Índice general
La Primera Epístola de Pedro
El gobierno de Dios para con su casa
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La Primera Epístola de Pedro se dirige a los creyentes elegidos de entre la nación judía. Desarrolla cuatro temas principales:
- En primer lugar, establece la verdadera posición de estos creyentes en el Señor Jesús y su parte en Él, en contraste con su condición anterior como judíos.
- En segundo lugar, nos enseña sobre la conducta adecuada para los que están en esta nueva posición cristiana.
- En tercer lugar, muestra que, aunque la gracia de Dios nos ha colocado en una posición de bendición, todavía estamos bajo el gobierno de Dios en cuanto a nuestra conducta en este mundo. En esta primera epístola, el gobierno de Dios se presenta más en relación con el creyente; en la segunda epístola, se considera en relación con el mundo.
- En cuarto lugar, nos da ánimos para los sufrimientos que encontraremos al pasar por este mundo. En el capítulo 1, son el resultado de las pruebas permitidas por Dios para probar nuestra fe (v. 6-7); en el capítulo 2, son sufrimientos por la conciencia hacia Dios (v. 19); en el capítulo 3, los sufrimientos por la justicia (v. 14); en el capítulo 4, los sufrimientos por el nombre de Cristo (v. 12-14); en el capítulo 5, son provocados por la oposición del diablo (v. 8-10).
1 - Introducción: La posición y la parte del creyente (cap. 1:1-13)
Los primeros trece versos constituyen la introducción; presentan la posición y la parte del que, durante su peregrinaje en este mundo, cree en el Señor Jesús. Esta posición constituye la base de todas las exhortaciones prácticas que siguen.
En esta importante introducción, los creyentes son considerados extranjeros en la tierra (v. 1-2), teniendo una morada en el cielo (v. 3-4). Mientras atraviesan este mundo, son guardados por el poder de Dios (v. 5); probados por las aflicciones (v. 6-7); sostenidos por Cristo, el Objeto de su fe y afectos (v. 8). Han recibido la salvación de sus almas (v. 9), y esperan la salvación final en la gloria en la revelación de Jesucristo.
La meditación de estos versículos introductorios será de gran beneficio para nuestras almas, haciéndonos comprender de nuevo nuestra verdadera posición en este mundo y la bendición que conlleva nuestra parte como creyentes en el Señor Jesús.
1.1 - Extranjeros en la tierra
(V. 1) El primer versículo nos indica a quién dirige el apóstol su epístola. Escribía a los de «la dispersión» que estaban diseminados por la provincia de Asia Menor. El apóstol se dirige, pues, a los cristianos entre los judíos que habían sido «dispersados» entre las naciones. A estos judíos se referían los fariseos cuando preguntaron al Señor: «¿Irá… a la dispersión de los gentiles? (Juan 7:35).
El hecho de que el apóstol se dirija al antiguo pueblo de Dios como diseminado o «dispersado» es una prueba de que la nación había fracasado por completo, y que por el momento todo estaba en desorden en la tierra. En cada posición en la que Dios lo ha colocado, el hombre ha fracasado y ha perdido todo lo que se le había confiado como responsabilidad. El Jardín del Edén, que salió perfecto de las manos de Dios, fue confiado a Adán para que lo cultivara y lo guardara. Fracasó y fue expulsado del jardín; y su hijo Caín fue expulsado de la faz de Dios, condenado a ser errante y vagabundo por la tierra (Gén. 4:12-14). El mundo de después del diluvio fue confiado a Noé. Fracasó y sus descendientes fueron divididos y dispersos «sobre la faz de toda la tierra» (Gén. 11:9). La tierra de Canaán fue entregada a Israel; el pueblo fracasó por completo y fue a su vez dispersado entre las naciones, como Dios había predicho (Deut. 28:64). La administración de la Iglesia, fue confiada a la responsabilidad de los hombres; nuevamente el hombre falló y exteriormente la Iglesia está dividida y dispersa. Sin embargo, aunque hayamos fallado, Dios, en su bondad, puede volver a traer a algunos al terreno original de la Iglesia, pero ahí también hay fracaso, división y ruina.
Por tanto, estemos atentos de no olvidarlo: si, en este mundo, somos extranjeros por el llamado de Dios, es a causa de nuestros fallos que estamos «dispersos».
(V. 2) El segundo versículo nos lleva directamente a las bendiciones que resultan de la gracia soberana de Dios por la que somos elegidos; y ahí no puede haber fracaso. Esto es lo que hace que estos versos iniciales sean tan valiosos. Comenzando con la elección en la eternidad, somos transportados a la gloria de una eternidad aún por venir. La gracia que comenzó en la tierra termina en la gloria de lo alto.
A pesar de la magnitud de nuestros fallos, Dios tiene a sus elegidos. La elección no es nacional ni colectiva; es personal e individual. Tenemos en este versículo una maravillosa descripción de lo que es cada creyente individualmente. Como tales, hemos sido elegidos en la eternidad según la presciencia de Dios Padre.
Entonces se nos dice para qué hemos sido elegidos. Somos elegidos para la obediencia de Jesús, y para la aspersión de la sangre de Jesús. En la santidad del Espíritu, Dios nos ha separado para estas dos cosas. Hemos sido elegidos para dar expresión a Su vida y venir bajo la eficacia de Su muerte.
La santificación (o: santidad) del Espíritu es una operación efectiva del Espíritu Santo en nosotros, por la cual hemos nacido del Espíritu; nos imparte una vida y naturaleza nuevas, resultando en un cambio total de disposiciones, que se traduce en un deseo nuevo de obedecer. Así, el apóstol Pablo podía decir, incluso antes de conocer la eficacia de la sangre: «Señor, ¿qué quieres que yo haga?» (Hec. 9:6). La obediencia de Cristo, no es simplemente que nos pongamos bajo una nueva regla y obedezcamos a Cristo, sino que somos puestos aparte para obedecer como Él obedeció. Tenemos una nueva naturaleza que se deleita en hacer la voluntad de Dios, como Cristo que pudo decir: «Hago siempre la cosas que le agradan» (Juan 8:29).
La santificación de la que se habla en este versículo no es la santificación práctica del creyente, de la que se habla en otros pasajes, y que es necesariamente relativa o una cuestión de grados, sino que es esa santificación mucho más profunda que es absoluta. Es esa “obra eficaz de la gracia divina que separa a uno del mundo y para Dios, sea judío o gentil” (W.K.). El orden en el que la verdad es presentada deja claro que no puede ser la santificación práctica. La santidad práctica sigue a la justificación por la sangre, mientras que la santificación, en este pasaje, precede a la mención de la sangre.
Además, los elegidos son apartados por el Espíritu para ser puestos bajo la aspersión de la sangre de Jesucristo. Por la fe en Cristo, el creyente se pone bajo la protección de la preciosa sangre que limpia de todo pecado y lo lleva ante Dios en paz.
La operación del Espíritu de Dios en un pecador tiene como propósito producir en él la vida de Cristo y ponerlo bajo la eficacia de la muerte de Cristo, esa muerte que quita todo lo que es contrario a Dios. Pensando solo en nosotros mismos, habríamos mencionado la sangre en primer lugar, pues solo por ella podemos acercarnos a Dios. Pero la Escritura presenta primero el gran propósito positivo que Dios tiene ante sí cuando su Espíritu comienza a obrar en nuestras almas, a saber, reproducir la vida obediente de Cristo.
Este versículo nos enseña que hemos sido puestos en relación con cada una de las Personas de la Deidad. Hemos sido elegidos según la presciencia de Dios Padre; hemos sido santificados por la obra del Espíritu en nosotros; y finalmente, la elección del Padre y la operación del Espíritu son para que obedezcamos como Cristo obedeció y seamos colocados bajo la aspersión de la sangre de Cristo.
1.2 - Nuestra morada en el cielo
(V. 3-4) Los dos primeros versículos presentan al creyente como un extranjero en la tierra, separado del mundo según la elección del Padre, la operación del Espíritu y la obra de Jesucristo. Ahora aprendemos que el hogar del creyente está en el cielo. La esperanza del judío era terrenal y, por el momento, la muerte de Cristo le puso fin. La nación crucificó a su Mesías y así perdió su bendición terrenal. Pero, según la gran misericordia de Dios, estos creyentes habían sido regenerados para una esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos. Toda la esperanza del creyente descansa en Cristo resucitado. Nuestra esperanza es segura y firme porque Él ha resucitado. Es una esperanza viva, porque Cristo está vivo. Esta herencia celestial, en contraste con la terrenal, es incorruptible, incontaminada, inmarcesible; y se conserva para el creyente.
1.3 - Guardados por el poder de Dios
(V. 5) No solo se nos reservan los cielos, sino que, durante nuestra peregrinación, somos protegidos de todos los peligros inherentes a nuestro paso por este mundo. Es el poder de Dios el que nos guarda, pero es por «la fe» que este poder opera. El poder de Dios sostiene la fe de los suyos, que son así guardados para la salvación que está lista para ser revelada en el último tiempo. Por la fe consideramos la liberación final que nos introducirá a disfrutar plenamente de la herencia celestial.
1.4 - Afligidos por las pruebas
(V. 6-7) Ser guardados por el poder de Dios de los peligros del camino no significa que no encontraremos ninguna prueba. La perspectiva de la herencia celestial puede darnos una gran alegría, aunque ahora estemos afligidos por diversas tentaciones. Están ahí para poner a prueba nuestra fe. Para el hombre, el oro es muy precioso; para Dios, la fe de los suyos es mucho más preciosa que el oro. Si los hombres prueban su oro con fuego para purificarlo de la escoria, ¿por qué no sometería Dios la fe de los suyos a la prueba del fuego, para mostrar su realidad y también para purificarla y fortalecerla?
A través de estas aflicciones somos «probados». Dios no espera que los suyos sean impasibles ante las pruebas e indiferente a las aflicciones, sino que a través de los dolores y las penas quiere mostrar nuestra fe en él. Para animarnos, se nos recuerdan tres verdades específicas en relación con estas pruebas.
En primer lugar, aprendemos que nuestras pruebas son solo «por poco tiempo». Si las delicias del pecador son solo «por poco tiempo», las aflicciones de los santos son también solo por un tiempo (comp. Hebr. 11:25).
