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18 - El perfecto obrero
Marcos 11
Autor:
Temas prácticos de la vida cristiana
Serie:(Fuente: ediciones-biblicas.ch)
Siempre hallamos frescor en cada porción de la Palabra de Dios, pero más especialmente en aquellas partes que nos presentan a la bendita Persona del Señor Jesús; que nos dicen lo que era, lo que hacía, lo que decía, cómo lo hacía y cómo lo decía; que lo presentan a nuestros corazones en sus idas y venidas y en sus inmaculados caminos; en su espíritu, tono y manera, en su mirada y en su gesto. Hay algo en todo esto que domina y atrae el corazón. Es mucho más poderoso que la mera declaración de doctrinas, por importantes que sean, o que el establecimiento de principios, por profundos que sean. Tanto las doctrinas como los principios tienen, sin duda, su valor y lugar, pues iluminan el entendimiento, instruyen la mente, forman el juicio y gobiernan la conciencia.
Pero la presentación de la Persona de Cristo atrae el corazón, cautiva los afectos, satisface el alma y domina todo el ser. En una palabra, nada supera la ocupación del corazón con Cristo tal como el Espíritu Santo nos lo ha revelado en la Palabra, especialmente en los inigualables relatos de los Evangelios. Ojalá que probemos esto a medida que meditemos en el capítulo 11 de Mateo, en el que podemos ver a Cristo como el perfecto obrero. Este capítulo está dividido en tres partes: la primera se extiende hasta el final del versículo 24; la segunda, del versículo 25 al 27, y la tercera del versículo 28 hasta el final del capítulo. En la primera parte encontramos los rechazos que el Señor Jesús enfrentó en su ministerio; en la segunda, los recursos que buscó en Dios; y en la tercera, lo que nos da a cambio.
No hubo un solo siervo de Dios en este mundo que no haya sufrido rechazos de una u otra forma. Y el único perfecto obrero no constituye una excepción a la regla. Jesús sufrió el desprecio y el desengaño. Si no hubiese experimentado estas cosas, no podría compadecerse de aquellos que tienen que enfrentarlas en cada etapa de su carrera. Como hombre, Jesús experimentó en perfección todo lo que un hombre es capaz de sentir, excepto el pecado. «Fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado». Es capaz de «compadecerse de nuestras debilidades» (Hebreos 4:15). Entiende perfectamente y participa de lleno en todas las circunstancias por las que sus siervos tienen que pasar en su ministerio.
En el capítulo 11 de Mateo, el Espíritu agrupó una serie de rechazos o desengaños que el perfecto Obrero, el verdadero Siervo, el divino Ministro, tuvo que sufrir en el desempeño de su ministerio. El primero de ellos vino de donde menos lo hubiéramos esperado: de Juan el Bautista. «Y al oír Juan, en la cárcel, los hechos de Cristo, le envió dos de sus discípulos, para preguntarle: ¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?» (v. 2-3).
Es evidente que en el momento que Juan el Bautista envió este mensaje a su Maestro, su espíritu estaba bajo una nube negra. Fue un momento oscuro en su vida. Esto no es algo inusual. Los mejores y más fieles siervos de Cristo tuvieron a veces su espíritu oscurecido por las espesas nubes de la incredulidad, el desánimo y la impaciencia. Moisés, ese fiel y altamente honrado siervo de Dios, en una ocasión dio lugar a expresiones como estas: «¿Por qué has hecho mal a tu siervo? ¿Y por qué no he hallado gracia en tus ojos, que has puesto la carga de todo este pueblo sobre mí?… No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía. Y si así lo haces tú conmigo, yo te ruego que me des muerte, si he hallado gracia en tus ojos; y que yo no vea mi mal» (Números 11:11-15).
Tal fue el lenguaje del hombre más manso de toda la tierra (Números 12:3), ocasionado, sin duda, por las circunstancias más agravantes, por las quejas y murmuraciones de «seiscientos mil hombres de a pie» (Números 11:21, V. M.); pero, con todo, ese fue el lenguaje de Moisés. Seguramente nos sentaría mal asombrarnos de él, pues ¿qué simple mortal habría podido soportar la intensa presión de ese momento? ¿Qué dique meramente humano habría podido contener la fuerza incontrolada y repentina de una corriente tan poderosa?
De la misma forma encontramos a Elías el tisbita en un aprieto realmente grave, pasando por un momento oscuro en su vida, echándose debajo de un enebro y pidiendo morirse. «Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres» (1 Reyes 19:4). Este fue el lenguaje de Elías –uno de los más honrados siervos de Dios–, provocado, sin duda, por una combinación de las más desalentadoras influencias, pero, con todo, esas fueron sus palabras. Y nadie tiene derecho a censurarlo hasta no haber pasado por condiciones semejantes a las que pasó, sin sentimientos fluctuantes ni palabras dubitativas.
Tal es el caso también de Jeremías, otro de los tan privilegiados siervos de Cristo, cuando, después de ser azotado por Pasur y de sufrir el escarnio y la burla de los impíos que lo rodeaban, dio rienda suelta a sus sentimientos con expresiones como estas: «Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste; cada día he sido escarnecido, cada cual se burla de mí. Porque cuantas veces hablo, doy voces, grito: Violencia y destrucción; porque la palabra de Jehová me ha sido para afrenta y escarnio cada día. Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre» (Jeremías 20:7-9).
Y también: «Maldito el día en que nací; el día en que mi madre me dio a luz no sea bendito. Maldito el hombre que dio nuevas a mi padre, diciendo: Hijo varón te ha nacido, haciéndole alegrarse así mucho. Y sea el tal hombre como las ciudades que asoló Jehová, y no se arrepintió; oiga gritos de mañana, y voces a mediodía, porque no me mató en el vientre, y mi madre me hubiera sido mi sepulcro, y su vientre embarazado para siempre. ¿Para qué salí del vientre? ¿Para ver trabajo y dolor, y que mis días se gastasen en afrenta?» (v. 14-18). Tal es el lenguaje de Jeremías, el profeta llorón, ocasionado, sin duda, por amargos rechazos y penosas decepciones que sufrió durante su ministerio profético; sin embargo, son sus propias palabras; y, antes de condenarlo, fijémonos si nosotros podemos conducirnos mejor en circunstancias tan apremiantes.
