5 - La restauración


person Autor: Charles Henry MACKINTOSH 89

library_books Serie: Temas prácticos de la vida cristiana

flag Tema: Alejamiento y retorno, caídas y restauración del cristiano

(Fuente: ediciones-biblicas.ch)


Estos dos artículos fueron escritos varios años atrás en diferentes ocasiones. Hoy se publican juntos con la ferviente oración de que sean utilizados por el Espíritu Santo para despertar los corazones del amado pueblo del Señor, y conducirlos a andar con Dios, de todo corazón y alma, de una manera más íntima, y a una más completa consagración a Cristo y sus preciosos intereses.

5.1 - Levántate y sube a Bet-el

Las palabras «Levántate y sube a Bet-el» (Génesis 35:1) encierran una gran verdad práctica respecto de la cual deseamos llamar la atención del lector.

Alguien observó con razón que «Dios, en sus caminos hacia nosotros, mantiene siempre las relaciones que estableció al principio». Esto es cierto. Pero puede que algunos no lo comprendan bien. Puede que tenga cierto sabor legal. Hablar de Dios como de alguien que mantiene las relaciones que estableció al principio parecería contrario a la libre «gracia en la cual estamos firmes» y que «reina por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro» (Romanos 5:2, 21). Sabemos que muchos huyen horrorizados de todo lo que tenga alguna semejanza o conexión, aun remota, con el sistema legal; y podemos decir que los comprendemos perfectamente.

Pero, al mismo tiempo, debemos tener cuidado de no llevar este sentimiento a tal extremo que nos haga echar por la borda algo que tiene por objeto actuar de una manera divina en el corazón y en la conciencia del creyente. Lo que realmente necesitamos es verdad práctica. Hay una gran cantidad de lo que se conoce como verdad abstracta circulando entre nosotros, y la apreciamos, y la apreciaríamos aún más. Nos deleitamos en el desarrollo de la verdad en todas sus ramas. Pero entonces debemos recordar que la verdad tiene por objeto actuar en los corazones y las conciencias. No debemos clamar: «¡Legalismo, legalismo!» cada vez que alguna verdad práctica cae en nuestros oídos, aun cuando esa verdad se presente ante nosotros revestida de una forma que a primera vista nos parece extraña.

Somos llamados a soportar «la palabra de exhortación» (Hebreos 13:22), a escuchar «las sanas palabras», a aplicar nuestros corazones con diligencia a todo lo que tienda a promover la piedad práctica y la santidad personal. Sabemos que las puras y preciosas doctrinas de la gracia –aquellas doctrinas que encuentran su centro vivo en la persona de Cristo, y su eterno fundamento en su obra– son el medio de que se vale el Espíritu Santo para promover la santidad en la vida del creyente; pero sabemos también que aquellas doctrinas pueden sostenerse en teoría, y profesarse con los labios, mientras el corazón nunca ha sentido su poder, ni la vida manifestado jamás su influencia formativa.

En efecto, a menudo hallamos que el ruidoso y enérgico grito de protesta contra todo lo que se parece a legalismo, procede de aquellos que, aunque profesan las doctrinas de la gracia, no hacen realidad su influencia santificadora; mientras que los que realmente entienden el significado de la gracia, los que sienten su poder para moldearnos y formarnos, para purificarnos y elevarnos, están siempre dispuestos a recibir los más fuertes y punzantes llamados al corazón y la conciencia.

Pero puede que el lector piadoso quiera saber el significado de la expresión citada anteriormente, a saber: «Dios mantiene siempre las relaciones que estableció al principio». Pues bien, quiere decir simplemente esto: que cuando Dios nos llama a cierta posición o camino particular, y faltamos o nos apartamos, nos hará volver allí una y otra vez. Además, cuando salimos según un determinado principio o norma de acción, y nos desviamos o caemos por debajo de su nivel, Dios nos lo hará recordar, y nos volverá a poner en la posición que estábamos al principio. Es verdad que él nos soporta con paciencia, y nos espera en gracia; pero «mantiene siempre las relaciones que estableció al principio».

Y ¿no podemos alabar a Dios por esto? Por cierto que sí. ¿Cómo concebir que nos permita permanecer por debajo de Su nivel de santidad, o apartarnos a la derecha o a la izquierda, sin pronunciar una sola palabra para instarnos a volver? Ahora bien, si Dios habla, ¿qué debe decir? Debe recordarnos «las relaciones establecidas al principio». Así es, y así ha sido siempre. Cuando Pedro se convirtió en el lago de Genesaret, abandonó todo y siguió a Jesús; y las últimas palabras que oyó de los labios de su Señor resucitado, fueron: «Sígueme tú» (Juan 21:22). Esto no hacía sino mantenerlo en «las relaciones del principio». El corazón de Jesús no podía ser satisfecho con menos, ni tampoco el corazón de Su siervo.

