Inédito Nuevo

«El testimonio de nuestro Señor»

2 Timoteo 1:8


person Autor: Edward DENNETT 55


Hace tiempo que se ha demostrado que proclamar verdades aceptadas por todos no suscita reprobación. Incluso los hombres del mundo y los políticos lucharán por las creencias populares y, como Demetrio de Éfeso, no dudarán en despertar las pasiones de las multitudes para defenderlas. Pero una verdad nueva, ya sea revelada por primera vez o recuperada después de haber sido ignorada u olvidada durante mucho tiempo, sondea el corazón y suscita su hostilidad; por lo tanto, exige valor por parte de quienes la proclaman. Este hecho explica las exhortaciones especiales dirigidas a Timoteo en este capítulo. Algunos han pensado que la timidez, incluso la cobardía, era una trampa particular para él. Sea como fuere, está muy claro que necesitaba una audacia y una resistencia poco comunes para cumplir la misión que se le había encomendado, y ello porque su trabajo estaba relacionado con el «testimonio de nuestro Señor».

¿Qué hay que entender por esta expresión? ¿Debe limitarse a la verdad del «misterio de Cristo»? (Efe. 3:4). Todos admitirán que este misterio era el ministerio especial confiado a Pablo, aunque Colosenses 1 indica claramente que no era todo su ministerio. Nótese que, en nuestro pasaje, los términos «Evangelio» y «testimonio de nuestro Señor» que utiliza el apóstol tienen el mismo significado y que él los relaciona con «el propósito y la gracia» de Dios «que nos dio en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos, pero manifestada ahora por la aparición de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien abolió la muerte y sacó a luz la vida y la incorruptibilidad por el evangelio; para el cual yo fui puesto como predicador, apóstol y maestro» (v. 8-11). «El testimonio de nuestro Señor» no abarcaba, pues, menos que todo el ministerio del apóstol, que él expresaba a menudo con el solo término «el Evangelio» o «mi Evangelio» (vean 1 Tim. 1:11; 2 Tim. 2:8). Pero hay que tener presente el profundo significado que tiene «el Evangelio» en boca del apóstol. Su uso popular es tan restringido que tendemos a olvidar lo que implica «el Evangelio». Este término incluye lo que entendemos como «el Evangelio de la gracia de Dios» y «el Evangelio de la gloria», según 2 Corintios 4, un Evangelio que, en su expresión y consecuencias más completas, contiene la verdad del Cuerpo de Cristo. Para conocer la gloria de Cristo en los lugares celestiales, el hecho de que sea glorificado como hombre a la diestra de Dios es fundamental para la verdad del misterio. Como hombre glorificado, es la Cabeza del Cuerpo, y los que han recibido el Espíritu Santo después de creer en el Evangelio (Efe. 1:12), estando así sellados con el Espíritu Santo de la promesa, están unidos a Cristo y se convierten en miembros de su Cuerpo.

Tal era, pues, «el testimonio de nuestro Señor»; y es fácil percibir que proclamarlo avivaría los prejuicios fanáticos de los judíos y suscitaría la oposición de los creyentes judíos. Pedro predicaba que Dios había hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús que los judíos habían crucificado; pero este testimonio, en sí mismo, si era aceptado, no destruía en modo alguno los privilegios especiales de la nación judía. Al contrario, en Hechos 3, Pedro les dice, por la paciente gracia de Dios, que, si se arrepienten, Dios les devolverá a Jesucristo. Pero el testimonio de Pablo anulaba toda distinción entre judíos y gentiles; decía clara e insistentemente que en Cristo no hay «ni griego ni judío», etc. (Col. 3:11; vean también Efe. 1:3).

Por lo tanto, podemos entender bien que el apóstol necesitara exhortar a Timoteo a reavivar su don de gracia, de recordarle que «no nos ha dado Dios un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de sensatez» (2 Tim.1:7), y de exhortarle a no avergonzarse «del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero», porque, como hemos visto, la identificación con tal ministerio conlleva oprobio y persecuciones incesantes. Lo mismo ocurre ahora que el testimonio de Pablo se ha revelado plenamente. Retengan una parte –hagan algo por el hombre– y tal vez ustedes serán predicadores populares incluso en la cristiandad. Revelen plenamente la verdad del rechazo de Cristo y su gloria a la derecha de Dios; el fin del hombre, en consecuencia, y el juicio del mundo en la cruz; la verdad del cristianismo, que implica la presencia del Espíritu Santo en la tierra y la unión de los creyentes con Cristo por medio del Espíritu Santo, así como el llamamiento celestial y la espera del Hijo de Dios desde el cielo –y entonces serán considerados «como la basura del mundo, el desecho de todos» (1 Cor. 4:13).

Sin embargo, conviene subrayar que este testimonio solo puede ser divino si la condición del testigo responde en cierta medida a él. El testimonio en sí mismo es puramente objetivo, es decir, externo; pero si la vida y las relaciones de quien lo proclama contradicen la verdad, su testimonio sería de lo más triste.

Queda un detalle interesante por señalar. El apóstol dice: «No te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero». La relación entre estas 2 cosas es muy significativa. Pablo se identificaba tan plenamente con el «testimonio de nuestro Señor» que no se podía aceptar uno sin el otro. Profesar recibir el testimonio y al mismo tiempo avergonzarse de quien era prisionero del Señor a causa del testimonio, demostraría una falta de sinceridad y de verdad. Sin embargo, cuántas veces se profesan verdades, e incluso se aprecian, mientras que los portadores de esas mismas verdades son proscritos y condenados y, en algunos casos, la luz así recibida sirve para cubrir de oprobio los vasos a través de los cuales brilló la luz (vean Fil. 1:15-16). Tal comportamiento puede satisfacer al hombre, pero nunca agradará al Señor. Sus testigos son tan sagrados a sus ojos como el testimonio que dan. Así, dijo a sus discípulos la víspera de partir: «En verdad, en verdad os digo: El que recibe a quien yo envío, a mí me recibe; y el que me recibe, recibe al que me envió» (Juan 13:20). Hoy en día, muchos cristianos no dudarían en recibir «el testimonio de nuestro Señor», pero podrían avergonzarse de la cruz que conlleva, es decir, avergonzarse de identificarse con los que llevan el testimonio. Pero Dios ha unido ambas cosas; y si las separamos, no podemos estar bajo el poder de la verdad ni en comunión con Sus pensamientos.


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