Inédito Nuevo

Humildad de espíritu

Filipenses 2


person Autor: Hamilton SMITH 89


0 - Introducción

Probablemente no hay mayor causa de la debilidad que existe hoy entre el pueblo de Dios que la falta de unidad práctica. No debemos sorprendernos ver la gran profesión cristiana desgarrada por divisiones y sectas; pero debería ser una fuente constante de ejercicio y tristeza encontrar un pequeño grupo de verdaderos creyentes que, como la asamblea de Filipos, son objeto de muchas gracias de Cristo y, sin embargo, la obra de Dios se ve obstaculizada en medio de ellos porque no “piensan lo mismo, no tienen un mismo amor, no son unánimes, no tienen los mismos sentimientos” (vean v. 2).

En esta parte de la Palabra, tan hermosa como difícil de entender, estamos reprendidos con mucha ternura, en primer lugar, por esta falta de unidad; en segundo lugar, descubrimos que la vanidad está en la raíz de este mal; en tercer lugar, aprendemos que la unidad práctica solo puede mantenerse entre el pueblo del Señor si caminan juntos en un espíritu de humildad que se ignora a sí mismo para servir a los demás en el amor. Por último, tenemos ante nosotros los benditos resultados que se derivan de la unidad del pueblo de Dios, cuando cada uno manifiesta la humildad de espíritu de Cristo.

Esta humildad está primero presentada en perfección en Cristo mismo. Luego, para animarnos, vemos a Pablo, Timoteo y Epafrodito, hombres con las mismas pasiones que nosotros, pero que, porque caminan con Cristo como modelo, traen la bendición de aquellos que se olvidan de sí mismos para servir a los demás en el amor.

1 - La falta de unidad

(V. 1-2) El gran tema del capítulo se introduce con la mención del don que el apóstol había recibido de la asamblea de Filipos. Cuando estaba libre, estos creyentes habían animado al apóstol en su servicio enviándole repetidamente provisiones para sus necesidades; ahora que estaba encarcelado, habían vuelto a confortar su corazón enviándole ayuda y tomando, como él dice: «Participar en mi aflicción» (4:14).

Esta bondad y este pensamiento de amor, al satisfacer sus necesidades, habían alegrado mucho al apóstol, como señal de «estímulo de amor» y de la «comunión del Espíritu». Sin embargo, no permitió que esta bondad le cegara ante lo que entre ellos necesitaba corrección. De hecho, utilizó este don para reprenderles de la manera más delicada y con más tacto. Escribe con un espíritu de amor, sin rastro de dureza.

Puede haber ocasiones en que sea necesario y justo reprender a un hermano por algo que está indiscutiblemente mal; pero si hay resentimiento personal contra el hermano, el peligro es hacerlo con dureza, e incluso encontrar placer en el hecho de que su falta nos dé la oportunidad de reprender.

No así el apóstol, que podía decir: «Cuánto os añoro a todos con el entrañable amor de Cristo Jesús» (1:8). Así, movido por el único motivo del amor, alude a la falta de unidad entre ellos. Cada capítulo de la Epístola se refiere a la necesidad de unidad práctica. En el primer capítulo, el apóstol se alegra al oír que estos santos están «firmes en un mismo espíritu, con una sola alma, luchando juntos por la fe del evangelio» (1:27). En el capítulo 2 queda claro que había cierta discordia entre ellos, por lo que no todos tenían un mismo acuerdo y de un mismo sentimiento (v. 2). En el tercer capítulo, se exhorta a los santos a caminar «juntos en el mismo sendero» y a tener «los mismos sentimientos» (3:16; 2:2). En el último capítulo, se envía un mensaje especial a 2 hermanas para que «tengan un mismo sentir en el Señor» (4:2). Al darnos cuenta de lo que estamos viviendo hoy, podemos preguntarnos: “¿Qué diría el apóstol si viera la falta de unidad que tan a menudo prevalece en muchas asambleas del pueblo del Señor?”.