¿Hemos de asombrarnos, entonces, después de la lectura de estos pasajes, cuando hallamos a Juan el Bautista, en medio de la penumbra del calabozo de Herodes, vacilando durante un momento? ¿Deberíamos sorprendernos si descubrimos que él no estaba hecho de un mejor material que los servidores de anteriores generaciones? Si tanto el legislador de Israel, el reformador y el profeta llorón, cada cual en su época y generación, tambalearon bajo el enorme peso de su carga, ¿hemos de sorprendernos al ver a «Juan, hijo de Zacarías» dando paso a un sentimiento momentáneo de impaciencia e incredulidad bajo la oscuridad de los muros de su prisión? No hasta que nosotros mismos hayamos permanecido imperturbables en medio de similares influencias.
Sin embargo, nos aventuramos a decir que el mensaje de Juan fue un desprecio que hirió y decepcionó el corazón de su Maestro. Sí, eso es precisamente lo que afirmamos. La autoridad para esta afirmación la hallamos en la forma en que Cristo le responde: «Respondiendo Jesús, les dijo: Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí» (Mateo 11:4-6).
Muy probablemente Juan el Bautista, pasando por un oscuro momento de incredulidad, se vio tentado a preguntarse si Jesús era realmente Aquel de quien había dado tan pleno y positivo testimonio durante su ministerio. Tropezó sin duda un momento, cuando se vio bajo la mano de hierro de Herodes y oyó hablar de las obras de Cristo. Su pobre corazón pudo haber dado rienda suelta a razonamientos como estos: «Si este fuera realmente el glorioso Mesías al cual esperamos, cuyo reino iba a ser establecido con poder, ¿por qué entonces me sucede esto a mí que soy su siervo y testigo? ¿Por qué estoy aquí en la oscuridad de este calabozo? ¿Por qué no extiende su poderosa mano para librarme de estas cadenas y abrir de par en par las puertas de esta prisión?».
Si estos eran los razonamientos de Juan el Bautista en prisión –y podemos comprenderlo perfectamente– ¡qué poderosa, aguda y penetrante respuesta recibió de parte del Señor! Jesús le señala las grandes pruebas morales de Su divina misión, que eran ampliamente suficientes para llevar la convicción a todo el que es enseñado por Dios. ¿No se había de esperar que cuando el Dios de Israel apareciera en medio de su pueblo se ocuparía de la condición espiritual en que se hallaba? ¿Era ese el momento para la simple demostración de poder? ¿Podía el Hijo de David establecer su trono en medio de la miseria y las dolencias humanas? ¿No hacía falta un ejercicio de humilde y paciente gracia y misericordia en medio de los múltiples y variados frutos del pecado?
Es verdad que la mera demostración de poder habría podido abrir de golpe la celda de Herodes y poner en libertad al cautivo; pero entonces, ¿qué hay de los ciegos, los cojos, los leprosos, los sordos, los muertos y los pobres (Mateo 11:5)? ¿Podía el despliegue de poder real –que pronto tendrá lugar–, aliviar la condición de aquellos? ¿No estaba claro que hacía falta algo más? ¿No estaba igualmente claro que el ministerio amoroso, reconfortante y misericordioso del humilde Jesús de Nazaret suplía esta falta? Sí, y Juan el Bautista debió haberlo sabido. Pero ¡ah! usted y yo bien podemos caminar con paz y sosiego en el calabozo de este honrado siervo de Cristo, no solo porque la gracia quiere que lo hagamos, sino también porque estamos convencidos de que, si nosotros hubiésemos estado en su posición, los fundamentos de nuestra fe personal, de no haber estado sustentados por la gracia, habrían cedido de manera mucho más deplorable.
Pero es importante que entendamos bien el desliz de Juan el Bautista y recojamos diligentemente las oportunas instrucciones que nos ofrece su temporal abatimiento. Haremos bien en ver con claridad qué es lo que faltaba en su fe, para poder sacar provecho de esta interesante narración. Hubiese sido de gran ayuda a Juan si tan solo hubiese comprendido y recordado que el tiempo en que estamos no es el tiempo del poder de Cristo, sino el de su simpatía. Si fuese «el día de su poder», no habría calabozo, obstáculo, peligro, prueba ni dolor de ningún tipo para los santos de Dios. No habría encrespadas olas en el mar, nubes en el cielo, tempestades que afrontar o penurias que soportar. Pero este es el día de la simpatía de Cristo; y la pregunta que han de hacerse aquellos que son probados y tentados, hostigados y oprimidos, es esta: «¿Qué preferiría, el poder de la mano de Cristo en la liberación de la prueba, o la simpatía de Su corazón en la prueba?». La mente carnal, el corazón insumiso, el espíritu inquieto, sin duda exclamarán en seguida: «¡Oh, que solo haga uso de Su poder y me libere de esta prueba insoportable, de esta carga intolerable, de esta dificultad abrumadora! Opto por la liberación; lo único que deseo es ser liberado».
