Los ojos de todos estaban fijos en él
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“Truth and Testimony” 1991
Las palabras del encabezamiento se encuentran en Lucas 4:20. El Señor Jesús, en la sinagoga de Nazaret, está leyendo y explicando un pasaje sobre sí mismo. Este pasaje lo presenta como Aquel que recibió la unción del Espíritu de Dios, y en quien los hombres conocerían la plenitud de la gracia de Dios. En efecto, de su boca salían palabras de gracia, de modo que la gente, asombrada, tenía los ojos fijos en él. ¡Qué privilegio es para nosotros conocer al Señor Jesús, que es siempre el mismo, y, reunidos en torno a él, recibir nuevas impresiones de su bendita persona! En momentos como este, no es difícil tener los ojos de nuestro corazón fijos en él.
En la vida cotidiana, nuestras circunstancias cambian a menudo por completo. Las dificultades nos asaltan a veces como “el viento o las olas”. Pueden hacerlo hasta tal punto que nuestros ojos ya no estén fijos en él, sino en ellas, como le ocurrió a Pedro cuando se lanzó sobre las aguas hacia el Señor. En Hebreos vemos a los creyentes enfrentarse a tales dificultades. Estaban en «un gran conflicto de sufrimientos» (Hebr. 10:32), porque padecían persecución a causa de su fe en el Señor Jesús. Para animarlos, el autor inspirado vuelve sus ojos a él 4 veces.
En Hebreos 2:9 dice: «Pero vemos al que por poco tiempo fue hecho inferior a los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y honra». Él, que tuvo que padecer en la tierra como nadie, en cuanto hombre, está ahora a la diestra de Dios, coronado de gloria y de honra. Todavía no vemos que todas las cosas le estén sometidas, como lo estarán en el Milenio. Pero ya ahora ocupa el lugar de gloria y honor. Todo poder le ha sido dado en el cielo y en la tierra.
En Hebreos 2, la glorificación de Jesús es la misma que en Juan 13:32, donde se dice: «Dios lo glorificará en sí mismo, y enseguida lo glorificará». Dios no esperó al Reino para glorificar a su Hijo. Su obra era demasiado preciosa para permitir cualquier retraso, por eso Dios le hizo sentar a su derecha. Ahí es donde vemos a Jesús. ¡Qué estímulo para el creyente! Vemos a Jesús que ya está coronado de gloria y honor, y que llevará a muchos hijos a la gloria. Si nuestras manos se cansan y nuestras rodillas flaquean, como era el caso de los creyentes hebreos, ¡miremos hacia él!
En Hebreos 3:1 dice: «Por lo cual, hermanos santos, participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra confesión, Jesús». A medida que leemos la Epístola, vemos la gloria del Señor manifestada de muchas maneras. En los capítulos 1 y 2 tenemos su gloria personal como Hijo de Dios e Hijo del Hombre. Pero también tenemos su gloria oficial, como en el versículo anterior. Es el Apóstol, el enviado de Dios para llevar la Palabra de Dios a los hombres, y el Sumo Sacerdote, el que intercede por los hombres ante Dios. Consideremos a este único Mediador. Para conocer la gloria que nos espera, debemos mirar a Jesús, el hombre glorificado en el cielo. Para saber cómo habló Dios a los hombres, debemos mirarle a él, el Apóstol de nuestra confesión. Si necesitamos estar consolados en nuestro camino, miremos a él, el Gran Sacerdote de Dios que pasó por todas las dificultades que podemos encontrar en nuestra vida. Para adorar a Dios, debemos considerar su belleza moral y su gloria. Hebreos 7:4 nos dice: «Considerad cuán grande es este...» hablando de Melquisedec. Si esto puede decirse de uno de sus tipos, ¡cuánto más de su persona, de la que hablan los tipos!
