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La Segunda Epístola de Pedro


person Autor: Frank Binford HOLE 114


1 - 2 Pedro 1

En su Segunda Epístola, el apóstol Pedro se dirigió a los mismos creyentes –judíos cristianos dispersos por Asia Menor– que en la Primera. Este hecho no se afirma directamente en los versículos iniciales, pero 2 Pedro 3:1 lo hace bastante evidente. En el Epístola simplemente los describe como aquellos que habían recibido una fe preciosa semejante a la suya «por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo».

Habían creído en el Evangelio tal como él lo había creído, y tal fe, dondequiera que se encuentre en el corazón, es ciertamente preciosa. Sin embargo, la referencia aquí es a la fe en Cristo, que es preciosa más allá de toda palabra. La religión de los judíos no podía llamarse fe. Comenzó con la vista en el Sinaí. Consistía en una Ley de exigencia unida a un sistema visible –«tenía reglas relativas al culto, así como un santuario terrenal» (Hebr. 9:1) – que era una sombra de las cosas buenas por venir. Se habían apartado de esto, que parecía la sustancia, pero era solo la sombra, para abrazar la preciosa fe de Cristo que a los incrédulos les parece una sombra, pero que es realmente la sustancia.

Esta fe preciosa solo ha llegado a nosotros por el advenimiento del Señor Jesús como Salvador, y él vino como la demostración de la justicia de nuestro Dios. La palabra «nuestro» debe ser insertada como el margen de una Biblia de referencia mostrará, y es digno de ser notado. Escribiendo como un judío convertido a judíos convertidos, «nuestro Dios» significaría “el Dios de Israel”, que había mostrado su justicia en su fidelidad a sus antiguas promesas habiendo intervenido en favor de ellos, y en el nuestro, mediante el envío del Salvador, como resultado de lo cual tan preciosa fe es nuestra.

Ahora bien, el Señor Jesús, que vino como nuestro Salvador, según el versículo 1, es también el Revelador por el que tenemos el verdadero conocimiento de Dios, como indica el versículo 2, y toda la gracia y la paz las disfrutamos en la medida en que conocemos realmente a Dios mismo y al Señor Jesús. En efecto, todas las cosas relacionadas con la vida y la piedad son nuestras, gracias al conocimiento de nuestro Salvador Dios.

Ayudará a la comprensión de este pasaje si se empieza por notar que:

1. El versículo 3 y la primera parte del versículo 4 hablan de cosas que son dadas por el poder de Dios a todos y cada uno de los creyentes.

2. La última parte del versículo 4 nos da el objeto que Dios tenía en vista en lo que ha dado.

3. Los versículos 5 al 7 indican la manera en que somos responsables de poner en práctica lo que hemos recibido, de modo que se alcance el objetivo de Dios. Debemos caracterizarnos por la expansión y el crecimiento. Lo que el «divino poder» (v. 3) nos ha dado, nuestro «empeño» (v. 5) debe ampliarlo.

¿Qué nos ha dado el poder divino? Todo lo relacionado con la vida y la piedad. No solo hemos recibido la vida, sino con ella todas las cosas necesarias para que la nueva vida se manifieste en una vida cristiana práctica y en un comportamiento piadoso. El apóstol no se detiene a especificar las cosas dadas, salvo para recordarnos que tenemos promesas de un tipo sumamente grande y precioso. De hecho, emplea el superlativo «grandes», porque nada puede superar las esperanzas del cristiano, centradas en la venida del Señor. Sin embargo, unos momentos de reflexión podrían servir para recordarnos algunos de los dones que el poder divino nos ha conferido: el Espíritu Santo que habita en nosotros, la Palabra de Dios escrita para nosotros, el trono de la gracia abierto para nosotros, por nombrar solo 3. Hemos recibido, sin embargo, no algunas, sino todas las cosas que tienen que ver con la vida y la piedad. Por lo tanto, somos enviados completamente equipados. Nada falta de parte de Dios.

Todas estas cosas nos han llegado a través del conocimiento de Dios, como aquel que nos ha llamado «a» o «por su gloria y excelencia». Por supuesto, estamos llamados a la gloria (véase 1 Pe. 5:10). Aquí el punto es que tanto la gloria como la virtud caracterizan nuestro llamado. Estamos llamados a vivir en la energía de esa gloria que es nuestro destino y fin, y de esa virtud o valor que nos llevará hasta el final.

Estas cosas, todas y cada una, son nuestras para que por ellas podamos ser «partícipes de la naturaleza divina». Todo verdadero creyente es «nacido de Dios» y en ese sentido participa de la naturaleza divina (véase 1 Juan 3:9); por consiguiente, hace justicia y camina en amor (véase 1 Juan 2:29; 3:10). El significado de nuestro pasaje, sin embargo, no es que por las cosas que se nos han dado podamos nacer de nuevo, pues Pedro estaba escribiendo a los que ya habían «renacido… de Dios» (1 Pe. 1:23). Se trata más bien de que por medio de estas cosas seamos conducidos a una participación práctica y experimental de la naturaleza divina. En una palabra, el amor es la naturaleza divina, y de ahí que los versículos 5 al 7 describan el crecimiento del creyente como culminando en el amor. El «amor», la naturaleza divina, es lo último. El creyente cuyo corazón está lleno del amor de Dios es verdaderamente partícipe de la naturaleza divina, en el sentido de este pasaje.

Toda la corrupción que hay en el mundo es fruto de la lujuria. La palabra «concupiscencia» abarca todos los deseos que surgen de la naturaleza caída del hombre. La Ley de Moisés vino e impuso su restricción sobre los deseos caídos del hombre, pero en lugar de que la Ley realmente restringiera la lujuria, la lujuria de los hombres rompió las restricciones de la Ley y continuó extendiendo su corrupción por todas partes. Todas las corrupciones del mundo se originan en la naturaleza caída del hombre. A nosotros, los creyentes, se nos hace partícipes de la naturaleza divina, de donde brota la santidad, y por eso somos elevados y escapamos de la corrupción. En la fuerza de lo que es divino somos levantados de lo que es natural para nosotros como pecadores, y no hay otra manera de escapar que esta.

Ahora fíjese en las palabras con las que comienza el versículo 5: «Por esto». Es decir, además de todo lo que se nos confiere gratuitamente por «su divino poder» se necesita algo de nuestra parte. Y ese algo es «todo empeño».

La obra, incluso en nuestros corazones y vidas como creyentes, es toda obra de Dios; sin embargo, no debemos caer por ello en una especie de fatalismo, como si no tuviéramos nada que hacer. Más bien debemos recordar que a Dios le agrada usar medios humanos en conexión con gran parte de su obra, y que él ha ordenado que el camino a la prosperidad espiritual para cada creyente sea por medio de la propia diligencia espiritual de ese creyente. Esto no es sorprendente porque está de acuerdo con lo que vemos en las cosas naturales. En el libro de Proverbios tenemos la sabiduría divina aplicada a las cosas naturales y allí leemos: «¿Has visto hombre solícito en su trabajo? Delante de los reyes estará; no estará delante de los de baja condición» (Prov. 22:29).

