El último mensaje

La Palabra del Señor por Malaquías


person Autor: Hamilton SMITH 89

library_books Serie: Bosquejo Expositivo


1 - La condición del pueblo

El profeta Malaquías tiene el solemne deber de entregar el último mensaje de Dios a su pueblo terrenal antes de la venida de Cristo. Una vez entregado el mensaje, Dios no habla más durante un período de cuatrocientos años. Luego, finalmente, el silencio es roto por la voz de uno que clama en el desierto: «Preparad el camino del Señor; enderezad sus sendas» (Mat. 3:3).

Las últimas palabras poseen un poder especial por el que a menudo llegan a la conciencia, tocan el corazón y permanecen en la memoria. Si esto es así con las pobres palabras de los hombres, ¡cuánto más cuando hacia el final de una dispensación Dios dice una última palabra! Y cuando leemos al profeta Malaquías hacemos bien en dejar que nos hable con toda la fuerza de una última palabra de Dios.

Consideremos en primer lugar las circunstancias en que fue escrito el libro, pues, por más que tenga una verdadera aplicación para el pueblo de Dios en estos últimos días, no debemos olvidar a quién se dirigió en primer lugar. La profecía se abre con las palabras: «Profecía de la palabra de Jehová contra Israel». Es un mensaje, por tanto, para el pueblo terrenal elegido por Dios. Sin embargo, aunque todo Israel podría estar incluido en el ámbito de la profecía, en realidad se dirige solo a la pequeña parte (a menudo llamada “remanente») liberada del cautiverio de Babilonia. Como aprendemos de otras partes de las Escrituras, mientras la gran masa del pueblo seguía en cautiverio, a unos sesenta mil, en los días de Esdras y Nehemías, se les había permitido regresar a la tierra de sus padres, reconstruir el Templo, revivir los sacrificios, construir las murallas y levantar las puertas de Jerusalén.

El pueblo de Dios, por lo tanto, en ese momento, estaba dividido en dos clases principales, y será útil notar las amplias distinciones entre ellas.

Había (1) la masa de la nación en Babilonia, en cautiverio. No estaban en Palestina, donde Dios los había colocado, sino en Babilonia, adonde los había llevado su pecado. No eran libres como Dios los había hecho por su poder y bondad, sino esclavos de un señor extranjero. Por lo tanto, es evidente que la masa de la nación puede ser descrita correctamente como en una posición equivocada, porque no está en el lugar o el estado que Dios les propuso.

Pero es evidente que también se encontraban en una condición errónea, pues se contentaron con permanecer en esta posición errónea cuando se les brindó la oportunidad, la invitación a abandonarla (véase Esdras 1:3).

Luego estaba (2) el grupo de israelitas retornados que vivían en su propia tierra y participaban en los ritos y ejercicios religiosos originalmente ordenados para ellos por Dios. De ellos, a diferencia de sus hermanos cautivos, puede decirse que estaban en una posición correcta, ya que estaban en el lugar y llevaban a cabo el sistema religioso propuesto para ellos por Dios. Pero, al igual que los que estaban en Babilonia, también los que estaban en Jerusalén, hay que decir que estaban en una condición equivocada, pues el libro de Malaquías es una exposición de su fracaso moral y espiritual, aunque exteriormente se caracterizan por su ortodoxia formal.

Además, en estas dos grandes clases se encontraban (3) individuos que contrastaban felizmente con su entorno; hombres marcados por la cercanía práctica, la fidelidad y la devoción a Dios. Daniel y sus amigos pueden ser citados como ejemplos entre los del cautiverio, mientras que Esdras, Nehemías y los pocos piadosos a los que se refiere Malaquías 3:16 servirán para indicar a aquellos de un sello similar entre el “remanente” retornado.

Tales eran, en pocas palabras, las circunstancias y características de la nación en el período de Malaquías. Ahora bien, aunque la profecía se abre con las palabras: «Profecía de la palabra de Jehová contra Israel», es evidente que este último mensaje de Dios se dirigía únicamente al remanente en la tierra de Palestina. Encontramos alusiones al Templo, a los sacrificios, a los sacerdotes, a los diezmos, etc., todas ellas características perfectamente naturales de Jerusalén y Canaán, pero que no podían ser descriptivas de los que estaban en el exilio.

¿Cuál era la carga de la palabra del Señor para este remanente retornado? Ya no era una denuncia de la idolatría, como en los días de los Reyes; no era un llamamiento a volver a la Tierra, como en los días de Esdras; tampoco era un llamamiento a reconstruir el Templo, como en los días de Ageo, ni siquiera a reconstruir los muros, como en los días de Nehemías. La idolatría había sido abandonada; el remanente estaba de vuelta en la Tierra; el Templo había sido reconstruido, y la ronda de observancias religiosas se llevaba a cabo con la apariencia de un orden externo. Sin embargo, aunque exteriormente estaban en una posición correcta, con un ritual correcto, sin embargo, su estado moral era totalmente erróneo. Y así, la carga del Señor, en este último mensaje, consiste principalmente en una solemne apelación a la conciencia del remanente en cuanto a su bajo estado moral y espiritual.

Aquí hagamos una pausa. Teniendo en cuenta lo que hemos visto como escenario del libro y su mensaje característico, consideremos la posición y la condición de la Iglesia de Dios hoy en día, con el fin de aplicar a ella las lecciones espirituales que la profecía de Malaquías sugiere. Al hacerlo, nos veremos obligados a admitir que hay condiciones encontradas en el pueblo de Dios en la actualidad, que corresponden de manera sorprendente a estas diferentes condiciones encontradas al final de la dispensación pasada.

Al examinar la cristiandad, ¿no nos vemos obligados, en primer lugar, a reconocer que la masa de los cristianos está cautiva en sistemas religiosos no bíblicos, por no decir apóstatas, tal como Israel estaba cautivo nacionalmente en la idólatra Babilonia? Y, por lo tanto, de la gran masa de la cristiandad hay que decir que están en una posición errónea, según la prueba del propósito de Dios para ellos revelado en su Palabra. Además, un observador veraz se vería obligado a afirmar que no solo la cristiandad se encuentra en general en una posición equivocada, sino que también está en una condición moral equivocada. De esto, el discurso a Laodicea en Apocalipsis 3:14-17 es una triste prueba y testimonio. La cristiandad en su conjunto, por lo tanto, se corresponde sorprendentemente con Israel en Babilonia durante el período de Malaquías.

