La oración del Señor
¿Debería ser usada por los cristianos?
Autor: Temas:
(Fuente autorizada: graciayverdad.net)
Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.
Venga tu reino. Sea hecha tu voluntad, así en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día.
Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.
Y no nos pongas a prueba, sino líbranos del maligno.
Esta oración se entrelaza con algunos de nuestros más santos recuerdos y asociaciones. ¡Cuántas personas, de hecho, fueron enseñadas primeramente a balbucear sagradas peticiones sobre las rodillas de una madre! Dicha oración se apegó así a los afectos –un apego que se profundizó en años posteriores cuando, día del Señor tras día del Señor, era repetida una y otra vez, en conjunto con cientos de personas en la iglesia o capilla. Entonces, ella vincula también, en la imaginación, el presente con el pasado, y raza con raza; porque la imaginación ama pensar obsesivamente que esta misma oración, dada por nuestro Señor a sus discípulos, ha encontrado un lugar en las liturgias de cada sección de la cristiandad, y ha sido usada así por siglos, y es repetida semana tras semana, casi simultáneamente, por miles de personas en diferentes regiones y lenguas. No es de extrañar, por tanto, que se la considere con especial reverencia, y como poseyendo una santidad peculiar a ella misma.
Esto ha encontrado una expresión sorprendente en relación con la versión revisada del Nuevo Testamento publicada últimamente. Los revisores se han aventurado a alterar ligeramente su fraseología, y a omitir, debido a la insuficiencia de la evidencia de la inspiración de ellas, las palabras finales –“porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén”. Se ha encontrado falla con esto, sobre el terreno de que “la antigua forma en la que las oraciones de los ingleses han sido pronunciadas por tantas generaciones debería haber sido respetada”. Independientemente de lo que se pueda pensar acerca de este veredicto, la pregunta planteada en nuestra mente es: ¿Debería esta oración ser usada por cristianos? En otras palabras, ¿Fue la intención de nuestro Señor que ella fuese adoptada por los creyentes después del descenso del Espíritu Santo en Pentecostés? Es a la respuesta a esta pregunta que nosotros invitamos la seria atención de nuestros lectores.
Ante todo, se puede tener como premisa, y el hecho es patente, que hay muchas oraciones registradas antes de la muerte y resurrección del Señor Jesús, especialmente en el Antiguo Testamento, que serían totalmente inadecuadas para este período de la gracia. Tomen algunas peticiones registradas en los Salmos –peticiones imprecatorias, como se las denomina. Vayan, por ejemplo, al Salmo 69:22 al 28, y se percibirá, de inmediato, que el espíritu de tales oraciones es completamente ajeno a la inculcada al cristiano. Así también con muchas de las oraciones encontradas en Jeremías (Jer. 10:24-25; 18:19-23, etc.), y en otras Escrituras del Antiguo Testamento. Esto será suficiente para demostrar que una oración compuesta por el Espíritu de Dios, en una dispensación, no es necesariamente adecuada para el pueblo de Dios de todas las épocas. Conservando este principio en mente, nosotros podemos examinar la oración que el Señor dio a sus discípulos.
Cabe señalar que, desde el principio, ella no contiene ningún indicio de redención. Puede decirse que ello se asume; y, no obstante, difícilmente puede ser así, si nosotros recordamos el rasgo distintivo de la redención, tal como es presentada en la Epístola a los Efesios: «En quien» (es decir, en Cristo), dice el apóstol, «tenemos la redención por medio de su sangre, el perdón de los pecados, según las riquezas de su gracia» (Efe. 1:7). Es muy cierto que la oración podía ser usada solo por quienes estaban en el terreno del pueblo de Dios, tal como estaban los judíos, quienes tenían el modo y los medios designados de acceso a Dios; pero hablamos ahora de redención, tal como fue consumada por la muerte y resurrección de Cristo. Entonces, lejos de que el perdón por medio de la sangre preciosa de Cristo fuese conocido, es decir, que ya no hay más conciencia de pecados por su sacrificio único (Hebr. 10), los discípulos son dirigidos a clamar, «perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mat. 6:12). Por tanto, la eficacia de la sangre preciosa de Cristo no estaba anticipada aquí, ni tampoco se suponía que la conocían los que debían acercarse a Dios con estas peticiones en sus labios. No hay punto más importante sobre el que se deba insistir, especialmente en la actualidad, que el perdón de pecados conocido es, por todas partes en las epístolas, considerado como la herencia común de todo creyente. El apóstol Juan escribe así: «Os escribo, hijitos (y el término «hijitos» en este lugar incluye a toda la familia de Dios), porque os han sido perdonados los pecados a causa de su nombre» (1 Juan 2:12). Es así muy evidente que esta oración no se eleva a la altura, en este particular, de la que puede ser llamada “la bendición inicial cristiana”.