Finalmente, leamos en Hebreos 12:1-3: «Por lo cual, nosotros también, teniendo a nuestro alrededor una nube de testigos tan grande, despojándonos de todo peso y del pecado que [nos] asedia, corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, fijos los ojos en Jesús, autor y consumador [1] de la fe, quien, por el gozo puesto delante de él, soportó la cruz, despreciando la vergüenza, y se ha sentado a la diestra de Dios. Considerad, pues, al que soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismo, para que no os canséis ni desmayéis en vuestras almas». En estos versículos, tenemos la imagen de un anfiteatro, con espectadores o testigos –los creyentes de los tiempos del Antiguo Testamento presentados en el capítulo 11, la carrera con sus obstáculos, y una meta: Jesús, el Líder y Consumador de la fe. Para poder caminar por la fe, nuestros ojos deben estar fijos en Jesús, que nos ha precedido en esta carrera (el Líder de la fe) y que nos llevará a la meta (el Consumador de la fe). Cuando estuvo aquí en tierra, esperó pacientemente el gozo que seguiría a sus sufrimientos; del mismo modo, nosotros debemos fijar nuestros ojos en él y en la gloria venidera. Pero eso no es todo. Debemos considerar también al Hombre que vivió como hombre. Jesús tuvo que soportar la oposición de los pecadores cuando estuvo en la tierra, y nos dejó un modelo para que siguiéramos sus huellas. Es en esta doble capacidad que debemos considerar a Jesús.
[1] Consumar: Llevar a cabo totalmente una cosa.
Volvamos a los Evangelios. En varias ocasiones, vemos que las personas que conocían al Señor Jesús no le reconocieron, sobre todo después de su resurrección. ¿No nos resulta a menudo difícil conocer a Cristo en la resurrección? Merece la pena, pues, examinar estas escenas, de notar el estado moral de los corazones y ver qué hizo el Señor para que los suyos le reconozcan.
La primera escena se encuentra en Mateo 14. El Señor está en un monte solitario orando, y los discípulos están en el mar, luchando contra una tempestad. De las escenas que estamos considerando, esta es la única que tiene lugar antes de la cruz y la resurrección de Cristo, pero en tipo habla claramente de la posición que Cristo ha tomado ahora en el cielo. En el versículo 25 dice: «En la cuarta vigilia de la noche, vino hacia ellos andando sobre el mar. Pero los discípulos, cuando le vieron andar sobre el mar, se asustaron, diciendo: ¡Es un fantasma! Y gritaron de miedo. Pero al instante Jesús les habló, diciendo: ¡Tened ánimo; soy yo; no tengáis miedo!». Los discípulos estaban desesperados; el viento y las olas los azotaban. ¿Cómo llegaron a semejante situación? El versículo 22 dice que Jesús «obligó a los discípulos a subir la barca e ir delante de él a la orilla opuesta». Los envió, ¡y luego permitió que surgieran las dificultades! Si encontramos problemas en el camino al que el Señor nos ha enviado, alegrémonos, porque él nunca olvida a los suyos y viene a estar con ellos, como hizo con los discípulos. Pero ellos no le reconocieron. ¿No es eso lo que experimentamos también nosotros? A veces nuestros problemas son tan grandes que no reconocemos al Señor que viene en nuestra ayuda. Entonces, ¿qué hace el Señor? Les dice: «¡Tened ánimo; yo soy; no temáis!». Maravillosas palabras. A menudo encontramos este «no temáis» en las Escrituras. ¡Qué estímulo! Él es siempre el mismo: el Yo Soy, el Eterno, el Hijo de Dios. Que le adoremos como hicieron después los discípulos, diciendo: «¡Verdaderamente tú eres Hijo de Dios!».
La siguiente escena está en Lucas 24:15. Dice así: «Mientras hablaban y discutían, Jesús mismo se acercó y caminaba con ellos. Pero tenían los ojos impedidos para no reconocerlo». Aquí tenemos a 2 almas decepcionadas y abatidas. Esta decepción se debe a que sus esperanzas no eran conformes a la Palabra de Dios. Esperaban la gloria de Cristo sin sus sufrimientos. Fácilmente podemos encontrarnos en una situación así cuando las cosas no salen como esperábamos. ¿Qué hace entonces el Señor? ¿Se revela directamente a ellos como el Resucitado? No, les dirige la mirada a las Escrituras. Tenían que creer todo lo que habían dicho los profetas. De la misma manera, también nosotros, si tenemos decepciones, ¡cojamos nuestras Biblias y meditemos sobre las cosas que le conciernen a Él! ¡Qué maravilloso resultado! «¿No ardía nuestro corazón en nosotros mientras nos hablaba por el camino y nos abría las Escrituras?» (v. 32). El Señor es siempre el mismo, puede convertir nuestra decepción en gozo, y llevarnos a decir, como aquellos 2 discípulos: «Quédate con nosotros» (v. 29).