2 - La raíz de toda discordia

(V. 3). Después de mencionar la falta de unidad entre ellos, el apóstol, en una breve frase, expone la raíz del mal. Dice: «Nada [se haga] por rivalidad o por vanagloria». El partidismo o espíritu de querella es el intento de menospreciar a los demás; la vanagloria es el intento de elevarse uno mismo a los ojos de los demás. Todo lo que se dice o se hace simplemente para oponerse a otro, con el fin de exaltarse a sí mismo, tiende a destruir la unidad y a dar lugar a la discordia. Así, el apóstol relaciona toda discordia entre el pueblo de Dios con la vanagloria del yo y la exaltación propia. Aunque escapemos a la crasa insensatez de pretender enaltecernos jactándonos de nuestro nacimiento, nuestra posición social, nuestras riquezas terrenales o nuestras capacidades intelectuales, podemos caer fácilmente en la trampa de la pretensión espiritual que pretende enaltecerse en el pueblo de Dios por medio de dones espirituales.

Nos acercamos al final del camino y, volviendo la mirada a nuestra historia pasada, podemos hacer nuestra la pregunta que el Señor hizo a sus discípulos: «¿Qué razonabais por el camino?». Al por los discípulos, esta pregunta incisiva nos avergonzará sin duda hasta hacernos callar. En efecto, leemos: «Ellos callaron; porque en el camino iban discutiendo quién era el mayor» (Marcos 9:33-34). Fuera de su presencia, discutían entre ellos; en su presencia, se callaban de vergüenza. Lo mismo vale para nosotros: nuestras disputas y nuestra vanidad solo demuestran lo poco que hemos vivido y caminado conscientes de su presencia. En nuestras dificultades y conflictos, cuántas cosas que se han dicho y hecho nunca podrían haberse dicho o tenido lugar si hubiéramos estado conscientemente en la presencia del Señor. En su presencia no podemos pensar ni hablar de nosotros mismos.

3 - El secreto de la unidad

(V. 3-4). Después de explicar la raíz de toda discordia, el apóstol nos presenta el verdadero espíritu cristiano, el único que puede preservar la unidad en el pueblo de Dios. Dice: «Sada uno estime al otro como superior a sí mismo; no mirando cada cual por lo que es suyo (sus propias cualidades), sino también por lo que es de los demás (sus cualidades)». El apóstol no habla solo de la palabra «humildad», que puede pronunciarse incluso para ponerse por delante. Habla del espíritu humilde, que se olvida por completo de sí mismo y solo piensa en los demás y en su bien.

El apóstol no habla de los «dones» por los que un hombre puede superar a otro, sino de las cualidades morales y espirituales que constituyen la verdadera grandeza espiritual. Conscientes de la terrible maldad que encontramos en nuestros propios corazones, y viendo lo que es semejante a Cristo en los demás, podemos fácilmente estimar las cualidades de los demás mejores que las nuestras.

(V. 5) Todos debemos admitir lo buena y acertada que es la exhortación del apóstol a tener un espíritu humilde. Sin embargo, todos tenemos una cierta estima de nosotros mismos, y la humildad es tan contraria a todo lo que somos por naturaleza, que todos debemos preguntarnos: “¿Cómo es posible tener un espíritu humilde?”. En el magnífico pasaje que sigue, el apóstol da la respuesta. La humildad solo puede adquirirse y conservarse cuando estamos en presencia del Señor. En él, la humildad se ha expresado perfectamente; y solo cuando tenemos a Cristo ante nosotros y somos conscientes de estar en su presencia, podemos olvidarnos de nosotros mismos. En su presencia, si pensamos en nosotros mismos, solo puede ser para condenarnos, descubriendo la vanidad y la maldad de nuestro corazón en contraste con la humildad, la gracia y el amor de su corazón.

Para poner a nuestras almas en la presencia de Cristo, el apóstol, en un pasaje muy hermoso y conmovedor, presenta a Cristo que bajó a la tierra como el modelo perfecto de la gracia humilde, que no hace nada por sí mismo para servir a los demás con amor. De este modo, trata de comprometer nuestros corazones con Cristo en el camino de la humillación, para que nos impregnemos del espíritu de humillación del Señor.