Al borde del lago de Genesaret, Pedro se puso a seguir a Jesús (Lucas 5). Los años pasaron; Pedro había tropezado, negado a su Señor y vuelto a sus barcas y redes. Y ¿qué pasó entonces? Después de la resurrección del Señor, habiendo sido ya completamente restaurado en su alma, mientras estaba al lado de su Señor lleno de amor por él, junto al mismo mar de Tiberias, oye esta breve y terminante orden: «Sígueme»; orden que comprendía, en su sentido amplio, todos los detalles de una vida de servicio activo y de paciente sufrimiento. En una palabra, Pedro fue llevado de nuevo a las relaciones del principio, relaciones entre Cristo y su alma. Se lo trae de vuelta para que aprenda que el corazón de Jesús no sufrió ningún cambio hacia él, que el amor de este corazón es inagotable e inalterable; y justamente porque es así, no puede tolerar ningún cambio en el corazón de Pedro, ningún debilitamiento ni alejamiento con relación a las relaciones del principio.

Vemos precisamente lo mismo en la historia del patriarca Jacob. En Génesis 28 tenemos como el estatuto de las primeras relaciones establecidas entre Jehová y Jacob. Leamos todo el pasaje: «Salió, pues, Jacob de Beerseba, y fue a Harán. Y llegó a un cierto lugar, y durmió allí, porque ya el sol se había puesto; y tomó de las piedras de aquel paraje y puso a su cabecera, y se acostó en aquel lugar. Y soñó: y he aquí una escalera que estaba apoyada en tierra, y su extremo tocaba en el cielo; y he aquí ángeles de Dios que subían y descendían por ella. Y he aquí, Jehová estaba en lo alto de ella, el cual dijo: Yo soy Jehová, el Dios de Abraham tu padre, y el Dios de Isaac; la tierra en que estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será tu descendencia como el polvo de la tierra, y te extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente. He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho» (v. 10-15).

Aquí, pues, tenemos la bendita declaración de lo que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, se proponía hacer para Jacob y su descendencia, una declaración coronada por estas memorables palabras: «No te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho». Tales son los términos en los que Dios mismo se compromete con Jacob, términos que –bendito sea Su nombre– fueron y serán cumplidos al pie de la letra, por más que Satanás y el mundo se interpongan para impedirlo. La descendencia de Jacob poseerá «toda la tierra de Canaán en heredad perpetua», y ¿quién podrá impedir que Jehová Elohim cumpla su promesa?

Ahora escuchemos la respuesta de Jacob: «Y despertó Jacob de su sueño, y dijo: Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía. Y tuvo miedo, y dijo: ¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo. Y se levantó Jacob de mañana, y tomó la piedra que había puesto de cabecera, y la alzó por señal, y derramó aceite encima de ella. Y llamó el nombre de aquel lugar Bet-el… E hizo Jacob voto, diciendo: Si fuere Dios conmigo, y me guardare en este viaje en que voy, y me diere pan para comer y vestido para vestir, y si volviere en paz a casa de mi padre, Jehová será mi Dios. Y esta piedra que he puesto por señal, será casa de Dios; y de todo lo que me dieres, el diezmo apartaré para ti» (Génesis 28:16-22).

Dios mismo se comprometió con Jacob y, aunque el cielo y la tierra pasasen, este compromiso debía mantenerse en toda su integridad. Él se reveló a sí mismo a ese pobre solitario que se había dormido sobre su almohada de piedra; y no solo se reveló a él, sino que se vinculó a Jacob con un compromiso que ningún poder terrenal o infernal podría jamás destruir.

¿Y qué decir respecto de Jacob? Pues bien, él se dedicó a Dios e hizo este voto: que el lugar donde gozó de tal revelación y oyó tan grandes y preciosas promesas, sea la casa de Dios. Todo lo que él deliberadamente pronunció delante de Jehová, fue solemnemente registrado por Él. Luego Jacob continúa su viaje. Los años pasan, veinte largos años ricos en acontecimientos, años de prueba y ejercicio, durante los cuales Jacob experimentó muchos altibajos y cambios de circunstancias. Pero el Dios de Bet-el veló sobre su pobre siervo, y le apareció en medio de su agobio diciéndole: «Yo soy el Dios de Bet-el, donde tú ungiste la piedra, y donde me hiciste un voto. Levántate ahora y sal de esta tierra, y vuélvete a la tierra de tu nacimiento» (Génesis 31:13).

