3 - Simón Pedro, su vida y sus lecciones


person Autor: Charles Henry MACKINTOSH 81

library_books Serie: Temas prácticos de la vida cristiana

flag Tema: Pedro

(Fuente: ediciones-biblicas.ch)


Nos proponemos, bajo la guía del Espíritu, escribir una serie de meditaciones sobre la vida y el ministerio del bendito siervo de Cristo cuyo nombre encabeza este escrito. Lo seguiremos a lo largo de los Evangelios, los Hechos y las Epístolas, pues aparece en las tres grandes divisiones del Nuevo Testamento. Meditaremos sobre su llamado, su conversión, su confesión, su caída y su restauración; en una palabra, echaremos un vistazo a todas las escenas y circunstancias de su notable historia, en las que hallaremos muchas lecciones valiosas sobre las cuales haremos bien en reflexionar. ¡Que el Espíritu Santo sea nuestro Guía y Maestro!

La primera vez que se menciona a Simón Pedro es en el primer capítulo del Evangelio de Juan. Aquí, desde el principio mismo, hallamos una escena llena de interés e instrucción. Entre aquellos que habían sido reunidos por el poderoso ministerio de Juan el Bautista, había dos hombres que lo oyeron entregar su encendido testimonio al Cordero de Dios. Vamos a transcribir el texto: «El siguiente día otra vez estaba Juan, y dos de sus discípulos. Y mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios» (Juan 1:35-36).

Esas palabras resonaron con peculiar fuerza en los corazones de dos de los discípulos de Juan. No digo que esas palabras se dirigieron especialmente a ellos; al menos no se nos dice tal cosa. Pero eran palabras de vida, frescura y poder, palabras que emanan de las profundidades de un corazón que había hallado un objeto en la Persona de Cristo. El día anterior, Juan había hablado de la obra de Cristo. «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Y otra vez: «Ese es el que bautiza con el Espíritu Santo» (v. 29, 33).

Y observe bien el lector el testimonio de Juan a la Persona del Cordero de Dios. «Juan se estaba de pie» (Juan 1:35, V. M.), irresistiblemente atraído, sin duda, por el objeto que llenaba la visión de su alma. «Y mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios» (Juan 1:36). Esto era lo que fue directo al corazón de los dos discípulos que estaban al lado de él, y los afectó de tal manera que dejaron a su maestro para seguir a este Objeto nuevo e infinitamente más glorioso que les había sido presentado.

Siempre hay un inmenso poder moral en el testimonio que emana de un corazón absorbido por el glorioso Objeto. No hay nada formal, oficial ni mecánico en tal testimonio. Es el simple fruto de la comunión del corazón; y no hay nada como ello. No es la mera declaración de cosas verdaderas acerca de Cristo. Se trata del corazón ocupado y satisfecho con Cristo; del ojo atraído, del corazón fijo, de todo el ser moral centrado y absorbido en aquel Objeto que llena todo el cielo de Su gloria.

Esta es la clase de testimonio que tanto necesitamos en nuestra vida privada así como en nuestras reuniones públicas, el que habla a los demás con tan maravilloso poder. Nunca podremos hablar eficazmente de Cristo, a menos que nuestros corazones estén llenos de Él. Y lo mismo podemos decir con respecto a nuestras reuniones. Cuando Cristo es el único objeto que absorbe el corazón, habrá un tono y una atmósfera que de alguna manera llamarán con gran fuerza la atención a todo aquel que entre en el salón. Puede que no haya muchos dones o mucha doctrina; o que haya poco atractivo en los cánticos para gente de gusto musical; pero ¡oh, hay corazones que se gozan en Cristo! Su «nombre es como ungüento derramado» (Cantares 1:3). Los ojos de todos están fijos en Él; cada corazón halla en Él su centro. Él es el objeto que domina el corazón de todos los que encuentran en Él su porción satisfactoria. Es como si la asamblea, con voz unánime, dijese: «He aquí el Cordero de Dios», y esto es lo que produce un poderoso efecto, tanto para atraer a las almas a Cristo como para convencerlas de que la gente en esa asamblea tiene algo que el mundo no conoce.

Observemos qué efecto produjo esto en los dos discípulos de Juan el Bautista. «Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús. Y volviéndose Jesús, y viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que traducido es, Maestro), ¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, y vieron donde moraba, y se quedaron con él aquel día; porque era como la hora décima» (Juan 1:37-39). Así el testimonio de Juan el Bautista los condujo a seguir a Jesús, y, cuando le siguieron, nueva luz se derramó sobre su camino, y finalmente se encontraron en la morada misma de Aquel de quien su maestro les había hablado.

Y aunque era una gran cosa que los deseos más profundos de sus corazones estuviesen satisfechos, no todo terminaba allí. Había ahora un maravilloso deseo de salir en busca de otros. Este es siempre el resultado de una estrecha relación personal con Cristo y de una íntima ocupación con su Persona. «Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús. Este halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo). Y le trajo a Jesús» (v. 40-42).

Aquí hay algo que haremos bien en meditar. Fijémonos cómo se ensancha el círculo de bendición. Veamos qué resultados se obtienen de una simple frase pronunciada con verdad y realidad. Podría parecer a un observador carnal que por su testimonio Juan hubiese sufrido pérdidas. Todo lo contrario. Este honrado siervo se gozaba dirigiendo las almas a Jesús. No quería unirlas a él ni reunir un partido alrededor de sí mismo. «Juan dio testimonio de él, y clamó diciendo: Este es de quien yo decía: El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo» (Juan 1:15). Y también: «Este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron de Jerusalén sacerdotes y levitas para que le preguntasen: ¿Tú, quién eres? Confesó, y no negó, sino confesó: Yo no soy el Cristo. Y le preguntaron: ¿Qué pues? ¿Eres tú Elías? Dijo: No soy. ¿Eres tú el profeta? Y respondió: No. Le dijeron: ¿Pues quién eres? para que demos respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo? Dijo: Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías. Y los que habían sido enviados eran de los fariseos» –¡Qué profunda lección moral se les dio a los fariseos!– «Y le preguntaron, y le dijeron: ¿Por qué, pues, bautizas, si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el profeta? Juan les respondió diciendo: Yo bautizo con agua; mas en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Este es el que viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado» (v. 19-27).

No es muy probable que el hombre que podía dar tales respuestas, y llevar tal testimonio, fuese, en el más mínimo grado, afectado por la pérdida de unos pocos discípulos. En realidad, no los perdía cuando ellos siguieron a Jesús y hallaron su morada con Él. De esto tenemos el más bello testimonio que pueda darse, de los propios labios de Juan, en respuesta a aquellos que evidentemente pensaron que su maestro tal vez podría sentir que estaba siendo dejado a un lado. «Y vinieron a Juan y le dijeron: Rabí, mira que el que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza, y todos vienen a él. Respondió Juan y dijo: No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido. Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe» (Juan 3:26-30).

¡Nobles palabras! El gozo de este tan ilustre siervo –el mayor entre los nacidos de mujer–, era ocultarse detrás de Jesús, y hallar todos sus recursos en Él. En cuanto a él, era solo «una voz». En cuanto a su obra, solo bautizaba con agua; no era digno de desatar la correa del calzado de su Maestro.

Tal era Juan, el hombre cuyo brillante testimonio condujo al hermano de Simón Pedro a los pies del Hijo de Dios. El testimonio era claro y preciso, y la obra, profunda y verdadera en las almas de los que lo recibieron.

Qué bien hace al corazón notar las palabras simples, fervientes y conmovedoras de Andrés el hermano de Simón. Él es capaz de decir, sin ningún tipo de reserva ni vacilación: «Hemos hallado al Mesías» (Juan 1:41). Esto era lo que lo condujo a ir en busca de su hermano. No perdió el tiempo. Una vez que fue salvo y bendecido, inmediatamente buscó a su hermano para que gozara de la misma bendición.

¡Cuán simple! ¡Cuán moralmente bello! ¡Cuán divinamente natural! Tan pronto como halló al Mesías, fue en busca de su hermano para manifestarle su gozo. Así debe ser siempre. No podemos dudar ni un momento de que hallar a Cristo para nosotros es el verdadero secreto de ir en busca de otros. No hay ninguna incertidumbre en el testimonio de Andrés; ningún titubeo, vacilación ni temor. No dice «Espero haber hallado». No; todo es claro y preciso. No le habría servido de nada a Simón Pedro si hubiese sido de otra manera. Un sonido incierto no dice nada a nadie.

Es una gran cosa ser capaz de decir: «He hallado a Cristo». Lector, ¿puede usted decir esto? Seguramente usted ha oído hablar de Él. Puede que haya oído de labios de alguien que ama fervientemente a Jesús: «He aquí el Cordero de Dios». Pero, ¿ha seguido usted a ese adorable Salvador? Si es así, deseará hablar a otras personas del tesoro que acaba de hallar, y traerlas a Jesús. Comience por casa. Contacte a su hermano o hermana, a su compañero, a su compañero de estudios, de trabajo, de negocios, de servicio, y susúrrele al oído con amor, pero clara y decididamente: «He hallado a Jesús. Realmente ven, prueba y ve cuán bondadoso es Él. ¡Ven! ¡Oh ven a Jesús!». Recordemos que esta fue la manera en que fue llamado el gran apóstol Pedro. Oyó hablar de Jesús por primera vez de boca de su propio hermano Andrés. Este poderoso obrero, este gran predicador que fue bendecido, en una ocasión, con la conversión de tres mil almas, que abrió el reino de los cielos a los judíos en Hechos 3 y a los gentiles en Hechos 10, este bendito siervo fue llevado a Cristo de la mano de su propio hermano en la carne.

3.1 - Su convicción

La referencia que tenemos de nuestro apóstol en Juan 1, es sin duda muy breve, pero encierra mucho significado. «Este halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo). Y le trajo a Jesús. Y mirándole Jesús, dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro [o piedra])» (Juan 1:41-42).

Ahora bien, no tenemos registro aquí de ningún trabajo espiritual profundo en el alma de Simón. Se nos dice su nombre en la vieja creación, y su nombre en la nueva; pero no hay absolutamente ninguna alusión a aquellos ejercicios profundos de alma de los cuales sabemos que fue objeto. Para ello pediremos al lector que se vuelva unos momentos a Lucas 5, donde tenemos una maravillosa pieza de hechura divina.

«Aconteció que estando Jesús junto al lago de Genesaret, el gentío se agolpaba sobre él para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban cerca de la orilla del lago; y los pescadores, habiendo descendido de ellas, lavaban sus redes. Y entrando en una de aquellas barcas, la cual era de Simón, le rogó que la apartase de tierra un poco; y sentándose, enseñaba desde la barca a la multitud» (Lucas 5:1-3).

Notemos especialmente la gracia moral que brilla aquí. Jesús «le rogó que la apartase de tierra un poco». Aunque era el Señor de toda la creación, el «poseedor de los cielos y de la tierra», sin embargo, como el Hombre humilde y lleno de gracia, reconoce cortésmente la propiedad de Simón, y le pide, como un favor, que aparte un poco la barca de la orilla. Esto era moralmente bello, y podemos estar seguros de que produjo su efecto en el corazón de Simón.

«Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar». Simón estaba a punto de recibir el pago por el préstamo de su barca. «Respondiendo Simón, le dijo: Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado; mas en tu palabra echaré la red». –¡Qué poder y qué gracia había en esas palabras! «Y habiéndolo hecho, encerraron gran cantidad de peces, y su red se rompía. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que viniesen a ayudarles; y vinieron, y llenaron ambas barcas, de tal manera que se hundían». Ni sus redes ni sus barcas eran capaces de sostener el fruto del poder y la bondad divinos. «Viendo esto Simón Pedro, cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador» (v. 4-8).

Aquí, pues, tenemos el gran efecto práctico producido en el alma de Pedro por la acción combinada del poder y la gracia. Fue llevado a verse a sí mismo a la luz de la presencia divina, el único lugar donde el yo puede ser realmente visto y juzgado. Simón había oído la palabra que Jesús dirigió a la multitud en la orilla. Había sentido la dulce gracia y belleza moral de la manera en que Jesús lo había tratado. Había visto la demostración de poder divino en la pesca milagrosa. Todo esto hablaba poderosamente a su corazón y conciencia, haciéndolo caer sobre su rostro delante del Señor.

Ahora bien, esto es lo que podemos llamar un auténtico trabajo de convicción. Simón se halló en el lugar del verdadero juicio propio, un lugar muy bendito, por cierto, de donde todos deben partir si han de ser utilizados en la obra del Señor, y si quieren manifestar progreso y estabilidad en la vida divina. Nunca habrá verdadero poder ni progreso a menos que haya un profundo y sólido trabajo del Espíritu de Dios en la conciencia. Las personas que entran rápidamente en lo que ellos llaman paz, son aptas para salir de ella tan rápidamente como entraron. Es algo muy serio ser conducidos a vernos a nosotros mismos a la luz de la presencia de Dios, tener nuestros ojos abiertos a la verdad de nuestra historia pasada, nuestra condición presente y nuestro destino futuro. Esto es lo que Simón Pedro experimentó en su día, y así lo hicieron todos los que fueron llevados a un conocimiento de Cristo como Salvador. Escuchemos las palabras de Isaías, cuando se vio a sí mismo en la poderosa luz de la gloria divina. «¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Isaías 6:5). Y lo mismo vemos en el caso del patriarca Job: «De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto, me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (Job 42:5-6).

Estas vivas expresiones revelan un trabajo profundo y genuino tanto en el patriarca como en el profeta. Y sin duda nuestro apóstol ocupó el mismo terreno moral cuando, de lo profundo de un corazón quebrantado, exclamó: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador» (Lucas 5:8). Para ser llamado Cefas, Simón debe primero estar totalmente quebrantado y haber acabado definitivamente con el yo. Para ser utilizado como pescador de hombres, debe aprender, de manera divina, cuál es la verdadera condición del hombre. Para enseñar a otros que «toda carne es como hierba» (1 Pedro 1:24), debe aprender a aplicar esta gran verdad a su propio corazón.

Así ocurre en todos los casos. Miremos a Saulo de Tarso. ¿Qué significan esos tres días de ceguera, durante los cuales no comió ni bebió? ¿Acaso no podemos afirmar con total seguridad que fueron días serios, tal vez los más serios en toda la vida de ese notable hombre? Fueron, sin duda, días en los que fue conducido hasta lo más profundo de su ser moral, hasta las raíces más profundas de su historia, naturaleza, carácter, conducta y religión. Fue llevado a ver que toda su vida había sido un terrible error, una horrible mentira; que su carrera como hombre religioso había sido una carrera de insensata rebelión contra el Cristo de Dios. Podemos estar seguros de que todo esto fue considerado de manera solemne y profunda en el alma de este hombre divinamente convencido de pecado. Su arrepentimiento no fue un trabajo superficial; fue profundo y completo; dejó su impronta en toda su posterior carrera, carácter y ministerio. Él también, como Simón, fue llevado a acabar con el yo, y allí encontró un Objeto que no solo satisfizo sus más profundas necesidades, sino que también respondió perfectamente a todos los anhelos y aspiraciones de su ser renovado.

