La Epístola de Santiago


person Autor: Hamilton SMITH 89

library_books Serie: Bosquejo Expositivo


1 - Introducción – Santiago 1:1

El autor de la Epístola se define como «siervo de Dios y del Señor Jesucristo». Dado que el Santiago que era hermano de Juan e hijo de Zebedeo fue martirizado por Herodes (Hec. 12:2), probablemente sea correcto suponer que se trata del Santiago que ocupó un lugar destacado entre los creyentes judíos de Jerusalén (Hec. 12:17; 15:13; 21:18; Gál. 2:12), sería especialmente apto para dirigir una Epístola a las doce tribus de la dispersión. A ellas envía un saludo.

Para entender la Epístola es necesario recordar la posición de los creyentes judíos en Judea y Jerusalén, tal como nos la presenta los Hechos de los Apóstoles. Es evidente que en aquel tiempo había un gran número de creyentes que no se habían separado definitivamente del sistema judío. Leemos que los creyentes «perseveraban unánimes cada día en el templo». Más tarde encontramos que «una gran compañía de sacerdotes, obedecía a la fe». Luego leemos de nuevo que había también «algunos creyentes de la secta de los fariseos», que decían que era necesario circuncidar a los creyentes. Más tarde oímos hablar de muchos «miles de judíos» que creían y «todos ellos son celosos por la ley», y que, al parecer, ni siquiera habían renunciado a los sacrificios y ofrendas y a las costumbres judías (Hec. 2:46; 3:1; 6:7; 15:5; 21:20).

Esta era, sin duda, una posición anómala. Fue, sin embargo, un período de transición del judaísmo al cristianismo, y durante este período Dios soportó mucho de lo que no estaba de acuerdo con su propósito. Esto lo sabemos por la Epístola a los Hebreos, escrita en fecha posterior con el objeto principal de separar por completo a los cristianos del sistema judío, exhortándoles a salir fuera del campamento y romper sus vínculos con la religión terrenal, a fin de ocupar su posición celestial en conexión con Cristo en el lugar exterior del oprobio.

Además, parece que durante este tiempo de transición Dios no solo reconocía a los cristianos asociados con los judíos, sino que seguía reconociendo a las doce tribus, entre las que se encontraban, como el pueblo profeso de Dios, aunque solo los cristianos entre ellos poseían la fe que confesaba a Jesús como Señor. Así pues, la Epístola no se dirige a la Iglesia como tal, ni exclusivamente a los cristianos judíos. Se dirige a las doce tribus dispersas, reconociendo y exhortando especialmente a los cristianos que había entre ellas. La Epístola ha sido muy mal entendida y, se teme, muy descuidada por los verdaderos creyentes por no ver su carácter peculiar. Se considera correctamente que se refiere a la primera fase del cristianismo, cuando los cristianos aún no se habían separado de la nación de Israel; pero por esta razón se argumenta erróneamente que tiene poca referencia directa a nuestros días, cuando se ha revelado la plena luz de la Iglesia, con sus bendiciones celestiales.

En cuanto a los hechos, la historia se ha repetido y, una vez más, los verdaderos cristianos se encuentran en medio de una vasta profesión que, como las doce tribus, no es pagana, sino que profesa poseer al Dios verdadero. Por esta razón, la Epístola que se refería a la primera fase del cristianismo tiene una aplicación muy especial a su última fase.

En sus cinco capítulos no debemos buscar ningún desarrollo de la doctrina cristiana, ni la presentación de los privilegios exclusivos de la Asamblea. Todas estas verdades profundamente importantes se desarrollan en otras epístolas inspiradas. El objeto principal de esta Epístola escudriñadora es apelar al pueblo profeso de Dios y exhortar a los creyentes a un andar práctico que pruebe la realidad de su fe, en contraste con la vasta profesión en cuyo medio se encuentran. La conducta cristiana debe ser siempre de la más profunda importancia, pero nunca tanto como cuando una profesión fácil se ha puesto el manto exterior del cristianismo sin fe personal en el Señor Jesús. Aquí, entonces, encontramos nuestra fe probada y nuestra conducta escudriñada.

En Santiago 1, nos está presentada la vida cristiana práctica.

En Santiago 2, la vida práctica está presentada como la prueba de la fe en nuestro Señor Jesucristo.

En Santiago 3 y 4, nos están presentados siete males diferentes que caracterizan la vasta profesión y en los que el verdadero cristiano puede caer fácilmente si no es por la gracia del Espíritu de Dios.

En Santiago 5, el autor contrasta la condición de la masa profesa con la del pueblo sufriente de Dios, y presenta la venida del Señor en relación con ambas clases.

2 - La vida cristiana práctica – Santiago 1:2-27

El primer capítulo presenta el gran tema de la Epístola: el desarrollo de un carácter cristiano completo en medio de una profesión vasta y sin vida.

(V. 2-4). El autor comienza animándonos a que nos alegremos en las pruebas que se convierten en la ocasión de desarrollar la vida práctica de la piedad. En primer lugar, nos dice que las pruebas comprueban la realidad de nuestra fe. En segundo lugar, son un medio utilizado por Dios para desarrollar la paciencia, o resistencia. En tercer lugar, si se permite que la paciencia haga su trabajo, conducirá a una vida cristiana bien equilibrada, en la que se rechazan nuestras propias voluntades y se cumple la voluntad de Dios. Para esto debemos dejar «que la paciencia tenga su obra completa». La obra de la paciencia es quebrantar nuestra confianza y voluntad propias y enseñarnos que, separados de Dios, no podemos hacer nada. Cuando la paciencia haya realizado su obra perfecta, el alma mostrará su sumisión a Dios en la prueba, inclinándose ante lo que Dios permite y esperando en el Señor. «Bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová» (Lam. 3:26).

La Epístola se abre así, presentando el camino por el que Dios desarrollaría en su pueblo una vida hermosa, que no carece de ningún rasgo cristiano. Esta vida se expresó a la perfección en Cristo en la tierra en medio de pruebas y sufrimientos; se forja en los creyentes a través de la prueba y el sufrimiento.

(V. 5). Sin embargo, aunque la voluntad esté sometida y deseemos de verdad hacer la voluntad de Dios, es posible que a menudo, en nuestras pruebas, nos falte sabiduría para actuar según su voluntad. Si este es el caso de alguno de nosotros, el autor dice: «Pídala… a Dios». Nuestro recurso es Dios. Debemos retraernos de acudir a los hombres, no solo porque su consejo podría no ser acertado, sino porque podrían reprocharnos su consejo, reprendernos por nuestra ignorancia o traicionar nuestra confianza. Con Dios no tenemos por qué tener esos temores. Él nos da libremente, sin reprocharnos nuestra insensatez y debilidad.

(V. 6-8). La necesidad que nos dirige a Dios se convierte en ocasión para desarrollar nuestra fe. Por eso se nos exhorta, no solo a pedir «a Dios», sino también a pedir «con fe», sin dudar. Al acudir a Dios, debemos contar con una respuesta a nuestras oraciones. Dudar de que Dios responderá, a su propio tiempo y manera, probaría que nuestras mentes son «como la ola del mar, llevada por el viento y zarandeada». La ola está expuesta a vientos de todas partes. No debemos permitir que nuestras oraciones sean influenciadas por la dificultad de las circunstancias o la fuerza del mal opuesto, sino que con fe sencilla miramos a Aquel que está por encima de todas las influencias opuestas del mal –Uno, de hecho, que puede caminar sobre las olas y calmar la tormenta. Solo él puede darnos la sabiduría para actuar según su voluntad. Nuestras oraciones a Dios pueden verse a menudo obstaculizadas por la incredulidad que mira a las circunstancias. Con una mente doble seremos inestables en todos nuestros caminos, siendo llevados hacia un lado u otro según las circunstancias parezcan favorables o desfavorables.

(V. 9-11). Además, podemos tratar de encontrar una vía de escape de las pruebas mediante la posición social o las riquezas. Como cristianos debemos alegrarnos de que nuestra posición ante Dios no depende en modo alguno de la posición social en este mundo. Que el hermano de humilde condición en la vida se regocije de que el cristianismo lo ha exaltado a una nueva posición espiritual muy por encima de toda la gloria que este mundo puede ofrecer, para tener comunión con Cristo y su pueblo en el tiempo presente, y para participar de la gloria de Cristo en el mundo venidero. Recordemos que está escrito que: «Eligió Dios a los pobres según el mundo, para ser ricos en fe y herederos del reino que prometió a los que le aman» (Sant. 2:5).

