2 - El tiempo presente y la eternidad


person Autor: Charles Henry MACKINTOSH 81

library_books Serie: Temas prácticos de la vida cristiana

(Fuente: ediciones-biblicas.ch)


«No mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2 Corintios 4:18).

Los principios contenidos en el capítulo 12 del Evangelio de Lucas son de un carácter sumamente solemne y escrutador. Su alcance práctico es tal que, en un tiempo como el presente, no podemos pasar por alto su inmensa importancia. La mundanalidad y los deseos carnales no pueden soportar tal luz; los consume hasta la raíz. Si alguien nos pidiera un breve resumen de esta preciosa porción de la Palabra inspirada, podríamos asignarle el siguiente título: «El tiempo presente considerado a la luz de la eternidad». El Señor evidentemente tenía el propósito de arrojar luz a sus discípulos acerca de aquel mundo en el que todo es exactamente opuesto a lo que rige en este; someter sus corazones a la saludable influencia de las cosas invisibles, y sus vidas a la autoridad y poder de los principios celestiales. Tal era la bendita intención del divino Maestro, quien sienta los sólidos cimientos de su doctrina con estas penetrantes palabras: «Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía» (v. 1). No debe haber ninguna cosa oculta en el alma. Los resortes más secretos de nuestro corazón deben ser sacados a luz; debemos permitir que los rayos de luz celestial penetren hasta lo más profundo de nuestro ser moral. No debe haber ninguna contradicción entre el juicio secreto de nuestro corazón y nuestras palabras, entre el andar práctico y la profesión de labios. En una palabra, necesitamos particularmente la gracia que produce en nosotros un «corazón bueno y recto» (Lucas 8:15) a fin de aprovechar este admirable compendio de verdades prácticas.

Somos naturalmente demasiado propensos a escuchar con indiferencia o a recibir fríamente verdades que no nos gustan. A menudo preferimos las especulaciones interesantes sobre la letra misma de las Escrituras, sobre puntos de doctrina o sobre cuestiones de profecía, porque tal vez imaginamos que podemos al mismo tiempo dar rienda suelta a todo tipo de deseos mundanos e ir, a nuestro gusto, tras nuestros intereses temporales. Pero verdades tan graves, tan cortantes, que pesan con tanta fuerza sobre la conciencia, ¿quién puede soportarlas salvo aquellos que, por gracia, buscan purificarse «de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía»? Esta levadura, que sabe revestirse de las más bellas apariencias, se muestra bajo diferentes formas, y es, por eso, tanto más peligrosa. En efecto, dondequiera que exista, levanta una barrera insuperable entre el alma y sus progresos en el conocimiento experimental, por un lado, y la santificación práctica, por el otro. Si no expongo toda mi alma a la acción de la verdad divina, si trato de tapar alguna hendidura o recoveco para que no le lleguen los rayos de su luz, si mantengo con complacencia alguna secreta reserva, si me esfuerzo de manera deshonesta por acomodar la verdad a mi propia manera de pensar y obrar, o por desviar su filo de mi conciencia, entonces seguramente estoy contaminado con la levadura de la hipocresía, y mi crecimiento a la semejanza de Cristo se vuelve entonces moralmente imposible. Es, pues, muy importante que todo discípulo de Cristo escudriñe su corazón y vea si, en sus cámaras más secretas, no hay nada de esta perniciosa levadura. Que por la gracia de Dios podamos ser completamente librados de ella, para que, en todo momento, podamos decir: «Habla, Jehová, porque tu siervo oye» (1 Samuel 3:9). [1]

[1] El significado que generalmente se le atribuye a la palabra hipocresía es el de una falsa profesión religiosa. Sin duda significa esto, pero significa mucho más aún. Un consentimiento tácito a principios que efectivamente no gobiernan la conducta, merece el nombre de hipocresía. Así considerado el tema, todos podemos hallar ocasiones de profunda humillación delante del Señor. ¡Cuán a menudo sucede que escuchamos la verdad y que, en apariencia, le damos nuestra plena conformidad, sin que haya, sin embargo, ninguna manifestación de su poder en nuestra vida, sin que gobierne nuestra conducta! Si esto no se relaciona moralmente con la levadura de los fariseos, que es la hipocresía, es al menos un mal muy serio, totalmente contrario a nuestro progreso en la vida divina. «Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis» (Juan 13:17).

No solo la hipocresía es un obstáculo absoluto al progreso espiritual, sino que además siempre impide alcanzar su objetivo; porque «nada hay encubierto, que no haya de descubrirse; ni oculto, que no haya de saberse» (v. 2). Todo hombre encontrará su medida justa, y todo pensamiento y toda intención secreta será traído a la luz: lo que la verdad no ponga al descubiertoahora, el tribunal lo hará más tarde. El menor grado, el más débil matiz de esta hipocresía será desenmascarado a la luz que irradiará del tribunal de Cristo. Nada podrá escaparse allí. Todo entonces será realidad, por muchas falsedades que haya ahora. Además, cada cosa llevará entonces su verdadero nombre, por más que ahora se las llame con otro nombre. Ahora la mundanalidad es a menudo llamada conveniencia; a la avaricia se la llama previsión; y a los excesos y el engrandecimiento personal se los llama administración prudente y encomiable destreza en los negocios. Así es ahora, pero entonces será exactamente lo contrario; porque todas estas cosas mostrarán su verdadera cara y serán llamadas por su verdadero nombre. También, es verdaderamente sabio por parte del discípulo marchar a la luz de aquel día, cuando los secretos de todos los corazones serán puestos en evidencia. En cuanto a esto, todo creyente está colocado sobre mejor terreno que los incrédulos; porque, dice el apóstol, «es necesario que todos nosotros comparezcamos (phanerothenai: seamos manifestados) ante el tribunal de Cristo» (2 Corintios 5:10), santos y pecadores, aunque no sea al mismo tiempo, ni sobre la misma base. Pero ¿será este un tema de confusión para el discípulo? De ninguna manera, si su corazón es limpiado de la levadura de la hipocresía, si su alma, por la enseñanza del Espíritu Santo, está bien arraigada en la verdad fundamental presentada en este mismo capítulo (2 Corintios 5), a saber: que Cristo es su vida y su justicia, de modo que pueda decir con el apóstol: «Hemos sido manifestados (pephanerometha: una inflexión de la misma palabra empleada en el v. 10) a Dios, y espero que hemos sido manifestados también a vuestras conciencias» (v. 11, V. M.).