Ahora bien, debemos confesar que nos complace contemplar un trabajo espiritual de este tipo. Es realmente reconfortante considerar conversiones de esta naturaleza. Mucho tememos que en gran parte de la obra de nuestro tiempo haya una falta de profundidad y poder espiritual, y, como consecuencia, una falta de estabilidad en el carácter cristiano, así como de profundidad y permanencia en la marcha cristiana. Puede que aquellos de nosotros que estamos ocupados en la obra de la evangelización seamos débiles y superficiales en la vida divina, que no estemos lo suficientemente cerca de Cristo para entender cómo tratar con las almas; que no sepamos presentar la verdad según Dios; que estemos más deseosos de mostrar cómo la necesidad del pecador es satisfecha, que de mostrar cómo se asegura y mantiene la gloria de Dios. Quizás no insistimos lo suficiente en las demandas de la verdad y la santidad divinas sobre la conciencia de nuestros oyentes. Hay una falta de plenitud en la presentación de la verdad de Dios, una repetición continua de la misma nota; hay una esterilidad y sombría monotonía en la predicación, como consecuencia de no permanecer cerca del manantial, y de no beber en nuestras propias almas de las inagotables fuentes de gracia y verdad en la Persona y obra de Cristo. Quizás, también, estamos más ocupados con nosotros y con nuestra predicación que con Cristo y su gloria; más deseosos de hacer alarde de los resultados de nuestro servicio, que de ser olor grato de Cristo para Dios.

No podemos sino sentir el peso y la seriedad de estas consideraciones para todos aquellos que participan en la obra del Evangelio. Sin duda es necesario que pasemos más tiempo en la presencia de Dios con relación a nuestro servicio, ya que de ningún modo podemos ocultar de nosotros el hecho de que, con respecto a la predicación de nuestros días, el fruto es pequeño en cantidad y pobre en calidad. Deseamos bendecir a Dios por cualquier manifestación de su gracia y poder en las almas; aunque de ninguna manera podamos declarar auténtico mucho de lo que presumidamente se ostenta como conversión. Lo que anhelamos es un trabajo profundo, genuino e inequívoco del Espíritu Santo; un trabajo que demostrará su autenticidad, fuera de toda duda, por sus resultados permanentes en la vida y el carácter. Una cosa es hacer cuentas y publicar el número de conversiones, y otra muy distinta es ver que estos casos son realmente genuinos. El Espíritu Santo a veces puede decirnos en las inspiradas páginas el número de almas convertidas. En una ocasión habla de tres mil convertidos. Él lo puede hacer porque sabe perfectamente todo. Puede leer el corazón. Puede distinguir entre lo falso y lo verdadero. Pero cuando los hombres toman entre manos contar y publicar el número de sus convertidos, debemos tomar su declaración con la mayor reserva y precaución.

No es que seamos malpensados. Dios no lo permita; es cierto que deberíamos cultivar un estado de ánimo más positivo y esperanzador. Pero creemos que es mejor, en todos los casos, dejar que el trabajo hable por sí solo. Toda obra realmente divina, podemos estar seguros, dará sus frutos y la podremos ver, aunque sea después de mucho tiempo; mientras que, por otra parte, hay un inmenso peligro, tanto para el obrero como para su servicio, en hacer cuentas y publicar resultados de manera impaciente y apresurada.

Pero volvamos al lago de Genesaret, y detengámonos unos momentos en el resplandor de esa gracia que brilla en la manera en que nuestro Señor trata con Simón Pedro. El trabajo de convicción era profundo y verdadero. No podía caber ninguna duda. La flecha había penetrado en su corazón, y llegó a lo más profundo de él. Pedro sintió y reconoció que era un hombre lleno de pecado. Sintió que no tenía derecho a estar cerca de una Persona como Jesús; y, sin embargo, podemos decir verdaderamente que por nada del mundo habría querido hallarse en otra parte. Fue absolutamente sincero cuando dijo: «Apártate de mí», aunque no podemos creer sino que tenía la íntima convicción de que el bendito Salvador no haría nada de eso. Y estaba bien que así fuese. Jesús nunca podía apartarse de un pobre pecador con el corazón quebrantado. El gozo más pleno y profundo de Su corazón era derramar el bálsamo sanador de Su amor y gracia en un alma herida. Era Su deleite curar un corazón quebrantado. Fue ungido para esa tarea, y era su comida y bebida llevarla a cabo; ¡bendito por siempre sea Su santo nombre!

«Pero Jesús dijo a Simón: No temas; desde ahora serás pescador de hombres» (Lucas 5:10). Aquí estaba la respuesta divina al clamor de un corazón contrito. La herida era profunda, pero la gracia era más profunda todavía. La mano calmante de un Dios Salvador aplicó el bálsamo precioso. Simón no solo fue convencido de pecado, sino convertido. Se vio como un hombre lleno de pecado, pero vio al Salvador lleno de gracia; tampoco era posible que su pecado pudiera estar más allá del alcance de aquella gracia. ¡Oh, no, hay gracia en el corazón de Jesús, como hay poder en su sangre, para satisfacer al mayor de los pecadores! «No temas; desde ahora serás pescador de hombres. Y cuando trajeron a tierra las barcas, dejándolo todo, le siguieron» (v. 10-11).

Este era un verdadero trabajo; un caso auténtico respecto del cual no podría caber ninguna duda; un caso de convicción, conversión y consagración.

3.2 - Su llamamiento

Las palabras que leímos «dejándolo todo, le siguieron», expresan una completa separación de las cosas temporales y naturales, así como una sincera consagración a Cristo y sus intereses.

Estas dos cosas vemos en Simón Pedro. Había un bendito y profundo trabajo operado en su alma en el lago de Genesaret. Le fue dado verse a sí mismo a la luz de la presencia divina, el único lugar donde el yo puede realmente verse y juzgarse a sí mismo. No tenemos motivo para suponer, desde un punto de vista humano, que Simón era peor que sus semejantes. Al contrario, lo más probable es que, en cuanto a su vida exterior, era más intachable que la de muchos de los que lo rodeaban. Pedro no fue alcanzado en el apogeo de una loca carrera de rebelión contra Cristo y Su causa como lo fue el gran apóstol de los gentiles. El inspirado historiador nos lo presenta ejerciendo su tranquilo y honesto oficio de pescador.

Pero la Escritura luego nos informa expresamente que «no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:22-23). Y repite esta declaración en el capítulo 10 de la misma epístola, sobre la base de un principio diferente: «No hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan» (v. 12).

Lector, procure comprender realmente esta doctrina tan importante. Desde el punto de vista moral y social, hay enormes diferencias entre los hombres. Por ejemplo, hay una gran diferencia entre un borracho que vuelve a su casa, o es llevado a su casa, noche tras noche, como una bestia, ante su pobre esposa quebrantada y sus hijos en la miseria y la hambruna, y un hombre sobrio, laborioso, que es consciente de su responsabilidad como marido y padre, y que trata de cumplir sus obligaciones atinentes a tales relaciones.

Ahora bien, consideramos que sería un grave error ignorar tal distinción. Creemos que Dios, en su gobierno moral del mundo, la reconoce. Comparemos, durante un momento, la casa del borracho con la del hombre sobrio. Comparemos el curso completo de ambos, su posición social, marcha y carácter. ¿Quién puede dejar de reconocer las notables diferencias entre los dos? Hay cierta manera de presentar la doctrina de que «no hay diferencia» (Romanos 3:22-23), que, cuando menos, está lejos de ser juiciosa; pues no admite el margen que, como creemos, la Escritura deja, en el que caben las grandes distinciones sociales y morales entre las personas, distinciones que solo la propia ceguera puede negarse a ver. Si consideramos el gobierno actual de Dios, no podemos sino ver que hay una muy significativa diferencia entre una persona y otra. Los hombres cosechan lo que siembran (Gálatas 6:7). El borracho despilfarrador cosecha lo que siembra; y el hombre sobrio, laborioso y honesto cosecha lo que siembra. Los preceptos del gobierno moral de Dios son tales que hacen imposible que escapemos, en esta vida, de las consecuencias de nuestros caminos.

Y no solo el gobierno actual de Dios tiene en cuenta la conducta de los hombres, haciéndoles cosechar lo que merecieron por sus hechos aquí en la tierra, sino que cuando la Escritura nos muestra, como lo hace en diversos sitios, el terrible juicio venidero, habla de «libros que son abiertos». Nos dice que los hombres serán «juzgados cada uno según sus obras» (Apocalipsis 20:12). En una palabra, la Biblia hace la más estricta y rigurosa distinción, y no una mezcla confusa de hombres y de cosas.

Hay que recordar además que la Palabra de Dios habla de grados de castigo. Hay quienes recibirán «muchos azotes», y quien será «azotado poco» (véase Lucas 12). Usa términos como «más tolerable» para unos que para otros (véase Mateo 11).

¿Qué sentido tendrían estas palabras si no hubiese diversas bases de juicio, de responsabilidad, de grados de culpa y de castigo? Los hombres podrán razonar; pero el juez de toda la tierra habrá de hacer lo que es justo (véase Génesis 18:25). Es inútil que la gente argumente y discuta sobre esto. Cada hombre será juzgado y castigado según sus obras. Esta es la enseñanza de la Santa Escritura; y sería mucho mejor, más seguro y más sabio que los hombres se sometan a ella antes que razonen en contra de ella, pues pueden estar seguros de que el tribunal de Cristo dará pronta cuenta de sus vanos razonamientos. Los pecadores impenitentes serán juzgados y castigados según sus obras, y aunque muchos crean que es incoherente con la idea de un Dios de amor que cualquiera de Sus criaturas sea condenada al castigo eterno en el infierno, no obstante el pecado debe ser castigado; y aquellos que argumentan en contra de su castigo tienen solo una visión parcial de la naturaleza y carácter de Dios. Han inventado a un dios propio que hará la vista gorda al pecado. Pero esto no servirá de nada. El Dios de la Biblia, el Dios a quien vemos en la cruz, el Dios del cristianismo, ejecutará indefectiblemente el juicio sobre todos los que rechazan a Su Hijo; ese juicio será según las obras de cada hombre; y el resultado de ese juicio, inevitablemente será «el lago que arde con fuego y azufre» para siempre (Apocalipsis 21:8).

Consideramos que es de suma importancia instar a todos aquellos que puedan sentirse identificados con las verdades que hemos considerado. Esto deja enteramente intacta la verdad real de la doctrina de que «no hay diferencia» de Romanos 3:22-23; pero, al mismo tiempo, califica y ajusta el modo de presentar la verdad. Siempre es bueno que evitemos plantear las cosas de una manera extremadamente parcial. Ello daña la verdad y hace tropezar a las almas. Desconcierta a los que están ansiosos por la verdad y provee pretextos al sofista [1]. La verdad de Dios siempre debe ser presentada en su totalidad, y así todo saldrá bien. La verdad pone a los hombres y las cosas en sus respectivos lugares, y mantiene un santo equilibrio moral de incalculable valor.

[1] N. del T. (Nota del traductor): El sofista esgrime razones y argumentos aparentes con que pretende defender o persuadir lo que es falso.

¿Estamos afirmando entonces que hay una diferencia? No en lo que se refiere a la justicia delante de Dios. Sobre esta base no hay siquiera una sombra de diferencia, «por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23). Consideradas a la luz de aquella gloria, todas las distinciones humanas desaparecen. Todos están perdidos, son culpables y están condenados. Desde los estamentos más humildes de la sociedad –la escoria más baja–, hasta lo más elevado del refinamiento moral, los hombres, a la luz de la gloria divina, son considerados completamente perdidos y sin esperanza. Todos están sobre un mismo terreno, envueltos en una ruina común. Sin embargo, aquellos que se vanaglorian de su moralidad, refinamiento, ortodoxia y religiosidad, están más lejos del reino de Dios que el más vil de los hijos de los hombres, como nuestro Señor dijo a los sacerdotes y ancianos: «De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios» (Mateo 21:31).

Esto es humillante para el orgullo y la pretensión humanos. Es una doctrina a la cual ninguno se someterá jamás hasta no verse a sí mismo tal como se vio Simón Pedro en la inmediata presencia de Dios. Todos los que alguna vez han estado allí, entenderán perfectamente esas palabras que reconocen su propia condenación: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador» (Lucas 5:8). Estos son acentos que emanaron de lo profundo de un alma realmente contrita y arrepentida. Vemos en ellos lo que podríamos aventurarnos a llamar una bella contradicción. Simón jamás imaginó que Jesús se apartaría de él. Podemos estar seguros de que tenía un sentido instintivo de que el bendito Señor que le había hablado tales palabras, y había mostrado tal gracia, no podía abandonar a un pobre pecador con el corazón quebrantado. Y juzgó correctamente. Jesús no había descendido del cielo para dar la espalda a nadie que lo necesitara. Él «vino a buscar y a salvar lo que se había perdido». «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores». «Al que a mí viene, no le echo fuera» (Lucas 19:19; 1 Timoteo 1:15; Juan 6:37). Un Dios Salvador descendió a este mundo, no para alejarse de un pecador perdido, sino para salvarlo y bendecirlo, y para hacer de él una bendición. «No temas; desde ahora serás pescador de hombres» (Lucas 5:10).

Tal era la gracia que brilló en el alma de Simón Pedro. Quitó su culpa, calmó sus temores y lo llenó de gozo y paz cuando creyó. Así ocurre en todos los casos. El perdón divino sigue a la confesión humana con asombrosa rapidez. «Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado» (Salmo 32:5). Dios se place en perdonar. El gozo de Su corazón amante es cancelar nuestras culpas, llenar nuestras almas de Su propia paz bendita y hacernos mensajeros de Su gracia a los demás.

No somos llamados de la misma manera o al mismo servicio que nuestro apóstol; pero todos somos llamados a seguir al Señor, y a aferrarnos a él con propósito de corazón. Este es el bendito privilegio y el sagrado deber de toda alma salva sobre la faz de la tierra; somos imperativamente llamados a romper con el mundo y a seguir a Cristo.

No se trata de dejar el oficio que desempeñamos en esta vida, como en el caso de Simón. Son pocos los casos para los cuales este curso de acción es lo apropiado. ¡Muchos, lamentablemente, intentaron seguir ese camino, y quedaron enteramente en la ruina, simplemente porque no fueron llamados por Dios a andar por él, ni sostenidos por Dios en él! Estamos convencidos de que, por lo general, es mejor que cada hombre trabaje con sus manos o con su cabeza en un oficio con el cual se gana el sustento, y predique y enseñe a la vez en el tiempo que le queda, en caso de tener el don para ello. Hay, sin duda, excepciones a esta regla. Hay algunos que son llamados, calificados, utilizados y sostenidos por Dios de manera tan evidente, que no podría caber el menor equívoco en cuanto a su curso. Sus manos están tan llenas de trabajo, cada momento de su vida tan absorbido con el ministerio, ya sea hablando o escribiendo, enseñando públicamente y en las casas, que sería simplemente imposible para ellos dedicarse a lo que comúnmente se denomina un oficio «secular», aunque no nos guste la expresión. Todos ellos deben seguir adelante con Dios, mirando solo a él, y él los mantendrá infaliblemente hasta el fin.