Si ahora retrocedemos en nuestro estudio de la cristiandad hasta el comienzo del siglo 19, estamos obligados a reconocer una obra muy distinta de Dios, por la cual un remanente de su pueblo celestial (como el de su nación terrenal en los días de Esdras y Nehemías) fue liberado de estos sistemas religiosos no bíblicos de los hombres en los que había estado cautivo. Liberados del sectarismo, fueron capacitados por su gracia para recuperar el verdadero terreno sobre el cual es el propósito de Dios que todo su pueblo se mantenga, y así, como sus prototipos judíos, estuvieron una vez más en una posición correcta. Sin embargo, con el paso del tiempo, mientras seguían profesando el verdadero camino del llamado de la Iglesia, el fracaso y la decadencia han marcado cada vez más su curso, de modo que hoy en día Dios tiene una solemne controversia con estos santos liberados en cuanto a su errónea condición moral. Su posición eclesiástica puede ser todavía correcta, pero su condición moral y espiritual no está de acuerdo con la posición que han tomado. Esta clase, entonces, se corresponde estrechamente con el remanente restaurado en su país.

Sin embargo, para continuar con el paralelismo, en ambas clases siempre se ha encontrado a muchos siervos devotos de Dios cuya condición moral y espiritual ha sido de un orden muy elevado, y cuyo curso ha sido agradable al Señor.

Ahora bien, así como la profecía de Malaquías tiene en vista principalmente al remanente restaurado en el país, exteriormente ortodoxo pero interiormente ofensivo para Dios, junto con una exquisita palabra de aliento para los individuos fieles que se encuentran entre ellos, así también, creemos, hace un llamado especial hoy en día al débil y debilitado remanente de santos reunidos del cautiverio eclesiástico de la cristiandad, junto con los individuos fieles que se encuentran en medio de esta compañía. Y así como en los días de Malaquías el último mensaje al pueblo, antes de la venida del Señor, fue dado para despertar la conciencia en cuanto a su condición, así también hoy, en la víspera de la venida del Señor, creemos que el último mensaje de Dios a su pueblo es un solemne llamado para despertar la conciencia en cuanto a nuestra condición moral y espiritual; de modo que se encuentren en la tierra aquellos que son aptos para Aquel que viene, y que, con afectos vivificados, puedan decir: «¡Ven, Señor Jesús!»

Habiendo visto que la profecía se dirige al remanente retornado, y que su carga se refiere a su condición, haremos bien en preguntar cuidadosamente: ¿Cuál es esta condición, y hasta qué punto describe la condición del pueblo de Dios hoy en día?

1. Se caracterizaban por una alta profesión, pero una baja práctica (Mal. 1:6). Profesaban que Jehová era su Padre y su Maestro, pero en la práctica no rendían a Jehová el honor que se debe a un padre, ni el temor que se debe a un maestro. ¿Y no debemos admitir hoy que nuestra práctica ha caído muy por debajo de nuestra profesión? En nuestra vida diaria y en nuestro caminar ¿honramos al Señor? ¿Pensamos, hablamos y actuamos en el temor del Señor? Pero el hecho de no mostrar ni honra ni temor expuso al remanente a la acusación adicional de despreciar el nombre del Señor. A esta acusación responden inmediatamente: «¿En qué hemos despreciado tu nombre?» Una respuesta solemne a una acusación solemne, y que saca a la luz otra triste característica de su condición.

2. Estaban marcados por la ceguera espiritual ante su propio estado de bajeza. La ceguera espiritual es el resultado inevitable de una profesión elevada y un andar bajo. El pueblo de Dios es propenso, casi inconscientemente, a excusar un caminar bajo debido a su alta profesión. Podemos decir: “Con todo nuestro fracaso tenemos la luz, y estamos en la posición correcta”; y así nuestra misma profesión puede convertirse en el medio de cegar nuestros ojos a la gravedad de nuestra baja práctica. De modo que cuando nos enfrentamos a nuestro fracaso lo paliamos, nos negamos a afrontarlo o, como el remanente, profesamos que no podemos verlo.

3. El servicio externo del Señor continuaba, pero faltaba el verdadero motivo interno del servicio (Mal. 1:7-10). Traían sus ofrendas al altar, o mesa del Señor; encendían el fuego en el altar, y abrían y cerraban las puertas del Templo. Pero nadie cerraba las puertas por nada. El amor propio, y no el amor al Señor, era el motivo de su servicio. El resultado fue que, en el servicio del Señor, cualquier cosa servía. El cojo y el enfermo servirían al Señor. No se atreverían a tratar así a su gobernante terrenal. Los hombres tenían un lugar más grande a sus ojos que el Señor, y darles tal lugar era tratar al Señor con desprecio. Si trataran así a su gobernante, ¿se complacería él con ellos?

Y ahora, dice Jehová: «No tengo complacencia en vosotros» (v. 10). Viéndolos a la luz de su propósito, el Señor puede decir: «Os he amado» (v. 2); viéndolos a la luz de su práctica, tiene que decir: «No tengo complacencia en vosotros» (v. 10). Qué solemne es que el Señor tenga que decir de los que ama: «No tengo complacencia».

¿No tiene todo esto voz para nosotros? ¿No podemos nosotros también continuar con el servicio externo del Señor –predicar, enseñar, pastorear, etc.– y sin embargo carecer del verdadero motivo? ¿El servicio exteriormente correcto, pero los motivos interiores corruptos? Si comparamos la iglesia en Éfeso (Apoc. 2:2) con la iglesia en Tesalónica, ¿no vemos este ejemplo? La iglesia en Éfeso estaba ocupada en el servicio del Señor, pero faltaba el verdadero motivo oculto. La iglesia en Tesalónica estaba marcada por sus «obras de fe», su «trabajo de amor» y su «paciencia de esperanza». La iglesia en Éfeso también se caracterizaba por las «obras», el «trabajo» y la «paciencia», pero faltaban la «fe», el «amor» y la «esperanza», y por eso el Señor tiene que decir a esta iglesia: «Has dejado». Podemos preguntarnos si la «fe», el «amor» y la «esperanza» son los resortes de nuestro servicio, –cualidades que solo el Señor puede discernir, y que son muy preciosas a sus ojos. ¿O el motivo del servicio es el yo en alguna forma?: La exaltación propia, el progreso propio, o la esperanza de ganancia.