Algunos de nosotros, bien podemos comprender esto. A menudo somos «como novillo no acostumbrado al yugo» (Jeremías 31:18, V. M.); en vez de someternos con paciencia, nos hallamos luchando incansablemente, haciendo nuestro yugo tanto más penoso cuanto más nos esforzamos inútilmente para deshacernos de él. Pero la mente espiritual, el corazón sumiso, el espíritu humilde, dirán, sin la menor reserva, «solo quiero disfrutar la dulce simpatía del corazón de Jesús en mis pruebas, y no pido nada más. No quiero que el poder de su mano me prive en lo más mínimo del consuelo que me dan el tierno amor y la profunda simpatía de su corazón. Sé perfectamente que tiene poder para librarme. Sé que en un abrir y cerrar de ojos podría romper estas cadenas, derribar los muros de esta prisión, reprender a aquella enfermedad, levantar de la muerte a ese ser querido que yace ante mí, quitar esta pesada carga, hacer desaparecer tal o cual dificultad, suplir esta falta».
Pero si él no ve conveniente actuar de esta manera, si no está de acuerdo con sus inescrutables consejos, si no es conforme a su sabio y fiel propósito respecto a mí, sé que solo es para que yo experimente de una manera más rica y profunda su preciosa simpatía. Si considera que no es bueno apartarme de la escabrosa senda de las pruebas y dificultades –de la senda que él mismo, en perfección, y todos Sus santos, en su medida, han atravesado a través de los siglos–, Su propósito de gracia es venir y caminar conmigo a lo largo de esa senda que, si bien es escabrosa y espinosa, conduce a las moradas eternas de la luz y bendición en lo alto. No podemos dudar un solo momento de que el conocimiento y la reminiscencia de estas cosas habrían aliviado enormemente el corazón de Juan el Bautista en medio de sus experiencias en prisión; y seguramente serían de utilidad para calmar y confortar nuestros corazones en medio de los diversos ejercicios por los que somos llamados a pasar en esta desolada escena. Todavía no ha llegado el momento de que Cristo tome su gran poder y reine (véase Apocalipsis 11:17). Ahora es el tiempo de Su paciencia, de su simpatía con los suyos. Nunca debemos olvidarlo. No extendió su poderosa mano para alejar de sí Sus sufrimientos en lo más mínimo. Y aun cuando Pedro desenvainó su espada, con un errado celo, para defenderlo, Jesús le dijo: «Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán. ¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?» (Mateo 26:52-54).
Pero si bien reconocemos la falta momentánea de Juan el Bautista, y discernimos claramente los puntos en que su fe demostró su debilidad, no debemos olvidar la presión de las circunstancias a la que fue sometido, y la gran dificultad práctica de la lección que debió aprender dentro de los muros de su celda. Es muy difícil para un obrero ver que es hecho a un lado. Pocas cosas son más difíciles para una persona de mente activa que aprender que se puede prescindir de ella. Somos demasiado propensos a creer que la obra no puede seguir adelante sin nosotros. Pero el Señor pronto nos hará ver nuestro error. Las cadenas de Pablo hicieron avanzar la causa de Cristo. El encarcelamiento de un gran predicador provocó el surgimiento de una multitud de predicadores menores. La reclusión de Lutero en el castillo de Wartburg promovió la causa de la Reforma.
Siempre es así. Todos tenemos que aprender la saludable lección de que Dios puede prescindir de nosotros; que la obra puede seguir adelante sin nosotros. Esto se aplica a todos los casos. No importa, en lo más mínimo, cuál sea nuestra esfera de actividad. Puede que no seamos apóstoles o reformadores, maestros o predicadores; pero independientemente de lo que seamos, haremos bien si aprendemos que podemos ser muy fácilmente relevados de la escena que nos rodea. Tener esto presente dará gran reposo al corazón, y ayudará a curarnos del tan odioso deseo de ser vistos y sentirnos importantes, y nos permitirá decir: «¡El Señor sea alabado! La obra está siendo hecha, y eso me basta».
El lector advertirá que hay una marcada diferencia entre el mensaje de Cristo a Juan y su testimonio de Juan. Al hablarle a su siervo, le hace saber de manera inequívoca que Él sintió en su corazón la pregunta que le hizo. No tenemos ninguna dificultad en comprender esto. Estamos persuadidos de que la respuesta del Señor contenía una flecha aguda. Y aunque la envolvió en un estuche delicado, era una flecha, y una flecha aguda. «Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí» (Mateo 11:6). Juan seguramente habrá sentido el impacto de esto. Tenía por objeto dirigirse directamente a lo más profundo de su corazón. Este querido siervo había dicho respecto de Jesús: «Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe» (Juan 3:30), y ahora era llamado a poner plenamente en práctica esto, no solo en cuanto a su ministerio sino también a su persona. Tuvo que aprender a estar contento de acabar su carrera ejecutado por la espada de un verdugo, después de pasar sus últimos días en la oscuridad de un calabozo. ¡Qué misterioso! ¡Qué profunda lección! ¡Qué difícil de comprender para la carne y la sangre! Había una apremiante necesidad de que Juan, en ese momento, oyese esas palabras que antes habían sido pronunciadas a Pedro: «Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después» (Juan 13:7).
¡Qué significado profundo tienen estas palabras «ahora» y «después»! ¡Cuánto necesitamos recordarlas! A menudo sucede con nosotros que el «ahora» está rodeado de una densa e impenetrable oscuridad. Espesas nubes se ciernen sobre nuestra senda. Los caminos por los que nos conduce la mano de nuestro Padre son totalmente inexplicables para nosotros. La mente se aturde. Hay determinadas circunstancias en nuestra senda, de las que no podemos dar razón; ciertos ingredientes en nuestra copa cuyo objeto no podemos entender ni apreciar. Estamos desconcertados y nos sentimos inclinados a exclamar:
«¿Por qué estoy así?». Estamos demasiado absortos con el «ahora», y nuestras mentes están llenas de oscuros e incrédulos razonamientos, hasta que estas preciosas palabras, con un silbo apacible y delicado, llegan al oído: «Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después». Entonces los razonamientos hallan respuesta, la tempestad es apaciguada, el oscuro y deprimente «ahora» es iluminado con los rayos de un brillante y glorioso «después», y el corazón sumiso, con acentos de santo e inteligente consentimiento, exclama: «Como tú quieras, Señor». ¡Quiera el Señor que este sentir se refleje más en nosotros! Seguramente lo necesitamos, cualquiera sea nuestra suerte en este mundo. Puede que no seamos llamados, como Juan el Bautista, a la prisión o al cepo; pero cada uno tiene su «ahora» que debe ser interpretado a la luz del «después». «Las cosas que se ven» y que «son temporales», deben considerarse a la luz de las cosas «que no se ven» y que «son eternas» (2 Corintios 4:18).
