de júbilo; porque ojo a ojo verán que Jehová vuelve a traer a Sion. Cantad alabanzas, alegraos juntamente, soledades de Jerusalén; porque Jehová ha consolado a su pueblo, a Jerusalén ha redimido» (Is. 52:7-9); o también: «Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti…» (Zac. 9:9). Las mismas palabras del ángel no podían dejar de recordarle estas gloriosas profecías y hacer que su corazón rebosara de alabanza, porque ella, humilde virgen, participaba en su cumplimiento.

Que su visita a Elisabet procedía de Dios se ve en el saludo que le dirigió, un saludo que, además, debió de confirmar su fe de un modo extraordinario. En cuanto Elisabet oyó el saludo de su pariente, se acordó de su propia condición y, al mismo tiempo, llena del Espíritu Santo, se sintió inspirada por él para proclamar la bendición de aquella a quien el Señor, en su gracia, tanto había honrado por encima de todas las demás: «Exclamó a gran voz: ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿A qué se debe que venga a verme la madre de mi Señor? Porque en cuanto llegó a mis oídos la voz de tu saludo, la criatura dio saltos de alegría en mi vientre. ¡Dichosa la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas por parte del Señor!» (Lucas 1:41-45).

Antes de considerar la respuesta de María a Elisabet, conviene hacer algunas reflexiones sobre estas notables palabras. Hay que señalar enseguida que Elisabet, «fue llena del Espíritu Santo», está en plena comunión con los pensamientos de Dios sobre María. Gabriel le había dicho: «¡Salve, muy favorecida! El Señor está contigo» (1:28), e Isabel dice ahora: «Bendita tú entre las mujeres» (1:42) antes de añadir «… y bendito el fruto de tu vientre». Abiertos sus ojos por el poder de Dios, vio como Dios mismo ve, y pronuncia el mismo aprecio respecto a la que él había elegido para ser objeto de este favor único. Llena del Espíritu, Elisabet reconoce también, con toda sumisión y humildad, la elevación de María por la gracia de Dios: «¿A qué se debe que venga a verme la madre de mi Señor?» (1:43). Aunque ella misma era objeto del favor divino, ¡ocupó el último lugar ante la que iba a ser la madre de su Señor!

Que esta enseñanza penetre en nuestros corazones: cuando el Espíritu de Dios actúa en las almas, se destierran todas las envidias, rencillas y celos. Entonces el amor fluye libremente, y la humildad es fruto del amor. A continuación, tras describir el efecto del saludo de María sobre sí misma (1:44), proclama una tercera característica de esta bendición: María fue bendecida como objeto del favor soberano de Dios y como vaso elegido para la encarnación de Nuestro Señor, pero también fue bendecida por su fe (1:45), una fe que superó todos los obstáculos, fundada en la omnipotencia de Dios. Como Abraham, «no dudó, por incredulidad, ante la promesa de Dios, sino que se fortaleció en la fe, dando así gloria a Dios» (comp. Rom. 4:20-21). De este modo, se aferró resueltamente a la Palabra de Dios, plenamente convencida de que lo que él había prometido, ciertamente lo cumpliría. Así honró a Dios, y ahora recibió de Elisabet la seguridad divina de que se cumplirían las cosas que el Señor le había dicho (Lucas 1:45).

2.4 - El Magníficat [4] – Lucas 1:46-56

[4] «Magníficat», es el término utilizado para describir estas palabras de María en los primeros tiempos de la Iglesia (del latín «magnificare» = exaltar, glorificar).

Hemos reproducido íntegramente las palabras de María, para que el lector comprenda mejor su significado divino y su belleza:

«María dijo: ¡Glorifica mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador! Porque ha mirado el humilde estado de su sirvienta. Pues, he aquí, desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones. Porque me hizo grandes cosas el Poderoso, santo es su Nombre. Su misericordia va de generación en generación para los que le temen. Hizo proezas con su brazo; a los soberbios con corazones orgullosos dispersó. Bajó a los poderosos de sus tronos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos despidió con las manos vacías. Socorrió a Israel su siervo, acordándose de la misericordia, según habló a nuestros padres, a Abraham y a su simiente para siempre» (Lucas 1:46-55).

Un conocido escritor ha dicho: “Llama la atención que no se diga que María fue llena del Espíritu Santo. Me parece que esto le honra. El Espíritu Santo había visitado a Elisabet y a Zacarías de manera excepcional. Pero, aunque María estaba sin duda bajo la influencia del Espíritu de Dios, el efecto producido en ella era más bien un efecto interior, ligado más bien a su fe personal, a su piedad, a las relaciones habituales de su corazón con Dios (estas relaciones eran fruto de esta fe y de esta piedad), y este efecto en María se expresa más bien en forma de sentimientos personales: gratitud por la gracia de la que ella, humilde mujer, era objeto, en relación con la esperanza y la bendición de Israel”. Estas observaciones nos ayudarán a comprender mejor este extraordinario himno de alabanza, del que se ha dicho con razón que celebra el gozo de Israel por el don de Cristo. En efecto, si bien era expresión de los sentimientos producidos en el corazón de María por el Espíritu Santo –sentimientos apropiados y sensibles a la gracia de la que era objeto excepcional–, María misma desaparecía, por así decir, ante Israel, del que era tipo (comp. 1:54).

Se ve enseguida que este himno es típicamente judío, en el sentido de que no va más allá de Abraham y su descendencia. A este respecto, se ha comparado a menudo con el de Ana, que, como

María, no se remonta a las promesas hechas a Abraham, sino que evoca todos los caminos de Dios hacia su pueblo, y anticipa triunfalmente su liberación completa gracias a la intervención de Jehová, cuando dice: «Delante de Jehová serán quebrantados sus adversarios, y sobre ellos tronará desde los cielos; Jehová juzgará los confines de la tierra, dará poder a su Rey, y exaltará el poderío de su Ungido» (1 Sam. 2:10). María, por su parte, ve que la liberación ya ha tenido lugar, en Aquel que iba a nacer, y lo expresa diciendo: «Socorrió a Israel su siervo, acordándose de la misericordia, según habló a nuestros padres, a Abraham y a su simiente para siempre» (Lucas 1:54-55).

Se destacan 2 cosas en el cántico de María: en primer lugar, atribuye todo a Dios; y en segundo lugar, celebra su gracia, prescindiendo por completo de sí misma. A este respecto, no podemos dejar de citar lo siguiente: “María reconoce a Dios, su Salvador, en la gracia que la ha colmado de tanto gozo, al mismo tiempo que confiesa su propia insignificancia. En efecto, por muy santo que fuera el instrumento elegido por Dios –santidad que caracterizaba verdaderamente a María–, María solo era grande en la medida en que ella misma se borraba, pues entonces Dios lo era todo. Si se hubiera exhibido de alguna manera, María habría perdido su verdadero lugar; pero no lo hizo. Dios la mantuvo allí para que su gracia se manifestara plenamente”. Que estemos atentos a esta bendita lección, pues es imposible que la gracia actúe plenamente en nuestras almas si no estamos en nuestro verdadero lugar ante Dios, un lugar de nada.

Con estos pensamientos en mente, el lector de estas líneas comprenderá fácilmente el significado de este himno de alabanza. Siempre que el Espíritu de Dios obra verdaderamente en el alma de su pueblo, su corazón se eleva hacia la fuente de su bendición. Así le sucedió a María. Su primer pensamiento fue para el Señor que la había visitado con tan inefable gracia: «¡Glorifica mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador!». Bajo la poderosa acción del Espíritu Santo, su persona se funde momentáneamente con el pueblo de Israel, y por eso se regocija en el Dios y Salvador de Israel. Es verdad que habla de sí misma en el versículo siguiente, diciendo que Dios ha mirado el estado humilde de su esclava, y que en adelante todas las generaciones la llamarán bienaventurada. Sin embargo, incluso entonces, ella es solo el instrumento elegido de esta bendición destinada a Israel. Fue el pensamiento de la salvación de Israel de su baja condición lo que llenó su corazón cuando dijo: «Porque me hizo grandes cosas el Poderoso, santo es su Nombre» (1:49), pues inmediatamente añade: «Su misericordia va de generación en generación para los que le temen» (Lucas 1:50). Esto muestra, además, que era el Israel elegido por Dios el que llenaba sus pensamientos, el Israel del que Balaam se había visto obligado a decir que Dios no había visto iniquidad en Jacob, ni injusticia en Israel (comp. Núm. 23:21) –en una palabra, era Israel según los consejos y pensamientos de Dios el que llenaba el corazón de María.

Los 3 versículos siguientes (1:51-53) exponen los principios de los caminos de Dios en gracia, y el estado espiritual necesario para recibir esa gracia. Los soberbios en la imaginación de sus corazones, los poderosos en sus tronos, los ricos, los autosuficientes, no pueden comparecer ante un Dios santo en el juicio. El Evangelio se dirige siempre a los pobres. Es a los humildes a quienes Dios levanta, y a los hambrientos a quienes alimenta con lo que es bueno. Ya lo había proclamado el mismo Señor cuando dijo: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis…». (6:20-21), antes de dirigirse a los demás en estos términos: «Pero ¡ay de vosotros, ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de vosotros los que ahora reís!, porque os lamentaréis y lloraréis» (6:24-25). Que estas solemnes palabras resuenen por doquier, palabras de aliento y consuelo para los pobres, para los hijos de Dios en el sufrimiento y la aflicción, y palabras de advertencia para los que buscan su propia satisfacción y elevación en este mundo.

María termina su cántico con las palabras a las que ya hemos aludido: «Socorrió a Israel su siervo, acordándose de la misericordia, según habló a nuestros padres, a Abraham y a su simiente para siempre» (1:54-55). «La fe es la certidumbre de las cosas esperadas» (Hebr. 11:1), y María, en aquel momento, por muy difíciles que fueran los pasos que Israel aún tendría que dar antes del cumplimiento de aquella promesa, contemplaba la realización de todos los designios de gracia de Dios para su pueblo terrenal. En efecto, todo estaba asegurado y establecido en la Persona de Aquel que iba a nacer en este mundo, como proclamaron los ángeles en su himno de alabanza del capítulo siguiente: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, y su buena voluntad para con los hombres!» (2:14).

María permaneció 3 meses con su pariente antes de regresar a casa. La Escritura no dice nada sobre los momentos de comunión entre estas santas mujeres, pero podemos estar seguros de que se enriquecieron mutuamente en su fe y su alegría en el Señor. Terminada la visita, María regresó a su casa, continuando su humilde camino hasta que se cumplieron las palabras divinas. Y esta casa fue el centro de toda la atención del cielo.

2.5 - María en Belén – Lucas 2:1-7

Si Dios es soberano en sus planes, esta soberanía no es menos evidente en los instrumentos que elige para realizarlos. Más de 700 años antes del nacimiento de Cristo, el profeta Miqueas había dicho en nombre del Señor: «Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad» (5:2). Esto se tomó como una predicción del lugar de nacimiento del Mesías, como podemos ver en la cita que hicieron los sumos sacerdotes y los escribas en respuesta a Herodes, que preguntó dónde iba a nacer Cristo. Pero María vivía en Nazaret de Galilea, y se acercaba el momento del nacimiento del niño divino. «Aconteció en aquellos días que salió un edicto de César Augusto, para que toda la tierra habitada fuera empadronada» (es decir, el Imperio romano; Lucas 2:1). El efecto de este decreto fue obligar a José (y a María, la mujer desposada con él, que estaba embarazada) a subir «de Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea» (Lucas 2:4-5).

Poco sabía el emperador romano las consecuencias del pensamiento que se le había ocurrido. Como alguien ha observado: “Este edicto no hace más que cumplir el maravilloso propósito de Dios de hacer nacer al Rey Salvador en la aldea donde, según el propio testimonio de Dios, iba a tener lugar este acontecimiento”. También es notable que, aunque este decreto había sido proclamado, y José y María, sin duda con muchos otros, ya habían ido a Belén para ser empadronados, parece que «Este primer censo tuvo lugar siendo Cirenio gobernador de Siria» (2:2). ¡Qué admirable es la sabiduría de Dios y la perfección de sus caminos! José tiene que llevar a María, su esposa, a Belén, ¡y Dios obliga al emperador a desencadenar esta migración general para obligar a José a marcharse! ¡Qué prueba de que Dios mismo sigue teniendo las riendas del gobierno, y que él inclina los corazones de los hombres hacia donde quiere! El cristiano lo cree y lo sabe, y por eso permanece en paz en medio de la febril actividad de los hombres, de la confusión, de las turbulencias y de las luchas que le rodean por todas partes.

Fue durante la estancia de José y María en Belén cuando María «…dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada» (2:7). No es nuestra intención considerar aquí el misterio de la Encarnación, sino más bien la historia personal de María. Sin embargo, nos permitimos recoger estas reflexiones de otra persona sobre este acontecimiento prodigioso, este misterio de misterios: “El Hijo de Dios ha nacido en este mundo, pero no ha encontrado un lugar en él. El mundo está en su hogar, o al menos, gracias a su riqueza, encuentra un lugar donde hospedarse. Es en función de su riqueza como el hombre es recibido y encuentra un lugar en el mundo. El Hijo de Dios, en cambio, no lo encuentra, salvo en un pesebre. ¿Es en vano que el Espíritu Santo nos hable de esta circunstancia? No, en este mundo no hay lugar para Dios ni para lo que es de Dios. Tanto más maravilloso es el amor que lo hizo bajar a la tierra. Comenzó en un pesebre y terminó en una cruz, y en el camino no tuvo dónde reclinar la cabeza (9:58)”. Ante estos hechos, los creyentes nos vemos obligados a postrarnos en reverencia y adoración ante nuestro Dios, contemplando el modo en que se hizo «el que fue manifestado en carne» (1 Tim. 3:16), y la gracia de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, vivió en pobreza por nosotros, para que con su pobreza seamos enriquecidos (2 Cor. 8:9). Postrados ante él, recordemos que, para cumplir sus designios de gracia y de amor, para redimir a los suyos –sea Israel o la Iglesia– tuvo que vivir rechazado por los hombres y morir crucificado. Este niño acostado en el pesebre era el objeto de todos los designios de Dios, el sustentador y heredero de la creación, el Señor de todos los que heredarán la gloria y la vida eterna. No es de extrañar, pues, que no se mencione a María en todo este tiempo; nada se dice de sus sentimientos o pensamientos, pues en verdad estaba oculta tras la gloria de su Hijo.

2.6 - María y los pastores – Lucas 2:8-20

Si hablamos de estos piadosos hombres elegidos por Dios para recibir el anuncio de un «Salvador que es Cristo el Señor» (2:11), es solo en relación con su papel en la historia de María. Dios no se ocupaba entonces de los grandes de este mundo, sino de los pobres y afligidos de su pueblo, y entre ellos se encontraban estos pastores. Las comunicaciones divinas solo pueden ser recibidas por aquellos cuyos corazones han sido divinamente preparados. Así que podemos estar seguros de que estos humildes pastores estaban entre los que esperaban la liberación en Jerusalén (véase 2:38). A ellos, mientras cuidaban sus rebaños por la noche, les fue enviado el ángel para anunciarles este gran gozo que sería para todo el pueblo; y para fortalecer su fe, les fue dada una señal: «…Hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (2:12). Apenas hubo pronunciado su mensaje: «De pronto apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales, alabando a Dios, y diciendo: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, y su buena voluntad para con los hombres!» (2:13-14).

Que nuestro piadoso lector reflexione sobre estas palabras (al menos declaran que todos los propósitos de Dios para la bendición de su pueblo Israel ya se habían cumplido en la Persona de su amado Hijo), y sigamos a los pastores. Con fe sencilla, sin dudar de la verdad de lo que habían oído, se dijeron unos a otros: «Vayamos hasta Belén y veamos lo que ha sucedido, que el Señor nos ha dado a conocer. Fueron a toda prisa, y hallaron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre» (2:15-16). ¡Qué espectáculo tenían ante sus ojos! Tal vez no comprendieron del todo el significado de lo que estaban viendo, ni la gloria del Niño. El hecho es que lo vieron, ¡sin duda con el corazón lleno de adoración! Nada se dice de lo que dijeron los pastores, María o José. ¿Quizá no podían apartarse de la contemplación del Salvador, Cristo el Señor, que yacía en aquel pesebre? Y, sin embargo, debieron de hablar, pues, después de mencionar que «divulgaron la noticia que les habían dado» y de indicar el efecto producido («Cuantos la oyeron se asombraron de lo que los pastores les decían»), se dice que María «guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (2:17-19).

De ello, unido a la última frase del versículo 57, se deduce que María era un alma tranquila, meditabunda y reflexiva. Elegida para tal misión y encargada de tal responsabilidad, no podía ser de otro modo. Aunque solo se diera cuenta vagamente de quién era su Hijo, debía de sentirse sobrecogida en presencia de Dios, y hablar habría estado fuera de lugar. Uno querría saber más acerca de sus pensamientos mientras contemplaba el rostro de este Niño maravilloso, Aquel de quien Isaías había profetizado diciendo: «…Se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de la Paz» (Is. 9:6). Pero, por grande que fuera el favor concedido a María, no era de ella, sino de su Hijo, de quien se ocupaba el cielo, que era el Objeto de los designios de Dios, aquel en quien la gloria de Dios sería magnificada, proclamada, realizada incluso en la tierra. Sin embargo, podemos admirar los bellos rasgos del carácter de María, que tan bien se desprenden de su vida de piedad y fidelidad.

2.7 - María en el templo – Lucas 2:21-39

Una prueba de la piedad y fidelidad de María y José es la atención que prestaron a la Palabra de Dios en todos sus detalles. Tanto en la circuncisión del santo Niño Jesús como en la purificación de María, actuaron en perfecta obediencia a las prescripciones de la Ley (comp. Lev. 12), lo mismo que cuando presentaron a Jesús al Señor, «como está escrito en la ley del Señor: Todo varón primogénito será llamado santo para el Señor» (Lucas 2:23). Por tanto, tuvieron que pasar 40 días para que María pudiera presentarse en el templo de Jerusalén, y fue durante ese tiempo cuando debió de producirse la visita de los Magos de Oriente, según el relato de Mateo. En esta escena, como en la visita de los pastores, María permanece en un segundo plano, y podemos afirmar sin temor a equivocarnos que fue por su propia voluntad. En comunión con la mente de Dios –al menos en la medida en que lo estaba–, se regocijó al reconocer la gloria venidera de Aquel que había “nacido Rey de los judíos” (véase Juan 18:37), y no le sorprendió en absoluto ver a los Magos inclinándose, rindiéndole homenaje, y abriendo sus tesoros y ofreciéndole regalos, «oro, incienso y mirra» (Mat. 2:11). El hecho de haber sido la vasija elegida para su nacimiento era su gozo, pero ahora tenía que aprender que tener una relación estrecha con el Ungido de Dios –hasta el punto de identificarse con él– le acarrearía la persecución del dios de este mundo. Desde el momento en que nació el Niño divino, el dragón (Satanás), que había estado esperando este acontecimiento, trató de devorarlo (Apoc. 12). María, José y Jesús se convirtieron en objeto del odio del malvado rey. Pero divinamente cobijados, protegidos y guiados tanto cuando tuvieron que huir a Egipto como cuando regresaron a la tierra de Israel, en Galilea, donde habían vivido anteriormente, María y José gozaron del inestimable honor y privilegio de rodear de su cuidado a Aquel que era nada menos que el Hijo de Dios.