Pero si esta transparente rectitud de corazón y esta paz de la conciencia faltaran, no hay duda de que el pensamiento del tribunal de Cristo causará malestar. Por eso vemos que, en su enseñanza del capítulo 12 de Lucas, el Señor procura poner la conciencia de sus discípulos en la plena luz de este tribunal: «Mas os digo, amigos míos: No temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer. Pero os enseñaré a quién debéis temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno; sí, os digo, a este temed». «El temor del hombre pondrá lazo» (Lucas 12:4-5; Proverbios 29:25), y está íntimamente vinculada a la «levadura de los fariseos». Pero «el temor de Jehová es el principio de la sabiduría» (Proverbios 9:10), y permite que el discípulo pueda pensar, hablar y actuar como si estuviera en la misma luz del tribunal del Cristo. Esto comunicaría una inmensa dignidad y elevación al carácter, a la vez que cortaría de raíz el espíritu de orgullo e independencia, manteniendo el alma bajo la penetrante fuerza de esta luz divina que lo manifiesta todo.

No hay nada que tienda más a despojar al discípulo de Cristo de su dignidad, que ser influido en su marcha por la mirada o los pensamientos de los hombres. Mientras suceda así con nosotros, no podremos seguir con paso firme a nuestro divino Amo. Esta miseria está además estrechamente vinculada a la de querer ocultar nuestros caminos a Dios; ambas tienen «la levadura de los fariseos», y ambas encontrarán su retribución ante el tribunal. Y ¿por qué temer a los hombres? ¿Por qué nos dejaríamos dirigir por sus opiniones? Si sus opiniones no pueden soportar el examen en la presencia de aquel que tiene poder de echar en el infierno, no valen nada; pues es con Él con quien tenemos que ver. «Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano» (1 Corintios 4:3). Los hombres pueden erigir su tribunal ahora, pero entonces ya no lo podrán hacer. Lo podrán hacer en el tiempo, pero no en la eternidad. ¿Por qué entonces conformaríamos nuestros caminos a los juicios de una autoridad tan frágil, tan efímera? ¡Estimulemos nuestros corazones a vivir en vista de este porvenir! ¡Que Dios nos conceda la gracia de conducirnos ahora, pensando en el mañana, a considerar el tiempo a la luz de la eternidad!

Sin embargo, el pobre corazón incrédulo puede exclamar: «Pero si me coloco así por encima de los pensamientos y opiniones de los hombres, ¿cómo saldré adelante en un mundo donde prevalecen estas opiniones y pensamientos?». Esta pregunta es muy natural; pero el Señor mismo respondió a ella de la manera más satisfactoria; parecería incluso que, previendo que surgiría este elemento de incredulidad, procura primero elevar a sus discípulos por encima de esta atmósfera pesada y sombría del tiempo, para ponerlos en la luz pura y penetrante de la eternidad; por lo que añade: «¿No se venden cinco pajarillos por dos cuartos? Con todo, ni uno de ellos está olvidado delante de Dios. Pues aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; más valéis vosotros que muchos pajarillos» (v. 6-7). Estas palabras enseñan a nuestros corazones no solo a temer a Dios, sino también a confiar en Él; no solo son advertidos, sino también tranquilizados. «Temed» y «no temáis», puede parecer una paradoja para la carne y la sangre; pero no para la fe; porque el hombre que teme más a Dios, temerá menos a las circunstancias. Un hombre de fe es el más dependiente e independiente al mismo tiempo de los hombres: dependiente de Dios, independiente de las circunstancias. Lo segundo es siempre la consecuencia de lo primero: una verdadera dependencia es lo que produce una verdadera independencia.

Pero consideremos ahora el fundamento de la paz del creyente. Aquel que tiene poder de echar en el infierno, el único a quien se debe temer, tiene contados aun todos los cabellos de nuestra cabeza. Ciertamente no se tomó esta molestia para dejarnos perecer. Los minuciosos cuidados de nuestro Padre deberían silenciar toda duda que pueda surgir en nuestros corazones. No hay nada que sea demasiado pequeño, ni nada que sea demasiado grande para Él. Para él es lo mismo los incontables cuerpos celestes que se mueven en el espacio, que un pajarillo que cae a tierra. Su inescrutable mente puede, con igual facilidad, abarcar el curso de los siglos, así como los cabellos de nuestra cabeza. Sobre este inquebrantable fundamento, Cristo basa sus palabras: «No temáis» y «no os afanéis». Nosotros fallamos a menudo en la aplicación práctica de este divino principio. Podemos admirarlo como un principio, pero solo en su aplicación podemos ver o sentir su verdadera belleza. Si no lo ponemos en práctica, no hacemos más que pintar rayos de sol sobre lienzo, mientras perecemos de hambre bajo las escalofriantes influencias de nuestra propia incredulidad.

En la porción de la Palabra que meditamos, vemos que un firme e intrépido testimonio para Cristo está estrechamente vinculado a esta santa elevación por encima de los pensamientos de los hombres, y esa apacible confianza en los tiernos cuidados de nuestro Padre celestial. Si mi corazón se eleva por encima del temor de los hombres y si goza de esta dulce tranquilidad que me da la seguridad de que todos mis cabellos están contados, entonces estoy en condiciones de confesar a Cristo delante de los hombres (v. 8-9). No tenemos que preocuparnos por el resultado de tal confesión, porque mientras Dios nos precise aquí abajo, nos guardará. «Cuando os trajeren a las sinagogas, y ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis por cómo o qué habréis de responder, o qué habréis de decir; porque el Espíritu Santo os enseñará en la misma hora lo que debáis decir» (v. 11-12). Para poder hacer una abierta confesión de Cristo, hay que estar completamente librados de la influencia de los hombres, y firmemente establecidos en una plena confianza en Dios. En tanto me encuentre bajo la influencia de los hombres o sea su deudor, no estaré calificado para ser siervo de Cristo; pero la única manera de ser eficazmente librado del yugo de la influencia humana es mediante una fe viva en Dios. Cuando Dios llena el corazón, no hay lugar para la criatura. Podemos estar perfectamente seguros de que ningún hombre jamás se tomó el trabajo de contar los cabellos de nuestra cabeza; ni nosotros nos hemos tomado el trabajo de hacerlo con la nuestra; pero Dios sí lo hizo, y por eso puedo confiar en Dios más que en cualquier hombre. Dios es perfectamente suficiente para satisfacer todas las necesidades, grandes o pequeñas; solo necesitamos confiar en él para saber que es todo para nosotros.

Es cierto que él puede servirse de hombres como instrumentos –y, de hecho, lo hace–; pero si nos apoyamos en los hombres, en vez de apoyarnos en Dios, si nos apoyamos en el instrumento en vez de apoyarnos en la mano que lo emplea, atraemos una maldición sobre nosotros, porque está escrito: «Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová» (Jeremías 17:5). El Señor utilizó cuervos para alimentar a Elías (véase 1 Reyes 17); pero Elías jamás tuvo el pensamiento de confiar en los cuervos. Debería ser siempre así. La fe se apoya en Dios, cuenta con él, se aferra a él, pone su confianza en él, espera en él, lo deja actuar siempre sin obstruir Su gloriosa marcha con ninguna confianza en la criatura, le permite manifestarse en toda Su gloriosa realidad, y remite todo a él. Además, si ella es llamada a pasar por aguas profundas, se eleva siempre por encima de las olas, reposando con perfecta calma en Dios, y exaltando las operaciones de todo Su poder. Tal es la fe, ese principio precioso, lo único en este mundo que reconoce a Dios y al hombre sus respectivos lugares.