Las palabras iniciales apuntarían, de hecho, a la misma conclusión: «Padre nuestro, que estás en los cielos» (Mat. 6:9). Esto requerirá una o dos palabras de sencilla explicación. Los creyentes bajo la antigua dispensación, nacían de nuevo de la misma manera que los creyentes desde Pentecostés. Por tanto, ambos son, por igual, hijos de Dios. Pero hay dos diferencias que deben ser especificadas. El creyente judío jamás recibía, no podía recibir, el Espíritu de adopción, debido a que el Espíritu no había venido en aquel entonces, «por cuanto Jesús no había sido aún glorificado» (Juan 7:39). El apóstol Pablo explica esto cuando dice: «Mientras que el heredero es menor de edad, en nada difiere de un siervo, aunque es señor de todo; sino que está bajo tutores y administradores, hasta el tiempo señalado por el padre. Así también nosotros, cuando éramos menores de edad, estábamos esclavizados bajo los elementos del mundo. Pero cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo en nuestros corazones, clamando: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero mediante Dios» (Gál. 4:1-7; véase Rom. 8:14-17).
La segunda diferencia radica en el carácter del llamamiento. El santo judío tenía un llamamiento terrenal; es decir, su llamamiento de parte de Dios era para la tierra, y para bendiciones terrenales. Aun el futuro de ellos se caracterizaba por un Mesías en la tierra, reinando en la tierra en su reino glorioso, asegurando perfecta bendición terrenal. Se puede leer el Salmo 72 como una ilustración de esto, así como también Isaías 60, Jeremías 33, etc. Pero con el cristiano todo cambia. Su llamamiento es un llamamiento celestial (véase Hebr. 3:1; Fil. 3:14, donde debería decir, «llamamiento de Dios en Cristo Jesús», y el v. 20: «nuestra ciudadanía está en los cielos»). Conforme a esto, Dios no promete ahora bendiciones terrenales a los creyentes. Teniendo sustento y abrigo, nosotros somos exhortados a estar contentos (1 Tim. 6:8). «Partir y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor» (Fil. 1:23). Toda nuestra esperanza ha de estar puesta sobre el regreso de nuestro bendito Señor a tomarnos a él mismo, para que donde él está nosotros también estemos (Juan 14:1-3; Fil. 3:20-21; Apoc. 22:7, 12, 20). Por lo tanto, nosotros debemos vivir en la expectativa diaria de la consumación de esta esperanza nuestra y, en el entretanto, vivir bajo su influencia y poder, purificarnos, así como él es puro (1 Juan 3: 2 y 3). Nosotros somos así, un pueblo celestial, con esperanzas celestiales, en lugar de ser, como eran los judíos, un pueblo terrenal, con esperanzas terrenales –cuyas esperanzas terrenales se cumplirán aún en la restauración y bendición de ellos en su tierra cuando el Señor aparezca con sus santos para establecer su reino.
