La responsabilidad del cristiano


person Autor: Maurice CAPELLE 1

flag Temas: El cristiano Las responsabilidades del creyente


Un cristiano es uno que ha sido sacado por la gracia y el poder de Dios, de la antigua condición y estado, en que se encontraba como descendiente del primer hombre, Adán, y puesto en una posición enteramente nueva en Cristo, el segundo Hombre, el postrer Adán. En la Epístola a los Efesios leemos lo siguiente: «Dios, siendo rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en nuestros pecados, nos vivificó con Cristo… y nos resucitó con él, y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús» (Efe. 2:4-6). Aquí, pues, tenemos indicada nuestra posición delante de Dios, a saber: «nos colmó de favores en el Amado» (Efe. 1:6), siendo ahora esta posición tan completamente nuestra, como lo será después, porque no es posible añadir ni quitar nada del valor de la muerte y de la perfección de Cristo a la vista de Dios; y esta es la medida de nuestra aceptación.

Antes de continuar nuestra tarea, veamos de qué manera se ha efectuado esta maravillosa liberación de la condición antigua, y de sus consecuencias, y también por qué medio hemos entrado en la nueva condición con todas las bendiciones que la acompañan.

La Palabra de Dios revela el hecho de que el hombre, como hombre, es un pecador, muerto en delitos y pecados, sin fuerza, enemigo de Dios, sin esperanza y sin Dios (Efe. 2:1-12; Rom. 5:6; Col. 1:21). Hallándose, pues, en tal condición, y cuando el hombre ni tenía la posibilidad ni el deseo de volverse a Dios, Dios vino al hombre en la persona de su Hijo, cuya presencia en este mundo, a pesar de estar él «lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14), solo sirvió para establecer completamente el hecho del extrañamiento total del hombre de Dios, así como su enemistad contra Dios.

La cruz de Cristo fue la respuesta del hombre a la manifestación del más perfecto amor y de la suma gracia de Dios, y así, mientras que en ella vemos el rompimiento final entre el hombre y Dios, al mismo tiempo por ella nos han sido manifestados los infinitos recursos de la gracia que Dios tenía en su corazón, porque allí fue que «Al que [a Cristo] no conoció pecado, [Dios] por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:21). Él fue «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz», y allí, «fue entregado a causa de nuestras ofensas (a saber, por todo lo que habíamos hecho como pecadores), y fue resucitado para nuestra justificación», llevando «él mismo llevó en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero», haciendo propiciación, y purificándonos de ellos delante de Dios; de manera que «justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios» (Fil. 2:8; Rom. 4:25; 1 Pe. 2:24; Rom. 3:25; Hebr. 1:3; Rom. 5:1). Pero todavía hay más: «Dios le hizo pecado por nosotros» (2 Cor. 5:21), y siendo así hecho pecado por nosotros, fue desamparado por Él (Mat. 27:46).

Esto es mucho más que la purificación de los pecados. Dios trató, pues, en la cruz con la raíz y la fuente del mal; el pecado en la carne fue condenado y juzgado en la persona de Aquel que es nuestro sustituto; de modo que teniendo nosotros parte en su muerte, no tan solamente somos perdonados, ¡sino que también somos liberados de nuestro antiguo estado y condición en Adán! Hemos sido crucificados «con Cristo» (Gál. 2:20) y habiendo sido tratados de esta manera, Dios nos re­sucitó y asimismo nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús en vida de resurrección (Efe. 2:6). Así es que él mismo es nuestro título irrevocable a todo lo que el corazón de Dios ha dispuesto darnos, mientras que el Espíritu Santo, que ha enviado y que mora en nos­otros, nos da la seguridad de ese título, siendo el mismo Espíritu Santo «las arras [la prenda] de nuestra herencia». (Efe. 1:13-14), e igualmente el poder y la fuerza de la nueva vida y de nuestra con­ducta durante nuestra permanencia en este mundo.

