La Segunda Epístola de Pedro


person Autor: Hamilton SMITH 89

library_books Serie: Bosquejo Expositivo


1 - Introducción

En su segunda Epístola, el apóstol Pedro, guiado por el Espíritu de Dios, predice con gran claridad las terribles condiciones actuales de la profesión cristiana. Además, no solo nos advierte de la corrupción de la cristiandad en estos últimos días, sino que, para nuestro consuelo y estímulo como creyentes, nos presenta la vida práctica de piedad que nos permitirá escapar de las corrupciones y obtener una entrada abundante en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Las divisiones de la Epístola son muy definidas:

Primero, en 2 Pedro 1 aprendemos la rica provisión de Dios para que el creyente pueda vivir una vida de piedad, teniendo ante sí la certeza del glorioso reino al que conduce esta vida.

En segundo lugar, en 2 Pedro 2, en oposición a la vida de piedad, se nos advierte contra los falsos maestros que surgirán en el círculo cristiano, enseñando doctrinas heréticas destructivas para el cristianismo, trayendo la anarquía y la mundanidad que ha caracterizado a la cristiandad a través de los siglos.

En tercer lugar, en 2 Pedro 3 estamos advertidos que en los últimos días de la cristiandad surgirán burladores que, mediante el materialismo más grosero, negarán la venida de Cristo. A esto seguirá la intervención de Dios en juicio.

2 - La vida y la piedad, 2 Pedro 1

La primera parte de la Epístola se ocupa de dos grandes temas: primero, la vida de piedad práctica que permitirá al creyente escapar de las corrupciones que hay en el mundo por medio de la lujuria; segundo, la certeza del Reino de Cristo que se encuentra al final de una vida de piedad.

Es de suma importancia que los creyentes, jóvenes y ancianos, reconozcan claramente que la verdadera salvaguardia contra las corrupciones de la cristiandad se encontrará, no meramente en una vida de gran actividad exterior, y menos aún en tratar de combatir el mal, sino en vivir una vida de piedad en comunión con las Personas divinas y en el disfrute de las cosas divinas.

(V. 1-2). De los dos primeros versículos se desprende que el apóstol se dirige definitivamente a quienes han obtenido «una fe tan preciosa» como la de los apóstoles. No está apelando a pecadores o meros profesos, sino a creyentes en plena profesión. «La fe tan preciosa» es la fe del cristianismo, en contraste con el judaísmo con el que estos creyentes habían estado relacionados. Esta fe preciosa nos ha llegado en perfecta justicia; y Dios puede actuar en justicia por medio de nuestro Salvador Jesucristo.

Él desea que se nos multipliquen la gracia y la paz «en el conocimiento de Dios y de Jesús, Señor nuestro». La gracia que nos permite escapar de las corrupciones de la cristiandad no se encontrará en el mero conocimiento del mal, sino en el conocimiento de Dios y de todo lo que poseemos en él. La paz que necesitamos en medio de la anarquía no se hallará en tratar de combatir y aplastar la anarquía, sino en mantenernos bajo el dominio de Jesús «Señor nuestro», aquel a quien debemos lealtad. Las ovejas escapan a las asechanzas del extraño conociendo la voz del Pastor. «Al extraño no seguirán», no porque conozcan todas las maldades del extraño, sino porque «no conocen la voz de los extraños» (Juan 10:5).

(V. 3-4). Es posible para el creyente escapar de las corrupciones del mundo, que está bajo el poder de Satanás, porque el «divino poder» nos ha dado «todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad». También se nos recuerda que «todas las cosas» necesarias para vivir esta vida práctica de piedad están vinculadas al «conocimiento del que nos ha llamado por su gloria y excelencia». Hemos sido llamados por el poder atrayente de la gloria que nos está presentada, y por la virtud, o valor espiritual, que nos permite vencer al enemigo en el camino hacia la gloria. La gloria que tenemos ante nosotros se ve aquí como alcanzada en la energía espiritual de una vida de piedad práctica.

En relación con este llamado a la gloria, Dios nos ha dado «grandes y preciosas promesas». El llamado y la promesa siempre se encuentran juntos. Si Dios llama es con vistas a alguna bendición que se ha propuesto. Más adelante en la Epístola, el apóstol se refiere a estas promesas, a la promesa de la venida del Señor y a la grandísima promesa de «nuevos cielos y una tierra nueva» (2 Pe. 3:4, 13). Con estas grandes y preciosas promesas en vista, tenemos ante nosotros lo que Dios tiene ante sí, y, de este modo, participamos de la naturaleza divina. Miramos hacia una escena donde el amor y la santidad estarán en exhibición en contraste con la lujuria y la anarquía de esta escena. Participamos de la naturaleza divina odiando el mal de esta escena y deleitándonos en la escena venidera de santidad, amor y gozo. Así escapamos de la corrupción que hay en el mundo por la lujuria.

En estos versículos, el apóstol no insiste en el gran hecho de que tenemos vida –ya que se dirige a los creyentes–, sino en la profunda importancia de vivir la vida que tenemos. Cada creyente tiene una vida nueva, pero bien podemos desafiar a nuestros corazones con la pregunta: ¿Nos contentamos con saber que tenemos esa vida, o buscamos a vivirla? El hecho de tener vida, por bendita que sea, no nos permitirá por sí mismo escapar de las corrupciones de este mundo. Si hemos de estar preservados de la lujuria y la iniquidad, debemos vivir la vida de la piedad práctica.

(V. 5-7). En estos versículos el apóstol expone en orden las cualidades que marcan esta vida de piedad. Es una vida marcada por la fe, la virtud, el conocimiento, la templanza, la paciencia, la piedad, el amor fraternal y el amor.