Pero escuchemos ahora el testimonio que Cristo dio de Juan: «Mientras ellos se iban, comenzó Jesús a decir de Juan a la gente: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? ¿O qué salisteis a ver? ¿A un hombre cubierto de vestiduras delicadas? He aquí, los que llevan vestiduras delicadas, en las casas de los reyes están. Pero ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Porque este es de quien está escrito: He aquí, yo envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti. De cierto os digo: Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que él» (Mateo 11:7-11). [1]
[1] Para poder entender bien esta última cláusula, debemos distinguir entre la conducta y el carácter personal de Juan y su posición oficial y dispensacional. Si lo vemos en su persona y en su marcha, pocos, aun en el reino, podrían compararse con él en cuanto a su separación y devoción. Pero si lo consideramos en su posición dispensacional, es decir, en el lugar que le fue asignado en la economía divina, el más débil y pequeño en el reino ocupa un mejor y más elevado lugar. Y lo mismo podemos decir de los santos del Antiguo Testamento. Si tomamos, por ejemplo, a Abraham, y lo comparamos con el mejor de los hijos de Dios de esta dispensación, el «padre de la fe» puede estar en un plano superior en lo que respecta a fe personal, conocimiento de Dios y auténtica devoción; el miembro más débil de la Iglesia de Dios ocupa, dispensacionalmente, en la economía divina, un lugar que nunca Abraham imaginó por cuanto no había sido revelado. El hecho de que muchos santos piadosos se comparen personalmente con los creyentes del Antiguo Testamento les impide ver los privilegios y prerrogativas de los santos de esta dispensación. Pero debemos recordar que no se trata de lo que somos en nosotros mismos, sino del lugar que Dios, en el ordenamiento y arreglo de su reino y su casa, ha creído conveniente asignarnos; y si a él le ha placido darnos un lugar más elevado que el que ocupaban los santos del Antiguo Testamento, no es verdadera humildad de nuestra parte rechazarlo; más bien busquemos gracia para ocupar ese lugar correctamente y andar como es digno de él.
Ese fue el brillante testimonio que Cristo dio de su siervo Juan el Bautista. «Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista». Hay un gran principio aquí, que podemos verlo ilustrado una y otra vez en el inspirado relato de los caminos de Dios con su pueblo. Cuando el Señor tuvo un mensaje para enviar a su siervo, se lo envió. Le habló de forma clara e inequívoca. Pero en cuanto se dispone a hablar de Juan, el caso es totalmente diferente.
Así ocurre siempre, y bendito sea Dios que así sea. Nosotros tenemos nuestros caminos y Dios tiene sus pensamientos; y si bien él tratará fielmente con nosotros en cuanto a los primeros, solo puede hablar de nosotros conforme a los últimos. ¡Qué alivio halla el corazón aquí! ¡Qué consuelo! ¡Qué poder moral! ¡Qué sólido fundamento para el juicio de uno mismo! Dios nos colocó en una posición, y piensa y habla de nosotros conforme a esa posición. Nosotros seguimos nuestros caminos prácticos, y él trata con nosotros y nos habla conforme a ellos. Él quiere hacernos ver qué hay en nuestro corazón para que consideremos nuestros caminos y juzguemos nuestras acciones. Pero en cuanto empieza a hablar de nosotros a los demás, revela la perfección de sus propios pensamientos respecto de nosotros, y habla de nosotros conforme a la perfecta posición en la que nos ha colocado en Su presencia –fruto de sus eternos consejos en cuanto a nosotros y de su perfecta obra a nuestro favor.
Así ocurrió con Israel en los llanos de Moab. Ellos tenían sus caminos, y Dios tenía Sus pensamientos; y aunque tuvo que reprenderlos una y otra vez por sus caminos, hablarles claramente acerca de su perversidad y dura cerviz, tan pronto como el profeta codicioso aparece en escena para maldecir a Israel, el Señor se puso exactamente entre su pueblo y el enemigo para cambiar la maldición en bendición, y dar curso a los más sublimes y maravillosos cantos de testimonio a favor de ellos: «Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta. El dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará? He aquí, he recibido orden de bendecir; el dio bendición, y no podré revocarla. No ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel. Jehová su Dios está con él, y júbilo de rey en él. Dios los ha sacado de Egipto; tiene fuerzas como de búfalo. Porque contra Jacob no hay agüero, ni adivinación contra Israel. Como ahora, será dicho de Jacob y de Israel: ¡Lo que ha hecho Dios!» (Números 23:19-23).
¡Cuánta gracia vemos aquí! «No ha notado iniquidad… ni ha visto perversidad». ¿Qué podía el enemigo decir de esto? «¡Lo que ha hecho Dios!». No dice «¡Lo que ha hecho Israel!». Ellos obraron insensatamente muchas veces; pero Dios obró para salvación. Dios obró para Su gloria, y esa gloria lanzó sus destellos en la perfecta liberación de un pueblo torcido, perverso y duro de cerviz. De nada le servía al enemigo hablar de iniquidad y perversidad si Jehová no veía nada de esto. Nos importa muy poco también si Satanás nos acusa, cuando Dios nos ha absuelto; si Satanás enumera nuestros pecados, cuando Dios los ha borrado para siempre; si Satanás condena, cuando Dios nos ha justificado. Bien lo expresó un poeta:
Oigo al acusador rugir
De los males que he hecho;
Yo los conozco bien, y miles más,
Ninguno halla Jehová.