Después de referirnos a estos hechos para establecer la conexión entre los diversos elementos de los que tenemos noticia, consideremos ahora la escena del templo. Malaquías había escrito: «Vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis» (Mal. 3:1), y aquí había venido, cuando sus padres llevaron al Niño a Jerusalén, «lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor; como está escrito en la ley del Señor» (Lucas 2:22-23). Aquel día, en Jerusalén, la vida transcurría como de costumbre; los habitantes compraban y vendían, se ocupaban de sus tareas domésticas y de sus ocupaciones cotidianas; su rey idumeo, sanguinario y cruel, miserable e infeliz, deslumbraba a sus súbditos con su munificencia y el esplendor de sus edificios, y buscaba como siempre satisfacer sus malos deseos. Todos ellos sin excepción ignoraban el hecho maravilloso de que Dios había visitado a su pueblo, y que el glorioso Mesías cantado por los profetas, cuyo dominio había de extenderse «hasta los confines de la tierra» (Sal. 72:8), estaba ya entre ellos, llevado al sagrado recinto del templo.

Pero cualquiera que fuese la actitud o la incredulidad de la nación, Dios siempre se aseguraba de que su Hijo amado fuera reconocido, de cualquiera manera como fuese presentado. Y así, en esta ocasión, había preparado para acoger a su Cristo los corazones de algunos que esperaban la redención en Jerusalén; y 2 de ellos habían sido elegidos para contemplarlo con sus propios ojos en aquel momento. María y José habían recorrido las calles de la ciudad con su preciosa carga, como lo habría hecho cualquier humilde creyente judío en circunstancias similares, y habían llegado al recinto sagrado sin ser notados, y sin saber ellos mismos nada de lo que Dios acababa de hacer. Ahora bien, como escribe el evangelista: «…Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre que era justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba sobre él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes de que viese al Cristo del Señor. Y por el Espíritu fue al templo…» (Lucas 2:25-27). Así pues, había allí alguien enteramente guiado por el Espíritu Santo, a quien Dios había llamado y calificado para recibir a su Hijo, cuando María y José trajeron al niño Jesús para hacer por él según la costumbre de la Ley (comp. 2:27).

Detengámonos unos instantes en esta maravillosa escena, antes de continuar nuestro tema, nos será provechosa, pero no olvidemos que estamos aquí en terreno sagrado. Leemos que Simeón «tomó» a Jesús en brazos (2:28); en realidad, debería traducirse «Simeón lo recibió en brazos». Cualquier lector respetuoso sentirá inmediatamente que este término es tanto más apropiado cuanto que es más exacto. Podemos estar seguros de que Simeón «recibió» en sus brazos al Niño que le tendía María. ¡Qué espectáculo fue para esta piadosa y devota madre poner a su Niño en los brazos del anciano Simeón, y para Simeón gozar del inestimable privilegio de recibir en sus brazos a este Niño en quien iban a establecerse y cumplirse todos los designios de Dios!

¿Y quién era este Niño? Era el Verbo hecho carne, del que está escrito: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios» (Juan 1:1). «El cual es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación, porque en él fueron creadas todas las cosas: en los cielos y sobre la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, o dominios, o principados, o potestades; todas las cosas fueron creadas por medio de él y para él; y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas subsisten en él» (Col. 1:15-17). Este Niño era Aquel en quien «toda la plenitud se complació en habitar» (Col. 1:19), «en [el] Hijo, a quien ha puesto como heredero de todo, por medio de quien también hizo el universo… el resplandor de su gloria y la fiel imagen de su Ser, y sosteniendo todas las cosas con la palabra de su poder…» (Hebr. 1:2-3). Además, por haber nacido en este mundo, era simiente de la mujer, simiente de Abraham e Hijo de David. Todas estas glorias y muchas más –porque era una Persona divina que se dignó hacerse carne– envolvían a este santo Niño y emanaban de él cuando María lo depositó en los brazos de Simeón. Contemplemos este misterio divino en toda su extensión, con reverencia, pues cuanto más lo contemplemos, más se inclinará nuestro corazón en adoración ante el don inefable de Dios, ante esta gracia insondable y este amor que sobrepasa todo entendimiento.

Simeón estaba ante Dios, con este Niño en sus brazos. Con el corazón desbordante, bendijo a Dios, diciendo: «Ahora, Soberano Señor, despide en paz a tu siervo conforme a tu palabra; porque mis ojos han visto tu salvación, que preparaste en presencia de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel» (Lucas 2:29-32). Todos sus deseos quedaron satisfechos, todos los lazos con la tierra se rompieron en el momento en que vio la salvación de Dios, y se dispuso a partir en paz. Como Moisés, e incluso más que Moisés en la cima del monte Pisga, contemplando la tierra que Dios había dado a su pueblo, Simeón, con el Santo Niño en brazos, estaba en el centro de los consejos de Dios, contemplando los tiempos venideros, cuando las naciones saldrían a la luz y Cristo sería la gloria de su pueblo Israel.

José y la madre del Niño se maravillaban de las cosas que se decían de él, en la medida en que les era posible hacerlo, pues aquí conocemos solo en parte, y solo gradualmente adquirimos y entramos en el poder de la verdad que profesamos reconocer. A continuación, vienen 2 cosas. Estar asociado a Cristo en este mundo es una fuente de bendición, pero también de sufrimiento, como muestra aquí el ejemplo de María. Simeón, después de haber «bendecido» a Dios, bendice ahora a José y a María; luego, dirigiéndose a María, dice: «…Mira, este niño está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha, (y una espada traspasará tu misma alma), para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones» (Lucas 2:34-35).

Así es como Dios, en su gracia y a través de su siervo Simeón, preparó a María para el camino de sufrimiento y rechazo que sería el de su Niño. ¿Y quién puede dudar de que fue especialmente cuando estuvo junto a la cruz de Jesús, contemplando su dolor, cuando la espada atravesó su propia alma? ¡Qué gracia es, en los caminos de Dios, que entremos en los dolores de la prueba solo gradualmente, y que, cuando llegan, descubramos que el dolor es suavizado por Su amor! María nunca olvidaría estas palabras, sino que las meditaría «en su corazón» (2:19), y las pondría constantemente delante de Dios en sus meditaciones y oraciones. Pero si durante toda su vida tuvo que vivir a la sombra de la cruz, podemos estar seguros de que encontraría amplia compensación y apoyo en la compañía de su Hijo. Habría muchas cosas que no podría comprender, pero ciertamente descansaría en la seguridad de que Jesús, el Jehová Salvador, estaba con ella, y que en todo el mundo no había nadie que gozara de un privilegio tan inexpresable y de una bendición tan inefable. Por él, y por amor a él, recibiría la fuerza para afrontar el futuro, poniéndolo enteramente en las manos de Aquel que la había elegido para recorrer aquel camino.

A propósito, encontramos una prueba de la pobreza de José y María en la naturaleza del sacrificio que ofrecieron con ocasión de la “presentación” de Jesús. En Levítico 12 leemos acerca de la ley de purificación para la mujer que dio a luz: «Y si no tiene lo suficiente para un cordero, tomará entonces dos tórtolas o dos palominos, uno para holocausto y otro para expiación; y el sacerdote hará expiación por ella, y será limpia» (Lev. 12:8). María no estaba en condiciones de ofrecer un cordero, y el Espíritu de Dios llama así nuestra atención sobre el hecho de que nuestro Señor nació en circunstancias humildes, y que «Su pensamiento» (Fil. 2:5) era desde el principio humillarse; era incluso su pensamiento antes de venir a la tierra. ¿Qué madre, si pudiera permitírselo, no querría rodear a su hijo de todas las comodidades posibles, incluso de lujo? Pero todo estaba dispuesto por la sabiduría divina, y cuando consideramos no solo las circunstancias del nacimiento de nuestro Señor, sino el viaje de Aquel que no tenía un lugar donde reclinar la cabeza, quedamos aún más impresionados por su gracia inefable.

Terminaron los ritos del templo y las palabras proféticas de Simeón, y cuando José y María «cumplieron todo, conforme a la ley del Señor», salieron del templo, bajaron las escaleras y atravesaron las puertas, llevando su preciosa carga, y «regresaron a Galilea, a su propio pueblo, Nazaret» (Lucas 2:39). Allí se dedicaron a sus quehaceres cotidianos, enriquecidos con un secreto divino que solo conocían en Nazaret.

2.8 - María y José encuentran a Jesús en el templo – Lucas 2:40-52

Pasaron 12 años. De ese largo período solo se nos dicen 2 cosas: la primera es que «El niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él» (2:40) –la segunda es que «…iban sus padres cada año a Jerusalén, a la fiesta de la Pascua» (2:41). Esto es de nuevo un testimonio de la piedad de María y José. Tal vez sea incluso con este fin que se relata este hecho, pues ni siquiera se dice si María llevó consigo al niño Jesús en esas ocasiones. No se añade ni una palabra para satisfacer la curiosidad humana; solo tenemos las indicaciones de lo necesario para el fin que se propone el Espíritu de Dios. Todo es divinamente perfecto, pues cada palabra de la Escritura es expresión de la sabiduría divina. De hecho, el versículo 41 no hace más que introducir el siguiente incidente, que vamos a considerar ahora, al menos en lo que concierne a María.

Los 2 primeros versículos preparan la escena: «Cuando él tuvo doce años, fueron a la fiesta según la costumbre. Acabados los días de la fiesta, al regresar ellos, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres se dieran cuenta» (2:42-43). De los relatos judíos se desprende que a los 12 años era cuando se consideraba a los jóvenes judíos lo suficientemente maduros como para asumir responsabilidades personales ante Dios. Un joven que alcanzaba esta edad era llamado “hijo de la ley”, y en adelante estaba sujeto a obligaciones legales.

En cualquier caso, aquí se dice que José y María llevaron a Jesús a Jerusalén a la edad de 12 años, lo cual es necesariamente importante, ya que se nos informa expresamente de ello. No se dice nada de lo que sucedió en la fiesta. En cambio, nos llama la atención el hecho de que cuando José y María regresaron con el grupo de viaje [5], Jesús se quedó en Jerusalén. Era natural que sus padres supusieran que se encontraba entre los viajeros y que recorrieran el camino de un día sin preocuparse de nada. Al no encontrarlo entre sus parientes y conocidos, volvieron a Jerusalén para buscarlo. Durante 3 días lo buscaron, preocupados y ansiosos. Sin duda, todo estaba divinamente programado, porque hasta que «el niño Jesús» no hubiera hecho la voluntad de su Padre, era imposible que fuera interrumpido. Fue al final de esos 3 días cuando «lo hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores, oyéndoles y preguntándoles» (Lucas 2:46). Observe aquí el lector cómo el Espíritu Santo, antes de dar cuenta de las palabras de María, llama la atención sobre la sabiduría manifestada por este Niño santo, una sabiduría tan sorprendente que «Todos los que lo oían se asombraban de su inteligencia y de sus respuestas» (2:47). ¿No es verdad que Dios se complace en ocuparnos de las perfecciones de su Hijo amado? María y José, gente humilde como eran (aunque José era hijo de David –comp. Mat. 1:21), se quedaron «asombrados» cuando le vieron, y María, movida por su corazón de madre, intervino en seguida y dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? ¡Mira que tu padre y yo te hemos buscado angustiados!» (Lucas 2:48).

[5] Se dice que todos los que subían a Jerusalén y procedían de la misma región viajaban juntos, por comodidad y seguridad (¿alude a esta costumbre el v. 7 del Sal. 84?).

Antes de considerar la respuesta de Jesús, pensemos en las palabras de María. Habían pasado más de 12 años desde el maravilloso anuncio de Gabriel, y casi otros tantos desde el discurso profético del anciano Simeón. Esos años, solo intercalados por los viajes anuales a Jerusalén para la fiesta de Pascua, habían transcurrido tranquilamente en Nazaret, con todos ocupados en los quehaceres cotidianos de la vida doméstica. No es impensable que, cualesquiera que fueran las perfecciones de su Hijo, cada vez más evidentes a medida que crecía con los años, el discernimiento de María se viera un tanto oscurecido por la naturalidad de la vida cotidiana de su Hijo, o al menos que a veces olvidara el destino que le aguardaba. No tenemos derecho a imaginar ni a ir más allá de lo que está escrito, pero hay 2 cosas en lo que María dice a Jesús que parecen justificar estas suposiciones. La primera es el reproche implícito en sus palabras: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (2:48), y la segunda es la expresión «tu padre» con la que une a José con ella. No es necesario calificar estas cosas de defectos, aunque ciertamente son el resultado de sentimientos y relaciones puramente naturales. Es obvio, además, que esta manera de hablar surgió del profundo amor de María por este Niño perfecto.

En su respuesta a su madre, Jesús no solo declaró que era consciente de su filiación divina, sino que también anunció que había venido a hacer la voluntad de su Padre. María había dicho a Jesús «tu padre» refiriéndose a José. Jesús respondió que se había quedado en Jerusalén porque tenía que ocuparse de los asuntos de «mi Padre» (2:49). La voluntad de su Padre debía ser la ley suprema de su vida, y fue su gozo reconocerlo; al hacerlo, respondía plenamente a la pregunta de María, al tiempo que anulaba su abierto reproche. No debe extrañarnos que «no entendieron lo que les decía» (2:50).

Leemos inmediatamente después: «Descendió con ellos y vino a Nazaret; y les estaba sometido» (2:51). Su respuesta a María en el templo arroja luz sobre todos esos años entre su primera Pascua y su bautismo, pues así había definido claramente su posición: estaba aquí en la tierra «en los asuntos de su Padre» y, por tanto, al estar sujeto a José y María, estaba haciendo la voluntad de su Padre de la misma manera que cuando se había quedado atrás en Jerusalén. No había, ni podía haber, discrepancia entre su vida diaria y lo que la gente llama “deberes sagrados”. Cada aliento, cada sentimiento, cada pensamiento, cada palabra y cada obra del Señor eran fruto de su total entrega a la voluntad de su Padre, pues siempre hacía las cosas que le agradaban (Juan 8:29). ¡Qué espectáculo era ofrecido para los ojos de María y José cada día en su humilde casa de Nazaret!

«Su madre», se nos dice al final, «guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lucas 2:51), –las que se dijeron en Jerusalén, y seguramente también las que se dijeron en Nazaret. Mientras las atesoraba y meditaba, podemos estar seguros de que el Espíritu de Dios ya le estaba dando una idea de ellas para sostenerla, guiarla y consolarla en los años venideros. Ciertamente, de todas las mujeres que han vivido, ninguna ha tenido un privilegio tan bendito como María. Ella fue, en efecto, «bendita entre las mujeres». Al escribir estas palabras, recordamos la respuesta del Señor a la mujer que gritaba en medio de la multitud: «¡Bienaventurado el vientre que te trajo, y los pechos que mamaste!». «Antes, bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y se guían por ella» (Lucas 11:27-28). Esta bendición está al alcance de todo hijo de Dios.

2.9 - En Caná de Galilea – Juan 2:1-11

Pasaron años antes de que María reapareciera en la narración sagrada. Fue vista por última vez cuando Jesús tenía 12 años, en Jerusalén, donde ella y su marido habían ido a celebrar la fiesta de la Pascua. De allí regresaron a Nazaret, donde durante al menos 18 años no se vuelve a hablar de Jesús ni de su madre. Durante todo el tiempo que él estuvo escondido, ella también lo estuvo. Es, o debería ser, lo mismo para los cristianos. Actualmente, nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, pero cuando Cristo, que es nuestra vida, aparezca, entonces también nosotros apareceremos con él en gloria (1 Juan 3:2). Así, en el Evangelio, en cuanto Jesús comienza a manifestarse a Israel (Juan 1:31), María reaparece. Pero para entender esta reaparición de María, y las que siguen, debemos recordar que su historia personal ha terminado. Si la encontramos más tarde, o si hay alguna mención de ella, es como un tipo o para darnos alguna enseñanza preciosa sobre nuestro Señor. Son sus perfecciones, su sabiduría, su consagración a la voluntad de su Dios, su gloria, lo que debe ocupar al lector, aunque no pueda olvidar el carácter único de la relación entre María y su Niño.

Al tercer día, se nos dice, «se celebró una boda en Caná de Galilea. La madre de Jesús estaba allí, y Jesús también fue convidado con sus discípulos» (Juan 2:1-2). ¿Cómo podemos dudar, si al menos conocemos la enseñanza profética sobre la futura restauración de Israel –del carácter simbólico de toda esta escena? El hecho de que se diga que la boda tuvo lugar al tercer día es una prueba de ello –o bien por este tercer día entendemos el período de bendición (y de juicio, si añadimos la purificación del templo) que sigue a los 2 días de testimonio (el de Juan el Bautista y el de Jesús mismo), relatados en el capítulo 1, –o que, como ocurre tan a menudo, este tercer día simboliza la resurrección, anunciando en tipo que la bendición del pueblo terrenal, como la del pueblo celestial, solo puede tener lugar en la resurrección. La clave de este relato está en comprender el carácter simbólico de esta boda (que tuvo lugar realmente, pero fue elegida a propósito): es necesario decirlo, porque algunas personas, e incluso algunos cristianos, se han dejado arrastrar a discutir la conducta personal del Señor hacia María en esta ocasión, olvidando, en su razonamiento humano, la gloria de Aquel que manifiesta aquí, como en todas partes, su perfección en todas las relaciones en las que se encuentra [6].

[6] Una Biblia muy conocida ha falsificado de hecho la traducción de las palabras dirigidas por Jesús a María en el versículo 4; esta falsificación se hace para ocultar el verdadero sentido, como si Jesús le hubiera dicho: «¿Qué es esto para mí y para ti? Alguien ha dicho: “No se trata de un error, sino de una tergiversación deliberada” –¡una acusación solemne, sin duda, pero acertada!

Nota del traductor: el autor utiliza el texto de la versión King James autorizada para el versículo 4, es decir: «Mujer, ¿qué tengo yo contigo? La versión francesa de la JND traduce: «¿Qué hay entre tú y yo, mujer?».