No nos limitemos a leer o explicar el pasaje. En otro lugar, el apóstol puede escribir: «Considera lo que digo; porque el Señor te dará entendimiento en todo» (2 Tim. 2:7). Por eso es bueno pasar de la Palabra escrita a la Palabra viva y, como María en otro tiempo, sentarse a sus pies y, en su presencia, leer estas palabras como un mensaje del Señor para cada uno de nosotros personalmente.

Si fijamos nuestros ojos en Jesús y luego nos miramos a nosotros mismos por un momento, perderemos el amor por nosotros mismos. Cuando Job se encontró por fin en presencia de Dios, tuvo que confesar: «De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (Job 42:5-6). Cuando Pedro se encuentra en presencia del poder y de la gracia de Dios revelados en Jesús, solo puede decir de sí mismo: «Señor… soy un hombre pecador» (Lucas 5:8).

(V. 6-8). El apóstol dirige así nuestra mirada hacia Jesús para contemplar con santo asombro el camino que ha recorrido desde la gloria de la divinidad hasta la vergüenza de la cruz. Además, este camino se pone ante nosotros para permitirnos ver el estado de ánimo que había en Cristo Jesús cuando lo emprendió. Fue su espíritu de humildad el que le hizo descender –cada vez más– desde la gloria del cielo hasta la cruz. No podía descender más que hasta la muerte de la cruz.

Siguiendo este camino, aprendemos que «sí mismo se despojó», que tomó «la forma de siervo», que «sí mismo se humilló» y que «se hizo «obediente hasta la muerte».

Sí mismo se despojó – Ocupaba el lugar más alto, pero su pensamiento era pasar por este mundo como quien no desea ninguno. Cuando sus discípulos le dijeron: «Todos te buscan», él respondió: «Vamos a otra parte, a los pueblos vecinos» (Marcos 1:37-38). Cuando la gente quiso «hacerle rey», leemos: «Se retiró otra vez a la montaña, él solo» (Juan 6:15).

Tomó la forma de siervo – Pudo decir: «Estoy entre vosotros como el que sirve» (Lucas 22:27). Se ciñó, echó agua en un lebrillo y se inclinó para lavar los pies sucios de sus discípulos cansados del camino (Juan 13:5).

Sí mismo se humilló – Se contentó con venir al mundo como un niño pequeño, nacido en un establo y acunado en un pesebre. Trabajó como carpintero y se unió a unos pobres pescadores galileos. Estaba cansado, tenía sed, estaba solo, para encontrarse y bendecir a una pobre mujer pecadora junto a un pozo.

Se hizo obediente – Cuando vino al mundo, dijo: «He aquí que vengo, para hacer tu voluntad, oh Dios». Al pasar por este mundo, pudo decir: «No procuro mi propia voluntad, sino la voluntad del que me envió». Cuando dejó este mundo, pudo orar: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Hebr. 10:9; Juan 5:30; Lucas 22:42).

Así, a cada paso del camino, vemos la belleza del espíritu humilde que se olvida de sí mismo para servir a los demás en el amor; como alguien dijo una vez: “El amor ama servir, el egoísmo ama ser servido, y se cree exaltado cuando los demás le ruegan” (J.N. Darby). ¡Ay! Nuestra tendencia natural es siempre ponernos a nosotros mismos por delante, procurar labrarnos una buena reputación, en lugar de contentarnos con no ser nada para que Cristo lo sea todo. Olvidamos las palabras del apóstol: «Porque si alguno piensa ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo» (Gál. 6:3). Se nos puede permitir servir a nuestra manera, pero ¡ay!, cuántas veces utilizamos el servicio que el Señor nos confía, para afirmarnos, elevarnos y hacer nuestra propia voluntad. Debemos recordar siempre que Cristo no solo tomó la forma de esclavo, sino que también se humilló y se hizo obediente.

Naturalmente, nos gusta enseñorearnos de la heredad de Dios en lugar de rebajarnos para servirle; naturalmente, buscamos enaltecernos en lugar de humillarnos; y preferimos hacer nuestra propia voluntad en lugar de caminar en simple obediencia. En tiempos del apóstol se debió decir: «Todos buscan sus propios intereses» (Fil. 2:21), pero en Cristo vemos a alguien que no buscó complacerse a sí mismo, sino que buscó el bien de los demás por amor. Si pudiéramos vivir un poco más en la presencia del Señor, con él ante nosotros en toda la humildad de su gracia, nuestro egoísmo desaparecería y, sin dificultad, pensaríamos en los demás para servirlos por amor. Al hacerlo, desaparecerían las rencillas y seríamos de un mismo sentimiento. Así pues, en la primera parte del capítulo aprendemos que la humildad es el camino hacia la unidad.