Mientras el Señor Jesús estuvo ocupado difundiendo estos principios celestiales, un verdadero hijo de la tierra lo interrumpe con una cuestión acerca de una herencia. «Le dijo uno de la multitud: Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia» (v. 13). ¡Qué poco conocía esta persona el verdadero carácter del Hombre celestial que estaba ante él! Ignoraba por completo el profundo misterio de Su naturaleza y misión celestial. El Señor ciertamente no había venido del seno del Padre para resolver litigios de propiedad, ni para servir de árbitro entre dos hombres codiciosos de los bienes de este mundo. El espíritu de avaricia era evidente en todo este asunto, tanto en el caso del demandante como en el del demandado. Uno quería tomar, el otro guardar; ¿qué era esto sino avaricia? «Mas él le dijo: Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?» (v. 14). La cuestión no era aquí saber quién tenía razón, y quién no, respecto de la propiedad. Según la pura y celestial doctrina de Cristo, ambos se equivocaban. ¿Que son algunas hectáreas de tierra a la luz de la eternidad? Y en cuanto a Cristo mismo, él solo enseñaba principios que eran totalmente opuestos a todos los pleitos relativos a la propiedad; pero, en su propia persona y carácter, daba el ejemplo de lo contrario. No recurrió a la ley sobre la herencia. Era el «heredero de todo» (Hebreos 1:2). La tierra de Israel, el trono de David, toda creación le pertenecían; pero el hombre no quería reconocerlo, ni devolverle lo que era Suyo. «Los labradores, cuando vieron al hijo, dijeron entre sí: Este es el heredero; venid, matémosle, y apoderémonos de su heredad» (Mateo 21:38). Y el Heredero se sometió a eso con una paciencia perfecta, pero, al someterse a la muerte, destruyó el poder del enemigo y llevó «muchos hijos a la gloria» (Hebreos 2). ¡Que su nombre sea glorificado por toda la eternidad!

Vemos así, en la doctrina y en la vida del Hombre celestial, la verdadera manifestación de los principios del reino de Dios. Enseñaba la verdad que, si fuese recibida en los corazones, haría completamente inútiles arbitrajes tales como el que le fue pedido. Si los principios del reino de Dios prevaleciesen, no se necesitarían tribunales de justicia; pues si nadie cometiera injusticias, no habría males que reparar. Todos estarán de acuerdo con esta verdad. Pero el cristiano, que es llamado al reino de Dios, tiene el deber de ser gobernado por los principios del reino y de ponerlos en práctica cueste lo que cueste; porque, en la medida que deje de poner en práctica estos principios, privará su alma de la bendición y debilitará su testimonio.

Por eso, aquel que recurre a los tribunales, no está gobernado en esto por los principios del reino de Dios, sino por los principios del reino de Satanás, el príncipe de este mundo. No se trata aquí de saber si es cristiano, sino solamente de mostrar cuáles son los principios por los cuales se deja gobernar cuando recurre a los tribunales humanos en la circunstancia que fuera. No digo nada de los instintos morales de la naturaleza divina, que le harían sentir perfectamente la grave inconsecuencia de un hombre que profesa ser salvo por gracia, y que recurre a la ley para demandar a su prójimo; de un hombre que, aunque reconoce que si hubiese recibido su derecho de parte de Dios, estaría quemándose eternamente en el infierno, insiste sin embargo en reclamar su derecho frente a su semejante; de un hombre a quien se le había perdonado una deuda de diez mil talentos pero que toma del cuello a su compañero por unos miserables denarios (véase Mateo 18:21-35). No me detendré en esto. Deseo considerar solamente la cuestión de recurrir a la justicia a la luz del reino, a la luz de la eternidad; y si es cierto que en el reino de Dios no se necesitan tribunales de justicia, pues bien, pongo solemnemente, en la presencia de Dios, sobre la conciencia del lector, la siguiente afirmación: que como sujeto de este reino, está mal que recurra a los tribunales. La obediencia a este principio, es cierto, podrá exponerlo a pérdidas y sufrimientos; pero, ¿quién es «digno del reino de Dios», si no el que está dispuesto a padecer por él (2 Tesalonicenses 1:5)? Que aquellos que están gobernados por las cosas del tiempo recurran a la justicia; pero el cristiano está gobernado –o debiera estarlo– por las cosas de la eternidad. Los hombres van ante los tribunales ahora, pero entonces no será así; y el cristiano debe actuar ahora como actuaría entonces. Está en el reino; y puesto que el reino de Dios no está establecido, y el Rey es rechazado, es justo y conveniente que los sujetos de este reino sean llamados a padecer. La justicia «padece» ahora, «reinará» en el milenio y «morará» en los «cielos nuevos y tierra nueva» (véase Isaías 65:17; 66:22; 2 Pedro 3:13; Apocalipsis 21:1). Ahora bien, al recurrir a los tribunales, el cristiano anticipa la edad milenaria. Él va ante su Amo para reclamar sus derechos. Es llamado a sufrir con paciencia todo tipo de males e injurias. Contrariarlas es negar la verdad de ese reino al que profesa pertenecer. Apelo a la conciencia del lector sobre este principio.

Le ruego encarecidamente que le preste seria atención, que cale hondo en su conciencia y que no juegue con su verdad. No hay nada que estorbe tanto la eficacia, crecimiento y prosperidad del reino de Dios en el corazón que negarse a poner en práctica los principios de ese reino. [2]