Y si bien reconocemos plenamente que hay excepciones a esta regla, no obstante, estamos convencidos de que, como norma general, siempre es mejor que un hombre sea capaz de predicar y enseñar sin ser estorbo para nadie. Esto da peso moral y proporciona un bello testimonio contra el miserable empleo mercenario de la cristiandad que tanto desmoraliza a las almas, y que tanto daño provoca, en todas sus formas, a la causa de Cristo.

Pero, querido lector cristiano, debemos distinguir entre dejar nuestro legítimo oficio y romper con el mundo. Lo primero puede que sea un completo error; lo segundo, es nuestro deber imperioso. Somos llamados a elevarnos –con espíritu de dominio propio y con firme propósito de corazón– por encima de toda influencia mundana, a romper todo lazo terrenal y a despojarnos de todo peso, para seguir a nuestro bendito Amo y Señor. Debemos vivir absoluta y completamente para Él en este mundo, como Él vive para nosotros en la presencia de Dios. Cuando realmente experimentamos esto, poco importa si barremos un pasillo o evangelizamos un continente. Todo es hecho para él. Este es el gran punto. Si Cristo tiene su debido lugar en nuestros corazones, todo irá bien. Si no lo tiene, nada irá bien. Si hay alguna cosa oculta en el alma, algún objeto secundario, algún motivo mundano, algún objetivo o fin egoísta, entonces no puede haber ningún progreso espiritual. Debemos hacer de Cristo y su causa el objeto que absorbe el corazón.

3.3 - Su amor

Cuanto más atentamente meditamos la historia de los cristianos profesantes [2] –ya sea la que nos ofrece la pluma de la inspiración o la que cae dentro del ámbito de la observación personal– tanto más claramente veremos la inmensa importancia de romper completamente con el mundo desde el principio. Si esto no sucede, en vano buscaremos paz interior o progreso exterior. Puede haber cierta medida de claridad en cuanto a las doctrinas de la gracia, el plan de salvación, como se lo llama, la justificación por la fe y cosas por el estilo. Pero a menos que haya un completo juicio de uno mismo y una total renuncia a este presente mundo malo, no puede haber paz ni progreso. ¿Cómo puede haber paz cuando el yo, en una y otra de sus miles de formas, es alimentado? ¿Y cómo puede haber progreso cuando el corazón apetece el mundo, claudicando entre dos opiniones (1 Reyes 18:21), vacilando entre Cristo y las cosas presentes? Imposible. Tampoco un corredor habría esperado avanzar en la carrera si se demora alrededor del poste de partida, atando a su cuerpo una carga pesada.

[2] N. del T.: En un sentido amplio, la profesión cristiana –también a veces la Iglesia profesa– abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», tanto a aquellos que lo son de verdad –o sea, a los que son salvos por la obra de Cristo– como a aquellos que lo son meramente de nombre, los que solo se llaman a sí mismos cristianos. Pero en un sentido estricto, el término cristiano profesante se aplica a aquellos que solo tienen la apariencia exterior del cristianismo, pero sin tener la vida, sin la posesión de la salvación. Hay profesión, pero no posesión. Puede tratarse de personas muy religiosas y moralistas, pero que no han nacido de nuevo, no son convertidas. En este sentido, hay pues una diferencia sustancial entre un cristiano profesante y un cristiano nacido de nuevo (véase, por ejemplo, Mateo 15:8; Apocalipsis 3:1).

¿Será entonces que hemos de hallar paz negándonos a nosotros mismos y renunciando al mundo? Por cierto, que no. Pero tampoco se puede hallar paz si damos rienda suelta al yo y nos aferramos al mundo. La verdadera paz se encuentra solo en Cristo, la paz de conciencia en su obra consumada y la paz de corazón en su bendita Persona. Todo esto es bastante claro. Pero ¿cómo ha sucedido que cientos de personas que conocen, o profesan conocer, estas cosas no tienen una paz inquebrantable, y nunca parecen hacer el menor progreso en este sentido? Usted los encuentra semana tras semana, mes tras mes, año tras año en la misma posición, en el mismo estado y con la misma vieja historia; son casos crónicos de ocupación consigo mismos, amigos del mundo, los que «siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad» (2 Timoteo 3:7). Parecen deleitarse al oír el Evangelio predicado claramente, y la verdad plenamente desarrollada. En realidad, no pueden soportar ninguna otra cosa. A pesar de todo, nunca son claros, relucientes ni felices. ¿Cómo podrían serlo? Claudican entre dos opiniones; nunca rompieron con el mundo; nunca se entregaron de todo corazón a Cristo.

Aquí –estamos convencidos– yace el verdadero secreto de todo el asunto respecto a esa clase de personas que ahora tenemos ante nosotros. «El hombre de doble ánimo es inconstante en todos sus caminos» (Santiago 1:8). Un hombre que intenta fijar un ojo en el mundo y el otro en Cristo, al final no tendrá ningún ojo para Cristo, sino ambos ojos para el mundo. No puede ser de otro modo: Cristo debe ser todo o nada; por eso es el colmo de lo absurdo hablar de paz o progreso cuando Cristo no es el objeto que absorbe el alma. Cuando lo es, nunca habrá falta de paz estable ni de progreso. El Espíritu Santo es celoso por la gloria de Cristo, y nunca puede ministrar consuelo ni fuerza a un corazón dividido entre Él y el mundo. No es posible. Él es contristado por tal infidelidad; y, en vez de ser ministro de consuelo, tiene que ser el severo reprensor del egoísmo, la mundanalidad y la vacilación.

Consideremos el caso de nuestro apóstol. ¡Qué grato resulta contemplar su modo de proceder tan concienzudo! Su primer paso fue el adecuado. Dejó todo y siguió a Cristo (véase Lucas 5:11). No hubo ninguna fluctuación aquí, ninguna vacilación entre Cristo y las cosas presentes. Barcas, redes, peces, lazos naturales, todo fue dejado sin titubeos y sin reservas, no como un simple deber o un servicio legal, sino como el resultado grandioso y necesario de haber visto la gloria del Hijo de Dios y oído su voz.

Es lo que sucedió con Simón Pedro al comienzo de su notable carrera. Su paso inicial fue claro e inequívoco, sin reservas y decidido; y debemos tener en cuenta esto, cuando sigamos su historia posterior. Sin duda encontraremos errores y tropiezos, fracaso, ignorancia y pecado; pero, por debajo y a pesar de todo esto, vemos un corazón fiel a Jesús: un corazón divinamente enseñado para apreciar al Cristo de Dios.

Este es un magnífico punto. Cuando el corazón late fiel a Cristo, los desatinos bien pueden ser soportados con paciencia. Alguien señaló que «Los desatinados hacen todo el trabajo». Si es así, es porque esos desatinados tienen un verdadero afecto por su Señor; y eso es precisamente lo que necesitamos todos. Podemos cometer muchos errores, pero si cuando nuestro Señor nos confronta, somos capaces de decir: «Tú sabes que te amo» (Juan 21:15), tengamos la seguridad de que al fin todo terminará bien; y no solo eso, sino que, aun en medio de nuestros errores, nuestros corazones se sienten mucho más atraídos a él que al frío, correcto y elegante profesante que piensa en sí mismo, y procura hacer lo mejor de ambos mundos.

Simón Pedro era alguien que amaba verdaderamente a Cristo. Tenía un sentido dado por Dios de Su preciosidad, de la gloria de Su Persona y del carácter divino de Su misión. Todo esto se pone de manifiesto, con mucha fuerza y frescura, en sus varias confesiones de Cristo, aun antes del día de Pentecostés. Echaremos un vistazo a una o dos de estas confesiones, sin ninguna consideración por el orden cronológico, sino simplemente para ilustrar y demostrar la preciosa devoción de este sincero siervo de Cristo.

Volvámonos a Mateo 16:13: «Viniendo Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?» (v. 13). ¡Qué pregunta de peso! De la respuesta a esta pregunta depende toda la condición moral y el destino futuro de cada ser humano debajo del sol. Todo realmente depende de la estimación del corazón sobre Cristo. Este es un gran indicador moral, que revela el verdadero estado, carácter, inclinación y objeto de un hombre en todas las cosas. No se trata simplemente de su vida exterior o profesión de fe. Nuestra vida puede ser intachable, y nuestra fe ortodoxa; pero, si debajo de toda esta moralidad intachable y profesión ortodoxa, no hay un verdadero latido del corazón por Cristo, ningún sentimiento divinamente operado de qué, de quién y de dónde es Él, entonces toda esa moralidad y ortodoxia no es más que la parafernalia con la que un pecador culpable y merecedor del infierno se adorna para ser visto por sus semejantes, o con la que se engaña a sí mismo respecto de la terrible eternidad que está ante él. «¿Qué pensáis del Cristo?» (Mateo 22:42) es la pregunta que lo decide todo; porque Dios el Espíritu Santo ha declarado enfáticamente que, todo «el que –no importa quién o qué es– no amare al Señor Jesucristo, sea anatema. El Señor viene» (1 Corintios 16:22).

¡Qué terrible es esto! ¡Y qué notable encontrarlo al final de una epístola como la primera a los Corintios! ¡Con qué fuerza declara a todos aquellos que solo quieren inclinar sus oídos para escuchar, que el amor a Cristo es la base de toda sana doctrina, la fuente motora de toda verdadera moralidad! Si ese bendito Salvador no está entronizado en el centro mismo de los afectos del corazón, un credo ortodoxo es una vana ilusión, y una reputación impecable no es sino polvo arrojado en los ojos de un hombre para impedir que vea su verdadera condición a los ojos de Dios. Los cristianos de Corinto habían caído en muchos errores doctrinales y males morales, todos los cuales necesitaban reprensión y corrección; pero cuando el Espíritu inspirador pronuncia Su terrible anatema, apunta, no a los que introdujeron alguna forma de error particular o depravación moral, sino a todo «el que no amare al Señor Jesucristo».

Esto es particularmente solemne en todo tiempo; pero sobre todo para el día en que nos toca vivir, cuando se le da tan poca importancia y tan poca cabida en los pensamientos a la Persona y la gloria de Cristo. Un hombre puede en realidad blasfemar de Cristo, negar Su deidad o Su condición de Hijo eterno, y sin embargo ser recibido en los círculos cristianos profesantes, donde incluso se le permite presidir en las denominadas reuniones religiosas. Seguramente todo esto debe ser terrible a los ojos de Dios, cuyo propósito es «que todos honren al Hijo como honran al Padre» (Juan 5:23); que toda rodilla se doble, y toda lengua confiese a Jesús como Señor de todos. Dios es celoso de la honra de Su Hijo; y el hombre que desprecia, rechaza y blasfema de esa Persona bendita, todavía tendrá que aprender y reconocer la eterna justicia de ese tan solemne decreto: «El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema. El Señor viene».

¡Qué importante, pues, es la pregunta que nuestro Señor Jesucristo formuló a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?» (Mateo 16:13)! ¡Ay!, «los hombres» no sabían nada, no les interesaba nada acerca de Él. No sabían quién era, qué era, ni de dónde era. «Unos (decían), Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas» (v. 14). En una palabra, había especulaciones interminables, porque había una completa indiferencia y una total falta de corazón. El corazón humano no tiene ni un solo pensamiento correcto acerca de Cristo, ni un solo átomo de afecto por Él. Tal es la terrible condición del mejor de los hombres hasta no ser renovado por la gracia divina. El hombre no regenerado no conoce, no ama ni se interesa por el Hijo de Dios –el Amado del corazón del Padre– el Hombre sentado en el trono de la majestad celestial. Tal es su condición moral, y por eso cada pensamiento, cada palabra y cada acto de su parte, es contrario a Dios. No tiene ni un solo sentimiento en común con Dios, por la razón más sencilla de todas: que Aquel que es todo para Dios no es nada para el hombre no regenerado. Cristo es la norma según la cual Dios mide a cada uno y cada cosa. Un corazón que no ama a Cristo no tiene ni una sola pulsación en armonía con el corazón de Dios; y una vida que no nace del amor a Cristo –por más intachable, respetable o espléndida que sea a los ojos de los hombres–, es una vida sin valor, sin objeto, desperdiciada a los ojos de Dios.

Pero ¡cuán verdaderamente delicioso es volvernos de toda la frialdad e indiferencia de «los hombres» y escuchar el testimonio de uno que fue enseñado por Dios para saber y reconocer quién era el Hijo del hombre! «Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Mateo 16:16). Aquí estaba la verdadera respuesta. No había ninguna vana especulación, ninguna incertidumbre, nada de «tal vez sea esto» o «tal vez sea aquello». Era el testimonio divino que emanaba del conocimiento dado por Dios. No fue sí y no, sino que fue sí y amén para la gloria de Dios. Podemos tener la plena seguridad de que estas palabras inflamadas de Simón Pedro, subieron, como incienso fragante, al trono de Dios, y refrescaron el corazón de Aquel que está sentado allí. No hay nada en todo el mundo tan precioso para Dios como un corazón que ama y aprecia a Cristo. ¡Nunca olvidemos esto!

«Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (Mateo 16:17-18).

Aquí tenemos la primera alusión directa en el Nuevo Testamento a la Iglesia o Asamblea de Cristo; y el lector notará que nuestro Señor habla de ella como de algo aún futuro. Dice: «Edificaré mi iglesia». Él era la Roca, el divino fundamento; pero antes de que una sola piedra pudiese ser edificada sobre Él, Él debía morir.

Esta es una gran verdad cardinal del cristianismo, una verdad que nuestro apóstol aún debía aprender, a pesar de su brillante y hermosa confesión. Simón Pedro aún no estaba preparado para el misterio profundo de la cruz. Él amaba a Cristo, y Dios le había enseñado a reconocerlo de manera perfecta y bendita; pero aún tenía mucho que aprender antes de poder aceptar la subyugadora verdad de que este Hijo bendito del Dios vivo debía morir, antes de que, como piedra viva, pudiese ser edificado sobre Él. «Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día» (v. 21).

Ahora la solemne verdad comenzaba a abrirse paso a través de las nubes. Pero Simón Pedro no estaba preparado para ello. Ella marchitaba por completo todas sus esperanzas judías y expectativas terrenales. ¡Qué! ¡El Hijo del Dios vivo debe morir! ¿Cómo podía ser? ¡El glorioso Mesías clavado a una cruz! «Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reconvenirle, diciendo: Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca» (v. 22).

¡Tal es el hombre! ¡Tal era también Simón Pedro! ¡Quería que el bendito Señor diera la espalda a la cruz! ¡Quería, en su ignorancia, frustrar los consejos eternos de Dios, y hacer el juego al diablo! ¡Pobre Pedro! ¡Qué roca habría sido si sobre él se hubiese edificado la Iglesia! Pero el Señor, «volviéndose, dijo a Pedro: ¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres» (v. 23).

¿Palabras ásperas? ¿Quién habría pensado que palabras tales como «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás» serían tan rápidamente seguidas de «¡Quítate de delante de mí, Satanás!»?

3.4 - Su reprensión

Detengámonos aún un poco en la escena tan interesante e instructiva del capítulo 16 de Mateo. Nos presenta dos grandes temas: «La Iglesia» y «el reino de los cielos». Nunca debemos confundir estas dos cosas. La Iglesia solo se encuentra en el Nuevo Testamento. De hecho, como ya ha sido mencionado, el versículo 18 de nuestro capítulo contiene la primera alusión directa en toda la Biblia al tema de la Iglesia o Asamblea de Cristo.