4. El servicio de Jehová se convirtió en una fatiga para el remanente (v. 13). La profesión sin práctica, y el servicio sin devoción, conducirán al cansancio en las cosas del Señor, y de lo que la gente se cansa terminará por despreciar. Así, el remanente no solo dijo del servicio del Señor: «Oh, qué fastidio es esto», sino que se “cansó” de él (v. 13). ¿Acaso no podemos ver en nuestros días este mismo cansancio en las cosas del Señor? ¿No hay muchos que una vez fueron activos en el servicio del Señor, pero que ahora se han cansado? Posiblemente su práctica cayó por debajo de su predicación, luego la predicación continuó cuando la devoción desapareció, y ahora finalmente se han cansado. Las manos cuelgan hacia abajo y las rodillas son débiles; las manos nunca se levantan en súplica, las rodillas nunca se doblan en oración. Se han cansado: se han cansado de orar, se han cansado de leer la Biblia, se han cansado de recordar al Señor, se han cansado de predicar el evangelio, y se han cansado de escucharlo, se han cansado de las cosas del Señor, y se han cansado del pueblo del Señor. Y lo que nos cansa, lo despreciamos; no es de extrañar, pues, que terminen por resoplar contra las cosas del Señor y el pueblo del Señor. Cuán profundamente importante es tener a Cristo siempre ante nosotros, el verdadero motivo de todo servicio: «Fijos los ojos en Jesús», autor y consumador de nuestra fe, «quien soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismo, para que no os canséis ni desmayéis en vuestras almas» (Hebr. 12:2-3).

Este es, pues, el solemne cuadro descrito por el profeta de la condición general en que había caído la masa del remanente retornado. (1) Alta profesión y baja práctica; (2) insensibilidad moral y ceguera espiritual; (3) servir externamente sin devoción al Señor; y (4) cansancio y desprecio por el servicio del Señor.

¿No nos corresponde desafiarnos seriamente a nosotros mismos en cuanto a la medida en que esta es una imagen verdadera de nuestra propia condición?

2 - La condición de los líderes

Ya hemos visto que el último mensaje de Dios al remanente retornado, antes de la venida del Señor, se refería a su condición moral y espiritual. También hemos revisado brevemente los cargos generales presentados contra la masa del remanente, revelando su baja condición. Pero, además de estos cargos generales contra todos, este último mensaje contiene cargos particulares contra los sacerdotes, o líderes del pueblo. Estos cargos se presentan en el segundo capítulo del profeta Malaquías.

Antes de examinar brevemente estas acusaciones, haremos bien en prestar atención a la forma solemne en que se abre el capítulo: «Si no oyereis, y si no decidís de corazón dar gloria a mi nombre, ha dicho Jehová de los ejércitos, enviaré maldición sobre vosotros, y maldeciré vuestras bendiciones».

Cuando Dios habla a su pueblo en cuanto a su estado moral y espiritual, lo menos que pueden hacer es escuchar y tomar en serio lo que Dios tiene que decir. Las personas que se niegan a escuchar, cuando Dios habla, están en verdad en un caso desesperado, sean santos o pecadores. La negativa a escuchar hace caer la mano castigadora del Señor sobre su pueblo. Sus bendiciones se marchitan.

Y no podemos preguntar: ¿Cómo está el caso del pueblo de Dios hoy en día? ¿No tenemos que confesar que, aunque la condición del pueblo de Dios es baja, la señal más solemne y ominosa de decadencia es que, a pesar de las repetidas advertencias, y aunque la mano del Señor está sobre su pueblo en el castigo, parece haber poca evidencia de que “escuchen” y “pongan en práctica”?

¿Hemos escuchado a los profetas? A los maestros que instruyen nuestras mentes estamos dispuestos a seguirlos, pero al profeta que habla a la conciencia lo descuidamos o lo rechazamos. Los cristianos profesos «teniendo comezón por oír, se amontonarán para sí maestros» (2 Tim. 4:3), pero rechazarán «a los profetas» que les advierten de sus pecados. Y si no se “escucha” al profeta, no se “tomará en serio” el mensaje que trae. Por todas partes nos encontramos frente a la baja condición del pueblo de Dios. Las divisiones, las disputas, la amargura entre su pueblo se manifiestan por todos lados. Y, sin embargo, qué poco se toman en cuenta; qué poco se lamentan ante el Señor; qué poco se confiesan unos a otros; qué poco nos tomamos en serio el dolor y la vergüenza para nosotros mismos, y la deshonra para el Señor. Parece que estamos mucho más ansiosos por demostrar que tenemos razón que por reconocer que estamos equivocados.

¿Y no debemos reconocer que, como resultado, la mano del Señor está sobre su pueblo en el castigo? Así, hay mucha predicación y poca bendición entre los pecadores; mucho ministerio y poco progreso entre los santos. La bendición es retenida en gran medida.

Recordando las solemnes advertencias de estos versículos introductorios, tengamos la gracia de “escuchar” y “tomar en serio” este último mensaje a los líderes de Israel, y escuchar en él una voz que nos habla a nosotros mismos con un sonido escudriñador.

En primer lugar, el profeta presenta un hermoso cuadro del sacerdocio tal como fue establecido por Dios en el principio. Solo podemos obtener una verdadera estimación de nuestra condición al final de una dispensación comparándola con la condición al principio. Solo así sabremos hasta qué punto nos hemos alejado de lo que es conforme a la mente de Dios.

En el principio, el sacerdote se caracterizaba por (1) la vida, (2) la paz, (3) el temor del Señor, (4) la ley de la verdad en su boca, (5) la iniquidad no se encontraba en sus labios, (6) un caminar con Dios en paz y equidad, y (7) la bendición a los demás –apartándolos de la iniquidad e instruyéndolos en el conocimiento. Tal es la mente del Señor para el que «mensajero es de Jehová de los ejércitos» en este mundo oscuro (v. 5-7).

A la luz de este hermoso cuadro, el profeta procede a revelar la condición de entonces de los que profesaban ser «los mensajeros de Jehová», y al hacerlo presenta cinco cargos distintos contra ellos.