[2] El cristiano debe ser gobernado por los principios del reino en todo. Si se dedica a una actividad comercial, debería conducir su negocio como un hijo de Dios y siervo de Cristo. No debería tener un carácter cristiano durante el día del Señor, y un carácter comercial el lunes. Yo debería tener al Señor conmigo en mi tienda, en mi depósito y en la contaduría. Es mi privilegio depender de Dios en mi negocio; pero, para depender de Él, mi negocio debe ser de tal naturaleza, y conducido sobre tal principio, que Él pueda reconocerlo. Si digo: «Debo conducir el negocio como lo conduce todo el mundo», abandono el verdadero terreno cristiano, y me sumerjo en la corriente de los pensamientos del mundo. Si utilizamos los mismos medios y métodos de que se vale el mundo para ganar dinero –a menudo deshonestos–, evidentemente no estoy trabajando en la simple dependencia de Dios, sino más bien dependiendo de los principios del mundo. Pero unos dirán: «¿Cómo entonces podré progresar en mi negocio?». A ello respondo mediante otra pregunta: «¿Cuál es su objetivo? ¿Tener las necesidades básicas satisfechas o acumular dinero?». Si busca lo primero, Dios ha prometido proveer a sus necesidades, de modo que usted, en el camino que Él le ha asignado, solo tiene que depender de Él. La fe siempre pone al alma en un terreno totalmente diferente del que ocupa el mundo, independientemente de cuál sea nuestra profesión. Consideremos, por ejemplo, a David en el valle de Ela. ¿Por qué no luchó como los otros hombres? Porque estaba sobre el terreno de la fe. Fijémonos en Ezequías. ¿Por qué se cubrió de cilicio cuando otros hombres se ponían la armadura? Porque estaba sobre el terreno de la simple dependencia de Dios. Lo mismo se aplica a un hombre en el comercio; él debe desarrollar su actividad comercial como cristiano, de lo contrario arruinará el testimonio y privará a su propia alma de la bendición.

Pero alguien podría objetar: «Si insistimos en los principios del reino, ¿no abandonamos así el terreno elevado de la Iglesia, tal como está expuesto en las epístolas de Pablo?». De ninguna manera. Pertenecemos a la Iglesia, pero estamos en el reino; y, aunque nunca deberíamos confundir estas dos cosas, resulta perfectamente claro que los principios éticos de la Iglesia

–es decir, sus hábitos morales y costumbres– jamás deberían ser inferiores a los del reino. Si es contrario al espíritu y a los principios del reino insistir en mis derechos y recurrir a los tribunales, esto, si fuera posible, debería ser más contrario aún al espíritu y los principios de la Iglesia. Esto no puede cuestionarse. Cuanto más elevada sea mi posición, más elevados deben ser también mi código de moral y tono de carácter. Creo plenamente, y deseo sostener firmemente este principio, que debo conocer por experiencia y realizar en la práctica la verdad de la Iglesia, como cuerpo y esposa de Cristo; que tiene una posición celestial y que espera la gloria celestial, en virtud de su unidad con Cristo; pero no puedo ver cómo mi condición de miembro de este cuerpo tan privilegiado puede hacer que mi conducta práctica sea inferior a la que presentaría si fuese meramente un sujeto o miembro del reino. Respecto a mi conducta actual y carácter, ¿hay para mí una diferencia entre pertenecer al cuerpo de una Cabeza rechazada y pertenecer al reino de un rey rechazado? Sin duda, no se sigue del primer caso una condición moral inferior. Cuanto más elevada es mi posición, y más íntima mi relación con Aquel que es rechazado, tanto más positiva debiera ser mi separación de lo que lo rechaza, y más completa mi asimilación a Su carácter, así como también más fiel y preciso mi andar en el sendero de Jesús siguiendo sus pasos en medio de la escena de donde fue rechazado.

Pero el hecho es que carecemos de conciencia, de una conciencia delicada, honesta y ejercitada, que responda verdadera y fielmente a los llamados de la Palabra pura y santa de Dios; este, honestamente lo creo, es el gran desiderátum –o lo que ante todo nos falta–, la apremiante necesidad del momento actual. No son tanto “principios” lo que necesitamos, sino más bien la gracia, la energía y la santa decisión de ponerlos en práctica, cueste lo que cueste. Admitimos la verdad de principios, que condenan evidentemente muchas cosas que hacemos directa o indirectamente. Admitimos el principio de la gracia y, sin embargo, reclamamos estrictamente el de la justicia. Por ejemplo, ¡cuán a menudo vemos personas que predican, enseñan y profesan gozar de la gracia, y que, al mismo tiempo, insisten rigurosamente en sus derechos con sus inquilinos o deudores; y, ya sea ellos directamente o indirectamente por medio de sus agentes, despojan de sus bienes a la pobre gente, las dejan sin techo, condenándolas a la indigencia y a la miseria y enviándolas a un mundo frío y sin corazón! ¡He aquí uno de estos casos palpables, que, lamentablemente, no fueron sino demasiado frecuentes en los últimos tiempos!

Y ¿por qué es necesario especificar casos? Porque uno encuentra que la conciencia individual está actualmente tan poco ejercitada, que de otra manera no se entenderían los principios de que estamos hablando. Como David, un cuadro de semejante vileza moral seguramente despertará en nosotros la más profunda indignación, si no vemos al yo en este retrato. Por eso nosotros también necesitamos a veces que un Natán nos diga: «Tú eres aquel hombre» (2 Samuel 12:7), a fin de humillarnos en el polvo con una conciencia contrita y un verdadero horror de nosotros mismos. Así pues, en nuestros días no faltan elocuentes sermones, vivas disertaciones, tratados muy bien elaborados sobre los principios de la gracia; pero, no obstante, todo esto, los tribunales no son menos frecuentados; se recurre a fiscales, abogados, jueces, agentes judiciales, con todo su horroroso aparato, para la defensa de nuestros derechos, lo que provoca a veces los gemidos e imprecaciones de pobres madres y de desdichados niños. ¿Nos ha de asombrar entonces que el cristianismo puro y práctico esté en un estado tan pobre entre nosotros? ¿Acaso es una sorpresa hallar en medio de nosotros tanta esterilidad, sequedad y miseria, tanta frialdad, ignorancia y depresión espiritual? ¿Que otra cosa podríamos esperar cuando los principios del reino de Dios son abiertamente violados?

Pero ¿acaso es injusto tratar de salvaguardar nuestros intereses y servirnos de los medios puestos a nuestro alcance para lograrlo? Ciertamente que no. Todo lo que afirmamos aquí es que, por más bien definido y por más claramente establecido que pueda ser nuestro derecho, el reclamo de este derecho en la justicia es diametralmente opuesto al reino de Dios. El siervo de Mateo 18 es llamado «siervo malvado» (v. 32) y entregado a los verdugos, no por haber actuado injustamente al querer obtener por la fuerza el pago de una deuda legítima, sino porque no había actuado en gracia y perdonado esta deuda. Sopesemos seriamente este hecho. Un hombre que deja de actuar en gracia, perderá pronto el sentimiento de la gracia; un hombre que no pone en práctica los principios del reino de Dios, perderá el gozo de estos principios en su alma. Esta es la moral de la parábola del siervo malvado. Bien podía, pues, el Señor Jesús hacer resonar en los oídos de sus discípulos esta exhortación: «Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee» (Lucas 12:15).