Está escrito: «Y faltando el vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Jesús le contestó: Mujer ¿qué tiene que ver eso conmigo o contigo? No ha llegado todavía mi hora. Su madre dijo a los sirvientes: Todo lo que os diga, hacedlo» (2:3-5). Alguien ha hecho la siguiente observación que ayudará a dilucidar el sentido de este pasaje: “En aquella boda no quiso conocer a su madre; fue el vínculo que le unía naturalmente a Israel el que ocupó el lugar de su madre, si le consideramos como nacido bajo la Ley; se separa de ella para traer la bendición”. Esta observación arroja luz sobre el carácter “típico” de esta escena, a la que ya hemos aludido. En efecto, si Jesús había nacido de una mujer, bajo la Ley, tenía que morir a todas esas relaciones, después de haber glorificado perfectamente a Dios en ellas, y redimido a los que estaban bajo la Ley siendo hecho maldición por ellos; solo entonces podía llevar a cabo la bendición de Israel. El grano de trigo tuvo que caer en tierra y morir antes de poder dar mucho fruto.

Pero recordemos algo más. Jesús ya le había dicho a su madre, como hemos visto, que tenía que ocuparse de los asuntos de su Padre. Habiendo venido a hacer su voluntad, la hizo a cada paso en comunión con el Padre, en todo momento y de todas las maneras. Como él mismo dijo: «No puede el Hijo hacer nada de sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo cuanto él hace, lo hace también el Hijo de igual manera» (Juan 5:19). Por tanto, era imposible que recibiera una sugerencia de María sobre lo que debía hacer. De hecho, al hacer tal sugerencia, María se inmiscuía en un terreno reservado exclusivamente al Padre y al Hijo. No se puede negar que sus palabras estaban inspiradas por el afecto, así como por su fe en el poder de Jesús. Pero en cuanto a la consagración completa y perfecta de Cristo, él no podía escuchar otra voz que la de Dios, cuya voluntad había venido a cumplir. Esto explica las palabras: «Mujer ¿qué tiene que ver eso conmigo o contigo?» [7].

[7] Algunos comentaristas están muy preocupados por saber si estas palabras son una reprensión. Lo que acabamos de decir basta para responder a la pregunta; podemos añadir, sin embargo, que, si se trata de una reprobación, fue expresada de la mejor manera posible para dejar la impresión deseada en el corazón de María.

Es evidente que estas palabras de Jesús a su madre produjeron el efecto deseado: lo vemos en el hecho de que ella no intentó responder, sin dejar de contar con su intervención y con el despliegue de su poder; en efecto, dijo a los criados: «Todo lo que os diga, hacedlo» (Juan 2:5). Esto es hermoso, pues si María había estado tentada de salir de su lugar a causa de su profundo afecto, y tal vez también por su deseo de ver a su hijo reconocido públicamente, en cuanto el Señor hubo hablado, ella volvió a su lugar de abnegación, mientras esperaba que resplandeciera el fulgor de su gloria divina (2:11), y mientras ordenaba a los criados que le obedecieran sin rechistar. Conciliar su amor maternal con su fe en Jesús como Aquel que iba a ser llamado Hijo del Altísimo e Hijo de Dios debió de ser una tarea siempre difícil en la rutina de la vida diaria, mientras ella veía a Jesús comer, beber y dormir. Pero Dios mismo velaba por ella, abriendo cada día su corazón a la instrucción necesaria, como vemos en aquellas bodas de Caná de Galilea. Su preocupación por la falta de vino se vio más que aliviada mientras observaba en silencio el desarrollo de los acontecimientos, y disfrutó del inestimable privilegio de ser testigo del comienzo de los milagros de Jesús, cuando él manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él (2:11). Toda manifestación de lo divino forma parte de la gloria de Dios que revela quién es él, y así sucedió con la conversión del agua en vino por su poder omnipotente; uno de los efectos fue que sus discípulos creyeron en él. Ya le habían recibido antes, por débil que fuera su fe, pero ahora se vio fortalecida, como sin duda también la de María.

Cumplida su misión en Caná de Galilea, Jesús bajó a Capernaum con su madre, sus hermanos y sus discípulos. Allí permanecieron algún tiempo [8].

[8] De este pasaje, y sobre todo de Marcos 2:1, se deduce que María se había trasladado de Nazaret a Capernaum. También es probable que José estuviera ya muerto, pues no se vuelve a hablar de él después de Lucas 2:48; esta pudo ser la razón del traslado. Estas suposiciones no tienen consecuencias particulares, salvo que, en lo que se refiere a la muerte de José, bien podemos percibir que hubo una razón divina para que tuviera lugar antes de que Jesús iniciara su ministerio público.

2.10 - La madre y los hermanos del Señor – Mateo 12:46-50, Marcos 3:31-35, Lucas 8:19-21

Comparando los 2 primeros de estos pasajes, parece que el incidente referido, que nos llama la atención sobre María, tuvo lugar en Capernaum. El Señor estaba entonces plenamente ocupado en su bendito ministerio, y las multitudes se sentían tan fuertemente atraídas hacia él que ni él ni sus discípulos «podían ni siquiera comer pan» (Marcos 3:20). Entonces, sus allegados (sus «amigos»), preocupados por él o turbados por lo que sucedía, «salieron para echar mano de él; porque decían: Está fuera de sí» (Marcos 3:21). Es este incidente el que explica lo que sigue inmediatamente en el Evangelio según Marcos, y que vamos a considerar ahora. Lo encontramos, pues, prosiguiendo diligentemente su misión divina, y «una multitud estaba sentada alrededor de él» (Marcos), y «mientras hablaba aún a la multitud», alguien le dijo: «Mira que tu madre y tus hermanos están fuera, y quieren hablar contigo» (Mat.). Pero, según Lucas, «no se le podían acercar a causa de la multitud». Así que «quedándose fuera, enviaron a llamarlo» (Marcos). El mensaje llegó al círculo más íntimo de sus oyentes: «Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren hablar contigo» (Mat.).

A primera vista, puede parecer extraño que, después de la lección recibida en Caná, María se atreviera a interrumpir al Señor en su servicio. Solo podemos entenderlo a la luz del incidente ya relatado en Marcos 3:20-21. Aunque a María ya se le había revelado quién y qué era Jesús, no podía dejar de sentir un profundo afecto natural, y es evidente que estos sentimientos solo podían profundizarse y crecer al contemplar Su vida pura y santa, una vida toda ella de perfecto amor a Dios y a los hombres, y de equilibrio entre las exigencias de lo alto y las de la tierra (pues como Niño estaba sometido a José y María). Es fácil comprender que María no pudiera apreciar toda la fragancia y la belleza de la vida de su Hijo, pero lo que captaba no podía dejar de absorber su corazón y hacerlo cada vez más querido para ella. Por eso, cuando lo vio dedicarse a su servicio día tras día, sin preocuparse de sí mismo ni de su comodidad, sin escatimar nunca lo más mínimo, sino, por el contrario, procurando incansablemente, día y noche, aprovechar todas las ocasiones para estar en los asuntos de su Padre, debió de preocuparse mucho por él, en la medida en que era su corazón natural el que la guiaba. Solo así se explica y se comprende que María “procurase hablarle”.

Antes de considerar la respuesta del Señor, puede ser útil llamar la atención sobre una característica de la sabiduría divina, de la que aquí tenemos un ejemplo. Los Evangelios registran a menudo fracasos de los discípulos del Señor, y manifestaciones de la enemistad de la mente carnal; y, sin embargo, Dios aprovecha inmediatamente todas las cosas, bien para llamar la atención sobre algún aspecto de la gloria de la Persona de Cristo mismo, bien para impartir alguna valiosa enseñanza de la verdad divina. Nada prueba más claramente que Dios está detrás de todo, y que se sirve de todo para cumplir sus propios propósitos, ya sea en gracia o en juicio. Así sucede, como vemos aquí, con María que interrumpe al Señor mientras habla. Las parábolas de Mateo 13 muestran claramente que el ministerio del Señor había llegado a un punto crítico. No es exagerado decir que estas parábolas no podían haber sido pronunciadas antes de que Él hubiera roto su relación con la nación judía según la carne a través de su enseñanza. Esto es precisamente lo que el Señor encuentra la oportunidad de hacer a través del mensaje de María. ¡Qué perfección divina en su sabiduría, y en la Palabra que la realza! ¿Y quién sino una Persona divina podría haberlo previsto todo y haber hecho que todo coincidiera con sus propios designios?

La respuesta del Señor a su madre y a sus hermanos merece toda nuestra atención: «¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? Extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He ahí mi madre y mis hermanos. Porque cualquiera que cumpla la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y hermana, y madre» (Mat. 12:48-50).

Aunque el tema principal de nuestras meditaciones es la historia personal de María, no es posible pasar por alto lo que este incidente nos enseña. Por lo que respecta a la propia María, la lección es muy parecida a la que recibió en Caná de Galilea. Ocupado como estaba en hacer la voluntad de Dios en su precioso servicio, el Señor no podía aceptar interrupciones, ni siquiera de su madre carnal. En su dedicación a los «asuntos» de su Padre, no tenía nada que ver con ella (comp. Juan 2:4). En esto podemos considerarlo como el verdadero y perfecto levita. Cuando Moisés bendijo a las tribus de Israel antes de partir, dijo de Leví: «Quien dijo de su padre y de su madre: Nunca los he visto; y no reconoció a sus hermanos, ni a sus hijos conoció; pues ellos guardaron tus palabras, y cumplieron tu pacto» (Deut. 33:9, comp. Sal. 69:8). ¡Qué maravilloso ejemplo tenemos de todo esto en Cristo, en la escena que estamos considerando! Él estaba entera y totalmente para Dios, y por tanto al margen de todas las exigencias de las relaciones naturales. Él era verdaderamente el Líder de su pueblo en todos los caminos por los que él los llamaba a caminar (comp. 1 Juan 2:6). Del mismo modo, cumplió la voluntad de Dios respecto al Nazareno, pues durante todo el tiempo de su separación fue santo para el Señor. Y aunque su separación continúa ahora de otra manera y en otra condición (porque en lo que vive, vive para Dios; Rom. 6:10), durante su carrera terrenal fue absolutamente para Dios.

Pero, como ya se ha dicho, había otro significado. El final de Mateo 11 muestra que ahora era rechazado, y que el elegido de Dios había puesto a un lado a la nación que no quería recibir a su Mesías. Si las bendiciones de la gracia estaban ahora ocultas a los sabios y entendidos, Dios había revelado estas cosas «a los niños pequeños», y Jesús podía alabar al «Padre, Señor del cielo y de la tierra» por el ejercicio de su soberanía según sus consejos eternos. En adelante, pues, como ahora se revelaba, «todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre; ni al Padre conoce nadie, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar» (Mat. 11:27). Cuando el Señor respondió al hombre que le dijo que su madre y sus hermanos querían hablar con él: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?», estaba declarando de hecho que ya no reconocía sus vínculos naturales con el pueblo judío. De ahí que, como era de esperar, en el capítulo siguiente le veamos andando como un sembrador, tratando de producir fruto; porque, en efecto, había venido a buscar fruto, pero no lo había encontrado.

Al mismo tiempo, nos enteramos de que había creado lazos muy estrechos con sus discípulos, pues «Extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He ahí mi madre y mis hermanos. Porque cualquiera que cumpla la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y hermana, y madre» (Mat. 12:49-50). ¡Qué preciosa gracia se manifiesta así cuando él declara ante todos su completa identificación con este pobre y débil remanente que le siguió con pasos tan vacilantes, y que, sin embargo, gracias a su cuidado y apoyo, perseveró con él en sus tentaciones (Lucas 22:28)! Cumpliendo la voluntad de su Padre –lo que hicieron al escuchar su llamado– fueron introducidos en el bendito círculo del que él era tanto el centro como la Cabeza, y donde encontraba su complacencia (Sal. 16:3). Sin embargo, vemos con cuánta ternura cuidó a su madre cuando terminó su servicio, y eso también formaba parte de su perfección como hombre en la tierra; no es menos cierto que los lazos que reconoció como más estrechos fueron los que lo unían a los hijos que Dios le había dado (Is. 8:18).

También en esto es nuestro modelo perfecto. ¡Cuántos de nosotros no encontramos el justo equilibrio entre los derechos de Dios y de los suyos, y los de los lazos familiares! Carecer de afectos naturales es señal segura de los malos tiempos del fin (2 Tim. 3:3). Pero si estos afectos nos absorben, o si se colocan por encima del amor a nuestros hermanos, y se convierten en el motivo supremo que gobierna nuestras vidas, entonces no podemos estar en el espíritu de estas palabras de nuestro amado Señor. Pero si Cristo mismo posee nuestros corazones, consideraremos el suyo a la luz de sus propios afectos, y, realizando así la verdad de la Asamblea, nuestros hogares y familias ocuparán su verdadero lugar. ¡Que nuestros corazones sean iluminados por estas palabras de gracia pronunciadas por nuestro Señor en esta ocasión!

2.11 - María cerca de la cruz de Jesús – Juan 19:25-27

El anciano Simeón, con el niño Jesús en brazos, había dicho a María: «Mira, este niño está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha, (y una espada traspasará tu misma alma), para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones» (Lucas 2:34-35). Lo que está entre paréntesis se dirige específicamente a María, y seguramente encuentra su cumplimiento en la escena de Juan 19:25-27. No se dice si María siguió a Jesús hasta la cruz, o si fue testigo de los insultos, burlas y golpes que sufrió ante sus jueces. Un velo cubre los sentimientos de María, su expectación y su angustia, durante aquella noche oscura en que él fue traicionado. Aunque la espada debió de atravesarla hasta lo más profundo del corazón durante la noche y el día después de la Pascua, es del Señor mismo, y no de María, de quien nos habla el Espíritu de Dios. Es su actitud, su comportamiento, su mansedumbre, su paciencia, su humildad y sus palabras lo que estamos llamados a contemplar. Pero ahora que sus dolores y sufrimientos están llegando a su fin, el velo se levanta por un breve momento para que podamos contemplar a María cerca la cruz, o más bien para que podamos contemplar la perfección de Jesús en el cuidado que tiene de María, ahora que ha cumplido la voluntad de Dios en su servicio terrenal. Otras están con ella: su hermana María, mujer de Cleofás, y María Magdalena, pero es a María, su madre, y al discípulo amado que «estaba presente», a quienes se dirige el Señor. No tenemos hipótesis que hacer donde la Palabra de Dios nada dice, pero, sin embargo, podemos afirmar que María no pudo presenciar la crucifixión de su Hijo santo sin un sufrimiento indecible, y sin que su corazón se desgarrara por este espectáculo atroz. Llevaba más de 30 años observándolo y no podía menos de sentirse conmovida por la belleza moral que emanaba como un perfume de su vida de consagración, y debió de vislumbrar al menos algunos destellos de la gloria de su Persona. Y ahora tenía que verlo rechazado, insultado, ultrajado y crucificado. Seguramente no podemos dudar de que fue divinamente sostenida en tan terrible prueba. No obstante, debió de contemplarlo en la cruz con el corazón destrozado y vio el diabólico placer de sus enemigos, que lograban sus abominables designios.

No podemos, sin embargo, detenernos en estas reflexiones, que solo nos hemos permitido hacer para apreciar mejor el tierno cuidado con que el Señor rodeó a María en su dolor. Para él, la copa estaba ya bebida hasta el final, pues leemos casi inmediatamente: «Sabiendo Jesús que todas las cosas habían sido cumplidas…». Sabiendo, por tanto, lo que pasaba en el corazón de María, él estaba disponible para dirigirse a ella y decirle palabras de consuelo y de ánimo. ¿Se encontraba ella en un abismo de dolor en aquel momento de prueba suprema? La luz estaba allí para disipar las tinieblas y asegurarle que Aquel a quien había contemplado con indecible dolor comprendía su pena, pues cuando vio a su madre y al discípulo a quien amaba, dijo: «Mujer, he ahí a tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Juan 19:26).

Si meditamos estas palabras, nos daremos cuenta de que el evangelista se ha visto inducido a utilizar el término «madre» (19:25-26), mientras que Jesús se dirige a ella como «mujer». María era, en efecto, la madre de Jesús, y este favor de Dios había llevado a Gabriel a saludarla diciendo: «Bendita tú entre las mujeres». Pero, como hemos visto, no se podía reconocer a los vínculos naturales ningún derecho sobre la vida de un Nazareno piadoso y perfecto. Y ahora que se acercaba la muerte del Señor, este vínculo de ternura e intimidad iba a ser roto por sí mismo con su salida de aquella escena en la que, por su encarnación, había sido hecho un poco menor que los ángeles a causa de la pasión de la muerte. Sin embargo, es en este mismo momento cuando el Espíritu Santo nos recuerda quien era la madre de Jesús. Esto nos enseña indiscutiblemente que el honor que Dios concedió a María nunca le será quitado, en la esfera que le era propia. El error, y el error fatal que se ha cometido, es trasladar este honor de la tierra al cielo, y exaltar así a María por encima incluso del Hijo amado de Dios.

En estas palabras de nuestro Señor, 2 cosas son fáciles de entender. La primera es que, en el duelo de María, él le da un consuelo y un objeto para su vida. El discípulo amado, que conocía el pensamiento de su Señor mejor que ningún otro (pues había recostado su cabeza sobre el pecho de Jesús; Juan 13:25), iba a ser ahora como un hijo para María, y María podía tomarlo en su corazón de una manera nueva, como se lo había dado el Señor mismo. Era un precioso legado (don) de los afectos de Su corazón, el mayor consuelo que podía darle en aquellas circunstancias.

Lo segundo es que el Señor transfirió su propia relación terrena a Juan cuando le dijo: «He ahí a tu madre», distinguiendo así al discípulo que amaba de todas las responsabilidades de amor que tal relación conllevaba. En una palabra, el Señor confiaba a María al cuidado de Juan que, en adelante, tendría que ocuparse de ella y satisfacer sus necesidades con afecto filial. El Señor sabía lo que había en el corazón de cada uno de ellos, y fue según este conocimiento, y según el amor que les tenía, como los confió el uno al otro, uniendo sus corazones para el resto de su peregrinación en la tierra.

2.12 - La última mención de María – Hechos 1

El discípulo amado, obedeciendo al deseo expresado por el Señor antes de inclinar la cabeza y entregar su espíritu [9], había acogido a María en su casa. A partir de entonces, aparte de una breve alusión, no volvemos a oír hablar de ella. No la vemos ni en la sepultura del cuerpo del Señor, ni en el huerto la mañana de la resurrección. Pero después de la ascensión del Señor, de la que los apóstoles habían sido testigos (véase Hec. 1:1-11), regresaron del monte de los Olivos y, al llegar a Jerusalén, subieron a una habitación superior donde se alojaban. Es en este momento cuando María aparece por última vez en la narración divina. De los 11 se dice: «Todos estos unánimes se dedicaban asiduamente a la oración, con las mujeres, con María la madre de Jesús y con los hermanos de él» (Hec. 1:14) [10].