1. Estaban equivocados en sus relaciones con el Señor. «Os habéis apartado del camino», dice el profeta (v. 8). Al principio el sacerdote «me temía» y andaba «conmigo», dijo el Señor. Pero ahora se habían apartado del camino de la vida y de la paz, con el solemne resultado de que, en lugar de apartar a muchos de la iniquidad, «habéis hecho tropezar a muchos» y se hicieron despreciar a los ojos del pueblo (v. 8-9).

2. Se equivocaron en sus relaciones mutuas. «¿Por qué, pues, nos portamos deslealmente el uno contra el otro?», se pregunta el profeta. ¿No podemos dar la respuesta? Porque se equivocaron en sus relaciones con el Señor. Como alguien ha dicho: “Satanás primero dividió a los hombres de Dios, y luego a un hombre de otro”. El profeta trata de corregir este mal recordándoles que tienen un solo Padre y un solo Dios. Y en nuestros días, solo en la medida en que veamos al pueblo de Dios como uno, –hijos de una familia de la que Dios es el Padre, y miembros de un Cuerpo del que Cristo es la Cabeza–, podremos tratar con fidelidad a los demás. Pero, ¡ay!, el alejamiento del Señor ha sido seguido por la contención, la disputa, la amargura y la infidelidad de unos con otros.

3. Se equivocaron en sus relaciones con el mundo. «Prevaricó Judá… y se casó con hija de dios extraño» (v. 11). A partir de este punto las acusaciones se vuelven más generales. Ya no se dirigen exclusivamente a los sacerdotes, sino que Judá está ahora incluido en la acusación común de mundanalidad, que se manifiesta en alianzas mundanas del carácter más íntimo. Pero, aunque todos están implicados en esta acusación, está relacionada con el fracaso de los sacerdotes. El orden de estas acusaciones es solemne e instructivo. Primero los líderes se equivocaron con el Señor –se apartaron del camino. Luego, trataron infielmente unos con otros. Y, por último, mientras los pastores discutían, las ovejas vagaban. Las disputas de los líderes permitieron que el pueblo de Dios se desviara hacia el mundo y formara asociaciones impías.

4. Se equivocaron en sus relaciones familiares. Se les acusa de tratar con traición (o «infidelidad») a sus esposas (v. 14). Si nos equivocamos con Dios, nos equivocaremos en cualquier otra relación. Si formamos alianzas impías con el mundo, no tardaremos en seguir las prácticas impías del mundo en las relaciones más íntimas de la vida. Para contrarrestar esto, el profeta les recuerda la unidad de la relación matrimonial, para que entre su pueblo se encuentre “una semilla piadosa». Qué importancia tan profunda tiene este principio. Si los hijos han de ser santos, que los padres sean santos.

5. Se equivocaron en su trato con la disciplina. Trataron con traición a sus esposas, apartándolas con pretextos triviales. Pero, dice el profeta: «Jehová Dios de Israel ha dicho que él aborrece el repudio» (v. 16). Entre el remanente, sin embargo, era muy diferente, pues leemos: «Que cubre de iniquidad su vestido». Bajo el ropaje de mantener el orden actuaban con la mayor violencia. Aunque este pasaje se refiere directamente a los hombres que repudian a sus esposas, el principio puede aplicarse más ampliamente. Bien puede considerarse en relación con la “expulsión” de un delincuente de la compañía del pueblo de Dios, y es una solemne advertencia contra el hecho de deshacerse violentamente de un hermano sin motivos adecuados y bíblicos.

Entre el remanente, los hombres repudiaron a sus esposas, no por el pecado, sino para gratificar sus propios intereses egoístas. Y, ¡ay!, entre el pueblo de Dios, ¿no ha habido muchos casos flagrantes en los que personas conocidas y piadosas han sido expulsadas, no por pecado, sino simplemente porque las exigencias de un partido exigían su exclusión?

Al leer estas solemnes acusaciones no podemos dejar de sorprendernos por la recurrencia de la palabra «desleal». Aparece en los versículos 10, 11, 14, 15 y 16. En cada caso puede traducirse más correctamente como «infiel». Habiéndose apartado del camino, fueron infieles en todos los círculos. Fueron infieles cada uno con su hermano; fueron infieles en relación con el mundo; fueron infieles en el círculo doméstico; y fueron infieles en su disciplina.

Qué cuadro tan solemne presenta este último mensaje del remanente del pueblo de Dios, que externamente ocupaba una posición correcta y que externamente llevaba a cabo el servicio del Señor. Y si somos inteligentes en las cosas de Dios, es muy fácil ver entre el pueblo de Dios de hoy la contraparte de este remanente. Entre aquellos a quienes se les ha dado mucha luz, ¿no es cierto que ha habido un grave alejamiento “del camino”, y eso también por parte de muchos de los líderes? Al alejamiento de Dios le ha seguido la disensión entre los líderes, la infidelidad de unos a otros. Los celos, la envidia, las disputas y las malas palabras han marcado con demasiada frecuencia a los líderes en su actitud mutua. Esto también ha sido la ocasión de que muchos se desvíen hacia el mundo, y las alianzas impías con el mundo han llevado a que las prácticas impías del mundo se entrometan en la vida familiar del pueblo de Dios. Y si nos hemos equivocado en nuestros propios hogares, no es de extrañar que hayamos sido incapaces de gobernar en la casa de Dios. «Si alguno no sabe dirigir su propia casa, ¿cómo cuidará de la Iglesia de Dios?» (1 Tim. 3:5).

¿No hay suficiente en estos cargos para ponernos de rodillas en humillación, confesión y súplica? Que escuchemos en ellas la voz de Dios que habla a nuestras conciencias, y que pongamos en práctica este último mensaje.

3 - La puerta del arrepentimiento

Ya hemos visto con qué solemnidad el profeta pone al descubierto la baja condición moral del remanente, una condición que hace descender la mano castigadora del Señor y clama por el juicio.

Por consiguiente, en Malaquías 3, se advierte al remanente de la venida del Señor en juicio (v. 1-5). Cansados por la confusión que su propia insensatez había provocado, gritan «¿Dónde está el Dios de justicia?» (Mal. 2:17). Y reciben la respuesta inmediata: «He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí; y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis». Pero, pregunta el profeta, «¿Quién podrá soportar el tiempo de su venida? ¿O quién podrá estar en pie cuando él se manifieste?». Y el mismo Señor añade: «Y vendré a vosotros para juicio»; y cuando el Señor venga será un testigo rápido contra el mal y los malhechores.