Que los ricos se regocijen en que han sido abatidos en cuanto a las posesiones y la gloria de este mundo, habiendo sido llevados a participar de las inescrutables riquezas de Cristo. Comparadas con Cristo y su gloria, la gloria y las riquezas de este mundo no son más que flores que se marchitan y perecen. Habiendo hallado a Cristo en la gloria, el apóstol Pablo consideró estas ventajas terrenales como pérdida; más aún, las consideró como estiércol. Para un cristiano, jactarse del nacimiento y de la posición social es jactarse de la misma cosa sobre la cual, en su propio caso, el apóstol vertió desprecio. Alguien ha dicho: “El mundo pasará, y el espíritu del mundo ya ha pasado del corazón del cristiano espiritual. El que ocupe el lugar más bajo será grande en el Reino de Dios” (J.N.D.).

Unidos por los lazos del amor divino, el pobre y el rico pueden dejar atrás todas las cuestiones de posición mundana y posesiones terrenales, y en feliz comunión disfrutar de las cosas que pertenecen a esa gran comunión a la que ambos son llamados a «la comunión de su Hijo Jesucristo nuestro Señor» (1 Cor. 1:9).

(V. 12). Bienaventurado, pues, el hombre, rico o pobre, que escapa a estas asechanzas y resiste en la tentación, mirando solo al Señor para conocer su mente y caminar en obediencia a su voluntad. Así vivirá la vida cristiana práctica y, cuando termine el camino de la fe con sus pruebas, recibirá la corona de la vida que el Señor ha prometido a los que le aman. A menudo nos rebelamos en las pruebas porque nos amamos a nosotros mismos y deseamos defendernos y reivindicarnos, pero si lo amamos a él, debemos soportar por su causa.

(V. 13-15). Santiago pasa a advertirnos de otro tipo de prueba. Ha estado hablando de la prueba de la fe que viene de las circunstancias externas (v. 2-3); ahora nos advierte que no confundamos esta forma de prueba con las pruebas que vienen de la carne interior. Dios puede probarnos con circunstancias externas, pero Dios no puede ser tentado con el mal, ni tienta a nadie a hacer el mal. Nosotros, en cambio, podemos ser tentados por el mal, por la concupiscencia interior, y así inducidos a hacer el mal. Judas, seducido por la codicia del dinero en su corazón, cayó en la tentación del diablo de satisfacer esa codicia traicionando al Señor. La concupiscencia interior condujo al pecado de la traición, y el pecado de la traición produjo la muerte.

(V. 16-18). En contraste con el mal que procede de la carne, todo «lo que nos es dado de bueno» y «todo don perfecto» procede de Dios. La palabra griega «dado de bueno» se refiere a la acción de dar, y la palabra «don perfecto» a la cosa dada. Todo lo que es bueno, tanto en el modo de dar como en la cosa dada, procede de Dios. Él es también el padre de las luces. En el mundo físico fue él quien puso las «lumbreras en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra» (Gén. 1:15). Él también es la fuente de toda luz espiritual. Ninguna oscuridad proviene de él. No solo es luz buena y pura, sino que toda bondad y toda luz proceden de él; y en él no hay cambio, ni sombra de variación. Él no cambia con nuestras circunstancias inestables o nuestros estados de ánimo variables.

Tenemos una maravillosa expresión de la bondad de Dios en que nos ha impartido una nueva naturaleza para que seamos una especie de primicias de sus criaturas. Teniendo esta nueva naturaleza forjada en nosotros por la palabra de verdad, nos convertimos en primicias de la nueva creación.

(V. 19-21). El cristiano, entonces, en lugar de actuar según los deseos corruptos de la carne, debe, al vivir en el poder que obra por medio de la nueva naturaleza, ser testigo de la nueva creación. Estamos llamados a actuar en coherencia práctica con esta nueva naturaleza. Hemos de ser prontos para oír, lentos para hablar y lentos para la ira. Oír es la actitud de dependencia que escucha a Dios. Hablar es la expresión de nuestros propios pensamientos. Debemos, pues, ser prontos para oír las palabras de Dios que expresan su pensamiento y su voluntad, y lentos para hablar las palabras que, con demasiada frecuencia, solo expresan nuestra naturaleza y nuestra voluntad. Además, no solo hemos de ser lentos para dar expresión a los pensamientos de nuestra mente, sino también lentos para la ira que expresa los sentimientos de nuestro corazón. La ira del hombre no conduce a la justicia de Dios, ni a una conducta conforme a la piedad. Por eso se nos exhorta a despojarnos de la inmundicia de la carne y de la abundante maldad del corazón, que se manifiesta en palabras apresuradas y enojo injusto. Hemos de hacer frente a la maldad que se esconde tras las palabras maliciosas y los arrebatos de ira. Pero esto no será tratando de obedecer una ley externa, que solo agita la carne, sino dejando de lado todo lo que es de ella, y recibiendo con mansedumbre la palabra implantada de Dios. Es la palabra recibida en el alma, no con razonamientos y preguntas, sino en la mansedumbre que se somete a lo que Dios tiene que decir. La palabra así implantada en el alma obrará para salvarnos de todos los males de la carne y del mundo. De este modo, no solo somos engendrados por la Palabra, sino que por la misma Palabra cambiamos de carácter y crecemos en gracia.

(V. 22-24). Se nos ha exhortado a ser prontos para oír lo que Dios tiene que decirnos en su Palabra; ahora se nos exhorta a poner en práctica lo que oímos. Hemos de ser hacedores de la palabra, y no solamente oidores. Qué es esto, sino un eco de las propias palabras del Señor: «Si sabéis estas cosas, dichosos sois si las hacéis» (Juan 13:17). Se ha dicho que esta “frase puede parecer una perogrullada en la declaración; en la práctica, ninguna es más necesaria. Tan aptos somos para descansar en la aprobación o admiración de un acto o hábito como si así se convirtiera en nuestro. Queremos estas sencillas palabras para siempre en nuestros oídos” (Bernard). El que se enorgullece de conocer la Palabra y, sin embargo, no la obedece, se engaña a sí mismo sobre su verdadera condición ante Dios. Se sirve de la Palabra solo como de un espejo para mirarse un momento, y no piensa más en ella. Sus caminos no están gobernados por la Palabra.

(V. 25). Sin embargo, el que tiene la nueva naturaleza y se rige por la Palabra, encontrará que la Palabra es «la ley perfecta, la de la libertad». La ley del Sinaí estaba escrita en tablas de piedra; no escribía nada en el corazón. Decía a los hombres lo que debían hacer, pero no les daba el deseo ni la fuerza para obedecerla. Que me ordenen hacer lo que no deseo hacer es esclavitud, aunque obedezca. Ahora, por la Palabra de Dios no solo tenemos una revelación perfecta de la voluntad de Dios, sino también, por la misma Palabra, una nueva naturaleza ha sido engendrada en nosotros que se deleita en actuar de acuerdo con la Palabra. Que se me ordene hacer lo que deseo hacer es libertad. Así, la Palabra de Dios se convierte en ley de libertad, y el que se rige por la ley de la libertad será bienaventurado en todos sus actos.

(V. 26-27). Los versículos finales del capítulo nos presentan la vida práctica de la piedad según la Palabra de Dios que lleva consigo la bendición de Dios. La mera afectación de la religión es rápidamente expuesta por la lengua. La lengua desenfrenada mostrará rápidamente que detrás de ella hay un corazón en el que la codicia y la malicia no son juzgadas. La religión pura no se manifestará en palabras, sino en la práctica. Llevará a una vida que se compadece de los afligidos y que se vive separada del mundo.

Podemos tratar de actuar según una parte del versículo y olvidar la otra. Podemos hacer muchas buenas obras y sin embargo estar de la mano con el mundo; o podemos estar muy separados del mundo y carecer de las buenas obras prácticas. La religión pura y sin mácula requiere obediencia a ambas exhortaciones. El que ayuda a la necesidad del mundo debe negarse a ser contaminado por la maldad de este. Cuán perfectamente fue expresada en Cristo esta religión pura e inmaculada. Alguien ha dicho: “Su santidad lo convirtió en un completo extraño en un mundo tan contaminado; su gracia lo mantuvo siempre activo en un mundo tan necesitado y afligido… aunque forzado por la calidad de la escena que lo rodeaba a ser un solitario, sin embargo, fue atraído por la necesidad y el dolor de ser el activo” (J.G.B.).