La primera gran cualidad de esta vida vencedora es la fe, por lo que el apóstol Juan puede decir: «Esta es la victoria que venció al mundo, nuestra fe». Además, la fe debe tener un objeto, y Juan nos muestra este objeto, pues dice: «¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Juan 5:4-5). También el apóstol Pablo puede decir: «Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y sí mismo se dio por mí» (Gál. 2:20). La fe se aparta de todo lo que está a la vista y a los sentidos y mira a Jesús, al darse cuenta de que él «lo sabe todo» acerca de mí, y que solo él puede guardarme (Juan 21:17).

En segundo lugar, con nuestra fe necesitaremos virtud, o valor espiritual, y energía (como implica la palabra). Mediante esta energía moral seremos capaces de rechazar la obra de la carne en nuestro interior y de resistir al diablo en el exterior. Vivir una vida práctica de piedad en un mundo como este exigirá energía espiritual para negarnos a nosotros mismos, rechazar al mundo y resistir a Satanás.

En tercer lugar, con la virtud necesitaremos conocimiento, mediante el cual adquirimos sabiduría divina para guiarnos en todos nuestros caminos prácticos. Aparte del conocimiento de Dios y de su mente, tal como se revela en su Palabra, nuestra propia energía puede llevarnos por caminos de voluntad propia.

En cuarto lugar, el conocimiento puede hincharnos; por lo tanto, con el conocimiento necesitamos templanza, o autocontrol. Sin este autocontrol, el conocimiento puede ser utilizado para exaltarnos a nosotros mismos.

En quinto lugar, con la templanza, con la que nos gobernamos a nosotros mismos, necesitamos paciencia con los demás. Sin esta paciencia, la misma templanza por la que nos refrenamos puede llevarnos a la irritación con otros que son menos refrenados.

En sexto lugar, nuestra paciencia debe ejercitarse con piedad, o temor de Dios, pues de lo contrario la paciencia puede degenerar en compromiso con el mal. La piedad supone un andar en comunión con Dios por el cual nuestra vida es vivida bajo su guía y dirección. ¿Tomamos todas las circunstancias cambiantes de la vida que ponen a prueba nuestra piedad, sean prósperas o adversas, de Dios y para Dios?

En séptimo lugar, con la piedad que piensa en lo que se debe a Dios no debemos olvidar el amor fraternal, o lo que se debe a nuestro hermano. La piedad llevará a que los afectos fluyan hacia aquellos que, siendo hijos de Dios, son nuestros hermanos.

Por último, con el amor fraterno hemos de tener amor –amor divino–, pues de lo contrario nuestro amor podría limitarse a nuestros hermanos, en lugar de fluir en la grandeza del amor de Dios hacia el mundo circundante. Además, el amor fraterno puede degenerar fácilmente en parcialidad y mero afecto humano. Alguien ha dicho: “Si me gobierna el amor divino, amo a todos mis hermanos; los amo porque pertenecen a Cristo; no hay parcialidad. Tendré mayor gozo en un hermano espiritual; pero me ocuparé de mi hermano débil con un amor que se eleva por encima de su debilidad y le tiene tierna consideración”. El amor fraternal hace de nuestro hermano el objeto prominente. El «amor» es algo más profundo, y tiene a Dios en vista, tal como leemos. «En esto sabemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios y guardamos sus mandamientos» (1 Juan 5:2).

(V. 8-9). En estos versículos el apóstol expone, por una parte, los efectos bienaventurados de poseer estas cualidades y, por otra, las graves consecuencias para aquel en cuya vida faltan. Una vida marcada por estas cualidades sería una vida plena y abundante, según el deseo del Señor de que sus ovejas no solo tengan vida, sino que la tengan en abundancia (Juan 10:10). Así también nuestro conocimiento del Señor Jesús no sería estéril e infructuoso. La vida de piedad práctica es aquella en la que hay fruto para Dios y utilidad y bendición para el hombre.

El que carece de estas cualidades de la vida de piedad, aunque posea vida, caerá en la ceguera espiritual. Sufriendo de miopía, solo verá las cosas presentes de este mundo y sus lujurias. No será capaz de ver de «lejos». Un corazón ocupado con su propia voluntad y la gratificación de sus lujurias ya no verá «al Rey en su hermosura» y «verán la tierra que está lejos» (Is. 33:17). No solo perderá de vista las glorias venideras, sino que olvidará la poderosa obra por la cual ha sido purificado de sus pecados. Si no vivimos la vida de piedad, perderemos de vista la gloria venidera, volveremos a caer en el mundo que nos rodea y caeremos en los mismos pecados de los que hemos sido purificados.

(V. 10-11). Con esta solemne advertencia, el apóstol nos exhorta a vivir con diligencia esta vida práctica, y así asegurar nuestra vocación y elección. Mantenemos fresca en nuestras almas la conciencia de nuestra elección, a la vez que no damos un testimonio incierto al mundo que nos rodea. Además, viviendo así, seguiremos nuestro camino sin tropezar, y así tendremos una entrada abundante en «el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo».

(V. 12-15). Es evidente que el apóstol es consciente de la rapidez con que olvidamos las grandes verdades prácticas del cristianismo, pues 3 veces en estos 4 versículos habla de hacer memoria de los santos. Posiblemente está pensando en la experiencia del día de la resurrección de los discípulos, a quienes el ángel dijo: «Acordaos de cómo os habló». Luego leemos: «Se acordaron de sus palabras», mostrando que, aunque el Señor mismo había hablado de estos grandes acontecimientos, ellos habían olvidado sus palabras (Lucas 24:6-8).