En segundo lugar, se nos recuerda que estas aflicciones son necesarias, ya que son «por poco tiempo… si es necesario». El Padre no hace que sus hijos derramen una sola lágrima innecesaria. El «si es necesario» es para probar nuestra fe. No para probar si tenemos fe, sino para resaltar el valor de la fe que tenemos. El oro no se pone en el fuego para demostrar que es oro, sino para sacar a relucir las cualidades preciosas del metal. Del mismo modo, Dios pone a prueba nuestra fe a través de diversas tentaciones para manifestar sus preciosas cualidades. La fe que se apoya en Dios en la prueba conduce a la sumisión a lo que Dios permite; la fe en Dios permite al alma esperar con paciencia (Sant. 1:3). La fe en Dios permite al creyente mantenerse firme ante los ataques del Enemigo (3 Pe. 5:9). El alma puede tener una fe verdadera, pero cuando llega la prueba, estas benditas cualidades de la fe –la sumisión, la paciencia, la firmeza, la confianza y la dependencia de Dios– son puestas en evidencia.
En tercer lugar, aprendemos que estas aflicciones encontrarán una respuesta bendita en el próximo día de gloria. La manifestación de estas cualidades en el día de la prueba se convertirá en alabanza, gloria y honor en la revelación de Jesucristo. Nos inclinamos a considerar un período de prueba dolorosa como una pérdida de tiempo, que puede impedirnos tomar parte activa en el servicio del Señor. No, dice Dios, la prueba «sea hallada para alabanza» en la revelación de Jesucristo.
1.5 - Sostenidos por Cristo
(V. 8) Independientemente de las pruebas que tengamos que atravesar en la tierra, tenemos en Cristo un Objeto para nuestros afectos, alguien en quien podemos confiar, aunque no lo veamos, alguien en quien podemos alegrarnos con un gozo que es un anticipo de la gloria venidera. Así, en medio de las pruebas, tenemos en Cristo un recurso infalible.
1.6 - Recibiendo la salvación de las almas
(V. 9) Esperamos la herencia; esperamos la salvación final lista para ser revelada; esperamos el honor, la alabanza y la gloria, en la revelación de Jesucristo. No es la salvación de nuestras almas lo que esperamos. A través de la fe en Cristo, el que aún no vemos, ya hemos recibido esa salvación.
1.7 - Esperando la salvación final en la gloria
(V. 10-13) El apóstol habla ahora de esta salvación en toda su extensión. Indica las tres etapas por las que es manifestada. En estos versículos habla de la salvación en su plenitud, es decir, la liberación completa del alma y del cuerpo de todas las consecuencias del pecado. Esta salvación que se nos ofrece a nosotros, pecadores indignos, el apóstol la llama con razón «la gracia» en los versículos 10 y 13. Esta gracia, o salvación, fue anunciada por primera vez por los profetas que, hablando por el Espíritu de Dios, predijeron el rechazo del Mesías por parte de los judíos y la bendición que llegaría a los gentiles, los sufrimientos de Cristo y las glorias que seguirían.
Esta salvación no solo ha sido anunciada proféticamente desde Pentecostés; ha sido anunciada por aquellos que proclaman el evangelio por el Espíritu Santo enviado desde el cielo. Por último, la gracia de la plena salvación nos llegará con la revelación de Jesucristo, una salvación que nos sacará de todas nuestras pruebas y sufrimientos y nos introducirá en la gloria con Cristo. Esta gloria venidera fue predicha por los profetas de antaño; es predicada por el Espíritu Santo hoy; tendrá su pleno cumplimiento en el todavía futuro día de la gloria.
En vista de esta gloria venidera, debemos consolidar nuestros «pensamientos», ser sobrios y esperar perfectamente en la gracia que nos lleva a la gloria. Ceñir los lomos del entendimiento sugiere que el cristiano debe cuidar que su mente no se desvíe sin control hacia las cosas de la tierra; debe pensar en las cosas de arriba. El cristiano también debe ser sobrio en su juicio de todo lo que sucede en este mundo, no dejándose engañar por los esfuerzos de los hombres para introducir un milenio sin Cristo. Pase lo que pase en este mundo, el cristiano está llamado a mirar hacia arriba y a esperar perfectamente en la gracia que nos traerá la revelación de Jesucristo.
En la introducción de esta epístola, pues, tenemos una hermosa presentación de lo que es la porción del creyente, comenzando con la elección de Dios en la eternidad, y conduciendo a la gloria aún por venir. La elección soberana de Dios es con vistas a la gloria. Ningún fracaso por nuestra parte puede frustrar el propósito de Dios. Entre la elección y la gloria, están las pruebas del camino; pero a los que Dios ha elegido, él los guarda y, a los que guarda, los lleva a la gloria.
2 - La conducta adecuada en las relaciones cristianas (cap. 1:14 al 2:17)
Habiendo expuesto ante nosotros, en los versículos introductorios, la posición y la porción del creyente, presentes y futuras, el apóstol nos exhorta a comportarnos prácticamente de la manera que se desprende de esa posición y que es apropiada para las diversas relaciones en que se encuentra el cristiano. Los creyentes son considerados bajo siete aspectos:
- Primero, como hijos en relación con el Padre (1:14-17).
- En segundo lugar, como redimidos en relación con la obra de Cristo (1:18-21).
- En tercer lugar, como hermanos en relación unos con otros (1:22 al 2:1).
- En cuarto lugar, como niños recién nacidos en relación con la Palabra (2:2-3).
- En quinto lugar, como piedras vivas en relación con Cristo en la gloria (2:8).
- En sexto lugar, como raza elegida en relación con Dios (2:9-10).
- En séptimo lugar, como extranjeros y forasteros en el mundo (2:11-17).
2.1 - Nuestra vida práctica como niños
(V. 14-17) La primera característica del hijo en relación con el Padre es la obediencia. Esta obediencia, como hemos visto, es la que fue manifestada en toda su perfección en Jesucristo. Su camino en la tierra fue de continua obediencia al Padre. Podía decir: «Pero digo estas cosas según me enseñó el Padre»; y también: «Hago siempre las cosas que le agradan» (Juan 8:28-29). En los días en que no conocíamos a Dios, hacíamos nuestra propia voluntad, satisfaciendo concupiscencias impías. Como hijos, ahora se nos exhorta a la santidad, es decir, a la separación del mal. El apóstol cita la ley en apoyo de la santidad (Lev. 11:44). El carácter de la dispensación puede cambiar, pero la naturaleza de Dios no puede cambiar. Dios es absoluto en santidad: era cierto bajo la ley, sigue siendo cierto bajo la gracia. Así que los que están en relación con Dios, ya sea bajo la ley o bajo la gracia, deben ser santos.
Si, como creyentes, faltamos en cuanto a la santidad, la misma relación que tenemos con Dios nos pondrá bajo la santa disciplina del Padre. Porque somos hijos, el Padre nos castigará y disciplinará como hijos, para que participemos de su santidad. Este justo gobierno del Padre se ejercerá según nuestras obras y sin distinción de personas. Por lo tanto, conduzcámonos con santo temor durante el tiempo de nuestra estancia en la tierra. Así, como hijos, nuestra vida práctica debe estar en conformidad con la santidad de Aquel que nos ha llamado y a quien invocamos, y caracterizarse por la obediencia, la santidad y el temor. ¿Invocamos al Padre para que nos proteja, nos guíe y nos bendiga? Por lo tanto, tengamos cuidado de no obstaculizar nuestras oraciones y de no atraer la disciplina sobre nosotros mismos a través de la voluntad propia o la impiedad.
2.2 - Nuestra vida práctica como redimidos
(V. 18-21) Cuando no estábamos regenerados, estábamos lejos de Dios, llevando la vida vana de las generaciones caídas que nos han precedido. Hemos sido redimidos de esa condición; y el valor que tenemos para Dios, así como el horror que Dios tiene por esa condición caída, ha quedado claro por el inmenso precio de nuestra redención. No fuimos redimidos por cosas corruptibles como la plata y el oro, sino «con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin defecto y sin mancha». El Cordero fue conocido por Dios antes de la fundación del mundo, pero fue manifestado al final de los tiempos para los creyentes, a fin de que por medio de él podamos ser llevados a Dios y caminar ante él en la fe y la esperanza, sabiendo que Dios resucitó a Cristo de entre los muertos y le dio gloria. Nuestra fe está en el Dios que puede resucitar a los muertos; nuestra esperanza, en un Dios que puede dar gloria. Como redimidos, debemos estar caracterizados por la fe y la esperanza en Dios.
2.3 - Nuestra vida práctica como hermanos
(V. 22) En relación con el Padre, somos hijos; en relación con la obra de Cristo, somos redimidos; en relación los unos con los otros, somos hermanos. Como hermanos, se nos exhorta a amarnos «de todo corazón unos a otros con fervor». El corazón es “puro” cuando el alma, a través de la obediencia a la verdad, está purificada de todo mal y de todos los motivos egoístas que impedirían la efusión del amor.
(V. 23-25) Nuestra relación como hermanos no está conectada con nuestro nacimiento natural, como con Israel, sino con un nacimiento espiritual, cuando fuimos regenerados por la palabra de Dios. Mediante este nuevo nacimiento, hemos recibido una nueva naturaleza, cuya esencia es el amor, de modo que, a pesar de las muchas diferencias de estatus social o de carácter, somos capaces de amarnos unos a otros. La vida y las relaciones que fluyen de este nuevo nacimiento son tan permanentes como la Palabra de Dios por la que el alma es regenerada. La Palabra de Dios es «viva» y «permanente»; así, el regenerado entra en una vida y unas relaciones que la muerte no puede tocar y el tiempo no puede poner fin. El hombre natural es como la hierba que se seca y, su gloria, como las flores que se caen rápidamente, incluso antes de que la planta se marchite.