Así, en este primer capítulo, Santiago nos presenta la vida cristiana práctica, fortalecida por la prueba y la dependencia de Dios, vivida en el poder de una nueva naturaleza que se deleita en escuchar y obedecer la Palabra de Dios, mostrándose en el amor que sale al encuentro de los necesitados del mundo, pero en la santidad que camina al margen de la maldad del mundo.

3 - La vida cristiana, la prueba de la fe – Santiago 2

Uno de los grandes propósitos de la Epístola es insistir en la vida cristiana práctica y evitar así que el creyente separe la fe de la práctica. En el primer capítulo nos ha sido presentada la vida práctica de la piedad, desarrollada en una nueva naturaleza. En el segundo capítulo esta vida práctica de piedad está presentada como la prueba de la fe genuina.

La vida de fe debe contrastar siempre con la vida del mundo; además, se caracteriza por las obras de la fe. Estos son, pues, los dos temas del segundo capítulo: en primer lugar, advertir a los que profesan la fe de nuestro Señor Jesucristo que no se conformen a este mundo (v. 1-13); en segundo lugar, advertir contra la mera profesión de fe sin las obras que son el resultado de la fe (v. 14-26).

3.1 - La incompatibilidad de la vida de fe con la vida del mundo

(V. 1-3). En general, el mundo estima a los hombres, no según su valor moral, sino por su posición social y adornos externos. Los que tienen la fe de nuestro Señor Jesucristo, el Señor de gloria, no deben juzgarse así unos a otros. El hombre del mundo respetará al hombre bien nacido, con riquezas y posición social; pero la fe nos pone en contacto con el Señor de gloria. En su presencia, todos los hombres, por elevada que sea su posición en el mundo, se hacen muy pequeños.

(V. 4). Se advierte a los creyentes que no hagan entre ellos estas distinciones del mundo, ni tengan malos pensamientos juzgando según la carne, y pensando despectivamente de un pobre a causa de su pobreza, o aduladoramente de un rico a causa de su riqueza.

(V. 5-7). A continuación, se traza un contraste entre la manera de actuar de Dios y la de muchos que profesan ser creyentes. Dios ha elegido a los que son pobres en este mundo, pero ricos en fe. Aunque pobres en este mundo, son herederos de las riquezas del reino venidero prometido a los que aman a Dios. La gran profesión religiosa de nuestros días se pone así a prueba. ¿Cómo considera al mundo? ¿Cómo trata a los creyentes? Sobre todo, ¿qué valor le da al nombre de Cristo? ¡Ay! La gran profesión queda expuesta en toda su vacuidad, en cuanto respeta a los ricos, desprecia a los pobres, oprime al creyente y blasfema del digno nombre de Cristo.

(V. 8-9). Santiago se dirige a quienes, aun profesando el cristianismo, eran celosos de la ley (Hec. 21:20). ¿Cómo se sitúa entonces su profesión de cristianismo en relación con la esencia de la ley –la ley real– tal como la presentó Cristo? La cristiandad de hoy se ha puesto a sí misma bajo la ley y, por tanto, también puede ser probada por la ley. La ley real es la ley del amor. El Señor pudo decir que «amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas» (Deut. 6:5), es el primero y gran mandamiento, y, añadió, el segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Amar a Dios y amar al prójimo es cumplir toda la ley. Sería imposible quebrantar alguna otra ley si se cumplieran estas dos leyes. La ley del amor es la ley real que rige todas las demás leyes. Cumplir esta ley es hacer el bien. El creyente que hace acepción de personas no ama a su prójimo como a sí mismo. Al contrario, piensa más en su prójimo rico que en su hermano pobre. Por tanto, se le declara culpable de ser un transgresor.

(V. 10-11) Sería inútil alegar que se han cumplido todas las demás leyes si se infringe esta. Infringir en un punto es ser culpable de todos, así como el rompimiento de un eslabón de una cadena significa que el peso suspendido por él cae al suelo.

(V. 12-13). Si profesamos la fe de nuestro Señor Jesucristo, tenemos una naturaleza que se deleita en hacer lo que Dios desea que hagamos. Esto, sí que es libertad. Por consiguiente, nuestras palabras y acciones deben ser coherentes con esta ley de libertad.

Dios se deleita en mostrar misericordia. Si profesamos la fe de nuestro Señor Jesucristo y no mostramos misericordia, no estamos actuando de acuerdo con los dictados de la nueva naturaleza que se deleita en ejercer misericordia en lugar de juicio. Faltar a la misericordia puede acarrearnos el castigo gubernamental de Dios.

3.2 - La realidad de la fe probada por las obras de la fe

(V. 14). Lo que un hombre dice se prueba por lo que hace. Un hombre puede decir que tiene fe, pero el mero hecho de decir que tiene fe no servirá de nada a menos que vaya acompañado de obras que demuestren la realidad de su fe.

(V. 15-17). A nadie se le ocurriría pensar que sería bueno decir a un necesitado: «Id en paz, calentaos y saciaos», sin hacer nada por satisfacer su necesidad. Las palabras, por justas que sean, no servirían de nada si no van acompañadas de hechos. «Así también la fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma».

(V. 18). Las obras de la fe, pues, son la prueba de la fe ante los hombres. No podemos ver la fe; por lo tanto, para probar la existencia de la fe necesitamos algo para la vista. Alguien puede decir: “Usted tiene fe, y yo tengo obras”. Dice, por así decirlo: “Usted se jacta de su fe y es indiferente a las obras; pero si tiene fe, muéstremela; ¿y cómo puede mostrarme su fe sin obras? Yo puedo mostrarle mi fe por las obras”.

(V. 19-20). El judío creía que Dios es uno. Esto es correcto; los demonios también creen esto y su creencia los hace temblar, pero no los pone en relación con Dios. Así que un hombre puede creer lo que es verdad en cuanto a Dios, y sin embargo no tener fe en Dios. La fe es el resultado de una nueva naturaleza que confía en Dios y prueba su existencia por sus obras. El hombre que dice que tiene fe y sin embargo está «sin obras» es un hombre vano y su fe es meramente una profesión muerta. Tal es la condición de la vasta profesión de la cristiandad en la que se asientan verdades y se hacen “obras”, pero sin la fe que pone al alma en contacto personal con Cristo.

(V. 21). Santiago presenta dos casos del Antiguo Testamento para mostrar, en primer lugar, que la fe que tiene a Dios por objeto produce obras y, en segundo lugar, que las obras que produce la fe tienen un carácter distinto. Son obras de fe, y no simplemente buenas obras, como hablan los hombres.

El autor se refiere primero a Abraham y muestra que «fue justificado por obras al ofrecer a su hijo Isaac sobre el altar». Con esta obra demostró que tenía una fe tan absoluta en Dios, creía que Dios podía actuar de un modo contrario a todo lo que se había experimentado en la historia del hombre.

(V. 22). Aquí, pues, vemos no solo obras, sino que «la fe actuaba con sus obras». Es evidente, entonces, que mientras Santiago habla de las obras que prueban nuestra fe, se refiere, no simplemente a las buenas obras que la bondadosa naturaleza puede producir, sino solo a las obras que la fe puede producir. Son obras de fe; y por tales obras, la fe se perfecciona. Si, por una parte, Santiago insiste en las obras como prueba de la fe ante los hombres, por otra, insiste en la fe como la base de las obras.

(V. 23). Así, de modo práctico, se cumplió la Escritura que dice: «Abraham creyó a Dios». Demostró muy benditamente su confianza en Dios, con el resultado de que Dios lo poseyó y confió en él, llamándolo «amigo de Dios».

(V. 24). Así queda claro que «por obras es justificado un hombre, y no solo a base de fe». Sin embargo, es igualmente claro que Santiago no está hablando de la justificación ante Dios, mediante la expiación de los pecados, sino de la justificación visible ante los hombres. El apóstol Pablo habla de la justificación ante Dios, y luego dice: «Si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse; pero no ante Dios» (Rom. 4:2). Santiago habla de la justificación ante los hombres y pregunta: «Abraham, nuestro padre, ¿no fue justificado por obras al ofrecer a su hijo Isaac sobre el altar?». Como resultado de ello fue llamado «amigo de Dios», y esto era sin duda algo de lo que podía gloriarse.