Aunque familiar para muchos de nuestros lectores, esto puede presentar una dificultad para otros. Muchos cristianos y maestros cristianos sostienen firmemente que la doctrina de la Iglesia está claramente revelada en las Escrituras del Antiguo Testamento. Consideran que los santos del Antiguo Testamento pertenecieron a la Iglesia; es decir, que no hay ninguna diferencia con los santos del Nuevo Testamento; que todos forman un cuerpo y que están sobre una misma base; que representar al pueblo del Señor en el tiempo del Nuevo Testamento ocupando una posición más elevada, o gozando de privilegios más elevados que Abraham, Isaac y Jacob, es una ilusión. A ellos les parece extraño afirmar que Enoc, Noé, Abraham y Moisés no pertenecieron a la Iglesia, que no eran miembros del cuerpo de Cristo, que no gozaron de los mismos privilegios que los creyentes de ahora. Instruidos desde su infancia en la creencia de que todo el pueblo de Dios, desde el principio hasta el fin de los tiempos, está sobre el mismo terreno y forma un cuerpo común, les resulta imposible admitir que haya alguna diferencia. Les parece una presunción que los cristianos afirmen que son diferentes del amado pueblo de Dios de la antigüedad, de aquellos ilustres hombres de fe mencionados en Hebreos 11, que vivieron una vida de fe y devoción personal, y que ahora están en el cielo con su Señor.

Pero la pregunta vital es: «¿Qué dice la Escritura?» (Romanos 4:3). De nada servirá emitir nuestros propios pensamientos, razonamientos y conclusiones en oposición a la Palabra de Dios. Resulta muy fácil para los hombres discurrir, con una aparente fuerza, decisión e ingenio, sobre lo absurdo y presuntuoso de la noción de que los cristianos están en un lugar mejor, más elevado y más privilegiado que los santos del Antiguo Testamento.

Pero esta no es la manera apropiada de encarar este gran tema. No es cuestión de diferencias personales entre los santos de diferentes períodos. Si lo fuera, ¿dónde entre las filas de los cristianos profesantes podemos encontrar a alguien comparable con un Abraham, un José, un Moisés o un Daniel? Si se trata de simple fe, ¿dónde, entonces, en toda la historia de la Iglesia, encontramos un ejemplo más bello que el del padre de los creyentes? Si se trata de santidad personal, ¿dónde encontramos una ilustración más brillante que la de José? En cuanto a intimidad con Dios y familiaridad con Sus caminos y pensamientos, ¿quién de entre nosotros podría sobrepasar a Moisés? En cuanto a firme devoción a Dios y su verdad, ¿dónde podemos encontrar un ejemplo más brillante que el del hombre que bajó al foso de los leones antes que no orar vuelto hacia Jerusalén? Entiéndase claramente que no se trata en absoluto de una cuestión personal, ni de una comparación de santos, sino de posición dispensacional. Si esto fuera visto con claridad, sin duda se disiparía gran parte de la dificultad que muchas personas piadosas parecen sentir con relación a la verdad de la Iglesia.

Pero más allá de todo esto, subsiste la pregunta: ¿Qué enseña la Escritura sobre el tema? Si alguno le hubiera hablado a Abraham acerca de ser miembro del cuerpo de Cristo, ¿lo habría entendido? ¿Podía aquel honrado y amado santo de Dios haber tenido la más remota idea de estar unido por un Espíritu que mora en un cuerpo a una Cabeza viva en el cielo? ¡Imposible! ¿Cómo podía ser miembro de un cuerpo que no existía? Y ¿cómo podía haber un cuerpo sin una Cabeza? ¿Cuándo oímos de la Cabeza por primera vez? Cuando el Hombre Cristo Jesús, habiendo pasado por la muerte y la tumba, ascendió al cielo y se sentó a la diestra de la Majestad en lo alto. Entonces, y solo entonces, el Espíritu Santo descendió para formar el cuerpo, y unirlo por Su presencia a la Cabeza glorificada en lo alto.

Pero estamos adelantándonos a una serie de consideraciones que todavía se nos ha de presentar más adelante. Permítanos el lector plantearle otra pregunta aquí. Si alguien le hubiera hablado a Moisés sobre un cuerpo compuesto de judíos y gentiles –un cuerpo cuyas partes constituyentes hubiesen sido extraídas de la simiente de Abraham y de la raza maldita de los cananeos– ¿qué habría dicho? ¿Acaso no podemos afirmar con plena seguridad que todo su ser moral se habría estremecido con horror ante tal pensamiento? ¡Qué!, ¿judíos y cananeos –la simiente de Abraham y gentiles incircuncisos– unidos en un cuerpo? Habría sido imposible que el dador de la ley adoptase tal idea. El hecho es que, si había un solo rasgo que caracterizaba más fuertemente que cualquier otro la economía judía, era la rígida separación establecida por Dios entre judíos y gentiles. «Vosotros sabéis –dice Simón Pedro– cuán abominable es para un varón judío juntarse o acercarse a un extranjero» (Hechos 10:28).

Tal era el orden de cosas que prevalecía bajo la economía mosaica. Habría sido una flagrante transgresión de parte de un judío saltar por encima de aquella «pared intermedia de separación» que lo separaba de todas las naciones vecinas; por eso la idea de una unión entre judíos y gentiles no podía caber en ninguna mente humana; y cuanto más fiel era un hombre al orden de cosas existente bajo la ley, más opuesto debía haber sido a cualquier idea semejante.

Ahora bien, frente a todo esto, ¿cómo puede alguno tratar de mantener que la verdad de la Iglesia era conocida en tiempos del Antiguo Testamento, y que no hay ninguna diferencia entre la posición de un cristiano y la de un creyente del Antiguo Testamento? El hecho es que aun al mismo Simón Pedro le resultó sumamente difícil concebir la idea de admitir a los gentiles en el reino de los cielos. Aunque le fueron confiadas las llaves de aquel reino, se mostró muy reacio a utilizarlas para la admisión de los gentiles. Antes de estar en condiciones de cumplir la comisión que su Señor le había encomendado en Mateo 16, Pedro tuvo que ser expresamente enseñado por una visión celestial.

No, querido lector, de nada sirve estar en contra del claro testimonio de la Escritura. La verdad de la Iglesia no era ni podía ser conocida en tiempos del Antiguo Testamento. Era un misterio, como nos dice el inspirado apóstol, que estaba «escondido desde los siglos en Dios» (Efesios 3:9) –oculto en Sus consejos eternos–, que «no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas [3] por el Espíritu: que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio» (Efesios 3:5-6).

[3] Los profetas, en este pasaje, son profetas del Nuevo Testamento. Esto está claramente indicado por la expresión «ahora es revelado». El apóstol no podía hablar de algo que estaba siendo «ahora revelado», a hombres que habían estado muertos durante cientos de años. Además, si se hubiese referido a profetas del Antiguo Testamento, el orden seguramente habría sido: «Profetas y apóstoles». Encontramos una expresión similar en Efesios 2:20: «Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas». No dice «Profetas y apóstoles». La verdad es que los apóstoles y profetas formaron la primera capa del fundamento de la Iglesia de la cual Jesucristo es la principal piedra del ángulo, y esta es una prueba adicional de que la Iglesia no existía salvo en los consejos secretos de Dios hasta que nuestro Señor Jesucristo, una vez cumplida la obra de la redención, ascendió al cielo y envió al Espíritu Santo para bautizar a los creyentes –judíos y gentiles– en un cuerpo. El lector puede dirigirse también con verdadero provecho e interés a Romanos 16:25-26: «Y al que puede confirmaros según mi evangelio y la predicación de Jesucristo, según la revelación del misterio que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos, pero que ha sido manifestado ahora, y que por las Escrituras de los profetas [literalmente, por las escrituras proféticas, es decir, del Nuevo Testamento], según el mandamiento del Dios eterno, se ha dado a conocer a todas las gentes para que obedezcan a la fe».

Solo podemos llegar al gran misterio de la Iglesia caminando por encima de la pared intermedia de separación. «Por tanto, acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne, erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión hecha con mano en la carne. En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con

Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades. Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos, y a los que estaban cerca; porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre» (Efesios 2:11-18).

Así pues, por todo lo expuesto, creemos que resultará claro al lector por qué nuestro Señor, en su palabra a Simón Pedro, habló de la Iglesia como de algo futuro. Él dice: «Sobre esta roca edificaré mi iglesia». No dice: «He edificado» ni «edifico». Nada de eso. No podía ser, porque todavía estaba «escondida en Dios». El Mesías debía ser «cortado y no tener nada» [4], nada, por el momento, en cuanto a Israel y la tierra. Debía ser rechazado, crucificado y muerto, a fin de poner el fundamento de la Iglesia. Era totalmente imposible que una sola piedra fuese puesta en este nuevo y maravilloso edificio hasta que «la principal piedra del ángulo» no hubiese pasado por la muerte y tomado Su lugar en el cielo. En la resurrección, y no en la encarnación, nuestro Señor Jesucristo vino a ser Cabeza de un cuerpo.

[4] N. del T.: Véase Daniel 9:26 en la versión Darby francesa o inglesa.

Nuestro apóstol no estaba en lo más mínimo preparado para esto. No entendía ni una jota ni una tilde de este asunto. Sí podía entender que el Mesías establecería un reino con poder y gloria, y que restauraría a Israel a su lugar de preeminencia destinado en la tierra; todo esto él lo podía entender y apreciar; era lo que esperaba. Pero un Mesías sufriente –un Cristo rechazado y crucificado–, era algo acerca de lo cual no podía oír en ese momento. «Ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca» (Mateo 16:22). Estas fueron las palabras que provocaron la severa reprensión con la que cerramos nuestra meditación anterior: «¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres» (v. 23).

Por la severidad de la reprensión de nuestro Señor, podemos entender la gravedad del error de Pedro. Pedro tenía mucho que aprender, mucho camino que recorrer, antes de poder comprender la gran verdad que su Señor ponía delante de él. Pero él la comprendió, por la gracia de Dios, y la confesó y enseñó con poder. Fue conducido a ver no solo que Cristo era el Hijo del Dios viviente, sino que era una Piedra rechazada, reprobada por los hombres, pero para Dios, escogida y preciosa; y que todos aquellos que por la gracia vienen a Él, deben participar de Su rechazo en la tierra, así como de Su aceptación en el cielo. Ellos están perfectamente identificados con Él.

3.5 - Su confesión

Al final del capítulo 6 de Juan tenemos una clara y hermosa confesión de Cristo de los labios de nuestro apóstol; una confesión que las circunstancias hicieron más conmovedora y poderosa.

Las enseñanzas de nuestro bendito Señor en la sinagoga de Capernaum, habían desplegado una verdad que ponía a prueba el pobre corazón humano, arrasando todas las pretensiones del hombre de una manera muy notable. No podemos ocuparnos aquí del discurso de nuestro Señor, pero los resultados se refieren así: «Desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él» (Juan 6:66). Ellos no estaban preparados para recibir esa doctrina celestial. Se sintieron ofendidos por ella, y le volvieron la espalda al bendito Salvador, el único que era digno de todos los afectos del corazón, y del homenaje y devoción de todo el ser moral. «Se volvieron atrás, y ya no andaban con él».

No se nos dice qué pasó con estos desertores; tampoco si fueron salvos o no. Simplemente se nos dice que abandonaron a Cristo, y que dejaron de estar públicamente identificados con Su nombre y Su causa. ¡Cuántos, lamentablemente, desde entonces, siguieron su triste ejemplo! Una cosa es profesar ser discípulos de Cristo, y otra muy distinta es estar con firme propósito de corazón sobre el terreno del testimonio público de Su nombre, plenamente identificados con un Señor rechazado. Una cosa es seguir a Cristo por los beneficios que concede, y otra completamente distinta es aferrarse a él ante la burla y el desprecio del mundo. La aplicación de la doctrina de la cruz reduce rápidamente las filas de profesos. En el capítulo que estamos considerando, vemos, en un momento, multitudes amontonándose con entusiasmo alrededor del Hombre que podía satisfacer sus necesidades de una manera maravillosa y, un momento después, abandonándolo cuando Su enseñanza ofendía su orgullo.

Así ha sido, así es y así será siempre hasta el día en que el despreciado «Desconocido de Nazaret» reine de un polo de la tierra al otro, y desde el río hasta los confines del orbe. Siempre estamos dispuestos a aprovecharnos de los beneficios y bendiciones que un Salvador amoroso puede concedernos, pero cuando se trata de seguir a un Señor rechazado a lo largo de aquella senda áspera y solitaria que él anduvo por nosotros en este mundo pecaminoso, somos propensos, como los de antaño, a volver atrás y a no andar más con Él.

Esto es triste y humillante. Demuestra lo poco que conocemos de Su corazón, o lo que Su corazón desea de nosotros. Jesús anhela comunión. No quiere patrocinio. No satisface el deseo de Su corazón que lo sigan, que lo admiren o que lo contemplen, por lo que puede hacer o dar. Él se complace en un corazón que, enseñado por Dios, aprecia Su Persona, pues esto glorifica y satisface al Padre. Se apartó de la mirada de una multitud tumultuosa y entusiasta que, por haber comido de los panes y saciarse, querían hacerle rey; pero, a cambio, se volvió, con entrañable fervor, a la pequeña tropa de sus discípulos que todavía quedaban, y desafió sus corazones con la pregunta: «¿Queréis acaso iros también vosotros?» (Juan 6:67). ¡Qué conmovedor! ¡Cómo habrá tocado los corazones de todos, salvo el de aquel que solo tenía un corazón para el dinero, que era «ladrón» y «diablo» (Juan 6:70; 12:6)! ¡Ay!, se acercaba el momento cuando todos lo iban a abandonar y huir; cuando iba a quedar absolutamente solo, abandonado de los hombres, abandonado de Dios; totalmente desamparado.

Pero ese momento aún era futuro; y es reconfortante oír la exquisita confesión de nuestro querido apóstol, en respuesta a la conmovedora pregunta de su Señor: «Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Juan 6:68-69).

En verdad Pedro tenía razón en decir: «¿A quién iremos?». No había otro, a lo largo y ancho del universo, a quien el corazón podía volverse. Solo Jesús podía satisfacer toda necesidad, todo buen deseo y llenar cada rincón del corazón. Simón Pedro sintió esto, y, en consecuencia, aun con todos sus errores, fracasos y debilidades, su amante y devoto corazón se volvió con entrañable afecto a su amado Señor. Aunque era incapaz de elevarse a la altura de Su enseñanza celestial, él no lo abandonaría. Había un vínculo que lo unía a Jesucristo que nada podía romper. «Señor, ¿a quién iremos?», ¿a dónde nos dirigiremos?

¿Con quién otro podemos contar? Es cierto que puede haber pruebas y dificultades en el camino del verdadero discipulado. Puede que sea un camino áspero y solitario. El corazón puede ser probado de toda forma posible. Puede haber diversos y profundos dolores, aguas profundas, sombras oscuras; pero, ante todo esto, podemos decir: «¿A quién iremos?».

