Inédito Nuevo

«¿Quién nos mostrará el bien?»

Salmos 3 y 4


person Autor: Frank Binford HOLE 127


La miseria, sea cual sea, es el destino común del hombre. Elifaz temanita, afirmó que «como las chispas se levantan para volar por el aire, así el hombre nace para la aflicción» (Job 5:7), y sería difícil contradecirlo. El hijo de Dios no tiene ninguna exención especial en este asunto. Incluso tendría más, porque se enfrenta a la oposición del mundo, incluso a la persecución que, por su propia naturaleza, es desconocida para el hijo del mundo. Pero Dios sostiene a su hijo y, al final, obtendrá la salvación de Dios.

El hijo de Dios a veces se encuentra en situaciones difíciles y dolorosas que él mismo ha provocado. Dios lo mantiene bajo su mano, en su santo gobierno, y debe cosechar lo que ha sembrado. Probablemente sea la prueba más dura de todas. Cuando David escribió el Salmo 3, se encontraba en esa situación, ya que huía de su hijo Absalón. Quizás fue el momento más oscuro de toda su vida; las circunstancias de esa prueba tenían un carácter claramente retributivo. Había sembrado para la carne y ahora cosechaba un torbellino de corrupción.

Durante esa hora oscura, el número de quienes lo oprimían había aumentado considerablemente. Muchos se habían levantado contra él, liderados por su hijo rebelde; y muchos otros veían en ello la mano de Dios y concluían: «No hay para él salvación en Dios» (Sal. 3:2).

Estaban completamente equivocados. Es exactamente lo contrario; los 2 versículos siguientes muestran que solo había salvación para él que en Dios. Jehová era su escudo. Era también Aquel en quien podía gloriarse, Aquel que levantaba su cabeza cuando los hombres buscaban derribarlo. Clamó a Jehová, y él le respondió desde su santo monte.

Esto es un gran consuelo para nosotros. Cuántas veces hemos sido sometidos a la disciplina de Dios. A veces hemos sido conscientes de ello, pero a menudo no hemos comprendido que éramos responsables de nuestros problemas. Sea como fuere, el objetivo del diablo es impedir que nos volvamos hacia Dios, y no le faltarán personas que expresen lo que él quiere e insinuar que Dios ya no estará con nosotros, que no hay esperanza ni socorro para nosotros en Él. Sepamos que eso es mentira. David, bajo la disciplina, no fue rechazado por Dios, y nosotros tampoco.

Pero algunos nos dirían que no es necesario involucrar al diablo en este asunto, ya que, en lo que a ellos respecta, su conciencia suficientemente aguda les impide alejarse de Dios. El diablo interviene, por supuesto, cuando no ha habido una confesión franca y honesta del pecado.

Podemos decir que David nunca habría escrito el Salmo 3, cuando huía de Absalón, si no hubiera escrito antes el Salmo 51, en el que su corazón confiesa su gran transgresión. Pero habiéndose juzgado a sí mismo y habiendo reconocido su pecado, su comunión con Dios fue restablecida, y así pudo afrontar, confiando en Él, la tribulación que le sobrevenía según los caminos de Dios en su gobierno.

Llevemos, pues, cuentas cortas con Dios. Si pecamos, tenemos un Abogado ante el Padre; debemos, pues, juzgarnos a nosotros mismos y confesar nuestro pecado; nuestra comunión con Dios se restablecerá entonces, y podremos aceptar toda disciplina que nos sobrevenga, sin perder la confianza en él. Entonces, en medio de la angustia, podremos encontrar a Dios como nuestro escudo y nuestra gloria, y finalmente como nuestro libertador. La última parte del Salmo 3 ofrece una hermosa imagen de David, tranquilo, sostenido y sin temor en medio de sus aflicciones, y finalmente liberado de ellas.

Pero eso no es todo. El Salmo 3 va seguido de otro salmo de David que, aunque no se dice que haya sido escrito al mismo tiempo, le sigue de manera apropiada en cuanto al tema. En él vemos que el tiempo de angustia por el que pasó dio lugar a otras cosas deseables. De él obtuvo: 1) una bendición y un crecimiento espiritual para sí mismo y 2) la capacidad de dar testimonio a otros.

En el primer versículo del Salmo 4, tenemos esta notable declaración: «Cuando estaba en angustia, tú me hiciste ensanchar». En el original, la palabra traducida como «angustia» es la misma que la traducida como “enemigo” en el primer versículo del Salmo 3. Parece haber en ella la idea de estrechez y presión.

En la traducción (inglesa) de Darby, las palabras se traducen así: «Bajo presión, me pusiste a salvo». Es extraordinario. En las cosas materiales, seguramente asociaríamos presión con reducción. Esperamos que un producto sometido a la presión de una prensa potente durante su fabricación se comprima y se refuerce. Ciertamente no esperamos que se agrande con este proceso, sino más bien que se reduzca. En este caso, el trabajo espiritual actúa de manera opuesta al trabajo natural y material.