(V. 25-26). En la historia de Rahab vemos otra sorprendente ilustración de las obras de la fe. Era una mujer de mala vida, e hizo algo que los hombres condenarían como una traición a su país. Sin embargo, su acto demostró que tenía tanta fe en Dios que, a pesar de toda apariencia contraria, reconoció que los israelitas eran los favorecidos de Dios y que Jericó estaba condenada.

Ambos casos demuestran que la mera profesión de fe no es suficiente. Debe haber una realidad demostrada por las obras de la fe. «Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin las obras está muerta».

En ambos casos las obras prueban la existencia de la fe en Dios, pero lo hacen por su carácter especial. En ninguno de los dos casos son obras que el hombre natural podría aprobar. Abraham está a punto de ofrecer (matar) a su hijo, y Rahab de transferir su lealtad a Dios, y, como el hombre concluiría, de traicionar a su país. Estas no son «buenas obras» como hablan los hombres. La vida práctica del cristiano debe, en efecto, estar marcada por las «buenas obras», como ya ha mostrado Santiago al exhortar a los creyentes a «visitar a huérfanos y viudas en su aflicción». Pero las obras que prueban la fe son tan contrarias a la naturaleza que, aparte de la fe, serían condenadas por todo hombre recto. Así, bajo la indicación de la voluntad de Dios y en sumisión a ella, la fe produce obras especiales, y las obras prueban la fe.

En el curso del capítulo, la profesión de fe en nuestro Señor Jesucristo se prueba al preguntar:

  • ¿Cómo se sitúa en relación con los pobres? (v. 1-6).
  • ¿Cómo trata a los creyentes? (v. 6).
  • ¿Cómo trata el digno nombre de Cristo? (v. 7).
  • ¿Cómo se sitúa en referencia a la ley real? (v. 8-11).
  • ¿Cómo se sitúa en referencia a la ley de la libertad? (v. 12-13); y finalmente
  • ¿Cómo se sitúa en relación con las obras? (v. 14-26).

4 - Los males de la carne – Santiago 3 y 4

En Santiago 2 el autor nos ha dado diferentes pruebas con las que podemos comprobar la realidad de los que profesan la fe de nuestro Señor Jesucristo. En Santiago 3 y 4 se nos previene contra siete formas diferentes de maldad que son características de la profesión y en las que, de no ser por la gracia, cualquier creyente puede caer:

1. La lengua desenfrenada (Sant. 3:1-12);

2. la envidia y las contiendas (Sant. 3:13-18);

3. la codicia desenfrenada (Sant. 4:1-3);

4. la amistad del mundo (Sant. 4:4);

5. la soberbia de la carne (Sant. 4:5-10);

6. hablar mal los unos de los otros (Sant. 4:11-12);

7. la voluntad propia y la confianza en sí mismo (Sant. 4:13-17).

4.1 - La lengua desenfrenada (Sant. 3:1-12)

(V. 1). Santiago precede sus advertencias contra el uso desenfrenado de la lengua exhortándonos a no ser muchos maestros. El autor no está hablando del uso correcto del don de enseñar (Rom. 12:7), sino de la propensión de la carne a deleitarse en enseñar a otros, y en su afán de tomar parte en el ministerio. Esta tendencia puede existir en todos, estén dotados o no. Incluso cuando existe el don de enseñar, la carne, si se le permite, puede fácilmente hacer mal uso del don para alimentar su propia vanidad. Sin embargo, aparte de la posesión del don, todos corremos el peligro de intentar enseñar a los demás lo que es correcto, olvidando que nosotros mismos podemos fracasar en las mismas cosas contra las que advertimos a los demás. Alguien ha dicho: “Es mucho más fácil enseñar a otros que gobernarnos a nosotros mismos”, y otra vez: “La humildad en el corazón hace al hombre lento para hablar”. Enseñar a otros y fallar nosotros mismos solo aumenta nuestra condena.

(V. 2). Recordemos, pues, que al corregir a los demás podemos estar ofendiéndonos a nosotros mismos, porque «en muchas cosas todos tropezamos», aunque a veces lo hagamos inconscientemente. De ninguna manera es tan fácil ofender como con las palabras. El hombre que puede refrenar su lengua será un cristiano adulto, un hombre perfecto, capaz de controlar todos los demás miembros de su cuerpo.

(V. 3-5). Esto lleva a Santiago a advertirnos contra el uso desenfrenado de la lengua. El bocado en la boca del caballo es algo pequeño, pero con él podemos obligar al caballo a obedecer. El timón es una cosa pequeña, pero con él se pueden controlar grandes barcos a pesar de los «vientos muy fuertes». Así también la lengua es un pequeño miembro que, si un hombre puede, como un timonel, controlar, puede gobernar todo el cuerpo. Si no se controla, la lengua puede convertirse en el medio de expresar la vanidad de nuestro corazón, condenando a los demás y ensalzándonos a nosotros mismos, pues puede jactarse de «grandes cosas». Así, puede convertirse en fuente de grandes males, pues, aunque es «un miembro pequeño», se asemeja a un pequeño fuego que puede destruir un bosque.

La mano y el pie pueden convertirse en instrumentos para llevar a cabo la voluntad de la carne; pero ningún miembro del cuerpo expresa tan pronta y fácilmente nuestra voluntad, expone nuestra debilidad y revela el verdadero estado de nuestro corazón como la lengua. Se inflama fácilmente por la malicia del corazón, e inflama a los demás, haciendo infinitos males con una palabra ociosa y maliciosa.

(V. 6). Santiago describe la lengua como un fuego que no solo enciende problemas, sino que los mantiene. Es capaz de instigar toda forma de injusticia, convirtiéndose así en un mundo de iniquidad. Con sus malas sugerencias, puede llevar a que cada miembro del Cuerpo sea contaminado y poner en actividad todo el curso de la naturaleza caída. Los espíritus malignos encuentran en la lengua un instrumento listo para su obra maligna, de modo que puede decirse que «está encendida por el fuego de la gehena».

(V. 7-8). La lengua es indomable por naturaleza. Toda clase de criatura ha sido domada por la humanidad, pero ningún hombre puede domar la lengua. Es un mal ingobernable, lleno de veneno mortal. No solo contamina el cuerpo, sino que puede envenenar la mente. Se ha dicho con verdad: “Muchos según la carne evitarían dar un golpe, pero no pueden refrenar una palabra apasionada o dura contra un prójimo”. Cuán fácil es por una palabra desconsiderada o poco amable envenenar la mente de los hermanos contra un hermano.

(V. 9-12). Además, la lengua puede ser totalmente incoherente, pues, aunque es capaz de bendecir a Dios, también puede maldecir al hombre hecho a semejanza de Dios. De una misma boca pueden salir bendiciones y maldiciones. Esto es contrario a la naturaleza, porque ninguna fuente puede arrojar agua dulce y amarga, ni una higuera da aceitunas, ni una vid higos. Por la ordenanza de Dios la naturaleza de una cosa induce productos según su naturaleza. Los cristianos, como nacidos de Dios y moralmente partícipes de la naturaleza divina, deben ser coherentes en el hablar y en el obrar con los caminos de Dios.

Santiago no está hablando de la lengua como siendo usada por la gracia y refrenada por el Espíritu, sino de la lengua usada bajo la influencia de la carne y energizada por el diablo. Solo el poder del Espíritu que llena el corazón con la gracia de Cristo puede refrenar la lengua. Cuando el corazón está disfrutando de la gracia y del amor de Cristo, la lengua hablará en gracia de la abundancia del corazón.

4.2 - La envidia y las contiendas (Sant. 3:13-18)

Santiago, después de haber expuesto en términos mordaces el mal de una lengua desenfrenada, ahora advierte contra la envidia y las contiendas. A este propósito, traza un contraste sorprendente entre el hombre sabio y los que albergan envidia y contienda en el corazón.

(V. 13). El hombre sabio, que comprende el pensamiento de Dios, mostrará que lo es, no con palabras jactanciosas, ni necesariamente con palabras, sino con buena conducta y obras realizadas con mansedumbre, que es el resultado de la verdadera sabiduría. Demasiado a menudo la carne busca mostrarse con palabras jactanciosas y obras ostentosas. Tal no es su camino.