(Capítulo 2:1) Habiendo sido regenerados por la Palabra, y poseyendo así una nueva naturaleza con nuevos deseos, y teniendo la verdad por la que podemos purificar nuestras almas, somos advertidos por el apóstol contra algunas de las malas manifestaciones de la vieja naturaleza; estas serían como un obstáculo al amor los unos por otros, así como para nuestro crecimiento espiritual. Debemos rechazar la malicia que alberga malos pensamientos sobre los demás, el fraude que trata de ocultar lo que somos, la hipocresía que pretende ser lo que no somos, y la envidia que lleva a despreciar a aquel de quien tenemos celos. El fraude y la hipocresía siempre acompañan a la malicia. El que habla mal de su hermano con malicia puede tratar de ocultarla afirmando que actúa por el bien de su hermano –esto es un fraude; también puede afirmar que solo tiene amor por su hermano en su corazón –esto es hipocresía. Las palabras maliciosas ocultan la envidia, que es el verdadero motivo de la calumnia. El sabio dice con razón: «Cruel es la ira, e impetuoso el furor; mas ¿quién podrá sostenerse delante de la envidia?» (Prov. 27:4).
2.4 - Nuestra vida práctica en relación con la Palabra de Dios
(V. 2-3) En relación con la palabra de Dios, se nos exhorta a mantener siempre el espíritu del niño recién nacido que anhela la leche por la que cree y disfruta. La Palabra, que es la semilla de la vida, es también lo que Dios da para mantener la vida. Cualquier deseo real de la Palabra resulta de haber probado que el Señor es bueno. Cuanto más disfrutemos de la compañía del Señor, más desearemos sentarnos a sus pies y escuchar su Palabra. Buscar a Cristo en todas las Escrituras producirá interés y amor por la Palabra de Dios y hará que muchos pasajes difíciles sean claros y sencillos. Alguien ha dicho: “La Biblia es un libro incluso para niños… «Desde la niñez conoces las Santas Escrituras» que pueden hacer al hombre de Dios sabio para la salvación y perfectamente completo para toda buena obra. Se revela a los niños pequeños, porque los sabios y los inteligentes no quieren escucharla”.
María de Betania es un ejemplo notable de un alma que, habiendo probado que el Señor es bueno, encontró la felicidad en sentarse a sus pies y escuchar su Palabra. Si estuviéramos más profundamente imbuidos de la bondad del Señor, conservaríamos siempre la atracción del recién nacido por la Palabra; nos alegraríamos de cada oportunidad de alimentarnos de ella y de reunirnos para leerla. El resultado sería un crecimiento para salvación. Poco a poco seremos liberados de todo lo que obstaculiza nuestro progreso espiritual, hasta que por fin lleguemos a la salvación final en la venida de Cristo, cuando el cuerpo de nuestra humillación se transforme en la conformidad del cuerpo de su gloria.
Desear la comida es la prueba de la vitalidad del recién nacido. Así, la vitalidad espiritual se manifiesta en el deseo del alimento espiritual de la Palabra; no solo el deseo de entender la verdad, sino el deseo de la Palabra como aquello que alimenta el alma presentando a Cristo, y haciéndolo más precioso para ella.
2.5 - Nuestra vida práctica como piedras vivas
Hasta ahora, el apóstol ha hablado de las bendiciones individuales, y de la conducta que está de acuerdo con estas bendiciones. Ahora va a pasar a las bendiciones colectivas, y al testimonio práctico común que debe surgir de los creyentes como un conjunto.
(V. 4) En este versículo, los creyentes son vistos como «piedras vivas» en relación con Cristo, la «Piedra viva»; como tales, constituyen una casa espiritual. Al escribir a los creyentes de entre los judíos, el apóstol se refiere constantemente a los hechos y disposiciones materiales que se relacionan con la nación de Israel. Muestra que lo material prefiguraba lo espiritual; y que si, a causa de la ruina de Israel, lo material había desaparecido, la realidad espiritual de estas cosas permanecía. En el primer capítulo aprendemos que la herencia terrenal de Israel en la tierra se perdió, pero que en el cristianismo los creyentes tienen una herencia preservada en el cielo. En este segundo capítulo se nos dice que, a pesar de la desaparición del templo material de Jerusalén, Dios tiene una casa espiritual de piedras vivas, donde se ofrecen «sacrificios espirituales» por un «sacerdocio santo».
En el pasado, Israel se distinguía de todas las naciones por la presencia de la casa de Dios en medio de ellos. Allí habitaba Dios. Desde esta casa debía subir la alabanza a Dios, y el testimonio propagarse al mundo. Esta vivienda era material: “lugares santos hechos con manos”. Los hombres, lo sabemos, han corrompido el templo, convirtiendo la casa de oración en un lugar de comercio y una cueva de ladrones. La casa que Jesús llamó la casa de su Padre se convirtió en la casa del Israel caído y, como tal, Dios la abandonó, dejándola desierta, para que fuera derribada por las naciones y no quedara piedra sobre piedra (Mat. 23:38; 24:2).
Sin embargo, la maldad y la ruina del hombre no pueden derrotar el propósito de Dios. Cristo en la tierra se convierte en el templo de Dios, Aquel en el que Dios habitó, en el que Dios fue glorificado, y a través del cual Dios en todo su amor y santidad fue presentado ante los hombres (Juan 2:18-2 1). Por desgracia, los hombres han rechazado a Cristo. Tener a Dios habitando en medio de ellos les es intolerable, aunque esté allí para bendecirlos. Así como la nación de Israel había corrompido el templo de Jerusalén, también destruyeron el templo cuando fue manifestado en Cristo, clavándolo en la cruz. Pero, de nuevo, vemos que Dios no renuncia a su propósito de habitar entre los hombres. Cristo, aunque rechazado por ellos, es exaltado por Dios, y desde el lugar de su exaltación, el Espíritu Santo es enviado para construir una morada para Dios, una casa espiritual compuesta por todos los creyentes.
La futura formación de esta casa espiritual fue revelada a Pedro por el Señor, cuando dijo: «Sobre esta Roca edificaré mi iglesia; y las puertas del hades no prevalecerán contra ella» (Mat. 16:18). Cristo es la Piedra viva, el fundamento de esta casa espiritual. Como Piedra viva, es rechazado por los hombres, pero elegido y precioso para Dios. Viniendo a Cristo, la Piedra viva, los creyentes, como piedras vivas, son edificados una «casa espiritual». El Cristo al que venimos es, en efecto, la Piedra viva, rechazada por los hombres; pero podemos preguntarnos cuántos han venido a Cristo sabiendo que es rechazado por los hombres y en el oprobio. Acudir a Él sabiendo que es rechazado nos llevará necesariamente a separarnos del mundo religioso corrupto que, en la práctica, niega su rechazo. Salimos hacia él llevando su oprobio.
(V. 5) Después de haber puesto a Cristo anta nosotros en su carácter de Piedra viva, el apóstol hablará ahora de lo que distingue a los creyentes como piedras en la casa de Dios. Son piedras «vivas», que participan de la vida de Cristo, la Piedra viva, una vida que la muerte no puede alcanzar. Son edificados una «casa espiritual», y sabemos, por el Evangelio de Mateo, que Cristo es el constructor. Nada falso entra en lo que Él edifica. El Constructor es perfecto; su obra es perfecta; las piedras están vivas. Durante el periodo cristiano, el edificio crece, independientemente de toda intervención humana.
Entonces aprendemos que el gran objetivo de Dios, al construir una casa espiritual, es tener un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios mediante Jesucristo. En contraste con un orden de sacerdocio terrenal y material, los creyentes constituyen «un sacerdocio santo». No solo son sacerdotes, lo que implicaría una alabanza individual; sino que son un sacerdocio, lo que implica una alabanza colectiva.
(V. 6) El apóstol cita al profeta Isaías para mostrar que siempre ha sido el propósito de Dios que Cristo sea el fundamento seguro de toda bendición para los suyos. Él es la piedra angular que soporta todo el peso del edificio. Como esta Piedra es elegida y preciosa para Dios, podemos estar seguros de que ninguno de los que creen en ella «jamás será avergonzado».
(V. 7-8) Esto lleva al apóstol a oponer a los que creen en la Piedra viva con los que la rechazan. Es para aquellos que creen que tiene este precio; todo el valor de Cristo, todas las bendiciones de las que él es el garante, son adquiridas para el creyente. Desgraciadamente, hay quienes son «desobedientes» y, por tanto, rechazan y desprecian a Aquel a quien Dios ha exaltado como la Piedra angular principal. Para estos él se convierte en piedra de tropiezo y roca de caída. Los hombres han tropezado con su Palabra. No han querido creer en la verdad; así que es a esto a lo que han sido destinados. No para pecar o desobedecer, sino que, al ser rebeldes y desobedientes, su incredulidad los destinó a tropezar ante la humillación de Cristo.
2.6 - Nuestra vida práctica como raza elegida
(V. 9-10) Si Israel hubiera escuchado la voz de Dios y guardado su pacto, habría sido un «especial tesoro» para Dios (Mal. 3:17), un reino de sacerdotes y una nación santa (Éx. 19:5-6). Ha fracasado y la nación, habiendo sido puesta de lado, se considera a los creyentes como ocupando ahora el lugar de Israel como testigo de Dios ante el mundo. El apóstol cita la profecía de Oseas, que nos dice que, en un día venidero, Israel volverá a ser reconocido. Mientras tanto, las palabras del profeta se aplican al remanente creyente de entre los judíos. A los ojos de Dios, estos forman un sacerdocio real, un reino de sacerdotes, para proclamar las virtudes de Dios, que nos ha llamado de las tinieblas a la luz maravillosa de su plena revelación.
Así tenemos un cuadro muy hermoso del círculo cristiano formado por todos los creyentes atraídos a Cristo, al que el mundo ha rechazado. Fuera del campamento, en el lugar del oprobio, son edificados como casa espiritual para ser la morada de Dios; son constituidos un sacerdocio santo para ofrecer sacrificios de alabanza, y son hechos un reino de sacerdotes para proclamar las virtudes de Dios ante el mundo.
En el falso supuesto de que Cristo es honrado en el mundo, el cristianismo no ha respondido en absoluto a este cuadro. Los hombres han vuelto a construir magníficos templos sobre el modelo del templo material, y han perdido la verdad de la casa espiritual. Se ha instituido una clase sacerdotal ordenada por hombres, en contraste con el santo sacerdocio compuesto por todos los verdaderos creyentes; el culto se ha convertido en ritual, en lugar de ser en espíritu; y finalmente, la cristiandad ha constituido las llamadas naciones cristianizadas en contraste con una raza elegida de creyentes.