Y si alguien se dispusiera a preguntar: «¿No hay peligro en la declaración de un principio como este? ¿No podría conducirnos a la oscura y peligrosa región del antinomianismo?». Puede estar usted totalmente seguro de que nunca estará más lejos de esa temible región que cuando su alma se solea en los refulgentes y benditos rayos del eterno favor de Dios y se regocija en la plena seguridad de su salvación eterna e incondicional. Nunca hubo error más grave que imaginar que la libre gracia y la plena salvación de Dios puedan alguna vez conducir a resultados no santos. Las ideas de los hombres respecto de estas cosas pueden tener estos resultados. Pero cuando la gracia es plenamente conocida y la salvación gozada, con toda seguridad hallaremos los «frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios» (Filipenses 1:11).
Pero sabemos que atribuir una tendencia antinomiana a la libre gracia de Dios, es una vieja costumbre de un ignorante y vanaglorioso legalismo. La expresión de Romanos 6:1 «¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?» no es una objeción de los tiempos modernos a las preciosas doctrinas de la gracia. No obstante, esas doctrinas permanecen intactas en toda su pureza y poder, y hallan su divino centro en la Persona de Cristo, quien, muriendo en la cruz para quitar de en medio nuestros pecados, vino a ser nuestra vida y justicia, nuestra santificación y redención, nuestro todo en todo. Él no solo nos libró de las futuras consecuencias del pecado, sino de su poder actual.
Es lo que Dios hizo, y el fundamento del gran principio del que hemos venido hablando y que se halla diversamente ilustrado en los caminos de Dios con Israel en los llanos de Moab y en los caminos de Cristo con Juan el Bautista en la cárcel de Herodes. Jehová obligó a Balaam a exclamar a oídos de Balac, «¡Cuán hermosas son tus tiendas, oh Jacob, tus habitaciones, oh Israel!», en el mismo momento en que esas tiendas y habitaciones tenían vastos motivos para ser juzgadas. Así también Jesús declaró la grandeza de Juan el Bautista a oídos de toda la multitud, en el momento en que los mensajeros iban camino de regreso a donde estaba su maestro, llevando consigo una flecha para su corazón.
Queremos que el lector tenga una clara visión de este principio, y lo recuerde siempre. Le será de gran ayuda, no solo en el entendimiento de la Palabra de Dios, sino también en la interpretación de Sus caminos. Dios juzga a su pueblo (véase Hebreos 10:30; 1 Pedro 4:17). No pasará por alto, ni puede hacerlo, ni una jota ni una tilde de los caminos de ellos. El espléndido testimonio de Balaam en las alturas de Moab, fue seguido por la aguda lanza de Finees en los llanos de Moab. «Nuestro Dios es fuego consumidor» (Hebreos 12:29). Esto es lo que nuestro Dios es ahora. No puede tolerar el mal. Habla de nosotros, piensa en nosotros y obra en relación con nosotros conforme a la perfección de su obra (véase Romanos 8:31); pero juzgará nuestros caminos. Si el enemigo acude para maldecir, ¿con qué se encuentra? No hay ni una sola mancha ni contaminación; todo es perfecto, precioso y hermoso. ¿Cómo podría ser de otra manera? ¿Cómo podrían los ojos de Dios ver esos pecados que fueron borrados para siempre por la sangre del Cordero? ¡Imposible!
¿Implica esto acaso no tomar en serio el pecado? De ninguna manera. ¿Abre esto la puerta a un camino ancho, a una marcha permisiva? No; pone el único fundamento verdadero de santidad personal. «El Señor juzgará a su pueblo» (Hebreos 10:30). Se ocupará de los caminos de Sus hijos. Cuidará de Su santidad; y no solo eso, sino que corregirá a los suyos con la vara de la fiel disciplina a fin de hacerlos partícipes de esa santidad (véase Hebreos 12:5-12). Y justamente porque las tiendas de Israel eran hermosas a los ojos de Jehová, este envió a Finees a esas mismas tiendas con la lanza de la justicia en su mano (véase Números 25).
Y hoy es exactamente igual. No soportará nada en los suyos ni en sus caminos, contrario a Su santidad, por cuanto los suyos son preciosos para él y hermosos a sus ojos. «Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios» (1 Pedro 4:17). Dios hoy no está juzgando al mundo. Está juzgando a su pueblo. Pronto juzgará al mundo. Pero debemos tener en cuenta que él juzga a su pueblo como «Padre santo» (Juan 17:11). Juzgará al mundo como Dios justo. El objetivo de lo primero es la santidad práctica, mientras que el resultado de lo último será la perdición eterna. ¡Solemne pensamiento!
Hay todavía otro punto en relación con esto, sobre el cual quisiéramos llamar la atención del lector, y que es de gran importancia práctica: No debemos medir nuestra posición delante de Dios por nuestro estado práctico, sino que siempre debemos juzgar nuestro estado por nuestra posición. Muchos se equivocan a este respecto, y su error conduce a los más desastrosos resultados. La posición del creyente es absolutamente segura, perfecta, eterna y divina; pero su estado es imperfecto y fluctuante. Es participante de la naturaleza divina, la cual no puede pecar (2 Pedro 1:4; 1 Juan 3:9); pero también lleva con él su vieja naturaleza que no puede hacer otra cosa que pecar.