Cuán rápidamente olvidamos «la presente verdad». Al diablo le importa poco cuánta verdad conozcamos, si solo puede impedir que nos establezcamos en «la presente verdad» –la verdad de nuestra posición actual ante Dios, y todas las cosas que nos han sido dadas «que pertenecen a la vida y la piedad», junto con las glorias del reino a las que conduce esta vida. En estas cosas quería el apóstol que nos afianzáramos; y al recuerdo de estas cosas quería estimularnos. Sabía que pronto se cumplirían las palabras del Señor, en cuanto a despojarse de su tabernáculo terrenal (Juan 21:18-19), y por lo tanto pone por escrito «la presente verdad», para que después de su muerte tuviéramos la verdad en una forma siempre accesible. Es de notar que no nombra a ningún sucesor apostólico para mantener la verdad, ni echa a los santos sobre la Iglesia: les da la Palabra escrita de Dios como única autoridad para su creencia.

(V. 16). Habiéndonos dado, en estos versículos parentéticos, sus motivos para escribir, pasa a recordarnos la realidad de las glorias del reino a las que nos dirigimos. Al hablar de estas glorias no había repetido fábulas astutamente ideadas por alguna mente visionaria. Había hablado tanto de cosas vistas como de cosas oídas. Los apóstoles Pedro, Juan y Santiago fueron testigos oculares de la majestad de Cristo, formando los 3 un testimonio completo de su gloria. Habían conocido a Cristo en circunstancias de debilidad y humillación: lo vieron también en su poder y majestad. La escena en el Monte de la transfiguración era un anticipo de su venida, porque su venida será en poder y majestad, un poder que transformará nuestros cuerpos de humillación en la conformidad de su cuerpo de gloria, según la acción del poder que tiene para someter a sí mismo todas las cosas (Fil. 3:21). Así, en el Monte, no solo vieron la gloria de Cristo, sino que vieron el poder de Cristo por el cual Moisés y Elías aparecieron en gloria con él, representantes de todos los santos que aún estarán con él en la gloria.

(V. 17-18). Además, el apóstol nos recuerda que en el Monte vieron en Cristo a uno que era del agrado de Dios Padre, uno que era adecuado a la gloria y saludado por el cielo. En contraste con el deshonor y la vergüenza que los hombres amontonaron sobre Cristo, él recibió de Dios Padre honor y gloria. A diferencia de todos los demás que no alcanzaron la gloria, aquí estaba uno que fue saludado por «la magnífica gloria» como el Hijo amado del Padre. Además, la voz que oyó el apóstol procedía del cielo; todo el cielo está de acuerdo con la complacencia del Padre en Cristo. Toda la escena nos introduce en el secreto de la complacencia del cielo en Cristo y de la preciosidad del Hijo para el Padre. La honra y la gloria que recibe vienen «de Dios Padre», «de la magnífica gloria» y «del cielo».

Bien puede el apóstol hablar de tal lugar como «el santo Monte». Por encima de la tierra, y aparte del mundo, se nos permite compartir con el Padre su deleite en Cristo. No es lo que Cristo es para los pecadores; aprendemos eso en medio de los dolores de la llanura y los sufrimientos de la cruz. Tampoco es lo que Cristo es para sus santos probados; aprendemos eso en el aposento alto. En el Monte santo aprendemos lo que Jesús es para el Padre, para la gloria y para el cielo.

(V. 19). Ahora se nos dice que esta maravillosa escena en el Monte hace más segura la palabra profética. Hay muchas profecías en el Antiguo Testamento acerca de las glorias del reino de Cristo; y a ellas, dice el apóstol, hacemos bien en prestar atención «como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro». Moralmente, el mundo ignora por completo a Dios y todo lo que está por venir. La profecía nos dice lo que Dios piensa de las tinieblas y de todo lo que va a hacer para disipar las tinieblas, y eso nos impide perdernos en medio de las tinieblas. Conviene, pues, prestar atención a la profecía «como… una lámpara» para el presente, y no simplemente como lo que interesa a la mente al desplegar el futuro.

La palabra profética se completa con la revelación en el Monte santo. La profecía nos habla de las glorias terrenas; el Monte, aunque habla del mismo reino, nos habla de sus glorias celestiales. Tomadas en conjunción con la escena del Monte, y utilizadas correctamente, las profecías de la Escritura harán que «el día amanezca» y «el lucero de la mañana» surjan en nuestros corazones. El apóstol no habla del amanecer real del día sobre la tierra, ni de la aparición del lucero del día en el cielo, sino de que la gloria de ese día y la gloria de esa Persona ocupen el lugar que les corresponde en el corazón. Hacemos bien en subrayar las tres palabras «en vuestros corazones».

Pronto llegará el tiempo en que amanecerá sin nubes y en que el Sol de justicia se alzará con la curación en sus alas; pero, antes de que salga el Sol, los vigilantes de la noche están animados por «el lucero de la mañana». Mientras pasamos por un lugar oscuro es nuestro privilegio conocer a Cristo en los afectos de nuestros corazones antes de que él sea revelado al mundo.

(V. 20-21). Para que prestemos la debida atención a la profecía, el apóstol nos recuerda su verdadero carácter y origen. En primer lugar, nos dice que la profecía mira más allá de las circunstancias inmediatas que la suscitaron. Si no fuera así, sería simplemente de interés histórico, con la advertencia moral que la historia puede dar. Pero se nos dice que el cumplimiento histórico inmediato de la profecía de ningún modo satisface el alcance de la profecía. El cumplimiento histórico a menudo mira hacia un cumplimiento mayor en el futuro. Además, cualquier profecía particular debe ser leída en conexión con otras escrituras para aprender su significado completo.