Es difícil, si no imposible, en este día de ruina, encontrar una expresión colectiva de la compañía cristiana como se describe en estos versículos. Sin embargo, la verdad, presentada en toda su belleza, permanece en la Palabra; y nuestro privilegio y responsabilidad sigue siendo obedecer la Palabra. Si nos sometiéramos a ella, seríamos liberados de todos los grandes sistemas religiosos humanos que, en su constitución y práctica, son una negación flagrante de la verdad. Aquellos que se liberarían de ellos no podrían reclamar el título exclusivo de «sacerdocio real» y «nación santa», pero con simple fe podrían perseguir la justicia, la fe, el amor y la paz, con aquellos que invocan al Señor con un corazón puro, buscando caminar a la luz de estas preciosas verdades.
2.7 - Nuestra vida práctica como forasteros y extranjeros
(V. 11) El primer versículo de la epístola presenta a los judíos creyentes como extranjeros, ya que están desterrados de la tierra de Israel y dispersos entre las naciones. Aquí, en común con todos los creyentes, se les considera forasteros y extranjeros porque son del cielo. En un caso, son extranjeros a causa del juicio de Dios que los había expulsado de su herencia terrenal; en el otro, son forasteros a causa de la gracia de Dios que los había llamado de la tierra al cielo. El hombre del mundo es un extranjero en el cielo, porque no conoce al Padre y al Hijo. El creyente es un extranjero de corazón para el mundo porque conoce al Padre y al Hijo. Es un extranjero, que no tiene nada que ver con este mundo, y un peregrino en camino hacia otro mundo. Sin embargo, la carne, en el creyente, lucha contra el progreso espiritual del alma. Por lo tanto, se nos exhorta a que nos abstengamos «de los deseos carnales». No estamos llamados a hacer «la guerra» contra estos deseos, sino a abstenernos de ellos. No nos corresponde hacer la guerra contra el alcoholismo, la inmoralidad u otras lacras del mundo, sino proclamar las virtudes de Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a la luz.
(V. 12) El apóstol nos ha advertido contra los deseos carnales que hay en nosotros; ahora nos exhortará en cuanto a nuestra conducta externa ante el mundo. Debemos tener cuidado de actuar con honestidad, para que con nuestras buenas obras hagamos mentir las duras palabras que nos hacen parecer gente que hace el mal.
El día de la visitación se refiere a los caminos actuales de Dios hacia el mundo. Los hombres pueden hablar mal del cristiano, pero cuando las penas los alcancen, por haber cedido a sus concupiscencias, deberán reconocer que Dios bendice a los que llevan con calma y paciencia una vida de buenas obras.
(V. 13-14) En las siguientes exhortaciones se considera al creyente en su relación con las instituciones y autoridades de este mundo. Los que ocupan el lugar de extranjeros en este mundo serían bastante incoherentes si pretendieran formar estas instituciones o nombrar a las autoridades. Sin embargo, debemos someternos a ellos, y eso por la razón más elevada, «por causa del Señor». Debemos someternos tanto a las autoridades subordinadas como a las superiores, y esto por amor al Señor. Tanto si ejercen su poder en el temor de Dios como si no lo hacen, estamos obligados a reconocerlos como enviados de Dios para mantener el gobierno del mundo.
(V. 15-16) Al someterse a las autoridades y haciendo el bien, el cristiano cerrará la boca a la ignorancia de los hombres insensatos que acusan al creyente de rebelarse contra la autoridad (Lucas 23:14-15; Hec. 24:12-13). Somos libres respecto al mundo, pero no debemos utilizar nuestra libertad para calumniar a las autoridades de este mundo, sino que debemos dedicarnos totalmente al servicio de Dios.
(V. 17) En cuanto a la posición social en el mundo, tengamos cuidado de no tratar a la gente con desprecio o desdén. No tratemos a los pobres con desprecio ni a los ricos con servilismo. Honremos a ambos. En ese círculo al que tenemos el privilegio de pertenecer, el de la familia de Dios, tenemos el deber especial de honrar a todos los hombres. Dentro de este círculo hacemos más que honrar, nos amamos los unos a los otros.
Otros pasajes dejan claro que el temor a Dios es la única limitación de nuestra sumisión a las autoridades. Si ellas exigen una desobediencia manifiesta a Dios, debemos obedecer primero a Dios (Hec. 4:19). Así que aquí tenemos: «Temed a Dios» antes que «honrad al rey».
3 - La conducta según las relaciones individuales del cristiano (cap. 2:18 al 3:7)
El apóstol nos ha recordado la conducta adecuada a las relaciones en las que se encuentra todo cristiano. Ahora se ocupará de la conducta propia de las relaciones particulares que son la porción de muchos. Primero habla de los siervos (2:18-25); luego de las esposas (3:1-6); finalmente, de los maridos (3:7).
3.1 - Los criados
(V. 18-20) Pedro se dirige primero a los siervos cristianos. La palabra griega, se nos dice, se refiere a los sirvientes domésticos (es decir, los que viven en la casa), no necesariamente a los esclavos. Los cristianos en su conjunto ya han sido exhortados a someterse a toda institución humana. Ahora es el siervo (o empleado) cristiano el que es exhortado a someterse. Más adelante, la sumisión se situará ante la mujer cristiana, ante los hermanos jóvenes y, finalmente, ante cada uno de nosotros en relación con los demás. Evidentemente, como alguien dijo, la sumisión “es la cualidad por excelencia que corresponde a los extranjeros. Si soy un rey en mi reino, puedo ejercer la autoridad y el dominio; pero si soy un extranjero, un exiliado, es un espíritu de sumisión el que debe caracterizarme durante toda mi vida. Colocad al extranjero en la relación que se quiera, el Espíritu de Dios espera de él esta disposición de sumisión”.
El siervo debe ser sumiso, tanto si el amo es bueno como si es malo. La dureza de un amo puede causar sufrimiento a un siervo cristiano. Esto introduce la segunda forma de sufrimiento que el apóstol menciona en su epístola: el sufrimiento a causa de la conciencia. Mientras se somete, el siervo debe guardar una buena conciencia ante Dios negándose a hacer el mal. Si esto se traduce en sufrimientos injustos, que el creyente recuerde que «hacer el bien», «sufrir» por ello, y «soportarlo», es «digno de alabanza ante Dios».
(V. 21-23) Cuando sufrimos y lo soportamos haciendo el bien, manifestamos la vida misma de Cristo a los ojos de Dios. Esto explica muchas de las circunstancias difíciles en las que podemos encontrarnos como cristianos. Dios las permite para que nos den la oportunidad de expresar las virtudes de Cristo, para su beneplácito y para nuestra gloria al final.
Si estamos llamados a estar con Cristo en la gloria, también estamos llamados a seguir sus pasos en el camino hacia la gloria. El apóstol señala tres de sus pasos. En primer lugar, no cometió ningún pecado y no se encontró ningún engaño en su boca. En segundo lugar, sufrió bajo insultos y amenazas. En tercer lugar, cuando fue insultado, lo soportó; no devolvió el insulto ni amenazó. Frente a todos sus acusadores, su recurso estaba en Dios. Se encomendó al que juzga con justicia. Cuando fue acusado falsamente ante el Sanedrín judío, «Jesús callaba» (Mat. 26:63). A las acusaciones de los judíos en presencia de Pilato, «no respondió nada». Al propio Pilato, «no le respondió ni una sola palabra» (Mat. 27:12-14). Herodes, que se burlaba de él, le interrogó largamente, pero «no le respondió nada» (Lucas 23:9). Guardaba silencio ante los hombres porque tenía su recurso en Dios.
Sigamos sus pasos y, ante las malas palabras de los hombres, sea cual sea su origen, guardemos silencio, conscientes de que el Señor es nuestro recurso. Tomemos para nosotros las palabras del profeta y digamos: «Mi porción es Jehová, dijo mi alma; por tanto, en él esperaré. Bueno es Jehová a los que en él esperan, al alma que le busca. Bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová» (Lam. 3:24-26). Se observará que solo en esta relación particular se puede poner al Señor como ejemplo, ya que él mismo ha tomado el lugar de un siervo. Otros pasajes dejan claro que el cristiano puede rogar, exhortar o incluso reprender; pero nunca debe despreciar o amenazar.
(V. 24-25) Además, el cristiano tiene otro motivo para hacer el bien o vivir “rectamente”. Cristo llevó nuestros pecados en su cuerpo en el madero, no solo para que seamos justificados y liberados del juicio de los pecados, sino para que «vivamos a la justicia». Habiendo sido curados por sus heridas, ¿podemos continuar en el pecado que tanto le costó? Cristo, habiendo sufrido por el mal que habíamos hecho, nos avergüence si sufrimos por hacer el mal. Tenemos el privilegio de seguir sus pasos y sufrir por hacer el bien. Solo teniéndolo a Él ante nosotros que podemos caminar tras sus huellas. Como sus ovejas, solo estamos seguros si seguimos al Pastor y Supervisor, Obispo de nuestras almas.
(Capítulo 3:1-2) El apóstol exhorta ahora a los creyentes sobre las relaciones en el matrimonio. El carácter predominante de la esposa cristiana debería ser la sumisión a su marido. La aplicación de esta exhortación nos enseña la inmensa influencia que una vida cristiana coherente puede tener sobre un no creyente. El marido incrédulo que se niega a escuchar la palabra de Dios puede ser ganado observando la vida de su esposa, vivida en pureza y en el temor de Dios.
(V. 3-4) Sin embargo, si la esposa debe comportarse rectamente con su marido, está llamada a vivir en espíritu ante Dios. Su adorno no debe adaptarse a las modas cambiantes de este mundo, cuyo único propósito es hacerla atractiva exteriormente, sin ninguna influencia en el carácter moral, que es el único de gran valor ante Dios. La esposa cristiana debe pensar más bien en lo que Dios ve –el ser interior– y adornarse con el ornamento de un espíritu amable y apacible. Esto es lo contrario de la vanidad y la presunción de la carne, que siempre busca ponerse en primer lugar. Además, este espíritu amable y apacible debe ser alimentado en el corazón, ante Dios. Si se alimenta allí, no dejará de formar un carácter amable y apacible ante Dios y los hombres. Se puede a veces dejar ver un aire amable y apacible, pero esto es de poco valor, si no es la manifestación de un espíritu amable y apacible. Solo lo que sale «del corazón» influenciará en la vida de forma correcta.