[9] El lector recordará que en Juan 10:18 Jesús dijo que tenía el poder de entregar su vida; es de acuerdo con sus palabras que está escrito que «entregó el espíritu», como alguien que tenía plena disposición de él. Así se nos permite contemplarlo en este acto, completando su santa vida de obediencia, glorificando al Padre y cumpliendo con la obra que él le había encomendado.

[10] El versículo siguiente muestra que eran 120 los reunidos; pero hasta el versículo 13, solo aparecen los apóstoles, porque eran los únicos testigos designados por el Señor.

El hecho de que la presencia de «María la madre de Jesús» entre los discípulos sea expresamente mencionada, es de gran importancia.

Indudablemente, el propósito de esta mención es llamar nuestra atención sobre el nombre de María, y con ello enseñarnos que María había comprendido ahora quién era el que se había dignado convertirse en su Hijo según la carne; y que al mismo tiempo que la luz se había hecho en su alma a propósito de la muerte y resurrección del Señor, y sobre su gloria a la diestra de Dios, ahora había ocupado su lugar entre Sus discípulos en la tierra, y se había identificado con ellos. No apreciaba menos el inefable privilegio de haber sido la madre de Jesús, y nunca dejaría de ser la que había gozado del favor de Dios y la bendita entre las mujeres. Pero ahora, habiendo puesto su fe en su Señor glorificado, y contándola entre las excelentes de la tierra en quien él había encontrado toda su complacencia (Sal. 16), sus sentimientos y afectos naturales se fundieron en adoración y alabanza. Ella había sido el vaso escogido para traer a Cristo al mundo, y ahora se contaba entre sus humildes discípulos, un simple miembro de aquella bendita Asamblea que pronto llegaría a ser la morada de Dios por el Espíritu. Como el Señor enseñó a los 70, era mucho mejor tener el nombre de uno escrito en el cielo que ser un instrumento de su poder contra el enemigo (Lucas 10:20). Del mismo modo, era mejor para María ser piedra viva en la Casa espiritual de Dios (en la que se convirtió el día de Pentecostés) edificada sobre Aquel que es la Piedra Viva, elegida por Dios y preciosa (1 Pe. 2:4), que haber sido la madre de su Señor en la tierra.

Añadamos que todos los hijos de María creyeron en Jesús (Hec. 1:14). Ellos también estaban entre los elegidos de Dios, y recibieron la gracia de confesar su nombre y formar parte de los suyos en esta nueva familia celestial. Como María, su madre, habían sido elegidos en Cristo antes de la fundación del mundo, y así se manifestaron en su tiempo como pertenecientes a él. Como María misma, comprendieron ahora que era mejor oír y guardar la Palabra de Dios que haber estado asociados a Jesús durante su vida terrena por íntimos lazos naturales. Exaltar a María a expensas de su Señor glorificado es estar ciego a la enseñanza más clara de la Escritura y pervertir todo el carácter del cristianismo.

3 - María de Betania

3.1 - Introducción

Si María, la madre de nuestro Señor, fue bendecida entre las mujeres por ser el «vaso escogido» elegido para traer a Cristo al mundo, María de Betania fue objeto de un favor casi igual. Era miembro de aquella conocida familia de 3 de la que se dice: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Juan 11:5). Parecería que el Señor a veces se haya retirado, y ciertamente refrescado, en la casa de estos discípulos que estaban apegados a él, y que lo amaban porque él los había amado primero. Este afecto sencillo y devoto alegraba su corazón en la noche cada vez más espesa de su rechazo. De estas 3 personas, María era la que mejor respondía a los deseos de su corazón y la que estaba más en comunión con sus pensamientos. Esto es particularmente cierto en comparación con Marta; en relación con Lázaro, aunque se habla poco de él, no cabe duda de que también ella lo superó en su devoción absoluta a su Señor. Pero ya se trate de María, de Marta o de Lázaro, todo fue gracia, y las debilidades de Marta, tanto como las excelentes cualidades de María, se suman para darnos valiosas lecciones y advertencias, y para guiar a los hijos de Dios de todos los tiempos. Pero es María en particular quien será objeto de estas meditaciones, aunque debamos considerarla en relación con su hermana y su hermano, para apreciar mejor sus cualidades espirituales. Ella solo aparece por su nombre en Lucas 10, Juan 11 y 12, pero tanto Mateo como Marcos registran la unción de los pies del Señor por María con ungüento de gran precio la víspera de su arresto y muerte.

3.2 - Lucas 10:38-42

3.2.1 - La casa de Betania y la diferencia entre las 2 hermanas

En Lucas 10, María aparece por primera vez de una manera muy sencilla. Inmediatamente después de la parábola del buen samaritano, leemos:

«Mientras ellos iban de camino, él entró en una aldea; y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María, la cual, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra» (Lucas 10:38-39).

Antes de considerar el significado de la actitud de María, veamos brevemente la relación entre estos 2 relatos. El buen samaritano había vendado las heridas del hombre hallado medio muerto, vertiendo aceite y vino sobre ellas. Lo había cargado en su propia bestia, lo había alojado en la posada, y luego había cubierto todos los gastos hasta su propio regreso con una provisión. Y ahora, al considerar lo que hizo María, aprendemos cuál debe ser el servicio diligente de los que se salvan, mientras esperan el regreso del Señor: escuchar la palabra de Jesús es, en efecto, la parte buena que no les será quitada.

Hay un contraste evidente y deliberado en la forma en que nos están presentadas las 2 hermanas. Marta recibió a Jesús en su casa (Lucas 10:38), y se añade que «tenía una hermana llamada María, la cual, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra» (10:38-39). Es posible que Marta fuera la mayor, pues se dice que la casa era suya, pero no cabe duda de que María se había unido a su hermana para recibir al Señor. Si esta suposición es correcta, la palabra «sentada» adquiere un significado muy especial: significa que María no solo lo recibió, sino que también se sentó a sus pies para escuchar su palabra. Nos están presentadas así 2 clases de almas: por una parte, las que «reciben» al Señor como su Salvador y lo dejan así, aunque le presten el servicio que crean mejor; y por otra, las que, habiéndole recibido, ponen su corazón en ir más allá, con el deseo sincero de aprender sus pensamientos y conocerle de cerca. Como David, todo su deseo, todo lo que buscan, es contemplar la belleza del Señor y aprender de él en su templo (Sal. 27:4). Y porque encuentran su alegría en el Señor, él les concede los deseos de su corazón. Por eso nos será provechoso esforzarnos por profundizar en la acción de María aquí descrita.

3.2.2 - Sentada a los pies del Señor

En primer lugar, se nos dice que María estaba sentada a los pies de Jesús. La narración insiste en este hecho (la palabra utilizada es fuerte) y parece dar a entender que esa era su costumbre siempre que tenía ocasión. Pero es sobre todo el hecho de estar sentada al que debemos prestar atención. Del endemoniado se dice que fue hallado a los pies de Jesús «sentado, vestido y en su cabal juicio» (Marcos 5:15). Esta misma actitud es una indicación de que todo estaba en regla en el alma de María, y que, según toda la interpretación cristiana que podemos dar, ella tenía paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, y estaba liberada del poder de Satanás y de todo lo que Satanás usa para mantener a las almas en esclavitud; y así, liberada de sí misma, en libertad de alma, y por el poder del Espíritu Santo, estaba libre para ocuparse solo del Señor. No es que María hubiera entrado ya en el goce de estas bendiciones, en el sentido plenamente cristiano de la palabra, sino que tenía a Cristo mismo, y teniéndole a él lo tenía todo. Por tanto, su corazón estaba tranquilo, estaba ricamente satisfecha, y Aquel a cuyos pies estaba sentada lo era todo para ella. Con el corazón rebosante, habría podido exclamar: «Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento» (Cant. 7:10).

Su actitud también decía otra cosa. El hecho de estar sentada a sus pies proclamaba que se había convertido en su discípula. Así Pablo, dirigiéndose a los judíos de Jerusalén, les recordaba que él se había criado en esta ciudad y había sido instruido «a los pies de Gamaliel», «estrictamente conforme a la ley de nuestros padres» (Hec. 22:3). Como ya hemos dicho, no todos los cristianos llegan a ser discípulos, por lo que merece la pena destacar la actitud de María; su significado es aún más profundo si adoptamos la variante de traducción preferida por la mayoría: «a los pies del Señor». Es notable que el Espíritu de Dios llame nuestra atención en este relato sobre los derechos de Jesús como Señor, dándonos el ejemplo de una persona cuya alma entera reconoció esos derechos y que, sentándose a sus pies, confesaba su absoluta supremacía. Qué bendito momento es para cualquier alma llegar a ese punto, cuando él ocupa ese lugar supremo en el corazón, y su voluntad se convierte en la única ley que rige la vida diaria, porque se comprenden sus palabras: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15).

3.2.3 - Para escuchar su Palabra

Pero María se sentó a los pies del Señor para escuchar su palabra, y esto alegró especialmente el corazón del Señor. Una y otra vez había gritado: «¡El que tiene oídos, oiga!» (Mat. 11:15; véase también Apoc. 2 y 3), y ahora había encontrado a alguien que había recibido la gracia de querer escuchar, y cuyo corazón había sido preparado para recibir las comunicaciones divinas que él tenía que hacer. A sus discípulos les dijo: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todo lo que he oído de parte de mi Padre, os lo he dado a conocer» (Juan 15:15). Esto nos ayudará a comprender la naturaleza de las palabras que dirigía a María. Qué gozo fue para el Señor anunciar estas cosas celestiales a un alma dispuesta, por gracia, a dejarse instruir. En medio de corazones cebados y de oídos pesados y de miradas oscurecidas que lo rodeaban por todas partes (Is. 6:10), ¡qué extraordinario refrigerio fue para Su alma encontrarse con esta alma tan ansiosa de oír sus palabras! ¡Y con qué santo temor, y con qué gozo respondiendo a su corazón, escuchaba mientras él le hablaba de sus asuntos y de los de su Padre! El mismo Padre que le había enviado le había ordenado lo que debía decir y de lo que debía hablar (Juan 12:49). Y fue privilegio inefable de María escuchar el mensaje que el Padre había dado al Hijo para que lo anunciara (comp. Is. 1:4).

La palabra que pronunciaba era, además, una revelación de sí mismo, pues cuando los judíos le dijeron: «Tú, ¿quién eres?». Él respondió: «ese mismo que os he dicho desde el principio» (Juan 8:25), es decir, sus palabras lo expresaban perfectamente. Pero también debemos recordar que el Padre se reveló en y a través de él mismo, de sus palabras y de sus obras. Como dijo a Felipe: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan 14:9). No pensemos que María comprendía todo esto, pues el Espíritu no estaba todavía, porque Jesús aún no había sido glorificado (Juan 7:39). Sin embargo, cuando consideramos el contenido de sus palabras, comprendemos aún más la inmensa bendición que fue para María poder sentarse a los pies de su Señor. ¡Y qué estímulo para nosotros seguir su ejemplo! Al hacerlo, no solo deleitaremos su corazón, sino que nosotros mismos estaremos en una posición de bendición inefable, insondable. Este es el secreto de todo crecimiento espiritual y de la felicidad que un alma puede encontrar en el Señor mismo y en las cosas de arriba.

3.2.4 - La intervención de Marta

Y ahora, consideremos por un momento la intervención de Marta; nos ayudará a comprender mejor cuánto apreciaba el Señor que María se haya ocupado de él. Marta estaba distraída con mucho servicio, un servicio a su manera, ¡lo que convenía, pensaba ella, para alguien que recibía a un huésped así! Ella quería dar a él, en lugar de recibir de él. Quería tratarlo según su propia idea de la hospitalidad, y le disgustó ver que María no se unía a ella en este servicio. Así que se acercó a él y le dijo: «Señor ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile, pues, que me ayude» (Lucas 10:40). El Señor amaba a Marta, como sabemos, y podemos estar seguros de que Marta amaba al Señor, pues de lo contrario no se habría atrevido a hablarle en aquel tono brusco, incluso de mando. Querido lector, ¿se da cuenta de que el Señor de la vida y de la gloria se sentó en aquella casa de Betania como un humilde huésped, y que en su infinita condescendencia y gracia permitió que Marta le hablara en esos términos, y que ella esperara que él se quedara tranquilamente sentado en la casa a su conveniencia? Es más, ¡dejó que ella le reprochara implícitamente que era un error por su parte dejar que María permaneciera tanto tiempo a sus pies! Pero su respuesta, rebosante de infinita gracia y ternura, no pudo sino abrir los ojos de Marta a lo impropio de su intervención. «¡Marta, Marta!, estás ansiosa e inquieta por muchas cosas; pero una sola cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, que no le será quitada» (Lucas 10:41-42).

No hay mucho más que decir sobre esta escena, pues las palabras del Señor son perfectamente explícitas. Puede ser que este «muchas cosas» tuviera que hacerse en su lugar y en su tiempo; pero, aun así, si estamos en presencia del Señor y este servicio es para él, no tiene por qué ser motivo de preocupación ni de problemas. Pero lo importante aquí es que María había elegido «la buena parte», que era sentarse a los pies del Señor y escuchar su palabra. Lo que ella recibió aquel día tenía un carácter eterno y no podía serle quitado. Al día siguiente, al salir el sol, las preocupaciones domésticas de Marta comenzarían de nuevo, dado su estado de ánimo, mientras que María se despertaría con el cielo en el alma, porque Cristo llenaba su corazón. Todo su camino futuro estaría iluminado por su presencia y por el goce de su amor, y afrontaría sus responsabilidades cotidianas tanto mejor y tanto más conforme a Dios, porque, recibiéndolas de manos de su Señor, las cumpliría en su Nombre, con el corazón rebosante de gratitud a Dios. Hay, sin duda, muchas almas representadas por Marta, pero no olvidemos nunca que el Señor ha sellado con su aprobación eterna la buena parte elegida por María, así como por todos los que caminan tras sus huellas.

3.3 - María y la muerte de Lázaro – Juan 11

3.3.1 - La casa de Betania – Juan 11:1

En el Evangelio según Lucas ya no se menciona a María ni a Marta; solo en el Evangelio según Juan nos enteramos de que tenían un hermano y que, al parecer, pertenecía a esa casa favorecida de Betania. Esto nos parece claro por el versículo 4, que dice: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». El versículo 1 solo nos dice: «Estaba enfermo cierto hombre llamado Lázaro, de Betania, la aldea de María y de su hermana Marta». En el versículo 5, los 3 parecen no haber sido más que uno como objetos del amor del Señor, como igualmente por los estrechos lazos que los unían, como lo demuestra el dolor de las 2 hermanas en su duelo, que solo podemos concluir que formaban una sola familia y un solo hogar. Observemos también que el interés propiamente “típico” de este capítulo se concentra sobre Lázaro; este representa a Israel en un tiempo aún por venir cuando, como enseña Daniel, «muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados» (Dan. 12:2), aludiendo sin duda a la resurrección moral del remanente de Israel en un día por venir, de la cual la resurrección física de Lázaro en nuestro capítulo es un tipo, es decir, una figura. Pero no nos detendremos más en esta cuestión, pues nuestro tema principal es María, la hermana de Lázaro. Sin embargo, Marta, María y Lázaro están tan estrechamente vinculados en este relato que no podemos dejar de considerar a María en estas relaciones familiares, pues es precisamente en este contexto y en las circunstancias del momento donde se revela su carácter.

3.3.2 - Lázaro enfermo. La intervención diferida del Señor – Juan 11:2-19

El pensamiento del Espíritu concede a María un lugar preeminente incluso antes del comienzo de esta narración, como vemos en el versículo 2: «(María, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo, fue la que ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con sus cabellos)». ¡Qué conmovedora alusión a este acto de María, que nos muestra cuán agradable fue a Dios, tanto que su fragancia subía todavía, 60 años después [11], hasta su trono! Tras este precioso y conmovedor paréntesis, el relato comienza con la información que las 2 hermanas enviaron a comunicar a Jesús: «Señor, el que amas está enfermo» (11:3). Evidentemente, no se trataba de una enfermedad cualquiera, sino de una que despertaba los más oscuros presentimientos en el corazón de María y de su hermana. Sin embargo, no carecían de recursos, pues conocían a Aquel que expulsaba los espíritus malignos con su palabra y curaba a todos los enfermos; fue hacia él, por tanto, que se dirigieron en su extremidad. Un sufrimiento común las llevó a invocar juntas al Señor. Esto sucede a menudo entre los hijos de Dios, incluidas las familias; una súplica común es siempre fuente de ricas bendiciones, por la comprobación de una dependencia común y una espera llena de recurso ante Dios. En este caso, la respuesta a la oración se hizo esperar; se aplazó para una bendición mayor, como lo dejó muy claro el Señor cuando dijo: «Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella» (11:4). Estas palabras nos ayudan a comprender este versículo que, de otro modo, seguiría siendo misterioso: «Cuando oyó, pues, que estaba enfermo, se quedó dos días todavía en el mismo lugar donde estaba» (11:6).

[11] Generalmente se piensa que el Evangelio según Juan no fue escrito hasta el año 90 d.C., 60 años después de la ascensión del Señor.

Quizá podamos decir que el Señor tenía 3 razones para no responder inmediatamente a la llamada de las 2 hermanas.

La primera se deduce del versículo 4 ya citado. Si el Señor hubiera ido inmediatamente a sanar a Lázaro, la gloria podría haberse atribuido todavía a Dios, pero Dios estaba a punto de dar un testimonio impresionante de la Persona de su Hijo amado mediante la resurrección, y por eso no intervino hasta que Lázaro estuvo muerto. Ordenar a Lázaro que saliera del sepulcro, siendo por excelencia para la gloria de Dios, fue el testimonio manifiesto de que Jesús era el Hijo de Dios en poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de los muertos (Rom. 1:4) [12].

[12] La frase se traduce mejor «por resurrección de entre los muertos»: está construida de tal manera que incluye tanto las resurrecciones realizadas por el Señor como su propia resurrección.

La segunda razón es la posición que el Señor, aunque Hijo de Dios, ocupa en este Evangelio, donde solo habla y actúa según la voluntad del Padre (Juan 5:19; 12:49; 14:10). Y así permaneció donde estaba hasta que el Padre quiso que fuera a Betania. Por grande que fuera su amor por estas hermanas en aflicción, no fue a Sus sentimientos a lo que hizo caso, sino a la voluntad de su Padre, que, en su perfección, siempre obedeció sin reservas.