Así, pues, somos perdonados y liberados, y caminamos a la glo­ria, la misma gloria que el Padre ha dado al Hijo y que él nos ha dado a nosotros (Juan 17:22). Nosotros que no tuvimos parte en la obra, por la cual Dios ha sido glorificado perfectamente, y la redención efectuada, somos destinados a compartir la gloria del Hijo por quien fue consumada; y para este fin somos predestinados «para ser conformes a la imagen de su Hijo». «Cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (Rom. 8:29; 1 Juan 3:2). ¡Qué gracia tan asombrosa es esta, que puede echar mano de cosas tan viles para manifestar en ellas su gloria! Maravi­llosa es también la Persona y la obra de Aquel que ha hecho po­sible que Dios sea justo al justificar al impío (Rom. 3:26), y aún más: Él es quien glorifica a los que creen en Jesús (Rom. 8:30).

Ya hemos visto cómo hemos sido predestinados para ser hechos conformes a la imagen del Hijo de Dios, para que él fuese el pri­mogénito entre muchos hermanos (Rom. 8:29). Y siendo ahora «nos colmó de favores en el Amado», herederos de Dios, coherederos con Cristo, nuestras asociaciones vivientes son ahora en el cielo, aunque todavía no estamos allí, como hijos de Dios aguardamos nuestra ma­nifestación; pero sabemos que cuando él aparezca seremos semejantes a él (1 Juan 3:2). Todo esto, pues, excluye todo pensa­miento de que podamos llegar a ser perfectos aquí; sin embargo, el que «tiene esta esperanza en él se purifica, así como él [Cristo] es puro» (1 Juan 3:3). Al mismo tiempo, el fin que tenemos delante de nos­otros se halla fuera del círculo de este mundo, y por eso Pablo, que lo comprendía bien, dice: «No que ya lo haya alcanzado, o que ya sea perfecto; pero sigo adelante, esperando alcanzar aquello para lo cual también me alcanzó Cristo. Hermanos, no considero que lo haya alcanzado; pero una sola cosa hago: olvidando las cosas de atrás, me dirijo hacia las que están delante, prosigo hacia la meta, al premio del celestial llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:12-14).

Así, pues, cuando hayamos sido hechos conformes a la imagen de su Hijo, Dios podrá manifestarnos, y seguramente así lo hará; pero no antes, porque hasta entonces no seremos la verdadera expresión de Cristo. «Cuando Cristo, quien es nuestra vida, sea manifestado, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col. 3:4). El mismo Señor dice: «He sido glorificado en ellos» (Juan 17:10). También Juan dice que seremos semejantes a él, y Pablo: «Cuando él venga para ser glorificado en sus santos y para ser, en ese día, admirado en todos los que creyeron» (2 Tes. 1:10). Por lo tanto, siendo entonces introducidos “en esferas de redención” en com­pañía con el Amado del cielo, participando de su gloria, y sabiendo que somos amados por el Padre como él lo es (lo cual es cierto tam­bién ahora), Cristo será manifestado en nosotros.

En toda la gloriosa felicidad y perfección de aquella escena, jamás seremos independien­tes en sentido alguno de Aquel que «nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros» (Efe. 5:2), ni para nuestro eterno placer, ni tampoco para lo que nos hace aptos para el cielo. ¡Es ahora un bendito pensamiento en verdad y ben­dita esperanza para nosotros en medio de nuestras faltas, que vendrá el día cuando no solamente le veremos a él, sino que tam­bién ¡Su nombre estará en nuestras frentes! (Apoc. 22:4). Pero mientras tanto estamos en estos cuerpos esperando todo esto, así como el cumplimiento de todos los designios de Dios, a ex­cepción de la obra de redención que ya está consumada, y sobre la cual todo está fundado.