Dios no olvidó el pacto establecido al principio, ni tampoco dejará que su siervo lo olvide. ¿Es legalismo esto? No, es solamente la manifestación de la fidelidad y el amor divinos. Dios ama a Jacob y no permitirá que se aparte de los términos y condiciones establecidos al principio. Vela celosamente sobre el estado del corazón de su siervo y le recuerda dulcemente el pasado mediante estas conmovedoras y significativas palabras: «Yo soy el Dios de Bet-el, donde tú ungiste la piedra, y donde me hiciste un voto» (v. 13). Era la dulce expresión del inmutable amor de Dios; contaba con la memoria que tenía Jacob de las escenas de Bet-el.

¡Qué asombroso que «el Alto y Sublime, el que habita la eternidad» aprecie así el amor y la memoria de un pobre gusanillo! Y sin embargo era así; y deberíamos tenerlo más en cuenta. ¡Lamentablemente lo olvidamos! Siempre estamos dispuestos a aceptar las gracias y bendiciones de la mano de Dios, y muy ciertamente él está dispuesto a concedérnoslas. Pero deberíamos recordar que Dios a cambio espera encontrar en nosotros, corazones devotos y que le amen. Y si, en la frescura y el celo de otro tiempo, nos ponemos a seguir a Cristo, a servirle y vivir para él, renunciando a todo por él, ¿podemos suponer un solo instante que él pueda renunciar a reclamar los afectos de nuestro corazón como si le importaran poco? ¿Podríamos soportar el pensamiento de que sea indiferente al hecho de que lo amemos o no? Ciertamente debería ser el gozo de nuestros corazones pensar que nuestro Señor busca en nosotros un amor consagrado a él, que no estará satisfecho sin esto, y que, si andamos vagando de una parte a otra, nos traerá de vuelta a él, en su propio modo dulce y conmovedor.

Si, inapetente de tu rico festín fui,
Si otra mesa busqué, y otros platos escogí,
A mí, el invitado infiel, otra vez tu amor me llamó,
Y tu bandera sobre mí fue amor.

Su bandera flamea siempre, llevando en ella su propia inscripción: Amor, para atraer de nuevo nuestros corazones errantes y recordarnos las condiciones del principio (Cantar de los Cantares 2:4). Nos dice, de una u otra manera, como antaño a Jacob: «Yo soy el Dios de Bet-el, donde tú ungiste la piedra, y donde me hiciste un voto» (Génesis 31:13). Así es como trata con nosotros, en medio de todos nuestros erráticos caminos, vacilaciones y tropiezos. Nos hace saber que, así como no podemos prescindir de su amor, tampoco él puede prescindir del nuestro. Esto es realmente maravilloso. Y sin embargo es así. Por eso quiere mantener al alma de acuerdo con las condiciones del principio. Escuchemos esos conmovedores llamados del Espíritu de Cristo a sus santos de otro tiempo: «Has dejado tu primer amor. Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras» (Apocalipsis 2:4-5). «Traed a la memoria los días anteriores» (Hebreos 10:32, V. M.). «¿Dónde, pues, está esa satisfacción [o bienaventuranza] que experimentabais [entonces]?» (Gálatas 4:15).

Todo esto no es sino un llamado a su pueblo para que vuelva al antiguo punto de partida del que se alejó. Se ha dicho que ellos no deberían haber necesitado esta amonestación; sin duda, pero, porque la necesitaban, Jesús la hizo. Se ha dicho también que un amor probado es superior a un primer amor. Es verdad, pero, ¿no encontramos efectivamente en nuestra historia espiritual que, en el momento que salimos por primera vez a seguir a Jesús, había una sencillez, un fervor y una profundidad de devoción que, por diferentes razones, se ha apagado en nosotros? Nos hemos vuelto fríos, formalistas, despreocupados; el mundo gana ventaja sobre nosotros y devora nuestra espiritualidad; la vieja naturaleza se impone, de una manera u otra, y apaga nuestra sensibilidad espiritual, enfría nuestro ardor y oscurece nuestra visión.

¿Somos conscientes de esto? Si es así, ¿no sería una gracia particular si en este mismo momento fuésemos llamados a volver a las condiciones del principio? Sin duda que sí. Pues bien, podemos estar seguros de que el corazón de Jesús espera. Su amor, que no cambia, no puede ser satisfecho sin una respuesta sincera de nuestra parte. Por tanto, sin importar qué fue lo que nos alejó del nivel de devoción que teníamos por Cristo al principio, que nuestro corazón pueda arder nuevamente por él y volver en seguida a él. No vacilemos ni nos detengamos. Echémonos a los pies de nuestro amoroso Salvador, y que nuestro corazón vuelva una vez más a él y sea sola y totalmente para él.

