4 - La gracia y el gobierno de Dios
Autor:
Temas prácticos de la vida cristiana
Serie:Es probable que el tema indicado por el título de este artículo sea uno de aquellos al cual algunos de nuestros lectores no han prestado la suficiente atención. Sin embargo, hay pocos temas tan importantes para considerar. Creemos que la dificultad que se experimenta al explicar muchos pasajes de las Sagradas Escrituras y al interpretar muchos actos de la providencia divina se debe precisamente a una falta de claridad sobre la inmensa diferencia que existe entre estas dos cosas: Dios obrando en gracia y Dios manifestándose en gobierno. Ahora bien, puesto que el objetivo que tenemos constantemente en vista en nuestros escritos es satisfacer las necesidades reales de nuestros lectores, nos proponemos, en dependencia de la enseñanza del Espíritu, desarrollar en alguna medida los pasajes más importantes de la Escritura donde se establece de forma amplia y clara la distinción entre la gracia y el gobierno.
El tercer capítulo del libro del Génesis nos proporciona nuestro primer ejemplo. Allí encontramos la primera manifestación de la gracia de Dios, así como de su gobierno. En este capítulo vemos al hombre pecador, un pecador arruinado, culpable y desnudo. Pero aquí también encontramos a Dios en gracia dispuesto a remediar la ruina, a expurgar la culpa y a cubrir la desnudez. Todas estas cosas Dios las hace de acuerdo con sus propios caminos. Silencia a la serpiente y la relega a la ignominia eterna. Establece las bases de Su propia y eterna gloria, y provee para el pecador tanto la vida como la justicia; y todo ello por medio de la herida de la Simiente de la mujer.
Ahora bien, esto era la gracia; la pura gracia; la gracia libre, incondicional y perfecta; la gracia misma de Dios. Jehová Dios da a su propio Hijo para que, en su condición de simiente de la mujer, sea herido para la redención del hombre. Lo da para ser muerto a fin de proveer, por este medio, un vestido de justicia divina para un pecador desnudo. Esto, reitero, era verdaderamente la gracia, la gracia del carácter más puro.
Pero, entonces, notemos con cuidado que, en inmediata relación con este primer gran despliegue de la gracia, tenemos el primer acto solemne del gobierno divino. Fue la gracia la que vistió al hombre. Fue el gobierno lo que lo expulsó de Edén. «Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió» (Gén. 3:21). Aquí tenemos un acto de la más pura gracia. Pero luego leemos: «Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida» (Gén. 3:24). Aquí tenemos un solemne e importante acto de gobierno. La túnica de piel era la dulce prenda de la gracia; la espada encendida, la solemne insignia del gobierno. Adán fue objeto de estos dos principios. Cuando contemplaba la túnica de piel, podía pensar en la gracia divina, en cómo Dios proveyó un manto para cubrir su desnudez; mas cuando miraba la espada, le venía a la mente el firme y resuelto gobierno de Dios.
Por eso, la túnica de piel y la espada [1] pueden considerarse como la más antigua expresión de la gracia y el gobierno. De hecho, estos principios nos son presentados de nuevas y variadas formas a medida que recorremos las páginas del inspirado Libro. La gracia brilla con más viva luz, y el gobierno se viste con ropajes más serios y solemnes. Además, estos dos principios, la gracia y el gobierno, asumen un aspecto menos simbólico a medida que se van desarrollando en la historia del pueblo de Dios con el correr de los siglos; sin embargo, sigue siendo sumamente interesante hallar estas grandes realidades tan claramente representadas mediante las primitivas figuras de la túnica y de la espada.
[1] N. del A. – La espada constituye el emblema del gobierno de Dios; junto con ella siempre aparecen los querubines. Ambos símbolos se emplean a menudo a lo largo de la Palabra de Dios.
Puede que el lector se sienta movido a plantearse la siguiente pregunta: “¿Por qué motivo Jehová Dios echó al hombre fuera del Edén si lo había perdonado previamente?” La misma pregunta puede repetirse con respecto a tantos otros episodios que encontramos en la Palabra de Dios y en la historia del pueblo de Dios, en los que se ejemplifica la acción conjunta de la gracia y el gobierno. La gracia perdona; pero las ruedas del gobierno (Ez. 1) siguen avanzando con toda su terrible majestad. Adán fue perfectamente perdonado; pero su pecado produjo sus propios resultados. La culpa quedó borrada de su conciencia, pero no así el sudor de su frente. Salió de Edén perdonado y vestido; pero salió en dirección a una tierra con «espinos y cardos» (Gén. 3:18). En secreto, pudo comer de los preciosos frutos de la gracia, a la vez que reconocía en público los solemnes e inevitables decretos del gobierno divino.