(V. 5-6) Las santas mujeres de la antigüedad son puestas como ejemplo para las esposas cristianas de hoy. Esperaban en Dios, se adornaban de dulzura y de tranquilidad, y estaban sujetas a sus maridos. Sara demostró su obediencia y sumisión a su marido llamándole señor, según la costumbre de la época. Las esposas que esperan en Dios, obedecen a sus maridos y hacen el bien sin temor a las consecuencias son, en carácter, las hijas de Sara.
3.2 - Los maridos
(V. 7) El marido cristiano debe permanecer con su esposa sabiendo que su relación ha sido instituida por Dios, y no simplemente según los pensamientos y costumbres humanas. Debe honrarla como más frágil y, por tanto, requiriendo más cuidados y protección. Independientemente de las diferencias de constitución, son juntos herederos de la gracia de la vida. Por ello, el marido debe dar todo el honor a su mujer, para que no haya ninguna nube entre ellos que interrumpa sus oraciones.
4 - El círculo cristiano (cap. 3:8, 9)
(V. 8) Después de dar exhortaciones especiales para los cristianos en sus relaciones individuales, el apóstol concluye poniendo ante nosotros las cualidades que deben caracterizar el círculo cristiano al que pertenecen todos los cristianos.
En el mundo hay discordia, pero en el círculo cristiano debería haber unidad: «Tened todos un mismo sentimiento». De otros pasajes aprendemos que este «mismo sentimiento» en la compañía cristiana solo puede existir si cada individuo está revestido del espíritu de humildad –la mente que estaba en Cristo Jesús (Fil. 2:2-5). Casi todas las disputas entre los creyentes se remontan a la vanidad y a la propia suficiencia de la carne, que siempre busca ser la primera y la más estimada (Lucas 22:24). Si no tenemos la mente de Cristo, o bien habrá contienda, o bien formaremos una falsa unidad en torno a nuestras propias ideas.
Teniendo un mismo pensamiento, y siendo este el pensamiento del Señor, naturalmente seremos llevados a ser compasivos. Las compasiones del Señor «Nunca decayeron… nuevas son cada mañana» (Lam. 3:22-23). Las pequeñas disputas entre hermanos pueden secar nuestros sentimientos de bondad. Para que estos no cesen, deben estar motivados por el amor. Así que la siguiente exhortación es: Sed… «fraternales». No se trata aquí de amar según las normas humanas como en las relaciones naturales, por muy correctas que sean en su lugar, sino de amar unidos en las relaciones divinas de la familia de Dios.
El amor divino llevará al cristiano a ser compasivo y humilde. El amor humano tiene a menudo un fuerte elemento de egoísmo. El amor divino nos llevará a entrar en las penas de los demás, olvidándonos de nosotros mismos. Como Cristo que, sin pensar en su propia comodidad ni en su seguridad, puede volver a Judea, donde los hombres buscaban apedrearlo, para llorar con las dos hermanas que estaban afligidas por el duelo (Juan 11:8, 35).
(V. 9) Si, por desgracia, alguien trata de perjudicarnos o de injuriarnos, no devolvamos mal por mal, ni insulto por insulto, sino que bendigamos. Nuestra vida práctica en el círculo cristiano debe estar dirigida por el hecho de que estamos llamados a heredar la bendición. Conscientes de la gracia con la que hemos sido tan ricamente bendecidos, deberíamos estar dispuestos a bendecir a los demás, aunque nos hayan ofendido.
Si estos sencillos mandatos se pusieran en práctica, las virtudes de Cristo serían manifestadas en el círculo de los que le pertenecen. ¿Para qué se dan, si no es para resaltar las bellezas de Cristo? Pasó por este mundo animado con este sentido de humildad; su mano estaba siempre dispuesta a ayudar, guiada por un corazón lleno de amor divino. Nadie fue más compasivo y humilde que Cristo. Nunca devolvió mal por mal; al contrario, dispensó bendiciones a aquellos de los que tuvo que decir: «Me devuelven mal por bien, y odio por amor» (Sal. 109:5).
5 - El gobierno moral de Dios (cap. 3:10-13)
(V. 10-13) Después de presentarnos los magníficos rasgos morales que caracterizaron a Cristo y que deberían ser los de la compañía cristiana, el apóstol nos anima a involucrarnos de todo corazón en la vida cristiana y a rechazar el mal, recordándonos los principios inmutables del gobierno moral de Dios. La esencia misma del gobierno, ya sea humano o divino, es de proteger y bendecir a los que hacen el bien, y castigar a los que hacen el mal. Con demasiada frecuencia el gobierno humano se ve empañado por la corrupción y la violencia, de modo que el justo tiene que sufrir y que el malo escapa. Con Dios, todo es perfecto; su gobierno se ejerce sin distinción de personas, rindiendo a cada uno, creyente o incrédulo, según sus obras.
La gracia de Dios no deja de lado el gobierno de Dios; no escapamos de él al convertirnos en cristianos. Somos objeto de la gracia, pero sigue siendo cierto que cosechamos lo que sembramos. No podemos utilizar el cristianismo como tapadera del mal.
El cristianismo nos ofrece una vida de bendición en comunión con Dios. Esta vida fue vivida en perfección por el Señor Jesús; se presenta en «la senda de la vida», esbozado en el Salmo 16, una vida que tiene su profunda alegría espiritual, pues el Señor puede decir de ella: «Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos». Por tanto, si el cristiano quiere vivir esta vida y «ver días buenos, refrene su lengua de mal y sus labios de decir engaños; apártese del mal y haga el bien; busque la paz y sígala». Al hacerlo, encontrará que es bendecido, según el gobierno de Dios, mientras que el que hace el mal sufrirá, pues, según los principios inmutables de ese gobierno, «los ojos del Señor están sobre los justos, y sus oídos atentos a sus oraciones; pero el rostro del Señor está contra los que hacen el mal». Además, «¿quién es aquel que os hará daño, si sois celosos favorecedores del bien?» Incluso el mundo es capaz de apreciar al hombre que va su camino en silencio haciendo el bien.
Sin embargo, si hacer el bien conduce a la prosperidad y hacer el mal al castigo, cabe preguntarse ¿por qué, en este mundo, el justo sufre tan a menudo, mientras que los que hacen el mal parecen prosperar? ¿Cómo es que en la misma epístola que nos dice que el favor de Dios descansa sobre el justo, los sufrimientos de los hijos de Dios nos son presentadas con más detalle que en cualquier otro pasaje? ¿Cómo es que inmediatamente después de los versículos que prometen «días buenos» al que hace el bien, leemos que hacer el bien puede traer sufrimiento?
Tenemos la respuesta a estas preguntas, si recordamos que durante el día de la gracia el gobierno de Dios es moral y no, en general, directo e inmediato. Es realmente un gobierno moral en el sentido de que el bien es recompensado con bendiciones espirituales más que con prosperidad material, de modo que, al tiempo que pone ante nosotros la posibilidad de sufrir por causa de la justicia, el apóstol puede añadir: «Dichosos sois».
Hoy en día, el gobierno de Dios no es necesariamente directo, pues el castigo y el escarmiento que son consecuencia del mal no son siempre inmediatos y visibles. Para ver el resultado final del gobierno de Dios –ya sea en la bendición de los que hacen el bien o en el castigo del malo– debemos mirar más allá del tiempo presente y esperar el mundo venidero.
Aunque el gobierno de Dios se ejerce en toda su absoluta perfección, en la actualidad está en gran medida oculto, y alguien ha dicho: “Se necesita fe para aceptar el hecho de que el gobierno moral de Dios prevalece sobre toda confusión”. Que el creyente recuerde que, a pesar de las apariencias contrarias, siempre es cierto que hacer el bien llevará a la bendición y al sufrimiento. Hoy estas cosas pueden experimentarse juntas hasta cierto punto, pero en el mundo venidero la bendición se conocerá plenamente.
6 - Sufrir por la justicia (cap. 3:14 al 4:7)
El primer capítulo nos recordó que el creyente puede sufrir bajo la disciplina de Dios para probar su fe. El segundo capítulo nos enseñó que puede ser llamado a sufrir por causa de su conciencia hacia Dios (2:19). La parte de la epístola que nos ocupa desarrolla el gran tema del sufrimiento por la justicia.
El cristiano es considerado como siguiendo las huellas de Cristo (2:21) y, por eso, atraviesa este mundo como un forastero y extranjero; se abstiene de los deseos carnales, que combaten el alma; se cuida de no hablar con engaño; se aparta del mal y hace el bien; busca la paz. Si camina de esta manera, gozará, según el gobierno de Dios, del favor del Señor, y evitará en gran medida los problemas que los hombres se acarrean a sí mismos por su mala conducta. Sin embargo, en un mundo malvado, el cristiano puede tener que sufrir a causa de la justicia; esto confirma claramente que el gobierno de Dios no siempre se manifestará plenamente hasta que la justicia reine en el Milenio. El diablo aún no ha sido expulsado del mundo, y el mal sigue prevaleciendo, de modo que, mientras que por un lado la búsqueda de la justicia es siempre favorecida por Dios, por otro lado, ella puede suscitar oposición, en la medida en que al hacer el bien el cristiano perjudica los intereses de los hombres del mundo.
(V. 14) Si, pues, estamos llamados a sufrir por la justicia, no gimamos por nuestro destino, sino alegrémonos. Imitemos a Pablo y a Silas que, a medianoche, después de ser perseguidos en Filipos, podían cantar las alabanzas de Dios, aunque habían sido injustamente metidos en la cárcel por haber contrariado los intereses de algunas personas mal dispuestas. Sin embargo, existe el peligro de involucrarse en un camino injusto por miedo a las consecuencias. Por lo tanto, se nos exhorta a no temer a los hombres y a no preocuparnos por lo que pueda ocurrir si actuamos correctamente.