Este es el resorte secreto de todo verdadero servicio. Si Cristo no tiene el amor de nuestro corazón, rechazará el trabajo de nuestras manos. En ninguna parte dice: «Hijo mío, dame tu dinero, tu tiempo, tus talentos, tu energía, tu pluma, tu lengua, tu cabeza». Todas estas cosas son en sí mismas inútiles, sin interés para él. Lo que nos dice es: «¡Hijo mío, dame tu corazón!» (Proverbios 23:26, V. M.). Cuando se le entrega el corazón a Jesús, todo irá bien. Del corazón mana la vida (Proverbios 4:23), y si Cristo tiene en él el lugar que le corresponde, todo irá bien en cuanto al trabajo, al comportamiento, a la marcha y al carácter.

Pero volvamos a Jacob. Al final de Génesis 33 lo encontramos estableciéndose en Siquem donde pasa por muchas penas y dificultades. Su casa es deshonrada, y sus hijos, al vengar su deshonra, ponen en peligro su vida. Todo esto Jacob lo siente profundamente, y les dice a sus hijos Simeón y Leví: «Me habéis turbado con hacerme abominable a los moradores de esta tierra, el cananeo y el ferezeo; y teniendo yo pocos hombres, se juntarán contra mí y me atacarán, y seré destruido yo y mi casa» (Génesis 34:30).

Todo esto era tremendamente deplorable; pero no parece habérsele ocurrido a Jacob que se encontraba entonces en un lugar donde no habría debido estar. Las contaminaciones y confusiones de Siquem no bastaron para abrir sus ojos al hecho de que no estaba a la altura de los antiguos compromisos. ¡Cuán a menudo ocurre lo mismo con nosotros! Estamos muy por debajo de la norma divina en nuestro andar práctico; no llegamos a la altura de la revelación divina; y aunque nuestras faltas produzcan los más lastimosos frutos por todas partes, nuestra vista está tan oscurecida por la atmósfera que nos rodea, y nuestra sensibilidad espiritual tan embotada por nuestras malas asociaciones, que no discernimos cuán bajo caímos, y cuán lejos estamos del nivel del principio.

Sin embargo, en el caso de Jacob, vemos el divino principio siempre ilustrado de nuevo. «Levántate y sube a Bet-el, y quédate allí; y haz allí un altar al Dios que te apareció cuando huías de tu hermano Esaú» (Génesis 35:1).

Tenemos aquí un muy bello ejemplo de la manera en que Dios actúa con los suyos. No se menciona una sola palabra acerca de Siquem, sus contaminaciones y confusiones. No se oye ni una palabra de reproche por haberse establecido en ese nivel inferior. No es la manera de Dios. Él emplea un medio mucho más excelente. Si hubiésemos sido nosotros los que tratamos con Jacob, le habríamos caído encima con mano dura, y le habríamos dado un severo sermón censurando su insensatez de haberse establecido en Siquem y condenado sus costumbres personales y domésticas. Pero ¡qué bueno es que los pensamientos de Dios no sean como nuestros pensamientos, ni sus caminos como los nuestros! (véase Isaías 55:8).

En vez de decirle a Jacob: «¿Por qué te estableciste en Siquem?», Dios simplemente le dice: «Levántate y sube a Bet-el» (Génesis 35:1); y el simple sonido de esta palabra envió al corazón del patriarca un torrente de luz que lo hizo capaz de juzgarse a sí mismo y a su entorno. «Entonces Jacob dijo a su familia y a todos los que con él estaban: Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos. Y levantémonos, y subamos a Bet-el; y haré allí altar al Dios que me respondió en el día de mi angustia, y ha estado conmigo en el camino que he andado» (v. 2-3).

Esto era ciertamente volver a las condiciones del principio. Era la restauración de un alma y su guía «por sendas de justicia». Jacob sintió que a Bet-el no podía llevar dioses falsos ni vestidos contaminados; tales cosas podían pasar en Siquem, pero nunca convendrían en Bet-el. «Así dieron a Jacob todos los dioses ajenos que había en poder de ellos, y los zarcillos que estaban en sus orejas; y Jacob los escondió debajo de una encina que estaba junto a Siquem… Y llegó Jacob a Luz, que está en tierra de Canaán (esta es Bet-el), él y todo el pueblo que con él estaba. Y edificó allí un altar, y llamó al lugar El-bet-el, porque allí le había aparecido Dios, cuando huía de su hermano» (Génesis 35:4-7).

«El-bet-el»: ¡Precioso título que tenía Dios para su Alfa y Omega! En Siquem Jacob llamó a su altar «El-Elohe-Israel», que significa: «Dios, el Dios de Israel»; pero en Bet-el, el verdadero punto de referencia, llamó a su altar: «El-bet-el», es decir:

«Dios, la casa de Dios». Era, pues, una verdadera restauración. Después de todas sus idas y venidas, Jacob fue traído de vuelta al punto preciso de donde había partido. Nada menos podía jamás satisfacer a Dios. Él podía esperar a su siervo pacientemente, soportarlo, cuidarlo y atenderlo; pero jamás podía quedar satisfecho con cualquier cosa menos que esto: «Levántate y sube a Bet-el».