Por otra parte, hacemos bien en prestar atención a la profecía, porque no vino por voluntad humana, sino que «hombres de Dios» hablaron movidos por el Espíritu Santo. Es cierto que, en raras ocasiones, el Espíritu Santo puede utilizar a un hombre malvado para pronunciar una profecía, como en el caso de Balaam en el Antiguo Testamento y de Caifás en el Nuevo; pero si es así, dejará claro que el profeta es un hombre malvado, que trata de oponerse, pero que se ve obligado a decir la verdad. Sin embargo, el Espíritu se sirve de «hombres de Dios».

Resumiendo, las grandes verdades de este capítulo 1, tenemos ante nosotros:

  • Primero, la vida de piedad práctica con sus diferentes cualidades,
  • Segundo, los efectos prácticos que se siguen de vivir esta vida, así como las graves consecuencias de no vivir la vida de piedad,
  • En tercer lugar, la importancia de tener presente «la presente verdad»,
  • Por último, el poder y el reino venideros de nuestro Señor Jesucristo, el glorioso fin de la vida práctica de piedad.

3 - Los falsos maestros y las herejías destructivas, 2 Pedro 2

Después de habernos presentado, en la primera parte de la Epístola, la vida práctica de piedad mediante la cual podemos resistir las corrupciones del mundo, el apóstol pasa a exponer estas corrupciones y a advertirnos contra ellas. Habiendo procurado establecernos en «la presente verdad» (2 Pe. 1:12), puede proceder a advertirnos contra el error presente. En el resto de la Epístola, por lo tanto, se nos advierte definitivamente contra las 2 formas de mal que caracterizan a la cristiandad en los días en que vivimos. En primer lugar, en 2 Pedro 2, el apóstol nos previene contra los errores destructivos de los falsos maestros; en segundo lugar, en 2 Pedro 3, nos advierte contra la incredulidad de los burladores que niegan el regreso del Señor y la instauración de su reino.

(V. 1). En este capítulo el apóstol expone y nos advierte contra las terribles condiciones que surgen en el círculo cristiano a través de los falsos maestros. El primer versículo describe el carácter del mal que surge, no de la oposición exterior, sino de la corrupción dentro de la profesión cristiana. Como en los días de antaño hubo falsos profetas entre el pueblo de Dios, así se nos advierte, «falsos maestros» surgirán en el círculo cristiano «entre vosotros».

Estos hombres profesan ser maestros, y así engañan a los sencillos, como alguien ha dicho, “entretejiendo el error y la verdad para que la verdad atraiga a las almas verdaderas, y así ponerlas fuera de guardia contra el error mezclado con ella”. Están «entre vosotros», dice el apóstol. Evidentemente habían hecho una justa profesión de cristianismo que había engañado a quienes los habían admitido en la compañía cristiana. Si, en los días que siguieron a los apóstoles, surgieron tales en el círculo cristiano, ¿tenemos que sorprendernos si, en nuestros días, surgen falsos maestros en las compañías más ilustradas de creyentes?

Los errores de estos falsos maestros se introducen secretamente, o «furtivamente», una declaración que da a entender que la falsa doctrina siempre se introduce insidiosamente, no abiertamente. Este secretismo conlleva su condena, pues no hay necesidad de encubrir la verdad. Ciertamente puede haber ocasiones en que ciertas compañías del pueblo del Señor no estén en condiciones de apreciar las verdades profundas de Dios, como en el caso de la asamblea en Corinto (1 Cor. 3:2); pero no había secreto en cuanto a las verdades para las cuales no estaban preparados.

Estos errores introducidos secretamente son «herejías destructoras». No son simplemente puntos de vista defectuosos de la verdad, sino negaciones de la verdad, errores que son fatales, o destructivos del cristianismo, que llevan a la negación del «Señor que los compró». Esto es iniquidad que desecha la autoridad del Señor y abre la puerta a toda forma de voluntad propia. El apóstol no dice: El Señor que los redimió: no admite que estos falsos maestros estén entre los redimidos. El símil se refiere, se dice, a “un amo que ha comprado esclavos en el mercado, y ellos le repudian y se niegan a obedecerle”. Estos hombres habían profesado el nombre del Señor, y habían sido recibidos en el círculo cristiano, pero ahora enseñan errores que niegan al Señor. No son realmente del Señor, y su fin será la destrucción rápida y abrumadora. Habían enseñado herejías destructivas y ellos mismos encontrarán «rápida destrucción».

(V. 2-3). A continuación, somos advertidos del terrible efecto producido en la masa de la profesión cristiana por los errores de estos hombres perversos. «Muchos», se nos dice, «seguirán su libertinaje». Conjuntamente con las herejías destructoras se encontrará siempre la mundanidad más grosera, porque la mala doctrina conduce a la mala práctica. La masa puede no entender o ser capaz de seguir sus malas doctrinas, pero los caminos mundanos la carne la puede apreciar y seguir.

Leudada con mala doctrina, la cristiandad se ha hundido en la grosera mundanidad que marca la profesión cristiana del día, con el resultado de que «el camino de la verdad» será «blasfemado». Puede que el mundo no sea capaz de discernir entre el error y la verdad, pero al menos puede ver y condenar la vida disoluta de estos profesos. Al juzgar al cristianismo por estos hombres y sus malas vidas, naturalmente se habla mal del camino de la verdad.