La aplicación de estas distinciones será evidente. El Señor enseñó a sus discípulos a decir «Padre nuestro»; los creyentes de la presente época de la gracia –es decir, del período de tiempo que comenzó con el descenso del Espíritu Santo en el día de Pentecostés– claman «¡Abba, Padre!»; es decir, conocen a Dios como su Padre por medio del Espíritu Santo que mora en ellos. Nuevamente, era perfectamente apropiado para el santo Judío decir «Padre nuestro, que estás en los cielos», porque él era uno de los que componían el pueblo terrenal; pero el cristiano, siendo él mismo, celestial, perteneciendo al cielo, con el privilegio de morar aun ahora en espíritu en la casa del Padre, no dice, cuando se le enseña: «Padre nuestro, que estás en los cielos», ni siquiera, nuestro “Padre celestial”, sino que dice: «nuestro Dios y nuestro Padre», tal como encontramos en todas partes en las epístolas, y tal como el propio Señor enseñó a los suyos, por medio de María, después de su resurrección; porque añadir al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo las palabras «en el cielo», sería olvidar lo que Dios, en su gracia maravillosa, nos ha hecho, y olvidar también el lugar pleno de bendición al cual hemos sido llevados mediante la muerte y resurrección de nuestro bendito Señor y Salvador (comp. Juan 20:17 con Efe. 1:3, etc.).
Si nos volvemos nuevamente a la petición aludida, «perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores», esta conclusión se verá fortalecida. Como hemos mostrado, el perdón de pecados es la porción de todos los creyentes, y este perdón es eterno en su carácter. La eficacia de la sangre preciosa de Cristo, tal como es presentada en Hebreos 9 y 10, descarta la posibilidad de la imputación de culpa al creyente. El sacrificio único de Cristo es puesto, una y otra vez, en contraste con los recurrentes sacrificios anuales de la economía judía. «Porque no entró Cristo en un lugar santo hecho a mano, reproducción del verdadero, sino en el cielo mismo, para ahora comparecer ante Dios por nosotros. Ni para ofrecerse a sí mismo muchas veces, como el sumo sacerdote entra en el lugar santo cada año con sangre ajena; puesto que le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde la fundación del mundo; pero ahora, una sola vez en la consumación de los siglos, él ha sido manifestado para la anulación del pecado mediante su sacrificio» (Hebr. 9:24-26). Una vez más: «Y por cierto, todo sacerdote está en pie sirviendo cada día y ofreciendo los mismos sacrificios muchas veces, los cuales nunca pueden quitar los pecados, pero este, habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados, se sentó a perpetuidad a la diestra de Dios, desde entonces esperando hasta que sus enemigos sean puestos por pedestal de sus pies. Porque con una sola ofrenda perfeccionó para siempre a los santificados» (Hebr. 10:11-14). Estos pasajes enseñan, más allá de la posibilidad de duda o pregunta, dos cosas inequívocas: en primer lugar, que el sacrificio único de Cristo tiene vigencia para siempre; y, en segundo lugar, que en el momento que nos situamos bajo su eficacia y sus beneficios (y todo creyente está en este lugar bienaventurado), nuestra culpa es quitada para siempre de la vista de Dios. A nosotros nos «perfeccionó para siempre». No hay «más conciencia de pecados» (10:2), si comprendemos el valor de la sangre preciosa de Cristo. Somos absolutamente perdonados una vez y para siempre. Negar esto sería negar la eficacia del sacrificio único de Cristo.
Se puede replicar: “Sí, nosotros entendemos esto plenamente, como aplicado a nuestros pecados pasados; pero ¿qué sucede con los pecados que cometemos día a día después de la conversión?”
Hay dos respuestas a esta pregunta. Primero, la culpa de todos nuestros pecados –pasados, presentes, o futuros– es quitada por la sangre de Cristo. Cuando el Señor Jesús «él mismo llevó en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero», lenguaje que solo los creyentes pueden adoptar, (1 Pe. 2:24), nosotros no habíamos cometido pecados, en absoluto (puesto que no habíamos nacido aún). Por consiguiente, no pudo ser que él llevase solamente una parte, o algunos, de nuestros pecados, o de lo contrario –y lejos esté este pensamiento– Él debe morir una segunda vez. No; todos nuestros pecados fueron puestos sobre él en su muerte en la cruz, y él expió la culpa de todos; así que podemos regocijarnos delante de Dios, en el conocimiento de que «la sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7), de que somos liberados, una vez y para siempre, de toda nuestra culpa y, por consiguiente, de que una vez limpios y hechos más blancos que la nieve, ni una sola mancha, o lunar, puede jamás profanar nuestra pureza perfecta a los ojos de Dios.