Por tanto, con todo empeño hemos de añadir a nuestra fe la virtud y todas las demás cosas enumeradas en los versículos 5 al 7. Otra versión lo traduce así: «A vuestra fe, virtud; a la virtud, conocimiento». Si la primera traducción da la idea de construcción, como si se añadieran ladrillos a los ladrillos, la segunda da la idea de crecimiento. El brote del manzano en primavera tiene en germen la deliciosa manzana que cuelga en otoño en el mismo lugar. Sin embargo, en la producción de la manzana han intervenido muchos factores: la luz del sol, la lluvia y la energía vital del árbol, que le han permitido absorber del suelo la humedad necesaria y otras materias. Sin la energía vital del árbol, todo lo demás habría sido en vano en lo que respecta a la producción de una manzana.

Ahora debemos caracterizarnos por una energía diligente de la misma manera. Los hermosos rasgos del carácter cristiano que yacen en germen en todo cristiano se expanden entonces en nosotros y en nuestra fe se encuentra la virtud o el valor. Si no hay virtud que nos permita distinguirnos clara y distintamente del mundo, nuestra fe se convierte en algo muy enfermizo.

En la virtud debemos tener conocimiento. La virtud imparte gran fuerza al carácter, pero a menos que la fuerza se use de acuerdo con el conocimiento, y ese conocimiento sea el mejor y más elevado de todos –el conocimiento de Dios y su voluntad– puede convertirse en algo peligroso.

En el conocimiento debemos tener templanza, o moderación. Si nos regimos únicamente por el conocimiento, podemos convertirnos muy fácilmente en criaturas de extremos. El creyente de gran lucidez intelectual puede fácilmente actuar de tal manera que ponga en peligro el bienestar de sus hermanos menos perspicaces, como nos muestran Romanos 14 y 1 Corintios 8. De ahí la necesidad de la templanza.

En la templanza debemos tener paciencia, o resistencia. Estamos destinados a ser probados. El creyente de la resistencia vence.

En la paciencia, piedad. Aprendemos a vivir en la conciencia de la presencia de Dios. Vemos a Dios en nuestras circunstancias y actuamos como bajo su mirada.

En la piedad, la bondad fraternal; porque ahora somos capaces de ajustarnos adecuadamente con respecto a nuestros hermanos creyentes. Los vemos también en relación con Cristo y como engendrados por Dios, y no según nuestros caprichos y fantasías, nuestras propias parcialidades, nuestros gustos o disgustos.

En la bondad fraternal debemos tener caridad, o amor; es decir, amor divino, el amor que sigue amando lo que naturalmente no es amoroso, ya que ahora la fuente del amor está en el interior y por lo tanto el amor no tiene que ser excitado por la presentación exterior de lo que puede atraer a uno personalmente. El creyente que mediante un crecimiento espiritual diligente ama de esta manera, participa de la naturaleza divina de una manera muy práctica, y es fructífero, como lo declara el versículo 8.

Estas cosas, noten, deben estar en nosotros y abundar. No son como vestiduras que debemos ponernos, porque entonces podríamos quitárnoslas en ocasiones. Al igual que los frutos, son el producto y la expansión de la vida divina en nuestro interior, y si abundan en nosotros, demuestran que no somos «ociosos» –o «estériles»– «sin fruto en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo».

La ociosidad es lo opuesto a la diligencia. ¿Qué somos, ociosos o diligentes? Algunos cristianos son muy diligentes en hacer dinero y hasta diligentes en buscar placeres, pero ociosos en las cosas de Dios. ¿No es de extrañar que languidezcan espiritualmente? Otros, mientras prestan la atención necesaria a sus negocios o trabajo, son diligentes en las cosas de Dios. Nadie debe sorprenderse de que florezcan espiritualmente.

Los versículos 8 y 9 de nuestro capítulo nos presentan un fuerte contraste. El creyente diligente que crece espiritualmente, y en quien por consiguiente se encuentra abundantemente el fruto del Espíritu, no es ocioso ni infructuoso en el conocimiento del Señor Jesús. Por otro lado, es posible que un creyente sea, al menos temporalmente, ocioso e infructuoso, y que por consiguiente se encuentre en la triste situación que describe el versículo 9. Tales personas son ciegas y miopes. Los tales son ciegos y cortos de vista, y su memoria espiritual está deteriorada.

El reincidente del versículo 9 es evidentemente un verdadero creyente. No dice que nunca fue purificado de sus antiguos pecados; mucho menos dice que habiendo sido salvo una vez, ahora ya no está purificado de sus pecados; sino que ha olvidado la purga de sus pecados anteriores. Purificado estaba, pero lo ha olvidado. Debemos distinguir, por lo tanto, entre la reincidencia de este versículo y la reincidencia referida en Hebreos 6, y en la parábola del sembrador (véase Lucas 8:13).

En Hebreos, el reincidente es un apóstata que se aparta de la fe cristiana hasta tal punto que crucifica de nuevo para sí al Hijo de Dios, y su caso está totalmente perdido.

En la parábola del sembrador, el apóstata es aquel que recibe la palabra en la mente y las emociones, sin que penetre jamás en la conciencia. Los tales profesan la conversión, pero sin realidad, y en seguida se apartan. Su caso, aunque difícil, no es desesperado, porque posteriormente pueden convertirse real y verdaderamente a Dios.

Aquí, sin embargo, se trata del verdadero creyente, y, si alguien estuviera dispuesto a preguntarse si estas cosas pueden ser verdaderas para ellos, podemos señalar un triste episodio de la propia historia de Pedro, donde ilustró lo que afirma en este versículo. Si hubiéramos visto la ceguera de Pedro en cuanto a su propia debilidad en la noche de la traición, si lo hubiéramos visto corriendo miope hacia la posición más peligrosa mientras se calentaba junto al fuego en medio de los enemigos del Señor, y luego, cuando fue interpelado por la criada, estallando en una dolorosa exhibición de sus antiguos pecados de maldecir y jurar, habríamos visto cómo, al menos por el momento, había olvidado cómo había sido purificado.

Y ciertamente no somos mejores ni más fuertes que Pedro. ¿Cuántas veces hemos ilustrado tristemente el versículo 9?

Nuestra preservación de ello radica, por supuesto, en esa diligencia a la que Pedro nos exhorta. La manera de no retroceder es seguir adelante. Teniendo estas cosas en abundancia en nosotros (v. 8) y haciéndolas (v. 10) seremos preservados de caer, y así se manifestará que somos en verdad los llamados y escogidos de Dios.

¿Cómo miraban los otros discípulos a Pedro después de su desastrosa caída? Probablemente temieron por un momento que se convirtiera en un segundo Judas. Evidentemente, se preguntaban si realmente era uno de ellos. De ahí el mensaje especial: «Decid a sus discípulos y a Pedro» (Marcos 16:7). No estaban nada seguros de su «vocación y elección».

A los serios cristianos tesalonicenses de corazón sencillo, el apóstol Pablo escribió: «Sabiendo, hermanos amados por Dios, vuestra elección». ¿Cómo lo sabía tan confiadamente? Lea el primer capítulo de la Primera Epístola y vea el asombroso progreso que habían hecho en el corto tiempo transcurrido desde su conversión. Era imposible, por tanto, dudar de su elección. La habían asegurado.

La vitalidad y la fecundidad que caracterizan al creyente diligente no solo demuestran su vocación y elección en el presente, sino que también están llenas de promesas para el futuro. Delante de nosotros está «el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo», y aunque todo cristiano entrará en ese reino, es el cristiano fructífero el que tendrá una entrada abundante, como deja claro el versículo 11. El «reino eterno» es el reino de Dios.

El «reino eterno» no es el cielo. Nadie gana el cielo como resultado de la diligencia o la fecundidad; ni unos ganan una entrada abundante y otros una escasa. No hay entrada en el cielo sino a través de la obra de Cristo –una obra perfecta y disponible por igual para todos los que creen– de modo que todos los que entran, en absoluto entran de la misma manera y en pie de igualdad sin distinción.

El reino eterno se establecerá cuando Jesús venga de nuevo, y en conexión con él se darán recompensas como nos enseña la parábola de Lucas 19:12-27. Habrá, por consiguiente, grandes diferencias en cuanto a los lugares que los creyentes ocuparán en el reino, y nuestra entrada en él podrá ser abundante o al revés. Todo dependerá de nuestra diligencia y fidelidad. El recuerdo de esto ciertamente nos impulsará al celo y a la devoción.

Sabiendo esto, y sabiendo también con qué facilidad y rapidez olvidamos incluso las cosas que conocemos bien, el apóstol Pedro, como diligente pastor de almas, les recordaba estas cosas una y otra vez. Ellos sabían estas cosas; de hecho, estaban establecidos en la verdad que había salido a la luz en Cristo –la verdad presente– sin embargo, lo que necesitaban era ser «recordados». Cuánto más necesitamos nosotros estos recordatorios, siendo el objeto, como dijo Pedro, «estimularos».

¡Tomen nota de esto! Podemos escuchar discursos o leer artículos que no contienen ninguna verdad nueva para nosotros. No los despreciemos, pues. La función principal de un maestro puede ser instruir en la verdad del cristianismo, verdad que, aunque antigua en sí misma, es en gran parte nueva para aquellos a quienes instruye. La función principal de un pastor es llegar a los corazones y conciencias de los creyentes, aplicándoles las cosas en las que han sido instruidos, estimulándolos y manteniéndolos en una condición ejercitada y vigilante. ¿No necesitamos la mayoría de nosotros este último ministerio más que el primero? Practicar más consecuentemente lo que sabemos es probablemente para nosotros una necesidad más urgente que ampliar el área de nuestro conocimiento.

Ahora Pedro miraba hacia la hora de su muerte. El Señor Jesús le había insinuado su muerte y la forma en que se produciría, como consta en Juan 21:18-19. Para entonces sabía que iba a tener lugar en breve. En ese momento ya sabía que iba a tener lugar en breve. ¿No es sorprendente que Pedro no necesitara que le dijeran que iba a morir? Qué testimonio de que la esperanza del cristiano no es la muerte, sino la venida del Señor.

Pero veamos qué uso hizo Pedro de este conocimiento, y cómo puso en práctica la diligencia que en este capítulo ha exhortado a otros. El versículo 15, traducido más literalmente, dice: «Me esforzaré con empeño para que después de mi partida siempre os podáis acordar de estas cosas», y luego continúa reforzando la realidad y la certeza del reino venidero del que comenzó a hablar en el versículo 11, sin detenerse a indicar exactamente lo que se proponía hacer. Es muy evidente, sin embargo, que lo que se propuso y llevó a cabo bajo la guía e inspiración del Espíritu Santo fue la redacción de la Epístola que estamos leyendo ahora. Por medio de ella podemos recordar estas cosas en cualquier momento, aunque la voz de Pedro hace tiempo que se ha callado.

Obsérvese que aquí no se menciona el surgimiento de otra raza de apóstoles u hombres inspirados, ninguna sucesión apostólica. Lo que se indica como ocupando el lugar de los apóstoles es la Escritura –particularmente los escritos apostólicos, en otras palabras, el Nuevo Testamento. Ningún maestro puede hablar con la autoridad inspirada de la Escritura. Si descuidamos nuestras biblias, escucharemos en vano al mejor de los hombres.

Acabamos de tener nuestras mentes agitadas por el hecho de que la diligencia tendrá su recompensa cuando llegue el día del reino eterno de nuestro Señor. Pedro, sin embargo, escribía a personas que desde los días de sus padres habían acariciado la esperanza del reino del Mesías, y que habían vivido para verlo rechazado y crucificado. ¿Tenían entonces la tentación de preguntarse si, después de todo, las profecías de su reino glorioso y real, que abarcaba tanto la tierra como el cielo, debían interpretarse como meras figuras retóricas, descripciones brillantes y poéticas de lo que, después de todo, no era más que un estado espiritual e invisible en el cielo? Es posible que fuera así, porque somos naturalmente criaturas de extremos. Las personas que una vez pensaron todo del advenimiento prometido del Mesías en gloria pública y nada de su advenimiento en humillación, es probable que, cuando estén convencidos de su venida para sufrir, piensen todo de eso y nada de su reino y gloria.

El poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, tan largamente predichos en el testimonio profético, no es, sin embargo, ningunas «ingeniosas fábulas», y Pedro es capaz de dar un testimonio tan concluyente de su realidad sustancial. En los versículos 16 al 18 nos dice, en efecto: “El testimonio profético es verdadero y el reino predicho es una realidad sustancial que se manifestará a su tiempo, pues ya lo hemos visto en forma de muestra”. Aludía, por supuesto, a la escena de la transfiguración registrada en 3 de los 4 Evangelios, y presenciada por él mismo, Santiago y Juan.

No hace muchos años, algunos hombres empezaron a hablar de un nuevo tipo de tejido sedoso producido no a partir de los capullos de una oruga, sino de la madera, ¡de todas las cosas del mundo! La gente se mostraba incrédula, parecía una fábula. Pero pronto se obtuvieron pruebas concluyentes. Se produjeron muestras, no toneladas, sino onzas. La realidad sustancial de la seda artificial quedó tan demostrada entonces por esas onzas como lo está ahora por los incontables miles de medias expuestas en los escaparates de todo el mundo.

El glorioso reino de nuestro Señor Jesús fue visto hace mucho tiempo en forma de muestra por testigos escogidos. De hecho, la manifestación del mismo apareció no solo a sus ojos, sino también a sus oídos. Fueron «testigos visuales de su majestad», y también «oímos esta voz venida del cielo» –la voz que vino de la «magnífica gloria» diciendo: «Este es mi amado Hijo, en quien me complazco».

Sin embargo, algunos querrán preguntarse en qué sentido la escena de la transfiguración fue una muestra del «poder y la venida» del Señor, y por tanto confirmatoria de su glorioso reino. Lo era, en la medida en que él era el objeto central y glorificado de todo. Los santos que gozaban de una porción celestial estaban representados en Moisés y Elías. Los santos de la tierra estaban representados por Pedro, Santiago y Juan. Los santos celestiales se asociaban con él y participaban inteligentemente de sus pensamientos en la conversación. Los santos terrenales fueron bendecidos por su presencia, aunque deslumbrados por su gloria. Era una visión del «Hijo del hombre viniendo en su reino» (Mat. 16:28); una visión del «reino de Dios venir con poder» (Marcos 9:1); una visión del «reino de Dios» (Lucas 9:27).

El reino glorioso y eterno del Señor Jesús es entonces una realidad bendita y sustancial. Ciertamente está llegando. Entraremos en él como llamados de Dios a su lado «celestial» (2 Tim. 4:18). La cuestión que queda por resolver es: ¿de qué manera entraremos en ella? ¿Será tu entrada y la mía una entrada abundante? ¿Entraremos como un barco elegante y bien equipado que entra en el puerto a toda vela? ¿Entraremos más bien como un naufragio maltrecho y andrajoso? La respuesta la daremos cada uno de nosotros en la diligencia espiritual o en la pereza y el descuido espirituales que nos caracterizan día a día.

La transfiguración del Señor Jesús no solo fue una confirmación especial y particular de la realidad de su reino venidero, sino que también, de manera general, fue una confirmación de todo el testimonio profético del Antiguo Testamento. Esto es lo que afirman las palabras iniciales del versículo 19: «y tenemos más firme la palabra profética». Esto no es difícil de entender si escudriñamos el Antiguo Testamento y observamos cómo todas sus brillantes predicciones se centran en el reinado del Mesías en la tierra, de modo que establecer la realidad de su glorioso no venidero, era establecer todo el testimonio profético del Antiguo Testamento.

Estos primeros cristianos judíos estaban quizás algo inclinados a ignorar las profecías del Antiguo Testamento, como si hubieran sido reemplazadas por los desarrollos en cuanto a los sufrimientos de Cristo, tan inesperados para ellos. El apóstol Pedro les asegura aquí su valor e importancia, pues es como una «lámpara que brilla en un lugar oscuro». La palabra en el original traducida «oscuro» es una que significa “escuálido” o “sucio”. Este mundo con todos sus ingeniosos inventos y elegante esplendor es solo un lugar escuálido en la estimación de Dios, como también en la estimación de cada cristiano que es enseñado por él. La única luz verdadera que se derrama en la escualidez es la que proviene de la lámpara de la profecía. Los hombres se complacen en vanas imaginaciones en cuanto al «Milenio» que evolucionarán a partir de la suciedad actual. Tales imaginaciones no son más que un testamento. La lámpara de la profecía nos trae a la luz el propósito de Dios y la obra venidera de Dios, tanto de juicio como de salvación, y nos permite ver la miseria del mundo actual, así como la gloria del mundo venidero.

Debemos estar atentos a la luz de la lámpara profética «hasta que el día amanezca y el lucero de la mañana se levante en vuestros corazones». El «día» es, por supuesto, el día de Cristo –el día de su gloria–, entonces la lámpara ya no será necesaria. Sin embargo, antes de que amanezca el día, el lucero del alba debe surgir en nuestros corazones.

La estrella “diurna” o “matutina” es una alusión a la venida de Cristo por los suyos, que le esperan, antes de que aparezca públicamente al mundo como «Sol de justicia». Como el lucero del alba, él es distintivamente la esperanza del cristiano, y cuando el lucero del alba surge en el corazón de un creyente, ese creyente está en la gozosa expectación de la venida de su Salvador celestial. Debemos, pues, estar atentos a la palabra profética hasta que amanezca el día de la gloria de Cristo, y hasta que seamos conducidos por ella al pleno goce de nuestra propia esperanza cristiana, porque la profecía del Nuevo Testamento ha puesto de manifiesto lo que nunca se mencionó en el Antiguo Testamento. En otras palabras, el fin de la profecía es doble: –Primero, derramar sus rayos en la oscuridad hasta que llegue realmente el día de la gloria de Cristo. En segundo lugar, conducir mientras tanto el corazón del creyente a la plena realización y disfrute de su propia esperanza.

De hecho, muchos cristianos rehúyen totalmente la profecía porque, dicen, se ha convertido en un mero campo de batalla de escuelas rivales de interpretación entre los verdaderos cristianos, y con demasiada frecuencia en una especie de coto de caza para los líderes de falsos sistemas religiosos, donde persiguen sus nociones heréticas. Hay demasiada verdad en esto, pero el remedio no es ignorar la profecía, sino más bien prestarle la debida atención, prestando toda la atención a la primera regla para su uso apropiado, como se da en el versículo 20.

«Ninguna profecía de la Escritura se puede interpretar por propia cuenta» o, más literalmente, «de interpretación propia». Esto no significa, como pretenden los romanistas, que ninguna persona privada tenga derecho a preocuparse por lo que significa la Escritura, sino solo a aceptar confiadamente lo que la “iglesia” romana, representada por el Papa o el concilio, declara que significa. Es más bien una advertencia contra el tratamiento de cada declaración profética individual como si fuera por sí misma, una especie de dicho autónomo que debe interpretarse aparte de la masa de la enseñanza profética. Toda profecía está conectada e interrelacionada y solo debe entenderse en relación con el conjunto. Nunca fue pronunciada por voluntad humana, sino por inspiración del Espíritu de Dios. Él utilizó a diferentes hombres en diferentes épocas, pero su única mente lo impregna todo. Por tanto, cada una de las palabras proféticas solo podrá ser comprendida e interpretada adecuadamente si se la considera en relación con el todo, del que forma parte.

Si un artista del mueble diseñara un armario excepcionalmente fino y confiara el trabajo en 12 secciones a 12 carpinteros diferentes, cualquiera que se esforzara en “interpretar” cualquiera de las piezas resultantes de la carpintería por sí misma llegaría seguramente a algunas conclusiones extrañas. No se encontraría ninguna interpretación fiable o satisfactoria hasta que no se viera en relación con todo el diseño. Así sucede con cada profecía de la Escritura, y aquí se encuentra la razón de las muchas opiniones e incluso herejías que tenemos que deplorar.

Obsérvese cómo se habla de la inspiración en el versículo 21. Los «hombres de Dios» hablaron y escribieron «guiados por» o «movidos por» el Espíritu Santo. Pusieron sus plumas sobre el papel bajo su poder, de ahí que él sea el verdadero Autor de lo que así escribieron.

2 - 2 Pedro 2

Pero todo lo que es de Dios, y por lo tanto bueno, es falsificado por el poder satánico, por eso el capítulo 2 comienza con una advertencia. Cuando antiguamente el Espíritu Santo movía a los hombres santos a darnos declaraciones de Dios, el gran adversario se movía y traía entre el pueblo falsos profetas. Tenemos muchos ejemplos de esto en las Escrituras. En los días de Acab, las cosas habían llegado a tal extremo que Elías pudo decir: «Solo yo he quedado profeta de Jehová; mas de los profetas de Baal hay cuatrocientos cincuenta hombres» (1 Reyes 18:22), e incluso después de la destrucción de los profetas de Baal hubo unos cuatrocientos profetas que llevaron a Acab a darle muerte a un profeta, Micaías, hijo de Imlah, que le dijo la verdad; todos estos profetas no decían que hablaban en nombre de Baal, sino que dijeron: «Sube a Ramot de Galaad, y serás prosperado; porque Jehová la entregará en mano del rey» (1 Reyes 22:12).

Ahora, una vez más, Dios estaba dando testimonio profético mediante declaraciones inspiradas a través del apóstol y de otros, y el adversario se preparaba para repetir sus tácticas. Por eso Pedro advirtió a estos primeros cristianos que debían estar en guardia contra los falsos maestros que introducirían en privado herejías «destructoras» o «condenables». Satanás nunca es más peligroso que cuando trabaja en privado o a hurtadillas; cuando en lugar de lanzar un ataque frontal, negando audazmente la verdad, se arrastra por el flanco, haciendo mercadería del pueblo de Dios con palabras fingidas, como dice el versículo 3. De hecho, la misma palabra traducida «introducirán furtivamente» significa literalmente «introducirán lateralmente».

El ataque por el flanco invariablemente tiene más éxito que el ataque frontal. Los ejemplos de esto son comunes. Hace muchos años, se lanzó un audaz ataque directo a la Deidad de Cristo, y se formó un cuerpo Unitario. Hasta el día de hoy sigue siendo un movimiento comparativamente insignificante [1]. En años más recientes, la doctrina unitaria se ha introducido lateralmente en denominaciones profesas ortodoxas y la plaga se ha extendido como un reguero de pólvora.

[1] Escrito en la primera mitad del siglo 20.

Estén en guardia contra estos falsos maestros. Tendrán un exterior totalmente agradable y sus palabras serán “fingidas” o “bien torneadas” –hábilmente adaptadas para despistar al simple creyente. Dirán que creen en “la Divinidad de Cristo”, pero, por supuesto, consideran que todo hombre es más o menos divino. Aceptan la verdad de «la expiación» –siempre y cuando les permita exprimirlo como: “reconciliación”. Pueden hacer maravillosos malabarismos con la palabra «eterno» y demostrar que solo significa “que dura toda la vida terrena” cuando está relacionada con el castigo. Y así sucesivamente.

Llegan al extremo de negar «al Señor que los compró». Él los compró, porque con su muerte compró todo el mundo por causa del tesoro escondido en él (véase Mat. 13:44). No dice que él los redimió, porque la redención solo se aplica al verdadero creyente. Revelando así su verdadero carácter, atraen sobre sí la destrucción rápida, lo cual significa, no que la destrucción los alcanzará en un tiempo muy corto, sino que cuando llegue caerá sobre ellos rápidamente, porque su culpabilidad no admite duda, y no será necesario un largo proceso de juicio para establecerla. Su juicio no se detendrá. Sin embargo, ¡desgraciadamente! muchos los seguirán, como vemos; y el efecto de sus herejías no es meramente la ruina de ellos mismos y de sus incautos, sino el desprestigio del camino de Dios, de modo que sea blasfemado. Este es siempre el camino de Satanás. En su odio ciego puede desear la ruina de las almas, pero desea aún más ardientemente desacreditar a Dios y su verdad.

Dios, sin embargo, es más que capaz de hacer frente a la situación así creada. Él es perfectamente capaz de desenmarañar toda la confusión, como nos dicen los versículos 4 al 10. Lea esos 7 versículos y observe que no hay un solo punto hasta que se completa la última palabra del versículo 10. Forman una frase tremenda. «Si Dios no perdonó a los ángeles… y no perdonó al antiguo mundo… y… condenó a la destrucción… las ciudades… y libró al justo Lot… sabe el Señor librar… a los piadosos… y reservar a los injustos para castigarlos». Un hecho muy consolador este para el creyente, por temible que sea para el impío.

El “dios” creado mentalmente por la “teología moderna” que, siendo demasiado débil o demasiado indiferente, perdona a todos y a todo, para así mostrarse como “amor”, no es, de ninguna manera, el Dios del Nuevo Testamento ni el del Antiguo. El Dios del Nuevo Testamento es el Dios del Antiguo, como subraya esta Escritura. Cuando los ángeles pecaron en la antigüedad, no los perdonó, sino que los encadenó para el juicio. Cuando el mundo ante-diluviano llenó la copa de su iniquidad, Dios no los perdonó, aunque salvó un pequeño remanente de 8 almas en el arca. Más tarde derribó a Sodoma y Gomorra, pero libró al justo Lot. Así será de nuevo. Él librará a los piadosos y reservará a los injustos para el juicio, y esto especialmente cuando estén marcados por el libertinaje y el desprecio de la autoridad.

Por mucho que se introduzcan herejías destructoras y, en consecuencia, se engañe a las personas y se blasfeme el camino de la verdad, el Señor sabrá desentrañar a su pueblo y juzgar a los impíos. Normalmente nos resulta imposible incluso discernir, y mucho menos podemos desenredar. ¿Quién de nosotros, leyendo solo la historia de Lot como se desarrolla en el Génesis, podría discernir con certeza cuál era su verdadero estado ante Dios? Compartió el camino de Abraham durante un tiempo, pero ¿compartió en absoluto la fe de Abraham? Su historia posterior no lo parecía, así que ¿quién de nosotros podría saberlo? Sin embargo, las Escrituras despejan todas las dudas. Se dice que era un hombre justo, aunque tristemente atrapado por el mundo y viviendo una vida de continua vejación como consecuencia. Dios lo conoció y lo libró por manos angélicas.

Qué voz tiene esto para nosotros. Qué lamentable para nosotros si nos enredamos tanto que, aunque seamos verdaderos creyentes, no sería posible que nuestros semejantes decidieran que lo somos, a menos que Dios mismo se pronunciara al respecto. Se pretende, por el contrario, que nos destaquemos del mundo clara y distintamente como epístolas de Cristo, «conocidas y leídas por todos los hombres» (2 Cor. 3:2-3). Esto nos será provechoso en el día venidero. También nos librará en el tiempo presente de gran parte de esa vejación del alma, ese tormento mental, que Lot sufrió. El creyente mundano es casi el más miserable de todos los hombres.