Además, esta mentalidad mundana abre la puerta a métodos mundanos. Movidos por la codicia, estos falsos maestros hacen mercadería de la profesión cristiana con «palabras engañosas». Como antiguamente los judíos convirtieron el templo de Dios en una casa de comercio, así estos falsos maestros usan su profesión de cristianismo, y su elocuencia natural, para ganarse la vida.

Bajo la influencia de estos falsos maestros, la gran masa de la cristiandad se ha vuelto inicua, negadora del Señor, mundana, disoluta en sus caminos e indiferente al camino de la verdad. Tal condición debe inevitablemente atraer el juicio de Dios sobre estos hombres malvados. No es un cuento ocioso que antiguamente el juicio caía sobre los inicuos y rebeldes. Por un tiempo puede parecer que el mal prospera sin ser juzgado, pero Dios no es indiferente, como alguien que duerme, inconsciente de todo lo que le rodea. ¡El juicio está al caer!

(V. 4-8). El apóstol da 3 ilustraciones solemnes de la historia real para probar que la iniquidad y la rebelión provocan el abrumador juicio de Dios. En primer lugar, los ángeles que pecaron han sido arrojados al pozo más profundo de las tinieblas, encadenados, en espera de su juicio final. En segundo lugar, en los días de Noé, el viejo mundo de los impíos fue abrumado por el juicio del diluvio. En tercer lugar, las ciudades de Sodoma y Gomorra fueron condenadas y derrocadas. Estos juicios solemnes, por los cuales Dios intervino sobre las leyes ordinarias de la naturaleza y el curso del mundo, son ejemplos para los impíos que vienen después. Haciendo caso omiso de estas advertencias, la cristiandad, cayendo en la misma iniquidad y rebelión, se encontrará con el mismo juicio abrumador.

Sin embargo, los juicios de antaño, que son una advertencia para los impíos, tienen en ellos un estímulo para los piadosos. Nos dicen claramente que, en medio de terribles males, Dios tenía a sus elegidos que fueron salvados del juicio. Tampoco es de otra manera hoy, pues en medio de las crecientes corrupciones de la cristiandad, Dios tiene a sus verdaderos santos. Aun así, el Espíritu de Dios indica que habrá una gran diferencia entre el santo separado que vive la vida de piedad práctica y el santo de mentalidad mundana que, careciendo de las cualidades de la vida piadosa, se desliza de nuevo a las asociaciones mundanas, solo para vejar su alma y traer tristeza sobre sí mismo.

Noé es un ejemplo del santo separado que da testimonio al mundo. Leemos que «Noé, varón justo, era perfecto en sus generaciones; con Dios caminó Noé» (Gén. 6:9). Pedro nos dice que dio testimonio de Dios como «pregonero de justicia» (2 Pe. 2:5). Lot es una imagen de esa gran clase de creyentes que, sin fe para el camino separado, se establecen en el mundo y, aunque finalmente se salvan, no son testimonio de Dios mientras pasan por él. El apóstol Pedro nos dice, en efecto, que Lot era «justo»; sin embargo, porque «habitaba entre» los impíos, «afligía cada día su alma justa», oyendo su conversación sucia y viendo sus actos ilícitos. No sabía nada de caminar en paz y cerca de Dios.

(V. 9). El apóstol concluye así que el Señor sabe liberar a los piadosos de las pruebas y reservar a los injustos para el día del juicio. Ya el apóstol ha puesto ante el creyente «el día» que amanecerá de la gloria venidera; ahora nos advierte del «día del juicio» para los impíos.

Cuán solemne y escrutador es este cuadro de la condición de la cristiandad desde aquellos días. En primer lugar, se nos recuerda que habrá falsos maestros que introducirán errores destructivos, anarquía y mundanidad. En segundo lugar, la gran masa seguirá sus caminos mundanos, siendo atraídos a la destrucción por sus palabras bien dirigidas. En tercer lugar, nos anima saber que, en medio de toda la corrupción, habrá quienes serán preservados del mal y serán testigos de la verdad. En cuarto lugar, habrá quienes sean verdaderamente justos y se salven del juicio y, sin embargo, debido a sus asociaciones, no sean testigos de Dios.

El resto del capítulo presenta con mayor detalle las terribles características de aquellos que, en la profesión cristiana, caen bajo juicio.

(V. 10-12). Caminando según la carne en sus lujurias desenfrenadas, estos hombres sin ley son naturalmente impacientes de toda forma de restricción que impediría la gratificación de la lujuria; ellos «desprecian el señorío». Al estar marcados por la lujuria y la iniquidad son «atrevidos» y «arrogantes». La lujuria de la inmundicia hace a los hombres audaces en la maldad; la iniquidad los hace obstinados. Sus lenguas son desenfrenadas, porque «no temen decir injurias contra las dignidades» de una manera que los ángeles no se atreverían a hacer. Como bestias sin razón «hablan mal de lo que no entienden». Los tales perecerán en su propia corrupción. La lujuria y la iniquidad tienen en sí elementos de corrupción que conducen a la destrucción de los que andan en estas cosas.

(V. 13). La lujuria desenfrenada, la iniquidad, la audacia, la voluntad propia y la corrupción de los últimos días serán más terribles que cualquier brote de maldad en el pasado, por cuanto se encuentran en la profesión cristiana, y existen a la plena luz de la verdad. Los hombres, por lo general, por mucha vergüenza esperan la oscuridad de la noche para sus malas acciones. Estos hombres, sin vergüenza, «en pleno día». Como alguien ha dicho: “Han aprendido a enfrentarse a la luz y a desafiarla”. Ocupan su lugar con los cristianos; en realidad, no son más que manchas y defectos en el nombre cristiano. Sin vergüenza, se burlan del hecho de que engañan a los demás.