Por último, no cabe duda de que este retraso tuvo el efecto de ejercitar los corazones de las 2 hermanas y prepararlas, cada una a su medida, para la resplandeciente gloria de Dios (11:40) que iban a contemplar en la resurrección de su hermano. Este es uno de los secretos de los caminos del Señor con los suyos. Gritan, y parece que no los oye. Pero, en verdad, él oye, y si la ayuda deseada no es concedida inmediatamente, es solo porque él quiere, por este ejercicio, preparar el alma para estar en el estado correcto para recibir la bendición que él va a conceder. Sus caminos, como todos seguramente confesamos, son siempre perfectos, y solo requieren que nosotros, que conocemos su amor, descansemos en él con confianza inquebrantable en cada circunstancia.

Repasemos rápidamente la enseñanza del Señor a sus discípulos acerca de la muerte de Lázaro, y el cuidado que tiene de ellos para fortalecer su fe (11:7-16). Luego leemos que, cuando Jesús llegó a Betania, se encontró con que Lázaro llevaba ya 4 días en el sepulcro (11:17). Cuando resucitó a la hija de Jairo, esta acababa de morir. En cuanto al hijo de la viuda de Naín, estaba siendo llevado a la tumba cuando el Señor salió a su encuentro y le devolvió la vida. Pero en el caso de Lázaro, la muerte ya le había acechado durante 4 días, de modo que el poder divino pudo desplegarse de un modo aún más significativo en su resurrección. Además, «muchos de los judíos habían venido a Marta y a María para consolarlas por la muerte de su hermano» (11:19), por lo que estaban dispuestos a ser testigos presenciales del poder de Jesús para resucitar a los muertos.

3.3.3 - Marta y María: los ejercicios conjuntos en el dolor – Juan 11:20-21

Inmediatamente después, estamos de nuevo sorprendidos por el contraste entre Marta y María. Marta, en cuanto supo que Jesús venía, salió a su encuentro, pero María se quedó sentada en casa (11:20). Los ejercicios por los que habían pasado mientras esperaban la respuesta del Señor a su mensaje, no son descritos con palabras, pero sin duda podemos discernir su efecto en el contraste de su conducta. Marta, sin duda, había sido tan probada como María, pues el hecho de que usaran las mismas palabras cuando llegó el Señor (11:21-32) revela que su demora las había dejado perplejas y que habían hablado de ello juntas, inclinadas por la expectación y el dolor. Pero Marta no había llegado aún al punto bendito que buscaba la prueba, pues todavía daba muestras de precipitación, y se podría decir que de impaciencia. María, por su parte, había aprendido la lección, y ahora podía esperar tranquilamente a que su Señor la llamara. Su dolor seguía ahí, pues se había roto su vínculo terrenal más querido, y era normal que sufriera en su pena. Pero su dolor estaba iluminado por su confianza en el Señor; por eso podía quedarse tranquilamente sentada en casa, mientras Marta, apresurada e impaciente, iba a su encuentro. Sin duda, tenían caracteres muy diferentes, y seguirían siendo “vasijas” muy diferentes hasta el final. Pero esto no lo explica todo. El contraste radica más bien en el hecho de que María había permanecido sentada a los pies de Jesús escuchando su Palabra, mientras que Marta se había distraído con muchas obligaciones; la primera había aprendido mucho más sobre el corazón de su Señor que su hermana.

3.3.4 - ¿Cómo se ocupa el Señor de Marta? – Juan 11:20-27

No debemos pasar por alto la gracia del Señor hacia Marta. Marta salió a su encuentro (11:20) y, al parecer sin esperar un minuto, dejó salir la impaciencia de su corazón y sus reproches apenas velados, diciendo: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano» (11:21). Esto era verdad, pues la muerte no podía haber ocurrido en presencia del Señor. Sin embargo, en boca de Marta esta verdad era la expresión de una queja porque el Señor no había estado allí antes de la muerte de su hermano. Además, y esto delataba claramente su estado de ánimo, llegó a decir, en su ignorancia del verdadero carácter de la Persona de aquel a quien se dirigía, y como si quisiera sugerirle lo que ella misma pensaba que él podía hacer: «Pero yo sé que aun ahora, todo cuanto pidas a Dios, Dios te lo dará» (11:22). Así que ella tenía fe, al menos fe en el Señor como poseedor del poder de Dios como profeta –Elías, por ejemplo. Pero está claro que, aunque lo había aceptado como el Cristo de Dios, no tenía ni idea de que estaba ante el Hijo de Dios. Con cuánta ternura, sin embargo, actuó el Señor con ella, a pesar de su debilidad y de la insuficiencia de su fe. Y con qué dulzura, inclinándose hacia ella en el estado en que la encontraba, la llevó a la verdad de lo que él era, en su propia Persona: ¡resurrección y vida! «Tu hermano resucitará», le dijo. «Yo sé», dijo Marta, «que resucitará en la resurrección, en el día postrero», pues creía, como todo judío piadoso, que en el «último día» habría una resurrección de los justos. Entonces, aprovechando la oportunidad que le ofrecía la misma incredulidad de su sierva, el Señor proclamó a Marta, y a través de ella a todo su pueblo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí, jamás morirá» (11:25-26). Bendita revelación de que pronto sería eliminado el juicio de muerte sobre su pueblo, e igualmente bendita revelación de una vida de resurrección en Aquel que sufriría el juicio por nosotros, y que, como Resucitado, sería la vida de todos los creyentes. «¿Crees tú esto?», preguntó él a Marta. Ella respondió: «Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que viene al mundo» (11:27), es decir, el Mesías, según la enseñanza del Salmo 2.

3.3.5 - El llamado de María – Juan 11:28-31

Cuando Marta hubo hecho su confesión de fe –pues era verdaderamente fe, aunque quedaba muy lejos del testimonio que acababa de escuchar–, se marchó, como si fuera consciente de que no había entendido las palabras del Señor, pero que María sería capaz de captar su significado: «Llamó secretamente a María, su hermana, diciendo: El Maestro está aquí y te llama» (11:28). Así es como María reaparece ante nosotros. No cabe duda de que, aunque Marta no hubiera recibido directamente tal mensaje del Señor, era, sin embargo, intención del Señor que llamara a su hermana. El estado de ánimo de María se revela inmediatamente por su reacción ante las palabras de su hermana: «Ella, cuando lo oyó decir, se levantó de prisa y fue a él» (11:29). Fue el amor lo que la impulsó a obedecer tan rápidamente. Estaba sentada tranquilamente en casa, esperando a que él la llamara, y cuando llegó su llamado, se apresuró a responder. Esperar ante el Señor es la manera segura de estar capacitados para obedecer su mandato. ¡Qué alivio debe haber sido para su pesado corazón acudir a él! Pero antes de revelar el carácter de este encuentro, el Espíritu de Dios se detiene para señalar 2 detalles: 1) «Pero Jesús no había llegado aún a la aldea, sino que estaba en aquel lugar donde Marta había salido a su encuentro» (11:30), y 2) «Entonces los judíos que estaban con ella en la casa y la consolaban, al ver que María se levantaba y salía de prisa, la siguieron, diciendo: Va al sepulcro para llorar allí» (11:31). Todo estaba divinamente dispuesto, y los testigos oculares del poder de Jesús divinamente puestos en su lugar, pues el propósito de Dios era dar un testimonio impresionante de su amado Hijo.

3.3.6 - María se encuentra con el Señor – Juan 11:32

Consideremos ahora la manera en que María se acercó a su Señor, y con qué tiernas y conmovedoras palabras se registra esto: «Así, pues, María, cuando llegó a donde Jesús estaba, al verle, cayó a sus pies, diciéndole: ¡Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano!» (11:32). Cada palabra de esta descripción es importante. Cuando Marta fue al encuentro del Señor, enseguida comenzó a hablar, mientras que María hizo 2 cosas antes de expresar el dolor de su corazón: una vez que lo vio y que se fuese arrojado a sus pies, pudo dar rienda suelta a su dolor. Además, el hecho de que María se arrojara a sus pies parece ser consecuencia directa de haber contemplado su rostro. Conocía al Señor mejor que su hermana, y su amor agudo y sensible le permitió leer en él lo que su hermana no había podido percibir. ¿Y qué vio? La expresión de un corazón doblegado por el dolor que embargaba su espíritu, doblegado por el dolor causado por el juicio de muerte que pesaba en aquel momento sobre todos los que le rodeaban; ¡vio también la expresión de su profunda simpatía hacia los que amaba, en una circunstancia tan dolorosa! ¿Vio algo más? No podemos decirlo, pero seguramente, en el momento en que él estaba a punto de «manifestar Su gloria» (Juan 2:26), hubo algunos signos visibles de ello para ella, que había llegado a conocerle tan bien… No lo sabemos, pero podemos estar seguros de que fue lo que María vio en aquel rostro –ternura, dolor y amor– lo que la hizo arrojarse a sus pies. Aunque las mismas palabras salieron de la boca de las 2 hermanas, fue la actitud de María la que dio a las suyas un significado completamente distinto. Puede que hubiera perplejidad en su caso, pero ciertamente ninguna queja o reproche implícito. Era más bien la confesión de su corazón de que, si él hubiera estado en Betania, su hermano no habría muerto. No dijo nada más, pues por grande que fuera su dolor, confiaba en él sin reservas. Qué bendición es estar a los pies de Jesús en nuestras penas, pues allí brilla sobre ellas la luz divina, y aunque suframos, tal vez abrumados por la prueba, no dudaremos de su amor mientras estemos a sus pies.

3.3.7 - El sufrimiento y la simpatía del Señor – Juan 11:33-38

3.3.7.1 - Jesús se estremeció en su espíritu

Siguen 2 cosas absolutamente maravillosas, que tienen que ver con el Señor, que no pueden dejarse en silencio, aunque estén más allá de nuestra comprensión; pues son causadas por las lágrimas de María y las de los judíos que la acompañaban. Dice explícitamente: «Entonces Jesús, cuando la vio llorar, y también a los judíos que habían venido con ella, se conmovió en su espíritu y se turbó» (11:33-34). Esta es la primera de estas cosas. Seguramente se nos permite preguntarnos qué fue lo que hizo que el Señor se estremeciera en su espíritu, perturbándolo hasta lo más profundo de sí mismo. Cualquiera que sea la fuerza exacta de la expresión traducida aquí como «se conmovió en su espíritu», podemos decir al menos que esta profunda emoción, esta “conmoción” interior, fue el resultado de su propio agobio bajo la carga del dolor que pesaba sobre los corazones de María y de todos los que la rodeaban. Por simpatía, compartió su pena, se identificó con ella y la llevaba él mismo, por así decirlo, sobre sus hombros. Sintió tanto su peso –porque conocía perfectamente su causa y apreciaba su verdadero carácter ante Dios– que «se conmovió en su espíritu», como está escrito. Y no olvidemos que la esencia misma de aquel dolor era la muerte, pues la muerte pesaba entonces sobre el corazón de los que lloraban y sobre toda la escena.

Pero la muerte es el juicio de Dios sobre el hombre. Por eso podemos decir que, en esta escena, el Señor anticipaba su propia muerte en la cruz. Solo que aquí, él tomaba y soportaba ese juicio en su compasión y su simpatía, mientras que, en la cruz, él lo sufrió para la gloria de Dios haciendo propiciación por el pecado. Cuán precioso es el Señor para nuestros corazones, cuando contemplamos tal manifestación de su amor y compasión por los suyos en sus aflicciones, y vemos de nuevo que «en toda angustia de ellos él fue angustiado» (Is. 63:9).

3.3.7.2 - Jesús lloró

Cuando «se conmovió en su espíritu y se turbó» (11:33), era a Lázaro en la tumba a quien tenía en mente, pues inmediatamente dijo: «¿Dónde lo habéis puesto? Le dijeron: Señor, ven y ve» (11:34). Luego viene este breve versículo, que debemos pronunciar con reverencia: «Jesús lloró». No hay palabras para expresar nuestro asombro ante semejante versículo. Es un versículo para releer y meditar en la presencia de Dios, desbordando nuestros corazones de acción de gracias porque se nos permite presenciar, por así decirlo, esta preciosa prueba de la inefable simpatía de nuestro precioso Señor. Todos sabemos que los versículos de nuestra Biblia son un mero arreglo humano; y, sin embargo, ¿quién dudaría de que el Espíritu de Dios guio a quien, a partir de estas 2 palabras, hizo este único versículo? En efecto, estas 2 palabras forman un todo en sí mismas, ya que nos permiten vislumbrar las profundidades más ocultas del corazón del Señor. Han consolado a generaciones de almas afligidas, y seguirán consolando a los suyos hasta que Dios mismo enjugue todas las lágrimas de sus ojos. Debemos añadir que las lágrimas del Señor expresaban su compasión, pero que esta misma compasión rebosaba de su corazón lleno de amor insondable e inagotable.

Lo notable es que María ya no aparece en este relato. Después de haber derramado el dolor y la pena de su corazón a los pies de Jesús, desaparece de nuestra vista. Sin embargo, estaba allí y fue testigo de sus lágrimas [13]. Además, cuando Jesús, “conmovido aún en sí mismo”, llegó al sepulcro, María debió de estar con él.

[13] No se dice que el estremecimiento fuera audible. Leemos que el estremecimiento estaba en su espíritu (11:33), y luego otra vez que estaba en él mismo (11:38), así que no necesariamente se oía. Sus lágrimas, por el contrario, no estaban ocultas. El estremecimiento estaba ante Dios; sus lágrimas eran una expresión de su simpatía por los suyos.

Nos permitiremos algunas reflexiones sobre este tema. Puesto que no hay más mención de María en el resto del capítulo, podemos concluir que los ejercicios por los que había pasado a los pies del Señor ya habían cumplido su propósito para entonces. Si esto es así, fueron sus lágrimas las que le trajeron el consuelo de su simpatía. Luego, caminando con él hacia la tumba, experimentó el apoyo de su presencia. A partir de entonces, todo lo concerniente a Lázaro estaba en Sus manos, y podemos decir con seguridad que ella descansaba en su amor, sin sombra de temor. Ella sabía ahora que él actuaría de la manera más excelente, incluso si su fe no había captado todavía (pero creemos que sí) que la liberación estaba cerca. Así que las nubes que se habían cernido sobre su alma ya se habían disipado, como la niebla ante el sol naciente, y ella se dirigía al sepulcro con su Señor, a salvo (por encima y más allá) del poder de la muerte, la única alma en paz en medio de aquella multitud inmersa en el dolor. Además, a partir de aquel momento, el objeto principal del Espíritu de Dios ya no era Marta o María, sino la gloria de Dios mismo, y el testimonio dado de la gloria de la Persona de Jesús como Hijo de Dios.

3.3.8 - Marta de nuevo. La resurrección de Lázaro – Juan 11:38-44

Marta aparece de nuevo en escena; cuando Jesús, todavía conmovido en espíritu, había llegado al sepulcro («era una cueva, y una piedra estaba puesta sobre ella»), dijo: «Quitad la piedra» (11:38-39). Inmediatamente, Marta, lejos de asustarse, muda y expectante, gritó: «Señor, ya hiede; pues hace cuatro días que está sepultado». ¡Pobre Marta! Incluso se atrevía a corregir a su Señor, juzgando, como hizo aquí, sobre la base de lo que veía. Con qué serenidad y solemnidad reprendió el Señor su locura, respondiendo: «¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios?» (11:40). La piedra fue retirada. Todo estaba listo para que se manifestara esta gloria deslumbrante. Pero antes, como siempre glorificando al Padre en todo lo que hacía, Jesús levantó la mirada y dijo: «Padre, te doy gracias porque me has oído. Yo sabía que siempre me oyes, pero lo dije a causa de la multitud que está alrededor, para que ellos crean que tú me has enviado» (Juan 11:41-42). Al mismo tiempo que daba gloria a Dios, su corazón ardía por las almas de los que le rodeaban, para que le recibieran como el Enviado del Padre –hecho del que tendrían inmediatamente el testimonio contundente: «Habiendo dicho esto, clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera! Y aquel que había estado muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y envuelto el rostro en un sudario. Les dijo Jesús: Desatadlo y dejadlo ir» (Juan 11:43-44).

3.3.9 - La prueba da fruto – Juan 11 - 12

Así quedó demostrado que Jesús, enviado a este mundo por el Padre, era el Hijo de Dios. No se dice nada más sobre María y Marta en este capítulo, pero podemos deducir del capítulo siguiente que el propósito del Señor, al ponerlas a prueba, se había cumplido plenamente y que las 2 hermanas habían sido divinamente enseñadas por sus experiencias y por lo que habían presenciado: –El Señor era más que nunca la porción bendita del corazón de María, porque había captado más plenamente las glorias de su Persona. En cuanto a Marta, su ansiedad y preocupaciones naturales habían sido ahuyentadas por esta nueva revelación hecha a su alma, era ahora una sierva apacible y devota.

3.4 - María ungiendo los pies de Jesús – Juan 12:1-8

3.4.1 - Los efectos de la resurrección de Lázaro sobre el pueblo – Juan 11:45-54

Poco después de la resurrección de Lázaro, Jesús se encontraba de nuevo en Betania. El notable milagro que había hecho allí, atestiguado por tantos testigos –incluso de entre los que todavía rechazaban a Cristo (11:46)– causó tal sensación en Jerusalén que las autoridades judías convocaron un concilio especial para decidir lo que debía hacerse. Sorprendentemente, nadie trató de negar que Lázaro había sido resucitado de entre los muertos. El hecho se reconoció tácitamente, pues algunos dijeron: «¿Qué haremos?, pues este hombre hace muchos milagros. Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos y destruirán nuestro templo y nuestra nación» (Juan 11:47-48). Dios actuó a través de ellos sin que lo supieran, y se sirvió de Caifás, como en otro tiempo se sirvió de Balaam, para profetizar que Jesús debía morir por aquella nación. Y «desde aquel día, pues, concertaron matarle» (11:53). Jesús se retiró con sus discípulos de la hostilidad de los judíos (pues aún no había llegado su hora) y esperó en una ciudad llamada Efraín.

3.4.2 - La última cena – Juan 12:1-2a

Pero se acercaba el momento en que el verdadero Cordero pascual iba a ser inmolado, aunque nunca debemos olvidar que nadie le quitó la vida, sino que él la dejó de sí mismo: «Jesús entonces, seis días antes de la Pascua, vino a Betania, donde estaba Lázaro, a quien él había resucitado de entre los muertos» (Juan 12:1). Allí, en casa de Simón el leproso, como especifican Mateo y Marcos, «le hicieron allí una cena» (12:2). Juan no especifica dónde se sirvió esta cena. No cabe duda de que esta vaguedad es deliberada, pues su propósito es más bien llamar la atención sobre el hecho de que Marta, María y Lázaro estaban presentes, disfrutando del fruto de sus ejercicios y de la enseñanza divina acerca de la enfermedad, la muerte y la resurrección de Lázaro. ¡Qué bendición es para el alma cuando está alcanzado el propósito de los ejercicios por los que Dios la ha conducido!

