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Las últimas palabras de Jesús


person Autor: Hamilton SMITH 87


0 - Introducción

No podemos vivir mucho tiempo en este mundo cambiante sin enfrentarnos a momentos tristes en los que tenemos que despedirnos de alguien a quien queremos. ¿Seguramente que las últimas palabras pronunciadas en ese momento quedan grabadas en nuestra memoria y ocupan un lugar especial en nuestros afectos? Si esto es cierto de las últimas palabras de nuestros seres queridos, cuánto más debemos apreciar las últimas palabras pronunciadas por Jesús.

En la conmovedora escena descrita en el último capítulo del Evangelio según Juan, escuchamos las últimas palabras del Señor a sus discípulos, cuando dijo a Pedro: «¡Sígueme tú!» (Juan 21:22).

En la solemne escena presentada en el discurso a la iglesia de Laodicea, donde vemos al Señor de pie ante la puerta, oímos sus últimas palabras a la iglesia profesa, cuando dice: «Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20).

Por último, al final del Apocalipsis, escuchamos, desde la gloria del cielo, las últimas palabras del Señor a un mundo necesitado, cuando dice: «El que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida» (Apoc. 22:17).

Qué infinitamente conmovedoras y tiernas son estas últimas palabras, dirigidas a unos discípulos decaídos, a una Iglesia caída y a un mundo necesitado. Que nos detengamos en ellas, las guardemos en el corazón y busquemos la gracia de penetrar en su significado más profundo.

1 - Las últimas palabras a los creyentes: «Sígueme tú»

En el Evangelio según Juan tenemos una hermosa presentación del Señor como «Pastor de las ovejas», y mientras trazamos su camino por este mundo que es un desierto, como lo describe Juan, vemos al Pastor llamando a sus ovejas por su nombre, sacándolas de los rediles terrenales, reuniéndolas en torno a él, según sus propias palabras: «Y cuando conduce fuera a sus propias ovejas, él mismo va delante de ellas, y las ovejas lo siguen» (Juan 10:4).

El Evangelio comienza con 2 discípulos que oyeron a Juan hablar de Jesús y le «siguieron». Al día siguiente, leemos que Jesús «encontrando a Felipe, le dijo: Sígueme» (Juan 1:36-37, 43).

A lo largo del Evangelio, el Señor dice a sus discípulos que «el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12). Si, como nos ocurre con demasiada frecuencia, nuestro camino parece oscuro, ¿no nos da calor seguir al Pastor, aunque sea tenuemente?

Además, el Señor nos dice: «Si alguno me sirve, que me siga». Por desgracia, es posible estar activo en el servicio sin seguir a Cristo, y descubrir, como Marta en otro tiempo, que estamos «atareados con muchos quehaceres» (Lucas 10:40). El verdadero servicio es el resultado del seguimiento de Cristo; entonces, en efecto, el siervo aprenderá algo de la verdad y de la bendición de las palabras del Señor: «Y en donde yo estoy, allí también estará mi siervo. Si alguno me sirve, a este le honrará mi Padre» (Juan 12:26). Si no seguimos esta exhortación, todo servicio será vano, toda actividad será infructuosa, todo celo fracasará en el cumplimiento de su bendita voluntad. Siguiéndole, seremos capaces de superar las dificultades, pasar por las pruebas, resistir a las tentaciones y servir según su mente.

Finalmente, así como el Evangelio se abre con las palabras del Señor a Felipe: «Sígueme», termina con sus palabras a Pedro: «Sígueme tú».

Con gran alegría, estas últimas palabras ponen a Cristo mismo ante nuestras almas. Corremos el peligro de contentarnos con saber que estamos liberados del juicio por la obra de Cristo, y de no preocuparnos de tener ante nosotros a la persona de Cristo. Del mismo modo, al predicar su obra, corremos el peligro de olvidar su persona. Alguien ha dicho con verdad: “Nos ha hecho personalmente objeto suyo, y espera que le hagamos nuestro. El Espíritu se complace en hablarnos de la obra de Cristo, para que la tengamos en nuestro corazón y en nuestra conciencia con toda suficiencia... Sin embargo, la obra del Señor Jesucristo puede que solo sea el gran tema de nuestras almas, mientras que él mismo no es más que un débil objeto; y el alma estará entonces muy perdida” (J.G. Bellet).

Como pecadores, necesitamos la obra de Cristo para la salvación de nuestras almas; pero como creyentes necesitamos la persona de Cristo para guardarnos del error, para guardarnos de las tentaciones, para llevarnos a través de las pruebas y conducirnos al goce de las bendiciones celestiales.