(V. 14-17). Llevados por los deseos de la carne, tienen ojos que no pueden dejar de pecar, corazones llenos de codicia y pies que han abandonado el camino recto. Como en el caso de Balaam, Dios se sirve de las mismas bestias para reprender su locura. Son pozos sin agua, a los que los hombres acuden en busca de ayuda y refrigerio, solo para descubrir que no tienen nada para satisfacer la necesidad del alma. Son «brumas empujadas por la tempestad» de sus propias pasiones, que oscurecen la luz del cielo. Para ellos está reservada para siempre la oscuridad de las tinieblas.

(V. 18-19). Con más detalle describe el apóstol el efecto de estos falsos maestros sobre los demás. Apelando a los hombres con «discursos arrogantes y vanos» que arrojan un espejismo sobre la mundanidad y los deseos de la carne, seducen a los que acaban de escapar del mal. No dice que los tales hayan caído bajo el poder convincente de la verdad, o que hayan sido atraídos a Dios, pero al menos tienen conciencia en cuanto al mal. A estos, que se hallan bajo la influencia de hombres perversos, les prometen la libertad aquellos que, a su vez, son siervos de la corrupción.

(V. 20-22). A pesar de la profesión de que son siervos del Señor, estos falsos maestros, con sus hinchadas palabras de vanidad, son siervos de la corrupción. Habían hecho una profesión de cristianismo y, mediante el conocimiento del Señor, habían escapado por un tiempo de las contaminaciones del mundo; pero de nuevo siendo enredados y vencidos, demuestran que, aunque habían conocido «el camino de la justicia», no habían seguido en el camino, y después de toda su profesión y palabras altisonantes, no están verdaderamente entre las ovejas de Cristo. Solo pueden compararse a un perro que vuelve a su vómito, o a una cerda que, aunque lavada, sigue siendo cerda, y cuando se presenta la ocasión vuelve a revolcarse en el cieno.

4 - Los burladores y el materialismo, 2 Pedro 3

En la división anterior el apóstol nos ha prevenido contra los falsos maestros que se encontrarán en el círculo cristiano. Con el fallecimiento de los apóstoles, surgieron estos falsos maestros que hablaban cosas perversas e introducían herejías destructoras (Hec. 20:29-30; 2 Pe. 1:14-15; 2:1). Como resultado, la masa de cristianos profesos cayó en la mundanidad, la iniquidad y la corrupción que ha marcado a la cristiandad a través de los siglos.

Después de hablar de los falsos maestros que surgirían entre aquellos a quienes escribía, el apóstol pasa a advertirnos de los males especiales que marcarán la profesión cristiana «en los últimos días» (v. 3). Nos dice que estos últimos días estarán marcados por la burla y el materialismo.

(V. 1-2). Antes de hablar en detalle de estos males, el apóstol nos prepara para afrontarlos y nos fortalece contra ellos remitiéndonos a la Palabra de Dios. Así, abre esta última división de la Epístola diciendo que escribe para avivar nuestras mentes puras «para que recordéis». Luego nos dice claramente lo que debemos recordar: «las palabras dichas antes por los santos profetas» y «el mandamiento del Señor y Salvador» por los apóstoles. No nos dirige a la Iglesia en busca de orientación; menos aún nos lleva a buscar una nueva revelación, ya que la Palabra de Dios está completa. Nos dice que “tengamos presente” lo que ya nos ha sido dado por inspiración. En la Palabra de Dios tenemos la revelación de la verdad que expone todo lo que es falso y nos permite rechazar los errores de los falsos maestros, así como el burdo materialismo de los burladores. La Palabra es la espada utilizada por el Espíritu para permitirnos «destruir las obras del diablo» (1 Juan 3:8). «Toda la Escritura está inspirada por Dios, y útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea apto y equipado para toda buena obra» (2 Tim. 3:15, 17).

(V. 3-4). Habiéndonos lanzado sobre la Palabra de Dios para hacer frente a los errores de los hombres, el apóstol procede a advertirnos contra los males especiales de los últimos días de la cristiandad. Nos dice que dentro de la profesión cristiana surgirá una clase de infieles burlones. Como siempre, la infidelidad está asociada con una baja condición moral. La infidelidad tiene su fuente en la lujuria, y estos hombres son descritos como «andando tras sus propias concupiscencias». El hombre, que no puede creer lo que Dios dice, está haciendo lo que Dios prohíbe. Luego aprendemos lo que dicen: «¿Dónde está la promesa de su advenimiento?». Plantean preguntas sobre un acontecimiento que se dan cuenta que interferirá con la gratificación de sus lujurias.

Primero se nos dice lo que estos hombres son: «burladores»; luego lo que hacen: «andando según sus propias concupiscencias»; luego lo que dicen: «¿Dónde está la promesa de su advenimiento?». Por último, nos son dichos los argumentos que utilizan. Afirman que es manifiesto que el Señor no vendrá a inmiscuirse en los asuntos de los hombres, «Porque desde el día en que los padres durmieron, todo permanece como desde el principio de la creación». Este argumento es una burda pieza de materialismo infiel, conocido en estos días como modernismo. Estos hombres no son meros burladores descuidados del mundo; son burladores deliberados, que avanzan argumentos cuidadosamente pensados en el esfuerzo de probar que las advertencias de la Palabra de Dios son meras fábulas y tradiciones.