Ahora bien, su posición es en la nueva naturaleza, y no en la vieja. Dios lo ve solo en la nueva. No está en la carne, sino en el Espíritu. No está bajo la ley, sino bajo la gracia. Está en Cristo. Dios lo ve como tal. Esta es su posición perfecta e inmutable; sus pecados pasaron; su persona ha sido aceptada; todo está completo. Su estado práctico nunca puede alterar su posición. Sí puede afectar seriamente su comunión, su adoración, su testimonio, su utilidad, su gozo espiritual, su paz de espíritu, la gloria de Cristo ligada con su carrera práctica. Estas son consecuencias graves en la apreciación moral de toda persona de conciencia sensible y de mente equilibrada. Pero la posición del verdadero creyente siempre permanece intacta e inmutable. El miembro más débil de la familia de Dios tiene este lugar de seguridad, y es perfecto en Cristo. Negar esto es eliminar la verdadera base del juicio propio y de la santidad práctica.
Por eso, si el cristiano se pone a medir su posición por su estado, se volverá infortunado, y su sentimiento de miseria será medido por su honestidad e inteligencia. Puede haber casos en que la ignorancia, la satisfacción personal o la falta de sinceridad conduzcan a una suerte de falsa paz; pero cuando hay alguna medida de luz, inteligencia y rectitud, y se mide la posición por el estado, solo puede haber angustia de espíritu.
Por otro lado, ningún cristiano serio debe olvidar jamás que su estado práctico debe ser juzgado por su posición. Si esta saludable verdad se pierde de vista, en muy poco tiempo terminaremos haciendo naufragio en cuanto a la fe y buena conciencia (véase 1 Timoteo 1:19). Debemos mantener los ojos de la fe fijos en un Cristo resucitado, y jamás estar satisfechos con nada que no sea conformarnos perfectamente a él en espíritu, alma y cuerpo.
Unas pocas palabras serán suficientes para presentar los demás rechazos que nuestro adorable Señor tuvo que sufrir, tal como aparecen en nuestro capítulo. Después que terminó con el asunto de Juan El Bautista y su ministerio, Jesús se vuelve a los hombres de esa generación y les dice: «Mas ¿a qué compararé esta generación? Es semejante a los muchachos que se sientan en las plazas, y dan voces a sus compañeros, diciendo: Os tocamos flauta, y no bailasteis; os endechamos, y no lamentasteis. Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: Demonio tiene. Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: He aquí un hombre comilón, y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores. Pero la sabiduría es justificada por sus hijos» (Mateo 11:16-19).
Tanto el sonido de la flauta como las endechas, fueron ignorados por una generación incrédula. «Vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no le creísteis» (Mateo 21:32). El Señor Jesús vino en perfecta gracia, y ellos no lo quisieron. Tanto el austero y solitario ministro de justicia, con el hacha del juicio en su mano (Mateo 3:10), y el humilde y dulce Ministro de la gracia divina, con palabras de ternura y hechos de bondad, fueron rechazados por los hombres de esa generación. Pero los hijos de la sabiduría siempre la justificarán en todos sus hechos y dichos. ¡El Señor sea alabado por esta rica gracia! ¡Qué privilegio es ser parte de los hijos de la sabiduría! ¡Tener ojos para ver, oídos para oír y un corazón para entender y apreciar los caminos, las obras y las palabras de la divina Sabiduría! Como expresó el poeta: «¡Oh, qué grande deudor, a la gracia soy!».
«Entonces comenzó a reconvenir a las ciudades en las cuales había hecho muchos de sus milagros, porque no se habían arrepentido, diciendo: ¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en vosotras, tiempo ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza. Por tanto, os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para Tiro y para Sidón, que para vosotras. Y tú, Capernaum, que eres levantada hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida; porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en ti, habría permanecido hasta el día de hoy. Por tanto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma, que para ti» (Mateo 11:20-24).
¡Con qué profunda y tremenda solemnidad la palabra «¡Ay!» habrá resonado en los oídos, saliendo nada menos que de los labios del Hijo de Dios! Esos ayes fueron consecuencia de la gracia rechazada. Ya no era simplemente una cuestión de quebrantar la ley, deshonrar las ordenanzas y abusar de ellas, corromper descaradamente las instituciones divinas, rechazar y apedrear profetas y sabios. Todo esto ocurrió; pero había algo mucho más grave. El Hijo de Dios había venido en la más rica gracia. Habló a oídos de todos, palabras que jamás hombre alguno había hablado. Obró grandes milagros entre ellos. Sanó a los enfermos, limpió a los leprosos, resucitó muertos, alimentó a los hambrientos, abrió los ojos de los ciegos. ¿Qué no había hecho? ¿Qué no había dicho? Anhelaba juntarlos bajo Su ala protectora; pero ellos no quisieron refugiarse allí. Prefirieron las alas del archienemigo a las alas de Jehová. Él abrió su corazón para recibirlos; pero ellos no quisieron confiar en él. Todo el día extendió sus manos a este pueblo (Romanos 10:21); pero ellos no lo quisieron. Y ahora, después de una larga paciencia, derrama Sus solemnes ayes sobre ellos, y les habla del terrible destino que les espera.
Pero, querido lector, ¿no cree usted que el ay de Mateo 11 pueda tener un alcance más amplio que Corazín, Betsaida y Capernaum? ¿No retumba con mucha más fuerza y con un poder más abrumador en los oídos de la cristiandad? De nuestra parte, no podemos dudarlo un solo momento. No podemos aquí ocuparnos de las circunstancias que conspiran para agravar la culpa de la Iglesia profesante: la amplia difusión de conocimiento bíblico y de luz evangélica, y las innumerables formas en que los privilegios espirituales se hallan esparcidos en la senda de esta generación. Y ¿qué vemos a cambio? ¿Cuál es la verdadera condición práctica de aquellos que ocupan los puestos más altos de la profesión cristiana? ¡Ay!, ¿quién se atreverá a dar una respuesta? Miramos hacia un lado, y vemos las oscuras sombras de la superstición que envuelven el espíritu de los hombres. Miramos hacia otro lado, y vemos la infidelidad levantando su frente atrevida y osando poner su impía mano sobre el sagrado canon de la inspiración. Junto con esto vemos al pobre corazón apoderándose ávidamente de todo lo que pueda contribuir a la comodidad y la autosatisfacción.