(V. 15) Santificando al Señor en nuestros corazones, seremos preservados de ceder a la injusticia. Si damos al Señor el lugar que le corresponde en nuestro corazón, experimentaremos su presencia para sostenernos ante los hombres. Así, no solo no tendremos la tentación de ceder a lo que sabemos que es malo para evitarnos problemas, sino que se nos permitirá dar un testimonio positivo de la verdad dando la razón de nuestra esperanza con mansedumbre y temor. Actuando con espíritu de mansedumbre, no ofenderemos a nadie tratando de imponernos con nuestras opiniones; actuando con temor ante Dios, tendremos la audacia de mantener la verdad. Si bien no debemos temer los temores de los hombres (v. 14), debemos andar en el santo temor de Dios.
(V. 16) Además, para sufrir por la justicia y dar testimonio ante los hombres, necesitamos una «buena conciencia» ante Dios y los hombres. Si intentamos resistir al Enemigo con una mala conciencia, solo nos exponemos a la vergüenza y a la derrota. Con una buena conciencia, por nuestra conducta cristiana coherente, confundiremos a los que nos acusan falsamente.
(V. 17-18) Está claro, pues, que los creyentes pueden tener que sufrir por hacer el bien; pero incluso entonces, recordemos que es «la voluntad de Dios». La mala voluntad de los hombres puede causar sufrimiento, pero es la voluntad de Dios la que lo permite. Deberíamos esforzarnos por buscar la mente de Dios en el sufrimiento, recordando que es mejor sufrir «haciendo bien… que haciendo mal». Si fallamos y hacemos el mal, en lugar de ignorarlo, es justo que suframos. Sin embargo, no hay excusa para el cristiano que hace el mal y debe sufrir por ello: «Porque también Cristo padeció una vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, sufriendo la muerte en su carne, pero vivificado por el Espíritu». Al ser llevados a Dios, justificados de todos nuestros pecados, tenemos el privilegio de vivir una nueva vida en el Espíritu, y así hacer el bien, aunque a veces tengamos que «padecer haciendo bien».
(V. 19-20) Para animar a estos creyentes judíos en sus sufrimientos particulares, el apóstol establece un paralelismo entre su tiempo y los días anteriores al diluvio. Cristo no estaba entonces presente personalmente, pero predicaba por el Espíritu de Dios a los hombres de aquel tiempo por boca de Noé (Gén. 6:3; 2 Pe. 2:5). Hoy, Cristo ya no está en la tierra, pero el Espíritu Santo ha venido, y el evangelio es predicado por los siervos del Señor (Hec. 1:8). En los días de Noé, los hombres en su conjunto fueron desobedientes, no recibieron la predicación, y sus espíritus están ahora en prisión, esperando un juicio mayor, el de los muertos. Asimismo, la nación judía en su conjunto ha rechazado por completo la predicación de Cristo por el Espíritu (Hec. 7:51-53). Los días anteriores al diluvio fueron el tiempo de la «paciencia de Dios» cuando, antes de que llegara el juicio, Dios esperaba para bendecir a la humanidad; como hoy es el día de la gracia de Dios que precede al juicio venidero.
En los días del diluvio, unas pocas personas fueron salvadas del juicio que vino sobre el mundo; así hoy, un remanente es preservado del juicio gubernamental que vino sobre la nación de Israel, y del juicio mayor que espera a los vivos y a los muertos (4:5).
Los pocos que escaparon del juicio en los días de Noé se salvaron «a través del agua». El mundo entero en los días de Noé estuvo bajo el juicio de la muerte por el diluvio. Noé y los que estaban con él escaparon del juicio al pasar a través de las aguas del juicio. Cristo entró en la muerte y ha resucitado, y el creyente está libre del juicio por haber pasado por él en la persona de su Sustituto. Noé entró en un mundo nuevo, libre de juicio; así, Cristo resucitado está más allá del juicio, y el creyente, en su conciencia, está liberado de todo temor al juicio merecido, viendo que ante Dios está tan limpio de todos sus pecados –y del juicio que les estaba destinado– como el propio Cristo.
(V. 21) Esta separación de un mundo culpable, y de escapar del juicio al pasar a través de las aguas del juicio, está claramente ilustrado en la historia del diluvio. Además, el apóstol nos dice que estas grandes verdades también se presentan en imagen en el bautismo. Así, en este pasaje tenemos la imagen en el diluvio, como en el bautismo y el hecho en la muerte y resurrección de Cristo. En el bautismo pasamos a través del agua, y así, en figura, somos separados del mundo bajo juicio, para ser introducidos en una nueva esfera más allá del juicio. Aludiendo al lavado ceremonial bajo la ley, el apóstol nos advierte que, en su referencia al bautismo, no lo está usando como una imagen de la purificación ceremonial externa del cuerpo por los lavados levíticos, sino como una imagen de la muerte de Cristo por la cual obtenemos una buena conciencia ante Dios.
(V. 22) El último versículo del capítulo nos da a conocer la plenitud de la salvación que es nuestra por la muerte y resurrección de Cristo. Esto se nos presenta en Cristo como Hombre en el cielo, establecido en el lugar de la autoridad suprema –a la derecha de Dios– con todos los demás poderes sometidos a Él. Cristo ha entrado en la muerte y el juicio, y ha obtenido una victoria tan perfecta que ningún poder del universo puede impedirle ocupar su lugar en la gloria.
El apóstol continúa su tema del sufrimiento por la justicia en los primeros versos del capítulo 4. Volviendo a la afirmación de que es mejor sufrir por hacer el bien que por hacer el mal, establece un contraste entre el cristiano y los hombres de este mundo. Muestra que el cristiano debe haber terminado con el pecado, y que debe vivir el resto de su tiempo para la voluntad de Dios. Así, su vida como cristiano estará en absoluto contraste con su vida pasada cuando era inconverso, así como con la vida que los hombres llevan en el mundo –una vida dominada por el pecado o la voluntad de la carne.
(Capítulo 4:1) Para animar al cristiano a terminar con el pecado, o la satisfacción de la propia voluntad, el apóstol pone a Cristo ante nosotros como nuestro Modelo perfecto. Cristo vino al mundo para hacer la voluntad de Dios; y aunque nunca fue tentado por el pecado en él –como en nosotros–, fue tentado hasta el extremo por el pecado de fuera: Todo poder adverso concebible se desplegó contra él, la contradicción de los pecadores, el poder del diablo, las pretensiones de las relaciones naturales, la ignorancia de los discípulos y, finalmente, el poder de la muerte, todo se unió contra Cristo en un intento de desviarlo de su camino de perfecta obediencia a la voluntad del Padre. Resistió todas las tentaciones, eligiendo la muerte antes que la desobediencia, incluso cuando, como alguien dijo: “la muerte tenía el carácter de la ira contra el pecado y del juicio. Por muy amargo que fuera el cáliz, lo bebió para cumplir hasta el final la voluntad de su Padre y glorificarlo”. Al sufrir la muerte en lugar de ceder al principio del pecado, terminó con el pecado para siempre al morir.
El Enemigo constantemente hace grandes esfuerzos para arrastrar a los creyentes al pecado, a través de la tentación de satisfacer la carne de una forma u otra. Él conoce la forma particular de satisfacción a la que cada uno de nosotros es propenso a sucumbir, y nos tienta en consecuencia. Para resistir sus tentaciones, estamos incitados a armarnos contra el pecado, con la misma mentalidad de Cristo –la de sufrir antes que ceder al pecado. Si cedemos, la carne no sufre; al contrario, queda satisfecha; pero pecamos y, a su debido tiempo, sufriremos las consecuencias gubernamentales del pecado. Si nos negamos a ceder al pecado, la carne sufre, pero descansamos del pecado, y vivimos para la voluntad de Dios, disfrutando de la felicidad que conlleva.
(V. 2) Sin embargo, descansar del pecado, por muy correcto que sea, es solo una virtud negativa; el apóstol viene, pues, a hablar del lado positivo de la vida cristiana. La conversión divide aquí la vida en dos períodos distintos: primero, «el tiempo pasado», segundo, «no viváis más tiempo en la carne». En cuanto al tiempo que queda, lo único que conviene, como dice el apóstol, es no vivir ya para las concupiscencias de los hombres, sino para la voluntad de Dios. Nos armamos contra Satanás decidiendo sufrir antes que pecar, y nos volvemos hacia Dios con el deseo de hacer su voluntad.
(V. 3) El tiempo ya transcurrido de nuestra vida estuvo marcado por el cumplimiento de nuestra propia voluntad, y el carácter de esa voluntad fue manifestado por nuestra conducta. En el caso de estos creyentes judíos, se habían comportado según la voluntad de los gentiles, entregándose a los mismos excesos, mostrando claramente que la voluntad de un judío inconverso es idéntica a la de un gentil inconverso.
(V. 4) Los hombres del mundo se extrañan de que los creyentes se abstengan de las satisfacciones de la carne, negándose a unirse a ellos para pasar sus vidas en el lodazal de corrupción en que se ha convertido el mundo sin Dios. Al no conocer a Dios, ni los deseos y afectos de la nueva naturaleza, que hacen que los deseos de la carne sean repugnantes para el creyente, solo pueden prestar algún motivo maligno a quienes no los siguen en su vida de propia satisfacción. Es así como, el diablo, incapaz de apreciar la bondad, insinuó ante Dios que la piedad de Job no era real, que Job se abstenía del mal no porque lo odiara o amara a Dios, sino simplemente porque encontraba ventajoso no entregarse a los excesos.
El capítulo anterior nos enseñó que el mundo imputa falsamente el mal al creyente, y luego lo condena como haciendo el mal (3:16). Aquí, por el contrario, el mundo condena al creyente porque se niega a hacer el mal. Así, independientemente de lo que el creyente haga o deje de hacer, la naturaleza caída del hombre está convencida de oponerse a todo lo que es de Dios.
(V. 5) El hombre puede satisfacer la carne y calumniar a los que temen a Dios; pero Dios no es indiferente a sus vidas impías ni al trato que dan a los suyos. Tendrán que dar cuenta a Dios, que está dispuesto a juzgar tanto a los vivos como a los muertos.
