¿Está usted creciendo en la gracia?


person Autor: Frank Binford HOLE 119

flag Temas: El crecimiento espiritual (los progresos del creyente) Ser un discípulo


El crecimiento es una de las marcas más seguras de una vida sana. Es así tanto en el reino vegetal como en el animal, y no es diferente en el reino de la gracia. Por lo tanto, el crecimiento se espera en todos los cristianos. En la naturaleza, en un momento determinado, el crecimiento se detiene y se produce la decadencia, pero en el creyente debería continuar durante todos los días de su vida en la tierra.

Ninguna persona sensata puede esperar que el recién convertido de ayer sea otra cosa que un bebé. Pero tampoco se espera a que, con el tiempo, siga siendo un bebé. Con un gran apetito por la comida espiritual sana, una buena digestión, mucho aire fresco del cielo y ejercicio, solo puede crecer. Y la escritura «creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pe. 3:18), se aplica a cada uno de nosotros.

1 - ¿Qué es el crecimiento?

1.1 - El crecimiento no está directamente relacionado con la edad

Un hombre puede tener canas por la edad, y haber recorrido un largo camino desde la conversión, y sin embargo ser un niño atrofiado espiritualmente. Este fue el caso de algunos de los creyentes hebreos. Tropezaron con los rudimentos del cristianismo cuando debían ser maestros, y necesitaban leche cuando debían ser aptos para comer carne sólida (Hebr. 5:12-14).

1.2 - El crecimiento no está necesariamente ligado a lo que hacemos

Puede haber mucha seriedad y actividad, pero no crecimiento. Los cristianos de Éfeso dieron un triste ejemplo de ello en sus últimos años. Cuando el apóstol Pablo les escribió su Epístola, eran como un árbol plantado junto a ríos de agua, verde y vigoroso; pero cuando el Señor Jesús les habló por medio de su siervo Juan, al tiempo que reconocía sus obras, su trabajo y su paciencia, tuvo que decirles: «Has dejado tu primer amor. ¡Recuerda de dónde has caído!». El brote superior del hermoso y joven árbol había sido bloqueado por las heladas, y el crecimiento se había detenido (Apoc. 2:1-7).

1.3 - El crecimiento ni siquiera depende de lo que sabemos

Nuestro desarrollo mental puede superar con creces nuestro desarrollo espiritual. Una “persona prodigiosa”, por ejemplo, en el campo musical o en el campo científico, puede revelarse ser una persona lamentable en el ámbito cristiano y, bajo esta hipótesis, acabar mal. El principiante, si es capaz de captar las abstracciones, puede aprender rápidamente muchas verdades en su mente, pero que no se imagine que con ello se ha convertido en un gigante capaz de instruir espiritualmente a su abuelo, que lleva caminando con el Señor muchos años.

Fue bajo esta ilusión que algunos de los creyentes de Corinto habían caído. Estaban enriquecidos en «todo conocimiento» (1 Cor. 1:5); se creían sabios (1 Cor. 3:18); todos trataban de ser maestros en enseñanza (1 Cor. 14:26); empezaban a alimentar sus mentes con la verdad superior de la resurrección (1 Cor. 15:12, 35). De hecho, eran ignorantes («¿no sabéis?» – 1 Cor. 6:2-3, 9, 15, 19; 8:2; 10:1; 12:1; 14:38; 15:36); eran carnales y no eran más que niños pequeños (1 Cor. 3:1-3). Utilizaban su «conocimiento» en detrimento de algunos de sus hermanos (1 Cor. 8:11). Ese conocimiento solo hace enorgullecer. El amor edifica (1 Cor. 8:1).

1.4 - Por lo tanto, el crecimiento es absolutamente un reflejo de lo que somos

La misma Epístola que nos exhorta a crecer «en la gracia» comienza con una hermosa declaración de lo que realmente ella es: «Poned todo empeño, y añadid a vuestra fe, virtud; a la virtud conocimiento; al conocimiento, dominio propio; y al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; al afecto fraternal, amor» (2 Pe. 1:5-7).