3.4.3 - Marta y Lázaro – Juan 12:2b

Lo primero que nos dice el Espíritu de Dios es que «Marta servía». Ella había servido antes, pero había estado «distraída» por su servicio, y lo había hecho a su manera, sintiéndolo como una carga. Ahora su corazón estaba en reposo, y disfrutaba, con verdadera libertad de alma, del feliz privilegio de servir a su Señor, de proveer a sus necesidades. Aunque muy diferente de María, ella ocupa el lugar que le correspondía, para el que había sido preparada, para gozo de su Maestro.

«Lázaro era uno de aquellos que estaban a la mesa con él» (12:2). Había pasado por la muerte y había sido resucitado (aunque todavía en su condición humana) por Aquel que era y sigue siendo la Resurrección y la Vida. Por eso estaba sentado con el Señor, compartiendo la misma comida. De la misma manera, vivificados junto con Cristo y resucitados juntos, estamos sentados juntos en los lugares celestiales en Cristo Jesús. Pero Lázaro, tal como lo vemos aquí, es más bien una figura de aquellos con quienes el Señor, en un día venidero, beberá el «vino nuevo» en el reino de su Padre. Observamos de paso que la cena fue preparada para Jesús, cuyo corazón alegraron, del mismo modo que Leví, en otra ocasión, le había preparado un gran banquete en su propia casa, al que había invitado a un gran número de recaudadores de impuestos y pecadores –aquellos a quienes el Señor había venido a llamar al arrepentimiento.

3.4.4 - Antes de la unción. El estado de María – Juan 12:3a

Todo esto sirve solo como introducción a nuestro tema principal, la unción de los pies del Señor por María. La importancia e incluso el valor de este acto, según la estimación de Dios, se muestra por el hecho de que su relato se encuentra no solo en el Evangelio según Juan, sino también en los de Mateo y Marcos, con diferencias características en los detalles.

Si estas 3 almas piadosas, devotas del Señor y unidas a él por los lazos imperecederos de ese amor divino que él mismo había engendrado en sus corazones en el momento de su rechazo –si estas 3 almas piadosas, digo, representan ese remanente del que realmente formaban parte, y que Dios había preparado para recibir a su Hijo amado (comp. Juan 1:12-13), María, en cambio, va mucho más allá de esa función, pues tuvo esa fe que la unió a Cristo mismo como a su único Objeto (un Objeto que la absorbía); se convierte así en un modelo para todos los cristianos de todos los tiempos. Como María Magdalena, en este sentido, estaba muerta para el mundo y el mundo estaba muerto para ella. Solo Cristo llenaba su corazón. Ella es un ejemplo perfecto de lo que llamamos «primer amor», de ahí el elogio sin reservas que recibió del propio Señor.

Nada dejaba prever el gesto de María, pero en cuanto leemos que «le hicieron allí una cena», se añade: «Entonces María, tomando como medio litro de perfume de nardo puro…». De hecho, el preludio de este acto de María se encuentra en los capítulos precedentes. Las almas no alcanzan tales alturas espirituales en un instante, y María no más que las otras. Pero la devoción de María venía de haber estado sentada a los pies de Jesús escuchando su Palabra, y de sus benditas experiencias en relación con la muerte de su hermano. En su dolor, después de profundos ejercicios, se había percatado de la simpatía de su Señor, y luego de su mano fuerte, la sostuvo, y además la atrajo cerca de él. Así se había reunido a él (utilizando un lenguaje que describe el verdadero significado de su estado) más allá de la muerte. Lo conocía como la Resurrección y la Vida, y en esa esfera, su gloria, la gloria de su Persona como Hijo de Dios, inundaba su alma. Así Cristo había llegado a ser todo para ella y, además, ella misma era la delicia del corazón de Cristo.

3.4.5 - Significado y valor de la unción – Juan 12:3b

Solo así podemos apreciar el acto que ahora vamos a considerar. Pero quizá antes podamos añadir algo más: no es solo el acto en sí, sino también el sentimiento que lo provocó, lo que nos instruye de manera tan bendita. Como alguien dijo muy acertadamente: “Fue el instinto del amor el que presintió que la muerte proyectaba su sombra sobre Aquel que era la Vida, como lo presintió el propio Jesús –¡el único caso en que Jesús encontró simpatía en la tierra!” He aquí, pues, el secreto de la unción de María: ¡un corazón tan lleno de amor que entraba en la posición de Jesús, se identificaba con ella, y no solo con la posición de Jesús, sino también con sus sentimientos, y luego derramaba sobre él lo que le era más precioso! Sin duda, solo el amor puede comprender el amor y penetrar en los secretos del corazón del Amado. Se nos llama la atención sobre el hecho de que este perfume de nardo puro era «de mucho valor», seguramente para enseñarnos que, en la estimación del amor, nada es demasiado precioso para Aquel que llenaba el corazón de María. Con su gesto, nos parece que expresaba también otras 2 cosas: en primer lugar, su sentimiento del valor inestimable de Cristo y, en segundo lugar, su adoración. Estas 2 cosas son una y la misma en Apocalipsis 5, y siempre están íntimamente entrelazadas en los corazones de aquellos que verdaderamente disfrutan del amor de Cristo, y que creen que nada es demasiado elevado para él, tanto en la tierra como en el cielo.

María estaba en la tierra, y Cristo estaba a punto de ser ofrecido como el verdadero Cordero pascual, pero María tenía el sentimiento inquebrantable de que ningún lugar en la tierra o en el cielo era demasiado alto para Aquel que estaba sentado a la mesa con los suyos, aquella tarde, en Betania. De ahí el hecho de que, para expresar este sentimiento, ungiera los pies de Jesús y los enjugara con sus cabellos, mientras toda su alma se inclinaba ante él en gratitud y adoración. No podemos decir si toda la verdad de su gloriosa Persona ya se había revelado a ella, pero el instinto de amor que la había llevado a comprender que su muerte estaba próxima, también tenía por efecto ampliar sus pensamientos sobre Aquel que estaba sentado a la mesa ante ella. María era de hecho una verdadera adoradora, y su corazón desbordante derramaba su tributo de homenaje de la manera más adecuada para la ocasión, bajo la guía, creemos, del Espíritu de Dios. Confundida por esta visión de su gracia y de su belleza, el corazón desbordante de adoración y en plena comunión de espíritu con él en lo que respecta a su rechazo y muerte, encontraba la manera de derramar las emociones de que estaba lleno su corazón rompiendo este vaso de alabastro lleno de perfume de nardo puro de gran valor, derramándolo sobre su cabeza (Marcos 14:3) y sus pies (Juan 12:3). Al hacerlo, proclamaba que Cristo lo era todo para ella, y que él era digno de lo más precioso que el corazón de un redimido podía dar.

3.4.6 - La casa llena de la fragancia del perfume – Juan 12:3c

Estas consideraciones nos preparan para comprender mejor cómo «la casa se llenó del olor del perfume». Era un hecho material, pero detrás de él se esconde la enseñanza de que nada hay más precioso en el corazón de Dios –o en el corazón de los santos si están en comunión con él– que un acto de perfecta devoción a Cristo. Su fragancia se difunde por todas partes, como la luz del alba, hasta alcanzar a todos los que están en la casa, morada de Dios en el Espíritu. ¿Quién, en efecto, no la ha sentido, aunque sea en pequeña medida, en una reunión de santos en torno al Señor? Una nota de alabanza ha brotado del alma de un adorador, y se ha elevado al Padre en gratitud, y al mismo tiempo ha llenado todos los corazones de la asamblea por igual con su bendita fragancia. Así es verdad, en todos los tiempos, que cuando una «María» unge los pies de su Señor con un perfume de gran valor, toda la casa se llena con la fragancia de ese perfume.

3.4.7 - Judas – Juan 12:4-6

«Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (1 Cor. 5). Juan nos dice que Judas tuvo algo que decir a este acto de María, y Mateo que «los discípulos al ver esto se indignaron, y dijeron: ¿Para qué este desperdicio?» (Mateo 26:8). Juan descubre la raíz de esta defección general en el corazón codicioso de Judas, cuya afectación de piedad e interés por los pobres parece haber influido en todos los discípulos. ¡Qué contraste! Mientras la fragancia del perfume de María llenaba toda la casa, el pensamiento perverso de Judas extendía su influencia maligna en el corazón de todos los discípulos. Así que, por un lado, se nos anima y, por otro, se nos advierte. Sin embargo, la maldad de Judas no fue más que una oportunidad para que el Señor expresara su agradecimiento por lo que María había hecho. Judas, para conseguir sus fines –o tal vez por despecho por no poder hacerlo– se dio falsamente a sí mismo la apariencia de un filántropo, y habría querido hacernos creer que el bien de los pobres debía ser la principal preocupación de los discípulos del Señor. Era pura hipocresía, como nos dice Juan: «no porque le importaran los pobres, sino porque era ladrón, y teniendo la bolsa, se llevaba lo que se echaba en ella» (12:6). ¡Qué solemne advertencia! Una mala tendencia, si la cultivamos, puede llegar a dominarnos por completo y hacernos cometer los pecados más espantosos, ¡como fue el caso de Judas! La codicia, el amor al dinero que es la raíz de todos los males, llevaron progresivamente a Judas, cegando su alma, a cometer la espantosa iniquidad de traicionar a su Señor por 30 monedas de plata. Por esta transgresión se fue a su propio lugar (Hec. 1:25).

3.4.8 - El profundo significado del acto de María – Juan 12:7-8

En el versículo 6 se revela plenamente el corazón de Judas, para que podamos comprender el funcionamiento secreto de su mente inicua. En el versículo siguiente, el Señor responde a la pregunta formulada por Judas en el versículo 5: «Dejadla; para el día de mi sepultura ella ha guardado esto. Porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros; pero a mí no siempre me tenéis» (Juan 12:7-8). De este modo, el Señor protegió tiernamente a María del reproche, proclamando a todos los que tenían oídos para oír que, de algún modo, ella había captado el secreto de su muerte, y que, en comunión con sus pensamientos sobre esa muerte, se había identificado con ella. Era, por tanto, un momento supremo para ella, y aprovechó esta oportunidad única, que nunca volvería a presentarse, para ungir este Cuerpo santo para su sepultura. No sabemos si ella comprendía todo esto, pero ese es el significado que el Señor atribuyó a su acto. No siempre tendría al Señor con ella de esta manera, y por eso, con todo su corazón, derramaba este tributo de profundo afecto a sus pies, mientras él estaba sentado a la mesa 6 días antes de la Pascua. El Señor añadió algo más, como recogen Mateo y Marcos: «En verdad os digo que, dondequiera que se proclame este evangelio en el mundo entero, también será contado lo que esta hizo, para memoria suya» (Mat. 26:13). Esto nos dice cuánto había alegrado la acción de María el corazón del Señor, y qué inexpresable recompensa sería para María. Mientras se sigan leyendo los Evangelios, el gesto de María será celebrado y su recuerdo quedará grabado en el corazón de los hijos de Dios. También en este sentido, la casa estará siempre llena del aroma del perfume.

3.5 - Reflexiones finales sobre María de Betania

Después de este incidente, no se volverá a hablar de María. En particular, cabe señalar que, a diferencia de María Magdalena y las demás mujeres, María no aparece en el sepulcro. Si la siguiente interpretación es correcta, como no nos cabe duda de que lo es, al igual que ella había estado de alguna manera en comunión con él en su muerte, también había aprendido la inutilidad de buscar al Viviente entre los muertos. A través de su muerte, una esperanza más allá de la muerte, concerniente a su Amado Señor, debe haber amanecido en su alma, desprendiéndola de la tierra para unir su corazón al suyo, en este nuevo lugar y esta nueva escena donde él estaba a punto de entrar. No olvidemos, en efecto, que María había tenido el privilegio de sentarse a sus pies y escuchar su Palabra, de ser objeto de su simpatía, de su apoyo y ayuda cuando Lázaro murió; había visto la gloria de Dios cuando resucitó a Lázaro, y al propio Jesús glorificado entonces como Hijo de Dios. Por lo tanto, era casi imposible para ella pensar que él pudiera estar retenido en la muerte, o que el Santo de Dios pudiera ver la corrupción (Sal. 16). Por eso no fue al sepulcro, pues eso habría sido negar su fe.

Es ciertamente provechoso para nosotros meditar sobre esta alma admirable, preparada por la enseñanza y el poder de Dios para refrescar el corazón de Cristo en la hora de su rechazo, y para animarnos a caminar por el mismo sendero de profundo amor y completa devoción. Con todo, no hay en toda la Biblia mayor ejemplo de profunda espiritualidad que el de María de Betania, la hermana de Marta y de Lázaro.

4 - María Magdalena

4.1 - ¿Quién era? – Mujeres diferentes, que no hay que confundir

Si es justo suponer que «María Magdalena» significa simplemente que María procedía de la ciudad de Magdala, entonces era galilea y se había criado cerca de las orillas del mar de Galilea. Las indicaciones dadas en Lucas 23:49, 55, que ciertamente se aplican a María (véase Lucas 8:2-3), muestran claramente que ella provenía de Galilea, y por lo tanto confirman la exactitud de lo que acabamos de decir. Siendo así, la confusión que a menudo se ha hecho en el pasado, al identificarla con María de Betania, es absolutamente infundada. Del mismo modo, creemos que es erróneo equipararla con la mujer pecadora que roció con lágrimas los pies del Señor y los enjugó con los cabellos de su cabeza, besándolos y ungiéndolos con perfume, según Lucas 7. Nada es más obvio, para cualquiera que examine cuidadosamente este relato, que esta pecadora, María de Betania y María de Magdala son 3 personas distintas, y que la unción de nuestro Señor en Lucas 7 es distinta de la referida en los Evangelios de Mateo, Marcos y Juan. Hay inevitablemente similitudes, pero moralmente, y en su significado más profundo, son 2 circunstancias totalmente diferentes. Si intentamos captar el espíritu más que la letra de estos relatos, veremos inmediatamente que describen y nos presentan almas en 2 estados espirituales muy diferentes, y en 2 niveles muy distintos de experiencia espiritual.

4.2 - Lucas 8:1-3

4.2.1 - Su origen

María Magdalena aparece por primera vez en Lucas 8:1-3. Citaremos este pasaje en su totalidad, para captar su verdadero significado. «Sucedió después, que recorría todas las ciudades y aldeas, predicando y proclamando el evangelio del reino de Dios; y con él iban los doce, y algunas mujeres que habían sido sanadas por él de espíritus malignos y de enfermedades: María, la llamada Magdalena (de quien habían salido 7 demonios), y Juana, mujer de Chuza, mayordomo de Herodes, y Susana, y otras muchas que les servían con lo que poseían». En este breve relato, encontramos la esencia del tema de este capítulo, es decir, el ministerio de la Palabra, la buena nueva del Reino de Dios y sus efectos producidos en las almas por el poder divino. María Magdalena está mencionada en primer lugar después de los 12 como ejemplo. Su estado anterior había sido espantoso en extremo, pues 7 demonios habían salido de ella (Lucas 8:2) y había estado sometida a su dirección diabólica. No se nos dice cómo había sucedido esto, ni en qué forma se había manifestado este poder satánico, pero es difícilmente concebible que Satanás pudiera haber ejercido su poder sobre un alma hasta tal grado sin entregarla a una vida culpable de pecado. El ejemplo del endemoniado, en este mismo capítulo, muestra las terribles consecuencias en que incurren los que viven bajo el imperio de Satanás. Pero nos basta saber que 7 demonios se habían instalado en el alma de María Magdalena y la habían convertido en el recipiente de su poder maldito. Es posible que los hombres la consideraran una lunática peligrosa y la rechazaran por esa razón. En cualquier caso, era un objeto de repulsión, el juguete de sus propias pasiones incontrolables, indeciblemente lamentable e infeliz.

Pero la mirada de Dios, que perseguía sus eternos propósitos de gracia en Cristo, se fijó en esta pobre alma caída y contaminada. Su camino se cruzó con el del Señor Jesús en Su propio tiempo, porque ella era una de esas almas perdidas que él había venido a buscar y salvar. No se revela dónde la encontró, pero lo que sí sabemos es que nuestro bendito Salvador viajaba entonces por las orillas del mar de Galilea; y Magdala no estaba lejos de Capernaum, donde el Señor habitó varias veces durante su ministerio (comp. Marcos 2:1). Así que encontró a esta desafortunada mujer que había sido rechazada por todos, y por la palabra de su poder, expulsó de ella a los 7 demonios, librándola así del poder de las tinieblas y transportándola al reino de Dios que él había venido a proclamar. ¡Qué bendito cambio! La que había sido esclava de Satanás, obligada a obedecer hasta sus más horribles e inicuas órdenes, dominada por él en cuerpo y alma, –estaba ahora introducida en el bendito círculo donde reinaba la gracia suprema, donde Dios era exaltado y donde estaba sentada a los pies del Señor Jesús, vestida y en su juicio cabal. En verdad, ella había pasado de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad, y podemos estar seguros de que de su corazón surgió un cántico de gozo y gratitud a su Liberador. ¡Qué bendito cambio, bien podemos repetirlo! Antes, los 7 demonios la habían tenido cautiva, pero ahora el Señor Jesús poseía su corazón, convirtiéndolo en su morada, y conduciéndola tras él por el camino de la devoción y el amor.