(V. 14-15). En contraste con el hombre sabio, hay quienes permiten la envidia amarga y la contienda en sus corazones. El mal, como siempre, comienza en el corazón; y la envidia en el corazón lleva a la jactancia, y la jactancia a la mentira contra la verdad. Cuántas veces el envidioso tratará de ocultar sus celos protestando que no tiene rencor en su corazón, sino que solo resiste al mal y defiende la verdad. Si, bajo el pretexto de exponer algún mal y decir a un hermano la pura verdad para su bien, decimos deliberadamente cosas que son ofensivas, podemos estar perfectamente seguros de que la malicia en el corazón está detrás de nuestras palabras ofensivas. Cuántas veces se han excusado las palabras más maliciosas citando la Escritura: «Mejor es reprensión manifiesta que amor oculto. Fieles son las heridas del que ama». Cuán pocos serían capaces de citar las palabras que preceden inmediatamente, y que nos advertirían que no debemos usar esta escritura a la ligera, pues hacen la pregunta: «¿Quién podrá sostenerse delante de la envidia?» (Prov. 27:4-6).

Qué fácil es engañarnos a nosotros mismos en el esfuerzo por excusarnos. Qué fácil es dar rienda suelta a nuestra malicia con el pretexto de que actuamos con fidelidad. La malicia es una mala hierba muy común en nuestros corazones; sin embargo, cuán raramente alguien confesará haber albergado un sentimiento malicioso en el corazón, o haber pronunciado una palabra maliciosa con los labios.

La envidia amarga y la contienda no son fruto de la sabiduría de lo alto. Son cualidades terrenales, no celestiales; expresan los sentimientos del viejo hombre, no del nuevo; son del diablo, y no de Dios.

Además, hacemos bien en recordar que la envidia es siempre la confesión de una inferioridad. Envidiar a un hombre con grandes ingresos es admitir que los propios son menores. Del mismo modo, envidiar a un hombre con don es confesar que el propio es un don inferior.

(V. 16). Si la envidia y la contienda en el corazón conducen a palabras jactanciosas y mentirosas en el intento de excusar y cubrir la envidia, las palabras jactanciosas e hipócritas producirán escenas de desorden y confusión, que abren la puerta a «toda práctica perversa». Aquí, pues, con palabras claras y escudriñadoras, hemos puesto al descubierto la causa fundamental de toda escena de desorden que se produce en el pueblo de Dios. La envidia amarga y la contienda en el corazón, que se expresan en palabras jactanciosas y engañosas, conducen a la «confusión y a toda práctica perversa».

¡Ah!, cuántos corazones han sido quebrantados,
Qué ríos de sangre se han agitado,
Por una palabra hablada con malicia,
¡Por una sola palabra amarga!

(V. 17-18). En llamativo contraste con las actividades del viejo hombre, marcadas por la envidia y las contiendas, Santiago nos presenta en los versículos finales un hermoso cuadro del nuevo hombre, marcado por «la sabiduría de arriba». Sabemos que Cristo está arriba, sentado en la gloria, y que por Dios «nos fue hecho sabiduría». Cristo es la Cabeza del Cuerpo, y toda la sabiduría de la Cabeza está a nuestra disposición. En verdad se ha dicho que “él se complace tanto en ser Cabeza del creyente más sencillo como del apóstol Pablo. Fue Cabeza y sabiduría para el apóstol, pero está dispuesto a ser Cabeza y sabiduría para el cristiano más ininteligente”. Cuán ciertas son estas palabras, pues el mismo pasaje que nos dice que «lo necio del mundo escogió Dios» añade inmediatamente: «pero por él estáis vosotros en Cristo Jesús; el cual nos fue hecho sabiduría por parte de Dios» (1 Cor. 1:27, 30). Desgraciadamente, nuestra supuesta sabiduría a menudo nos impide beneficiarnos de la sabiduría de lo alto, la sabiduría de nuestra Cabeza. Es bueno que reconozcamos nuestra necedad y nos apoyemos en la sabiduría que está en Cristo, nuestra Cabeza, para descubrir que, por poco inteligentes que seamos naturalmente, se nos dará sabiduría para cada detalle de nuestra vida y de nuestro servicio.

Si estamos marcados por la sabiduría de lo alto, llevaremos el hermoso carácter de Cristo. La sabiduría «de arriba es primeramente pura, luego pacífica, moderada, complaciente, llena de misericordia y de buenos frutos, imparcial, sincera». ¿Qué es esto, sino una hermosa descripción de Cristo a su paso por este mundo?

La sabiduría de la Cabeza se ocupa primero de nuestros corazones. Nos llevará a juzgar el mal secreto, para que seamos puros de corazón. Luego, en nuestras relaciones con los demás, nos enseñará a ser pacíficos. Refrenará nuestras lenguas y el amor natural a la contienda, llevándonos así a buscar la paz. Buscando la paz nos expresaremos con mansedumbre y no de la manera violenta de la carne. En lugar de la agresividad de la carne, que siempre busca imponerse, cederemos a los demás con disposición a escuchar lo que tengan que decir. Además, la sabiduría de lo alto está dispuesta a mostrar misericordia en lugar de apresurarse a condenar. Es «imparcial» y «sincera». No pretende tener una gran sabiduría planteando interminables preguntas. Se caracteriza por la sencillez y la sinceridad. Así, la sabiduría de lo alto produce frutos de justicia, sembrados con espíritu de paz por los que buscan la paz. La sabiduría de la Cabeza nunca producirá un escenario de desorden y lucha. El que está marcado por esta sabiduría hará la paz, y, en la condición pacífica que se haga, cosechará los frutos de la justicia.

Cuántas penas cubiertas de hielo se han roto;
qué ríos de amor se han agitado
Por una palabra dicha con sabiduría,
¡Por solo una palabra amable!

4.3 - La codicia desenfrenada (Sant. 4:1-3)

(V. 1-3). Santiago ha hablado de desórdenes y contiendas entre el pueblo que profesa ser de Dios. Ahora pregunta: «¿De dónde vienen las guerras y las luchas entre vosotros?». Las guerras entre el pueblo de Dios se deben a los deseos del corazón que se manifiestan en los miembros del Cuerpo. Para satisfacer la codicia, la carne está dispuesta a matar y a luchar. En un sentido literal, esto se aplica al mundo y a sus guerras. En sentido moral, si nos empeñamos en cumplir nuestra propia voluntad, la carne menospreciará y anulará sin piedad a todo aquel que obstaculice la realización de nuestros deseos.

Si nuestros deseos son legítimos, no hay necesidad de luchar entre nosotros para obtenerlos; podemos pedir a Dios. Es verdad, sin embargo, que podemos no obtener respuesta a nuestras oraciones, porque podemos pedir con el motivo equivocado de gratificar alguna codicia.

4.4 - La amistad del mundo (Sant. 4:4)

(V. 4). La concupiscencia de la carne lleva a Santiago a prevenirnos contra la amistad del mundo, que ofrece todas las oportunidades para satisfacer sus deseos. El mundo está marcado por los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la soberbia de la vida. Ha manifestado su enemistad con Dios rechazando y crucificando al Hijo de Dios. Para quien profesa la fe en el Señor Jesús, entrar en amistad con el mundo que ha crucificado al Hijo de Dios es cometer adulterio espiritual. «La amistad con el mundo es enemistad con Dios». Nuestra actitud hacia el mundo declara claramente nuestra actitud hacia Dios. «La que se entrega a los placeres, viviendo está muerta», afirma el apóstol Pablo (1 Tim. 5:6). Los hábitos de autocomplacencia mundana traen la muerte entre el alma y Dios. «Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él», escribe el apóstol Juan (1 Juan 2:15). «El que quiere ser amigo del mundo, se hace enemigo de Dios», dice Santiago.

4.5 - El orgullo de la carne (Sant. 4:5-10)

(V. 5-6). Santiago procede a mostrar que detrás de la amistad del mundo se esconde el orgullo de la carne. Deseosa de ser algo, la carne se vuelve naturalmente hacia el mundo, buscando encontrar en sus riquezas, posición social y honores, aquello que gratifique su ansia de distinción. No en vano la Escritura nos previene contra el mundo; y el Espíritu que habita en los cristianos no nos llevará a codiciar las cosas del mundo. Al contrario, el Espíritu da gracia para resistir al mundo y a la carne, como está escrito: «Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes». Si nos contentamos con ser poco y nada en este mundo, hay poder y gracia para resistir a la carne y al mundo.

(V. 7). Para hacer frente al orgullo de la carne siguen siete exhortaciones. Todas son tan opuestas al orgullo natural de nuestros corazones que nada sino la gracia ministrada por el Espíritu nos capacitará en alguna medida para responder a ellas.