Todos empezamos por la fe. Pero hace falta añadirle la virtud, si se quiere que ella cuente mucho. La virtud debe estar controlada por el conocimiento. El conocimiento debe ser atemperado por el dominio propio (moderación). El dominio propio debe convertirse en paciencia (o resistencia). La paciencia engendra la piedad. La piedad produce y desarrolla el afecto fraternal. El afecto fraternal, el amor divino; este lo corona todo, y lo une en el corazón del creyente.

Nótese que estas cosas deben estar “dentro de nosotros y abundar” (2 Pe. 1:8). No se trata de ponérnoslas como un abrigo, sino de producirlas interiormente por el poder del Espíritu Santo, para que formen parte de nosotros mismos.

El apóstol Pedro deseaba realmente que las características de la bella vida de Cristo fuesen reproducidas en estos creyentes.

Por tanto, el crecimiento es una cuestión de carácter. A medida que crecemos, nos parecemos cada vez más a Cristo.

2 - ¿Está usted creciendo?

Preguntémonos: ¿me está ocurriendo esto a mí? Bajo la apariencia de mi actividad cristiana y el creciente conocimiento de la Biblia, ¿hay un sólido desarrollo del carácter cristiano? Después de hacernos esta pregunta, respondamos con franqueza y con mucho cuidado.

Sin embargo, al hacerlo, existe un peligro. Si bien no hay nada más útil que el auto juicio honesto ante Dios, nada es más dañino que permitir que esta introspección necesaria degenere en autoocupación.

Tengamos cuidado de no dejar que estos pensamientos caigan en un egocentrismo enfermizo.

Evitemos los dos extremos siguientes:

  • Que nuestro buen Señor nos libere de ese estado de despreocupación y de dejadez que jamás nos permite plantearnos con honestidad la pregunta: “¿Estoy creciendo realmente en la gracia?”, temiendo estar perturbado en la tranquilidad.
  • Que el Señor nos libere también de esta enfermiza preocupación del “yo” que nos hace plantear esta pregunta una y otra vez y a desarraigar todo en nuestro pobre corazón para intentar responderla.

Encontremos el punto medio enfrentando la pregunta con el corazón expuesto al sol del amor de Jesús, y si estamos llevados a concluir que el crecimiento es solo pequeño, que esto nos empuje voluntariamente a un conocimiento más profundo de Cristo.

3 - ¿En qué crecemos?

Es importante recordar que como creyentes estamos en la gracia (o favor) de Dios (Rom. 5:2), y por eso el apóstol Pedro nos dice de crecer «en la gracia».

La gracia es, por tanto, el terreno en el que el creyente está plantado. No es el mundo, aunque casi se podría pensar así si se juzga por las formas de hacer las cosas de algunos cristianos. Aunque todos los creyentes están en la gracia, muchos se rodean de una atmósfera tan mundana que todo el progreso se detiene.

Los viñedos de Salomón fueron asolados por «zorras pequeñas» (Cant. 2:15). Eran muchas y, al ser pequeñas, se arrastraban entre las viñas sin llamar la atención.

Muchos cristianos también sufren por vivir en una atmósfera de ley. Viven y se mueven, leen y oran, sirven y rinden culto, según las normas. Nadie puede esperar crecer si está encerrado en un marco de hierro.

¡Qué dulce es la libertad que da la gracia! La libertad, digo, y no el libertinaje. Porque la gracia que trae la salvación enseña también «que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos sobria, justa y piadosamente en el presente siglo» (Tito 2:12).

Enraicémonos profundamente en la gracia. Dejémonos calentar por su sol. ¡Oh!, cuánta humillación y sumisión del alma hay, cuando sabemos que, a pesar de todo lo que encontramos en nosotros, el dulce y perfecto favor de Dios descansa sobre nosotros por causa de Cristo, y que nada puede separarnos «del amor de Dios que está en…» –no en nosotros mismos, sino «en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom. 8:39).

4 - ¿Cómo crecemos?

Para el cuerpo, lo que se necesita sobre todo para crecer es una buena dieta regular.