Por medio de la obra consumada por Cristo en la cruz, hemos sido hechos aptos para participar de la suerte de los santos en luz, habiendo también sido liberados de la potestad de las tinieblas y trasladados al reino de su amado Hijo (Col. 1:12-13). Estamos «recon­ciliados con Dios» (Rom. 5:10). Sin embargo, todavía estamos en estos cuerpos de humillación, en los cuales aún existe el pecado; pero, aunque esto es cierto, no debemos nunca permitir que obren. Aún no somos lo que seremos, a saber, hechos semejantes a la imagen de su Hijo; ni tampoco estamos en donde estaremos, a saber, en la casa del Padre; pero sí que esta­mos ahora en el mundo, rodeados de todo aquello que no es del Padre (1 Juan 2:16). ¿Cuál es, pues, en vista de nuestra nueva posición, nuestra responsabilidad mientras nos hallamos aquí? Debemos andar como Cristo anduvo (1 Juan 2:6), independien­tes del mundo; enteramente dependientes de Dios; correspondiendo a nuestra aceptación, andando aceptablemente como es digno del Señor, agradándole en todo (Col. 1:10); y dando testimonio de Cristo delante del mundo, así como él dio testimonio de Dios el Padre. Él pudo decir: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan 14:9).

Para nosotros el vivir debe ser Cristo (Fil. 1:21). Debemos ex­hibir a Cristo, y para esto es importante que comprendamos bien que en nosotros mismos no hay cosa buena que cultivar. Desde el momento que lo intentemos, ya no exhibiremos a Cristo, sino a nosotros mismos. Esto no quiere decir que un cristiano no debe ser amable todo lo demás; pero sí que todo lo que manifieste debe ser fruto del Espíritu que mora en él, es decir, que sea un resultado de la manifestación de la vida que ha recibido; de modo que sea una expresión a todos los que están a su alrededor de la vida que es de Jesús y no de él mismo; y para este fin es que se nos exhorta que llevemos siempre por todas partes la muerte, o mortificación, de Jesús en el cuerpo, lo cual es lo opuesto a cultivarlo, ya que esta es la aplica­ción de la cruz a todo lo que es de nosotros mismos. «Tenemos este tesoro en vasos de barro» (2 Cor. 4:7-17), para manifestar la altura del poder de Dios y no la del vaso. Por consiguiente, cuanto más débil sea el vaso, tanto mejor será la manifestación del poder; cuanto más fino o delgado sea el farol, mayor será el resplandor de la luz que encierra; y de esta manera llegamos a ser exhibidores, no de la amabilidad natural, sino de la de Cristo; y la vida de Cristo es mani­festada en nuestros cuerpos (2 Cor. 4:10).

Hay otra cosa que debemos aprender, y es la gracia que puede ayudarnos, y que en efecto nos ayuda, en esa vía después de que nues­tra propia voluntad haya sido quebrantada o domada. El apóstol dice: «Nosotros, los que vivimos, siempre somos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2 Cor. 4:11). Esto sin duda hacía referencia pri­mero a él mismo, como siervo que era del Señor, realizando a su alrededor lo que era la muerte para que la vida fuese manifestada y que esta obrase en los corintios por conducto de él; pero hay un principio de la gracia divina en esto que tiene su aplicación más allá del caso especial de Pablo, y este es que Dios nos ayuda a mani­festar a Cristo entregándonos a muerte en una forma u otra, sea por la aflicción, los trabajos, las dificultades y demás cosas, para que la vida de Jesús se manifieste en la carne mortal. Así realizamos, como Pablo, lo que es la muerte.

Ahora debemos preguntarnos a nosotros mismos: ¿Nos ocupamos de esto con seriedad? ¿Acaso nos prestamos con buena voluntad a que Dios cumpla todos sus designios en nosotros en conexión con su bien amado Hijo? ¿Acaso nos hallamos tan ocupados y llenos de él mismo mirando sin velo su gloria, que nosotros mismos, digámoslo así, pasamos sentencia de muerte sobre todo lo que no tiene conexión con este fin? ¿Acaso procuramos comprender más y más la inmensi­dad de la gracia que ha predestinado que seamos hechos conformes a la imagen de su Hijo, de modo que buscamos en un sentido moral borrar la imagen de lo que es terrenal mortificándolo, o sea en otras palabras, dominando la carne?

Estas preguntas son muy serias, y deben recibir una respuesta real, verdadera y afirmativa de cada uno de nosotros, antes de que esperemos ocupar el verdadero lugar que nos ha sido dado aquí, como representantes o exponentes de Cristo ausente y rechazado.

Revista «Vida cristiana», año 1955, N° 18


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