Estas últimas palabras del Señor nos conciernen a todos, aunque iban dirigidas directamente a su discípulo que había sido restaurado graciosamente después de una dolorosa caída. Pedro se jactó una vez de su amor por el Señor. Dijo: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré» (Mat. 26:33). ¡Ay! Cuando llegó la prueba, aunque todos habían abandonado al Señor y huido, el fracaso de Pedro fue mayor que el de los demás discípulos; pues, como sabemos, negó al Señor con imprecaciones y juramentos (Marcos 14:71). Sin conocer la traición de su propio corazón y su maldad sin remedio, confió en su propia fuerza imaginaria, en lugar de mirar al Señor para que lo guardara. Pero, aunque fallemos, el Señor no cambia: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, y los amó hasta el fin» (Juan 13:1). Podemos estar autorizados a caer para aprender el mal de la carne, pero el tierno amor del Señor restaura nuestras almas. A través de esta gracia restauradora, Pedro está conducido a decir: «¡Señor, tú lo sabes todo!». Es como si Pedro dijera: “Yo no conozco toda la maldad de mi corazón, pero tú la conoces toda, y sabes que en mi corazón te amo, aunque, después de mi terrible caída, nadie más puede saberlo, y solo tú puedes guardarme”. A este hombre con el corazón roto, ahora restablecido, el Señor puede decirle, como a cada uno de nosotros, estas últimas palabras antes de su partida: «Sígueme tú».

Recordemos que, en estas últimas palabras dirigidas a los creyentes, el Señor Jesús no nos pide un servicio excepcional o un gran sacrificio, que solo sería posible para unos pocos. No nos está pidiendo que hagamos algo que crearía un gran revuelo en el mundo, o que nos haga destacar frente a los demás. Nos pide que hagamos lo que es posible tanto para el creyente más joven como para el santo más anciano, tanto para el cristiano más oscuro como para el más dotado. Nos pide que le sigamos.

Al tratar de responder a esta última petición, haríamos bien en preguntarnos qué implica seguir a Cristo.

En primer lugar, seguir a alguien significa que nos sentimos atraídos por esa persona hasta cierto punto, y que no la perdemos de vista. Pero, solo cuando nos sentimos atraídos por el Señor y que, por fe, le tenemos presente, que realmente seguimos al Señor. ¿Quién es esta persona gloriosa que nos pide que le sigamos? Nada menos que el Hijo único de Dios, que se hizo carne y habitó entre nosotros, lleno de gracia y de verdad. Aquel que, en la verdad, puede decirnos todo lo que hemos hecho, y que, en la gracia, nos sigue diciendo: «Venid a mí». El que conoce lo peor de nosotros y, sin embargo, nos ama. Además, recordemos que aquel que nos invita a seguirle fue completamente rechazado por los hombres. El mundo no le conoció y su propia nación no quiso recibirle. Fue, y sigue siendo, despreciado y rechazado por los hombres.

En segundo lugar, seguir a una persona exige que caminemos por la senda que ella misma ha recorrido. El Señor no podía descansar en un mundo que rechazaba la gracia de Dios. Por eso se hizo peregrino y extranjero en este mundo. Pasó por él, pero no formó parte de él. Al pasar por él, abrió un camino para su pueblo. Se ha dicho con toda verdad: “Adán no fue peregrino en el paraíso, y nosotros no seremos peregrinos en el cielo: no había necesidad de camino en el uno, y no lo encontraremos en el otro, como si quisiéramos salir... Ni el descanso de Dios ni el descanso del hombre se encuentran en la tierra; lo que queremos es un camino a través del desierto. Solo hay un camino seguro, y solo hay quien puede señalarlo; y solo la fe lo discierne; es Jesús quien dice: «Sígueme». Necesitamos un camino, y el camino está encontrado» (J.N. Darby). Seguir a un Cristo rechazado significa que tomamos un camino que nos aleja del mundo, fuera del campo religioso, para compartir el oprobio de Cristo.

En tercer lugar, seguir al Señor implica no solo que sigamos el camino que pisaron sus pies, sino también que, en nuestra pequeña medida, actuemos como él actuó en ese camino. Así, Pedro, a quien iban dirigidas personalmente estas palabras, puede decirnos: «Pues también Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas; el cual no hizo pecado, ni fue hallado engaño en su boca; quien, siendo insultado, no respondía con insultos; cuando sufría, no amenazaba, sino que encomendaba su causa a aquel que juzga justamente» (1 Pe. 2:21-23).

En cuarto lugar, si seguir a un Cristo rechazado significa que seremos llamados a compartir su oprobio, y puede implicar insultos y sufrimientos, también significa que gozaremos de las bendiciones a las que el Señor conduce a sus ovejas, tan felizmente expuestas en el Salmo 23 y en el capítulo 10 del Evangelio según Juan. Siguiendo al gran Pastor de las ovejas, seremos conducidos a verdes pastos y a aguas tranquilas. Puede que nos lleve por el valle de la sombra de la muerte, pero incluso allí estará con nosotros y nos preservará de todos los enemigos. Además, se nos asegura que, si le seguimos, la bondad y la misericordia nos seguirán todos los días de nuestra vida.