En segundo lugar, Dios ha hecho provisión de otra índole para nuestros pecados diarios. Hay que reconocer que, ¡lamentablemente!, nosotros pecamos diariamente; pero, tan cierto como eso es, si conocemos el valor pleno del sacrificio de Cristo, jamás padeceremos, ni por un momento, el pensamiento de la imputación de culpa. Por otra parte, no debemos aminorar jamás la gravedad de nuestros pecados diarios –pecados que son ahora contra la luz y el amor. Ningún lenguaje podría ser demasiado fuerte para expresar lo aborrecible que ellos son. Aún más que esto, jamás se debe olvidar que no hay necesidad de que el creyente peque diariamente. El apóstol Juan dice: «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis». Una vez defendida la verdad acerca de este punto, él presenta después, la provisión de la gracia que ha sido hecha para los pecados en los cuales el creyente cae tan a menudo. «Y si alguno peca, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo; él es la propiciación por nuestros pecados; y no solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Juan 2:1-2).
Es, entonces, la abogacía de Jesucristo el Justo con el Padre, la que atiende a nuestro caso con respecto a nuestros pecados diarios. Llevados a la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1 Juan 1:3), nosotros perdemos el disfrute de esta comunión cuando pecamos; y el objetivo de la abogacía de nuestro bendito Señor es restaurarnos al lugar que hemos perdido, en cuanto a su disfrute. Y para este fin, él ora por nosotros; él no ora cuando nos arrepentimos, sino cuando pecamos. De hecho, nuestros pecados suscitan su abogacía a nuestro favor; y es en respuesta a esto que, más temprano o más tarde, el Espíritu de Dios hace que recordemos, en nuestras conciencias, la Palabra de Dios, produciendo, de ese modo, el juicio propio, y nos conduce a la confesión en la presencia de Dios; y entonces encontramos la verdad de lo que el apóstol declara: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Juan 1:9). Esto sucederá, más temprano o más tarde, pero se debe recordar –y esto prohíbe el pensamiento de “tomar a la ligera” los pecados del creyente– que si se pospone el juicio propio y la confesión, Dios, como nuestro Padre, puede verse obligado, en su amor por nosotros, a venir y tratar con nosotros en castigo y prueba, para prepararnos para la acción de su Palabra sobre nuestras conciencias; porque él no puede soportar que los que han sido redimidos, sus propios hijos, continúen en una senda de pecado e iniquidad. El pecado no es nunca una cosa liviana a los ojos de Dios, y no debe ser jamás una cosa liviana a los ojos de su pueblo. ¿Cómo podría serlo, cuando fue eso lo que llevó a nuestro bendito Señor a la terrible cruz?
Se verá, a partir de estas observaciones, que el cristiano no debe orar nunca por el perdón de pecados. La culpa de todos sus pecados ha sido quitada; y la condición para el perdón de sus pecados diarios es la confesión. Ahora bien, la confesión, en vista de que ella solo puede brotar del juicio propio, es una cosa mucho más profunda que orar por el perdón. Los padres pueden verificar esto muy pronto con sus hijos. Cuando estos han cometido faltas, si ven que sus padres se afligen, ellos pronto pedirán perdón; pero si se les demanda juicio propio, una verdadera estimación del carácter de sus acciones y la confesión, ella no se obtendrá tan fácilmente. No; es una cosa mucho más seria ver nuestros pecados en la luz de la presencia de Dios, tener el pensamiento de Dios acerca de ellos, y decirle todo en humilde confesión; y esto es lo que Dios requiere, y no la oración por el perdón. La razón es simple. La propiciación ha sido ya hecha, y el perdón está listo para ser otorgado, y él espera solamente hasta que nos hayamos juzgado a nosotros mismos, para asegurarnos su amor perdonador, y para efectuar nuestra restauración a la comunión que habíamos perdido.