Si queremos crecer, elijamos un buen alimento espiritual. Buena comida, recordemos. No se trata de novelas, literatura ligera u otra basura mundana. Después, la digerimos. Tomemos el tiempo para meditar y darle vueltas a las cosas en la mente. Cuando el buey rumia, suele tumbarse. Del mismo modo, la digestión espiritual se ve muy favorecida por un poco de silencio, con las rodillas dobladas en oración.

El alimento del cristiano está en una sola palabra –Cristo–, «creciendo por el conocimiento de Dios» (Col. 1:10), y como es en Cristo donde conocemos a Dios, Pedro dice: «Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pe. 3:18).

Es bueno tener conocimiento acerca de Él, y cualquier cosa que nos ayude en esa dirección es provechosa, pero el punto de suprema importancia es conocer al Señor Jesucristo mismo; disfrutar de esa santa intimidad que es el fruto de vivir y caminar diariamente en su presencia; e incluso en la tierra, estar “confiadamente a su lado, en divina comunión”.

Entonces, poco a poco, descubriremos todas las facetas de sus glorias, y apreciaremos

5 - Los diferentes caracteres de Su relación con nosotros

En las siguientes líneas intentaremos sugerir algunos de ellos.

El comienzo de nuestro conocimiento de Jesús es como

5.1 - Salvador, liberador

Para el pecador ansioso, cargado de su culpabilidad, gimiendo bajo el pecado y temblando ante la muerte y el juicio, Jesús se presenta como Salvador. Luchó contra el pecado, murió y resucitó. ¡Qué perfección, cuánto nos atrae eso! No es de extrañar que el pecador recién perdonado no se preocupe por nadie ni por nada más.

¿Puede usted recordar algún momento en el que haya saboreado la alegría de la salvación?, como lo hizo Israel cuando, a orillas del mar Rojo, tras el juicio y la liberación de sus aguas, cantaron diciendo: «Cantaré yo a Jehová, porque se ha magnificado grandemente… y ha sido mi salvación» (Éx. 15:1-2). ¿O como lo fue para Israel, siglos después, cuando David se enfrentó a Goliat de Gat y que, en el nombre de Jehová, efectuó una gran liberación? Entonces la terrible tensión y el suspenso llegaron a su fin. Una poderosa emoción recorrió los ejércitos que contemplaban el espectáculo, y «levantándose luego los de Israel y los de Judá, gritaron» (1 Sam. 17:52).

Así fue para nosotros. Hemos sido liberados. Nuestros días de lamento y espera ansiosa han terminado. La victoria está ganada, ¡y Jesús está vivo! Aunque han pasado años desde que lo conocimos, la emoción de ese momento permanece en nuestros corazones hasta el día de hoy.

No vamos muy lejos, antes de ver al mismo Jesús bajo otro carácter. Él es

5.2 - El Señor, el que manda

El Evangelio, por supuesto, lo presenta como Señor (2 Cor. 4:5). No solo creemos de corazón en la justicia, sino que lo confesamos como Señor para salvación con la boca (Rom. 10:9-10). Pero se necesita algún tiempo antes de que nos demos cuenta de lo que esto significa.

Jesús está en el lugar de la autoridad. Es a él de mandar, y a nosotros de obedecer de buen grado, lo que significa abandonar nuestra voluntad a la suya.

La conversión del apóstol Pablo fue ideal. Pronto llegó al punto de abandono (Hec. 9:5-6). En el polvo del camino de Damasco, reconoció a Jesús como su Señor, y toda su vida fue transformada. La mayoría de nosotros estamos muy por detrás de él. Sin embargo, todos necesitamos llegar a ese punto.

El otro día estábamos hablando con un joven cristiano, y en el curso de nuestra conversación se refirió varias veces a los “viejos tiempos” cuando era un creyente mundano, viviendo una vida fácil, teniendo solo un interés casual en las cosas de Dios. Dijo: “Realmente creí en el Señor Jesucristo para el perdón de mis pecados, y si hubiera muerto, estoy seguro de que habría ido al cielo”.