En una palabra, podemos afirmar con seguridad que, en toda la historia del mundo, no se ha visto un espectáculo más tenebroso que el que presenta el cristianismo profeso en este mismo momento. Tomemos Corazín y las ciudades vecinas; Sodoma y Gomorra y las ciudades de la llanura; tomemos Tiro y Sidón; si ponemos todas estas ciudades juntas en un platillo de la balanza, con toda su culpa, y la cristiandad en el otro platillo, esta última inclinaría la balanza a su favor. Porque si en aquellas ciudades encontramos iniquidad e infidelidad, no las vemos, como en la cristiandad, unidas al nombre de Cristo, ni cubiertas con el especioso manto de la profesión cristiana. No; este último es el pecado agravado de la cristiandad, y por eso el terrible «¡Ay de ti!» ha de ser medido por la grandeza de los privilegios y su consecuente responsabilidad.
Y si estas líneas son leídas por alguien que hasta ahora ha rechazado el testimonio del Evangelio, le recordamos encarecidamente que sienta la solemnidad de las palabras «¡Ay de ti!». Tememos que muy pocos toman conciencia de la terrible responsabilidad de oír y rechazar continuamente el mensaje del Evangelio. Si para Capernaum fue algo solemne rechazar la luz que alumbró sobre ella, ¡cuánto más solemne es para uno que rechaza la luz aún más brillante que alumbra sobre él en el evangelio de la gracia de Dios! La redención ha sido cumplida, Cristo ha sido exaltado para ser «Príncipe y Salvador» (Hechos 5:31), el Espíritu Santo ha descendido, el canon de la Escritura está completo, todo lo que el amor podía hacer se había hecho.
Si, pues, frente a todo este cúmulo de luz y privilegios, alguien todavía persiste en su incredulidad, quiere seguir viviendo en sus pecados, tiene muchos motivos para temer que esta palabra sea pronunciada sobre él al final: «¡Ay de ti, que rechazaste el Evangelio!». «Por cuanto llamé, y no quisisteis oír, extendí mi mano, y no hubo quien atendiese, sino que desechasteis todo consejo mío y mi reprensión no quisisteis, también yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis; cuando viniere como una destrucción lo que teméis, y vuestra calamidad llegare como un torbellino; cuando sobre vosotros viniere tribulación y angustia. Entonces me llamarán, y no responderé; me buscarán de mañana, y no me hallarán» (Proverbios 1:24-28). ¡Que el Espíritu Santo utilice estas palabras para despertar a algún lector descuidado, y lo conduzca a los pies de Jesús!
18.1 - Los recursos que el perfecto obrero halló en Dios
Vamos a considerar ahora los recursos que el perfecto obrero halló en Dios. Sin duda enfrentó rechazos en este miserable mundo; pero podía hallar en Dios los recursos que nunca fallan; por eso, cuando todo parecía estar contra él, cuando podía decir: «Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas» (Isaías 49:4); cuando la incredulidad, la dureza de corazón y el rechazo se presentaban a su vista por todas partes, «en aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó. Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar» (Mateo 11:25-27).
Aquí, pues, estaban los ricos y variados recursos del verdadero obrero, quien pudo dar gracias a Dios por todas las cosas en todo tiempo. Se mantuvo inconmovible en medio de todo. Si el testimonio era rechazado, si el mensaje caía en oídos sordos y corazones incircuncisos, si la preciosa semilla que fue esparcida por su mano de amor caía sobre el camino trillado y se la llevaban las aves del cielo, podía inclinar su cabeza y decir: «Te alabo, Padre… Sí, Padre, porque así te agradó» (Mateo 11:25-26). No había ninguna falta en él. Siempre anduvo y obró en perfecta armonía con los consejos divinos.
No es el caso con nosotros. Si nuestro testimonio es rechazado, si no vemos fruto en nuestro trabajo, tal vez tengamos que buscar las causas. Tal vez debamos juzgarnos a nosotros mismos en el asunto. Posiblemente no hayamos sido fieles. La falta de resultados puede deberse exclusivamente a nosotros. Podía haber sido diferente si hubiésemos sido más devotos y hubiésemos tenido un ojo más sencillo. Habríamos juntado gavillas de oro en aquel rincón del campo, si no hubiera sido por nuestra carnalidad y mundanalidad. Nos complacimos a nosotros mismos en vez de negarnos a nosotros mismos; éramos gobernados por motivos mezclados. En pocas palabras, puede haber cientos de razones, en nosotros mismos y en nuestros caminos, por las cuales nuestra labor resultó infructuosa.
Pero no fue este el caso con el perfecto obrero. Por eso él podía retirarse tranquilamente de todo el repudio de los hombres y buscar sus recursos en Dios, pues en él todo era luz. «Te alabo, Padre». Su corazón se apoyó en los eternos consejos de Dios. Todas las cosas le fueron entregadas. Y, como dice en otra parte: «Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí» (Juan 6:37). Todo estaba resuelto y todo estaba bien. Los consejos divinos permanecerán, y la divina complacencia se cumplirá. ¡Qué dulce alivio halla el corazón frente a todo el desprecio y el desengaño de los hombres!
Dios «cumplirá su propósito en» sus siervos (Salmo 138:8; compárese Filipenses 1:6); y aunque existen errores y fracasos –como, lamentablemente, abundan en todos nosotros– la rica gracia del Señor abunda sobre todo, y efectivamente toma ocasión de nuestros mismos errores para brillar tanto más intensamente, aunque seguramente los errores producirán sus tristes y humillantes resultados. Solo el recuerdo de esto puede dar calma y reposo en medio de las más desalentadoras circunstancias. Si apartamos la mirada de Dios, nuestras almas quedarán rápidamente aterradas. Tenemos el privilegio de poder, en nuestra pobre medida, dar gracias a Dios en vista de todas las cosas, y de refugiarnos en sus eternos consejos, los cuales se llevarán a cabo a pesar de toda la incredulidad del hombre y la malicia de Satanás.