(V. 6) Por esta razón el evangelio fue predicado a los que ahora están muertos, para que, por un lado, se ejecute el juicio sobre los que, habiendo sido advertidos, rechazan el evangelio y siguen viviendo según los hombres en cuanto a la carne o, por otro lado, en cuanto a los que reciben el evangelio, para que sean bendecidos y, abandonando su vida anterior, vivan según Dios en el espíritu. Dios proclama la gracia, pero no abandona su gobierno por el que trata el mal con justicia. Este versículo no significa que el evangelio fue proclamado a los hombres después de su muerte. Fue proclamado a los vivos que ahora están muertos. Sería absurdo sugerir que los muertos pudieran vivir en los deseos de la carne o en el poder del Espíritu.
(V. 7) En este versículo el apóstol resume la actitud del cristiano hacia el mundo en el que vive. Es un mundo caracterizado por los excesos y las orgías. Los hombres hacen su propia voluntad, satisfacen sus concupiscencias y calumnian al cristiano, que entonces debe sufrir por la justicia, soportar el sufrimiento y padecer en la carne antes que ceder al pecado. Frente a la maldad del mundo y a su propio sufrimiento, el cristiano debe recordar que el fin de todas las cosas está cerca. El fin, con todo lo que implica, ya sea el juicio para los inconversos o la bendición para el creyente, requiere sobriedad y vigilancia, con oración; la sobriedad en vista del fin al que todas las cosas conducen, la vigilancia en cuanto a todo lo que nos rodea, y la oración en relación con Dios.
7 - El círculo cristiano (cap. 4:8-11)
La parte de la epístola que acabamos de considerar nos ha dado una imagen solemne del mundo que se abandona a la satisfacción de la carne, en contraste con los que hacen la voluntad de Dios y sufren antes que pecar. Los versículos a los que llegamos nos introducen en el círculo cristiano para aprender la conducta adecuada de los cristianos entre sí.
(V. 8) Si las concupiscencias distinguen la esfera del mundo (v. 2), el amor es el carácter dominante de la compañía cristiana. Otras cualidades brillarán en este círculo, pero la que las corona a todas, aquella sin la cual las demás son vanas, es el amor; por eso, dice el apóstol, «ante todo, tened ferviente amor entre vosotros». Por tercera vez en el curso de su epístola, el apóstol presenta el amor como la cualidad predominante del círculo cristiano (véase 1:22; 3:8).
El amor está lejos de ser indiferente al pecado; pero el amor no expone los pecados sin necesidad, y menos aún se deleita con los fallos de los demás. En la medida de lo posible, trata los pecados en privado, para que no se hagan inútilmente públicos. Cuando han sido considerados y juzgados, el amor no habla más de ellos ni los divulga. El amor no hace daño, ni actúa con engaño. El amor cubre una multitud de pecados. «El odio despierta rencillas; pero el amor cubrirá todas las faltas», dice el sabio (Prov. 10:12).
(V. 9) Además, en un círculo en el que ya no somos extraños unos a otros, sino que estamos unidos por los lazos de Cristo, el amor se complacerá en ejercer la hospitalidad, según surja la ocasión, y donde el amor ferviente es real, se ejercerá sin murmurar.
(V. 10-11) Después de considerar el uso de los medios temporales, el apóstol da instrucciones para el uso de los dones espirituales. Cada uno, según haya recibido un don, es responsable de utilizarlo como administrador de la gracia de Dios. Si alguien habla, debe hacerlo como oráculo de Dios, con la convicción de que trae un mensaje que da el pensamiento de Dios para el momento presente. No es solo que exprese la verdad según los oráculos de Dios, sino que da el pensamiento de Dios «como oráculo de Dios».
El apóstol distingue además entre servir y hablar. Sin duda, inducidos en error por lo que ocurre en la cristiandad, nos inclinamos a limitar el ministerio a la predicación, cuando incluye toda una serie de servicios hacia los hijos de Dios en los cuales la predicación tiene poca o ninguna participación. Esto no quiere decir que la palabra expresada no sea el ministerio, pero este último incluye mucho más que el hecho de hablar.
Cualquiera que sea la forma del ministerio, debe ejercerse según la capacidad que Dios da. Las capacidades naturales están reconocidas como viniendo de Dios. En su gracia, Dios da dones espirituales, pero los da «a cada cual conforme a su capacidad» (Mat. 25:15). Alguien ha dicho, y es cierto, que “ninguna capacidad es en sí misma un don; pero el don espiritual no sustituye a la capacidad natural”. Podemos ver que Dios, al conferir su don a Pablo, reconoció su capacidad natural para presentar la doctrina de forma ordenada. Pedro, por su naturaleza probablemente más apta para ocuparse de la vida cotidiana práctica, recibió un don acorde con su capacidad; por ello, su ministerio es casi exclusivamente práctico.
Cualquiera que sea el don espiritual, la forma de ministerio y la capacidad natural, todo debe ser utilizado para la gloria de Dios, «para que en todo Dios sea glorificado». Debemos cuidarnos de la vanidad de la carne, dispuesta a utilizar estas cosas para exaltarse.
Este hermoso cuadro del círculo cristiano presenta una compañía de creyentes caracterizada sobre todo por el amor mutuo. La hospitalidad responde a las necesidades temporales, y los diversos dones de la variada gracia de Dios se ejercen para la bendición de todos. Dios es entonces glorificado «en todo», estando todos unidos «por Jesucristo, a quien es la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén».
8 - Sufrir por el nombre de Cristo (cap. 4:12-19)
El apóstol ha hablado hasta ahora de los sufrimientos por la conciencia (2:19), y de los sufrimientos por la justicia (3:14). Ahora aborda los sufrimientos por el nombre de Cristo. La confesión de Cristo en sus vidas y en su testimonio había atraído el fuego de la persecución sobre estos creyentes judíos.
(V. 12-14) Ciertamente es justo que el mundo, que vive según sus concupiscencias, sin temor a Dios, sea juzgado. Pero podría parecer extraño que el creyente que se abstiene de la concupiscencia, que busca la voluntad de Dios, que camina con sobriedad y vigilancia, esforzándose por glorificar a Dios en todas las cosas, tenga que pasar por el fuego ardiente. Sin embargo, esto solo sorprende a los creyentes que consideran el juicio en relación con ellos mismos. Si lo miraran en relación con Cristo, en aquel a quien creían, aquel que había llegado a ser precioso para ellos y a quien amaban, ya no les parecería algo extraordinario, algo inexplicable. Porque el Cristo al que sigue el creyente es un Cristo rechazado, que ha sufrido en este mundo y cuyo nombre es un oprobio entre los hombres. Era porque estos creyentes confesaban el nombre de Cristo, y sobre todo porque manifestaban en sus vidas las perfecciones de Cristo –el apóstol dice: «Para que también os alegréis en él con mucho gozo en la revelación de su gloria»– que debían pasar por el fuego de la persecución. Eran una respuesta a la oración del Señor, cuando pudo decir al Padre: «Soy glorificado en ellos» (Juan 17:10).
Esto es lo que despierta la oposición del diablo y del mundo. Para ellos, cualquier testimonio para gloria de Cristo es intolerable. Cuanto más fiel sea el testimonio dado a Cristo y a sus perfecciones, más tendrán que sufrir los creyentes.
Puesto que estos sufrimientos son por Cristo, deberían ser motivo de gozo y no de asombro. «Gozaos», dice el apóstol, «como partícipes de los sufrimientos de Cristo»; y también: «Si sois vituperados por el nombre de Cristo, dichosos sois». Además, así como los sufrimientos y el oprobio de Cristo tienen una respuesta en la gloria, los que sufren por su nombre participarán en su gloria en el día de su revelación. Si el santo pudiera concebir, en toda su bendita extensión, esta gloria venidera, sería llevado a regocijarse con entusiasmo en medio del sufrimiento. El menor sufrimiento por el que Dios pueda permitir a los suyos pasar por el nombre de Cristo es una garantía de la gloria venidera. El Espíritu de gloria, el Espíritu de Dios, que había venido de la gloria, estaba sobre estos santos en sufrimiento, y era las arras de la gloria venidera. El mundo puede blasfemar de Cristo, pero, en el poder del Espíritu de Dios, es glorificado en cuanto a los santos.
Se podría argumentar que tal persecución se explicaba fácilmente en los días del apóstol, cuando los creyentes se enfrentaban a la oposición mortal del judaísmo y a la horrible corrupción del paganismo, pero para nosotros, que formamos parte de la cristiandad donde Cristo es reconocido, todo es diferente hoy. Solo los que consideran el cristianismo en su aspecto exterior pueden avanzar este argumento. Es cierto que el cristianismo ha erigido muchos edificios fastuosos, supuestamente en honor de Cristo, y se dedica a muchas obras de caridad en su nombre. Por lo tanto, podríamos pensar erróneamente que Cristo es honrado, y que ya no está en oprobio. Pero sabemos que la cristiandad está totalmente corrompida, y que la masa profesa es un objeto de aversión para Cristo. Como en los días del apóstol, hoy “es blasfemado por todo el mundo religioso”. Todo verdadero testigo de Cristo es insoportable para el formalismo de los sistemas eclesiásticos humanos, para el materialismo del protestantismo así como para la superstición de la iglesia romana. La mera profesión, ya sea papal o protestante, siempre ha perseguido y perseguirá al testigo fiel de Cristo. Sigue siendo cierto que «todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos» (2 Tim. 3:12).
(V. 15-16) A continuación se nos advierte de la posibilidad de que un creyente sufra como haciendo el mal. Aunque siendo cristianos, si hacemos el mal, sufriremos bajo el gobierno de Dios, y más aún porque somos cristianos. Puede que no caigamos en las faltas más groseras, pero sufrir como «entrometido» en asuntos ajenos. Esto no hará más que avergonzarnos. Sufrir «como cristiano» no es motivo de vergüenza, sino una oportunidad para glorificar a Dios.