Es bueno recordar que el apóstol, en el curso de su Epístola, muestra claramente que hay un futuro para los piadosos, para los impíos y para la creación material. En el capítulo 1 nos dice que los piadosos pasan al reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo; en el capítulo 2 nos dice que los impíos pasan al juicio y a la perdición; mientras que en este capítulo 3 predice que la creación material terminará en disolución. Todos estos grandes acontecimientos esperan «el poder y la venida de nuestro Señor» (2 Pe. 1:16). Así podemos comprender, por una parte, por qué este gran acontecimiento ocupa un lugar tan prominente en la Escritura, y, por otra, por qué esta gran verdad es el objeto especial del ataque del enemigo. Para nadie, la verdad de la venida del Señor, es tan odiosa como para aquellos en la profesión cristiana que andan tras sus propias concupiscencias. Los tales tratarán de negar un acontecimiento que temen argumentando que es contrario a toda experiencia, y por lo tanto irrazonable e imposible.

(V. 5). En los versículos que siguen, el apóstol expone la locura de los argumentos infieles de estos materialistas. Ya nos ha preparado para hacer frente a estas objeciones infieles con la Palabra de Dios. Ahora recurre a la Palabra para desenmascarar su insensato razonamiento. Al preguntar: «¿Dónde está la promesa de su advenimiento?», admiten que la promesa de la venida de Cristo existe. Tan a menudo se repite esta promesa en la Palabra que sería una locura negar que está allí. Odiando la verdad de la promesa, y no pudiendo negar su existencia, se ven impulsados a abandonar la Palabra para librarse de la promesa. Reconocen que existe, pero se niegan a creer lo que Dios dice.

Van incluso más lejos, pues niegan que Dios lo haya dicho poniendo en duda la inspiración de la Palabra. Apartándose de la Palabra, sacan conclusiones de la creación material. Hablan del «principio de la creación», admitiendo así que hubo un principio, pero, siendo sus voluntades opuestas a Dios, tratan de explicar la creación por causas naturales. El creyente, sin embargo, sabe que «por la palabra de Dios fueron hechos antiguamente los cielos» y que la tierra surgió de las aguas para convertirse en la morada del hombre.

(V. 6). Además, estos burladores dicen que todas las cosas continúan como estaban desde que los padres se durmieron. Razonando a partir de lo que ven, sacan conclusiones sobre lo que será. Apartándose de lo que se ve y apoyándose en la Palabra de Dios, la fe sabe que tales argumentos son totalmente falsos. Lejos de que las cosas continúen como estaban desde el principio de la creación, ha habido sorprendentes intervenciones de Dios en el juicio. El diluvio es el testimonio más destacado de la intervención de Dios sobre el curso ordinario de la naturaleza. Cuando la maldad de los hombres llegó a su punto culminante, y después de que se negaron a escuchar su palabra predicada por medio de su siervo, Dios intervino en el juicio del diluvio por el cual pereció el mundo que entonces existía.

Aceptando el relato de Dios sobre el diluvio, la fe sabe con certeza que Dios puede intervenir y ya ha intervenido sobre el curso ordinario de la naturaleza, y que lo que Dios ha hecho, puede hacerlo y lo hará de nuevo con respecto a los cielos y la tierra que ahora son.

(V. 7). Si Dios trajo el mundo a la existencia por su palabra, ciertamente puede ponerle fin por su palabra. Si Dios ha intervenido en el juicio, puede volver a hacerlo. Por eso nos dice el apóstol: «Los cielos y la tierra de ahora, por la misma palabra son reservados para el fuego, guardados para el día del juicio y de la destrucción de los hombres impíos».

Para resumir las declaraciones del apóstol, aprendemos:

En primer lugar, que por su palabra Dios creó los cielos y la tierra.

En segundo lugar, por su palabra Dios intervino en un juicio que trajo el diluvio sobre el mundo de los impíos, de modo que el mundo que entonces era pereció.

En tercer lugar, por su palabra los cielos y la tierra actuales están reservados para el fuego en el día del juicio de los hombres impíos de la presente generación.

A la luz de los hechos revelados por la Escritura, podemos comprender que el modernista incrédulo niegue la inspiración de la Escritura para deshacerse del testimonio del diluvio y de las promesas de la venida del Señor con su consiguiente intervención divina en el curso del mundo y el juicio de los impíos.

(V. 8-10). El apóstol ha desenmascarado los necios argumentos del materialista burlón que, voluntariamente ignorante de la Palabra de Dios, aprovecha el retraso en el cumplimiento de la promesa de Dios para negar que el Señor viene. Ahora suplica a los amados del Señor que no ignoren la razón de este retraso. En primer lugar, que el creyente recuerde que lo que puede parecer un largo retraso a nuestros ojos no es más que un breve momento para el Señor, pues «ante el Señor un día es como mil años, y mil años como un día». En segundo lugar, no olvidemos nunca que la promesa de su venida es «su promesa», y que su Palabra no puede fallar. En tercer lugar, hay una razón para el retraso. No es que el Señor sea indolente en el cumplimiento de su promesa, sino que es paciente, «no queriendo que ninguno perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento». En su gracia, Dios da espacio para el arrepentimiento antes de que caiga el juicio; en su incredulidad, el hombre aprovecha el retraso para negar que llegue el juicio.