Así, el remanente no solo es acusado de su baja condición, sino que es advertido del juicio que conlleva. Sin embargo, Dios no es solo un Dios de juicio, sino también un Dios de misericordia, y por eso siempre concede la gracia para el arrepentimiento antes de que caiga el juicio. Además, todos los tratos de Dios, ya sea en juicio o en misericordia, se basan en la inmutabilidad de su naturaleza. Por esta razón tenemos la declaración formal del carácter inmutable de Dios antes del llamado al arrepentimiento. «Yo Jehová», leemos, «no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido consumidos» (v. 6). Dios no cambia en su santidad, y por eso debe castigar a su pueblo cuando peca. Tampoco cambia Dios en sus propósitos de gracia y bendición, y por eso su pueblo no es consumido.

Habiendo sonado así la nota de advertencia, Dios, a continuación, de acuerdo con sus inmutables principios de actuación, llama a su pueblo al arrepentimiento. «Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros, ha dicho Jehová de los ejércitos» (v. 7). Además, el Señor los anima a volver, desplegando las bendiciones que seguirán al arrepentimiento. (1) Ellos mismos se enriquecerían; las ventanas del cielo se abrirían, y la bendición, más allá de su capacidad de retención, se derramaría sobre ellos. (2) Se convertirían en testigos del Señor ante el mundo: «Todas las naciones os dirán bienaventurados» (v. 7-12).

Además de llamar al arrepentimiento, el Señor también muestra el camino. Es bueno afrontar nuestra baja condición, confesarla ante el Señor; pero la ocupación con nuestro propio mal no nos llevará por sí misma a la recuperación. No es la maldad del hombre sino la bondad de Dios lo que lleva al arrepentimiento (Rom. 2:4).

Creemos que este camino de recuperación radica en la apreciación de todo lo que Dios es para su pueblo, tal como se presenta, de una manera triple, en el capítulo inicial de la profecía:

1. El amor soberano de Jehová (Mal. 1:2).

2. El propósito inmutable de Jehová (Mal. 1:5 y 11).

3. El gran poder de Jehová (Mal. 1:14).

Veamos brevemente estas tres grandes verdades:

3.1 - El amor soberano de Jehová

La profecía se abre con la sublime declaración: «Yo os he amado, dice Jehová». Esta gran declaración es rica en instrucciones.

1. Nos asegura que cualquiera que sea la condición del pueblo de Dios, su amor hacia él no cambia. Israel puede apartarse del Señor, puede caer en la idolatría, puede ir al cautiverio, puede ser restaurado y volver a caer en una condición moral baja, pero, dice Jehová por medio del profeta Jeremías: «Con amor eterno te he amado» (Jer. 31:3). Así, también, los discípulos pueden fallar, pueden abandonar al Señor, pueden incluso negar al Señor, pero, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Juan 13:1).

2. Por muy solemnemente que el Señor tenga que hablarnos de nuestra condición moral, y por muy severamente que tenga que tratar con nosotros a causa de ella, detrás de sus reprimendas y sus castigos hay amor. La mano que hiere es movida por un corazón que ama.

3. El amor del Señor es la verdadera medida de todo fracaso. Solo podemos medir verdaderamente la profundidad del fracaso cuando lo medimos por la altura de Su amor. Esto es cierto, ya sea el fracaso de Israel o el fracaso de la Iglesia; ya sea la reincidencia individual o el colapso general. Solo puedo estimar mi fracaso personal cuando lo veo a la luz del amor personal de Aquel que «me amó y se dio a sí mismo por mí» (Gál. 2:20). Qué negra, también, la historia de la Iglesia, qué grande su ruina, cuando se ve a la luz de la gran verdad de que Cristo «amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella» (Efe. 5:25). Qué despreciables son nuestras divisiones, nuestras disputas, nuestro rencor de unos a otros, buscando poner al otro en el mal para exaltarnos a nosotros mismos, malinterpretando las acciones del otro, malinterpretando las palabras del otro, y buscando imputar el mal al otro, después de escuchar las conmovedoras palabras del Señor: «Como yo os he amado, que vosotros también os améis unos a otros» (Juan 13:34). Qué terrible pequeñez traicionan a menudo nuestras palabras y acciones cuando recordamos que «también Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros» (Efe. 5:2).

4. El amor del Señor no solo es la medida de nuestro fracaso, sino también el camino para recuperarnos de él. ¿No fue una mirada de amor la que recuperó a Pedro? Pedro niega al Señor con juramentos y maldiciones, y «volviéndose el Señor, miró a Pedro» (Lucas 22:61). Una mirada, digamos, de amor infinito. Pedro descubrió por esa mirada que su negación del Señor no había alterado el amor del Señor hacia él. Y Pedro salió y lloró amargamente. El amor lo quebrantó. Nuestros pecados turbaron su alma, pero su amor rompe nuestro corazón. ¿Cómo disipó José las dudas persistentes en sus hermanos descarriados, que lo habían tratado tan vergonzosamente? Leemos que «los consoló, y les habló al corazón» (Gén. 50:21). Les confirmó su amor. Y, ¿cómo restaurará finalmente Jehová a su pueblo reincidente? Leemos en Oseas estas conmovedoras palabras del Señor: «La atraeré y la llevaré al desierto, y le hablaré a su corazón» (Oseas 2:14). En las circunstancias del desierto, Dios le habla al corazón, le abre una puerta de esperanza, y allí, cuando el amor ha hecho su obra, vuelve a cantar como el día en que salió de la tierra de Egipto. ¿Y no podemos decir que, en estos días de dolor, el Señor está tratando con su pueblo de la misma manera? Cuántos lloran la pérdida de algún ser querido, cuyo rostro ya no verán aquí abajo. La esposa llora a su marido, los hijos a su padre, la madre a su hijo. Así, para muchos corazones, el Señor ha convertido el mundo en un desierto. Nos ha atraído al desierto, pero, al hacerlo, nos ha atraído hacia Él, para que, en medio de nuestras lágrimas, pueda hablar a nuestros corazones y, al hablarnos de su amor, cure nuestras heridas y nos permita cantar…

Con misericordia y con juicio
Mi red de tiempo Él tejió,
Y los rocíos del dolor
Fueron lustrados con Su amor.