Notemos la singular plenitud de la confesión de Pedro. «Tú tienes palabras de vida eterna»; y luego: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente». Tenemos las dos cosas: lo que Cristo tiene y lo que es. Bendito sea Su nombre, Cristo tiene todo cuanto podamos necesitar en el tiempo y en la eternidad. Palabras de vida eterna fluyen de Sus labios a nuestros corazones. Hace que los que le siguen «tengan su heredad» (Proverbios 8:21). Les concede «riquezas duraderas, y justicia» (v. 18). Realmente podemos decir que, en comparación con lo que Cristo ofrece, todas las riquezas, honores, dignidades y placeres de este mundo, son solo escoria. Todas estas cosas se desvanecen como la bruma de la mañana, y dejan tras de sí un doloroso vacío. Nada de lo que este mundo ofrece puede satisfacer las ansias del alma humana. «Todo es vanidad y aflicción de espíritu» (Eclesiastés 2:17) y hay que dejarlo. Si uno tuviera todas las riquezas de Salomón, solo durarían un momento en comparación con la eternidad sin fin que tenemos ante nosotros. Cuando viene la muerte, todas las riquezas del universo no bastarían para rescatar un solo momento de tregua. El último gran enemigo –la muerte– no da cuartel. Rompe, sin compasión, los lazos que sujetan al hombre con todo lo que su pobre corazón aprecia y ama en la tierra, y lo arroja rápidamente en la eternidad.

Surge así la pregunta: Y después, ¿qué? ¿Quién puede responderla? ¿Quién puede imaginar el futuro de un alma que pasa a la eternidad sin Dios, sin Cristo, sin esperanza? ¿Quién puede describir los horrores de uno que, de repente, abre sus ojos al tremendo hecho de que está perdido eternamente y sin esperanza? Es sencillamente demasiado espantoso para detenernos en ello. Sin embargo, debemos hacerlo; y si el lector es todavía del mundo, si aún no se ha convertido, si permanece descuidado, irreflexivo, sin creer, le rogamos encarecidamente que en este preciso momento preste la más seria atención a la cuestión fundamental de la salvación de su alma. Ante ella, todas las demás cuestiones resultan enteramente insignificantes. «Porque ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?» (Marcos 8:36-37). Dejar de lado la gran cuestión de la salvación del alma, solamente puede considerarse como la más insigne locura de la que un ser humano puede ser culpable. Y si alguno pregunta qué tiene que hacer en este asunto, la respuesta es Nada, «Ninguna cosa, grande ni pequeña», como dice el poeta. Jesús tiene palabras de vida eterna. Él es quien dice: «De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» (Juan 5:24).

Sobre esta verdad descansa toda la cuestión. Escuche las palabras de Cristo. Crea en Aquel que envió a Su amado Hijo. Ponga su confianza en Dios, y será salvo; tendrá vida eterna, y nunca vendrá a juicio.

Por otro lado, Simón Pedro, en su bella confesión, no se limita a lo que Cristo ofrece, precioso y bendito como es, sino que también habla de lo que Él es. «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Juan 6:69). Esto está lleno de profundo interés para el corazón. Cristo no solo nos da la vida eterna, sino que también viene a ser el objeto de los afectos de nuestro corazón, nuestra más satisfactoria porción, nuestro inagotable recurso, nuestro Guía y Consejero infalible, nuestra fuente constante de consulta, en todas nuestras necesidades, en todos nuestros apremios, penas y dificultades. No necesitamos acudir a nadie más en busca de socorro, simpatía o guía. En Jesús tenemos todo lo que nos hace falta. Él es el eterno deleite del corazón de Dios, y también puede ser el deleite de nuestros corazones aquí y en la eternidad, ahora y siempre.

3.6 - Su fe

El final del capítulo 14 de Mateo presenta una escena de la vida de nuestro apóstol en la cual nos detendremos con provecho unos momentos. Ofrece una exquisita ilustración de su conmovedora pregunta: «Señor, ¿a quién iremos?».

Una vez que nuestro Señor alimentó a la multitud y envió a sus discípulos a que cruzaran el mar, se apartó a una montaña a orar solo. Aquí tenemos una admirable representación del tiempo actual. Jesús subió a lo alto. Israel es, por el momento, dejado de lado, pero no olvidado. Vendrán tiempos de prueba: mares agitados y cielos tormentosos caerán sobre el remanente; pero su Mesías volverá, y los librará de todas sus tribulaciones. Él los conducirá a su anhelado puerto, y todo será paz y gozo para el Israel de Dios.

Todo está plenamente desarrollado en las páginas proféticas, y es de profundo interés para todo amante de Dios y su Palabra; pero por ahora solo nos detendremos en el registro inspirado concerniente a Simón Pedro, tratando de aprender las lecciones que ese registro con tanto vigor enseña. «En seguida Jesús hizo a sus discípulos entrar en la barca e ir delante de él a la otra ribera, entre tanto que él despedía a la multitud. Despedida la multitud, subió al monte a orar aparte; y cuando llegó la noche, estaba allí solo. Y ya la barca estaba en medio del mar, azotada por las olas; porque el viento era contrario. Mas a la cuarta vigilia de la noche, Jesús vino a ellos andando sobre el mar. Y los discípulos, viéndole andar sobre el mar, se turbaron, diciendo: ¡Un fantasma! Y dieron voces de miedo. Pero en seguida Jesús les habló, diciendo: ¡Tened ánimo; yo soy, no temáis! Entonces le respondió Pedro, y dijo: Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas. Y él dijo: Ven. Y descendiendo Pedro de la barca, andaba sobre las aguas para ir a Jesús. Pero al ver el fuerte viento, tuvo miedo; y comenzando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame! Al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?» (Mateo 16:22-31).

Este breve pasaje nos presenta con gran fuerza algunos rasgos principales del carácter de Simón Pedro. Nadie puede poner en duda un solo instante su celo, energía y verdadera devoción de corazón; pero estas mismas cualidades, por más hermosas que fueran, lo condujeron no pocas veces a una posición de tal prominencia que hicieron más visibles sus puntos débiles. Un hombre de menos celo y energía habría permanecido a bordo del barco, y hubiera evitado así el fracaso y hundimiento que sufrió Pedro. Quizás, también, alguno de temperamento más frío habría condenado a Pedro por cometer un acto de injustificable imprudencia al dejar el barco, o habría tachado tal acción de un atrevimiento digno de una humillante reprensión.

Puede que sea así; no obstante, nos sentimos libres de confesar que el celo, la energía y la devoción de este amado siervo de Cristo, tienen un más poderoso atractivo para el corazón que el espíritu frío, calculador, que busca su propio interés, el cual, para evitar la vergüenza y humillación de una derrota, se niega a dar un paso valiente y decidido por Cristo. Es cierto que en la interesante escena que tenemos ante nosotros, Pedro quedó totalmente abatido. Pero ¿por qué? ¿Porque dejó el barco? No; sino porque dejó de mirar, con simple fe, a Jesús. He aquí la raíz de su fracaso. Si él hubiese mantenido sus ojos fijos en el Maestro, habría podido caminar sobre las aguas, por más movidas que estuviesen. La fe puede andar sobre aguas bravas tan fácilmente como si lo hiciera sobre aguas calmas. La naturaleza no puede andar sobre ninguna. No se trata del estado del agua, sino del estado del corazón. Las circunstancias no tienen nada que ver con la fe, salvo que circunstancias extremadamente difíciles y de prueba hagan resaltar su poder y resplandor. No había ninguna razón, según el juicio de la fe, por la cual Pedro haya debido fracasar cuando anduvo sobre las aguas. La fe no mira las cosas que se ven y que son temporales, sino las cosas invisibles y eternas (véase 2 Corintios 4:18). Se sostiene como viendo al Invisible (véase Hebreos 11:27). «La fe es la convicción de lo que no se ve» (v. 1). Ella eleva el corazón por encima de los vientos y las olas de este escabroso mundo, y lo mantiene en perfecta paz, para alabanza de Aquel que es el Dador de la fe, así como de «toda buena dádiva y todo don perfecto» (Santiago 1:17).

Pero nuestro querido apóstol, en la ocasión que ahora estamos considerando, falló en la fe. Él, como lamentablemente ocurre a menudo con nosotros, quitó sus ojos del Señor y los fijó en lo que estaba a su alrededor, y, como consecuencia, inmediatamente comenzó a hundirse. Siempre será así. No podemos seguir andando un solo momento si el Dios vivo no llena nuestros ojos. El gran lema para la vida de fe es: «Puestos los ojos en Jesús» (Hebreos 12:2). Es lo único que nos permite correr «con paciencia la carrera que tenemos por delante» (v. 1), sin importar si el camino es llano o escabroso. Cuando Pedro bajó de la barca, era Cristo o hundirse. Él bien podría haber dicho en ese momento: «Señor, ¿a quién iré?». ¿A dónde podía volverse? Estando a bordo, tenía las maderas de la barca donde apoyarse, que lo separaban de la muerte, pero cuando estaba sobre las aguas, no tenía nada excepto a Jesús.

Y ¿no era Él suficiente? Sí, por cierto, si solamente Pedro hubiese confiado en Él. Ahí está el quid. «Al que cree todo le es posible» (Marcos 9:23). Cuando la fe echa mano del poder de Dios para obrar, la tempestad se vuelve perfectamente calma, los mares agitados se tornan lisos como un espejo, los montes se allanan. Cuanto mayores son las dificultades, más brillantes son los triunfos de la fe. Cuando pasa por el crisol de la prueba, la fe pone de manifiesto su verdadera preciosidad. Ella tiene que ver con Dios, y no con los hombres ni con las cosas. Si dejamos de apoyarnos en Dios, nos veremos envueltos en medio de las feroces olas de un agitado y tempestuoso océano –de un perfecto caos–, donde los recursos de la naturaleza fracasarán por completo.

Simón Pedro probó todo esto cuando descendió de la barca para caminar sobre las aguas; y cada hijo de Dios, cada siervo de Cristo, debe probarlo en su propia medida, pues la historia de Pedro está llena de grandes lecciones prácticas para todos nosotros. Si queremos andar por encima de las circunstancias de la escena por la que pasamos; si hemos de elevarnos por encima de sus influencias; si vamos a poder dar una clara y decidida respuesta al escepticismo, al racionalismo y a la infidelidad de hoy, entonces, seguramente, debemos mantener los ojos de la fe fijos en «el autor y consumador de la fe» (Hebreos 12:2). Ni las habilidades de la lógica ni el poder intelectual servirán para dar respuesta a los argumentos del infiel, sino un reconocimiento permanente de la plena suficiencia de Cristo, una comprensión viva y satisfactoria para nuestra alma de su Persona, de su obra y de su Palabra para satisfacer todas nuestras necesidades y exigencias.

Pero tal vez el lector se sienta inclinado a condenar a Pedro por haber abandonado la barca. Puede pensar que no tenía ninguna necesidad de haber dado ese paso. ¿Por qué no se quedó con sus hermanos a bordo de la barca? ¿Acaso no era posible ser fiel a Cristo tanto en la barca como en el agua? ¿Acaso la consecuencia de su acción no demostró que habría sido mejor, más seguro y más sabio que Pedro se hubiera quedado en la barca, antes que lanzarse a una carrera que iba a ser incapaz de seguir?

A todo esto, contestamos que nuestro apóstol estuvo claramente gobernado por el vehemente deseo de estar más cerca de su Señor. Y estaba bien. Vio a Jesús andando sobre las aguas, y deseó estar con Él. Además, tenía la autoridad directa de su Señor para abandonar la barca. Admitimos plenamente que sin ello, hubiera sido un fatal error dejar su posición; pero en el momento que la palabra «Ven» resonó en sus oídos, tuvo la autorización divina para salir a caminar sobre las aguas. En efecto, si se hubiera quedado, se habría perdido una gran bendición.

Así ocurre en todos los casos. Debemos tener autoridad antes de poder actuar. Sin ello, cuanto mayor sea nuestro celo, energía y aparente devoción, más fatal será nuestro error y más daño nos haremos a nosotros mismos, a los demás y a la causa de Cristo. Es de suma importancia que en todos los casos –pero especialmente cuando hay una medida de celo, fervor y energía–, haya primero un sobrio sometimiento a la autoridad de la Palabra. Si falta eso, entonces no hay manera de calcular la gravedad del daño que se puede causar. Si nuestra devoción no fluye en el canal de la simple obediencia, si sobrepasa los diques formados por la Palabra de Dios, las consecuencias serán desastrosas.

Pero hay otra cosa que sigue en importancia a la autoridad de la Palabra divina: la constante percepción de la presencia divina. Estas dos cosas nunca deben ser separadas si queremos andar sobre las aguas. Podemos tener las ideas claras y bien establecidas, contar con la autoridad de la Palabra para una particular acción; pero si no tenemos con igual claridad el sentido de la presencia del Señor con nosotros, si nuestros ojos no están continuamente fijos en el Dios vivo, seguramente caeremos.

Esto es especialmente solemne, y demanda la más seria consideración de parte del lector cristiano. Justamente en este punto falló Pedro. No falló en la obediencia, sino en la dependencia práctica. Actuó conforme a la palabra de Jesús cuando abandonó la barca, pero al andar sobre las aguas, no se apoyó en los brazos de Jesús; de ahí su terror y confusión. La sola autoridad no basta; necesitamos también el poder. Actuar sin autoridad es siempre malo. Actuar sin poder es siempre imposible. La autoridad para comenzar es la Palabra. El poder para seguir es la presencia divina. La combinación de ambos siempre hará posible una carrera exitosa. No importan en lo más mínimo las dificultades si nuestro curso cuenta con la inquebrantable autoridad de la Santa Escritura y el bendito apoyo de la presencia de Dios para seguirlo. Cuando Dios habla, debemos obedecer; pero para hacerlo, debemos apoyarnos en Su brazo. «¿No te lo he mandado yo?». «He aquí yo estoy con vosotros» (Josué 1:9, V. M.; Mateo 28:20).

Estas dos cosas son absolutamente esenciales para todo hijo de Dios y siervo de Cristo. Sin ellas, no podemos hacer nada; con ellas, podemos hacer todo. Si no tenemos un «Así ha dicho Jehová» o un «Está escrito», no podemos entrar en un camino de devoción, y si no tenemos el sentido de Su presencia, no podemos seguir ese camino. Siempre debemos recordar que es posible que todo esté bien al emprender el camino, pero que fracasemos al seguir.

Es lo que sucedió con Simón Pedro, y lo que también sucedió con millares de personas desde entonces. Una cosa es hacer un buen comienzo, y otra cosa un buen progreso. Una cosa es dejar el barco, y otra cosa es andar sobre las aguas. Pedro hizo lo primero, pero falló en lo último. Este querido siervo de Cristo tropezó en su camino; pero ¿dónde se halló? En los brazos de un amoroso Salvador. «¡Señor, sálvame!». ¡Cuán profundamente conmovedor! Él se arroja sobre un amor muy bien conocido, un amor que aún lo habría de encontrar en circunstancias mucho más humillantes. Pedro no fue decepcionado. ¡Ah, no! Bendito sea Dios, ninguna pobre criatura capaz de fallar y tropezar, apelará jamás en vano a ese amor. «Al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?». ¡Qué gracia exquisita! Sí, Pedro no logró alcanzar a su Señor, pero su Señor no dejó de alcanzarlo a él. Sí, Pedro falló en la fe, pero Jesús no podía fallar en la gracia. La gracia de nuestro Señor Jesús es sobreabundante. Él se sirve de nuestros fracasos para manifestar su rico y precioso amor.