Luego tenemos el caso de María en Juan 20. Llora ante el sepulcro del Señor, porque ya no puede gozar de su presencia y de la comunión con él, como antes de la Cruz (¿hemos llorado alguna vez por no poder gustar la comunión con el Señor, como María?). Luego dice: «Cuando hubo dicho esto, se volvió hacia atrás, y vio a Jesús de pie, y no sabía que era Jesús. Jesús le dijo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, suponiendo que era el hortelano, le dijo: ¡Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré! Le dijo Jesús: ¡María! Volviéndose ella, le dijo en hebreo: ¡Raboní!, que quiere decir: Maestro. Jesús le dijo: No me toques, porque todavía no he subido al Padre; pero vete a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios» (v. 14-17). María está angustiada y abatida. Su vida está vacía sin el Señor. Sus ojos llenos de lágrimas no reconocen a Jesús. La forma en que el Señor se revela a ella es maravillosa. En primer lugar, se compadece de ella haciéndole preguntas. Quiere que le hable de su aflicción. Después, llama a María por su nombre y, como era una de sus ovejas, reconoce inmediatamente su voz. Por último, le revela la bendita relación que su obra establece entre ella y todos sus hermanos y hermanas, consigo mismo y con el Padre. Hoy, como cristianos, no conocemos a Cristo en la carne, sino en la gloria celestial. Si en la tierra pasamos por la aflicción y la muerte, sabemos que no podemos separarnos de él; eso es muy precioso. Además, el Señor establece nuestra relación con el Padre. Lo que el Padre es para el Hijo, lo es también para los hijos; y lo que es como Dios para el Hombre que borró el pecado, lo es también, y nada menos, para aquellos cuyos pecados han sido borrados. El Señor no solo nos ha revelado a Dios como Padre, sino que también nos ha puesto en relación con él como tal mediante su obra y su resurrección. Qué aliento encontramos en estas palabras del Señor, si nuestros corazones están desanimados y afligidos. Pensemos en la maravillosa relación a la que hemos sido introducidos.
Por último, en Juan 21, hay 7 de los discípulos del Señor que están pescando. Aunque habían pescado toda la noche, «aquella noche no pescaron nada. Cuando ya iba amaneciendo, Jesús se presentó en la playa; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Les dijo entonces Jesús: ¿Muchachos, tenéis algo de comer? Le respondieron: No. Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis. Entonces la echaron, y ya no la podían sacar a causa de la gran cantidad de peces» (v. 4-6). La razón por la que estos discípulos no reconocieron al Señor fue que estaban demasiado absortos en su trabajo. Quizá la mayoría de nosotros seamos así. A menudo no vemos al Señor porque estamos demasiado ocupados, quizá incluso con el servicio cristiano. La pregunta del Señor les interpela: «¿Muchachos, tenéis algo de comer?» El Señor les toca el corazón mostrándoles la inutilidad de su trabajo. El Señor no les había llamado a pescar aquella noche. Cuando el Señor les dijo que lo hicieran, pescaron multitud de peces. Tuvieron que aprender de nuevo que él era el Señor. Juan fue el primero en reconocerlo como tal, e inmediatamente dijo: «¡Es el Señor!». Que aprendamos a depender de él para todo; así, lo reconoceremos ciertamente en nuestro servicio, por sus acciones siempre maravillosas.
En nuestra vida cotidiana, fijemos nuestros ojos en el Señor, para que él nos mire como aquellos en quienes encuentra complacencia y descanso durante el tiempo de su rechazo.