Pero ¡qué difícil es definir esta «avaricia»! ¡Cuánto esfuerzo hace falta para hacer pesar este pecado en la conciencia individual! Lo mismo que la mundanalidad, como alguien ha dicho, «va virando gradualmente del blanco al negro más oscuro»; de manera que solo si estamos impregnados del espíritu y la mente del cielo, y bien enseñados en los principios de la eternidad, seremos capaces de descubrir los efectos en nosotros. Pero, además de esto, es necesario aún que nuestros corazones sean purificados de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. Los fariseos eran avaros y solo sabían burlarse de la doctrina de Cristo (véase Lucas 16:14); y lo mismo ocurre con todos aquellos que están contaminados con su levadura. Jamás comprenderán cuál es la justa y verdadera aplicación de la verdad, ya sea en cuanto a la avaricia o en cuanto a otros pecados. Tratan de definirla de la manera que más les convenga. Hacen esfuerzos por interpretar, modificar, aminorar, acomodar, hasta que logran retirar su conciencia del filo de la verdad de Dios; y así caen bajo el poder y la influencia del enemigo. Debemos ser gobernados por la pura verdad de la Palabra o por los impuros principios del mundo, forjados, como bien lo sabemos, en el taller de Satanás e introducidos en el mundo para ser empleados en su obra.

En la parábola del hombre rico, que el Señor nos presenta para ilustrar lo que es la avaricia, encontramos un carácter que el mundo respeta y admira. Pero, en esto, como en todos los demás temas de este importante capítulo, vemos la diferencia entra el ahora y el después, entre el tiempo y la eternidad. Todo depende de la luz con que miremos a los hombres y las cosas. Si las vemos únicamente desde el punto de vista del ahora, es muy natural que busquemos tener éxito en nuestros negocios, ensanchar el círculo de nuestras relaciones y beneficios y procurar tener una previsión para el futuro. El hombre que actúa así, es llamado prudente ahora, pero será un insensato entonces. Títulos de propiedad, empréstitos, recibos bancarios, etc., son moneda corriente ahora, pero de nada servirán después. Y recordemos que debemos hacer que el después de Dios sea nuestro ahora; debemos mirar las cosas temporales a la luz de la eternidad; las cosas de la tierra a la luz del cielo. Esta es la verdadera sabiduría que no limita el corazón a este sistema de cosas que prevalece «debajo del sol», sino que lo conduce a la luz y lo deja bajo el poder de ese mundo invisible en el cual los principios del reino de Dios rigen plenamente. Poco nos importará estar ocupados en los tribunales y en los bancos si los consideramos a la luz de la eternidad. [3]

[3] Algunos creen que no debemos meter el cristianismo en nuestros negocios o en los asuntos de esta tierra. Pregunto: ¿Dónde pretenden dejarlo? ¿Acaso el cristianismo es una suerte conveniente de vestido que nos ponemos el día del Señor, y que nos quitamos al final de ese día, lo doblamos con cuidado y lo metemos en el cajón hasta el siguiente domingo? Lamentablemente esto es lo que sucede a menudo. La gente tiene dos caracteres, ¿y qué es esto sino la levadura de los fariseos, que es la hipocresía?

«La heredad de un hombre rico había producido mucho» (Lucas 12:16). ¿Qué pecado hay en el hecho de ser un buen agricultor o un negociante exitoso? Si Dios bendice el trabajo de un hombre, ¿no debe este regocijarse de eso? Sin duda que sí; pero observemos los progresos de un corazón avaro: «Él pensaba dentro de sí» (v. 17). Sus pensamientos no tenían lugar dentro de la presencia de Dios ni bajo la poderosa influencia de la eternidad. No; «él pensaba dentro de sí», es decir, dentro del estrecho ámbito de su corazón egoísta; por eso no ha de asombrarnos que llegue a esta conclusión práctica: «¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos?» (v. 17). ¡Qué! ¿No había acaso otro modo de usar sus recursos, teniendo en vista el futuro de Dios? Lamentablemente, no. El hombre tiene un futuro, o sueña con un futuro, con el cual cuenta y para el cual procura tener una previsión; pero el yo es el único objeto que figura en este futuro: el yo, ya sea en mi propia persona, ya en la de mi mujer o en la de mis hijos, es, moralmente hablando, la misma cosa.

El gran objeto del futuro de Dios es Cristo, y la verdadera sabiduría nos conducirá a fijar nuestras miradas en él, y a hacerle nuestro solo objeto para el tiempo y la eternidad, para ahora y para después. Pero la verdadera sabiduría es locura a los ojos del hombre del mundo; sí, la sabiduría del cielo es un disparate para los que tienen sus pensamientos en las cosas de la tierra. «Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes» (v. 18). Aquí vemos lo que pensaba, lo que decía y lo que hizo; y hay una deplorable consecuencia entre sus pensamientos, sus palabras y sus actos: «Allí», en el granero que edifiqué, «guardaré todo». ¡Qué miserable tesoro para guardar todo lo perteneciente a un alma inmortal! Dios no entraba para nada en esta lista; no era su cofre ni su tesoro; esto es muy claro, y siempre es así para un hombre del mundo.

«Y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate» (v. 19). Vemos así que la provisión de un hombre del mundo es tan solo «para muchos años». Goza lo mejor que puedas de eso, porque no puede sobrepasar estos estrechos límites. Hasta en sus propios pensamientos sobre este tema, sus provisiones no pueden alcanzar esta ilimitada eternidad, que se extiende más allá de este corto espacio del tiempo. Y estas son las provisiones que él presenta a su alma inmortal, como la fuente de su reposo y regocijo. ¡Qué miserable ceguera! ¡Qué cálculo insensato! ¡Qué diferencia con lo que un creyente puede presentar a su alma! Él puede, además, decir a su alma: «Alma mía, repósate, come, bebe y regocíjate; sáciate de la grosura de Su casa, y bebe del torrente de Sus delicias y del vino de Su reino; y alégrate de Su perfecta salvación; porque tienes muchos bienes; sí, inagotables riquezas, indecibles tesoros, acumulados, no solo para varios años, sino para la eternidad. La obra consumada de Cristo es el fundamento de tu paz eterna, y Su gloria futura, el objeto firme y seguro de tu esperanza». Este es un discurso de naturaleza distinta, y muestra la diferencia entra el ahora y el después. Es un error fatal no hacer del Cristo crucificado, del Cristo resucitado, del Cristo glorificado, el Alfa y la Omega de todos nuestros cálculos. Pintar un cuadro del futuro sin poner en primer plano a Cristo, es una verdadera locura; porque no bien Dios aparece, el cuadro se desvanece irremediablemente.

«Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?» (v. 20). Y luego obsérvese la moral de todo esto: «Así es el que» –no importa si se trata de un creyente o de un pecador– «hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios» (v. 21). El hombre que acumula bienes hace virtualmente un dios de su tesoro: se deja mecer en una falsa tranquilidad en cuanto a su futuro, pensando en los bienes que tiene en reserva; porque si no los tuviera, sería infeliz. Para hacer que un hombre natural pierda la razón, bastaría con darle a Dios solo para que no dependa de ninguna otra cosa que no sea de Él; cualquier otra cosa sería mejor para él que Dios solo. Dele títulos de propiedad, acciones, pólizas de seguro: se apoyará en eso y hasta morirá tranquilo, si puede dejarles estos trapos a sus herederos. En una palabra, todo es bueno para el corazón natural excepto Dios. A juicio del hombre natural, todo es realidad excepto la única realidad. Esto demuestra cuál es la verdadera condición de la naturaleza humana. No puede confiar en Dios; puede hablar de Dios, pero no puede confiar en Él. La verdadera base de la constitución moral del hombre, es la desconfianza de Dios, y uno de los más bellos frutos de la nueva naturaleza es la capacidad que tiene de confiar en Dios para todo. «En ti confiarán los que conocen tu nombre» (Salmo 9:10). Solo ellos pueden hacerlo.

Pero mi principal propósito en este escrito es dirigirme a la conciencia de los cristianos. Pregunto, pues, al lector cristiano, con toda sencillez: ¿Es conforme a la doctrina de Cristo, tal como está expuesta en el Evangelio, que sus discípulos acumulen tesoros en la tierra? Parecería casi un absurdo formular semejante pregunta a la luz del capítulo 12 de Lucas y de otros pasajes análogos: «No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan» (Mateo 6:19-20). La Escritura es lo suficientemente clara, y no se precisa sino una conciencia honesta para aplicarla de manera de producir los resultados convenientes. Es directamente contrario a la doctrina del reino de Dios y completamente incompatible con la verdadera posición de un discípulo, amontonar tesoros, de la naturaleza que fueren, «en la tierra». En este caso, como en el caso de recurrir a los tribunales, debemos recordar simplemente que estamos en el reino de Dios, a fin de saber cómo debemos actuar. Los principios de este reino son eternos y obligatorios para todo discípulo de Cristo.

«Dijo luego a sus discípulos: Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué comeréis; ni por el cuerpo, qué vestiréis. La vida es más que la comida, y el cuerpo que el vestido» (Lucas 12:22-23). Nótese que se dice: «No os afanéis». Estas palabras no necesitan comentario ni soportan que se las acomode al gusto de uno. Alguno podría decir que esto significa: «no tengáis inquietudes extremas», pero no se habla de «extrema inquietud» en este pasaje. Se dice simplemente: «No os afanéis», y eso, además, respecto a lo que el hombre realmente puede necesitar, a saber, el alimento y el vestido, respecto de los cuales el Señor nos da dos ejemplos: el de las aves y el de los lirios; porque los primeros son alimentados y los últimos son vestidos sin preocuparse de ello. Y esta exhortación no es meramente cierta en relación con aquellos que están en el reino solamente, también es cierta –y con más razón– en cuanto a los miembros de la Iglesia. «Por nada estéis afanosos», dice el Espíritu por el apóstol (Filipenses 4:6). ¿Y por qué? Porque Dios tiene cuidado de nosotros (véase 1 Pedro 5:7), y porque no se necesita que dos estén ocupados en la misma cosa, cuando uno puede hacer todo, y cuando el otro no puede hacer nada. «Sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará (phrouresei) vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Filipenses 4:6-7). Este es el sólido fundamento de la paz del corazón, de la que tan pocos creyentes realmente gozan. Hay muchos que encontraron la paz de la conciencia por la fe en la perfección de la obra de Cristo, que no gozan de la paz del corazón por la fe en la suficiencia de los cuidados de Dios para todas nuestras necesidades. A menudo nos pasa que oramos por nuestras dificultades y pruebas, y nos levantamos tan preocupados y abatidos como cuando nos arrodillamos. Profesamos poner nuestros asuntos en las manos de Dios, pero no sabemos dejarlos allí; y, en consecuencia, no disfrutamos de la paz del corazón. Es lo que sucedió con Jacob en Génesis 32. Le pidió a Dios que lo librara de la mano de Esaú; pero no bien se levantó después de estar de rodillas, nos descubre el verdadero fundamento de la confianza de su alma, diciendo: «Apaciguaré su ira con el presente que va delante de mí» (Génesis 32:20). Es evidente que tenía más confianza en su «regalo» que en Dios. Este es un error bastante común entre los hijos de Dios; profesamos esperar en la Fuente eterna, mientras que la mirada del alma se vuelve hacia alguna cisterna de la criatura; y de esta manera Dios es dejado a un lado en la práctica, nuestras almas no son libradas y no gozamos de la paz del corazón.

El apóstol continúa y nos da una lista de las cosas en las cuales debemos pensar (Filipenses 4:8). No encontramos en ella ni una sola alusión al «yo» ni a sus asuntos. «Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto (semna), todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad… y el Dios de paz estará con vosotros». Si, pues, sé y creo que Dios piensa en mí y se ocupa de mí, tengo «la paz de Dios»; y si pienso en Dios y en las cosas que le pertenecen, tengo al «Dios de paz». Todo esto, como podía esperarse, está en perfecta armonía con las enseñanzas de Cristo en Lucas 12. Después de haber tranquilizado el corazón de sus discípulos con respecto a sus necesidades temporales y a su tesoro futuro, dice: «Mas buscad el reino de Dios, y todas estas cosas os serán añadidas» (Lucas 12:31). No se trata de que yo deba buscar el reino con el secreto pensamiento de que al hacerlo se proveerá a mis necesidades. Esto no corresponde a un verdadero discípulo. Un verdadero discípulo no piensa en nada más que en su Amo y en el reino de su Amo; el Amo, entonces, por su parte, no dejará de pensar en este discípulo y en sus necesidades. Tales son las relaciones que existen entre un siervo fiel y un Amo todopoderoso y lleno de gracia. Este siervo puede entonces estar sin inquietudes, no tener nada de qué preocuparse.

Pero hay otra razón, que se nos presenta en esta exhortación, para desterrar de nuestros corazones las inquietudes: su total inutilidad: «¿Y quién de vosotros podrá con afanarse añadir a su estatura un codo? Pues si no podéis ni aun lo que es menos,

¿por qué os afanáis por lo demás?» (Lucas 12:25-26). No ganamos nada con nuestras preocupaciones; y si les damos cabida en nuestra alma, solo nos hacemos incapaces de buscar el reino de Dios, y, por nuestra incredulidad, ponemos una barrera en el trabajo del Señor en nosotros. Estas palabras: «Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la incredulidad de ellos» (Mateo 13:58), son siempre ciertas respecto a nosotros. La incredulidad es el gran obstáculo para el despliegue de los actos poderosos de Dios a nuestro favor. Si nos encargamos nosotros mismos de nuestros propios asuntos, es evidente que no necesitamos a Dios. Somos así abandonados a la abrumadora influencia de nuestros pensamientos perturbadores, que nos mueven finalmente a buscar refugio en algún recurso humano, y hacemos «naufragio en cuanto a la fe» (1 Timoteo 1:19).