¡Qué bendición es tener que ver con ese tierno, paciente y amante Señor! ¡Oh, quién no querría confiar en Él, alabarle, amarle y servirle!

3.7 - Su caída

Ahora seguiremos a nuestro querido apóstol en la escena más oscura y humillante de toda su historia; una escena que difícilmente podríamos entender o explicar si no conociéramos algo de las infinitas profundidades de la gracia divina, por un lado, y de los terribles abismos en los que aun un santo de Dios o un apóstol de Cristo son capaces de hundirse si no son guardados por el poder divino, por otro.

Parece asombroso encontrar en las páginas inspiradas un relato de la caída de un siervo tan eminente de Cristo como Simón Pedro. Nosotros, en nuestra sabiduría, pensaríamos que hubiese sido mejor correr un velo de silencio sobre tal evento. Pero no así el Espíritu Santo. Él consideró necesario hablarnos claramente de los errores, fracasos y pecados de hombres tales como Abraham, Moisés, David, Pedro y Pablo, para que aprendamos de esas santas historias las lecciones de las debilidades humanas y de la gracia divina; y aunque están llenas de solemnes advertencias, nos dan un precioso consuelo y aliento. Por ellas aprendemos lo que somos nosotros y lo que Dios es. Aprendemos que no podemos confiar en nosotros mismos ni un solo momento; que no hay sima de pecado en la que no podamos caer si no somos guardados por la gracia. Pero también aprendemos a confiar en la estabilidad eterna de la gracia que trató con los que erraron y pecaron en otro tiempo, para que nos apoyemos con una confianza cada vez mayor en Aquel que «es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebreos 13:8).

Ninguno de los cuatro evangelistas omite la caída de Pedro. Leamos, por ejemplo, Mateo 26: «Y cuando hubieron cantado el himno, salieron al monte de los Olivos. Entonces Jesús les dijo: Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas. Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea. Respondiendo Pedro, le dijo: Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré» (v. 30-33).

En estas pocas palabras Pedro revela la verdadera raíz del asunto. Esa raíz era la confianza en sí mismo, raíz bastante frecuente ¡ay! también entre nosotros. No cuestionamos en lo más mínimo la sinceridad de Pedro. Estamos absolutamente seguros de que habló con el corazón, y de que no tenía la más remota idea de lo que iba a hacer. No se conocía a sí mismo, y generalmente encontramos que el desconocimiento de uno mismo y la confianza en sí mismo van juntos. El conocimiento de uno mismo destruye la propia confianza. En otras palabras, cuanto más es conocido el yo, más desconfianza se le tiene.

Si Pedro se hubiese conocido a sí mismo, si hubiese conocido sus tendencias y capacidades, nunca habría pronunciado las palabras que acabamos de citar. Pero estaba tan lleno de confianza en sí mismo, que cuando su Señor le dijo expresamente lo que iba a hacer, él contestó: «Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré» (Mateo 26:35).

Esto es de una solemnidad especial, y está lleno de instrucción para nosotros. Todos nosotros somos tan ignorantes de nuestros propios corazones que nos consideramos incapaces de caer en ciertos pecados groseros. Pero cada uno de nosotros debe tener en cuenta que, si no fuésemos guardados cada momento por la gracia de Dios, seríamos capaces de cualquier cosa. Estamos hechos de unos materiales capaces de cualquier medida o tipo de mal; y dondequiera que oímos a alguien que dice:

«Bueno, yo ciertamente soy una pobre criatura, que puede fallar y tropezar, pero no soy capaz de hacer algo como eso», podemos estar seguros de que esa persona no conoce su propio corazón; y está, además, en inminente peligro de caer en algún pecado grave. Es bueno andar humildemente delante de nuestro Dios, desconfiando de nosotros mismos y apoyándonos en él. Este es el verdadero secreto de la seguridad moral en todo tiempo. Si Pedro lo hubiera comprendido, habría evitado su terrible caída.

Pero Pedro tenía plena confianza en sí mismo, y, como consecuencia, le faltó velar y orar. Esta era otra etapa en su carrera descendente. Si solo hubiese sentido su completa debilidad, habría buscado la fuerza divina, echándose en los brazos de Dios a fin de «hallar gracia para el oportuno socorro» (Hebreos 4:16). Miremos al bendito Maestro. Aunque era «Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos» (Romanos 9:5), sin embargo, como Hombre, habiendo tomado el lugar de la criatura y asumiendo plenamente la realidad de su posición, hacía fervientes oraciones mientras Pedro dormía profundamente. Sí, Pedro dormía en el jardín de Getsemaní mientras su Señor pasaba por la más profunda angustia que hasta entonces había experimentado, aunque todavía le esperaban angustias más profundas. «Entonces llegó Jesús con ellos a un lugar que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos: Sentaos aquí, entre tanto que voy allí y oro. Y tomando a Pedro, y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera. Entonces Jesús les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo. Yendo un poco adelante, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú. Vino luego a sus discípulos, y los halló durmiendo, y dijo a Pedro: ¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora? Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil» (Mateo 26:36-41).

¡Qué tierna gracia! ¡Qué disposición a usar de indulgencia! ¡Qué elevación moral! Y, sin embargo, Jesús sintió la falta de simpatía, la fría indiferencia a Su dolorosa agonía. «Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé» (Salmo 69:20). ¡Cuánto implican estas palabras! Él buscó consoladores. Ese corazón humano perfecto anhelaba simpatía; pero, ¡ay! no la había para Él. Incluso Pedro, que se declaró dispuesto a morir con Él, se durmió ante las agonías de Getsemaní.

¡Tal es el hombre! ¡Incluso el mejor de los hombres! Confiado en sí mismo, cuando no debería confiar en él; dormido, cuando debería velar, y, podemos añadir, peleador, cuando debería ser sumiso. «Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó, e hirió al siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha. Y el siervo se llamaba Malco» (Juan 18:10). ¡Cuán incongruente, cuán totalmente fuera de lugar, era una espada en compañía del manso y humilde Hombre de dolores! «Jesús entonces dijo a Pedro: Mete tu espada en la vaina; la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?» (Juan 18:11). Pedro se hallaba totalmente fuera de la corriente del pensamiento de su Señor. No tenía un pensamiento en común con Él con respecto a Su camino de sufrimiento. Deseaba defenderlo con armas carnales, olvidando que Su reino no era de este mundo.

Todo esto es de una solemnidad especial. Ver a un querido y honrado siervo de Cristo caer tan penosamente, es seguramente suficiente para enseñarnos a andar apacible y cautelosamente. Pero ¡ay! todavía no hemos alcanzado el punto más bajo en la carrera descendente de Pedro. Después que usó su espada en defensa de su Maestro, lo vemos siguiéndolo «de lejos». «Y prendiéndole, le llevaron, y le condujeron a casa del sumo sacerdote. Y Pedro le seguía de lejos. Y habiendo ellos encendido fuego en medio del patio, se sentaron alrededor; y Pedro se sentó también entre ellos» (Lucas 22:54-55).

¡Qué compañía para un apóstol de Cristo! ¿Puede un hombre tocar el lodo y no mancharse? «¿O puede el hombre andar sobre las ascuas, sin que se le quemen los pies?» (Proverbios 6:28, V. M.). Es terriblemente peligroso que el cristiano se siente entre los enemigos de Cristo. El solo hecho de haberlo hecho demuestra que la decadencia de la vida espiritual ya ha comenzado, y ha hecho alarmantes progresos. En el caso de Pedro, las etapas de decadencia están marcadas claramente. Primero, se jacta en su propia fuerza; segundo, se duerme cuando debiera estar orando; tercero, desenvaina su espada cuando debiera haber doblado la cabeza con mansedumbre; cuarto, sigue al Señor de lejos, y quinto, se halla cómodamente en medio de los abiertos enemigos de Cristo.

Luego llega la última escena de este terrible drama. «Y cuando vio a Pedro que se calentaba, mirándole, dijo: Tú también estabas con Jesús el nazareno. Mas él negó, diciendo: No le conozco, ni sé lo que dices. Y salió a la entrada; y cantó el gallo. Y la criada, viéndole otra vez, comenzó a decir a los que estaban allí: Este es de ellos. Pero él negó otra vez. Y poco después, los que estaban allí dijeron otra vez a Pedro: Verdaderamente tú eres de ellos; porque eres galileo, y tu manera de hablar es semejante a la de ellos. Entonces él comenzó a maldecir, y a jurar: No conozco a este hombre de quien habláis. Y el gallo cantó la segunda vez. Entonces Pedro se acordó de las palabras que Jesús le había dicho: Antes que el gallo cante dos veces, me negarás tres veces. Y pensando en esto, lloraba» (Marcos 14:66-72).

Lucas añade una conmovedora cláusula: «Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho: Antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Y Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente» (Lucas 22:61-62).

¡Qué profundamente conmovedor es todo esto! ¡Pensemos solamente en un santo de Dios, un apóstol de Cristo, maldiciendo y jurando que él no conocía a su Señor! ¿Pondría en duda el lector, por esto, el hecho de que Pedro era un genuino santo de Dios? Algunos lo cuestionan, pero es un grave error. Les resulta difícil concebir que un verdadero hijo de Dios caiga tan terriblemente. Esas dudas se deben a que aún no han aprendido por completo lo que es la carne. Pedro era un santo de Dios tanto en el palacio del sumo sacerdote como en el monte de la transfiguración. Pero tuvo que aprender a conocerse a sí mismo, pasando a través de un proceso tan humillante y penoso como el que cualquier creyente podría ser llamado a pasar. Seguramente que si alguno le hubiera dicho a Pedro, unos días antes, que dentro de poco iba a maldecir y jurar que no conocía a su Señor, se habría aterrorizado ante tal pensamiento. Podría haber dicho, como uno en la antigüedad: «¿Es tu siervo perro, que hará esta gran cosa?» (2 Reyes 8:13, RV 1909). Efectivamente lo era. No sabemos de qué somos capaces hasta que una situación nos ponga a prueba. Para nosotros, lo importante es andar humildemente con nuestro Dios día a día, profundamente conscientes de nuestra absoluta debilidad, y aferrados a Aquel que es capaz de guardarnos sin caída. Solo estamos seguros bajo el refugio de Su presencia. Abandonados a nosotros mismos, no somos capaces de nada, como nuestro apóstol descubrió, con profundo dolor. Pero el Señor velaba sobre su pobre discípulo errante. Nunca lo perdió de vista ni por un momento. Tenía los ojos puestos en todo el proceso. El diablo, si hubiese podido, habría roto la barca en mil pedazos. Pero no pudo hacerlo. Solo era un instrumento en las manos divinas para hacer un trabajo para Pedro que este no hizo. «Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto [o restaurado], confirma a tus hermanos» (Lucas 22:31-32).

Esto nos permite ver la raíz del asunto. Pedro necesitaba ser zarandeado, y Satanás fue utilizado para cumplir esta tarea –como sucedió con Job y con el hombre de 1 Corintios 5–. Parece maravilloso, misterioso y solemne que Satanás sea utilizado de esta manera. Y con todo, así es. Dios lo usa «para destrucción de la carne» (1 Corintios 5:5). Él no puede tocar el espíritu de un creyente, por cuanto es eternamente salvo. Pero es algo terrible estar en la criba de Satanás. Pedro probó esto, lo mismo que Job y el hombre de Corinto que se había extraviado.

Pero ¡qué gracia vemos en estas palabras!: «Yo he rogado por ti», no para que no cayera, sino para que, cuando haya caído, su fe no desfallezca. Nada sobrepasa la gracia que aquí resplandece. El bendito Salvador sabía todo lo que iba a pasar: la vergonzosa negación, las maldiciones y los juramentos; sin embargo, «he rogado por ti, que tu fe no falte» –que tu confianza en la eterna estabilidad de Mi gracia no desfallezca.

Todo esto es absolutamente asombroso. Y luego, el poder de aquella mirada: «Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro». Esto es lo que rompió el corazón de Pedro, provocando un mar de amargas lágrimas de arrepentimiento.

3.8 - Su restauración

Ahora consideraremos el tan interesante tema de la restauración de Simón Pedro, en el cual hallaremos algunos puntos de suma importancia práctica. De su caída aprendemos la debilidad e insensatez del hombre; de su restauración aprendemos la gracia, sabiduría y fidelidad de nuestro Señor Jesucristo. La caída fue ciertamente profunda, terrible y humillante; la restauración, completa y maravillosa. Podemos estar seguros de que Simón Pedro jamás olvidará ni una ni otra; no; más bien recordará ambas con admiración, amor y alabanza, a través de los incontables siglos de la eternidad. La gracia que brilló en la restauración de Pedro es la misma que se manifestó en su conversión. Vamos a considerar brevemente –dentro de nuestro reducido espacio– algunos de los puntos sobresalientes. Primero veamos la causa.

3.9 - La causa que provocó la restauración de Simón Pedro

Esta se nos presenta con particular fuerza por la pluma del inspirado evangelista Lucas: «Dijo también el Señor: Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo» (Lucas 22:31). Si a Satanás se le hubiera permitido hacer su voluntad, el pobre Simón habría quedado arruinado para siempre. Pero no; él simplemente fue empleado como un instrumento –como lo fue en el caso de Job–, para hacer un trabajo necesario, y, una vez que terminó su trabajo, se tuvo que retirar. No podía moverse el ancho de un cabello fuera de la esfera de acción que le estaba señalada. Es bueno que siempre recordemos esto. Satanás es solo una criatura; astuto, taimado, poderoso, sin duda, pero una criatura que solo puede actuar en la medida que Dios se lo permite. Si Pedro se hubiese conducido con mesura, si hubiese buscado la ayuda divina con humildad y ahínco, si se hubiese juzgado a sí mismo en secreto, no habría habido ninguna necesidad de que fuera pasado por la zaranda de Satanás. Gracias a Dios, Satanás no tiene ningún poder sobre el alma que anda humildemente con Dios. Hay perfecto refugio, perfecta seguridad, en la presencia divina; no hay una sola flecha en la aljaba del enemigo que pueda alcanzar a aquel que se apoya, con simple confianza, en el brazo del Dios vivo. Aquí nuestro apóstol falló; por eso, para conocerse a sí mismo, tuvo que pasar por un proceso muy severo. Pero, ¡qué poder y preciosura hay en aquellas palabras: «He rogado por ti»! He aquí el secreto, la causa que provocó la restauración de Simón. La oración de Jesús sostuvo el alma de su extraviado siervo en aquella terrible hora cuando el enemigo quiso reducirlo a polvo. ¿Qué podía hacer Satanás frente a la omnipotente intercesión de Cristo? Nada. Cuando, a los ojos de los hombres, todo parecía perdido y sin esperanza, aquella maravillosa oración fue el fundamento de la seguridad de Pedro.