Así fue con Adán; así fue desde entonces, y así también es ahora. Debemos procurar entender claramente este tema a la luz de las Escrituras. Merece que lo atendamos con oración. Demasiado a menudo sucede que la gracia y el gobierno se confunden; y la consecuencia inevitable es que la gracia es privada de su perfume, y el gobierno despojado de su solemne dignidad; de ahí que raramente se comprenda el pleno e ilimitado perdón de los pecados –que el pecador puede gozar sobre la base de la libre gracia de Dios– debido a que el corazón se preocupa más de los severos decretos del gobierno.
Ambas cosas –la gracia y el gobierno– son tan distintas como pueden serlo dos cosas de naturaleza absolutamente diferente; y esta distinción se mantiene tan claramente en Génesis 3 como en cualquier otro lugar del inspirado Volumen. ¿Acaso los «espinos y cardos» de los que Adán se vio rodeado tras su expulsión del Edén constituyeron un obstáculo para ese perdón absoluto que la gracia le había asegurado de antemano? Claro que no. Su corazón se vio regocijado con los brillantes rayos de la lámpara de la promesa, y su persona fue revestida con las vestiduras que la gracia había confeccionado para él antes de ser enviado a una tierra maldita y gimiente, para trabajar y sufrir de acuerdo con el justo decreto del trono del gobierno. El gobierno de Dios echó fuera al hombre; pero no antes de que la gracia de Dios lo perdonara y lo vistiera. El divino gobierno lo mandó a un mundo de tinieblas; pero no sin que la gracia pusiera primero en sus manos la lámpara de la promesa para consolarle a través de las tinieblas. Adán pudo soportar el solemne y duro decreto del gobierno en la medida que experimentó las ricas provisiones de la gracia.
Basta con lo dicho en cuanto a la historia de Adán en tanto que esclarece nuestro tema. Ahora pasaremos a considerar el arca y el diluvio en los días de Noé, los cuales, al igual que la túnica de piel y la espada encendida, ejemplifican, de una manera sorprendente, la gracia y el gobierno de Dios.
El inspirado relato acerca de Caín y de su posteridad presenta, invariablemente, el “progreso” del hombre en su condición caída; en tanto que, la historia de Abel y de su descendencia directa nos muestra, en agudo contraste, el progreso de aquellos que fueron llamados a vivir una vida de fe en medio de la escena donde terminaron nuestros primeros padres tras su expulsión de Edén por el decreto del trono del gobierno. Los primeros siguieron, con impetuosa rapidez, la carrera “cuesta abajo”, hasta que su pecado consumado dio lugar al drástico juicio del trono del gobierno. Los últimos, por el contrario, siguieron, por la gracia, una marcha “ascendente”, y fueron llevados a salvo, a través del juicio, a una tierra restaurada.
Ahora bien, es interesante notar que, antes de que el acto de juicio gubernativo se sustanciara, la familia escogida junto con todos sus acompañantes, fueron puestos a salvo en el arca –el vaso de la gracia. Noé, a salvo en el arca, al igual que Adán revestido de las pieles, fue testigo de la maravillosa gracia de Jehová; y, como tal, pudo contemplar sin temor el trono del gobierno cuando derramaba su terrible juicio sobre un mundo corrompido. Dios en gracia salvó a Noé, antes que Dios en gobierno barriera la tierra con la escoba del juicio. De nuevo vemos los dos principios: la gracia y el gobierno. La gracia actúa en salvación; el gobierno, en juicio. Se ve a Dios en ambos. Cada ápice del arca llevaba la dulce impronta de la gracia; mientras que cada ola del diluvio reflejaba el solemne decreto del gobierno.
Solo citaremos un ejemplo más del libro del Génesis, de carácter sumamente práctico, en el cual se ven reunidas en el mismo individuo la acción conjunta de la gracia y el gobierno de una manera solemne e importante. Me refiero al patriarca Jacob. Toda la historia de este hombre –por demás instructiva– presenta una serie de eventos que ilustran nuestro tema. Solo mencionaré el hecho de que engañara a su padre Isaac con el objeto de suplantar a su hermano Esaú. La soberana gracia de Dios le había asignado –mucho antes de su nacimiento– una preeminencia de la cual ningún hombre podía privarle jamás; pero, no satisfecho con esperar los tiempos y los caminos de Dios, emprendió la tarea de manejar las cosas por sí mismo.