Por último, seguirle nos llevará adonde él ha ido, lejos, a las alturas de la gloria celestial, para habitar en la Casa del Padre durante muchos días. Así, el Señor puede decirnos: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas... y voy a prepararos un lugar… Vendré otra vez, y os llevaré conmigo; para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Juan 14:2-3).

El Señor mismo se ha adelantado,
Él trazó el camino que estamos siguiendo;
Es tan seguro como el amor que adoramos,
Nada tenemos como duda o miedo.

Este es el único en el desierto
Cuyos pasos ha marcado como suyos;
Y lo seguimos con prisa
Al lugar donde su corona ha puesto.

Hasta ahí, es el camino que has recorrido,
Nuestro deleite y nuestro consuelo;
Nos contentamos con tu vara y tu cayado,
Hasta que veamos toda tu gloria contigo”.

2 - Las últimas palabras a la iglesia profesa

«Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20).

En los capítulos segundo y tercero del Apocalipsis, la Iglesia aparece como dejada en este mundo para dar testimonio de Cristo. De los discursos del Señor a las iglesias aprendemos que la profesión cristiana ha fracasado completamente en su responsabilidad, y que en su fase final la condición de la gran profesión será de autosatisfacción combinada con una total indiferencia hacia Cristo. El fracaso que comenzó con la pérdida del primer amor a Cristo termina con la pérdida de Cristo mismo. Si él ya no ocupa el primer lugar en nuestro corazón, llegará el momento en que ya no desearemos su compañía –cuando él esté en nuestra puerta. Así como una vez salió del judaísmo corrupto, llegará el momento en que deberá ocupar su lugar fuera de la cristiandad corrupta.

Pero en el judaísmo corrupto, el Señor, con lágrimas, hizo un llamamiento final a la nación, diciendo: «¡Si tú supieras, al menos en este día tuyo, lo que te conduciría a la paz! ¡Pero ahora se oculta a tus ojos!» (Lucas 19:42).

De la misma manera, hoy está fuera de la cristiandad corrupta, y aconseja a los profesos, con palabras suplicantes, que vengan a él para que puedan tener las verdaderas riquezas, y que sus ojos estén ungidos para que puedan ver. La gracia y la paciencia de Cristo ante el estado caído de la Iglesia son maravillosas. Como hemos dicho, “no se identifica con ella, sino que con paciencia y gracia la espera y llama la atención sobre sí mismo”. «He aquí –dijo– que estoy a la puerta y llamo». Con gracia conmovedora, se acerca a nuestra puerta; con amor paciente, está de pie y llama.

Luego escuchamos sus últimas palabras, tan llenas de aliento, pues nos dicen que en los días más oscuros todavía es posible que el individuo disfrute de la más rica bendición. El Señor ya no habla a la gran profesión que está ciega a sus propias necesidades y sorda a todos sus llamamientos, sino que habla a cada hombre que escucha su voz. A ellos puede decirles que, si le “abren la puerta, entrará a ellos, cenará con ellos y ellos conmigo”. No promete que este hombre será usado en alguna gran obra pública que lo llevaría a la prominencia en el mundo donde la iglesia profesa ha fracasado por completo, sino que será conducido al goce secreto de la bendición espiritual, pues no solo el Señor cenará con él, y así entrará en perfecta simpatía en sus pruebas y ejercicios, sino que llevará a este hombre a cenar consigo mismo, es decir, a gustar plenamente y entrar en las cosas del Señor. Cuán feliz es que en medio de la oscuridad que nos rodea, todavía sea posible tener comunión con el Señor, admirar y apreciar las bendiciones celestiales.

Oh, entraré y cenaré, mi querida alma,
Mezclaremos el tuyo y el Mío;
Beberás de la copa llena de mi corazón, querida alma,
Saborearás de la copa llena de mi reino,
Beberás de la copa llena de mi corazón, querida alma,
Probarás el vino de mi reino.
Te traeré el gozo resplandeciente de la mesa de arriba, 
Una comunión bendita y libre;
Una gloria de gozo, un arrebato de amor,
Un paraíso de cánticos, ¡para ti!”

3 - Las últimas palabras a un mundo caído

«El que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida» (Apoc. 22:17).

A lo largo del Apocalipsis, podemos oír las voces de ángeles y santos, pero cuando todas estas otras voces callan, oímos ahora a Aquel que se presenta a nosotros como: «Yo, Jesús». Se dirige a los suyos como la brillante Estrella de la mañana, ¡pero sus últimas palabras! –y las últimas palabras de la Biblia– transmiten un último mensaje del Señor en la gloria del cielo a un mundo necesitado. Cuando estaba en la tierra, decía a los que estaban cansados: «Venid a mí» (vean Mat. 11:28), y ahora, desde la gloria, todavía puede decir a toda alma sedienta: «El que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida».