El libro del profeta Malaquías


person Autor: Frank Binford HOLE 114


1 - Malaquías 1

A diferencia de los profetas Hageo y Zacarías, que nos dan fechas de sus declaraciones, Malaquías no nos da tales detalles. Sin embargo, parece seguro que escribió alrededor de un siglo después, es decir en el siglo quinto A.C.; de ahí que sus palabras revelen el escaso efecto que el ministerio de estos dos profetas anteriores había producido entre las masas del país. A medida que leamos este breve libro notaremos que cada declaración que el profeta tiene que hacer –generalmente a modo de corrección– es repudiada. El pueblo y sus dirigentes no estaban dispuestos a admitir nada. Estaban muy satisfechos de sí mismos.

Satisfechos con ellos mismos, estaban insatisfechos con Dios. Por eso, cuando el profeta hizo su primera afirmación –«Yo os he amado, dice Jehová»–, la refutan de inmediato. Muchos problemas afligieron a los judíos de Palestina en aquellos años, que Dios permitió como castigo, a causa de su estado: estas aflicciones las resentían, considerándolas como dureza y contrarias al amor. De ahí que refutaron la afirmación, de forma insolente, preguntando: «¿En qué nos amaste?».

La respuesta de Dios a esto fue recordarles lo que marcó su actitud y acción desde el principio. Había amado a Jacob y odiado a Esaú. La opinión humana habría invertido esto: Jacob se rebajó a planos torcidos y astutos: Esaú, un buen hombre. Sí, pero el “derecho de primogenitura”, que conllevaba, creemos, el advenimiento del Mesías, significaba tan poco para Esaú, que lo vendió por un plato de potaje, mientras que Jacob lo consideraba de gran valor. Aquí tenemos tal vez la primera previsión de la prueba: “¿Qué pensáis de Cristo?”.

Ahora bien, Dios mantuvo su actitud de juicio contra Esaú, como muestran los versículos 4 y 5, y así se engrandeció más allá de la frontera de Israel. Pero, por el contrario, Israel había sido puesto en relación con Dios que, respecto a ellos, había ocupado el lugar de un padre, como muestra el versículo 6. El amor había establecido esta relación. ¿Cómo habían actuado respecto a ella?

Para ellos, Dios era a la vez Padre y Señor. Debería haber sido honrado y temido y, sin embargo, los propios sacerdotes habían despreciado su nombre. Deberían haber sido los primeros en venerar su nombre, y haber actuado en consonancia con él. No lo hicieron, y esto atrajo contra ellos la mano de Dios en el gobierno. Trataron esto como una negación de Su amor original hacia su nación.

Pero no era el caso. Tampoco los castigos paternales que vienen sobre sus santos hoy, tampoco son una negación de su amor, como lo declara claramente Hebreos 12:6. Recordemos esto, y nunca preguntemos, cuando surjan circunstancias difíciles: “Si Dios me ama, ¿por qué envía o permite esto?”

En los días de Malaquías, los sacerdotes no admitieron ni por un momento la acusación presentada contra ellos. La repudiaron diciendo: «¿En qué hemos menospreciado tu nombre?» Esto dio lugar a una acusación más específica en cuanto a que ofrecían «pan inmundo» sobre el altar de Dios; y el versículo 8 da más detalles al respecto. El tipo de ofrendas que traían significaba que trataban «la mesa de Jehová» como «despreciable». No es que lo dijeran con tantas palabras, sino que eso era lo que declaraban sus acciones; porque, como sabemos, las acciones hablan más fuerte que las palabras, y Dios sabe perfectamente cómo interpretarlas.

El hecho era que ofrecían a Dios animales que nunca presentarían a un gobernador secular; y además, como muestra el versículo 10, esperaban obtener alguna ganancia material por las cosas más simples que hacían en el servicio del templo. Daban la prioridad a sus propios asuntos y trataban el servicio de Dios como algo que les era subordinado. ¿No concierne esto a nosotros? Creemos que sí, ciertamente. La carne en cada uno de nosotros naturalmente y fácilmente pondría nuestros propios intereses terrenales en primer lugar, y trataría «el reino de Dios y su justicia» como algo que puede llenar convenientemente cualquier pequeño vacío que quede mientras seguimos nuestros propios asuntos. Es demasiado fácil olvidar las palabras del Señor en Mateo 6:32.

A través del profeta, Dios dejó claro que, aunque profanaron su nombre, lo haría «grande», como vemos en el versículo 11, y eso incluso entre los paganos (gentiles), a los que tanto despreciaban. Cuando los sabios y los poderosos fracasan, Dios toma a los débiles y a los despreciados para lograr sus fines, como se afirma tan claramente en 1 Corintios 1:26-29. ¿Y qué hay del cumplimiento de esta predicción? Se cumplirá literalmente en la próxima era milenaria, pero podemos hacer una aplicación espiritual incluso hoy. Tenemos que admitir humildemente que, muchos de nosotros, cristianos con una vida fácil, que vivimos entre lujos, podemos tener que pasar a un segundo plano de la recompensa futura, en comparación con los simples santos –a menudo solo niños en Cristo– que viven y mueren por su fe bajo la persecución de los adversarios de Cristo.

Los tres versículos que cierran este capítulo vuelven a poner de manifiesto los males que prevalecían. Dos veces más, el profeta les reprocha lo que decían: «Inmunda es la mesa de Jehová», y también, en cuanto al servicio prestado, «¡Qué fastidio!» Ellos mismos la habían contaminado, y si el corazón no está al servicio de Dios, ¡qué cansancio puede llegar a ser! Tener «una forma de piedad» sin el «poder», conduce a todos los males delineados en 2 Timoteo 3:1-5. Nunca debemos olvidar las palabras finales del capítulo. En Cristo, Dios es conocido por nosotros como el Dios de toda gracia, pero al mismo tiempo es «un gran Rey», y su nombre es «temible», o «a reverenciar», entre las naciones. Su gracia no anula su majestad; al contrario, su majestad realza su gracia.

2 - Malaquías 2

El capítulo 2 continúa las solemnes advertencias que nos han ocupado. Los sacerdotes, que eran, por así decirlo, los mejores ejemplares de la tribu de Leví, son denunciados además por sus prácticas pecaminosas, y se les advierte que ya pesa sobre ellos la maldición. Se les recuerda, en los versículos 4-6, el pacto original de Dios con esa tribu, cuando durante cierto tiempo respondían y caminaban adecuadamente ante su Dios. Ahora, todo había cambiado tristemente. Como siempre, Dios considera su deserción a la luz del llamado y del comportamiento originales. Preguntamos: “¿Cómo nos situamos nosotros?”, a la luz de la vocación y del comportamiento originales de la Iglesia, tal como lo vemos en los primeros capítulos de los Hechos. Otra cuestión que debe escudriñar muy profundamente nuestros corazones.

Otra cosa muy seria sobre los sacerdotes de aquellos días sale a la luz en los versículos 7 y 8. El sacerdote debía ser un “mensajero”, que debía poseer un conocimiento de la ley, y así poder transmitirla a las masas del pueblo. Si, al principio, la «ley de verdad» estaba en boca de Leví, no era así en la época de Malaquías. Había quitado el corazón y los labios de los sacerdotes. No solo estaban fuera del camino ellos mismos, sino que eran una causa de tropiezo, conduciendo a muchos otros fuera del camino. Así habían corrompido el pacto original de Dios con su tribu.

Una vez más, tenemos que observar que Dios siempre vuelve a lo que estableció al principio. Los comienzos del hombre son imperfectos. Sus invenciones son burdas al principio, y se mejoran con el paso del tiempo. Dios establece lo que es perfecto en su tiempo y lugar. Si los hombres piensan en mejorarla, en realidad solo la desfiguran. En las cosas de Dios hoy, recordemos esto. Tan pronto como se manifestó el alejamiento de la fe de Cristo, el Espíritu de Dios comenzó a enfatizar «lo que era desde el principio», como muestran las Epístolas de Juan. En medio de las confusiones de la cristiandad, estamos en terreno seguro y correcto si volvemos a la simplicidad, tanto en la fe como en la práctica, de lo que fue divinamente establecido al principio de la dispensación.

Los versículos 9-13 que siguen, muestran cómo el alejamiento respecto al propósito y plan de Dios había desorganizado y corrompido todo el comportamiento entre el propio pueblo. Los sacerdotes se habían vuelto despreciables desde el punto de vista de la populación, y las falsas transacciones abundaban entre el pueblo. La idolatría se introdujo, y la santidad del Señor fue ultrajada. Cuando el juicio de Dios cayó sobre ellos, hubo mucho clamor y cubrieron el altar con lágrimas, pero esto no era un verdadero arrepentimiento, sino solo una protesta contra sus problemas. Por lo tanto, Dios no le prestó atención.

Esta falta de consideración por parte de Dios les ofendió, y preguntaron de forma petulante: «¿Por qué? Esto condujo a una acusación más específica contra ellos. Había mucha infidelidad conyugal: mucha repudiación de sus esposas de manera traicionera, sin tener en cuenta el propósito original de Dios de hacer del hombre y de su esposa un solo ser. Una vez más, vemos que el designio original de Dios se mantiene intacto, incluso si se ha abandonado y olvidado. También vemos que cuando se ignora a Dios y se olvidan estas cosas, pronto sobreviene la confusión en cuanto a nuestras propias cosas.

Tenemos que notar también que cuando se permite este tipo de mal, no solo se extiende, sino que persiste. Algunos siglos más tarde, cuando nuestro Señor estaba en la tierra, los fariseos le hicieron la siguiente pregunta: «¿Es lícito que un hombre repudie a su mujer por cualquier causa?» (Mat. 19:3), lo que deja pensar que estas prácticas libres seguían siendo comunes. Sabemos cómo nuestro Señor los remitió de inmediato a lo que Dios estableció al principio.

Habiendo leído hasta aquí, el último versículo de Malaquías 2 no nos sorprende. En efecto, habían cansado al Señor con sus palabras, negándose a admitir cualquier acusación que se les imputara, sino más bien desafiando la acusación de manera muy insolente. Pero incluso a este reproche respondieron de la misma manera autocomplaciente, preguntando: «¿En qué le hemos cansado?». No estaban dispuestos a admitir nada. Preferían echar la censura sobre Dios mismo.

Así que el profeta es llevado a presentar la acusación contra ellos de dos maneras específicas. En primer lugar, había quienes trataban de hacer que Dios fuera, por así decirlo, socio de su mal, como si lo aprobara, tratando como bueno lo que era malo. Este es un truco religioso, no poco común, nos tememos, en nuestros días. Demasiados pretenden servir a Dios y complacerlo practicando cosas totalmente alejadas de su verdad. Los sacerdotes y el pueblo, a los que se dirigía Malaquías, eran gente religiosa, y este es un mal que se ve especialmente en la esfera religiosa.

Pero también había otros que no intentaban hacer a Dios partícipe de su maldad. Eran menos astutos, pero más audaces. Aparentemente desafiaron el juicio de Dios, cuando Él, por medio del profeta, los desafió. Su pregunta: «¿Dónde está el Dios de justicia?», puede que no insinuara que Él no tenía derecho a juzgar, sino más bien que no había ejercido su derecho de juicio en los asuntos que estaban en cuestión. Cualquiera que fuera su significado exacto, evidentemente se esforzaban por apartar a Dios y a su Palabra de todo el asunto. El espíritu que estaba detrás de esta forma de razonamiento de autodefensa, no está muerto en nuestros días.

3 - Malaquías 3

La respuesta completa a todo esto es que Dios mismo iba a intervenir de manera muy personal. En el primer versículo tenemos: «Mi mensajero», o «ángel». «El cual preparará el camino delante de mí»; el «» aquí es evidentemente a Jehová. Después está, el «Señor», o «Maestro», que es el «Mensajero», o, «Ángel del pacto», claramente distinguido del ángel mencionado en primer lugar. De esta manera tan estrecha se identifica al Mesías venidero con el Jehová que lo envía. En este notable versículo se predicen los dos advenimientos, aunque no se distinguen claramente: una característica que también vemos en Isaías 61:2. En su primer advenimiento, el mensajero enviado por adelantado fue claramente Juan el Bautista, que preparó el camino del Señor, y vino con el espíritu y el poder de Elías, aunque no el Elías del que habla Malaquías 4:5, pues ha de venir antes del gran y terrible día del Señor en el juicio. Juan vino a la manera de Elías, pero antes de la venida del Mesías en gracia, que es el Maestro, identificado aquí con Jehová.

De repente, vino a su templo el «Señor», el «Maestro». Y era Aquel en quien se deleitaban, en teoría, en la expectativa, aunque, cuando apareció, no vieron ninguna belleza en él, para desearlo, como había predicho Isaías. Por eso fue rechazado y crucificado, como sabemos; aunque eso no se predice aquí. En contraste con esto, nuestros pensamientos se dirigen de inmediato a su segundo advenimiento, cuando será como el fuego y el jabón en su poder de prueba y limpieza, y ¿quién podrá entonces estar en pie ante él? Entonces estará en majestad en el trono, y no de pie como el prisionero en la sala de juicio de Pilato.

Así que, como dijimos, aquí se predicen ambos advenimientos, y el cumplimiento exacto de la primera parte nos da la seguridad de que la segunda parte se cumplirá a su tiempo con igual exactitud.

En los días de Malaquías esto no era evidente, y el punto para la gente de su tiempo era que las cosas serían llevadas a un punto final, y su estado juzgado por una intervención de Dios, como nunca antes habían conocido. Toda su hipócrita autosatisfacción se derrumbaría y la realidad saldría a la luz cuando él apareciera.

Puede ser provechoso ahora hacer una pequeña digresión y señalar dos cosas. En primer lugar, observemos que detrás de toda esa situación tan claramente manifestada, estaba la obra del adversario, haciendo que cuando Cristo viniera en gracia, fuera rechazado. Pasaron algunos siglos y lo que Malaquías había expuesto, se desarrolló en el fariseo y el saduceo, expuestos en los Evangelios y en los Hechos. Los primeros seguían ardientemente una religión de observancias externas; los segundos eran partidarios de algo más intelectual, y por lo tanto eran incrédulos en cuanto a ciertas cosas que no apelaban a su razón. Por lo tanto, ambos estaban absolutamente seguros de su propia posición, y resentían amargamente cualquier cosa que la socavara. El espíritu que vemos entre los sacerdotes y el pueblo en los días de Malaquías se intensificó tanto que, cuando el Mesías llegó, su venida no fue una alegría para ellos. Esto lo vemos en Mateo 2:3. No debe sorprendernos que un rey malvado como Herodes se turbara cuando los sabios de oriente le dieron la noticia de su nacimiento. Pero veamos las palabras «y toda Jerusalén con él». Subrayemos cada uno de nosotros esa palabra, «todos». Evidentemente significa: fariseos y saduceos incluidos. Es cierto que estos hombres religiosos tenían conocimiento de las Escrituras, pues podían citar inmediatamente Miqueas 5:2, en respuesta a la demanda de Herodes. Sin embargo, el único uso práctico que hicieron de sus conocimientos fue proporcionar a Herodes la oportunidad de matar al Mesías niño. No consta que hicieran nada al respecto, ni que le dieran la bienvenida.

Por supuesto, había una obra de Dios en el pueblo en los días de Malaquías, como veremos más adelante, y esto también funcionó y se mantuvo hasta la venida de Cristo, como vemos en el hermoso cuadro de las almas devotas, que lo recibieron con gusto, que se nos da en el comienzo del Evangelio según Lucas. Sin embargo, a lo largo de los años, estos fueron pocos en número y comparativamente desconocidos.

Hay una segunda cosa que pedimos a nuestros lectores que observen. Esta tendencia de auto- satisfacción, que resiste y repudia toda crítica, evidente en los días de Malaquías, y más decisivamente manifestada cuando vino Cristo, se predice en Apocalipsis 3, como caracterizando el fin de la historia de la Iglesia. Nos referimos a la iglesia en Laodicea, que se sentía «rica, me he enriquecido», sin duda de tipo espiritual y material, que «de nada tenía necesidad». No tener necesidad de nada es, para todos los propósitos prácticos, pretender la perfección, y por lo tanto estar más allá de toda crítica; y oponerse amargamente, si se les proponía, incluso como habían comenzado a hacer cuando Malaquías profetizaba.

Y observemos otra característica. La ruina externa de Israel comenzó cuando «esa mujer Jezabel» se casó con Acab, y desvió a casi las diez tribus a la adoración de Baal. Luego, con las dos tribus hubo ese tiempo de inmovilismo hacia Dios en los días de Jeremías, terminado por el cautiverio. Y luego la misericordia de Dios, permitiendo que un remanente regresara a la tierra y restableciera el culto en el templo, y entre ellos había un número de almas realmente piadosas y devotas. Fue entre ese remanente que se desarrollaron los males que hemos tenido ante nosotros.

Ahora nótese una dolorosa analogía. Puede que no sea muy pronunciada y clara, pero sin embargo está ahí. Los discursos a las siete iglesias nos dan un esquema profético de «las cosas que deben suceder pronto», como dice Apocalipsis 1:1; y cuando llegamos a la última parte de Apocalipsis 2, encontramos a «esa mujer Jezabel», dominando las cosas en el escenario de Tiatira. Y a esto le sigue la muerte espiritual que marcó a Sardis, y luego una cierta medida de restablecimiento en Filadelfia, no nada grande, porque su fuerza era «poca», y tenían las virtudes más bien positivas de guardar la palabra del Señor, cuando otros la abandonaban, y de no negar Su nombre, cuando otros lo hacían.

Pero luego viene Laodicea. Si Dios ha concedido una medida de recuperación durante los dos últimos siglos, y algunos de nosotros hemos entrado en una herencia de bendición espiritual, cuidémonos de este espíritu laodicense de preocupación y de orgullo personales que tan naturalmente nos haría caer en la trampa. Hoy tenemos no solo al intelectualista de clase alta, que cree tener una versión modernista del cristianismo, que está más allá de toda crítica, sino también un tipo místico, grande en el lado experimental de las cosas, que siente que ha entrado en algo que también está más allá de toda crítica. Se sienten «ricos» porque aumentan en “bienes”, en forma de mayor luz y más revelaciones.

Vemos el engaño de Laodicea, si podemos llamarlo así, comenzando en los días de Malaquías. Es tristemente evidente en nuestros días, y por lo tanto necesitamos ser advertidos contra él, porque es una tendencia profundamente arraigada de la carne, que está en cada uno de nosotros. El creyente de mentalidad más mundana puede verse tentado a gloriarse en la sabiduría o en la nobleza, y el de mentalidad más espiritual a gloriarse en las experiencias espirituales, imaginadas o reales, pero el único terreno seguro para la jactancia es el declarado por el apóstol Pablo: «El que se gloría, que se gloríe en el Señor» (1 Cor. 1:31).

El primer versículo de nuestro capítulo, como vimos, contiene predicciones que se cumplieron en el primer advenimiento de Cristo. Los versículos segundo y tercero, sin embargo, dejan claro que el énfasis principal está en su segunda venida. Entonces es cuando el fuego del refinador entrará en acción con efecto purificador, y esto significa juicio, como afirma el versículo 5. La unión de los advenimientos no es inusual en la profecía del Antiguo Testamento. Tomemos los últimos capítulos de Isaías, por ejemplo, donde el humilde «Siervo» de Jehová y el poderoso «Brazo» de Jehová, logrando su propósito, se presentan ante nosotros. Isaías 53, que predice los sufrimientos del Siervo, comienza preguntando: «¿A quién se le ha revelado el brazo de Jehová?». En otras palabras: “¿Quién identifica el brazo glorioso e irresistible con el Siervo despreciado y humillado?” Esto no era tan claro en los días en que hablaron los profetas; pero sí lo es en los nuestros, de modo que todos podemos responder: Gracias a Dios, los identificamos con gozo.

En los versículos 4 y 5 se indica lo que se llevará a cabo en su segundo advenimiento. Habrá primero una obra de purificación, y al fin las ofrendas de un pueblo restaurado serán puras y aceptables, como lo habían sido al principio. El «jabón de lavadores» habrá tenido su efecto. Así también el «fuego de purificador» habrá entrado en acción juzgando y eliminando todos los pecados y males, entonces tan frecuentes en el pueblo. El temor de Dios se establecerá en cada corazón y se expresará en la vida.

Y la garantía de todo esto se encuentra en el versículo 6. Es el carácter inmutable de Jehová. Podríamos haber esperado que las siguientes palabras fuesen: “Por tanto, vosotros, hijos de Jacob, debéis ser consumidos”; pero son todo lo contrario. Dios ejerce mucha paciencia, y tiene poder para alcanzar su propio propósito al final. El apóstol Pablo hace la pregunta: «¿Rechazó Dios a su pueblo?», y de inmediato responde: «De ninguna manera» (Rom. 11:1). En el momento de la segunda venida, el juicio caerá sobre los judíos, pero un remanente piadoso de los «hijos de Jacob» será preservado y bendecido. Lo mismo, por supuesto, es cierto hoy en día.

En el versículo 7, el profeta vuelve a su tema anterior y les imputa la acusación general de haberse alejado de Dios y de su Palabra, con la promesa de que, si volvían a él, él volvería a ellos. La acusación era aparentemente cierta, pero no la admitieron, sino que la pusieron en duda. De nuevo no lo apreciaron y repudiaron estas palabras. Así que, en el versículo 8, el profeta presenta contra ellos una acusación específica. Robaron a Dios, reteniendo lo que le correspondía, según la ley.

¿Admitieron esto? No. Una vez más, desafiaron la acusación. Hubo que decirles que se habían retenido los «diezmos y ofrendas», y que lo que debería haberse dado a Dios lo habían gastado en ellos mismos. Esto fue lo que trajo una maldición sobre ellos en el gobierno de Dios. Al comienzo de la profecía de Hageo vimos cómo sus antepasados estaban haciendo el mismo tipo de cosas, aunque tal vez en menor escala, cuando dejaron de construir la casa de Jehová, y empezaron a construir bonitas casas para ellos mismos. En ambos casos la práctica era dar el primer lugar a sus propias cosas, y luego el excedente ser dado a Dios.

¿Y cuál es la práctica en la cristiandad hoy en día; e incluso entre los verdaderos cristianos? Nos tememos que una acusación muy similar podría ser mantenida contra muchos de nosotros. No es de extrañar, entonces, que no veamos más que un pequeño resultado de la obra que hacemos.

Así habían estado robando a Dios, y el profeta tuvo que confrontarlos con este hecho solemne. Pero también estaba autorizado a asegurarles que si invertían su práctica y daban a Dios lo que le correspondía, se abrirían «las ventanas del cielo» y se derramaría más de lo que podían recibir. El énfasis aquí es, por supuesto, en las cosas materiales, ya que, como nos dice el apóstol, Dios «es poderoso para hacer infinitamente más que todo lo que pedimos o pensamos» (Efe. 3:20). Así que no hay límite de su parte, aunque tal fracaso es, muy a menudo, del nuestro.

El delicioso estado de cosas prometido en los versículos 11 y 12, solo se alcanzará en la era venidera, cuando Cristo regrese, porque solo entonces Dios será plenamente reconocido y sus demandas plenamente satisfechas. Palestina será por fin una «tierra deseable», cuando Cristo esté en el trono. En los días de Malaquías las cosas eran diferentes y el pueblo, en su espíritu, lejos de Dios. Esto se nos presenta una vez más, y por última vez en los versículos 13 y 14.

Sus palabras habían sido, en efecto, «violentas» contra Jehová, como lo atestigua abundantemente este breve libro. Sin embargo, no admitían ni siquiera esto. Si hemos contado bien, el profeta cita lo que decían no menos de 12 veces, y de estas 12 no menos de ocho eran casos de sacerdotes y pueblo que repudiaban indignados la acusación que Dios tenía que hacer contra ellos. No estaban dispuestos a admitir nada, y se indignaban de las palabras de Dios. Ni siquiera querían admitir que habían denegado y repudiado la verdad.

Si echamos un vistazo a Escrituras como Jeremías 2:30; Jeremías 6:3; Jeremías 7:28; y Sofonías 3:2, encontramos que un espíritu similar prevalecía entre el pueblo de Jerusalén justo antes de su destrucción por Nabucodonosor. Los que rechazan la “corrección”, pretenden con ello ser todo lo que deberían ser. En los días de Malaquías, como estamos viendo, se rechazaba toda corrección; y lo mismo nos encontramos en Apocalipsis 3, ya que Laodicea es tan rica que no necesita nada, y por lo tanto no necesita corrección. Así que de nuevo tenemos que recordar nuestro peligro en este sentido, que es especialmente agudo a medida que nos acercamos al final de la historia de la Iglesia.

Los efectos desastrosos de este espíritu los vemos en los versículos 14 y 15. El pueblo había estado sirviendo a Dios de esta manera oficial y ceremonial, y sentía que no obtenía nada en forma de ganancia material, que era lo que quería. De ahí que su sentido de los valores reales estuviera totalmente pervertido. Para ellos, ser orgulloso era ser «feliz», y el mal entre ellos se exaltaba. Esto es justo lo que vemos en el registro de los Evangelios: el fariseo orgulloso era considerado como un hombre feliz. Por eso, cuando en la montaña el Señor «tomando la palabra, les enseñaba», la primera de sus bienaventuranzas fue: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mat. 5:3). Ser «pobre en espíritu» es exactamente lo contrario de ser orgulloso de espíritu, como lo eran los líderes en los días de Malaquías, así como en los días en que vino Cristo; y nos tememos que no está ausente en nuestros días también.

En el versículo 16 encontramos algo más acorde con la bienaventuranza de nuestro Señor. En medio de toda esta orgullosa arrogancia e intolerancia a la corrección, encontró un remanente piadoso, que se caracterizaba como «los que temían a Jehová». Este «temor» producía un respeto por Dios y su voluntad, que lo convirtió en el factor que gobernaba sus vidas. Esto los ponía de inmediato en completo contraste con la masa de sacerdotes y el pueblo que los rodeaba.

Se dan ciertos rasgos que marcaban a esta gente piadosa, y los encontramos muy instructivos. El temor al Señor era lo fundamental, pero esto los llevaba a pensar «en su nombre». Reconocían que eran un pueblo llamado a relacionarse con Jehová, según la forma en que él se había revelado a sus padres, y por lo tanto tenían la responsabilidad de vivir vidas acordes con la revelación hecha, para que su nombre fuera honrado. En consecuencia, podían ser reconocidos como «justos», y como siervos de Dios, como muestra el versículo 18.

Estos rasgos, acabamos de observarlo, estaban orientados hacia Dios, pero conducían a un feliz estado de cosas hacia los hombres; es decir, entre ellos mismos. No permanecieron como una serie de unidades aisladas, sino que se reconocieron mutuamente y buscaron la compañía de los demás para recibir ayuda y estímulo espiritual. Esto lo hacían «a menudo», y sus relaciones eran tan buenas que, aunque no se ha registrado en la tierra, se ha conservado un registro celestial. ¡No es un pequeño honor!

Nos volvemos a los primeros capítulos del Evangelio según Lucas, y encontramos que, aunque han pasado varios siglos, todavía persiste un remanente piadoso. Y aquí se nos permite leer algunas de sus expresiones. Tomemos como ejemplo lo que dijo la anciana Ana cuando fue a visitar «a todos los que esperaban la redención en Jerusalén» (2:38), no podían ser un número muy grande, ¿verdad?, su tema era este, «ella hablaba del niño». El advenimiento del tan esperado Mesías era su único tema.

Una vez más, podemos volver a Apocalipsis 3, pues en el mensaje a la asamblea en Filadelfia encontramos rasgos positivos similares. Aunque con poca fuerza, ellos también habían guardado la palabra del Señor y no habían negado su nombre, y el nombre, a la luz del cual caminaban, sobrepasaba las pretensiones de todo lo conocido en los días de Malaquías, o incluso en los días en que Ana hablaba de él.

Es un estímulo saber que, por muy oscuro que sea el día, Dios mantendrá un testimonio de sí mismo. Pidamos a Dios la gracia y la humildad de estar en ese testimonio hoy; porque, como muestra esta Escritura, tiene valor a sus ojos. Viene un día cuando estos oscuros y desconocidos santos de los días de Malaquías serán considerados como «míos», por el Señor de los ejércitos, y eso tendrá lugar cuando él componga «su especial tesoro»; lo que significa que los considerará como si fueran joyas a sus ojos. Una persona podría señalar un cofre de joyas y decirnos que no son más que pequeños trozos de piedra. Sí, responderíamos, pero poseen la propiedad de reflejar la luz, y brillar en varios tonos cuando se gira sobre ellos. La figura, por tanto, es adecuada, ya que los santos de Dios son partícipes de la naturaleza divina y, por tanto, tienen la capacidad de reflejar la luz a la que son llevados. En Apocalipsis 21, los cimientos de la ciudad celestial son piedras preciosas, y en ellas los nombres de los doce apóstoles del Cordero.

4 - Malaquías 4

El día en que el Señor de los ejércitos componga sus joyas será un día de discriminación, y por lo tanto de juicio, así como de bendición. Esto sale claramente a la luz cuando comenzamos a leer el último capítulo de esta breve profecía. La tierra está, por supuesto, a la vista, y cuando el juicio llegue será definitivo y completo. Ni raíz ni rama serán dejadas en lo que concierne a los malvados. El Sol de justicia se levantará para exterminar a los malvados, mientras que traerá la curación y la plena bendición a los que temen su nombre.

En el Antiguo Testamento el Señor Jesús –el que viene– ha sido presentado bajo una variedad de hermosas figuras; esta figura final nos llega a todos, confiamos, con singular fuerza. Quien haya leído los 39 libros, hasta este punto, ciertamente ha contemplado una escena muy oscura, con pequeños puntos de luz aquí y allá. Ahora concluimos con la promesa del día resplandeciente de Dios, introducido por la salida del «Sol», en el que se concentra toda la luz verdadera, y que es especialmente destinado a mostrar y hacer respetar la justicia en su perfección. En un mundo arruinado por el pecado, todo es falso; por eso, si se quiere establecer un orden de cosas según Dios, se debe considerar primero lo que es justo. Esto se ve incluso en el evangelio que predicamos hoy, tal como se expone en la Epístola a los Romanos. Pablo no se avergüenza del evangelio, ya que es poder de Dios para la salvación; y lo es porque en él se proclama la justicia de Dios, y se pone a disposición para la fe para los pecadores que éramos. Detrás de la justicia está, por supuesto, el amor de Dios, pero eso no se menciona realmente en la Epístola hasta que llegamos a Romanos 5.

Si la justicia está plenamente establecida, debe significar la eliminación de todo lo que es malo. De ahí que los rayos de ese glorioso «Sol» arderán como un horno destruyendo a los impíos, al tiempo que traerán sanidad y fertilidad a los que temen a Dios.

Qué diferente es la presentación final del Señor Jesús en el Nuevo Testamento, donde se presenta ante nosotros como la brillante Estrella de la mañana, que es el presagio del día venidero. Ningún pensamiento de juicio se considera aquí, porque, como dice el propio Señor Jesús, envió a su ángel «para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto». Porque solo aquellos que están en «las iglesias», tienen el conocimiento de Aquel, que es la «Estrella de la mañana», y que están al acecho de su presencia, mientras el mundo está todavía en la oscuridad antes de la salida del «Sol». Cuando la estrella de la mañana aparezca, habrá la primera señal de la salida del Sol de justicia, y la llegada del día del Señor; porque habrá el arrebato de los santos, tanto muertos como vivos, para presentarlos ante el Padre en su hogar celestial.

Ahora tenemos que llamar la atención sobre el versículo 4 de nuestro capítulo. Al principio podría parecernos un mandato bastante extraordinario para ser intercalado en esta hora tan tardía de la historia de Israel, unos 1.000 años después de que se diera la ley por medio de Moisés. Pero en él vemos dos principios importantes. En primer lugar, la ley fue dada para «todo Israel» y fue dada con «los estatutos y juicios». El pueblo del país, al que se dirigía especialmente Malaquías, era comparativamente poco numeroso y su entorno era muy diferente al de los días de Moisés, o incluso al de los días de David y Salomón, pero si un hombre era israelita, toda la ley, en todos sus detalles, seguía siendo obligatoria para él, y debía ser obedecida.

En segundo lugar, no solo se trataba de toda la ley para cada israelita, dondequiera que estuviera, sino que también se trataba de en todo el tiempo. El hecho de que hubieran pasado muchos siglos no suponía ninguna diferencia. En los días de Malaquías, un israelita podría haberse dicho: “Pero las circunstancias son tan diferentes hoy en día; seguramente muchos de estos detalles menores de la ley no son tan obligatorios como al principio”. Aquí es donde se encontraba la palabra necesaria para una persona, como esta.

Es exactamente la misma tendencia que encontramos hoy en día. Como ejemplo de lo que queremos decir, tomemos la Primera Epístola de Pablo a los Corintios, escrita al principio de nuestra dispensación, hace cerca de 20 siglos. Había mucho desorden entre los cristianos de Corinto, por lo que el apóstol fue inspirado para establecer el orden que debía prevalecer entre ellos, tanto en sus vidas individuales, como en sus funciones como miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. En 1 Corintios 14, establece la administración divina para sus reuniones de Asamblea, y concluye invitándolos a reconocer que las instrucciones que da el «mandamiento del Señor» (v. 37). ¿Alguno de nosotros está tentado a decir, o incluso a pensar: “Sí, pero los cambios que han sobrevenido durante estos muchos siglos son mucho mayores que en cualquier otro período de la historia del mundo, seguramente no estamos atados a estos pequeños detalles de la vida y la práctica de la Asamblea”. Si estamos tentados a ello, consideremos este versículo.

Es felizmente cierto que no estamos «bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom. 6:14), y, sin embargo, estamos provistos de muchos mandamientos. Los mandamientos de la ley fueron dados para que, al cumplirlos, los hombres pudieran establecer su justicia ante Dios. Esto nunca lo hicieron. La gracia nos trae la salvación, a los que creemos, y luego nos enseña a vivir una vida sobria, justa y piadosa, como se dice en Tito 2:11-12, y luego nos da mandamientos, para guiarnos en ello. Pero son mandamientos, y no deben ser ignorados mientras dure la dispensación.

Lo que hemos indicado está respaldado por el capítulo final del Nuevo Testamento. Ya hemos observado que Apocalipsis 22 termina con la «Estrella de la mañana», en lugar del «Sol de justicia», y ahora observamos que también se cierra con una fuerte afirmación de la sagrada integridad de la Palabra de Dios. Nadie debe añadir o quitar nada a sus palabras. Esto tiene sin duda una referencia especial al Apocalipsis, pero al venir al final del Nuevo Testamento, creemos que tiene referencia a toda la revelación del Nuevo Testamento, de manera secundaria, así como el versículo que hemos estado considerando se aplica a toda la revelación del Antiguo Testamento.

En estas palabras finales, la mente del pueblo no solo se remonta a Moisés, sino también a Elías, como vemos en el versículo 5. Por medio de Moisés se había dado la ley. Por medio de Elías las diez tribus habían sido llamadas a Dios y a su ley, en una época en que estaban casi sumergidos por la adoración a Baal. Antes de la llegada del predicho día del Señor, ha de aparecer un «Elías». Podemos recordar que cuando se le preguntó a Juan el Bautista si él era Elías, respondió: «No». Sin embargo, vino con el espíritu y el poder de Elías, de modo que, en relación con la primera venida, nuestro Señor pudo decir: «Si queréis recibirlo, él es Elías, el que iba a venir» (Mat. 11:14).

Pero la primera venida de nuestro Señor fue la introducción del día de la gracia. Es su segunda venida en poder y gloria la que introducirá «el día de Jehová, grande y terrible». Por lo tanto, estimamos que esta predicción, en su totalidad, debe esperar todavía su cumplimiento. En Apocalipsis 11:3-6, leemos de «dos testigos», marcados por características en su testimonio, que recuerdan a Moisés y Elías, preceden a la segunda venida del Señor. Podemos relacionar al Elías de nuestro versículo con uno de ellos. Lo que podemos decir con seguridad es que Dios siempre levanta un testimonio adecuado, y da una advertencia adecuada, antes de actuar en juicio.

Lo que se dice en el último versículo puede parecer bastante oscuro, pero si leemos Lucas 1:17, su significado es claro. Los «desobedientes» se volverán hacia «la sensatez de los justos», y así se formará un pueblo preparado para el Señor. Así, un remanente piadoso será encontrado, de lo contrario toda la tierra sería azotada con una maldición.

El Antiguo Testamento es la historia del hombre bajo la ley: de ahí que su última palabra sea «maldición». El Nuevo Testamento es la historia de la aparición de la gracia de Dios: de ahí que la última palabra sea: «La gracia del Señor Jesucristo sea con todos». ¡Qué felices somos de vivir en un día en que la gracia está en el trono, reinando a través de la justicia!