Y ¿para que oró nuestro Señor? ¿Para que Pedro no cometiese el terrible pecado de negarle? ¿Para que no maldijese ni jurase? No; ¿para qué entonces? Para «que tu fe no falte». ¿Puede algo superar la gracia que brilla en esto? El fiel Señor, lleno de gracia y amor, en vista del terrible pecado de Pedro, y sabiendo todo lo que este iba a hacer, pudo sin embrago suplicar por él, para que su confianza no decaiga; para que no pierda el sentido de la eterna estabilidad de esa gracia que lo tomó de lo profundo de su ruina y culpa.

¡Qué gracia incomparable! Nada puede sobrepasarla en resplandor y bienaventuranza. Si no hubiese sido por esta oración, la confianza de Pedro seguramente habría declinado; nunca habría sobrevivido a la terrible lucha por la que pasaba su alma cuando pensaba en su terrible pecado. Una vez vuelto, una vez restaurado, cuando reflexionó sobre toda la escena, sobre sus expresiones de fidelidad: «Aunque todos se escandalicen, yo no» (Marcos 14:29), «¡Aunque me sea menester morir contigo, no te negaré jamás!»; (v. 31, V. M.); «Dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte» (Lucas 22:33), sin duda fue abrumador para su corazón recordar todas estas palabras, después de negar a su amado Señor con maldición y juramento.

Es un momento terrible en la historia del alma cuando uno despierta y toma conciencia de haber cometido pecado. Pecado contra la luz, el conocimiento y los privilegios recibidos; contra la gracia y la bondad divinas. Mientras tanto, Satanás seguramente desarrollará una actividad febril: nos acosará con sus más terribles sugestiones, suscitará todo tipo de cuestiones dudosas, llenará el corazón de razonamientos legalistas, dudas y temores, sacudiendo el alma desde su raíz.

Pero, gracias y alabanzas sean dadas a nuestro Dios, el enemigo no puede prevalecer. «Hasta aquí llegarás, y no pasarás adelante» (Job 38:11). La poderosa y siempre eficaz intercesión de nuestro Abogado divino sostiene la fe tan duramente probada, lleva el alma a través de las aguas profundas y oscuras, restaura el vínculo roto de la comunión, cura las heridas espirituales, levanta al caído, hace volver al extraviado y llena el corazón de alabanza y agradecimiento. «He rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto [o restaurado], confirma a tus hermanos». Aquí se nos presenta, del modo más conmovedor, la causa que provocó la restauración de Simón Pedro. Ahora repararemos brevemente en el medio que contribuyó a dicha restauración.

3.10 - El medio que contribuyó a la restauración de Simón Pedro

Para esto también estamos en deuda con el evangelista Lucas. Por medio de él el Espíritu que lo inspiró nos dio más que ningún otro lo que es exquisitamente humano –lo que va directamente al corazón con irresistible poder–, Dios manifestado en la más bella forma humana.

Ya hemos notado el retroceso gradual de Pedro; cómo, paso a paso, se fue alejando moralmente de Dios: olvidándose de velar y orar; siguiendo a Jesús de lejos; calentándose junto al fuego del enemigo; negando cobardemente al Señor; maldiciendo y jurando que no lo conocía. Todo esto apuntaba vergonzosa y terriblemente hacia abajo. Pero cuando el pobre Pedro, extraviado, apartado, que cae en pecado, llegó al punto más bajo, se pone de manifiesto entonces la gracia que brilla, con lustre celestial, en la causa y el medio que condujeron a su restauración. La causa la tenemos en la oración de Cristo; el medio, en Su mirada. «Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho: Antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Y Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente» (Lucas 22:61-62).

En efecto, aquí lo tenemos: «el Señor, miró a Pedro»; «Pedro se acordó», y luego «Pedro… lloró amargamente». ¡Qué mirada!

¡Qué recuerdo! ¡Qué llanto! ¿Qué corazón humano puede concebir, qué lengua expresar, que pluma describir, todo lo que envuelve esa sola mirada? Bien podemos creer que esta mirada se dirigió directamente al centro mismo del alma de Pedro. Él nunca olvidará esa maravillosa mirada, tan llena de inmenso poder moral, tan penetrante, que subyuga el alma y derrite el corazón.

«Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente». Este era el momento decisivo. Hasta entonces todo era un oscuro retroceso. Aquí la luz divina penetra en la profunda oscuridad moral. La preciosa oración de Cristo es respondida; Su poderosa mirada hace su trabajo. Las fuentes del corazón se rompen, y las lágrimas de arrepentimiento se derraman copiosamente, demostrando la profundidad, realidad e intensidad de la obra divina interior.

Así debe ser siempre, y así lo será cuando el Espíritu de Dios trabaja en el alma. Si hemos pecado, debemos ser compelidos a sentir, juzgar y confesar nuestro pecado; a sentirlo profundamente, a juzgarlo a fondo y a confesarlo plenamente. Decir simplemente «he pecado», con ligereza, frivolidad o por mera formalidad, no sirve de nada. Debe haber realidad, rectitud y sinceridad. Dios ama «la verdad en lo íntimo» (Salmo 51:6). Nada era ligero, frívolo ni formal en cuanto a nuestro querido apóstol a la hora de su caída y arrepentimiento. No, todo era absolutamente real. ¿Cómo podía ser de otra forma con semejante causa y semejante medio? La oración y la mirada del Señor desplegaron sus preciosos resultados en la restauración de Pedro.

El lector hará bien en notar el hecho de que la oración y la mirada de nuestro Señor Jesucristo presentan, de manera bella y notable, los dos grandes aspectos del ministerio presente de Cristo como nuestro Abogado para con el Padre. Tenemos el valor y predominio de su intercesión, así como el poder y la eficacia de su Palabra en las manos del Espíritu Santo, el «otro Abogado» (Juan 14:16). La oración de Cristo por Pedro corresponde a Su intercesión por nosotros. Su mirada a Pedro habla de su Palabra derramada en nuestros corazones por el poder del Espíritu Santo. Cuando pecamos –como ¡ay! lo hacemos en pensamiento u obra–, nuestro bendito y adorable Abogado habla a Dios a favor nuestro. Esta es la causa de nuestro arrepentimiento y restauración. Pero él también habla a nosotros de parte de Dios. Este es el medio que contribuye a la restauración.

La intercesión de Cristo es un gran tema que hemos procurado desarrollar recientemente en un artículo sobre La plena suficiencia de Cristo, por lo que no nos detendremos en él aquí. Concluiremos este estudio con una breve referencia a algunos rasgos morales de la restauración de Pedro, los que deben ser considerados en todos los casos de verdadera restauración. En primer lugar, está el estado de la conciencia.

3.11 - El estado de la conciencia

En cuanto a la plena y completa restauración de la conciencia de Pedro después de su terrible caída, tenemos la prueba más incuestionable proporcionada por su vida posterior. Tomemos por ejemplo la conmovedora escena en el mar de Tiberias, (véase Juan 21). [5] Miremos a aquel querido hombre, cabal y fervoroso, ciñéndose su túnica de pescador y echándose al mar para estar a los pies de su Señor resucitado. No esperó ni la barca ni a sus compañeros, sino que se abalanzó a los pies de su Salvador con todo el frescor y la libertad de una conciencia divinamente restaurada. No hay ningún temor atormentador, ninguna esclavitud legal, ninguna duda, oscuridad ni distancia. Su conciencia está en plena paz, en perfecto reposo. La oración y la mirada –las dos grandes partes de la obra de intercesión– demostraron su eficacia. La conciencia de Pedro estaba perfectamente bien y sana; por eso pudo hallar su hogar en la presencia de su Señor: su hogar santo y feliz.

[5] No tenemos ningún registro del primer encuentro de Pedro con su Señor después de la resurrección.

Consideremos otra notable y bella prueba de una conciencia restaurada. Veamos a Pedro en Hechos 3. Él está aquí en presencia de miles de judíos, y los acusa audazmente de haber negado «al Santo y al Justo», de lo que él mismo había hecho, aunque en circunstancias muy diferentes. ¿Cómo podía Pedro hacer esto? ¿Cómo podía tener cara para hablar así? ¿Por qué no dejó tan grave acusación a cargo de Santiago o Juan? La respuesta es sencilla. La conciencia de Pedro fue tan plenamente restaurada, hallándose en tan perfecta paz, tan completamente purificada, que pudo acusar sin temor a la casa de Israel de cometer el terrible pecado de haber negado al Santo de Dios. ¿Era esto fruto de la insensibilidad moral? No, era el fruto de la restauración divina. Si alguno de este grupo que se había congregado en el pórtico de Salomón se hubiese atrevido a poner tacha a nuestro apóstol por su vergonzosa negación de su Señor, no es difícil imaginar su respuesta. El hombre que había llorado amargamente por su pecado, podemos estar seguros, habría sabido contestar tal recusación. No que su llanto amargo fuera la base meritoria de su restauración; nada de eso; sino que simplemente demostró la realidad de la obra de arrepentimiento operada en su alma. La insensibilidad moral es una cosa, y una conciencia restaurada, basada en la sangre y la intercesión de Cristo, es otra cosa totalmente distinta.

Pero hay algo más comprendido en una verdadera obra de restauración, y es el estado del corazón.

3.12 - El estado del corazón

Es de vital importancia en todos los casos. Ninguna restauración puede ser considerada divinamente completa si no llega a lo más profundo del corazón. Por eso, cuando consideramos nuevamente las escenas que se desarrollan a orillas del mar de Tiberias, hallamos al Señor ocupado en tratar muy atenta y poderosamente con el estado del corazón de Pedro. No podemos, por mucho que quisiéramos, extendernos más sobre una de las más conmovedoras entrevistas de toda la Biblia. No podemos más que citar el registro inspirado, lo cual ya es suficiente.

Es sumamente interesante observar que, durante aquella maravillosa cena preparada y servida por el Señor resucitado, no se hace la menor alusión a escenas pasadas. Pero «cuando hubieron comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás,

¿me amas más que estos?» (Juan 21:15). Aquí las palabras de su fiel Señor, una vez más le recuerdan a Simón su profesión de confianza en sí mismo. Él había dicho: «Aunque todos se escandalicen, yo no» (Marcos 14:29). Entonces la escrutadora pregunta del Señor, tres veces repetida, claramente evoca la triple negación.

El corazón de Pedro fue tocado en el fondo: la raíz moral de todo el asunto fue alcanzada –la raíz de la confianza en sí mismo–. Era un trabajo absolutamente necesario en el caso de Pedro, y es absolutamente necesario en todos los casos. La obra de restauración nunca puede ser completa a menos que la raíz de donde brotan las acciones sea alcanzada y juzgada. El mero trabajo superficial es inútil. De nada sirve cortar los brotes; debemos descender a las profundidades de nuestro corazón, a los resortes ocultos de nuestras acciones, y juzgarlos a la luz de la presencia divina.

Aquí radica el secreto de una auténtica restauración. Reflexionemos en ello. Podemos estar seguros de que demanda nuestra más seria consideración. Estamos inclinados a contentarnos con cortar los brotes que aparecen sobre la superficie de nuestra vida práctica cotidiana, sin llegar a las raíces; y la triste consecuencia es que los brotes vuelven a aparecer rápidamente, para nuestro dolor y vergüenza, y para deshonra del nombre de nuestro Señor. El trabajo del juicio propio debe ser más profundo si realmente queremos progresar en la vida divina. Somos terriblemente superficiales, ligeros y frívolos. Carecemos de profundidad, seriedad y peso moral. Necesitamos más de aquel trabajo de corazón operado en Simón el hijo de Jonás a orillas del mar de Tiberias. «Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas?» (Juan 21:17). El filo del divino Cirujano había alcanzado la raíz de la enfermedad moral, y eso bastaba. Era necesario, pero bastaba; y Simón Pedro, entristecido y habiéndose juzgado a sí mismo, no le resta más que volver al gran hecho de que su Señor lo sabía todo. «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo». Es como si hubiera dicho: «Señor, los ojos de la Omnisciencia misma han de discernir si hay una sola chispa de afecto por ti en el corazón de un pobre extraviado». Se trataba de una auténtica obra; de un alma completamente restaurada, tanto en lo que respecta a la conciencia como al corazón. Y ¿qué falta ahora? Ser restablecido en su servicio.

3.13 - Restablecido en su servicio

Algunos nos dicen que una persona que cae, nunca puede recuperar su posición original; y es cierto que bajo el gobierno, uno ha de cosechar lo que sembró (Gálatas 6:7). Pero la gracia es otra cosa totalmente diferente. El gobierno echó fuera a Adán del huerto de Edén, y nunca lo restableció allí, pero la gracia anunció la victoriosa Simiente de la mujer. El gobierno dejó a Moisés fuera de Canaán, pero la gracia lo condujo a la cumbre de Pisga. El gobierno envió una espada perpetua a la casa de David (2 Samuel 12:10), pero la gracia hizo del hijo de Betsabé el más sabio y rico de los reyes de Israel.

Nunca debemos perder de vista la distinción entre la gracia y el gobierno. Confundir ambas cosas es cometer un grave error. No podemos considerar en detalle este importante tema aquí, lo que ya hicimos en otra ocasión. El lector debe procurar entenderlo y tenerlo siempre presente.

En cuanto a Simón Pedro, no solo lo vemos restablecido en el servicio al que había sido llamado al principio, sino en algo aún más elevado. «Apacienta mis corderos… Pastorea mis ovejas» (Juan 21:15-16), es la nueva comisión confiada al hombre que había negado a su Señor con juramento. ¿No es esto algo superior a ser «pescador de hombres» (Lucas 5:19)? «Y tú, una vez restaurado, confirma a tus hermanos» (cap. 22:32). En el servicio de nuestro Señor ¿hay algo más elevado que pastorear ovejas, apacentar corderos y confirmar a los hermanos? No hay nada en este mundo más querido para Cristo que sus ovejas, sus corderos y sus hermanos; por eso, nuestro Señor no podía haberle dado a Simón Pedro una prueba más conmovedora de Su confianza que encargando a su cuidado los objetos más queridos de Su profundo y tierno amor.

Y luego nótense las palabras finales: De cierto, de cierto te digo: «Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras. Esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: Sígueme» (Juan 21:18-19).

¡Qué graves palabras son estas! ¿Quién puede desentrañar su profunda significación, alcance y poder? ¡Qué contraste entre el Simón, joven, inquieto, arremetedor, desatinado, presumido, confiado en sí mismo, y el Pedro viejo, sumiso, ablandado, pasivo, crucificado! ¡Qué diferencia entre un hombre que iba adonde quería, y un hombre que sigue a un Señor rechazado por el oscuro y estrecho sendero de la cruz, al hogar en la gloria!

3.14 - Conclusión

No podríamos terminar estas meditaciones sin dar una ojeada, aunque sea superficial, a la manera en que nuestro apóstol desempeñó sus diversas comisiones. Lo vemos como «pescador de hombres», abriendo el reino de los cielos a los judíos y a los gentiles, y, finalmente, apacentando y pastoreando los corderos y las ovejas del rebaño de Cristo.

Estos son servicios elevados para que un pobre mortal sea llamado a cumplirlos, y más especialmente para alguien que había caído tan hondo como Simón Pedro. Pero el notable poder con que Pedro llevó a cabo su bendito servicio, demostró, más allá de toda duda, la realidad y plenitud de su restauración. Al final de los Evangelios vemos a Pedro restaurado en su corazón y conciencia; en los Hechos y en sus Epístolas lo vemos restaurado en cuanto a su servicio.