Querido lector cristiano, permítame que me detenga aquí para hacerle una pregunta: ¿Es consciente de haberse alejado de Jesús? ¿Su corazón se ha apartado y enfriado? ¿Ha perdido la frescura y el fervor que una vez caracterizaban el tono de su alma? ¿Ha permitido que el mundo se introduzca en su corazón? ¿Ha descendido, en esta condición moral de su alma, a Siquem? ¿Ha ido su corazón tras los ídolos y sus vestidos se han contaminado? Si es así, le recordamos que el Señor quiere que usted vuelva a Él. Ahora mismo le dice: «Levántate y sube a Bet-el».

Nunca será feliz ni estará bien hasta que responda plenamente a este bendito y conmovedor llamado. Levántese y deseche todo peso y obstáculo; quite los ídolos y mude sus vestidos, y vuelva a los pies de su Señor, quien le ama con un amor que las muchas aguas no pueden apagar, ni los ríos anegar; y que no puede quedar satisfecho hasta tenerlo con él en las condiciones establecidas al principio. No diga que esto es legal. No es nada de eso; es el amor de Jesús, un amor profundo, vivo, fervoroso, celoso de cualquier otro objeto que gane su afecto; un amor que entrega todo el corazón, y que debe tener todo un corazón a cambio. ¡Que Dios el Espíritu Santo traiga de nuevo a todo corazón errante a la verdadera norma divina! ¡Quiera él visitar, con renovado poder, a toda alma que haya descendido a Siquem, y no detenerse hasta que no se haya dado una plena respuesta al llamado: «Levántate y sube a Bet-el»!

5.2 - La restauración de Pedro

Si hacemos un cuidadoso estudio de estos versículos encontraremos en ellos tres diferentes etapas en la restauración de un creyente: la restauración de la conciencia, la del corazón y la de la posición.

La primera, la restauración de la conciencia, es de suma importancia. No podemos sobreestimar el valor de una conciencia sana, pura e irreprochable. Un cristiano no puede avanzar con una mancha en la conciencia. Debe andar delante de Dios con una conciencia pura, una conciencia sin mancha. ¡Qué tesoro! ¡Ojalá que el lector pueda conservarla siempre así! Pero para ello, en cada cual debe haber una restauración a las condiciones del principio.

Es claro que Pedro poseía esta conciencia pura en la conmovedora escena «junto al mar de Tiberias», aunque había sufrido una vergonzosa y grave caída. Había negado con juramento a su Señor; pero fue restaurado; una sola mirada de Jesús quebrantó las fuentes profundas de su corazón e hizo brotar un torrente de lágrimas amargas de sus ojos. No obstante, no fueron las lágrimas el fundamento de la restauración de su conciencia. El inalterable e incansable amor del corazón de Jesús, la divina eficacia de su sangre y la poderosa acción de su intercesión, es lo que dieron a la conciencia de Pedro la libertad que tan notable y conmovedoramente se presentan en la escena que tenemos ante nosotros.

Al final de este evangelio de Juan vemos al Señor resucitado velando sobre sus pobres setenta discípulos, débiles, errantes, vacilantes en su camino. Se presenta ante ellos de diversas maneras, respondiendo a sus necesidades, y se da a conocer a sus corazones en su perfecta gracia. ¿Había alguna lágrima que secar, una dificultad que superar, un temor que calmar, un corazón oprimido que aliviar, una mente incrédula que enderezar? Jesús estaba allí presente, en toda la plenitud de su gracia, tan extensa, tan variada en su acción, para satisfacer siempre todas las necesidades.

Así también, cuando los discípulos, arrastrados por Pedro, se fueron a pescar, y pasaron toda la noche sin pescar nada hasta la mañana, el Señor tenía los ojos puestos en ellos. Estaba al tanto de todo lo que allí sucedía: la oscuridad, sus vanos esfuerzos, sus redes vacías. Se puso a la orilla, encendió un fuego y les preparó una comida. Sí, el mismo Jesús que había muerto en la cruz para quitar sus pecados, ahora resucitado, se ponía a la orilla para restaurarlos de su extravío, reunirlos alrededor de él y proveer a sus necesidades. «¿Tenéis algo de comer?», les dice (Juan 21:5). Pone en evidencia la inutilidad de sus esfuerzos durante esa noche de trabajo, y luego les dice: «Venid, comed» (v. 12), conmovedora expresión del tierno amor de nuestro Salvador resucitado que provee a todo y piensa en los suyos sin cesar.