4.2.2 - Su intenso afecto

La palabra del Señor tuvo primero por efecto liberarla, luego atraerla. Leemos que «con él iban los doce, y algunas mujeres que habían sido sanadas por él de espíritus malignos y de enfermedades: María, la llamada Magdalena…». Así que María fue una de las que tuvo el inefable privilegio de estar con el Señor en algunas de sus giras evangelizadoras. ¿Cómo llegó a estar entre los que le acompañaron?, y casi anticipar la bendición de los que, en la gloria del Reino, seguirán al Cordero dondequiera que vaya (Apoc. 14:4). La respuesta a esta pregunta es sencilla: María se sintió atraída por la gracia de su Liberador. Una de las características de este Evangelio es que la gracia brotó tan poderosamente de nuestro Señor y Salvador que quienes habían sido objeto de ella, en sus necesidades y sufrimientos, quedaron subyugados por ella. Desprendidos de todo lo que podía haberles estorbado, fueron como Leví, atraídos hacia él y llevados a seguirlo como discípulos devotos. Ya no podían prescindir de él, porque se había convertido en el objeto que absorbía todos sus afectos. Lo mismo sucedió con María. Lo que la caracterizó por encima de todo, desde el día de su liberación, fue un intenso afecto: amaba a Aquel que la había amado primero, y, como se ha dicho a menudo, nada satisface a uno que ama excepto la presencia del amado. Y así sucedió que María se encontró con Jesús, con él en su gozo desbordante por haber sido arrebatada del poder de Satanás, con él en los sufrimientos de su peregrinación, con él en el día de su rechazo, y con él en adoración porque, en cierta medida, sus ojos se habían abierto para discernir la gloria de su Persona. Sin duda, todavía tenía mucho que aprender (como queda claro en el resto de su historia), pero ahora estaba en compañía del Hijo amado de Dios, de aquel que era el centro de todos los pensamientos y consejos de Dios; se regocijaba en aquel que era el deleite del corazón de Dios; y aquel en cuya compañía se encontraba era el único canal a través del cual podía recibir cualquier bendición. Así pues, no había lugar en la tierra para María y sus compañeros como aquel en el que estaban con Cristo.

4.2.3 - Su servicio como ejemplo para nosotros

La revelación de Cristo al corazón de María a través de su Palabra tuvo aún otro efecto. Después de la enumeración detallada de «María…, y Juana, mujer de Chuzas, mayordomo de Herodes, y Susana…», se añade «y otras muchas que les servían con lo que poseían» (Lucas 8:3), lo que nos hace pensar que incluye a todas las mujeres mencionadas anteriormente. Si esto es correcto, María Magdalena es una de las que tuvo el privilegio de gozar del favor de ejercer este bendito ministerio. De esto se sigue 1) el reconocimiento de que ella pertenecía enteramente al Señor, y 2) que todo lo que ella poseía, estaba a su disposición, para su servicio. Estas 2 cosas muestran claramente que María había sido completamente redimida del dominio del enemigo, y que reconocía plenamente los derechos de su Redentor. Otra buena ilustración de este hecho es el caso de la suegra de Simón, que sufría de fuerte fiebre. En respuesta a la ferviente súplica de los que la rodeaban, el Señor se inclinó sobre ella y «reprendió a la fiebre y la fiebre la dejó; y ella, al instante se levantó y les servía» (Lucas 4:38-39). Haríamos bien en preguntarnos si nosotros mismos hemos seguido estos ejemplos, el de María y el de la suegra de Pedro. Este debería ser el punto de partida de toda alma convertida, no la meta alcanzada tras largos años de indiferencia y dolorosas experiencias. Nuestras vidas cristianas serían mucho más felices por ello, y nuestro testimonio de Cristo brillaría en medio de las tinieblas que nos rodean. Si haber considerado el ejemplo de María Magdalena nos ayudara en este sentido, ¡qué bendición! Pero para que este ejemplo actúe poderosa y positivamente en nuestros corazones, debemos dejar que la luz penetre en ellos y revele todo lo que los obstaculiza. Entonces debemos implorar la gracia de juzgar esos impedimentos, para que nuestras almas, en feliz libertad, puedan estar con el Señor en la intimidad de sus afectos, siguiéndole adonde él quiera conducirnos, y ocupándose en servirle según el privilegio y las oportunidades que él nos dé para poder hacerlo.

4.3 - María Magdalena cerca de la cruz del Señor Jesús

4.3.1 - María en primer lugar – cerca de la cruz – Juan 19:25

Desde el momento en que está mencionada en Lucas 9, hasta la crucifixión de nuestro amado Señor, no hay más mención de María. Todos los evangelistas (incluso Lucas, sin nombrarla) aluden al hecho de que fue testigo de la muerte del Señor, o al menos de las circunstancias de su muerte, y dondequiera que la vemos, durante esos últimos días, en compañía de las otras mujeres, se la menciona en primer lugar, excepto una vez: En el Evangelio según Juan (19:25), es la madre de Jesús la primera en ser mencionada: «Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de su madre, María mujer de Cleofás y María Magdalena». Aquí, el primer pensamiento del Señor (¡qué hermoso es verlo!) fue para su madre, en el momento en que, habiendo cumplido la obra que Dios le había encomendado, iba a confiarla al cuidado del discípulo amado. En Mateo y Marcos, María Magdalena, que está en compañía de otras mujeres, está en primer plano, lo que muestra ciertamente que el Señor había reconocido el profundo afecto de su corazón. Lucas solo dice, 2 veces: «Y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea…» (23:49, 55), pero Mateo 27:55 deja claro que María Magdalena era una de ellas. No se nos dice nada de los viajes en los que María y estas otras mujeres galileas acompañaron a Jesús, pero es seguro que estuvieron con él en su última visita a Jerusalén, donde iba a ofrecerse a Dios, por medio del Espíritu eterno, como Cordero sin mancha. ¡Qué inmenso favor fue para estas almas piadosas escuchar sus palabras y ver su rostro durante las últimas semanas de su vida en la tierra! Pero permanecieron ocultas hasta el final, pues el Espíritu de Dios no estaba ocupado de ellas ni de sus privilegios. Todo el cielo, podríamos decir, estaba centrado en el Cordero que quita el pecado del mundo. Sin embargo, una vez realizada la maravillosa obra de expiación, el Espíritu Santo pudo hacer observar la fidelidad de María Magdalena y de sus compañeras, y hacer que se transmitiera su recuerdo.

4.3.2 - Los que estaban presentes cerca de la cruz

¿Por qué, pues, estaba María presente cerca de la cruz, si no era por amor hacia Aquel que la había redimido de la esclavitud de Satanás? Jesús poseía su corazón, y eso era lo que la atraía allí donde él iba. Así como había estado con él, identificada con él durante su vida, también quería estar identificada con él en su muerte. La vemos 2 veces en la cruz: una antes de su muerte y otra después. Solo Juan se refiere a la primera vez: «Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de su madre, María mujer de Cleofás y María Magdalena» (Juan 19:25). El discípulo amado también formaba parte de este pequeño grupo. Al principio, aterrorizados por la hora de sus enemigos y el poder de las tinieblas (Lucas 22:53), todos los discípulos habían huido, abandonando a su Maestro. Juan se había recuperado del susto, al igual que, en cierta medida, Simón Pedro, que «…lo siguía desde lejos hasta el palacio del [sumo] sacerdote; y entrado, se sentó con los alguaciles, para ver el fin» (Mat. 26:58). Pero, ¡Pedro entró confiando en sus propias fuerzas y a pesar de las advertencias que había recibido, de modo que cayó en el horrible pecado de negar a su Señor! De los demás discípulos no se dice ni una palabra. ¡Qué dulce debió ser para el corazón del Señor ver a estos 4 fieles discípulos junto a él al pie de la cruz! Había sufrido profundamente en Getsemaní porque los 3 discípulos elegidos no habían podido velar con él ni una hora. Pero ahora se sentía reconfortado por el hecho de que eran 4 los que habían recibido la fuerza necesaria para hacer frente al poder del mal y a su implacable triunfo en aquel momento, al menos en apariencia; 4 que superaban su inexpresable pena al contemplar sus sufrimientos y su dolor, y que estaban dispuestos a afrontar todos los peligros en su profundo afecto por Aquel que se había convertido en todo suyo.

4.3.3 - El profundo sentido de la presencia de María cerca de la cruz. La muerte con Cristo

Pero es María Magdalena el tema de esta meditación. Por eso no nos detendremos aquí en la exquisita gracia del Salvador moribundo, encomendando a María, su madre, a los cuidados del discípulo amado –tanto más cuanto que esto ya ha atraído antes nuestra atención. Pasamos ahora a María Magdalena, de quien Jesús había expulsado 7 demonios. Y lo que queremos señalar es el significado moral del lugar que eligió ocupar cerca de la cruz. Ya hemos dicho, y el creyente más joven lo entenderá, que ella fue conducida allí por amor a su Señor. Era, por tanto, una expresión de su total devoción. En verdad, habría podido gritar como Itai: «Vive Dios, y vive mi señor el rey, que o para muerte o para vida, donde mi señor el rey estuviere, allí estará también tu siervo» (2 Sam. 15:21). Este fue el grito del corazón de María, mientras asistía a la crucifixión de su Señor. Sin embargo, si queremos captar el significado aplicándolo a nosotros mismos, hay algo más. La muerte de Cristo tiene 2 aspectos. En su muerte, glorificó a Dios en todo lo que él es; es la expiación, el fundamento justo de la salvación concedida a todos sus redimidos. Por otra parte, esta muerte puede verse en relación con nosotros en este mundo. A esto se refiere el apóstol Pablo cuando dice: «¿Ignoráis que todos los que fuimos bautizados a Jesucristo, en su muerte fuimos bautizados?» (Rom. 6:3). Y nos muestra que él mismo había comprendido esta verdad, cuando dijo: «Con Cristo estoy crucificado» (Gál. 2:20). Del mismo modo, María Magdalena (como los que la acompañaban), al colocarse junto a la cruz, se había identificado con la muerte de Cristo. Ella no era consciente del significado profundo de su acto, y sin embargo era así; porque ella había muerto al mundo, y el mundo había muerto para ella, mientras que Aquel que estaba clavado en la cruz ante sus ojos era toda su vida. Era un ejemplo perfecto del estado normal del cristiano, y bien podemos preguntarnos hasta qué punto nosotros también somos tales ejemplos.

4.3.4 - Lo que ocupaba los corazones cerca de la cruz. Salmo 22

Habiendo considerado el profundo significado de la presencia de María en la cruz, no trataremos de imaginar las diversas emociones encontradas en su corazón y en el de sus compañeras o compañeros. Una cosa era cierta: a pesar de las tinieblas que los rodeaban, el Señor era todo lo que habían creído que era. Ni la más mínima duda turbaba sus almas. Las mismas circunstancias de su muerte le hicieron más querido que nunca a sus corazones. Se podría incluso decir que el sentimiento que los dominaba mientras estaban allí, era de comunión con él en sus sufrimientos. Tal vez eran sus sufrimientos corporales lo que más sentían, pero podemos estar seguros de que su inmenso amor por el Amado sufriente los llevó a simpatizar e identificarse plenamente con él y su estado, en la medida en que la comprendían. La lectura del Salmo 22 a la luz de estas reflexiones, nos permite comprender mejor lo que percibían estas almas piadosas mientras escuchaban en meditación las palabras que salían de sus santos labios. Los poderosos toros de Basán estaban allí, atacándole por todas partes, abriendo sus bocas contra él como leones hambrientos y rugientes. ¿Y él? Sus fuerzas se iban como agua que se derrama, y todos sus huesos se descoyuntaron; su corazón se derritía como cera en sus entrañas; como un tiesto se secó si vigor, y su lengua se pegó a su paladar. Entonces, volviéndose a Dios, dijo: «Me has puesto en el polvo de la muerte» (v. 15). Peor que eso, perros lo rodearon, una asamblea de malvados lo rodeó, traspasando sus manos y sus pies –no iremos más lejos, y dejaremos al lector que aprecie personalmente este salmo en su totalidad y en cada uno de sus detalles. Así podrá comprender el carácter de la escena del Calvario que se desarrollaba ante los ojos y el corazón de María Magdalena. ¡Víctima santa! Todas las esperanzas de estas 4 almas, como todas nuestras esperanzas, brotan de lo que Tú eres y de lo que sufriste en la cruz. Te bendecimos, Dios y Padre nuestro, no solo porque lo sabemos, sino porque tú también nos has establecido firmemente sobre esta Roca de los siglos, y es por tu gracia que tenemos la seguridad y el gozo de no tener otro fundamento que Cristo, y su obra cumplida, para descansar ante ti. Por esto te alabamos, ahora y siempre. Amén.

4.3.5 - María Magdalena a distancia de la cruz – Mateo 27:55-56

La segunda visión de María Magdalena en relación con la muerte de Cristo, pero después de ella, se encuentra en los 3 primeros Evangelios. Es una simple observación general: «Estaban allí muchas mujeres mirando de lejos, las cuales habían seguido a Jesús desde Galilea, sirviéndole; entre las cuales estaba María Magdalena, María la madre de Jacobo y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo» (Mat. 27:55-56). Está claro, pues, que María había abandonado su lugar junto a la cruz y se había unido a las otras mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea. Cuando el Señor confió su madre al discípulo amado, «desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa», leemos (Juan 19:27). Si esto significa que lo hizo de inmediato, entonces probablemente fue en ese momento cuando este pequeño grupo consagrado al Señor se dispersó –quizá a instancias del propio Señor– y María Magdalena se retiró con María, la mujer de Cleofás, al lugar donde se alojaban sus compañeras de Galilea. Era un lugar muy apartado, pero lo suficientemente cerca como para que pudieran ver lo que sucedía. Lucas dice que «las mujeres que lo habían seguido desde Galilea estaban lejos mirando estas cosas» (Lucas 23:49). En qué consistían estas cosas, podemos saberlo comparando los Evangelios. ¡Estaban los insultos de los transeúntes, que sacudían la cabeza y decían: «¡Tú que derribas el templo y en tres días lo reconstruyes, sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz!» (Mat. 27:40); estaban también las burlas de los principales sacerdotes, escribas y ancianos, que, cumpliendo las Escrituras sin saberlo, llegaban hasta injuriarlo utilizando las palabras del Salmo 22! Los malhechores crucificados a su lado hicieron coro con todos los que lo insultaban; los soldados se repartieron sus vestidos echándolos a suertes; hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena; y, sobre todo, se oyeron los gritos del propio amado Señor: primero, cuando fue desamparado por Dios, y después, cuando se estremeció en su espíritu. Entonces la tierra tembló y las rocas se partieron [14]. Estas son las cosas, o algunas de las cosas, que María Magdalena y sus compañeras presenciaron desde lejos, ciertamente con lágrimas y desconsuelo.

[14] En Mateo esto se relata en relación con los santos que se levantaron de los sepulcros después de la resurrección del Señor; pero se afirma formalmente que el centurión, y los que estaban con él velando a Jesús, vieron el terremoto.

4.3.6 - Los sentimientos del Señor en la cruz

¿Y cómo debió sentirse nuestro amado Salvador, clavado en aquella cruz? La respuesta a esta pregunta, en relación con los sufrimientos infligidos por el hombre, se encuentra en estas súplicas: «Acércate a mi alma, redímela; líbrame a causa de mis enemigos. Tú sabes mi afrenta, mi confusión y mi oprobio; delante de ti están todos mis adversarios. El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé». (Sal. 69:18-20). ¡Querido Salvador! Tus enemigos habían endurecido sus corazones contra toda misericordia, y no hubo ni uno de ellos, excepto el malhechor crucificado junto a ti, que discerniera en aquel momento quién eras tú, y tu gloria venidera en el Reino. Ni siquiera aquellas mujeres que te seguían desde Galilea, ¡ni siquiera María de Magdala! Te amaban con toda su alma y eran devotas tuyas, pero aún no habían sido iluminadas acerca de tu resurrección. Por eso, el mayor sufrimiento para los que le seguían fielmente debió ser escuchar este grito (audible para los que estaban cerca de la cruz): «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». Esta fue la expresión de su infinito sufrimiento al beber la amarga copa del juicio divino, con el que glorificó plenamente a Dios e hizo propiciación por los pecados de su pueblo y del mundo entero.

4.4 - María Magdalena y la sepultura del Señor

Una vez consumada la muerte, solo quedaba enterrar al Señor. El profeta había dicho: «Y se dispuso con los impíos su sepultura» (que es lo que habría sucedido si sus enemigos se hubieran encargado del entierro), «mas con los ricos fue en su muerte» (Is. 53:9), pues Dios así lo había decidido. José de Arimatea, discípulo secreto del Señor, fue el instrumento elegido para cumplir la voluntad de Dios al respecto. Habiendo obtenido el permiso de Pilato para disponer del cuerpo de su Señor, lo tomó devota y reverentemente y «lo colocó en un sepulcro suyo nuevo, que había excavado en la roca; y habiendo rodado una piedra grande a la puerta del sepulcro, se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas enfrente del sepulcro» (Mat. 27:60). Marcos añade que «María Magdalena y María la madre de José contemplaban dónde lo ponían» (Marcos 15:47). Así pues, María permaneció fiel en su devoción a Cristo: durante su vida, durante los sufrimientos de la cruz y después de su muerte. Él era verdaderamente su vida, y cuando la gran piedra fue puesta ante la puerta del sepulcro, fue como si el sol de su alma se hubiera puesto. Él era el único tesoro de su corazón, y aunque no lo hubiera vuelto a ver, el mundo se habría convertido para ella en un desierto estéril bajo el juicio de Dios, tan cierto era que él lo era todo para su alma. Por eso, cuando la tumba se cerró sobre su cuerpo, fue como si ella lo hubiera perdido todo aquí abajo. Las tinieblas podían haber invadido su espíritu, y sus esperanzas podían haberse desvanecido, pero nada podía extinguir los afectos de su corazón producidos por Aquel que era su Objeto. Estos afectos suavizarían su dolor y, por la gracia de Dios, continuarían siendo una fuente de luz y esperanza para ella. No sabía cómo llegaría la liberación, y tal vez ni siquiera la esperaba. Pero amaba a Aquel que seguía siendo su Señor, y eso era lo único que importaba a Dios y a ella. No es la luz la que alimenta el alma, sino el amor. Y María amaba mucho, porque había sido perdonada mucho. Siempre es así: cuanto más nos damos cuenta del estado del que hemos sido liberados, más intenso y profundo es nuestro afecto por nuestro Liberador.

4.5 - María Magdalena y su Señor resucitado

4.5.1 - Según los relatos de Mateo, Marcos y Lucas

Después de la honrosa sepultura del cuerpo del Señor, María Magdalena y sus compañeras, que habían seguido al Señor desde Galilea y presenciado el entierro (comp. Lucas 23:55-56 con Marcos 15:47 y 16:1), «al volver, prepararon especias aromáticas y perfumes; y el sábado descansaron, conforme al mandamiento». Hay 3 cosas que están claramente indicadas aquí: 1) su afecto por Cristo; 2) su falta de esperanza en su resurrección; 3) su profunda piedad, evidenciada por su sumisión a la Palabra de Dios. Estaban ansiosas por extender las pruebas de su profundo amor sobre el cuerpo muerto de su Señor, pero, como el sábado era inminente [15], estas santas mujeres –entre las que destaca especialmente María Magdalena– esperaron tranquilamente, descansando según el mandamiento, antes de llevar a cabo su plan de ungir el sagrado cuerpo de nuestro Señor de gloria. Pero «cuando pasó el sábado, María Magdalena, María la madre de Jacobo y Salomé, compraron especias aromáticas para ir a ungirle. Muy temprano, el primer día de la semana, llegaron al sepulcro cuando el sol ya había salido» (Marcos 16:1-3); o según Mateo «después del sábado, al amanecer del primer día de la semana» (Mat. 28:1), o también según Juan (20:1) «siendo aún oscuro».