A la luz de la exhortación del apóstol: «Haya, pues, en vosotros este pensamiento que también hubo en Cristo Jesús» (v. 5), haríamos bien en preguntarnos: “¿Con qué espíritu nos desenvolvemos en este mundo? ¿Con qué espíritu vamos a las reuniones, con qué espíritu servimos al Señor, con qué espíritu predicamos y enseñamos? ¿Vemos todas estas cosas como oportunidades para hacernos valer y aumentar nuestra reputación y autoimportancia, o las abordamos con el espíritu de Cristo – el espíritu que no hace nada por sí mismo con el fin de servir a los demás en el amor?”. ¿Con qué mentalidad afrontamos la vida? ¡Esta es una pregunta muy práctica y estimulante para cada creyente!

4 - Los resultados de la unidad

Después de mostrar que la unidad entre los santos solo puede lograrse mediante la humillación, y que la humillación solo puede lograrse cuando tenemos a Cristo como modelo en la humilde gracia de su camino desde la gloria del cielo hasta la tumba, el apóstol presenta los benditos resultados que fluirán de una asamblea unida de creyentes, donde cada uno posee la humildad de espíritu de Cristo.

(V. 9-11). Antes de hablar de los creyentes, aprendemos del ejemplo del bendito Señor que antes del honor está la humildad, y que «el que se humilla, será exaltado» (Lucas 14:11). Esto se realizó plenamente en Cristo. Habiéndose humillado más bajo que todo, Dios «lo exaltó hasta lo sumo, y le dio el nombre que es sobre todo nombre».

(V. 12-16). Luego, hablando de los creyentes, el apóstol muestra que 2 cosas caracterizarían más claramente a una asamblea unida. En primer lugar, estarían en el mundo según el «beneplácito» de Dios; en segundo lugar, darían testimonio colectivo ante los hombres, brillando como luminarias en un mundo oscuro. Lo que suba a Dios de su pueblo como fruto será para el mundo un testimonio.

Para que demos fruto para Dios y seamos testimonio en el mundo, el apóstol nos exhorta, en primer lugar, a seguir las exhortaciones expuestas en la primera parte del capítulo y, así, a labrar nuestra propia salvación despojándonos de todo lo que pueda impedirnos estar aquí por el deleite de Dios. La Epístola aclara que los peligros concretos de los que debemos protegernos son la envidia y la contienda, el fariseísmo de la vanagloria y el egoísmo que pretende apropiarse de las cosas. Pablo ya no está con nosotros para protegernos de estos y otros peligros, por lo que debemos trabajar en nuestra propia salvación con «temor y temblor»: temor por nuestra propia debilidad y temblor por el poder del adversario. Sin embargo, el que está a nuestro favor es más grande que el que está en contra, porque «Dios es el que produce en vosotros tanto el querer como el hacer, según su buena voluntad». Dios no solo nos capacita para cumplir su voluntad, sino que también puede darnos la voluntad de hacerlo, de modo que se convierta en un gozo para nosotros.

No nos sorprende, cuando Jesús estaba aquí en la tierra, que Dios abriera los cielos para expresar su gozo y su beneplácito por su Hijo amado; pero que sea posible que criaturas tan miserables como nosotros estemos aquí en la tierra para su beneplácito es verdaderamente una maravilla y un triunfo de la gracia. ¿Qué fue lo que dio lugar a la expresión de gozo del cielo por Cristo en su bautismo, y luego en el monte de la transfiguración? ¿No fue la humilde gracia de la que habla el apóstol, que le condujo a anonadarse, a tomar la forma de esclavo, a humillarse y hacerse obediente? ¿Y qué hay en los santos que complace a Dios? ¿No es que reproducen en sus vidas este carácter de Cristo: su humilde gracia?