Una «angustia» solo puede ser dolorosa, pero si es Dios quien la utiliza como medio de presión, nos ensancha mucho. Las ilustraciones de esto abundan en las vidas de los santos. Las angustias en sí mismas no amplían: es pasar por las angustias con Dios lo que amplía. Cuando Él se hace cargo de las dificultades y las utiliza hábilmente como medio de presión, la bendición sigue.

Si comprendemos mejor esto, no estaremos tan preocupados por tener una vida sin problemas. No debemos aspirar a navegar siempre bajo un cielo azul, a caminar siempre por un camino llano en compañía del placer, ni siquiera si la aflicción no es el resultado de nuestra fidelidad a Cristo y a su servicio, sino una disciplina debida a nuestra locura y nuestro pecado.

 

«He caminado un tiempo con Placer,
Ha hablado durante todo el camino,
Pero no me ha hecho más sabio
Con todo lo que tenía que decir.

He caminado un tiempo con Dolor,
Y él nunca dijo una palabra.
Pero qué cosas he aprendido de él,
Cuando Dolor caminaba conmigo».

 

Es la experiencia lo que cuenta. En los momentos de angustia, lo que hasta entonces era solo una doctrina teórica se experimenta y se convierte en práctica. Sobre muchas cosas, el creyente más joven e inexperto puede decir: “Lo creo porque lo dice la Biblia. Dios lo ha dicho y eso manda mi fe”. Años más tarde, el mismo creyente, que ya no es joven ni inexperto, dice: “¡Sí, era verdad! ¡Cuánto me ha enriquecido experimentar esta verdad, aunque haya sido doloroso!”.

Tomemos 2 casos bien conocidos de las Escrituras que ilustran este punto. El apóstol Pedro tropezó tristemente y negó a su Señor. Esto le llevó a experiencias dolorosas, que culminaron cuando el Señor mismo le interrogó sobre sus actos y sus motivos (Juan 21). Pero salió fortalecido, porque, al ser restaurado, debía fortalecer a sus hermanos y pastorear a los corderos y ovejas del rebaño de Cristo. Además, no le faltó valor y audacia frente a los adversarios, como vemos en los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles.

Tomemos de nuevo el caso del apóstol Pablo, que él mismo presenta en 2 Corintios 12. La disciplina que sufría era preventiva y no punitiva, pero eso no hacía menos dolorosa «la espina en la carne» (v. 7). «Espina» es una palabra bastante suave. Sería más bien una “estaca”. Ahora bien, tener un palo clavado en la carne debe ser paralizante y terrible. Eso era lo que tenía Pablo. Pero esa experiencia le enseñó que la gracia de Cristo le bastaba. Descubrió cómo la fuerza de Cristo podía manifestarse en su debilidad. También aprendió a gloriarse de sus debilidades con el poder de Cristo descansando sobre él.

Y nosotros, ¿conocemos realmente la gracia de Cristo, la fuerza de Cristo, el poder de Cristo? ¿Las conocemos tanto como Pablo? ¡En absoluto! ¿Por qué? Porque no sabemos muy bien lo que es tener una estaca en la carne; en nuestro caso, sería más bien una astilla.

Recordemos que Pablo fue arrebatado al tercer cielo, donde oyó cosas inefables. Esa experiencia excepcional le proporcionó una luz extraordinaria sobre las cosas de Dios. Pero imaginamos que no le aportó lo que le aportó la «espina» para la carne. En las circunstancias difíciles de debilidad y enfermedad, pudo experimentar la gracia, la fuerza y el poder de Cristo, lo que no era el caso en las glorias del tercer cielo.

Vean también, en el Salmo 4, cómo David, con el alma ensanchada, aprendió a distinguir entre los «piadosos» y los «hijos de los hombres». Los hijos de los hombres convertían su «honra» en infamia. Jehová era la gloria de David, nos dice el Salmo 3, pero Jehová no era nada para ellos, ni siquiera menos que nada. La vanidad gobernaba sus corazones, solo buscaban mentiras. Los que temían a Dios se apartaban de eso.

Estaban separados, no porque se creyeran mejores que los demás, sino porque Jehová los había separado para él. Dios los había reclamado, y precisamente por eso los disciplinaba. Los hijos de los hombres pueden seguir con sus vanidades y sus mentiras con aparente impunidad. Dios no actúa con ellos como con aquellos que están en relación con él. Pueden acumular juicios para el día de la ira que viene. Pero Dios lleva cuentas con su pueblo. Por eso hacemos bien en llevar cuentas con él.

Sin embargo, los santos están llamados a dar testimonio ante los hijos de los hombres; y si han sufrido en la escuela de la disciplina, como David, están aún más cualificados para hacerlo.