Se puede hacer otra observación acerca de esta petición –apenas necesaria, después de lo que se ha dicho, salvo para obviar objeciones. La medida del perdón por el que se va a orar es el de nuestro perdón a los demás –«como también nosotros perdonamos a nuestros deudores». Conociendo lo que nosotros somos, la sutileza de nuestros corazones, nuestras inconscientes reservas (recelos, desconfianzas, sospechas), y nuestra dificultad, en muchos casos, para otorgar un perdón libre, pleno y absoluto a los que han pecado contra nosotros, jamás podríamos saber, a partir de esta petición, si acaso nos podríamos regocijar en el conocimiento del pleno perdón de nuestros pecados contra Dios; y esto sería enteramente inconsistente con la verdad que hemos estado considerando en Hebreos 9 y 10. Como habiendo sido presentada esta oración a los discípulos en la posición que ellos tenían en aquel entonces, y con respecto a sus relaciones mutuas, y a sus relaciones con todos los hijos del Reino, nosotros podemos percibir su sabiduría perfecta y divina, e incluso su aplicabilidad a los hijos de Dios, con respecto al gobierno del Padre, pero ella no estuvo destinada, en ninguna manera, a ser la expresión de nuestra necesidad, con relación a nuestros pecados, en la presencia de Dios.
Como incidiendo sobre toda la cuestión acerca del uso de esta oración, invitamos al lector a prestar atención ahora a una Escritura en el evangelio de Juan. En la víspera misma de la partida del Señor. Él dijo a sus discípulos, «Vosotros, pues, ahora estáis tristes; pero os veré otra vez, y se alegrará vuestro corazón, y ninguno os quitará vuestro gozo. En aquel día no me preguntaréis nada. En verdad, en verdad os digo: Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, él os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo» (Juan 16:22-24). Si la oración del Señor es examinada cuidadosamente, nada golpea la mente con tanta fuerza como la ausencia de toda mención del Nombre de Cristo. Por lo que atañe a las palabras, ellas no tienen relación alguna ni con el Nombre, ni con la obra de nuestro bendito Señor y Salvador. Y nuestro Señor dice expresamente en esta Escritura, que «hasta ahora» – y esto fue al final de su estancia terrenal –sus discípulos no habían pedido nada al Padre en Su Nombre. Teniendo en cuenta, entonces que, en toda oración cristiana, el único terreno de acercamiento a Dios es en el nombre de Cristo, se deduce, en primer lugar, que la oración del Señor no era en su Nombre; y, en segundo lugar, ella no pudo ser dada, por tanto, para el uso de su pueblo después de su muerte y resurrección.
Otro hecho, de diferente índole, puede ser presentado como evidencia en apoyo de esta conclusión. En los Hechos y en las Epístolas tenemos el registro de varias oraciones, así como también las bendiciones especiales que los apóstoles desearon para los creyentes a los que ellos estaban escribiendo, y casi innumerables alusiones a la necesidad de orar, pero en ninguno de los casos hay allí el más mínimo rastro de la adopción de la oración que está bajo consideración, sea ello por individuos, o por los santos cuando se reunían. Esta omisión es ciertamente significativa, a la luz de la teoría de que el Señor presentó, en esta oración, una forma a ser empleada en la Iglesia hasta el final de la época de la gracia.