Es muy importante discernir si nos apoyamos en Dios o en las circunstancias. No serviría absolutamente de nada afirmar que nos apoyamos en Dios y en las circunstancias. Nos apoyamos en Dios solamente, o no nos apoyamos absolutamente en nada. Es muy fácil hablar de la fe cuando, en realidad, nuestros corazones esperan en la criatura, de la forma que sea. Deberíamos examinar cuidadosamente nuestros caminos sobre este punto; porque la dependencia inmediata y absoluta de Dios, que es uno de los caracteres particulares de la vida divina y uno de los principios fundamentales del reino, es algo esencial por lo que debemos velar a fin de que no opongamos ninguna barrera a nuestro progreso en esta celestial disposición. Sin duda, es muy difícil para la carne y la sangre no tener algo visible en que apoyarse. El corazón ¿no tiembla al borde de las circunstancias –como al borde de un océano desconocido– desconocido para todos menos para la fe? Estamos a veces a punto de exclamar como Lot: «¿No es ella pequeña?, y vivirá mi alma» (Génesis 19:20, V. M.). El corazón anhela algún andrajo de las cosas de aquí abajo, alguna de las tablas de la balsa de los bienes de este mundo a donde abrazarse, cualquier cosa, en una palabra, que no le obligue a vivir en un estado de dependencia absoluta de Dios. Pero si solamente Dios es conocido, es necesario que se confíe en él; y si se confía en él, es necesario que sea conocido.

Sin esto el pobre corazón suspirará siempre por algún recurso fijo y palpable. Si se trata de necesidades temporales, deseará ardientemente una renta fija, una determinada suma de dinero, un ingreso regular, ya sea por arrendamiento de tierras o de cierto número de propiedades de cualquier tipo; en definitiva, algo con lo que este pobre corazón crea que puede contar. Si se trata del ministerio o de algún testimonio público, es lo mismo. Si un hombre va a predicar o exponer la Palabra, quiere también poder apoyarse en algo: si no es en un sermón escrito, lo será al menos en algunas notas o en una preparación previa; en cualquier cosa menos en una dependencia absoluta e incondicional de Dios. Por eso la mundanalidad progresa tan temiblemente entre los cristianos. Solo la fe puede vencer al mundo y purificar el corazón. Ella eleva el alma por encima de la influencia del tiempo, y la mantiene habitualmente en la luz de la eternidad. Se ocupa, no del ahora, sino del mañana; no de la tierra, sino del cielo. Así es como vence al mundo y purifica el corazón. Oye y cree esta palabra de Cristo: «No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino» (Lucas 12:32). Ahora bien, si «el reino» llena la visión de mi alma, no hay lugar para ninguna otra cosa. Puedo fácilmente abandonar las sombras del presente, ante la perspectiva de las realidades futuras; los bienes efímeros de ahora, en vista de un eterno después.

Por eso, el Señor añade inmediatamente: «Vended lo que poseéis, y dad limosna; haceos bolsas que no se envejezcan, tesoro en los cielos que no se agote, donde ladrón no llega, ni polilla destruye. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (v. 33-34). Si tengo un tesoro en la tierra, un tesoro cualquiera, mi corazón estará allí también, y seré un mundano. Pero ¿cómo puedo realmente vaciar mi corazón del mundo? Llenándolo de Cristo, quien es el verdadero tesoro que ni las «bolsas» ni los «graneros» de este mundo pueden contener. El mundo tiene sus «graneros» y sus «bolsas», en los cuales amontona sus «bienes»; pero sus graneros se derrumbarán y sus bolsas envejecerán; y entonces, ¿que será del tesoro? Ciertamente, «el que edifica debajo del cielo, edifica demasiado bajo».

A pesar de eso, hay muchos que quieren edificar y acumular riquezas, si no para sí mismos, al menos para sus hijos, es decir, su segundo yo. Si atesoro para mis hijos, atesoro para mí; y no solo eso, sino que, los bienes atesorados, raramente resultan en bendición para los hijos, sino todo lo contrario, porque no los deja en el terreno que Dios, en su gobierno moral, estableció para ellos, lo mismo que para todos los hombres, es decir, que cada uno «trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad» (Efesios 4:28), no que atesore para sí mismo ni para su segundo yo. Este es el terreno asignado por Dios a todo hombre; por lo tanto, si atesoro para mis hijos, yo mismo abandono este terreno y también privo a mis hijos de él, y el resultado de eso no puede ser sino una pérdida de bendición. Si he probado la incomparable dulzura de la obediencia a Dios y la confianza en Él para todas las cosas, ¿privaré a mis hijos de ello? ¿No sería, en cuanto de mí dependa, privarlos virtualmente de Dios, y darles a cambio algunas «bolsas viejas», unos mohosos títulos de acciones y de propiedades? ¿Sería esto actuar respecto a ellos como un padre sabio y bueno? ¡Oh, por cierto que no! Sería más bien vender el futuro por el presente. Sería imitar al sensual y profano Esaú, que vendió su primogenitura por un plato de comida (Hebreos 12:16); sería abandonar el futuro de Dios por el presente del hombre.

¿Y por qué atesoraría para mis hijos? Si puedo confiar en Dios respecto de mí, ¿por qué no lo podría hacer también respecto de mis hijos? Aquel que me alimentó y vistió, ¿no puede alimentarlos y vestirlos también a ellos? ¿Acaso se ha acortado Su mano o se han agotado sus recursos? ¿Debo hacer de mis hijos personas perezosas u ociosas? ¿Les daré dinero en lugar de Dios? Querido lector, tengamos muy presente este simple hecho: si no podemos confiar en Dios para nuestros hijos, no confiamos en Él para nosotros mismos. En el momento en que comenzamos a atesorar, por poco que sea, nos apartamos, en principio, de la vida de la fe. Podemos ponerle a nuestro pequeño tesoro los nombres más bellos que jamás haya inventado una mente mundana o un corazón incrédulo; pero la verdad pura y simple es esta: Mi tesoro es mi Dios. «Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Mateo 6:21). Pero que se entienda bien esta verdad; no le demos un sentido que no tiene. Tengo el deber, por las poderosas obligaciones de la Palabra y el ejemplo de Dios, de proveer, mediante el trabajo, a mis necesidades y a las de los míos; «porque si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe, y es peor que un incrédulo» (1 Timoteo 5:8). Esto está demasiado claro. Además, tengo la obligación, dentro de los principios de Dios y de mis posibilidades, de proveer a mis hijos con los medios necesarios que los ayuden a desempeñar adecuadamente algún servicio o profesión a los cuales Dios en su gracia tenga a bien llamarlos. Pero no veo en ningún lugar de la Palabra, que deba dejarles a mis hijos una fortuna, en lugar de un trabajo honesto o cualquier profesión honrada, en la simple dependencia del Padre celestial. La experiencia indica, además, que rara vez los hijos son agradecidos con sus padres por haberles dejado una rica herencia; mientras que otros recuerdan siempre, con gratitud y veneración, los cuidados paternales, que les enseñaron a ganarse el pan honradamente y confiando en Dios.