Que a la luz de este gran amor podamos juzgar nuestra baja condición, y que, por su poder constrictivo, podamos en lo sucesivo vivir no para nosotros mismos, sino para Aquel que murió y resucitó por nosotros.

3.2 - El propósito inmutable de Jehová

Jehová no solo le recuerda a su pueblo su amor, sino que le gustaría recuperarlo desplegando los propósitos de su amor. Esto nos lleva a la segunda gran verdad desplegada por el profeta. Leemos: «Sea Jehová engrandecido más allá de los límites de Israel» (v. 5); y de nuevo: «Porque desde donde el sol nace hasta donde se pone, es grande mi nombre entre las naciones; y en todo lugar se ofrece a mi nombre incienso y ofrenda limpia, porque grande es mi nombre entre las naciones, dice Jehová de los ejércitos» (v. 11). A la declaración del amor del Señor, el remanente replica: «¿En qué nos amaste?». Y Jehová responde a esta ceguera espiritual dando pruebas de su amor. Se les lleva al pasado y se les recuerda el amor soberano que eligió a su padre Jacob, y se les lleva al futuro y se les muestra que el amor se ha propuesto hacer de Israel el centro de la bendición en la tierra. «Jehová será engrandecido», pero será desde los «límites de Israel». Y el cumplimiento de este gran propósito pondrá de manifiesto el amor de Jehová. En los días del profeta profesaban que no podían ver su amor. Decían: «¿En qué nos amaste?». Pero Jehová responde que viene un día en que lo verán: «Y vuestros ojos lo verán, y diréis: Sea Jehová engrandecido más allá de los límites de Israel». Edom puede tratar de oponerse, pero todo en vano; Edom será llamada «territorio de impiedad», pero «Jehová será engrandecido desde límites de Israel».

¿Y estamos tentados en nuestros días, a causa de la aspereza del camino, a poner en duda el amor del Señor, y a decir de nuevo: «¿En qué nos amaste?» Entonces recordemos una vez más a nuestras almas el amor soberano del Padre que nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo, y su propósito establecido de conseguir la gloria para sí mismo en la Iglesia por medio de Cristo Jesús a través de los siglos de los siglos. No dejemos que las penas pasajeras del tiempo oscurezcan ni por un momento nuestra visión del amor que nos eligió antes de que el tiempo fuera, y para cuando el tiempo deje de ser, ya somos bendecidos eternamente en Él (véase Efe. 1:3).

El poder de Satanás, y la intrusión de la carne y del mundo, arruinaron el testimonio del antiguo pueblo de Dios, así como han arruinado el testimonio del pueblo de Dios hoy. Sin embargo, al final los propósitos de Dios prevalecerán, ya sea para el pueblo terrenal o el celestial, y el glorioso resultado será que «Jehová será engrandecido» y su nombre «es grande» (v. 5 y 11). Nosotros seremos bendecidos, pero él será magnificado. Y así como su nombre será grande entre los paganos en la tierra, así su nombre será grande entre los ejércitos en el cielo. Porque leemos: «Grande es mi nombre entre las naciones, dice Jehová de los ejércitos». Nuestros nombres pueden estar escritos en el cielo, pero solo “un Nombre” se ve en el cielo.

3.3 - El gran poder de Jehová

Lo que el amor se ha propuesto el poder lo realizará, y así el profeta nos presenta el poderío del Señor. «Yo soy gran Rey, dice Jehová de los ejércitos, y mi nombre es temible entre las naciones» (v. 14). El Señor es grande en majestad y grande en poder. Tiene a su disposición ejércitos innumerables. El capítulo se abre con el conmovedor anuncio: «Os he amado, dice Jehová», y se cierra con la sublime declaración: «Yo soy gran Rey, dice Jehová de los ejércitos». El amor y el poder se combinan para llevar a cabo los propósitos de Dios.

Qué solemne es el estado del remanente cuando se ve a la luz del amor de Jehová por su pueblo, el propósito de Jehová de exaltar su nombre y bendecir a su pueblo, y el poder de Jehová en favor de su pueblo. Tan baja es su condición que no pueden discernir su amor, profanan su nombre y tratan con desprecio a Aquel que es un «gran Rey» y «Jehová de los ejércitos».

Y la baja condición del pueblo de Dios hoy en día, ¿no queda totalmente expuesta?, cuando se ve a la luz del amor soberano que los ha elegido, el alto destino que les espera, y la excesiva grandeza del poder hacia ellos. ¿No nos corresponde volver de nuevo al Señor?, y en su presencia revisar nuestra condición moral y espiritual a la luz de estas grandes verdades, revisar la forma de nuestra vida –la vida interior y la vida exterior–, las cosas que mantienen nuestros afectos y absorben nuestros pensamientos, las palabras que pronunciamos y el espíritu con que las pronunciamos, las cosas que hacemos, así como el motivo para hacerlas. Y si buscamos a la luz de su amor, su propósito y su poder, tendremos que confesar que muchas cosas de nuestra vida parecen muy pobres y mezquinas.

Sin embargo, no nos desanimemos. Aquello por lo que medimos nuestro fracaso se convierte en el medio de recuperación para aquellos que son ejercitados por ello. Al morar en el amor que nos eligió, en el glorioso destino que nos espera y en el gran poder que obra en nosotros, seremos liberados de todo lo que somos y nos regocijaremos en todo lo que Él es.

4 - El aprobado del Señor

Hemos visto que en este último mensaje Jehová tiene una controversia con el pueblo y sus líderes, en cuanto a su baja condición moral y espiritual. Además, hemos visto que Jehová les abre una puerta de arrepentimiento, con la promesa de una bendición inmediata si se acogen a su camino de recuperación.