(V. 17-18) El hecho solemne de que un creyente pueda sufrir como haciendo el mal es una prueba de que el gobierno de Dios no se limita al mundo. Hemos visto que el mundo tendrá que dar cuenta a Dios, que está dispuesto a juzgar a los vivos y a los muertos. Pero aquí, ese juicio comienza incluso ahora con la casa de Dios. Pasar por alto el mal en su propia casa sería contrario a la naturaleza de Dios. Este juicio de Dios, en relación con su casa, es totalmente gubernamental y se aplica al tiempo presente. Se refiere a los creyentes, pues el apóstol solo tiene en cuenta a las «piedras vivas». Un ejemplo serio de estas formas de gobierno se da en el caso de la asamblea de Corinto. A causa de la conducta disoluta de algunos, Dios tuvo que ejercer el castigo; por eso leemos: «Por esto muchos de entre vosotros están enfermos y debilitados, y bastantes duermen» (1 Cor. 11:30).
Además, si Dios no perdona a los suyos, «¿cuál será el fin de los que no obedecen al evangelio de Dios? Si el justo es salvado con dificultad a través de las pruebas, de la oposición y de los peligros de este mundo, para ser llevados a la gloria, ¿cuál será el destino del impío y del pecador?
(V. 19) Si el creyente tiene que caminar por una senda de tantas dificultades, peligros y oposiciones, es evidente que nunca podrá, por sus propias fuerzas, atravesar el desierto de este mundo con seguridad. Solo el poder de Dios puede sostenerlo. Que todos podamos llegar a esta conclusión, y ante el sufrimiento, sea cual sea su forma, entregarle nuestra alma. Pero no olvidemos el «haciendo el bien», aunque suponga un sufrimiento; porque solo haciendo el bien podemos entregar todo a Dios con confianza. Aquí se trata de nuestra preservación en este mundo, por lo que nos dirigimos a Dios como «fiel Creador», que es «el Salvador de todos los hombres, especialmente de los creyentes» (1 Tim. 4:10).
9 - El círculo cristiano (cap. 5:1-7)
El apóstol se dirige de nuevo al círculo cristiano, con exhortaciones especiales para dos clases de personas, los ancianos y los jóvenes. El hecho de que se dirija a los jóvenes deja claro que utiliza el término «ancianos», no en un sentido formal, sino para caracterizar a aquellos que, por su edad y experiencia, son hermanos mayores.
(V. 1-3) Pedro mismo era un anciano, y además tenía las marcas de un apóstol, pues había sido testigo de los sufrimientos de Cristo, y partícipe de la gloria que estaba por revelarse (Hec. 1:21-22). Por lo tanto, puede exhortarnos, teniendo la experiencia de un anciano combinada con la autoridad de un apóstol.
Los ancianos son exhortados a alimentar el rebaño de Dios. Pastorear implica algo más que alimentar; significa guiar y proporcionar todos los cuidados necesarios a las ovejas. El pensamiento del Señor es claramente que los suyos sean visitados y atendidos. Cuando estuvo en la tierra, se compadeció al ver el estado miserable de su pueblo terrenal, que estaba expoliado y disperso, «como ovejas que no tienen pastor» (Mat. 9:36). Lamentablemente, la escasez de este tipo de atención pastoral muestra aún hoy la baja y miserable condición del pueblo de Dios.
Es «la grey de Dios» el que debe ser alimentado. La Escritura no permite hablar a un anciano de los hijos de Dios como si fueran su propio rebaño. ¡Qué privilegio es para un hermano responsable poder, en alguna medida, cuidar del rebaño de Dios! Pero qué solemne es abusar de este privilegio, y en lugar de pastorear el rebaño, utilizarlo para fines egoístas. Las exhortaciones implican la posibilidad de ejercer la vigilancia por coacción, o para obtener un beneficio vergonzoso, o con un espíritu dominante, como si se tratara de nuestras propias posesiones. Por lo tanto, se exhorta a los ancianos a ejercer este privilegio con buena voluntad, siendo los modelos del rebaño, en lugar de los amos.
El apóstol pone ante los ancianos las mismas palabras que el Señor le había dirigido, cuando le había dicho: «Pastorea mis ovejas» (Juan 21:16). Además, estas palabras habían sido pronunciadas en el mismo momento en que Pedro había sido llevado a darse cuenta de su propia debilidad y de su total dependencia del Señor. Alguien ha comentado: “En el mismo momento en que le convenció de su total incapacidad, el Señor le confió lo que más apreciaba”. Es obvio que quien pretende ejercer la supervisión con ánimo de lucro o con espíritu de dominio, nunca ha aprendido que no es nada en sí mismo. Solo cuando la experiencia nos ha enseñado nuestra propia debilidad, y por lo tanto nuestra necesidad de depender del Señor, que podemos ser verdaderamente supervisores de los demás. La edad y la experiencia son necesarias para velar por el rebaño de Dios. Moisés tuvo que pasar cuarenta años en el desierto aprendiendo sobre su propia debilidad y la grandeza de Dios, antes de ser enviado, a la edad de ochenta años, a pastorear al pueblo de Dios.
(V. 4) Para animar a todos los que participan a este bendito servicio, aprendemos que la fidelidad en su desempeño será recompensada. Es un servicio que probablemente no llevará al siervo a la prominencia aquí en la tierra, y a menudo será poco apreciado por los hijos de Dios, pero será recompensado con «la corona inmarcesible de gloria» cuando el pastor soberano será manifestado. El apóstol ha hablado de los «sufrimientos de Cristo» y de la gloria que será revelada; de ahí que dé a entender que el espíritu de sacrificio, con la medida de sufrimiento que implica necesariamente el cuidado del rebaño, será recompensado con una corona de gloria. Otros pasajes hablan de una corona de justicia, en respuesta a un camino de justicia práctica, pero la «gloria» siempre se presenta como la respuesta al sufrimiento y a la renuncia a sí mismo.
(V. 5-6) Los jóvenes están llamados a someterse a los ancianos, y todos han de estar revestidos de humildad, unos con otros. La actividad del orgullo, que nos llevaría a exaltarnos y a buscar un lugar de preeminencia entre los hijos de Dios, arruina la verdadera comunión en el círculo cristiano. La tolerancia del orgullo trae disputas y división, mientras que la humildad une a los santos. La humildad preserva a los hermanos de más edad que dominen sobre el rebaño de Dios, y mantiene a los más jóvenes en sumisión a los mayores.
El orgulloso se verá inevitablemente reprendido en los caminos gubernamentales de Dios, porque Dios resiste a los orgullosos. Al ocupar un lugar humilde, los humildes experimentarán la ayuda de la gracia de Dios. A la carne le gusta lucirse y buscar un lugar de protagonismo. Pero si nos humillamos bajo la poderosa mano de Dios, él nos levantará a su debido tiempo.
(V. 7) En el círculo cristiano, Dios quiere que estemos libres de preocupaciones. Esto solo será posible si echamos todas nuestras preocupaciones sobre Él, con la bendita certeza de que él cuida de nosotros. Podemos, por desgracia, fallar en el cuidado pastoral los unos por los otros, pero las misericordias de Dios no cesan; «nuevas son cada mañana» (Lam. 3:22-23). Si los pastores fallan, y las ovejas se sienten abandonadas, que ambos encuentren consuelo en estas palabras: «Él tiene cuidado de vosotros».
10 - Sufrir la oposición del diablo (cap. 5:8-14)
(V. 8-9) El apóstol aborda una última forma de sufrimientos: las debidas a la oposición del diablo. Es el adversario y calumniador del pueblo de Dios, pero «para esto fue manifestado el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo» (1 Juan 3:8). Aunque el poder del diablo fue anulado en la cruz, él mismo aún no ha sido arrojado al lago de fuego. Como un león agitado y rugiente, sigue rodeando «la tierra» y andando «por ella» (Job 1:7; 2:2). Como siempre, su propósito es destruir. Con respecto a los hijos de Dios, sus esfuerzos tienden a destruir su fe en Dios. Pedro puede hablar por experiencia, pues hubo un tiempo en que Satanás deseaba tenerlo. En efecto, se le concedió tamizar a Pedro como el trigo, pero no pudo alcanzar su fe, pues el Señor había dicho: «He rogado por ti para que tu fe no desfallezca» (Lucas 22:32). Ahora Pedro puede decir a los demás que el secreto para resistir a Satanás reside en estar «firmes en la fe».
Esta oposición del diablo no es excepcional, ni se limita a los creyentes de entre los judíos. De una forma u otra, todos los hijos de Dios están expuestos a este tipo de sufrimiento mientras están «en el mundo».
(V. 10-11) Sea cual sea la oposición del diablo, tenemos al «Dios de toda gracia» para sostenernos, y la «gloria eterna» está ante nosotros. El diablo puede oponerse, pero la gracia nos ha llamado a la gloria por medio de Jesucristo, y ningún poder de Satanás puede frustrar el llamado de Dios. La gracia desembocará infaliblemente en la gloria, aunque mientras tanto tengamos que sufrir «un poco de tiempo».
Con su oposición, el diablo puede tratar de destruir la fe de los santos. Pero, como en el caso de Pedro, Dios utiliza los ataques de Satanás para perfeccionar a los suyos, para afirmarlos, fortalecerlos y establecerlos. Así, sus esfuerzos no solo se ven frustrados, sino que se utilizan para la bendición del creyente y para la gloria de Dios. «A él sea la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén».
A lo largo de su epístola, el apóstol presenta la gloria como la respuesta a los sufrimientos, cualquiera que sea su forma. En el capítulo 1, los sufrimientos resultantes de las pruebas permitidas por Dios tendrán una respuesta en la gloria (1:7); en el capítulo 2, los sufrimientos por causa de Dios están vinculados a la gloria (2:19-20); en el capítulo 4, los sufrimientos por el nombre de Cristo tendrán su recompensa en el día de la gloria (4:13-14); y en el último capítulo, los sufrimientos causados por la oposición del diablo solo fortalecen al hijo de Dios para la gloria eterna.
(V. 12-13) En la conclusión de su epístola, el apóstol nos recuerda que su propósito al escribir esta breve carta es dar testimonio de la verdadera gracia de Dios en la que se encuentran los creyentes. Al parecer, el apóstol no conocía bien a Silvano, el portador de la carta. Sin embargo, lo elogia con estas palabras: «a quien considero un hermano fiel». El apóstol escribe desde Babilonia y envía saludos de una conocida hermana.
(V. 14) La epístola concluye con un último llamamiento para que el amor caracterice al círculo de los cristianos y el deseo de que la paz reine entre ellos.