Sin embargo, a pesar del retraso en el cumplimiento de su promesa, y a pesar de lo que puedan decir los burladores, «vendrá el día del Señor», en el que los cielos pasarán y las obras de la tierra serán quemadas. El apóstol no habla de la venida del Señor por sus santos, ni de la aparición del Señor con sus santos; habla del «día del Señor» que será introducido por estos grandes acontecimientos. Es el día en que el Señor será supremo en la tierra y gobernará con vara de hierro, derribando toda oposición a Dios con mano fuerte. Este día es introducido por la aparición del Señor, pero se extenderá a través del reino de 1.000 años, introduciendo finalmente el estado eterno por la última gran intervención de Dios en juicio. Entonces se alterará toda la faz de la naturaleza, pues «los elementos, ardiendo, serán disueltos» y desaparecerá todo rastro de las grandes obras con las que los hombres han tratado de glorificarse a lo largo de los siglos, pues «la tierra y las obras que hay en ella serán quemadas». El apóstol retoma el lenguaje de las Escrituras proféticas que, ya nos ha dicho, son como una luz que brilla en un lugar oscuro (véase Sal. 102:26; Is. 34:4, 66:22; Miq. 1:4; Sof. 3:8).

Escuchar a estos burladores y negar la promesa de su venida es quedar en tinieblas, a la deriva sin esperanza hacia la eternidad, sin saber cómo Dios tratará con toda la maldad de un mundo impío o cómo los piadosos serán llevados a la bendición eterna; porque, recuérdese, ya sea el juicio de los impíos, o la bendición de los piadosos, todo será alcanzado por la venida de Cristo. Si perdemos la promesa de su venida, todo estará perdido para nuestras almas.

(V. 11-13). La fe, sin embargo, se aferra a la promesa de su venida y, al hacerlo, sabe con certeza que todas las cosas vistas del orden presente del mundo se disolverán. Como siempre, la fe en la actividad debe tener un efecto en nuestras vidas. Nos conducirá a una vida de santa separación del mundo circundante que va a ser disuelto y de separación a la vida de piedad que el apóstol ha desplegado tan benditamente en el comienzo de su Epístola. Caminando así, estaremos esperando y apresurando la llegada del día de Dios, cuando toda forma de mal desaparezca para siempre.

Además, la fe hace más; tiene una perspectiva larga y nos lleva más allá del juicio a «nuevos cielos y tierra nueva». Al prestar atención a la palabra profética, como a una luz que brilla en un lugar oscuro, la aurora de un día glorioso comienza a surgir ante la visión de la fe, y «el lucero de la mañana» –aquel cuya venida introducirá el día– obtendrá el lugar que le corresponde en nuestros corazones. «Según su promesa», dice el apóstol, «esperamos nuevos cielos y una tierra nueva». No según nuestras imaginaciones, ni según nuestros sentimientos, sino según su Palabra infalible: «Su promesa». Por segunda vez el apóstol nos recuerda que es «su promesa» y que, siendo suya, se cumplirá con toda seguridad (v. 9 y 13).

Además, aprendemos el carácter de los nuevos cielos y la nueva tierra. Será un escenario en el que «habita la justicia». El mundo actual se caracteriza por toda forma de corrupción y violencia, lujuria e iniquidad; la nueva creación se caracterizará por la justicia permanente. No será el reino de la justicia como en los días del Milenio, que implica la presencia del mal que hay que contener. En la nueva escena, una vez eliminado el mal, habitará la justicia.

(V. 14-16). De nuevo el apóstol apela a los creyentes para que permitan que este glorioso futuro tenga un efecto presente en sus vidas. El conocimiento de que este mundo presente está dedicado al juicio debe conducir a un andar separado en temor piadoso. El conocimiento de la bendición venidera de los cielos nuevos y la tierra nueva debe mantenernos en paz, sin mancha e irreprensibles. La espantosa condición de la cristiandad en los últimos días, tal como la describe el apóstol, podría por sí misma distraer y perturbar el alma. La perspectiva de esta nueva escena nos mantendrá tratando de caminar de tal manera que cuando Cristo venga seamos «encontrados por él» caminando en paz tranquila, sin mancha por el mundo presente, irreprensibles en nuestras vidas, y esperando con paciencia, sabiendo que la longanimidad del Señor es salvación. Bien podemos desafiar nuestros corazones con la pregunta, ¿Cómo nos encontrará él cuando venga? (véase Lucas 12:37-38, 43; 2 Pe. 3:14).

En términos de afecto, el apóstol vincula a Pablo consigo mismo como testigo de «estas cosas» para los creyentes hebreos. Habla de los escritos de Pablo como formando parte de las Escrituras y nos advierte que hay aquellos «ignorantes e inconstantes» que tergiversan sus escritos, así como otras Escrituras, para su propia destrucción.

(V. 17-18). Después de recordarnos estas cosas y de advertirnos contra los falsos maestros, contra los burladores de los últimos días y contra los que tergiversan las Escrituras para su propia perdición, el apóstol nos advierte finalmente que no nos dejemos llevar por «el error de los inicuos», perdiendo así nuestra seguridad al caer de la firmeza que es propia del creyente.

Hemos de procurar crecer en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Por quinta vez en esta breve Epístola se relaciona nuestra bendición con el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2 Pe. 1:2-3, 8; 2:20). El apóstol ha insistido en el valor de las Escrituras proféticas, los mandamientos de los apóstoles y la profunda importancia de apoyarnos en la Palabra de Dios, pero da cuenta de que el mero conocimiento de la letra no nos guardará. Las Escrituras solo se utilizan correctamente cuando a través de ellas adquirimos un conocimiento más profundo de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea «la gloria, ahora y hasta el día de la eternidad». No olvidemos esa pequeña palabra «ahora». Todos admitimos que la gloria vendrá a él para siempre, pero bien podemos desafiar a nuestros corazones preguntándonos: ¿Está él recibiendo gloria de nuestras vidas incluso ahora?