Inédito Nuevo

Los sacrificios de los creyentes

Filipenses 4:18; Hebreos 13:15-16; 1 Pedro 2:5


person Autor: Edward DENNETT 55

flag Tema: Las responsabilidades del creyente


Los creyentes son ahora todos sacerdotes. Durante la dispensación judía, el sacerdocio estaba limitado a una sola familia, y fuera de ese círculo definido por Dios, nadie podía entrar. Pero Aarón y sus hijos eran una figura de toda la Iglesia como familia sacerdotal, de la Iglesia como familia sacerdotal en asociación con Cristo; porque por muy bendito que sea el lugar al que ahora son llevados los creyentes, y por muy preciosos que sean los privilegios que se les conceden, todas estas cosas solo se realizan en relación con Cristo. Por lo tanto, todos son igualmente sacerdotes y todos tienen igualmente acceso al lugar santísimo, en la presencia de Dios (vean Hebr. 10:19-22; 1 Pe. 2:5-9). Esta dignidad y este acceso les pertenecen únicamente por el sacerdocio de Cristo y la virtud eterna de su único sacrificio por los pecados.

Como sacerdotes, tenemos un altar (Hebr. 13:10), y en este altar debemos ofrecer continuamente nuestros sacrificios a Dios. ¿Cuáles son, pues, los sacrificios de los sacerdotes cristianos? Son de 2 clases.

1 - Los sacrificios de alabanza

En primer lugar, está «el sacrificio de alabanza», es decir, como explica el mismo Espíritu de Dios, «el fruto de los labios que confiesan su nombre» (Heb. 13:15). A esto corresponden los «sacrificios espirituales» de Pedro. De ello deducimos que todo culto verdadero, acción de gracias y alabanza son sacrificios; esto nos ayudará a determinar qué es realmente el culto, la acción de gracias o la alabanza. Se dice que nuestro Señor, por el Espíritu eterno, se ofreció a Dios sin mancha (Heb. 9:14). Por lo tanto, todo culto verdadero debe caracterizarse por 3 cosas. Debe ser presentado en el poder del Espíritu Santo (comp. Juan 4:24; Fil. 3:3), debe ser presentado por Cristo (porque Él es el altar del cristiano) y debe ser ofrecido a Dios. Al meditar en la belleza de los tabernáculos del Señor de los ejércitos, el salmista exclama: «Bienaventurados los que habitan en tu casa; ellos te alabarán sin cesar» (Sal. 84:4). Esta felicidad pertenece ahora a cada santo; sí, nosotros mismos somos una casa espiritual, y como sacerdocio santo, tenemos el privilegio de ofrecer alabanza eterna. Se decía que Dios habita en medio de las alabanzas de Israel, es decir, que estaba rodeado de esas alabanzas, que moraba en medio de ellas. Ahora debería ser aún más así, ya que, en su infinita misericordia y por la eficacia de la obra de Cristo, nos ha atraído a sí y se regocija con la adoración de nuestros corazones.

2 - Los sacrificios de nuestros bienes

En segundo lugar, hay sacrificios de otro tipo que estamos llamados, o más bien tenemos el privilegio, de ofrecer. Responden a las necesidades de los santos y de los siervos de Dios. Así, se dice: «Pero, de hacer el bien y de la ayuda mutua, no olvidéis; porque en tales sacrificios se complace Dios» (Hebr. 13:16). Del mismo modo, en la Epístola a los Filipenses, el apóstol dice que el don que le enviaron por medio de Epafrodito era «perfume de buen olor, sacrificio aceptable, agradable a Dios» (4:18). En el lenguaje del Antiguo Testamento, era una ofrenda de buen olor. ¡Cuánto agradan a Dios este servicio y los sacrificios de este tipo! Pero recordemos que el simple hecho de dar –dar a regañadientes, por ejemplo, o solo por insistencia– haría que el don no fuera un sacrificio. Al igual que en el sacrificio de alabanza, la ofrenda debe ser presentada por Cristo, a Dios, en el poder del Espíritu. Solo de tales ofrendas se puede decir que son «sacrificio aceptable, agradable a Dios».

Aquellos que desean evaluar el carácter de su culto y su beneficencia pueden aplicar fácilmente estos principios; y si su aplicación no puede dejar de humillarnos a la mayoría, al mostrar cuán miserable es realmente nuestro servicio ante Dios, sin duda será una fuente de bendición si nos lleva, cada vez que ejercemos nuestro sacerdocio, a juzgarnos a la luz de la presencia de Dios.

3 - Los sacrificios de nuestros cuerpos

En Romanos 12 se habla de otro sacrificio que, aunque no está relacionado con nuestro sacerdocio en este pasaje, puede explicarse brevemente. El apóstol dice: «Os exhorto, pues, hermanos, por las compasiones de Dios, a presentar vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; que es vuestro servicio racional» (v. 1). El motivo de esta exhortación se relaciona con el final de Romanos 8, y su tema, con Romanos 6; a saber, que las misericordias de Dios son todas aquellas que, por la gracia de Dios, se han expresado en nuestra redención –como muestra Romanos 1 al 8– y la exhortación con respecto a nuestros cuerpos se deriva de la verdad enunciada en Romanos 6. Liberados del poder del pecado por nuestra muerte con Cristo, el pecado ya no reina en nuestro cuerpo mortal, para que obedezcamos a sus deseos (Rom. 6:12). No; nuestros cuerpos deben ahora ser entregados a Dios, de modo que, así como antes nuestros miembros eran instrumentos de iniquidad para el pecado, ahora deben ser instrumentos de justicia para Dios.

En Romanos 12, aprendemos, por tanto, el carácter de la presentación de nuestros cuerpos a Dios. Deben ser presentados «como sacrificio vivo»; no como un animal inmolado, un sacrificio muerto, depositado sobre el altar; sino porque nuestros cuerpos no están muertos, y el pecado está en nosotros, deben mantenerse siempre bajo el poder de la muerte («llevando siempre en el cuerpo… la muerte de Jesús») (2 Cor. 4:10), y ser ofrecidos a Dios en sacrificio vivo. Son presentados a Dios para su servicio, a fin de que, en lugar de ser gobernados como siempre lo han sido por nuestra propia voluntad para nuestros propios fines, Él pueda ahora, en su maravillosa gracia, utilizarlos como miembros que expresan a Cristo. Tal ofrenda de nuestros cuerpos a Dios, repitámoslo, implica la práctica constante del poder de la muerte y, en consecuencia, se convierte en un sacrificio vivo. Cristo está en nosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el Espíritu es vida por la justicia. Y si tal sacrificio es, por una parte, santo y aceptable a Dios, es, por otra parte, nuestro servicio inteligente, un servicio adecuado a las exigencias que Dios tiene sobre nosotros debido a la redención, y un servicio, añadamos, que debe prestarse con gozo e inteligencia.

Se puede hacer una observación adicional. Se observará que, también en este caso, el sacrificio se presenta a Dios (¿a quién más podría ofrecerse?) sobre la base de la redención, es decir, por medio de Cristo; y también es cierto que solo puede hacerse por el poder del Espíritu Santo. De ello se deduce que debemos vivir una vida sacerdotal; que debemos comportarnos como sacerdotes en el altar en presencia de Dios, ya sea ocupándonos de alabar y adorar, de responder a las necesidades de los demás o de dedicarnos a las actividades de nuestro llamamiento (vean 1 Pe. 2:9).