Los 2 males mencionados en el versículo 10 parecen acompañar siempre a las «herejías destructoras» como su resultado natural. La carne encuentra una atracción en las herejías, porque ama gratificarse a sí misma, hacer su propia voluntad, despreciar y hablar contra todo lo que la refrena. La verdad condena a la carne; la herejía, por el contrario, la fomenta.

Estos males gemelos –la auto gratificación y la de carácter más bajo, y la insubordinación bajo el pretexto de obtener una mayor libertad– son muy prominentes en la última parte de este segundo capítulo. El contraste entre los versículos 11 y 12 es muy llamativo. Estos falsos maestros no son más que hombres. Los ángeles que son más grandes que el hombre en su poder y fuerza nunca impugnarían a los que están en dignidad o autoridad, por mucho que pudieran merecer censura, de la manera imprudente en que estos hombres lo hacen. Pero, de hecho, estos maestros, que hablan de dignidades de una manera que sugeriría que ellos mismos eran más grandes que los ángeles, son realmente como «bestias irracionales, puros animales, nacidos para ser apresados y destruidos». El pobre animal sin razón –pues eso es lo que significa la palabra «irracional»– puede destruir imprudentemente lo que no es capaz de comprender, como el proverbial toro en una cacharrería. Estos hombres son así; atacan violentamente y destruyen, en la medida en que las palabras pueden hacerlo, lo que no comprenden.

Hay muchos maestros de tendencia “modernista” que ejemplifican exactamente esto. Con qué mordacidad atacan los antiguos fundamentos de la fe. ¿Cuál es la autoridad de un Pablo, de un Pedro, de un Juan o incluso de Jesús mismo ante sus palabras y plumas cortantes? De hecho, sin embargo, la persona más sencilla, que habiendo nacido de nuevo se ha convertido en hijo de Dios, es consciente de que no tienen la menor comprensión de aquello que atacan. La porcelana más cara es para un toro lo que la verdad de las Escrituras es para ellos.

¿Debemos algunos de nosotros, que somos creyentes de hace tiempo en Cristo, temblar e intimidarnos por estos ataques? Realmente no hay necesidad de ello. Puede parecer como si nada pudiera hacerles frente en su loca carrera, pero solo es así porque Dios es muy paciente y tiene mucho tiempo para ajustar cuentas. Recordamos un libro infantil de dibujos y rimas que nos divertía en los días de la infancia. Era la historia de un perro malo que corría sin control y le arrancaba un buen pedazo de pierna a un hombre. Las últimas palabras de la rima eran:

El hombre se recuperó de la mordedura
¡El perro fue el que murió!”

Las últimas palabras del versículo 12 nos lo recuerdan irresistiblemente. La fe de Dios sobrevive intacta; los falsos maestros «perecerán en su misma corrupción» y reciben la debida recompensa por su injusticia.

¡Qué terrible es la acusación formulada contra ellos en los versículos 13 y 14! El adulterio que se les imputa puede no ser literal en todos los casos, pero en su significado espiritual ciertamente se aplica a todos los falsos maestros, porque todos ellos enseñan y aprueban una alianza impía con el mundo. Por lo tanto, no solo se divierten con sus propios engaños –las ideas necias engendradas en sus propias mentes– sino que seducen a las almas inestables y en desequilibrio. Se destruyen a sí mismos, pero también se someten a la maldición de destruir a los demás.

En el versículo 15 se desenmascaran sus motivos secretos. Han seguido el camino de Balaam. No hay nada original en sus actuaciones. Siguen el camino trillado por Balaam, de infausta memoria, que vendió sus dones proféticos por dinero. No fue la primera persona que profetizó a cambio de dinero, pues siempre ha sido una costumbre en las religiones idólatras, pero parece haber sido el primero en ofrecer profetizar en nombre del Señor a cambio de dinero. Con Balaam la pregunta suprema era: “¿Pagará?” Si le pagaban, profetizaba por encargo, en la medida de sus posibilidades. Esto era una terrible locura que implicaba una terrible degradación moral. En el versículo 12, nótese, los falsos profetas están al nivel de las «bestias irracionales, puros animales»; en el versículo 15 Balaam está por debajo de ellos. Un asno mudo fue capaz de reprenderlo.

¿Cuál es entonces el motivo secreto detrás de los muchos y diversos ataques de los falsos maestros modernos? Es la misma historia de siempre. El verdadero impulso detrás de ellos está en esto: el beneficio financiero.

La fama y la notoriedad son siempre rentables. El periódico sensacionalista siempre patrocina al hombre que vende al por menor una falsa novedad. El modernismo a ultranza es, por desgracia, un camino de preferencia en los círculos eclesiásticos.

Y cuando son preferidos y ocupan altos cargos, ¿qué tienen para dar? Simplemente, nada. Son «fuentes sin agua» y, por lo tanto, nunca podrán saciar su sed espiritual. Son como «brumas empujadas por la tempestad» que depositan poco o nada para refrescar la tierra cansada.

¿Consiguen algo? Sí, ¡ay! Hablan «discursos arrogantes y vanos» para enredar a muchas almas. Oh, con qué precisión mortal están dirigidas las palabras inspiradas de la Escritura. Ciertos periódicos seculares se han regocijado recientemente por la divertida mezcla de jerga científica utilizada en las recientes reuniones de la Asociación Británica. Abundaron las “palabras altisonantes” estaban en abundante evidencia, y también eran “palabras de vanidad”, siempre que se referían a las cosas «de Dios», que nadie conocía «sino el Espíritu de Dios» (1 Co. 2:11). Con estas palabras vanas captan a algunos «que apenas acaban de escapar de los que viven en el error», prometiéndoles libertad.

¡Libertad! Esa palabra tiene un sonido muy familiar. En efecto, ¿nadie os ha dicho?: “¿Por qué esclavizarse por la adhesión ciega a una Biblia que usted imagina inspirada? ¿Por qué no adoptar el punto de vista moderno ilustrado? Trátela como un libro ordinario, clásico e interesante, por supuesto, pero sin autoridad sobrenatural. Así emancipará su mente de sus trabas y empezará a moverse con plena libertad en los vastos campos de la especulación moderna”. ¡Oh, qué tentadora es la proposición! Cuán fatalmente funciona entre personas bien intencionadas de mentes inestables, que acaban de huir de los que caminan en el error y de las contaminaciones groseras del mundo, pero que, aunque reformadas, no han nacido de nuevo. Abre ante ellos un camino, de clase bastante alta y científica, de vuelta a la vieja corrupción de la que acababan de salir.