¿Cuál fue el resultado de ello? Toda la continuación de su vida nos ofrece la respuesta admonitoria: Desterrado de la casa de su padre; veinte años de dura servidumbre; su salario fue cambiado diez veces; nunca se le permitió ver de nuevo a su madre; aterrado de que su agraviado hermano lo asesine; la deshonra cae sobre su familia; teme por su vida a manos de los siquemitas; fue engañado por sus diez hijos; sumido en un profundo dolor por la supuesta muerte de su favorecido hijo José; temeroso de perecer de hambre, y, finalmente, muerto en tierra extranjera.
¡Qué lección tenemos aquí para nosotros! Jacob, seguramente, fue el objeto de la gracia, de la gracia soberana, inmutable y eterna. Este es un hecho indisputable. Pero, al mismo tiempo, fue también objeto del gobierno de Dios; y téngase bien presente que ningún ejercicio de la gracia puede jamás interferir con las arrasadoras e imparables ruedas del gobierno. Nada detiene su avance. Sería mucho más fácil detener el avance de las aguas de un caudaloso río con una pluma, o contener un tifón con una telaraña, que intentar detener, mediante cualquier poder –angélico, humano o diabólico–, el poderoso movimiento del gubernativo carro de Dios.
Todo esto es tremendamente solemne. La gracia perdona; sí, perdona libre, plena y eternamente; pero, al mismo tiempo, «todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará» (Gál. 6:7). Un amo manda a su criado a sembrar un campo de trigo. El criado, por ignorancia, dejadez o flagrante desatención, en lugar de sembrar el trigo, llena la tierra de un grano nocivo. El amo se entera de la equivocación de su criado y, poniendo en ejercicio su gracia, lo perdona; lo perdona libre y plenamente. Ahora bien, ¿acaso el benigno perdón cambiará la naturaleza de la cosecha? Seguro que no; por eso, a su debido tiempo, en vez de ver el campo cubierto de doradas espigas –como hubiera esperado–, el criado verá con amargura el campo del amo repleto de malas hierbas. ¿Acaso el cuadro de esta maleza que contempla el criado le hará dudar de la gracia de su amo? De ninguna manera. Así como la gracia del amo no alteró en absoluto la naturaleza de la cosecha, tampoco esta modificará en lo más mínimo la gracia y el perdón que dimanan del amo. Ambas cosas son totalmente distintas. Tampoco se infringiría este principio si el amo, haciendo uso de su ciencia o de sus artes extraordinarias, fuese a extraer de entre esas malezas alguna sustancia o producto de muchísimo más valor que el trigo mismo. Aun así, todavía seguiría siendo válido el principio de Gálatas 6:7: «Todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará».
Esto ilustrará, al menos en cierta medida, la diferencia que existe entre la gracia y el gobierno. El pasaje de Gálatas que acabamos de citar es una breve pero amplísima declaración del gran principio gubernamental; un principio del carácter más solemne y práctico, y de la más amplia aplicación: «Todo lo que el hombre siembre». No importa de quién se trate; tal cual sea vuestra siembra, tal cual será vuestra cosecha. La gracia perdona; es más, puede elevaros más y haceros más felices que nunca. Pero si sembráis malas hierbas en primavera, no podéis esperar cosechar trigo. Este principio es tan claro como práctico. Está ilustrado y establecido en la Escritura y es demostrado por la experiencia de todos los días.
Consideremos a Moisés. Habló imprudentemente con sus labios en las aguas de Meriba (Núm. 20). Y ¿cuál fue el resultado?: El decreto gubernamental de Jehová le prohibió la entrada a la tierra prometida. Pero nótese bien que, aun cuando el decreto del trono le mantuvo fuera de Canaán, la infinita gracia de Dios le permitió subir hasta la cumbre del monte Nebo (Deut. 34), desde donde vio la tierra prometida, no tal como fue tomada por mano de Israel, sino tal como había sido dada por el pacto de Jehová. ¿Y qué sucedió luego? ¡Jehová mismo sepultó a su querido siervo! ¡Qué gracia brilla en esto!