Y así, en los versículos que siguen (14-16), estamos exhortados a comportarnos de un modo que exprese exactamente lo que era Cristo cuando atravesó esta escena. Por muchas contradicciones pecaminosas que tuviera que soportar, por muy duras y dolorosas que fueran las circunstancias a lo largo del camino, por muchos insultos y afrentas que tuviera que encontrar, nunca salió de sus labios murmuración alguna, ni surgió razonamiento alguno sobre los caminos de Dios. A través de todas las pruebas y tentaciones, permaneció irreprochable; aunque los hombres le devolvían mal por bien y odio por amor, él no devolvía el mal. El Hijo de Dios fue intachable en medio de una generación torcida y perversa; fue la luz que brilla en un mundo de tinieblas, y proclamó la Palabra de vida en un mundo de muerte. Así, su vida, que fue por el beneplácito de Dios, se convirtió en un testimonio para el hombre. Lo que fue verdad en Cristo en su perfección absoluta seguirá siendo verdad en alguna medida en cualquier compañía de creyentes que caminen en unidad con el humilde pensamiento de Cristo. Manifestarán colectivamente algo del hermoso carácter de Cristo, subirá a Dios como fruto para su beneplácito, y será para el hombre un testimonio de Cristo y de la gracia de Dios. «En esto sabrán todos que sois mis discípulos, si os amáis entre vosotros» (Juan 13:35).

Cuando nos damos cuenta del estado de la profesión cristiana y de nuestro propio fracaso, podemos inclinarnos a decir que es demasiado tarde para pensar en un testimonio colectivo y que cuanto menos hablemos de testimonio, mejor. Es cierto que la Iglesia ha fracasado totalmente en su responsabilidad de dar testimonio de Cristo, pero tengamos cuidado de no arrojar oprobios sobre el Espíritu Santo, que siempre está ahí para conducir nuestros corazones hacia Cristo. No podemos recuperar la unidad y el poder que caracterizaron a la Iglesia en la época de Pentecostés, pero en los días más oscuros nunca es demasiado tarde para volver a Cristo. En este gran pasaje de la Escritura, el apóstol llama a nuestros corazones a volver a alimentarse de Cristo en toda la humildad de su gracia.

Si pensamos en el estado de la Iglesia en tiempos del apóstol, podríamos pensar que aún no es necesario hablar de un testimonio corporativo. Cuando escribió la Epístola, Pablo estaba prisionero. Algunos predicadores, que ocupaban un lugar destacado, estaban marcados por la envidia y las rencillas. Todos buscaban sus propios intereses y no los de Jesucristo; y algunos andaban tan mal que, aunque profesaban el nombre de Cristo, eran enemigos de la cruz de Cristo. Sin embargo, en medio de este estado de debilidad, el apóstol muestra que es posible que un pequeño puñado de creyentes en Filipos, despreciados e ignorados por el mundo, estén allí por el placer de Dios y den testimonio a los hombres. Hoy nada podría superar la debilidad del pueblo de Dios, pues este es un día de pequeñeces, pero, a pesar de toda nuestra debilidad, este gran pasaje deja claro que, si algunos vuelven a Cristo, y aprenden algo de su humildad, «pensando lo mismo, teniendo un mismo amor, unánimes, teniendo los mismos sentimientos». Así unidos, serán, en su pequeña medida, para el «placer de Dios» y un testimonio para el mundo.

Una vez más, recordemos que esto solo será posible si cada uno de nosotros camina a la luz del sol de su presencia. La «rivalidad» y la «vanagloria», el provocarse «unos a otros, envidiándonos» (Gál. 5:26) no pueden tener cabida en su presencia. Muy pronto se cumplirán las palabras del profeta cuando, mirando a la gloria venidera, se diga del pueblo de Dios dividido desde hace tanto tiempo: «Alzarán la voz, juntamente darán voces de júbilo; porque ojo a ojo verán que Jehová vuelve a traer a Sion» (Is. 52:8). “¡Qué insensatez, dijo alguien, luchar aquí contra aquellos con quienes festejaremos allá arriba!”. Cuando por fin le veamos «cara a cara», nos miraremos todos a los ojos y cantaremos juntos el gran cántico «Al que nos ama, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre... A él sea la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén» (Apoc. 1:5-6).