En primer lugar, dice: «Someteos, pues, a Dios». Solo la gracia llevará a la sumisión. El sentido de la gracia y de la bondad de Dios dará tal confianza en Dios que el alma renunciará gustosamente a su propia voluntad y se someterá a Dios. En lugar de buscar ser alguien y algo en el mundo, el cristiano aceptará alegremente las circunstancias que Dios ordene. El Señor Jesús es el ejemplo perfecto de Aquel cuya confianza en Dios le llevó a someterse perfectamente a Dios. En presencia de las circunstancias más dolorosas, cuando fue rechazado por las ciudades en las que había obrado sus milagros de amor, dijo: «Sí, Padre, porque así te agradó» (Mat. 11:26).

En segundo lugar, exhorta: «Resistid al diablo, y huirá de vosotros». Someternos a Dios y contentarnos con lo que tenemos nos permitirá resistir a las tentaciones de Satanás de enaltecernos con las cosas de este mundo. Como en las tentaciones de nuestro Señor, el demonio puede tentarnos por necesidades naturales, por ascensos religiosos o por posesiones mundanas. Sin embargo, si sus tentaciones se enfrentan con la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios, sus artimañas serán detectadas y no podrá oponerse a la gracia del Espíritu que habita en nosotros. El Señor ha triunfado sobre Satanás y, en su gracia, podemos resistir de tal modo al diablo que tendrá que huir.

(V. 8). En tercer lugar, se nos exhorta: «¡Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros!». El diablo resistido tiene que huir, dejando el alma libre para acercarse a Dios y encontrar que él está muy cerca de nosotros. Si, como el Señor en su camino perfecto, lo ponemos siempre delante de nosotros, encontraremos, como él, que está a nuestra diestra y, estando él cerca de nosotros, no seremos conmovidos (Sal. 16:8). Acercarse a Dios es la expresión de la confianza activa en él y de la dependencia de él, de un corazón movido por la gracia para descubrir que su trono es un trono de gracia.

En cuarto lugar, dice: «Limpiad las manos». Si hemos de acercarnos a Dios, debemos juzgar todo acto impropio de su santa presencia, no poniendo nuestras manos en nada que contamine.

En quinto lugar, la exhortación es: «Los que sois de ánimo doble, purificad los corazones». No basta con limpiar las manos; también debemos juzgar la maldad de nuestros corazones. Los fariseos podían hacer mucho alarde de purificación exterior lavándose las manos, pero el Señor tiene que decir: «Su corazón está lejos de mí» (Marcos 7:3, 6). El que sube al monte del Señor y está en su lugar santo debe ser «limpio de manos y puro de corazón» (Sal. 24:4). El corazón es la sede de los afectos del cristiano. Estos necesitan ser purgados de todo objeto que no sea compatible con la voluntad de Dios.

(V. 9). En sexto lugar, dice: «Afligíos, lamentaos y llorad». Si somos guiados por la gracia del Espíritu de Dios, sentiremos la solemne condición del pueblo profeso de Dios, y en su triste condición no encontraremos motivo para regocijarnos. El cristiano tiene ciertamente sus gozos que nadie puede quitarle, y puede regocijarse en la gracia de Dios que obra en medio del mal de los últimos días. Sin embargo, la risa hueca del mundo religioso profeso y sus falsas alegrías, con las que se engaña a sí mismo y busca algún alivio a sus miserias, llevarán al corazón tocado por la gracia a lamentarse y llorar.

(V. 10). En séptimo lugar, dice: «Humillaos ante el Señor, y él os exaltará». Bien podemos humillarnos al pensar en la condición del pueblo profeso de Dios, pero sobre todo debemos humillarnos por lo que encontramos en nuestros propios corazones. La humillación debe hacerse en la presencia del Señor. Es un trabajo interior por el cual el alma se hace consciente de su propia pequeñez en presencia de la grandeza de Dios. La tendencia natural es tratar de exaltarnos ante los demás; solo la gracia nos llevará a humillarnos ante el Señor. Si así lo hacemos, él nos elevará a su tiempo. Intentando elevarnos nosotros mismos, seremos humillados.

Se notará que estas siete exhortaciones implican que estamos en medio de una vasta profesión caracterizada por los males contra los que se nos advierte. Lejos de someterse a Dios y resistir al diablo, la cristiandad se rebela cada vez más contra Dios y se somete al diablo. Descuidada en sus caminos y lujuriosa en sus afectos, sigue su camino con risa y alegría en lugar de aflicción y luto, orgullosa de sus logros en lugar de humillarse por su condición. Además, responder a estas exhortaciones solo es posible en el poder y la gracia del Espíritu que mora en nosotros (v. 5). Para aquellos que son guiados por el Espíritu, la condición de la vasta profesión reprenderá el orgullo, y los llevará a humillarse ante Dios, a encontrar gracia en medio de todo el fracaso, y gloria en el día venidero, cuando los que ahora se humillan serán levantados, porque «muchos de los primeros serán los últimos; y los últimos, los primeros» (Marcos 10:31).

4.6 - Hablar mal los unos de los otros (Sant. 4:11-12)

(V. 11-12). Santiago nos ha prevenido contra el orgullo de la carne que busca exaltarse a sí misma. Ahora nos advierte contra el esfuerzo de menospreciar a los demás hablando mal de ellos. Hablar mal de los demás es un intento indirecto de exaltarse a sí mismo. El amor no quiere ni puede hablar mal. De la abundancia del corazón habla la boca. Por lo tanto, hablar mal es el índice seguro de que el orgullo y la malicia, en lugar del amor, han encontrado lugar en el corazón.

Además, el que habla mal de su hermano ha olvidado la ley real, que nos exhorta a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. De nuevo, la ley dice explícitamente: «No dirás falso testimonio contra tu prójimo» (Deut. 5:20). Según la norma de esta ley, nuestro hermano, lejos de ser menospreciado, ha de ser objeto de amor, y su reputación ha de estar a salvo en boca de sus hermanos. Cuando es de otro modo, ni siquiera estamos viviendo según la norma de la ley real. Está claro, pues, que hablar mal de nuestro hermano es hablar contra la ley; en lugar de ser cumplidores de la ley, actuamos como si estuviéramos por encima de la ley. Juzgamos a la ley en lugar de permitir que la ley nos juzgue a nosotros. Además, transgredir la ley es menospreciar al Legislador y usurpar su lugar. Si nuestro hermano ha obrado mal, el Legislador puede salvar o juzgar según su perfecta sabiduría. ¿Quiénes somos nosotros para juzgarnos unos a otros?

¿Debemos entonces ser indiferentes al mal de los demás? Ni mucho menos. Otras Escrituras nos instruyen sobre cómo tratar el mal cuando surge la triste necesidad. El que habla mal de su hermano no está tratando con el mal y no tiene intención de hacerlo, simplemente está hablando mal para menospreciar a su hermano. Es bueno que recordemos, cuando nos sintamos tentados a gratificar un poco de malicia vengativa hablando mal de nuestro hermano, que no solo nos hundimos por debajo de lo que es propio de un cristiano, sino que ni siquiera cumplimos con la justicia de la ley.

4.7 - Voluntad propia y confianza en sí mismo (Sant. 4:13-17)

Por último, Santiago nos advierte de dos males que a menudo se encuentran juntos:

  • La voluntad propia que deja a Dios fuera de nuestras circunstancias (v. 13-14),
  • y la confianza en nosotros mismos que nos lleva a vanagloriarnos de nuestras propias actividades (v. 15-17).

(V. 13-14). Sin referencia a Dios ni a nuestros hermanos, la carne puede decir: «Hoy o mañana iremos a tal ciudad y pasaremos un año allí, haremos negocios y ganaremos». La voluntad propia decide adónde ir, cuánto tiempo quedarse y qué se hará. No hay necesariamente nada malo en estas cosas. Lo malo es que Dios no está en todos nuestros pensamientos. La vida de la voluntad propia es una vida sin Dios. La vida es vista como si nuestros días estuvieran a nuestra disposición. Olvidamos que no sabemos lo que pasará mañana, y que nuestra vida no es más que un vapor.

(V. 15-17). A causa de la incertidumbre de nuestras circunstancias y del carácter transitorio de la vida, nuestra sabiduría es caminar en humilde dependencia del Señor, y en todo nuestro caminar y caminos decir: «Si el Señor quiere». La carne no solo puede jactarse de hacer su propia voluntad, sino que se regocija en su jactancia. Por lo tanto, se nos advierte que, cuando sabemos lo que es bueno y, sin embargo, por voluntad propia nos negamos a hacer el bien, eso es pecado. Santiago no dice que hacer el mal es pecado, sino que no hacer el bien, cuando sabemos lo que es correcto, es pecado.