[15] Debemos recordar que nuestro precioso Señor fue crucificado el viernes, y que el sábado comenzaba al atardecer de ese día. Si la novena hora correspondía a las 3 de la tarde, José tuvo que actuar muy rápidamente para obtener el permiso de Pilato para bajar el cuerpo de Jesús de la cruz, y para preparar el cuerpo y enterrarlo antes de que comenzara el sábado. Lucas hace la observación de que «el sábado se acercaba» (23:54).

Todos estos relatos nos muestran unánimemente hasta qué punto los corazones de estas mujeres estaban absorbidos por su afecto hacia Aquel a quien habían conocido y seguido, unidas a él por lazos indestructibles a través de la gracia de la que habían sido objeto directo. Nada, por lo tanto, era demasiado precioso a sus ojos para ungir su cuerpo, y fue el mismo celo que las hizo apresurarse, temprano por la mañana, el primer día de la semana, para acudir al sepulcro, sin pensar en absoluto en la sorpresa que allí les esperaba. «¿Quién nos rodará la piedra de la puerta del sepulcro?», preguntaron al principio en su perplejidad (Marcos 16:3). «Alzando los ojos, vieron que la piedra ya había sido rodada; porque era muy grande» (Marcos 16:4). Antes de pasar al relato de Juan, consideremos un hecho que no se menciona allí: Marcos nos dice claramente que cuando María Magdalena y la otra María y Salomé descubrieron que la piedra había sido removida, entraron en el sepulcro y vieron a «un joven sentado a la derecha, vestido de larga ropa blanca», y se aterrorizaron. El «joven», al ver su miedo, les dijo inmediatamente: «No os asustéis» (Marcos 16:6) y, diciéndoles que el Señor había resucitado, les ordenó que fueran a ver a sus discípulos y a Pedro, que les contaran esta buena noticia y les dijeran que el Señor iría delante de ellos a Galilea, añadiendo: «Allí le veréis, como os dijo» (Marcos 16:7). No se nos dice en qué medida cumplieron su misión. Solo sabemos [16] que huyeron despavoridas del sepulcro y «no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo» (Marcos 16:8).

[16] Véase también Marcos 16:9-10, aunque se refiere a algo posterior, del mismo día.

4.5.2 - Según el relato de Juan 20

4.5.2.1 - Juan 20:1-10

Puesto que es María Magdalena a la que nos interesamos particularmente, nos proponemos ahora considerar los acontecimientos registrados en la hermosa narración de Juan, en la que María es el objeto principal a la vista del Espíritu, y la enseñanza que se desprende de sus experiencias en aquel día memorable. Lo primero que llama la atención es que, cuando María vio que la piedra había sido removida del sepulcro, corrió a Simón Pedro y al otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: «¡Han quitado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto!» (Juan 20:2). Todavía no había sido iluminada, pero su corazón solo tenía un Objeto, y, habiéndolo perdido momentáneamente, sintió una pena indecible, que expresó con conmovedores acentos que revelaban su profunda desolación: «¡Han quitado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto! Salieron, pues, Pedro y el otro discípulo, y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos; pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro, y llegó primero al sepulcro; e inclinándose a mirar, vio los lienzos echados, pero no entró. Llegó entonces Simón Pedro, que lo seguía; entró en el sepulcro y vio los lienzos puestos allí; y el sudario, que estaba sobre su cabeza, no puesto con los lienzos, sino doblado en un lugar aparte» (Juan 20:6-7). Todo estaba apacible y en orden. No se nos revela lo que pensaba Pedro, aunque por el contraste entre él y su compañero está claro que aún no creía. Sin embargo, el otro discípulo, que fue el primero en llegar al sepulcro, entró, «y vio y creyó. Porque hasta entonces no entendían la Escritura, que era necesario que él resucitara de entre los muertos» (v. 8-9). En otras palabras, este otro discípulo creyó basándose en lo que vio, en el testimonio de sus ojos de que el sepulcro estaba vacío. Esta fe fue totalmente ineficaz, porque cuando supieron que el sepulcro estaba vacío, y uno de ellos aceptando la prueba, se fueron a casa (Juan 20:10). Ellos también amaban al Señor, pero querían estar en casa, o refugiarse allí, en este momento supremo de la historia de la redención. Sobre este «otro discípulo», la sola vista, o la mera convicción intelectual, nunca tiene ningún poder: se ocupa de la verdad sin conducir nunca a Cristo mismo.

4.5.2.2 - Juan 20:11-13

La experiencia de estos 2 discípulos se relata aquí para resaltar más claramente el mayor apego de María Magdalena. El contraste es deliberado, como puede verse en el versículo 11: «Pero María estaba de pie fuera, junto al sepulcro, llorando». No podía irse a casa, como los 2 discípulos. Su corazón, aunque desolado, la obligaba a permanecer donde había visto por última vez el precioso cuerpo de su Señor. “Para ella”, como dijo otro, “sin Jesús, el mundo entero no era más que un sepulcro vacío; su corazón estaba aún más vacío. Ella permanece ante la tumba donde había estado el Señor que amaba. Nada podía consolarla, porque él ya no estaba”. Era, en efecto, un momento oscuro en la historia de su alma: estaba aprendiendo lo que era moralmente estar muerta con Cristo. Pero él, resucitado de entre los muertos, no la perdía de vista, sino que esperó el momento oportuno para enjugar sus lágrimas revelándose. Todavía faltaba un paso para que ella fuera bendecida: «Mientras lloraba, se inclinó para mirar dentro del sepulcro; y vio dos ángeles vestidos de blanco sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había yacido el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: Mujer, ¿por qué lloras? Ella les dijo: Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto» (Juan 20:11-13). ¡Vea cómo su corazón estaba absorto en su Señor! Su alma estaba ocupada con un solo y único pensamiento, el de haber perdido a su Señor. No veía ni oía nada más, porque sin él no tenía nada. Además, su apego a Cristo era tan fuerte que, como si nadie más en la tierra lo amara, lo hizo suyo. A los discípulos les decía «el Señor», pero a los ángeles les decía «mi Señor». Así es el amor, pues, aunque es tan fuerte como la muerte, sus celos son tan crueles como la tumba que, cerrándose sobre el que posee, excluye a todos los demás. Y tal amor no puede ser apagado por mucha agua, ni siquiera por los ríos (comp. Cant. 8:7).

4.5.2.3 - Juan 20:14

¡Cuán dulces debieron ser en el corazón del Señor estas pruebas del amor imperecedero de María! Estemos seguros de que tocaron su corazón de un modo irresistible. Sí, sufría por ella y se compadecía de ella en la desolación de su corazón. Pero ya, se preparaba para convertir su llanto en alegría, y su angustia en un cántico de alabanza. Así, después de responder a la pregunta del ángel, «se volvió hacia atrás, y vio a Jesús de pie, y no sabía que era Jesús» (Juan 20:14). El objeto de todos sus deseos estaba allí ante sus ojos, pero ella estaba tan preocupada por su propio dolor y sus propios pensamientos que no reconoció a su Señor. No es que, como en el caso de los 2 discípulos de Emaús, tuviera los ojos cerrados, sino que, como en aquel momento solo pensaba en Jesús enterrado y sacado de la tumba, estaba demasiado absorta en sus propios sentimientos para pensar en otra cosa. Jesús estaba allí ante sus ojos, ¡y ella no lo reconocía! Ah, querido lector, ¡cuántas veces no nos ha sucedido lo mismo! En nuestras grandes decepciones o en nuestros grandes sufrimientos, el Señor se ha acercado a nuestra alma, y no lo hemos reconocido. En vez de acogerlo, hemos reaccionado como los discípulos que, al ver a Jesús caminando sobre el mar, creyeron ver un espíritu y gritaron de miedo. Así podemos comprender fácilmente por qué María no reconoció al Señor. En realidad, era él mismo quien así lo había querido, pues buscaba a su oveja, e iba a llamarla por su nombre, y por gracia, ella estaba dispuesta a oír y responder a su muy conocida voz.

4.5.2.4 - Juan 20:15-17a

Entonces Jesús intervino y dijo: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?», (Juan 20:15). Los ángeles solo habían dicho: «¿Por qué lloras?» A esta pregunta, el Señor añadió: «¿A quién buscas?», porque así pudo responder al anhelo del corazón de María, mientras que los ángeles eran incapaces de mostrarle a Aquel a quien ella buscaba. El Señor mismo estaba allí, delante de María, y ella no lo reconoció. Estar preocupados por nuestros propios pensamientos siempre nos ciega, y nos mantiene en la incredulidad; este fue el caso de María de Magdala: Ella, pensando que era el jardinero, le dijo: «¡Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré!» (Juan 20:15). Se ha dicho a menudo que María estaba tan obsesionada con sus propios pensamientos que ni siquiera imaginaba que alguien pudiera ignorar a quién buscaba. ¡Qué maravilloso! Nadie más en el mundo importaba a su corazón. Así que no había necesidad de especificar a quién se refería. Recordemos también que nada es imposible para el amor. María era una mujer débil y, sin embargo, dice: «Y yo me lo llevaré» (Juan 20:20). Ojalá todos conozcamos más este amor invencible que une un alma a Jesús con lazos indestructibles, haciéndola aceptar, incluso con gozo, llevar cualquier carga que él le confíe.

¿Qué mayor prueba podía tener el Señor del amor de su sierva? Por supuesto, conocía su corazón, pero su gozo residía en expresar lo que su propio amor había producido en ella. Por eso había esperado a que María expresara todo su amor antes de revelarse, transformando así su dolor en gozo. Ese momento había llegado. Con una sola palabra, la de María, hizo brillar la luz de su presencia en las tinieblas de aquella alma en desasosiego. Era el Buen Pastor, el Buen Pastor que había dado la vida por sus ovejas. Y como el Buen Pastor, llamaba a sus ovejas por su nombre y las sacaba de allí. Así es como llamó a María por su nombre: «Jesús dijo: María». Esta sola palabra, pronunciada como solo él podía hacerlo, fue directa a su corazón, disipó la niebla de incredulidad que se había acumulado en él, la liberó de sus propios pensamientos y le reveló a Cristo resucitado de entre los muertos. ¡Qué poderoso cambio se producía en su alma! Un momento antes, estaba llena de un dolor inconsolable, un dolor proporcional a la profundidad de su amor, y ahora, en un instante, sus lágrimas fueron enjugadas por la revelación de su Señor. Esta palabra que le dirigía produjo una reacción inmediata, pues «volviéndose ella, le dijo en hebreo: ¡Raboní!, que quiere decir: Maestro». Así sucede siempre que reconocemos el llamado divino, porque trae consigo la revelación de la Persona de la que emana y su autoridad divina. Así, cuando Jesús vio a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés echando las redes al mar, y él los llamó, dejaron inmediatamente las redes y lo siguieron. Porque, como a María de Magdala, Aquel que los llamaba los obligaba por su amor, un amor que los rodeaba, y no podían hacer otra cosa que seguirlo. ¡Qué bendición cuando el llamado de Jesús llega al corazón!

4.6 - María, mensajera del Señor – Juan 20:17b-18

Antes de abordar este tema, es necesario definir en pocas palabras la posición de María. Con este fin, nos tomamos la libertad de citar algunos pensamientos llamativos, muy bien expresados por alguien más: “Antes de que el Señor resucitado se revelara a ella, María Magdalena representaba, sin duda, al remanente judío de aquel tiempo, personalmente vinculado al Señor, pero ignorante de la fuerza de Su resurrección. Estaba sola en su amor, cuya profundidad la aislaba. No era la única a estar salvada, pero solo ella, a causa del amor con que lo amaba, viene a buscar a Jesús –aunque se equivoque– antes de que el testimonio de su gloria brille en un mundo de tinieblas… Es un corazón amante… ocupado por Jesús, cuando el testimonio público del hombre sigue faltando totalmente. Y es a este corazón al primero al que Jesús se manifiesta después de su resurrección”. Esto explica perfectamente las palabras que Jesús le dirige: «No me toques». María ha debido hacer un gesto, como tendiendo la mano, para expresar el ardor de su amor, como si Jesús resucitado fuera a ser ahora el Mesías en la tierra [17].

[17] Esto anula completamente la aparente contradicción entre este relato y el de Mateo (28:9), según el cual la mujer asió los pies de Jesús y le rindió homenaje, porque en Mateo, está presentado como el Mesías.

Pero él no había regresado entonces para establecer su reino en la tierra, pues como le dijo a María, todavía no había ascendido a su Padre. Antes de que su gloria sea manifestada en este mundo, iba a asociar a sus redimidos con él mismo, en su propia relación celestial. Lo había dicho antes: «Si el grano de trigo cayendo en tierra no muere, queda solo, pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24). Estaba muerto, el fruto se había producido, y ahora colocaba a los suyos en su propia relación celestial, en el terreno de la redención; de modo que tenemos aquí un vislumbre del propósito de los designios de Dios, que era hacer que los suyos fueran conformes a la imagen de su propio Hijo, quien, habiendo glorificado a Dios en la tierra y terminado la obra que le había sido encomendada, iba a ser glorificado como Hombre –como el Hombre de los designios de Dios– a la diestra de Dios.

María recibió la misión de ser la mensajera de estas gloriosas verdades. El Señor le dijo: «Vete a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios» (Juan 20:17). Antes de poder transmitir semejante mensaje (del cual ella debía, a su medida, haber sondeado la verdad), María tenía que aprender que, en adelante, nunca más podría conocer a Cristo según la carne, y que, aunque lo hubiera conocido así, ya nunca volvería a ser lo mismo, pues las cosas viejas pasaron y todas fueron hechas nuevas (comp. 2 Cor. 5:17). Nunca más volvería a seguir a su Señor en la tierra, pero su gran privilegio sería poder seguirle allí donde él iba a morar. En una palabra, no volvería a conocerlo en su condición humana de carne y hueso, sino como el Hombre celestial, glorificado a la diestra de Dios. No es que María hubiera comprendido ya todas estas cosas, pues aún no había venido el Espíritu Santo, pero podemos estar seguros de que su corazón estaba preparado para recibir mucho de semejante conversación. Sin embargo, habiendo recibido su misión, se apresuró a cumplirla. «María Magdalena se fue y dijo a los discípulos: ¡He visto al Señor! Y les manifestó que él le había dicho estas cosas» (Juan 20:18). Era realmente un privilegio ser portadora de semejante noticia, y María demostró cuánto lo apreciaba obedeciendo pronta y fielmente la orden. Lo que la cualificaba sobre todo para este servicio era su afecto por Cristo; lo amaba con un amor supremo, y este amor la obligaba a cumplir inmediatamente su misión. También estaba cualificada para ser un verdadero testigo porque había «visto» y «oído» (comp. Juan 3:11 y 1 Juan 1:3). Por tanto, podía dar testimonio a los discípulos.

Unas palabras más sobre la importancia del mensaje. Nunca antes el Señor había llamado «hermanos» a los discípulos, sino solo «siervos» y «amigos». Pero ahora, en virtud de su muerte y resurrección, podía ponerlos en el mismo plano que el suyo, el de la resurrección. Lo que sigue explica lo que quiere decir: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios» (Juan 20:17). «Subo a mi Padre»: Su propósito era enseñarles que la escena de la nueva relación en la que les colocaba era el cielo. Lo habían conocido, amado y seguido en la tierra; pero todo ese tiempo, cualquiera que fuera el consejo de Dios para ellos, habían compartido la condición del pueblo terrenal, mientras que ahora iban a entrar en el lugar y la relación reservados a los santos celestiales, por asociación con el Resucitado. No debemos dejar de notar –pues esto explica el sentido del mensaje– que el lugar y la relación en los que Cristo mismo entró como Resucitado y ascendió al cielo determinan los de los suyos. En otras palabras, solo en Cristo resucitado y glorificado podemos discernir cuáles son los consejos de Dios respecto a sus redimidos: «…Como el celestial, tales también los celestiales. Y como llevamos la imagen del terrenal, también llevaremos la imagen del celestial» (1 Cor. 15:48-49). De acuerdo con estas benditas verdades dice el apóstol Pablo: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (Efe. 1:3); y continúa explicando que todas las bendiciones espirituales en las que hemos sido introducidos fluyen hacia nosotros desde estos 2 títulos –«el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo»– y que, como consecuencia de estos consejos divinos, somos introducidos en el mismo lugar y relación que Cristo mismo. ¡Qué gracia indecible! Y ¡cuán estrechamente nos une esto al corazón de Dios, así como al de nuestro amado Señor!

No se dice nada más sobre María Magdalena, pero hay 2 cosas más que señalar: 1) El efecto producido por su mensaje, 2) Lo que ella llegó a ser.

El mensaje de María Magdalena tuvo el efecto de reunir a los discípulos. A decir verdad, fue en debilidad, y por miedo a los judíos, pero a pesar de todo se reunieron, y las puertas fueron cerradas, cerradas contra la enemistad de los hombres y del mundo. Iba a ser un círculo nuevo y celestial –la Asamblea– y así constituido, aquella noche, al atardecer de aquel excelente día entre todos los días, el nuevo primer día de la semana, «vino Jesús y se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros. Cuando hubo dicho esto, les mostró sus manos y su costado. Entonces se alegraron los discípulos, viendo al Señor» (Juan 20:19-20). Así que esta pequeña compañía fue llena de paz (la paz que Cristo había ganado para ellos con su muerte, habiendo glorificado a Dios) y de su propia bendita presencia. Antes habían disfrutado a menudo de su compañía, pero ahora lo conocían, aunque vagamente, de una manera nueva, como el Resucitado. La realidad de su resurrección les fue confirmada por el Señor, a causa de su debilidad, mostrándoles sus manos y su costado, en la condescendencia de su gracia. Habían conocido antes, hasta cierto punto, este amor, pero ahora lo conocían como el amor que es más fuerte que la muerte, y que los unía a su corazón para la eternidad. Por eso «se alegraron los discípulos, viendo al Señor» (Juan 20:20).

¿Qué le sucedió a María? La respuesta es que desapareció, “perdida” en la Asamblea. Ella formaba parte de ese pequeño grupo bendito en medio del cual estaba el Señor, donde todo lo que es del hombre desaparece, donde cada uno pierde su individualidad para fundirse en el grupo de los santificados, entre los cuales no hay griego ni judío, circuncisión o incircuncisión, bárbaro, escita, esclavo, hombre libre; sino donde Cristo es todo y en todos (Col. 3:11). Bienaventurado todo creyente así “perdido” donde Cristo, y solo Cristo, es el Objeto supremo, y donde su gloria inunda el alma.