Sin embargo, eran “los viejos tiempos”, pues un nuevo día había amanecido con el descubrimiento de que Jesús era su Señor, un Maestro para el que hay que vivir y servir. Al entrar bajo este nuevo liderazgo, se produjo un gran cambio. Era un hombre diferente.

¿Ha amanecido este nuevo día en nuestra historia? Si no es así, ¡que llegue rápidamente! Estamos en el inicio del crecimiento cristiano.

Uno de los primeros resultados de un reconocimiento sincero del señorío de Cristo es que el converso está sumergido en un buen número de problemas y ejercicios de alma, porque sus esfuerzos por hacer la voluntad de su nuevo Maestro le hacen entrar en conflicto con su propia voluntad.

Hay que aprender al menos tres cosas:

  • En primer lugar, el verdadero carácter de la carne (es decir, la vieja naturaleza malvada que todavía está en nosotros), desesperadamente malvada. «Sé que en mí (es decir, en mi carne) no habita el bien» (Rom. 7:18). Si “no hay bien”, entonces no hay ni siquiera un buen deseo. Sin embargo, ¡cuánto tiempo tardamos la mayoría de nosotros en abandonar cualquier expectativa de bien o incluso de mejora desde dentro!
  • En segundo lugar, el terrible poder de la carne. Un poder tal que ni siquiera el haber nacido de nuevo, y por tanto poseer una nueva naturaleza, nos permite por sí mismo vencerlo. Somos como el hombre que dijo: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso practico» (Rom. 7:19). Desea el bien, demostrando así la existencia de la nueva naturaleza en él; sin embargo, el poder de la vieja naturaleza es tal que vence a la nueva, haciéndolo cautivo (Rom. 7:23) y un hombre profundamente miserable (Rom. 7:24).
    ¿Alguna vez comenzó a vivir, como suponía, una vida cristiana valiente para el Señor, y luego se encontró derrotado, no por enemigos gigantescos del exterior, sino por la «carne» traicionera en el interior?
  • Aquí, pues, (en tercer lugar) está la lección que aprendemos sobre lo que Dios hizo con la carne, en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. «Dios, enviando a su mismo Hijo en semejanza de carne de pecado, y [como ofrenda] por el pecado, condenó al pecado en la carne» (Rom. 8:3). ¡Qué alivio saber esto! Dios ahora trata a la carne como algo condenado, y ha terminado con ella. Lo único que nos queda es alinearnos con Dios y tratarla como una cosa condenada y acabar con ella. Podemos hacerlo, en la medida en que, habiendo creído en Jesús, hemos recibido el Espíritu Santo, el nuevo poder, y él es más que capaz de vencer el poder de la carne.

Guiados por el Espíritu Santo, miramos al cielo, y Jesús se convierte entonces para nosotros en

5.3 - El objetivo: el control de nuestras vidas

Este es el verdadero secreto de la liberación práctica del creyente del poder del mundo, de la carne y del diablo.

Satanás, el astuto adversario y acusador, se ocupa con atacar la fe de los santos (2 Cor. 11:3; 1 Tes. 3:5; 1 Pe. 5:9), y por eso es necesario el escudo de la fe para resistir (Efe. 6:16).

La carne nos proporciona todos los deseos más viles que cada uno de nosotros conoce demasiado bien, así como todo lo que no está de acuerdo con la voluntad de Dios.

El mundo –el gigantesco sistema que nos rodea, que Satanás y el hombre han creado entre ellos con la vana esperanza de hacer a este último feliz y contento sin Dios– contiene en sí mismo atracciones que se adaptan a todos los gustos y temperamentos, y todas apelan a los deseos de la carne.

Aunque se podrían escribir volúmenes enteros sobre la liberación del creyente de este triple enemigo, y sobre la manera de conseguirla, esta liberación en sí misma es simple y dulcemente saboreada por aquellos que han aprendido lo suficiente del mundo y del “yo” para estar asqueados con ellos, y que se vuelven a Jesús y encuentran en él “… la brillante y hermosa Meta u Objeto poseído, que se contempla con placer, para llenar y satisfacer el corazón”.