La búsqueda de la vanidad no trae ninguna satisfacción a los hijos de los hombres. Al contrario. Los deja tristemente insatisfechos, en el mismo estado de ánimo que Salomón, que llegó a la conclusión de que todo era vanidad y correr tras el viento. Por eso claman: «¿Quién nos mostrará el bien?» (v. 6). Hacen esta pregunta como si pensaran que no hay una respuesta verdadera, porque el bien verdadero no existe.

Muchos hacían esta pregunta, al igual que muchos afirmaban acerca de David que no había esperanza para él en Dios. Tanto la pregunta como la afirmación provenían de la misma raíz de incredulidad. Y no hay duda de que tanto los que afirmaban como los que preguntaban estaban equivocados. David tenía ayuda en Dios, y solo en Dios. El bien absoluto y eterno existe, y los hombres pueden demostrarlo cuando se les desafía. David aceptó el desafío y demostró el bien. Lo conocía no solo teóricamente, sino también por experiencia.

En primer lugar, declara que el bien se encuentra en la luz del rostro de Jehová. No hay «bien» en las tinieblas de este mundo; para obtenerlo, debemos permanecer en la luz de Dios. David lo sabía; cuánto más deberíamos saberlo nosotros, que estamos en la luz de su rostro, que brilla plenamente en Cristo. Cuando vino nuestro Señor Jesús, el rostro mismo de Dios se levantó sobre nosotros, no como en el caso de Moisés, que solo lo vio de espaldas. Todo bien verdadero se encuentra en el conocimiento de Dios y de Cristo Jesús, nuestro Señor. Nada supera «la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús» (Fil. 3:8), nuestro Señor, y nada lo superará por la eternidad.

David daba como respuesta global a la pregunta: la luz del rostro de Jehová. Pero, evidentemente, consideró que debía dar detalles más precisos. Lo hace en los 2 últimos versículos de nuestro Salmo. Observemos los 3 puntos en los que insiste a modo de conclusión.

En primer lugar, está el gozo. Fíjense bien en que el gozo del que habla proviene de Dios, tiene su origen en Dios y, por lo tanto, es independiente de las cosas terrenales. Es el gozo del corazón, no el gozo superficial y exuberante del mundo. Es Dios quien lo puso en el corazón de David. Por lo tanto, no es de extrañar que florezca por encima de todo lo que los bienes terrenales pueden producir y que persista cuando estos desaparecen. En la época de David, gran parte de la riqueza estaba representada por el trigo y el vino, que simbolizaban las cosas buenas de la tierra. Cuando las cosechas abundantes aumentaban la riqueza, era motivo de gozo. Pero el gozo que tiene su origen en la luz del rostro de Dios es mucho mayor.

Habacuc 3 ofrece un contraste aún mayor. Cuando falten el trigo, el vino y todo lo demás, el gozo del corazón que viene de Dios permanece. Es eterno.

En segundo lugar, está la paz: una paz tal que David podía acostarse y dormir, feliz de olvidarse de sí mismo y de sus problemas. Si Jehová era su escudo, ¿por qué no iba a estar tranquilo? Si Dios se ocupaba de él, ¿por qué iba a preocuparse por su destino? Esta actitud, cabe señalar, era fruto de una experiencia anterior. Cuando muchos se levantaron contra él, liderados por Absalón, clamó a Jehová y fue escuchado, y entonces, con la confianza de un niño, se acostó, se durmió y se despertó sostenido por Jehová. Ya lo había hecho una vez y podía volver a hacerlo con toda confianza. Y podía dar testimonio a los hijos de los hombres de que estaba dispuesto a hacerlo, sin importar la angustia o la presión que estuviera sufriendo.

Y, en tercer lugar, está la seguridad garantizada por la presencia de Jehová. Los hombres podían amenazar y poner en peligro, pero Jehová, y solo él, lo mantenía a salvo.

La generación de los decepcionados e insatisfechos no ha desaparecido de la tierra. Más bien creemos que se ha multiplicado. Todavía hay muchos que dicen: «¿Quién nos mostrará el bien?». Siguen desafiándonos. ¿Estamos preparados y dispuestos a responderles? ¿Podemos hacerlo con corazones felices que no solo han probado la gracia de nuestro Dios, sino que la disfrutan plenamente?

Podemos mostrarles a Jesús, el Hijo de Dios, por quien conocemos a Dios. Podemos hablarles de la gloria de Dios en el rostro de Cristo. Y podemos hablarles del gozo, la paz y la seguridad que nos ha traído el Evangelio. Pero tal vez deberíamos invertir el orden y hablar de seguridad, paz y gozo. La seguridad, la certeza y el gozo son, en efecto, el fundamento del «bien» que nos ha traído el Evangelio y del que damos testimonio con gozo a los demás. Cuanto más nos presione, más brillante será nuestro testimonio.


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