Las pobres víctimas de estos falsos maestros, que están así recién y finalmente enredadas en la contaminación del mundo, para que su último fin sea peor que su principio, no son almas verdaderamente convertidas, sino meramente personas que a través de un cierto conocimiento adquirido del Señor se reforman exteriormente en sus caminos. En consecuencia, se les compara con el perro y la cerda, ambos animales inmundos. Tal es la naturaleza del perro que tiene la desagradable costumbre de volver sobre su propio vómito. Tal es la naturaleza de la cerda que, por muy bien lavada que esté, ama el fango y se sumerge en él a la primera oportunidad. La persona que puede estar intelectualmente iluminada y consecuentemente reformada en sus acciones externas, pero sin ese cambio fundamental de naturaleza producido por el nuevo nacimiento, cae víctima fácil. El falso maestro le promete la libertad y con sus grandes y altisonantes palabras de vanidad corta la leve correa mental que lo sujetaba, y allí está de nuevo en los viejos caminos del pecado, ya sea vómito –inmundicia generada desde adentro, o fango, –inmundicia desde afuera.

Tenían un «conocimiento del Señor y Salvador», conocían «el camino de la justicia», acaban de escapar «de los que viven en el error», y sin embargo regresaron a su propia pérdida eterna. Triste, triste para ellos, pero ¿qué pluma puede retratar el juicio que alcanzará a los falsos maestros que han abarcado su ruina? A su debido tiempo no se dormirá, como dice el versículo 3.

3 - 2 Pedro 3

El capítulo 2 es, pues, muy oscuro. Introduce a modo de paréntesis una advertencia muy necesaria. Con el capítulo 3 el apóstol Pedro vuelve a su tema principal, la inmensa importancia de la verdadera profecía. El verdadero creyente, nacido de nuevo, tiene una mente pura. Sin embargo, a pesar de su pureza, necesita ser estimulada para tener siempre presente lo que Dios ha dicho, ya sea por los santos profetas del Antiguo Testamento o por los apóstoles y profetas del Señor Jesús en las Escrituras del Nuevo Testamento. El capítulo nos muestra claramente cuál es el efecto de llevar la verdad profética a la mente pura del creyente; de este modo se separa, de corazón y vida, espiritual y materialmente del mundo que debe venir bajo juicio y así desaparecer (véase v. 10-14).

Esto, nótese, es exactamente lo opuesto de lo que se encuentra en 2 Pedro 2. Allí es la enseñanza inicua del falso profeta con el efecto inevitable de enredar a sus adeptos en el mundo y sus corrupciones. Aquí es la luz de la verdad dada a través del profeta levantado por Dios, que tiene el efecto de separar a los que la reciben del mundo y sus corrupciones.

Esta distinción es válida en todas partes y siempre. Tanto es así, que podemos juzgar de la verdad y solidez de cualquier enseñanza que nos sea presentada haciéndonos esta sencilla pregunta: si recibo esta enseñanza como verdad, ¿tendrá en mi mente el efecto de separarme del mundo o de confirmarme en él? Hay otras pruebas, por supuesto, que no debemos ignorar, pero esta es bastante concluyente.

Parece que, en cuanto el apóstol Pedro retomó el tema de la verdadera profecía, fue consciente del feroz antagonismo que suscitaba por parte de los adversarios. Por eso, en primer lugar, lanza una advertencia, sobre todo en cuanto a la oposición que cabe esperar en los últimos días por parte de los burladores, que andan según sus propias concupiscencias. Deseando dar rienda suelta a sus deseos carnales, burlándose de lo que más podría ponerles freno.

Siempre ha habido burladores de este tipo. Sin embargo, el versículo 4 predice que en los últimos días basarán su burla en la continuidad constante de todas las cosas desde tiempos inmemoriales, lo que, afirmarán, hace impensable cualquier catástrofe repentina en los días venideros, como la venida del Señor. El versículo 5 sigue esto declarando que para fortificar su negación ellos también negarán que tal intervención catastrófica como el diluvio pudiera haber tenido lugar en tiempos pasados. Ellos «voluntariamente [es decir, deliberadamente] olvidan». La cosa se les oculta porque así lo quieren.

Esta predicción de los versículos 3 al 6 es realmente muy alentadora para nosotros. He aquí una profecía de la Escritura cuyo cumplimiento nos está cantando en los oídos casi todos los días. Durante el último siglo ha habido una gran expectación por la venida del Señor entre los verdaderos cristianos, y durante al menos el último medio siglo la idea de su venida ha sido resistida con creciente desdén, porque va directamente contra las teorías evolucionistas que están de moda. Para una mente obsesionada con la evolución, el diluvio del pasado, como se registra en el Génesis, y la venida personal de Cristo en el futuro son igualmente increíbles. Ignoran deliberadamente lo uno y niegan burlonamente lo otro. Durante más de 19 siglos los burladores se han burlado. Durante el último medio siglo se han burlado por estos motivos. Pero los burladores se burlarán de estos argumentos en los últimos días. Por lo tanto, la conclusión es definitiva e inequívoca: estamos en los últimos días. Esto es muy alentador. Bien podemos alabar a Dios. Hoy se cumple esta Escritura en nuestros oídos (véase Lucas 4:21).

¿Cómo tuvo lugar el diluvio? La respuesta es: «por la Palabra de Dios». Por «la misma Palabra» los cielos y la tierra existentes están reservados al fuego en el día venidero del juicio. La Palabra de Dios derrocó la endeble incredulidad de los hombres en el pasado y lo hará de nuevo. El ojo de la fe ve escritas sobre la más fina construcción de las manos de los hombres, las ominosas palabras: «Reservados para el fuego».

La pregunta burlona del escarnecedor surge, por supuesto, del hecho de que han transcurrido muchos siglos desde que el Señor dejó esta tierra con la promesa de que volvería pronto. Por lo tanto, tenemos que reconocer el hecho, declarado en el versículo 8, de que las ideas de Dios sobre el tiempo son muy diferentes a las nuestras. Para él, 1.000 años son como un día, como ya nos había dicho el Salmo 90:4. Un día es también como 1.000 años, como se ilustra en el versículo 10 de nuestro capítulo. Por lo tanto, no debemos considerarle flojo si ha transcurrido mucho tiempo a nuestro modo de ver.

La razón del largo tiempo de espera no es la indolencia, sino la longanimidad. El segundo advenimiento significará el golpe de un tremendo juicio. Esto, aunque necesario, no es alegría para Dios. Él no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan. La alternativa está claramente expresada en estas palabras. Es arrepentirse o perecer.

Sin embargo, el golpe del juicio se dará cuando llegue el momento. El Señor vendrá cuando los hombres no lo esperen, como un ladrón en la noche, y así marcará el comienzo de su día. Ese «día» comprenderá 1.000 años como muestran otras Escrituras. Comenzará con su venida y no terminará hasta la desaparición de la tierra y los cielos que la rodean, disueltos por el fuego. Esto no tendrá lugar hasta que se alcance el final de su reinado de 1.000 años, como se afirma en Apocalipsis 20:7-11. Esa misma destrucción de los cielos y la tierra marcará el comienzo del «día de Dios» del que habla Apocalipsis 21:1-8, –el estado eterno. El «día del Señor» y el «día de Dios» son como dos círculos que se tocan y justo se superponen en el punto en que los cielos y la tierra son destruidos, de modo que puede decirse que su destrucción está en ambos.