No puedo, sin embrago, dejar de mencionar un pasaje que a menudo ha sido utilizado –de hecho impropiamente– en apoyo de la práctica mundana e incrédula de atesorar. Me refiero a 2 Corintios 12:14: «He aquí, por tercera vez estoy preparado para ir a vosotros; y no os seré gravoso, porque no busco lo vuestro, sino a vosotros, pues no deben atesorar los hijos para los padres, sino los padres para los hijos». ¡Qué contenta se pone la gente cuando encuentra en la Escritura una aparente aprobación de su mundanalidad! En este pasaje no hay sino una apariencia de autoridad; porque el apóstol ciertamente no enseña a los cristianos a atesorar; no recomienda a hombres celestiales que hagan tesoros en la tierra, para el objeto que fuere. Simplemente hace alusión a una práctica común en el mundo, y a un sentimiento común en el hombre natural, con el fin de ilustrar mejor su manera de actuar con los corintios, que eran sus hijos en la fe. No les había sido gravoso en absoluto, ni tampoco quería serles gravoso, porque era un padre para ellos. Ahora bien, si a los hijos de Dios les satisface regresar al mundo y a sus máximas, a la naturaleza y a sus caminos, que pongan, pues, toda diligencia en atesorar; que acumulen, si quieren, «tesoros para los días postreros» (Santiago 5:3); pero que recuerden que el fin de todo esto es la polilla, el gusano y el orín. ¡Oh, si tuviésemos un corazón para apreciar esas «bolsas» inmortales en las cuales la fe recoge sus incorruptibles tesoros! ¡Esos graneros celestiales en donde la fe recoge todos sus frutos y sus bienes (Lucas 12:18)! Entonces marcharíamos por una senda santa y elevada a través de este presente siglo malo; entonces también nos remontaríamos, con las poderosas alas de la fe, por encima de la atmósfera sombría que envuelve como una mortaja a este mundo que rechaza a Cristo y que aborrece a Dios; un mundo que está totalmente impregnado y contaminado con estos dos elementos: el odio a Dios y el amor al dinero.

Solo me resta decir, antes de terminar, que el Señor Jesús –el adorable, el divino Maestro celestial– buscando elevar, mediante estos principios celestiales, los pensamientos y afectos de los discípulos al nivel que debían tener, les encomienda dos cosas, que pueden resumirse en estas palabras del Espíritu Santo: «Servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo» (1 Tesalonicenses 1:10). Toda la enseñanza de Lucas 12, desde el versículo 35 hasta el final, puede encuadrarse en el marco de estos dos vastos temas sobre los cuales deseo llamar la atención del lector cristiano. Debemos servir únicamente «al Dios vivo», y no debemos esperar nada –nada que valga la pena– que no sea «a su Hijo». Que el Espíritu Santo revista su Palabra de poder celestial, de modo que penetre en los corazones y en las conciencias, y sus efectos prácticos puedan verse en la vida de todo hijo de Dios, para que el nombre del Señor Jesús sea magnificado y su verdad demostrada en la conducta de los Suyos. Que a cada uno de nosotros se nos conceda abundantemente la gracia de tener un corazón honesto y una conciencia delicada, recta y templada, a fin de que seamos como un instrumento en su tono justo, que produce un sonido puro cuando lo toca la mano del Maestro y en perfecta armonía con Su voz celestial.

Por último, si estas páginas cayesen en manos de alguien que todavía no ha encontrado la paz de su conciencia en la expiación cumplida por el Hijo de Dios, quisiera rogarle que no deseche este escrito y diga: «Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?». Usted probablemente pregunte: «¿Qué sería del mundo, si tales principios dominaran en él?». A lo que respondo: dejaría de ser gobernado por Satanás y se convertiría en «el reino de Dios». Pero permítame preguntarle, querido lector: ¿A qué reino pertenece usted? ¿Al de ahora o al que ha de venir? ¿Vive para las cosas de este mundo, o busca las de la eternidad? ¿Vive para la tierra o para el cielo, para Satanás o para Cristo? Le ruego afectuosamente, que sea absolutamente sincero consigo mismo en la presencia de Dios. Recuerde que «nada hay encubierto, que no haya de descubrirse» (Lucas 12:2). El tribunal de Cristo sacará todo a la luz. Por eso le digo, sea totalmente sincero y franco consigo mismo. Pregúntele a su corazón dónde está usted parado, en qué situación se encuentra en cuanto a su relación con Dios, cuál es el fundamento de su paz, cuáles son sus perspectivas para la eternidad. No se imagine que Dios quiere que usted compre el cielo renunciando a las cosas de la tierra. No, Dios lo dirige a Cristo, quien, al llevar sus pecados en Su cuerpo sobre la cruz, abrió, para todo pecador que cree, un camino por el cual puede venir a la presencia de Dios en el poder de una justicia divina. Dios no le pide ser algo o hacer algo. El Evangelio le dice lo que Jesús es y lo que él hizo, y si usted cree esto en su corazón, y lo confiesa con su boca, será salvo (véase Romanos 10:9).

El Cristo –el Hijo eterno de Dios–, Dios manifestado en carne, uno con el Padre, habiendo sido concebido por el Espíritu Santo, nació de una mujer, tomó sobre sí un cuerpo preparado por el poder del Altísimo, y se hizo así verdadero Hombre –verdadero Dios y verdadero hombre–, el que, después de una vida de perfecta obediencia, murió en la cruz, habiendo sido hecho pecado y maldición; y, habiendo agotado, hasta la última gota, la copa de la justa ira de Dios, sufrió el aguijón de la muerte, triunfó sobre el sepulcro y destruyó al que tenía el imperio de la muerte, ascendiendo al cielo y sentándose a la diestra de Dios.

Tal es el infinito valor de su perfecto sacrificio, para que todo aquel que cree sea justificado de todas las cosas. Sí, para que sea acepto en Él, revestido de Su justicia delante de Dios, y jamás venga a condenación, sino que pase de muerte a vida (véase Juan 5:24). Este es el Evangelio, las buenas nuevas de salvación, que Dios hace ahora anunciar a toda criatura por el Espíritu Santo enviado del cielo. Querido lector, para terminar, permítame exhortarlo a contemplar al «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Crea y vivirá.


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