18.2 - Cómo nos retribuye el Señor
Para terminar este artículo citaremos las preciosas palabras que expresan cómo nos retribuye nuestro bendito Señor y Salvador. «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga» (Mateo 11:28-30).
Estas palabras son familiares para nuestros lectores, y solo las citamos para completar el hermoso cuadro que nos presenta nuestro capítulo. Seguramente el lector espiritual disfrutará enormemente viendo al divino obrero siendo rechazado, hallando sus recursos en Dios y retribuyendo en gracia a aquellos que van a él trabajados y cargados. Es una maravillosa lección. El Señor Jesús se retira de una escena de rechazos y desengaños, y halla todos sus recursos en Dios. Y luego aparece en medio de esa misma escena que lo desechó, devolviendo gracia. Todo es gracia, perfecta e infinita gracia, paciencia inagotable.
Es cierto que envió una respuesta a Juan el Bautista; que retrató fielmente a los hombres de esa generación; que pronunció un solemne Ay sobre las ciudades impenitentes; pero pudo venir en toda la divina frescura y plenitud de la gracia que había en él, y decir a toda alma fatigada y cargada «Venid a mí».
Todo esto es divino. Hace rebosar de adoración y acciones de gracias el corazón. Si bien la fidelidad se ve obligada a decir, por la impenitencia agravada, «¡Ay de ti!», la gracia puede dirigirse a todo corazón cargado con palabras tan conmovedoras como las siguientes: «Venid a mí». Ambas son perfectas. El Señor Jesús sintió los rechazos. No habría sido verdadero hombre si no los hubiera sentido. Porque los sintió pudo expresar: «Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé» (Salmo 69:20). Notemos esa expresión «esperé». Su amante corazón humano esperó afectuosamente compasión, pero no la halló. Esperó consoladores, pero esperó en vano. No hubo compasión para Jesús, ni tampoco consoladores. Fue dejado solo.
Soledad y desolación, sed, ignominia y muerte, tal era la porción del Hijo de Dios e Hijo del hombre. «El escarnio –dice– ha quebrantado mi corazón». Es un grave error suponer que el Señor Jesús no sentía, como todo hombre siente, los diversos ejercicios por los que pasó. Sintió todo lo que el hombre es capaz de sentir excepto el pecado. Este último, lo llevó y lo expió en la cruz, ¡bendito sea su Nombre!
No solo se trata de una gran doctrina fundamental de la fe cristiana, sino de una verdad de infinita dulzura para el corazón de todo verdadero creyente. Jesús, como hombre, sintió lo que era ser ignorado, decepcionado, herido e insultado. Bendito Jesús, así eras aquí en la tierra porque eras verdaderamente hombre, perfecto en todo lo que convenía a un hombre en medio de este mundo sin corazón. Tu amante corazón buscó simpatía, pero no la halló. La soledad fue tu porción, cuando buscabas con ahínco compañerismo. Este mundo no tuvo compasión ni consuelo para ti.
Pero notemos la gracia que exhalan estas palabras: «Venid a mí». ¡Qué distintos somos! Si nosotros, que tan a menudo las merecemos, a causa de nuestros caminos, nos encontramos con rechazos y desengaños, ¿cómo respondemos a ellos? Lamentablemente, con disgusto y amargura, llenos de quejas y murmuraciones. Y ¿por qué reaccionamos así? Puede alegarse que no somos perfectos. De hecho que no lo somos en nosotros mismos; pero podemos estar seguros de que si cultiváramos más el hábito de apartarnos de todo el desaire del mundo o de la Iglesia profesante y buscáramos simplemente nuestros recursos en Dios, seríamos mucho más capaces de ir y aparecer en medio de la escena en que fuimos rechazados, y retribuir con gracia. Pero a menudo sucede que en vez de depender enteramente de Dios, dependemos de nosotros mismos, y, por consecuencia, en vez de retribuir con gracia, retribuimos con amargura. Es imposible retribuir de manera correcta a los que nos rechazan a menos que echemos mano del recurso correcto.
¡Ojalá que aprendamos realmente de Jesús, y tomemos su yugo sobre nosotros! ¡Que podamos beber de Su manso y humilde espíritu! ¡Qué palabras: «Manso y humilde»! ¡Qué diferente es la naturaleza! ¡Qué diferente el mundo! ¡Qué diferentes nosotros! ¡Cuánta soberbia, altivez y autosuficiencia! ¡Cuánta confianza en nosotros mismos, interés personal y deseo de exaltación propia! ¡Quiera el Señor que nos veamos a nosotros mismos tal como él nos ve, a fin de que, en su presencia, estemos en el polvo, y andemos siempre humildemente delante de él!
¡Qué seguridad moral nos da, en este tiempo de terquedad y altanería, tener un espíritu humilde, y llevar alegremente Su yugo, el yugo de la entera sujeción a la voluntad del Señor en todas las cosas! Este es el secreto de la verdadera paz y del poder. Solo podemos experimentar un verdadero reposo del corazón si la voluntad permanece sumisa. Si respondemos a cada designio de la mano de nuestro Padre con un «Sí, Padre», en tal caso nuestra parte debe ser seguramente un verdadero reposo. Si nuestra voluntad está en acción, no puede haber reposo. Una cosa es recibir el reposo de la conciencia cuando venimos a Jesús al principio, y otra muy distinta es hallar reposo de corazón al tomar Su yugo y aprender de él. Quiera Dios concedernos la gracia de conocer mucho más esto último, en estos días de incesante actividad de la voluntad.