No podemos entrar en detalles, pero todavía debemos mencionar brevemente un par de puntos. Hay algo extraordinariamente bello en el discurso que dirigió Pedro en Hechos 3. Solo citaremos algunos fragmentos: «El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis delante de Pilato, cuando este había resuelto ponerle en libertad. Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo» (v. 13-14).

¡Qué espléndidas pruebas tenemos aquí de la plena restauración de Pedro! Habría sido absolutamente imposible que acusara a su audiencia de haber negado al Santo si su propia alma no hubiese sido plenamente restaurada. ¡Ay, él también había negado a su Señor! Pero se había arrepentido, y había llorado amargamente. Había estado ya en las profundidades del juicio propio, donde justamente deseaba ver a cada uno de sus oyentes. Había estado cara a cara con su Señor, donde justamente anhelaba verlos a ellos. Se le hizo gustar la dulzura, liberalidad y plenitud del amor perdonador de Dios, para que probara la eficacia divina de la expiación y la intercesión todopoderosa de Cristo. Por cuanto fue perdonado, sanado y restaurado, pudo estar en presencia de ellos, como un vivo y sorprendente monumento de aquella gracia que desplegaba ante ellos, y que era tan ampliamente suficiente para ellos como lo había demostrado ser para él. «Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados» (v. 19).

¿Quién podría expresar más clara y enfáticamente palabras tan preciosas, que un Pedro restaurado y perdonado? Si alguno de los oyentes hubiese osado recordarle al predicador su propia historia –su pasado–, ¿qué le habría contestado? Seguramente Pedro habría tenido poco que decir sobre sí mismo, pero en cambio mucho que hablar sobre la rica y preciosa gracia que había triunfado sobre su pecado y fracaso; mucho que hablar sobre aquella sangre preciosa que había borrado para siempre toda su culpa y le había dado perfecta paz a su conciencia; mucho que hablar sobre aquella intercesión todopoderosa a la que debía su plena y perfecta restauración.

Pedro era el hombre indicado para exponer ante los demás, aquellos temas gloriosos en los cuales había hallado fuerza, consuelo y gozo, habiendo probado, de una manera no habitual, la realidad y estabilidad de la gracia de nuestro Señor Jesucristo. Para él, no se trató de una mera teoría vacía, de simple doctrina u opinión; no, todo era intensamente real. Su misma vida y salvación estaban ligadas con ello. Conocía íntimamente el corazón de Cristo, su infinita ternura y compasión, su invariable devoción frente a tantos tropiezos, faltas, y pecados. Por eso, podía dar el más claro y poderoso testimonio a toda la casa de Israel del poder del nombre de Jesús, de la eficacia de Su sangre y del profundo e infinito amor de Su corazón. «Por la fe en su nombre, a este, que vosotros veis y conocéis, le ha confirmado su nombre; y la fe que es por él ha dado a este esta completa sanidad en presencia de todos vosotros» (Hechos 3:16).

¡Qué poder hay en esas palabras! ¡Cuán refrescante es el testimonio al nombre incomparable de Jesús! Es una delicia en todos los tiempos, pero más especialmente en estos actuales días de incredulidad que nos toca vivir, especialmente caracterizados por el decidido y persistente esfuerzo del enemigo por excluir el nombre de Jesús de todas partes.

Dondequiera que miremos, ya sea en el campo de la ciencia, de la religión, de la filantropía o de la reforma moral, vemos que el objetivo que se persigue asidua y diligentemente, es desterrar el nombre de Jesús. No se lo dice explícitamente, sin embargo, es así. Científicos, profesores y conferenciantes en las universidades, hablan y escriben acerca de «las fuerzas de la naturaleza» y de los hechos de la ciencia –que debemos distinguir de las conclusiones y razonamientos de los científicos– de tal modo que prácticamente excluyen al Cristo de Dios de todo el campo de la naturaleza. La Escritura, bendito sea Dios, nos dice que, por el Hijo de Su amor, «fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten». Y de nuevo, hablando del Hijo, el Espíritu inspirador dice: «El cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Colosenses 1:16-17; Hebreos 1:3).

Estos espléndidos pasajes nos conducen a la raíz divina del asunto. Ellos hablan, no de «las fuerzas de la naturaleza», sino de la gloria de Cristo, del poder de su mano y de la virtud de su Palabra. La incredulidad nos quiere privar de Cristo, y darnos, en vez de Él, «las fuerzas de la naturaleza». Preferimos infinitamente a nuestro amado Señor. Nos complacemos en ver Su nombre indisolublemente vinculado con la creación en todos sus vastos y maravillosos campos. Preferimos infinitamente el eterno testimonio escrito del Espíritu Santo a todas las sutiles y elaboradas teorías de los profesantes incrédulos. Nos regocijamos al ver el nombre de Jesús ligado a todas las ramas de la religión y la filantropía. Nos horrorizamos cada vez más ante todo sistema, club, organización o asociación que osa excluir el glorioso nombre de Jesús de sus esquemas religiosos y de reforma moral. Declaramos solemnemente que la religión, la filantropía o la reforma moral que no hacen del nombre de Jesús su Alfa y Omega, es la religión, la filantropía y la reforma moral del infierno. Esto puede parecer fuerte, severo, extremo e intolerante, pero es nuestra profunda y plena convicción, y lo declaramos sin temor en presencia de toda la incredulidad y superstición actuales.

Pero debemos retomar el discurso de nuestro apóstol, que ha despertado encendidos sentimientos en lo profundo del alma.

Habiendo hecho pesar directamente sobre la conciencia de sus oyentes, el terrible pecado que habían cometido, Pedro pasa a aplicar el reconfortante y curativo bálsamo del Evangelio, con palabras de maravilloso poder y dulzor: «Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes. Pero Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus profetas, que su Cristo había de padecer» (Hechos 3:17-18). Nada puede superar la gracia que brilla en esto. Evoca las palabras que José dirigió a sus angustiados hermanos: «No me enviasteis acá vosotros, sino Dios» (Génesis 45:8). Tal es la exquisita gracia de nuestro Señor Jesucristo, tal la bondad y el amor infinitos de nuestro Dios.

«Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado; a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo. Porque Moisés dijo a los padres: El Señor vuestro Dios os levantará profeta de entre vuestros hermanos, como a mí; a él oiréis en todas las cosas que os hable; y toda alma que no oiga a aquel profeta, será desarraigada del pueblo. Y todos los profetas desde Samuel en adelante, cuantos han hablado, también han anunciado estos días. Vosotros sois los hijos de los profetas, y del pacto que Dios hizo con nuestros padres, diciendo a Abraham: En tu simiente serán benditas todas las familias de la tierra. A vosotros primeramente, Dios, habiendo levantado a su Hijo, lo envió para que os bendijese, a fin de que cada uno se convierta de su maldad» (Hechos 3:19-26).

Así este querido y honrado apóstol, en el poder del Espíritu Santo, abrió de par en par las puertas del reino de los cielos a los judíos, en cumplimiento de su elevada comisión tal como está descrita en Mateo 16. Bien podemos decir que se trató de un magnífico testimonio de principio a fin. Muy gustosos nos detendríamos en él, pero el espacio de que disponemos no nos permite hacerlo. Solo podemos dejar al lector que prosiga en su diligente estudio, y pasar, por unos momentos, a Hechos 10 donde vemos el reino abierto a los gentiles.

Damos por sentado que el lector comprende la verdad en torno al hecho de que las llaves del reino de los cielos hayan sido encomendadas a Pedro. Por lo que no perderemos tiempo combatiendo la ignorante superstición que atribuye a nuestro apóstol aquello que, podemos estar seguros, él habría rechazado con intenso y santo horror, a saber, el poder de dejar entrar a las almas en el cielo. ¡Qué detestable insensatez, la que rechaza obstinadamente a Cristo –que es el único camino de Dios al cielo– y pretende basarse ciegamente en un pobre mortal pecador, que es tan deudor como nosotros a la gracia soberana de Dios y a la sangre preciosa de Cristo para entrar en la Iglesia aquí abajo y en los cielos arriba!

Pero es suficiente con lo dicho. Todo cristiano inteligente entiende que al apóstol Pedro se le encargó abrir el reino de los cielos tanto a los judíos como a los gentiles. A él le fueron confiadas las llaves, no de la Iglesia, ni de los cielos, sino «del reino de los cielos»; y lo vemos empleándolas en Hechos 3 y 10.

Pero en el caso de los gentiles no estuvo tan alerta como lo había estado con los judíos. El prejuicio –un triste obstáculo entonces, hoy y siempre– se interpuso en el camino. Pedro necesitaba tener una mente más amplia para aceptar y asimilar el propósito divino respecto a los gentiles. Instruido bajo la influencia del sistema judío, le parecía una cosa admitir a los judíos en el reino, y otra completamente diferente admitir a los gentiles. Nuestro apóstol tuvo necesidad de mayor instrucción en la escuela de Cristo antes de que su mente pudiera asimilar la doctrina de que «no hay diferencia» (véase Romanos 3:22-23). «Vosotros sabéis» –le dijo a Cornelio– «que es cosa ilícita a un judío juntarse, ni siquiera llegarse, a uno que sea de otra nación» (Hechos 10:28, V. M.). Así había sido en tiempos pasados; pero ahora todo esto había cambiado. La pared intermedia había sido derribada; las barreras removidas. «Mas Dios me ha enseñado que a ningún hombre le he de llamar común o inmundo» (v. 28, V. M.). En un vaso que descendía del cielo, Pedro había visto «toda clase de animales cuadrúpedos» (v. 12, V. M.) y una voz del cielo le había mandado que matara y comiese (v. 13). Esto era algo nuevo para Simón Pedro. Era una maravillosa lección que tuvo que aprender en la azotea de Simón el curtidor. Allí, por primera vez aprendió que «Dios no hace acepción de personas» (Hechos 10:34), y que lo que Dios había limpiado, no debía llamarlo común.

Todo esto era bueno y saludable para el alma de nuestro apóstol: tener el corazón ensanchado para incluir los preciosos pensamientos de Dios, para ver las viejas barreras arrasadas por la maravillosa corriente de gracia que fluye del corazón de Dios hacia un mundo perdido; para aprender que la cuestión de puros e inmundos ya no se decidía examinando pezuñas y hábitos (Levítico 11); que la misma sangre preciosa de Cristo que podía limpiar a un judío podía limpiar también a un gentil, y que los primeros tenían tanta necesidad de ella como los últimos.

Esta, lo repetimos, era una valiosa instrucción para el corazón y el entendimiento de Simón Pedro, como lo demuestra el capítulo 15 de los Hechos. La Iglesia había llegado a una seria crisis. Los maestros judaizantes habían comenzado su terrible trabajo. Querían poner bajo la ley a los gentiles convertidos. La ocasión era muy interesante e importante, profundamente significativa. Los mismos fundamentos estaban en juego. Si el enemigo hubiese logrado poner a los creyentes gentiles bajo la ley, todo estaba perdido.

Pero –alabado sea nuestro Dios siempre lleno de gracia– él no abandonó a su Iglesia al poder y a las artimañas del adversario. Cuando el enemigo vino como río, el Espíritu del Señor levantó bandera contra él (Isaías 59:19). Se convocó una gran reunión, no en un lugar desconocido, sino en Jerusalén, centro y fuente de toda la influencia religiosa de aquella época; el lugar, además, de donde había emanado el mal. Dios tuvo cuidado de que esta gran cuestión no fuese resuelta en Antioquía por Pablo y Bernabé, sino en Jerusalén por la voz unánime de los apóstoles, los ancianos y toda la Iglesia, gobernada, dirigida y enseñada por Dios el Espíritu Santo.

En esta gran reunión nuestro apóstol se presentó de una manera que conmueve las fibras más íntimas de nuestra vida espiritual. Oigamos sus palabras: «Pedro se levantó y les dijo: Varones hermanos, vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles oyesen por mi boca la palabra del evangelio y creyesen. Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones. Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos» (Hechos 15:7-11).

Esto es extraordinariamente bello, moralmente excelente. No dice: «Serán salvos de igual modo que nosotros», sino: «Seremos salvos, de igual modo que ellos», sobre la misma base, conforme al mismo modelo, de la misma manera. El judío condesciende a descender de su elevada posición dispensacional, y ser salvo de la misma manera que el pobre gentil, por la gracia preciosa de nuestro Señor Jesucristo.

¡Cómo aquellas palabras del apóstol de la circuncisión habrán confortado y deleitado el corazón de Pablo, cuando estaba sentado en esa inolvidable reunión! No es que Pablo buscaba el apoyo, la protección o la autoridad del hombre. Él había recibido su evangelio y comisión, no de Pedro, sino del Señor de Pedro; y no como el Mesías en la tierra, sino como el resucitado y glorificado Hijo de Dios en el cielo. Con todo, no podemos dudar de que el testimonio de su amado colaborador fue para el apóstol de los gentiles de profundo interés y cordialmente recibido. Solo podemos decir ¡ay! que nada en su trayectoria posterior debió haber sido incoherente con el espléndido testimonio que había dado en aquella conferencia. Es lamentable que la conducta de Pedro en Antioquía variase tanto de sus palabras en Jerusalén (véase Gálatas 2).

Pero tal es el hombre: el mejor de los hombres, cuando es abandonado a sí mismo. Y cuanto más elevada es su posición, más daño de seguro causará con sus tropiezos. Sin embargo, no nos detendremos en la triste y dolorosa escena que tuvo lugar en Antioquía entre estos dos excelentes siervos. Ambos están ahora en el cielo, en la presencia de su amado Señor, donde el recuerdo de los fracasos y pecados pasados solo realza el valor de aquella sangre que limpia de todo pecado (1 Juan 1:7), y de aquella gracia que reina «por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro» (Romanos 5:21). El Espíritu Santo creyó conveniente registrar el hecho de que faltó franqueza e integridad de parte de nuestro apóstol en Antioquía; y además, que el bendito apóstol de los gentiles tuvo que resistirlo cara a cara (Gálatas 2:11). Detenernos en esto nos sería realmente de provecho por su profunda instrucción y solemne advertencia, pero no lo haremos aquí. Solo diremos que si un hombre tal como el apóstol Pedro, después de toda su experiencia, caída y restauración, de su larga carrera de servicio, de su íntima familiaridad con el corazón de Cristo, de toda la instrucción que había recibido, de todos sus dones y conocimiento, de su poderosa predicación y enseñanza, fue capaz de fingir, por temor a los hombres o para mantener su reputación ante ellos, ¿qué diremos de nosotros? Simplemente esto:

¡Oh Cordero de Dios, mantenme siempre
Cerca de tu costado traspasado!
Allí solamente puedo habitar en paz, confiado.
Cuando enemigos y trampas me rodean
Cuando concupiscencias y temores se suscitan en mí,
La gracia que me buscó y me halló solamente,
Puede sin mancha mantenerme firmemente.

¡Quiera el Señor bendecir ricamente nuestra meditación sobre la vida de Simón Pedro! ¡Que el Espíritu Santo utilice su vida y sus lecciones para profundizar en nuestras almas el sentido de nuestra completa debilidad y de la incomparable gracia de nuestro Señor Jesucristo!