Pero notemos muy particularmente que la evidencia de una conciencia completamente restaurada se manifestó en Simón Pedro. «Entonces aquel discípulo a quien Jesús amaba dijo a Pedro: ¡Es el Señor! Simón Pedro, cuando oyó que era el Señor, se ciñó la ropa (porque se había despojado de ella), y se echó al mar» (v. 7). Se apresura a dejar su barca y a los demás discípulos para llegar más rápido a los pies de su Señor. ¿No debía haberles dicho más bien a Juan y a sus condiscípulos: «Ustedes saben cuán vergonzosamente he caído, pero he visto al Señor después y habló de paz a mi alma; no obstante, después de una falta como la mía, creo que es más conveniente que vayan ustedes primero a encontrarse con el Amado y yo los seguiré después»? Pero, en vez de tener tal pensamiento, se arroja al mar para ser el primero en llegar hasta su Salvador resucitado; nadie tiene más derecho a Él que el pobre Pedro, quien puede fallar y tropezar.

Ahora bien, había en él una conciencia perfectamente restaurada, una conciencia sin ninguna mancha, una conciencia que se baña en la luz del sol del amor inalterable. Y ¿no son estas las condiciones originales, las relaciones que todo cristiano tenía al principio? La confianza de Pedro en Cristo era sin nubes, y podemos afirmar que esto era agradable al corazón del Señor. Al amor le gusta que confíen en él, no lo olvidemos; nadie debe pensar que honra a Jesús manteniéndose alejado de Él bajo el pretexto de su indignidad. Si a alguien que tuvo una caída o que se ha alejado, le parece difícil recuperar la confianza en el amor de Cristo, que el tal pueda ver claramente que un pecador que se acerca a Jesús es bienvenido, sin importar cuántos y qué tan grandes hayan sido sus pecados.

Que aquel que duda en volver a Jesús, pondere, mediante la lectura de estas líneas, la importancia de volver de inmediato a Jesús. «¡Volveos, oh hijos reincidentes, y yo sanaré vuestras reincidencias!». ¿Cuál es la respuesta a este apremiante llamado?: «¡He aquí que acudimos a ti, porque tú eres Jehová nuestro Dios!». «Si te volvieres, oh Israel, dice Jehová, vuélvete a mí» (Jeremías 3:22, V. M.; 4:1). El amor del corazón del Señor no conoce variación. Nosotros cambiamos, pero él «es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebreos 13:8); le place que confíen en él. La confianza del corazón de Pedro fue algo precioso para el corazón de Cristo. Sin duda es triste caer, errar o apartarse; pero es todavía más triste –cuando esto se ha producido– que aquel que se ha alejado desconfíe del amor infinito de Jesús y de Su deseo de recibirnos nuevamente en su pecho.

Querido lector, ¿ha caído? ¿Se ha extraviado? ¿Se ha apartado? ¿Ha perdido el dulce sentimiento del favor divino, la feliz conciencia de su aceptación para con Dios? Si es así, ¿qué tiene que hacer? Simplemente volver. «¡Volveos!» es la palabra que Dios dirige a los que recaen. Vuelva, con una confesión plena, juzgándose a sí mismo, con una confianza plena en el infinito amor del corazón de Cristo. Le suplicamos que no se mantenga alejado en la incredulidad. No mida el corazón de Jesús con la vara de sus propios pensamientos. Deje que él le diga lo que tiene en Su propio corazón para usted. Usted pecó, falló, se apartó, y ahora posiblemente tenga temor o vergüenza de volver sus ojos hacia Aquel a quien contristó y deshonró. Satanás le sugiere los pensamientos más sombríos, porque procura mantenerlo en una fría indiferencia, lejos del precioso Salvador que lo ama con un amor eterno. Piense en la sangre de Cristo, en el Abogado, en Su corazón, y obtendrá la victoriosa respuesta a todas las sugerencias de su terrible enemigo y a los infieles raciocinios de su propio corazón. No deje, pues, pasar una sola hora sin dejar de resolver de manera definitiva la cuestión entre su alma y Cristo. Como escribió el poeta: «Su amor es inmutable, libre y fiel, fuerte como la muerte». Recuerde también las propias palabras del Señor: «¡Volveos, oh hijos reincidentes!»; «vuélvete a mí». Cristo, y solo él, es el centro alrededor del cual son atraídas nuestras almas. Y finalmente recuerde que a Jesús le place que confíen en Él.

Pero el corazón debe ser restaurado tanto como la conciencia, no lo olvidemos. A menudo sucede en la historia de un alma que, aunque su conciencia sea perfectamente pura respecto a ciertos actos, la raíz de lo que los produjo no ha sido alcanzada. Los actos aparecen en la superficie de nuestra vida diaria, pero las raíces quedan ocultas en lo profundo de nuestro corazón; estas posiblemente sean desconocidas para nosotros mismos y para los demás, pero están «desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (Hebreos 4:13).