El día del Señor es el período especialmente caracterizado por la exaltación de Cristo, como Señor y Administrador de la voluntad de Dios, cuando reinará la justicia. Dura 1.000 años. El día de Dios es el estado eterno subsiguiente en el que Dios morará con los hombres en un cielo nuevo y una tierra nueva, y allí habitará la justicia sin un enemigo solitario que desafíe su paz.

Estas cosas están claramente declaradas en la Palabra profética y las conocemos. Pero, ¿con qué fin se nos dan a conocer? La respuesta a esta pregunta se encuentra en el versículo 11 y en los versículos 14 al 18. Todo está diseñado para tener un efecto presente sobre nuestros caracteres y vidas.

Sabemos que la disolución de la tierra y de todas sus obras está decretada por la Palabra de Dios. Entonces seremos marcados por una «santa conversación», es decir, una manera de vida separada y la piedad. Seremos como los que esperan y apresuran el día venidero. El cristiano que gasta todas sus energías en hacer lo mejor de este mundo puede afirmar que sabe estas cosas, pero difícilmente las cree en el verdadero sentido del término. Lot echó sus raíces profundamente en el suelo de Sodoma, pero fue porque no sabía que su destino estaba decretado. ¿Qué habría hecho de haberlo sabido? De hecho, la luz de la verdadera profecía tiene un efecto separador y santificador.

Sabemos también que entraremos en la bienaventuranza del estado eterno en los nuevos cielos y la nueva tierra. Entonces seremos diligentes –aquí Pedro vuelve a la palabra que había usado en 2 Pedro 1:5– para andar ahora en paz, sin mancha e irreprensibles. El estado eterno será un escenario de paz porque allí no habrá mancha ni culpa. Pues bien, apuntaremos a las características de los nuevos cielos y la nueva tierra antes de que lleguen realmente.

Además, tendremos en cuenta que la longanimidad actual de nuestro Señor es salvación, por lo que no nos irritaremos por el tiempo de espera que nos impone. Sabremos que cada día de espera y tal vez de sufrimiento que se nos impone significa la salvación de multitudes. Y no solo esto –pues la “contabilidad” no se detendrá en el mero reconocimiento mental del hecho–, sino que se expresará en la acción, e inclinaremos nuestras energías a exponer ante los hombres lo que está ordenado para su salvación, hasta que venga el Señor. El Evangelio de Dios es «poder de Dios para salvación a todo el que cree» (Rom. 1:16).

Cuando Pedro abrió su Primera Epístola (1 Pe. 1:12) parece como si se refiriera a las labores de Pablo entre estos judíos dispersos. Ahora, al final de la Segunda Epístola, lo nombra específicamente y no solo «todas sus epístolas» de manera general, sino también algún escrito o epístola especial que les había dirigido, según la sabiduría que le había sido dada de lo alto.

Fíjese en cómo Pedro escribe de Pablo, el hombre que tuvo que resistirle y reprenderle una vez en Antioquía (véase Gál. 2:11). No hay ni rastro de amargura, ni de ese espíritu judaizante que Pablo tuvo que resistir. El martirio se acercaba para ambos, y es: «nuestro amado hermano Pablo». Encantador, ¿verdad? El más libre fluir del afecto cristiano y el más pleno reconocimiento de la gracia y el don concedido a otro que a sí mismo. Podemos ver el corazón cálido y amoroso que latía en Pedro sin la mancha del egoísmo, que lo estropeó cuando era joven y pensaba que amaba más que todos los demás apóstoles.

Sin embargo, tuvo que decir que en las Epístolas de Pablo había cosas «difíciles de entender». Al decir esto escribía sin duda como el apóstol de la circuncisión identificándose con los creyentes de su propia nación. Toda la verdad concerniente a la Iglesia, su lugar en los propósitos de Dios, sus privilegios, su composición de una elección reunida tanto de gentiles como de judíos, todo aquello de lo que Pablo habla, en resumen, como «el misterio de Cristo» (Efe. 3:4) estaba destinado a ser «difícil» para un judío. Atravesaba cada fibra de su sentimiento nacional que había sido fomentado durante siglos. La verdad era bastante sencilla desde un punto de vista intelectual, pero había que abrir los ojos de sus corazones para que la vieran. Así lo reconoció Pablo en Efesios 1:18, donde la palabra debería ser «corazones». A menos que nosotros también tengamos los ojos de nuestros corazones abiertos tenemos que confesar tristemente que cuando leemos la Palabra de Dios es difícil de entender.

La Escritura también puede ser torcida o distorsionada para la destrucción de aquellos que así la tratan. Los que lo hacen son «ignorantes e inconstantes». “No aprendido” o “no enseñado” significa, por supuesto, indocto, no en la sabiduría del mundo, sino en las cosas de Dios. Aquí Pedro puede haberse estado refiriendo especialmente a un peligro gentil, el tipo de cosa contra la que Pablo mismo advierte a los gentiles en Romanos 11:13 al 29. Si los gentiles malinterpretan y hacen mal uso de la verdad de Dios para llegar a ser «sabios a vuestro propio juicio», están muy cerca de la destrucción. Sin embargo, aunque Pedro se refiriera especialmente a esto, sus palabras pueden tener una aplicación mucho más amplia. Guardémonos todos de tergiversar la Palabra de Dios.

Ahora, hemos sido advertidos. Así estamos prevenidos contra el error de los impíos, para que no caigamos. El error de los malvados fue completamente expuesto en 2 Pedro 2. Sin embargo, no basta con estar prevenidos contra el mal; debemos disfrutar positivamente de la verdad. La manera de no retroceder es seguir adelante. Como un hombre en bicicleta, el cristiano debe seguir adelante si quiere evitar caerse. Por eso debemos crecer «en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo».

Esta palabra acaba de resumir la enseñanza principal de la Epístola. El crecimiento espiritual fue el gran tema de 2 Pedro 1 y a él vuelve el apóstol en sus palabras finales. Todo crecimiento verdadero es en la gracia, la gracia de Dios. Entonces, a medida que crecemos en gracia, crecemos en gracia de espíritu. Todo crecimiento verdadero es también en el conocimiento del Señor Jesús, en quien la gracia de Dios nos ha alcanzado.

¿Quién pondrá límite a nuestra expansión en la gracia y en el conocimiento del Señor? Ambos son igualmente ilimitados. Plantados aquí, somos como árboles que han hundido sus raíces en un subsuelo de fértil riqueza que no tiene fondo.

«A Él sea la gloria, ahora y hasta el día de la eternidad».