Ciertamente, si el espíritu se llena de temor por el solemne decreto del trono en Meriba, el corazón se siente extasiado al contemplar la incomparable gracia de Dios en la cumbre del Nebo. El gobierno de Jehová mantuvo a Moisés fuera de Canaán. La gracia de Jehová elevó a Moisés en el Nebo y le cavó una tumba en las llanuras de Moab. ¿Hubo alguna vez una sepultura similar? ¿No podemos decir que la gracia que cavó la tumba de Moisés solo es excedida en brillantez por la gracia que ocupó la tumba de Cristo? Sí, Jehová pudo cavar una tumba y hacer una túnica; pero la gracia que brilla en estos actos tan maravillosos es considerablemente realzada cuando se la contempla en relación con los solemnes decretos del trono del gobierno.
Consideremos todavía a David «en lo tocante a Urías heteo» (1 Reyes 15:5). Aquí tenemos una muy notable manifestación de la gracia y el gobierno. En un triste momento, David cae de su santa elevación. Bajo el enceguecedor influjo de sus pasiones, quedó sumido en un profundo y horrible pozo de corrupción moral. Allí, en ese profundo hoyo, la convicción de su falta, como una flecha, alcanzó su conciencia, y, desde lo profundo de su quebrantado corazón, arrancó los siguientes acentos de arrepentimiento: «Pequé contra Jehová» (2 Sam. 12:13). Y bien, ¿qué acogida recibió su arrepentimiento? Una clara y pronta respuesta de esta gracia, en la cual nuestro Dios se complace. «Jehová ha remitido tu pecado» (2 Sam. 12:13). Esto era la gracia absoluta. El pecado de David fue perfectamente perdonado. No puede caber duda alguna en cuanto a esto. Pero aun cuando los dulces acentos de esta gracia alcanzaron los oídos de David tras la confesión de su pecado, el solemne movimiento de las ruedas del gobierno se oía a la distancia. Tan pronto como la tierna mano de misericordia hubo remitido el pecado, la «espada» fue desenvainada de su funda para ejecutar el insoslayable juicio. Esto es tremendamente solemne. David fue plenamente perdonado, pero Absalón se alzó en rebelión contra su padre.
«Todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará». El pecado de sembrar malas hierbas puede ser perdonado, pero la cosecha deberá estar en relación con las semillas. Lo primero es la gracia; lo segundo, el gobierno. Cada uno actúa en su propia esfera, y jamás lo uno interfiere con la actividad de lo otro. El lustre de la gracia y la dignidad del gobierno son igualmente divinos. A David se le permitió caminar en los atrios del santuario cual objeto de la gracia que había recibido (2 Sam. 12:20); mas enseguida se vio obligado a trepar las escarpadas laderas del monte de los Olivos como objeto del gobierno (2 Sam. 15:30); y podemos afirmar con total seguridad que el corazón de David nunca tuvo un más profundo sentido de la divina gracia que cuando experimentó la severa acción del divino gobierno.
Se ha dicho lo suficiente ya como para introducir al lector en un tema que puede seguir analizando con facilidad por sí mismo. Las Escrituras abundan en ejemplos a este respecto, y la experiencia de la vida humana lo ilustra cada día. Cuán a menudo vemos a personas gozando la gracia en plenitud, conscientes del perdón de todos sus pecados, andando en una transparente comunión con Dios, pero que, sin embargo, sufren en su cuerpo o en su situación particular –civil, social, etc.– las terribles consecuencias de sus desatinos pasados o de los excesos en los cuales habían caído. En estos casos se advierte de nuevo la gracia y el gobierno. Este es un tema sumamente práctico e importante; y se verá que constituye una valiosa y efectiva ayuda en el estudio no solo de las páginas del inspirado Libro, sino también de las páginas de la biografía humana.
No quisiera terminar este artículo sin citar un pasaje que demasiado a menudo se cita erróneamente como una manifestación de la gracia, y que en realidad es una manifestación del divino gobierno: «Y pasando Jehová por delante de él, proclamó: ¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación» (Éx. 34:6‑7). Si tomamos este pasaje como una expresión de lo que Dios es en el Evangelio, tendríamos seguramente un muy falso concepto de lo que es el Evangelio. El Evangelio habla de la manera siguiente: «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no teniéndole en cuenta sus transgresiones» (2 Cor. 5:19). «Visitar la iniquidad» y «no tener en cuenta las transgresiones» son dos cosas totalmente diferentes. La primera es Dios actuando en gobierno; la última, Dios en gracia. Es siempre el mismo Dios, pero manifestándose de dos maneras diferentes.