La profecía, sin embargo, muestra claramente que para la masa del pueblo no había esperanza de recuperación. Eran moralmente insensibles y espiritualmente ciegos. Satisfechos con una posición correcta y el cumplimiento externo de las observancias religiosas, eran totalmente insensibles a su baja condición, y espiritualmente ciegos a todo lo que Jehová era para ellos. Si Dios les recuerda su amor, dicen: «¿En qué nos amaste?». (Mal. 1:2). Si los reprende por despreciar Su nombre, ellos dicen: «¿En qué hemos despreciado tu nombre?» (1:6). Si les reprocha que ofrezcan pan contaminado, dicen: «¿En qué te hemos deshonrado?» (1:7). Si se les acusa de haber fatigado a Jehová, dicen: «¿En qué le hemos cansado?» (2:17). Si Dios los acusa de robo, dicen: «¿En qué te hemos robado?» (3:8). Si Él dice: «Vuestras palabras contra mí han sido violentas», ellos dicen: «¿Qué hemos hablado contra ti?» (3:13). Si les suplica que vuelvan a Él, ellos dicen: «¿En qué hemos de volvernos?» (3:7).

Una condición baja es grave, pero la negativa a reconocerla hace que la condición sea totalmente desesperada. Este era el terrible caso del remanente en los días de Malaquías. ¿Acaso no es así con el pueblo de Dios hoy en día? No podemos sufrir a los que nos advierten; como siempre, apedreamos a los profetas. Cuán impacientes somos con la más mínima sugerencia de que algo pueda estar mal. Como alguien ha dicho: “Al orgullo del corazón humano no le gusta que le digan que ha pecado; le disgusta aún más reconocerlo”. Qué rápidos somos para condenar a los demás; qué lentos somos para condenarnos a nosotros mismos. Aquí radica la total desesperanza de cualquier recuperación general o corporativa hoy en día. Satisfechos con una posición correcta y con la observancia externa y ordenada de la vida religiosa, nos negamos a reconocer que hemos hecho algo malo o que estamos equivocados. De ahí que no haya restauración general, ni recuperación, ni curación.

Pero si no hay recuperación para la masa, hay todo el estímulo para el individuo. En la historia del pueblo de Dios los hombres más devotos de Dios se encuentran en los días más oscuros. Samuel «servía a Jehová» en los días en que el sacerdocio estaba contaminado, el sacrificio aborrecido y la lámpara de Dios se apagaba. No fue en los días de gloria del rey Salomón, sino en los días apóstatas del rey Acab, cuando Elías dio su brillante testimonio de Dios. Así, en los días de Malaquías había quienes, en medio de la oscuridad reinante, no solo eran correctos por fuera, sino moralmente aptos para el Señor. Recibieron la aprobación y elogio del Señor como un pequeño remanente dentro de un remanente.

Las marcas características de este pequeño remanente son de orden moral. No es su posición externa, por muy correcta que sea, ni su servicio externo, por muy celoso que sea, lo que obtiene la aprobación del Señor. Es su condición moral la que Él aprueba, y la que los hace preciosos a Sus ojos. No es, ciertamente, que el Señor tome a la ligera una posición correcta, o el servicio a sí mismo, pero en la última etapa de la historia de su pueblo, cuando el testimonio externo está arruinado, lo que el Señor busca, por encima de todo, es una condición moral adecuada a sí mismo.

La primera marca distintiva de este remanente es que «temían a Jehová» (Mal. 3:16). Esto contrasta notablemente con la masa religiosa de la que estaban rodeados, que, aunque hacían una elevada profesión religiosa, mostraban con demasiada claridad, por su baja práctica, que habían abandonado el temor al Señor. El Señor detalla muchos pecados graves que llaman al juicio, pero todos se resumen en este gran pecado, el pueblo «no teniendo temor de mí, dice Jehová de los ejércitos» (Mal. 3:5). Mirando a la masa, el Señor tiene que decir: «¿Dónde está mi temor?» (Mal. 1:6); mirando a este remanente piadoso, se complace en afirmar que «temían a Jehová» (Mal. 3:16). El hombre que teme al Señor es gobernado por el Señor y no por el hombre. Obedece al Señor antes que a los hombres. Todo lo remite al Señor, y tiene al Señor delante de él en todos sus caminos. No permite que ningún hombre, sea cual sea su posición y don, se interponga entre él y el Señor. En una palabra, le da al Señor su lugar correcto y supremo, y esto es muy precioso a los ojos del Señor.

La segunda marca es que «hablaron cada uno a su compañero». Esto es compañerismo; pero no simplemente el compañerismo de una posición correcta, sino más bien el compañerismo de una condición moral correcta. Era el compañerismo de los que «temían a Jehová». El deshonor prevaleciente para el Señor, y la baja condición moral de aquellos por quienes estaban rodeados, los impulsó a unirse; por otro lado, los ejercicios del alma, y su común temor al Señor, los atrajo en una santa y feliz comunión.

En estos últimos días, ¿no es una comunión de este tipo la que tiene tanto valor a los ojos del Señor? No una comunión que comience y termine con una posición eclesiástica correcta; no una comunión organizada para conducir una campaña evangélica, o para llevar a cabo alguna gran empresa misionera; no una comunión para la afirmación de alguna gran verdad, o para levantar algún nuevo testimonio; no una comunión que el mundo pueda reconocer, sino más bien una comunión silenciosa y oculta expresada por el feliz intercambio de pensamientos entre las almas unidas por sus vínculos comunes en el Señor.

La tercera marca es que «piensan en su nombre». No buscaban magnificar sus propios nombres, sino que buscaban mantener el honor de Su nombre. Mientras que los de alrededor despreciaban el nombre del Señor, estas almas piadosas eran muy celosas de Su nombre.

Tales eran las características de quienes, en un día de ruina, tenían la graciosa aprobación del Señor. No había nada en ellos que creara alguna conmoción en el mundo de su época; no estaban marcados por ningún gran don que les diera un lugar prominente ante los hombres; no eran notables por ninguna gran obra de caridad que hubiera merecido el aplauso del mundo. No poseían ni facultades intelectuales sorprendentes ni dones milagrosos que los hubieran exaltado entre sus semejantes. No tenían una organización claramente definida, que les hubiera asegurado un lugar entre los partidos y sistemas de los hombres. De hecho, había una ausencia total de aquellas cualidades que son altamente estimadas entre los hombres, pero poseían aquellos rasgos morales que, a los ojos de Jehová, son de gran valor. Y Jehová no tardó en expresar su aprecio por aquellos que, en medio de la corrupción reinante, le temían y pensaban en su nombre.

Primero el Señor «escuchó», o, según una mejor traducción: «El Señor lo observó». Desapercibidos por la masa que los rodeaba, o si se les notaba solo para ser despreciados, no eran demasiado insignificantes para atraer la atención de Jehová. Él los «observó», y Su ojo pudo posarse en ellos con deleite. El andar temeroso de Dios de este pequeño remanente era de gran valor a sus ojos.