Estas raíces deben ser alcanzadas, puestas al descubierto y juzgadas, para ponernos en una posición correcta delante de Dios. Veamos a Abraham. Comenzó su travesía con una raíz en su corazón, una raíz de incredulidad, yendo con Sara a Egipto. Su conducta hizo que se extraviara. Y aunque su conciencia fue restaurada, regresa nuevamente a su altar de Bet-el sin que la raíz haya sido alcanzada, como lo demostró más tarde en el asunto de Abimelec, rey de Gerar.

Todo esto es muy práctico y serio; el ejemplo de Pedro y el de Abraham nos advierten de ello. Pero observemos la exquisita y delicada manera con la cual nuestro adorable Señor actúa para alcanzar las raíces en el corazón de su querido y honrado siervo. «Cuando hubieron comido» (Juan 21:15). No antes. No hace durante la comida ninguna alusión al pasado ni expresa nada que hubiese podido enfriar el corazón de su discípulo, ni enturbiar su espíritu, mientras su conciencia restaurada se regocijaba en compañía de un amor que no conoce cambios. ¡Qué bello rasgo moral! Caracteriza los caminos de Dios con todos los suyos. La conciencia encuentra pleno reposo en presencia del infinito y eterno amor.

Para ello debe haber una obra que cale más hondo, que llegue a la raíz de las cosas en el corazón. Cuando Pedro, con la plena confianza de una conciencia restaurada, se echa a los pies de su Señor resucitado, es llamado a escuchar la invitación de gracia de Jesús: «Venid, comed». Pero «cuando hubieron comido» (Juan 21:15), Jesús toma a Pedro aparte para hacerle discernir en la intimidad la raíz que hizo germinar su falta. Esta raíz era la confianza en sí mismo, que lo condujo a elevarse por encima de los demás discípulos: «Aunque todos se escandalicen, yo no» (Marcos 14:29).

Esa raíz debía ser traída a la luz y no debía subsistir. Por eso, solo después de la cena, Jesús le dijo a Pedro: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que estos?» (v. 15). Esta penetrante pregunta debía llegar hasta el fondo del corazón de Pedro. Tres veces Pedro había negado a su Señor, y tres veces ahora su Señor lo provoca: es necesario llegar a la raíz y arrancarla para obtener resultados permanentes. No es suficiente tener la conciencia purificada de los efectos producidos en la vida práctica; hace falta además un juicio moral interior y completo de las causas. Esto a menudo no se entiende bien ni se le presta la suficiente atención; por eso la raíz siempre vuelve a crecer y brotar, y produce frutos con más fuerza que antes, los que diseminan sus semillas alrededor de nosotros, con tristes y amargos resultados que habrían podido ser evitados si la raíz hubiera sido juzgada y arrancada.

Lector cristiano, nuestro objetivo en este escrito es enteramente práctico. Por eso exhortémonos unos otros a juzgar nuestras raíces, cualesquiera que sean. ¿Conocemos nuestras propias raíces? Sin duda es duro, muy duro, conocerlas; son profundas y múltiples: el orgullo, la vanidad personal, la avaricia, la irritabilidad, la ambición, son solo algunos caracteres sobre los cuales siempre debemos ejercer la más rígida censura; son la fuente de donde brotan las acciones. Es necesario que la vieja naturaleza sepa que los ojos del juicio propio la mantienen siempre bajo vigilancia. Debemos continuar la lucha sin cesar con este fin. Podemos lamentarnos por nuestros fracasos ocasionales, pero debemos mantener la lucha, porque la lucha habla de vida. ¡Que Dios el Espíritu Santo nos fortalezca para mantener siempre nuestra vigilancia en los combates interiores de la vida entre la carne y el espíritu!

Terminaremos estas meditaciones con una breve referencia a la restauración en relación con la posición o la senda del creyente. La conciencia totalmente purificada y el corazón juzgado en sus raíces, tal es la preparación moral de nuestra posición y de nuestra marcha. El amor perfecto de Jesús echó fuera todo temor de la conciencia de Pedro, y la pregunta del Señor, formulada tres veces, sacó a la luz las raíces que se encontraban en su corazón. Le dice: «De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras. Esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: Sígueme» (Juan 21:18-19).

Tenemos en esta última palabra –«Sígueme»– el camino del siervo de Cristo. Por esta palabra, el Señor le dio a su discípulo la más dulce seguridad de su amor y su confianza. A pesar de su tan grave caída, le confía el cuidado de aquello que tenía tanto precio para su corazón lleno de amor: su rebaño, lo más caro que tenía en este mundo. «Apacienta mis corderos», «pastorea mis ovejas», «apacienta mis ovejas». Era decirle: «Si me tienes afecto, encárgate de mi rebaño»; y por esta palabra –«Sígueme»–, tan corta pero de tan amplio alcance, le abre y traza a Pedro su camino. Era suficiente, pues lo define y comprende todo.