5 - La venida del Señor – Santiago 5

El autor ha presentado la belleza de la vida cristiana práctica en medio de una vasta profesión (Sant. 1); nos ha dado las pruebas que demuestran la realidad de los que profesan la fe de nuestro Señor Jesucristo (Sant. 2); nos ha prevenido contra los diferentes males que se encuentran entre los que hacen profesión de estar en relación con el Dios verdadero (Sant. 3 y 4). Ahora, en el capítulo final (Sant. 5), distingue claramente entre las dos clases, por un lado, la vasta masa de mera profesión, por el otro, aquellos en medio de ella que tienen fe personal en el Señor Jesús. Cuando Santiago escribió su Epístola, las doce tribus formaban la gran profesión, y el remanente piadoso los verdaderos creyentes. Hoy es la cristiandad profesa y los verdaderos creyentes en medio de ella a quienes se aplican estas verdades.

Santiago nos presenta la verdadera condición de cada clase, la una exteriormente rica y próspera, la otra pobre y sufriente. Presenta la venida del Señor como el fin de ambas condiciones. Exhorta a los piadosos a una tranquila resistencia en medio del sufrimiento, y muestra que los sufrimientos por los que pasan forman parte de la disciplina del Señor para su bendición.

5.1 - Los ricos de este mundo (Sant. 5:1-6)

(V. 1-3). Santiago se dirige en primer lugar a los que, aunque hacen profesión de reconocer al verdadero Dios, sin tener fe personal en Cristo, hacen de las riquezas y la prosperidad en este mundo su gran objetivo. Los tales harían bien en contemplar el juicio que está a punto de sobrecoger a la profesión religiosa, a llorar y aullar en vista de las miserias que se les avecinan. Sus posesiones no solo fracasarán y se corromperán, sino que serán el medio de su propia destrucción, así como el fuego destruye. Cuántas veces las riquezas, con todas las oportunidades que ofrecen para la satisfacción de toda codicia, han demostrado la verdad de las palabras de Santiago, al convertirse en un medio para destruir tanto el cuerpo como el alma. «Vuestro oro y plata… comerán vuestra carne como fuego». Además, el tiempo pasará pronto, pues vivimos «en los últimos días». Así pues, se advierte a los ricos de este mundo que el juicio se acerca (v. 1), las riquezas se están acabando (v. 2), los hombres están siendo destruidos, en cuerpo y alma, y el tiempo está pasando (v. 3).

(V. 4-5). Las riquezas no santificadas no solo destruyen a sus dueños, sino que con demasiada frecuencia llevan a que los pobres sean defraudados y perseguidos, en lugar de ser beneficiados. Además, aparte de cualquier persecución de los pobres, las riquezas tienden a una vida de lujo ocioso en la que los pobres son ignorados y olvidados. Incluso en el caso de los cristianos, se ha dicho con verdad: “Las riquezas son un peligro positivo para nosotros, porque alimentan el orgullo y tienden a disponer el corazón para mantenerse alejado de los pobres con los que el Señor se asoció en este mundo” (J.N.D.).

Sin embargo, los pobres están al cuidado especial del Señor. Él no es indiferente a sus necesidades, ni sordo a sus gritos. El Señor mismo se hizo pobre para que nosotros, a través de su pobreza, fuéramos ricos. Es a los pobres a quienes se envía el Evangelio; y Dios ha elegido a «los necios», «los débiles», «los viles», «los despreciados» de este mundo. Puede haber, ciertamente, algunos poderosos y algunos de alta alcurnia que sean llamados, pero, dice la Escritura, «no hay muchos» (1 Cor. 1:26-29).

(V. 6). Además, los ricos no solo han defraudado y desatendido a los pobres, sino que han condenado y matado a los justos. Aquel que puede decir: “Soy pobre y necesitado”, no es querido por una profesión fácil que dice: “Soy rico y me he enriquecido”. Los ricos de Israel condenaron y mataron al Justo; los ricos de la cristiandad lo pusieron fuera de su puerta (comp. Sal. 40:17 y Apoc. 3:17).

5.2 - Los pobres del rebaño (Sant. 5:7-11)

(V. 7-8). Dios no es indiferente a los males de su pobre pueblo, ni al rechazo de Cristo por el mundo. En la actualidad, Dios no suele mostrar públicamente su preocupación por su pueblo. Cuando intervenga, será para juzgar al mundo. Por el momento, actúa en gracia, no queriendo que nadie perezca. Para su intervención pública debemos esperar la venida del Señor. A este tiempo se refiere Santiago cuando dice: «Hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor». En vista de todo lo que el pueblo del Señor puede tener que sufrir, estas dos cosas se presionan sobre ellos: la paciencia presente y la venida inmediata del Señor. Cuando venga el Señor, se manifestará que Dios no ha sido indiferente a los sufrimientos y agravios de su pueblo. Cuando él venga, la tribulación alcanzará a los que los han perturbado, y los que han sido perturbados serán llevados al «descanso» (2 Tes. 1:6-10). Mientras tanto, el pueblo de Dios está llamado a ejercitar la paciencia, como el labrador que tiene que trabajar con “larga paciencia”, esperando el precioso fruto de la tierra. Cuando él venga, su pueblo cosechará en bendiciones celestiales el precioso fruto de su larga paciencia. En vista de los preciosos frutos que vamos a recibir, y de la inminente venida del Señor, Santiago dice: «Afirmad vuestros corazones».

La verdadera espera del Señor –no simplemente la doctrina del segundo advenimiento– mantendrá al alma separada del mundo con sus riquezas, sus placeres y su desenfreno. Elevará al alma por encima de todo sufrimiento y desprecio, vengan de donde vengan. Capacitará al alma para soportar pacientemente todo conflicto; y para caminar en serena confianza, sin injuriar cuando se le injuria, ni amenazar cuando se le hace sufrir injustamente, así como Cristo no resistió cuando fue condenado por los gobernantes de este mundo (1 Pe. 2:21-23).

(V. 9). En consecuencia, «no murmuréis unos contra otros». Sabiendo que el Señor en su venida arreglará todo, se nos exhorta a seguir adelante con tranquilidad de espíritu, contentos con las cosas que tenemos, sin quejarnos de nuestra propia condición, ni condenar a otros que parecen estar en circunstancias más fáciles que nosotros, porque «el Juez está a la puerta». No nos corresponde a nosotros juzgar lo que es mejor para nosotros en nuestras circunstancias actuales. Quejarnos es condenarnos a nosotros mismos al poner en duda sus caminos con nosotros. Debemos permitir que el Señor sea el Juez y sepa lo que es mejor para cada uno.

Además, debemos guardarnos de un espíritu quejoso que se irrita por quienes pueden estar difamándonos en secreto. No debemos vengarnos, sino soportar con paciencia. El intento de defendernos termina demasiado a menudo en actuar en la carne, apartándonos así de las manos del Juez y poniéndonos bajo condena. Es bueno que aguantemos en silencio, sabiendo que el Juez está ante la puerta. Él no es indiferente a los males de su pueblo. Tiene perfecto conocimiento de todo lo que sucede, y es justo e imparcial en su juicio. Alguien ha dicho en verdad: “Es de toda importancia que controlemos los movimientos de la naturaleza. Lo haríamos si viéramos a Dios delante de nosotros; ciertamente lo haríamos en presencia del hombre a quien quisiéramos agradar. Ahora bien, Dios está siempre presente; por tanto, faltar a esta calma y moderación es una prueba de que hemos olvidado la presencia de Dios” (J.N.D.). Busquemos, pues, la gracia de recordar que no solo «la venida del Señor se acerca», sino también que «el Juez está a la puerta».

(V. 10-11). Santiago nos recuerda dos ejemplos de hombres que, en el pasado, sufrieron y soportaron. En los profetas vemos a hombres que sufrieron injustamente y, en lugar de injuriar a sus perseguidores, tomaron sus sufrimientos con paciencia, con el resultado de que fueron felices a pesar de lo que injustamente padecieron. Ellos son ejemplos para nosotros cuando somos llamados a sufrir injustamente por el nombre de Jesús y la confesión de la verdad. Hemos de seguir los pasos de Aquel que «no hizo pecado, ni fue hallado engaño en su boca; quien, siendo insultado, no respondía con insultos; cuando sufría, no amenazaba, sino que encomendaba su causa a aquel que juzga justamente» (1 Pe. 2:22-23). «El Juez está a la puerta», y hacemos bien en dejarle a él el juicio.