Considerando todas estas cosas en su conjunto, no podemos sino concluir que esta teoría es un error que, además del hecho de que nuestro Señor no dictó una forma de oración para los cristianos, es evidente, por otra parte, que él la presentó solamente a sus discípulos para que ellos la usaran hasta Pentecostés. A partir de entonces, morando en ellos el Espíritu Santo, serían llevados al disfrute de todas las bendiciones aseguradas en Cristo mediante la redención, y con sus corazones engrandecidos por el poder de Su fuerza, orarían, en lo sucesivo, en el Nombre de Cristo y en el Espíritu Santo (véase Efe. 1:15-23; 3:14-21; 6:18; Judas 20, etc.). A partir de ese momento, sus deseos podían limitarse solamente a toda la gama de propósitos e intereses de Dios. Ni estos, ni siquiera sus necesidades personales (véase Fil; 4:6) pudieron hallar una expresión plena y adecuada en esta forma de oración.
Es posible que sea necesario recordar al lector, que las observaciones efectuadas tienen referencia solo al uso de esta oración, en su integridad, por los cristianos como una forma. Se admite libremente, no, más bien, se insiste sobre el hecho de que, aunque somos llevados a un lugar nuevo por medio de la muerte y resurrección de nuestro Señor y Salvador, y a la posesión y disfrute conocidos de más sublimes bendiciones, nosotros podemos volver atrás en el poder del Espíritu, y asumir y presentar delante de Dios, muchas de sus peticiones. Hagamos un repaso de ellas en una breve reseña.
Se ha explicado cabalmente que el cristiano –al menos uno que tiene inteligencia espiritual– no se podría dirigir ahora a Dios como «Padre nuestro, que estás en los cielos». Pero se trata del mismo Dios, y nosotros Le conocemos como «nuestro Dios y Padre», porque es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo (Juan 20:17). Por tanto, cuando oramos, no decimos, “nuestro Padre celestial”, puesto que, en Su gracia, nosotros somos también un pueblo celestial, sino simplemente «nuestro Dios y Padre», debido a que estos títulos nos expresan la doble relación a la que hemos sido llevados.
La primera petición es: «santificado sea tu nombre» –una petición que no podemos pronunciar jamás, si es que entendemos verdaderamente su solemne significado. «Nombre», en la Escritura, es siempre la expresión de lo que Dios es como revelado, y por eso, en relación con el Padre, es la verdad de lo que Dios es en esa relación. Entonces, si nosotros deseamos que su nombre sea santificado, ello significa que debería ser santificado en nosotros, por nosotros, y por todos los que tienen el privilegio de invocar a Dios mediante este título precioso, y significa que debería haber, en nosotros, una respuesta sensible a su santidad en esta relación. Nosotros hemos pronunciado, ciertamente, la petición, pensando poco acerca de lo que ella implicaba, e incluso mientras nosotros, como sus hijos, ¡estábamos deshonrando su nombre como nuestro Padre, mediante nuestras impías asociaciones e impíos modos de obrar! Presentar esta oración significa que deberíamos ser santos porque él es santo, que su nombre debería ser santificado en y por nosotros, en todo lo que somos y hacemos.
Las dos peticiones que siguen: «Venga tu reino. Sea hecha tu voluntad, así en la tierra como en el cielo», son dos peticiones que todos nosotros podríamos también adoptar. Se trata, como se percibirá, del reino del Padre. Se encontrará una referencia a esto en este mismo evangelio. «Entonces resplandecerán los justos, como el sol, en el reino de su Padre» (Mat. 13:43). Resulta claro, del contexto, que esto mira hacia adelante, al tiempo cuando Cristo habrá regresado con sus santos, y habrá tomado su Reino para sí mismo (Mat. 13:41); y cuando los santos serán exhibidos en su gloria en el reino del Padre –la escena celestial del gobierno del Padre. Por lo tanto, la petición expresa el deseo por la llegada del tiempo cuando Cristo vendrá para ser glorificado en sus santos (2 Tes. 1:10).