Para seguir a Jesús, debemos tener siempre los ojos fijos en él, no perder de vista las huellas de sus pasos y colocar nuestros pies en ellas. Y si, como Pedro, somos tentados a «volvernos» para ver lo que hace este o el otro, y cómo lo hace, para imitarlo, escuchemos estas correctivas palabras: «¿Qué a ti? Sígueme tú» (véase v. 20-22). Tal debe ser nuestro continuo pensamiento, pase lo que pase. Un sinnúmero de cosas pueden sobrevenir para distraernos e impedirnos seguir este camino. El diablo puede tentarnos a mirar aquí y allí, a este o a aquel, a decirnos que tal cosa se haría mejor aquí que allí, o allí que donde estamos, o también a estar ocupados con la obra de otro siervo y a imitarla. Todo esto es rebatido por esta punzante expresión «Sígueme».

Hay un gran peligro de seguir los pasos de otros, de hacer ciertas cosas porque otros las hacen o de hacer las cosas como otros las hacen. Debemos guardarnos de todo esto. De seguro quedará en agua de borrajas. Lo que realmente necesitamos es una voluntad quebrantada. El espíritu del verdadero siervo, es hacer todo según el pensamiento de su amo. El servicio no consiste en hacer esto o aquello, o en ir de aquí para allá; es simplemente hacer la voluntad del Amo, cualquiera que sea. Como dice el poeta: «También le sirve el que inmóvil espera».

Es más fácil estar ocupado que esperar. Cuando Pedro era joven, «iba adonde quería», pero, cuando fuera viejo, sería «llevado a donde no quiera» (Juan 21:18). ¡Qué contraste entre el Pedro joven, inquieto, vehemente, vigoroso, que iba adonde quería, y el Pedro viejo, maduro, amansado, experimentado, que era llevado adonde no quería! ¡Qué bendición tener una voluntad quebrantada! ¡Ser capaz de decir desde lo más hondo del corazón: «Lo que tú» quieres –como tú quieres; donde tú quieres; cuando tú quieras– «no se haga mi voluntad, sino la tuya», Señor! (véase Marcos 14:36; Lucas 22:42).

«¡Sígueme!». ¡Preciosa Palabra! ¡Que sea grabada en nuestros corazones! Entonces nuestro camino será firme y nuestro servicio efectivo. No seremos distraídos ni confundidos por los pensamientos y las opiniones de los hombres. Es posible que pocas personas nos comprendan y estén de acuerdo con nosotros; pocos tal vez aprueben o aprecien nuestro trabajo. No tiene demasiada importancia. El Señor sabe todo al respecto. Estemos simplemente seguros de lo que nos pidió y hagámoslo fielmente. Si un amo le dice a uno de sus siervos muy claramente que vaya y haga determinada cosa, o que ocupe cierto puesto, no debe preocuparse por lo que los demás siervos piensan de ello. Ellos le dirían que convendría que hiciera otra cosa o que vaya a otra parte. Un verdadero siervo no los escuchará; él conoce el pensamiento de su amo, y hará el trabajo que su amo le encargó.

¡Ojalá que haya más de este espíritu de comunión y dependencia entre los siervos del Señor, y que podamos distinguir y realizar mejor la voluntad del Maestro respecto a nosotros! Pedro tenía su camino determinado por Él, y Juan el suyo. Santiago su obra, y Pablo su misión. Así era también en la antigüedad. A los gersonitas Jehová les había asignado una labor, y a los meraritas otra (véase Números 3:25-26, 36-37), y, si hubieran mezclado sus esfuerzos, el trabajo no se habría llevado a cabo. El tabernáculo podía ser puesto en marcha o asentado cuando cada individuo hacía la obra que le fue confiada.

Y así también es hoy en día. Dios tiene diversos obreros en su casa y en su viña. Y los términos y condiciones del servicio establecidos en el principio son siempre los mismos: El Espíritu Santo reparte «a cada uno en particular como él quiere» (1 Corintios 12:11). Tiene canteros, talladores de piedras, albañiles, arquitectos. ¿Son todos canteros? Seguramente que no; pero cada uno tiene su trabajo que hacer, y el edificio se levanta por el trabajo común, haciendo cada uno el trabajo asignado. ¿Menospreciará el cantero al arquitecto, o mirará este último hacia abajo con desprecio al primero? Ciertamente que no. El Señor los necesita a ambos. Uno no tiene que estar pendiente de lo que hace el otro ni interferir en su trabajo, como, lamentablemente, tendemos a hacer; en este caso, las correctivas palabras del Señor resuenan fuerte en nuestros oídos, diciéndonos: «¿Qué a ti? Sígueme tú».