Además, tenemos el ejemplo excepcional de Job. En su caso, vemos no solo la paciencia de un sufriente, sino también el fin del Señor. Si, en presencia de sufrimientos y agravios, soportamos pacientemente, encontraremos que al final: «El Señor es rico en misericordia y compasivo». El caso de Job es especialmente instructivo, pues en sus problemas aprendemos que, cualesquiera que sean las pruebas por las que se nos permita pasar, Dios las utiliza para nuestra disciplina. En todo lo que pasó Job, vemos la disciplina y el castigo de Dios para bendición de su siervo. Job había comenzado a complacerse en su propia bondad y a confiar en su propia justicia. Para destruir la confianza de Job en sí mismo y en su propia bondad, a la malicia de Satanás se le permite, hasta cierto punto, tamizarlo con terribles pruebas. El resultado de todas las pruebas que Job pasó por parte de Satanás el acusador, de su esposa y de sus amigos, fue que no solo triunfó sobre todo el poder del enemigo, sino que a través de las pruebas aprendió y juzgó la maldad secreta e insospechada de su propio corazón. Complaciéndose en su propia bondad, que en verdad era real y propiedad de Dios, había dicho: «Los ojos que me veían me daban testimonio»; pero cuando por fin llega a la presencia de Dios, dice: «Mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (Job 29:11; 42:5-6).

Por la gracia de Dios, Job es triunfalmente paciente en presencia de las pruebas, y por esta misma gracia es llevado a conocerse a sí mismo en presencia de Jehová. Luego, habiendo conocido su propio corazón, termina por conocer el corazón del Señor, pues encontró «que el Señor es rico en misericordia y compasivo». Dios, habiendo escudriñado el corazón de Job y reprendido a sus enemigos, lo bendijo abundantemente, pues leemos que «quitó Jehová la aflicción de Job… y aumentó al doble todas las cosas que habían sido de Job… Y bendijo Jehová el postrer estado de Job más que el primero» (Job 42:10, 12).

(V. 12). Santiago nos ha prevenido contra la impaciencia en presencia de agravios que buscaría vengar los agravios olvidando que «el Juez está a la puerta». Tomando así nuestro caso en nuestras propias manos podemos caer en la condenación (v. 9). Ahora nos advierte que hay otra manera en que podemos olvidarnos de Dios y caer en la condenación. Al quejarnos contra los hombres, podemos olvidar la presencia de Dios; pero también al defendernos podemos olvidar de tal modo lo que se debe a Dios, que tratemos de confirmar nuestras afirmaciones invocando irreverentemente el nombre de Dios, o del cielo, o de la tierra. Es la mayor irreverencia, en el calor de la pasión, usar los nombres divinos para tratar de ganar crédito ante los hombres. Por eso dice el autor: «Pero ante todo, hermanos míos, … que vuestro sí sea sí; y vuestro no, no».

(V. 13). Santiago pasa a hablar de nuestro gran recurso en presencia de males. Presume que estamos en presencia de una gran profesión y que el verdadero pueblo de Dios sufrirá males. Nos ha advertido que, cualquiera que sea la fuente de la que provengan los males, ya sea del mundo o de nuestros hermanos, debemos guardarnos de quejarnos y tratar de vengarnos del malhechor (v. 9); y no debemos defendernos con juramentos (v. 12). ¿Qué debemos hacer entonces? Su respuesta es sencilla: «¿Hay algún afligido entre vosotros? Que ore». Nuestra tendencia natural es vituperar cuando se nos vitupera, responder a las acusaciones con contraacusaciones y a la malicia con malicia. Esto es simplemente enfrentar carne con carne. El camino de Dios para nosotros es muy diferente y muy sencillo. Ante cualquier mal, tenemos un recurso dado por Dios. En lugar de tomar las cosas en nuestras manos, debemos llevarlas a Dios en oración. No tenemos por qué subestimar el mal; podemos afrontarlo con toda su malicia y maldad; pero una vez hecho esto, debemos acercarnos a Dios y exponerlo ante él en oración. Así el natural sentimiento carnal de venganza será subyugado, el corazón será consolado y el espíritu calmado. Alguien ha dicho: “En todo caso de aflicción, la oración es nuestro recurso; reconocemos nuestra dependencia y confiamos en su bondad. El corazón se acerca a él, le cuenta su necesidad y su dolor, depositándolo en el trono y en el corazón de Dios”.

Además, no solo nuestras penas pueden interponerse entre nuestra alma y Dios, sino también nuestros gozos. Por eso nos dice Santiago: «¿Alguno está feliz? Que cante alabanzas». Nuestras alegrías como nuestras penas han de ser ocasión de volvernos a Dios. Hay una salida para nuestras penas en la oración, y una salida para nuestra alegría en los salmos.

(V. 14-15). El autor ha hablado de los males que podemos sufrir a manos de otros. Ahora habla de otra forma de aflicción: el trato del Señor. Aparte de lo que otros puedan hacer con malicia para perjudicarnos, el Señor puede tratar con nosotros con amor para nuestra bendición. Así, puede sobrevenirnos la enfermedad. Esta enfermedad puede provenir de males comunes a estos cuerpos mortales, o puede ser el castigo directo del Señor; pero en cualquier caso nuestro recurso es la oración. No debemos considerar la enfermedad como un accidente, sino ver la mano del Señor en ella; y volviéndonos al Señor con fe, encontraremos que está dispuesto a escuchar y responder a la oración de fe. Si se han cometido pecados, serán perdonados. Aquí, el hecho de orar y buscar las oraciones de los demás expresa la sumisión del alma a lo que Dios ha permitido, en lugar de dar paso a quejas y murmuraciones que serían la expresión de un corazón en rebeldía.

(V. 16-18). La oración a Dios puede ir acompañada de la confesión de unos a otros. No se piensa en la confesión a un sacerdote o a un anciano, sino de «unos a otros». Alguien ha dicho con verdad: “Cualquiera que sea el estado de ruina en que se encuentre la Asamblea de Dios, siempre podemos confesar nuestras faltas unos a otros, y orar unos por otros, para que seamos sanados. Esto no requiere la existencia de un orden oficial, pero supone humildad, confianza fraterna y amor. En efecto, no podemos confesar nuestras faltas sin confianza en el amor de un hermano. Podemos elegir a un hermano prudente y discreto (en lugar de abrir nuestro corazón a personas indiscretas), pero esta elección no altera en nada el estado del alma del culpable. No ocultando el mal, sino abriendo su corazón, libera su conciencia humillada: quizá también su cuerpo” (J.N.D.).

Para animarnos en la oración, Santiago nos hace pensar en Elías para mostrarnos que la «ferviente súplica del justo puede mucho». Elías era un hombre con las mismas pasiones que nosotros. Como nosotros, tuvo sus épocas de fracaso y abatimiento y, sin embargo, en respuesta a su oración, la lluvia fue retenida durante tres años y seis meses. En su historia vemos el despliegue del poder exterior bajo la autoridad de Dios, pues Elías dijo: «Vive Jehová Dios de Israel, en cuya presencia estoy, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra» (1 Reyes 17:1). Aquí se nos permite ver la fuente secreta de este despliegue público de poder. Él oró y Dios escuchó y respondió a su oración.

Así, en toda esta porción de la Epístola aprendemos que, ya sea en presencia de agravios de otros, ya sea en la enfermedad, o en agravios que nosotros mismos hayamos hecho, la oración es nuestro recurso, y la oración de fe –la súplica ferviente de un hombre justo– puede mucho.

(V. 19-20). Santiago concluye la Epístola alejando nuestros pensamientos de nuestros males y enfermedades para pensar en la necesidad y bendición de los demás. Si alguno yerra de la verdad, el amor no será indiferente al descarriado, sino que procurará hacerle volver, sabiendo que, si se recupera, está a salvo del camino de la muerte y sus pecados están cubiertos. ¡Ay! La vanidad ofendida y la malicia que brotan de los celos, para servir a sus propios fines, descubrirán los pecados de un descarriado, aunque hayan sido confesados hace mucho tiempo y el descarriado restaurado. El amor siempre cubre lo que ha sido juzgado y desechado.