«Sea hecha tu voluntad, así en la tierra como en el cielo», va aún más allá en su plena realización. Jamás hasta ahora, excepto una vez, se ha visto esto en la tierra, y eso fue en la vida y muerte del Señor Jesús –el único que pudo alguna vez decir: «Yo te glorifiqué en la tierra, acabando la obra que me diste que hiciera» (Juan 17:4). Solo él ha hecho perfectamente la voluntad del Padre en la tierra. Tampoco será hecha en el Milenio, excepto por él mismo, como el Rey que reinará en justicia. Habrá aproximaciones a ella, mayores o menores, por los santos en aquel tiempo, pero excepto por él, la voluntad del Padre no será hecha en la tierra como en el cielo, ni por un solo santo. Ello debe señalar, ciertamente, a los cielos nuevos, y a la tierra nueva, cuando el tabernáculo de Dios estará con los hombres, y él morará con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios (2 Pe. 3:13; Apoc. 21:3). Entonces la voluntad del Padre será hecha en la tierra (la tierra nueva) así como en el cielo, y nunca antes. Las dos peticiones juntas, abarcan así dos dispensaciones sucesivas, es decir, el Milenio y el estado eterno. ¡Cuán vastos y exhaustivos son los pensamientos de Dios! ¡Y son estos pensamientos, y estos deseos, los que quiere que nosotros compartamos con él!
«Danos hay nuestro pan de cada día», es una petición más sencilla y no presenta dificultad alguna, cuando se la considera como la expresión de nuestra entera dependencia de Dios para nuestro alimento diario, y, al mismo tiempo, no dejará de recordarnos lo que se les enseñó a los israelitas en el desierto: que el maná, Cristo como el pan que descendió del cielo, debe ser recogido, y uno se debe alimentar de él, diariamente (Éx. 16; Juan 6).
Nosotros hemos comentado ya acerca de: «perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores», de modo que solo queda: «Y no nos pongas a prueba, sino líbranos del maligno». Este clamor será siempre adecuado para nosotros, mientras estamos en este mundo con el sentido de absoluta debilidad, y sabiendo que no podríamos estar firmes, ni por un momento en la tentación, si somos dejados a nosotros mismos. Tampoco hay incongruencia alguna entre una petición tal, y la entera confianza en Dios; porque habrá confianza en Dios justo en proporción a la manera en que hemos aprendido que, en nuestra carne, no mora el bien (Rom. 7:18). Temerosos de nosotros mismos, clamaremos siempre: «no nos pongas a prueba», y esto dará lugar a que haya en nosotros un mayor deseo de ser liberados del mal. Esta fue, de hecho, la petición del propio Señor para los suyos –«No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del maligno» (Juan 17:15). Si las palabras restantes, la doxología, tal como se las denomina, “porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén”, son, o no son, parte de la Escritura, ellas expresan, indudablemente, una verdad que todo cristiano se deleita en conocer y convertir en alabanza.
Entonces, en resumen, no podemos sino concluir, a partir de la enseñanza de la Escritura, que nuestro Señor dio esta oración como una forma para el uso de sus discípulos solo hasta Pentecostés. Pero, a la vez que afirmamos esto, es muy evidente que, cuando nosotros hemos sido llevados a la plena luz del cristianismo, donde las formas de oración ya no son consistentes con la actividad libre del Espíritu Santo en el creyente, podemos, como siendo guiados por el Espíritu, adoptar y presentar delante de Dios, muchos de los bienaventurados deseos y peticiones que esta oración personifica y expresa.
Puede ser que, en un día postrero, cuando Dios tendrá, una vez más, su pueblo terrenal, la “Oración del Señor” será usada otra vez como un todo. Pero, no obstante, es de la mayor importancia percibir, entre tanto, que el judaísmo, en su expresión más pura, no es cristianismo; y por eso es que ese lenguaje, que pudo ser usado adecuadamente en oración antes de la muerte de Cristo, no es, necesariamente, el vehículo apto, o destinado, para expresar los deseos del cristiano. El Señor quiere que entremos en sus pensamientos más plenos de bendición para su pueblo, y que nos sintamos satisfechos con nada más que sus propios deseos para nosotros. Que él pueda darnos el ojo ungido para percibir, la gracia y el poder para ocupar el lugar al cual hemos sido llevados ahora, por medio de la muerte y resurrección de nuestro bendito Señor y Salvador.