Segundo, el Señor «escuchó». No solo observó con deleite su andar y sus caminos piadosos, sino que, mientras mantenían una relación santa entre ellos, era un oyente encantado.

Tercero: «Fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre». Ellos temieron a Jehová, y el Jehová se acordó de ellos. Pensaron en Su nombre, y Él no olvidará sus nombres. Pero fue «delante de él» que el libro fue escrito, no ante el mundo. Un andar temeroso de Dios, un trato piadoso, celos piadosos por el nombre del Señor, estos no son los rasgos que inscribirán el nombre de un hombre en la lista de los dignos de este mundo, este tiene solo una corta memoria para tales. Es para el corazón del Señor que son queridos, Él atesora su memoria, e inscribe sus nombres en su libro de recuerdos.

Cuarto, «Serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe». No solo experimentaron la aprobación secreta del Señor en un día de ruina, sino que serán honrados con su reconocimiento público en el día de gloria. En el día de la ruina fueron ciertamente preciosos a Su vista (su tesoro), aunque todavía no eran “conocidos”. En el día venidero será un tesoro expuesto en un marco glorioso. «Aún no ha sido manifestado lo que seremos. Pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2).

Quinto: «Los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve». El juicio estaba a punto de ocuparse del mal y de los malhechores, por grande que fuera su profesión religiosa. Este pequeño remanente tiene la seguridad de que será perdonado. En medio de los que profesaban estar en un lugar especial de cercanía a Jehová, y estar sirviéndole correctamente, tenían un lugar verdaderamente cercano al corazón del Señor, y su servicio era realmente aceptable para él. Por eso el Señor dice: «Los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve». Entonces se pondrá de manifiesto la diferencia entre el que sirve a Dios y el que no le sirve.

Así, mientras este último mensaje proclama, en términos inequívocos, la baja condición de la masa del pueblo profeso de Dios, distingue con la misma claridad a los individuos marcados por rasgos morales, a quienes trae un mensaje de reconocimiento, de consuelo y de aliento. Además, no solo tienen la conciencia de la aprobación del Señor como algo presente, para sostener su fe y animarlos en el camino, sino que tienen la venida del Señor como su esperanza inmediata, y como su única esperanza.

No esperaban que el mal disminuyera, o que los malvados disminuyeran, o que el mundo mejorara, hasta que la venida de Jehová «Todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa» (Mal. 4:1).

No esperaban un gran reavivamiento, o una «salvación» general entre el pueblo de Dios, hasta que nazca «el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación» (Mal. 4:2).

No esperaban ningún mensaje nuevo de Dios, ni ninguna otra aportación de luz que aliviara la creciente oscuridad, hasta que Jehová viniera y, como Sol de justicia, disipara las nubes de las tinieblas.

No esperaban ningún resurgimiento del poder milagroso, ni ninguna otra intervención pública de Dios en favor de su pueblo, hasta que el Señor interviniera con su poder omnipotente, permitiéndoles pisotear a sus enemigos (Mal. 4:3).

Rodeados por todas partes por una gran masa de profesiones religiosas que se jactaban de su posición exteriormente correcta, y de su ordenada ronda de ordenanzas religiosas, y sin embargo moralmente insensibles y espiritualmente ciegos, estos individuos piadosos, débiles, despreciados y casi desconocidos por el mundo, en medio del desprecio y la vergüenza puede ser, siguieron su camino humilde y separado, caminando en el temor de Jehová, celosos del nombre de Jehová, y esperando la venida de Jehová.

Y si hemos de sacar algún provecho de este último mensaje al antiguo pueblo de Dios, ¿no debemos leerlo como un último mensaje para nosotros mismos? Como se dijo al principio de esta meditación, las condiciones que prevalecen en la cristiandad, y entre el pueblo de Dios, en estos últimos días solemnes, en la víspera de la venida del Señor, se parecen extrañamente a las condiciones que prevalecían en los días de Malaquías.

¿No estamos, de nuevo, rodeados de una gran profesión religiosa? ¿No hay quienes dicen que son ricos y están llenos de bienes y no tienen necesidad de nada, y sin embargo son moralmente insensibles a su propia condición baja, y espiritualmente ciegos a todo lo que el Señor tiene para ellos para satisfacer su profunda, muy profunda necesidad? En medio de esta profesión religiosa, ¿no distingue el Señor una vez más a unos pocos que tienen su aprobación, y cuyas características les dan una sorprendente semejanza con los piadosos de los días de Malaquías? De ellos puede decir el Señor: «Tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre» (Apoc. 3:8). Como en el caso de los pocos de Malaquías, no se trata de una posición exterior correcta, ni de grandes «obras» o testimonios ante el mundo, sino de rasgos morales que les ganan la aprobación del Señor. En un día venidero, ellos también, como sus prototipos de Malaquías, serán mostrados en poder y gloria, y todo el mundo sabrá que el Señor los ha amado. Y así como el remanente de Malaquías será librado del juicio venidero, así los que tienen el carácter de Filadelfia serán guardados de la hora de la prueba que vendrá sobre todo el mundo, para probar a los que habitan la tierra. Además, así como la venida del Señor era la única esperanza de los piadosos a los que profetizó Malaquías, la venida del Señor es la única esperanza los que poseen el carácter de Filadelfia. Dice el Señor: «Vengo pronto; retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona» (v. 11).

En conclusión, ¿no podemos decir que en estos últimos días finales –estos días solemnes, estos días oscuros y apóstatas– el último mensaje de Dios a su pueblo se dirige a la conciencia y apela al corazón? Ya no es un mensaje que transmita una luz fresca al entendimiento– la luz ha sido dada, la verdad ha sido recuperada. Pero ahora se plantea la grave pregunta: “¿Cómo hemos respondido a la luz; cuál es nuestra condición moral?” Que nuestras conciencias queden al descubierto a la luz de este último mensaje. Que en la presencia de Dios nos juzguemos de tal manera que seamos encontrados entre aquellos de quienes el Señor puede decir: «Tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre». Así, en verdad, estaremos buscando al Señor, y cuando él diga: «Sí, vengo pronto», podremos responder: «¡Ven, Señor Jesús!»