¿Es esto Jesús para nuestra alma –un propósito o una posesión para amar y vivir? Pablo dijo: «Porque la ley [o control] del Espíritu de vida en Cristo Jesús me liberó de la ley [o control] del pecado y de la muerte» (Rom. 8:2).

La novedad de una cosa atrae, pero con Jesús es diferente. Quien lo ha amado más tiempo y lo conoce mejor, siente su permanente y bendita atracción. En pocas palabras, todo está centrado en su poderoso y eterno amor. Así como un imán fuerte atrae una aguja de un montón de aserrín, el amor magnético de Jesús libera un alma de cualquier masa de detritus mundanos y carnales. Que Dios haga que el lector y el escritor se sometan cada vez más a su poder.

Si todo esto está mantenido, conoceremos y apreciaremos al Señor Jesús bajo otro aspecto, a saber, como

5.4 - El gran Sacerdote – Aquel que sostiene

A muchos cristianos les gustaría ser más dedicados, o vivir una mayor calidad de vida. Pero, aunque sus deseos son buenos, sus circunstancias son difíciles y su rendimiento es pobre. ¿Es usted como uno de ellos?

Puede que conozcamos la Epístola a los Hebreos y sepamos que Jesús es nuestro gran Sacerdote en el cielo (Hebr. 4:14), pero la cuestión es esta: ¿Lo conocemos real y prácticamente como el gran Sacerdote que sostiene nuestra alma día tras día, en medio de las muchas pruebas y dificultades de la vida?

Solo aquellos cuyos rostros están orientados en la dirección correcta deben esperar la ayuda del Sacerdote. Ayudar a un hombre que va por el camino equivocado no ayuda realmente. Por eso el creyente descuidado o de mentalidad mundana no necesita la ayuda del Sacerdote; necesita los servicios de Jesús como Abogado (o representante legal) para tocar su conciencia y ponerlo en el camino correcto. El creyente de mentalidad seria que reconoce de todo corazón a Jesús como Señor, y lo ama como su Propósito u Objeto que posee, este siente la necesidad de la ayuda del gran Sacerdote, y la obtiene; el resultado es que incluso ahora no solo está transportado con seguridad al cielo, sino que también es transportado al Lugar Santísimo, el lugar de la presencia de Dios conscientemente realizada (Hebr. 10:19-22).

Sin embargo, nada de lo que se pueda decir sobre el tema da un sentido tan grande de la gracia y el poder de Jesús, nuestro sumo Sacerdote, como un poco de experiencia práctica obtenida al acudir a él en tiempos de dificultad y de necesidad. Prestemos, pues, mucha atención a la exhortación: «Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, para que recibamos misericordia y hallemos gracia para el oportuno socorro» (Hebr. 4:16).

Todo esto nos enseñará a levantar los ojos con gozo hacia el Señor Jesús como

5.5 - La Cabeza o Jefe – Aquel que dirige

Cristo es la Cabeza o Jefe de la Iglesia, como el marido lo es para su mujer (Efe. 5:23).

También es de él, como Cabeza o dirigente, de donde provienen todos los alimentos y provisiones para el Cuerpo (Efe. 4:15-16).

La sabiduría, la guía y el alimento son necesidades diarias, y la satisfacción de estas necesidades no está en nosotros mismos, sino en él. Como Cabeza o Jefe, él es la fuente desbordante de todo. Teniéndose «con firmeza a la Cabeza» (Col. 2:19), es apreciarlo y adherirse a él como tal, y así encontrar en él verdaderamente lo que nos hace felizmente independientes de la sabiduría del hombre en el camino de la mera razón (Col. 2:8), o de su religión de ritos (Col. 2:20-23).

Cristo lo es todo, y por eso se convierte en todo para el corazón del creyente. No buscamos nada fuera de él.

Una advertencia más. No pensemos que ninguno de estos pasos en el conocimiento de Cristo es suficiente en sí mismo. Están estrechamente relacionados y entrelazados en la historia del creyente. El gran objetivo es que estemos establecidos y fortalecidos plenamente, ya no como niños, sino como adultos, siendo Cristo todo para nosotros.