El sueño espiritual y los medios de restauración

Cantar de los Cantares 5:2 al 6:1-3


person Autor: Edward DENNETT 47

flag Tema: Alejamiento y retorno, caídas y restauración del cristiano


La clave para la interpretación de esta hermosa Escritura se encuentra en las palabras: «Yo dormía, pero mi corazón velaba». El corazón de la esposa era fiel a su Amado; pero, al mismo tiempo, había una falta de energía, una inclinación a la facilidad y a la comodidad, que la había traicionado por una falta de vigilancia y le había producido un estado de pereza. Así lo demuestra el contraste entre su posición y la del Amado. Mientras la cabeza del Amado estaba llena de rocío y sus rizos cubiertos por las gotas de la noche, la vemos recostada a sus anchas en su lecho. Las Escrituras abundan en contrastes de este tipo, como, por ejemplo, en el caso de Pedro, que se sentó con los enemigos de Cristo, calentándose junto al fuego, mientras su Maestro estaba expuesto a las burlas e insultos de sus perseguidores (Lucas 22:55-64).

El estado de ánimo así indicado es siempre el resultado de haber sucumbido a las influencias de este mundo, y es un estado de ánimo que el Señor nunca mira con indiferencia. Por el contrario, él ama demasiado a su pueblo como para permitirle que permanezca de esta manera, y por eso trata inmediatamente de despertarlo de su letargo. Así es en esta Escritura, pues la esposa se da cuenta inmediatamente de que su Amado está tratando de entrar. «Es la voz de mi amado que llama: Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía, porque mi cabeza está llena de rocío, mis cabellos de las gotas de la noche» (v. 2). Las mismas palabras que emplea –términos cariñosos– estaban seguramente calculadas para despertar los afectos de su corazón; pues expresan lo preciosa que es para él, al tiempo que reconoce que ella no lo había olvidado. Pero el motivo de su apelación reside en el contraste ya mostrado: Él estaba fuera, despierto y alerta, mientras que ella estaba dentro, tranquila y cómoda.

¿Cómo podía ella rechazar semejante súplica? Su respuesta revela el secreto: «Me he desnudado de mi ropa; ¿cómo me he de vestir? He lavado mis pies; ¿cómo los he de ensuciar?» Estaba más preocupada por su propia comodidad que por sus llamados, por lo que responder a su llamado implicaba un sacrificio y requería energía. ¡Cuántos de nosotros perdemos así las visitas de Cristo! Él está cerca de nosotros, tratando de manifestarse a nosotros de una manera más completa, y no somos inconscientes de su presencia; pero estamos preocupados, o hemos puesto nuestros corazones por el momento en algún otro objeto, y así perdemos el placer y la comunión que él ofrecía. Como la esposa, nos habíamos quitado el vestido y no podíamos volver a ponérnoslo. Habíamos olvidado que debíamos ceñirnos los lomos; nos habíamos lavado los pies y no queríamos mancharlos, a pesar de que era el propio Señor quien nos pedía que abriéramos la puerta.

Pero el Señor nunca se impone a corazones que no lo desean, y por eso, cuando vio que la puerta estaba cerrada para él, se retiró. La esposa era consciente de sus esfuerzos por hacerse admitir. Ella había oído su voz, y había oído su mano en la puerta; y finalmente su corazón responde: «Mi corazón se conmovió dentro de mí». Su pereza desaparece y ella se levanta para abrirle a su amado, pero él «se había ido» (v. 6). Por desgracia, había perdido la oportunidad. Cuando su Amado vino a ella, no quiso hacer el esfuerzo de recibirlo; ahora que abrió la puerta, fue para encontrar que se había ido. El alma debe aprender que debe esperar la complacencia del Señor, que la comunión y el goce de la intimidad solo son posibles a través de un corazón receptivo; en una palabra, el alma solo puede descansar en el seno del Señor cuando él nos atrae a ese lugar bendito. El Amado se había acercado a la esposa, y se había presentado con todos los atractivos de su amor para un momento de inefable bendición; pero ella lo perdió porque buscó reposo en un lugar donde él aún no estaba presente.

Era él quien la había buscado hasta ahora, ahora es ella quien lo busca porque es infeliz. Se levantó para abrir la puerta a su Amado, pero enseguida descubrió que lo había perdido, pues las fragantes huellas de su paso habían quedado en las manillas de las cerraduras. Sus manos, colocadas donde ahora estaban las de ella, sobre la manilla, habían dejado mirra pura. Luego dice: «Lo busqué, y no lo hallé; lo llamé, y no me respondió» (v. 6). Su amado ¿había renunciado a su amor? En absoluto. No hacía más que darle una lección necesaria y buscaba a restaurar su alma, apelando a las energías y deseos de su corazón. De este modo, ponía en evidencia a sus propios ojos su verdadero estado y le hacía comprender que su restauración solo era posible mediante la disciplina. El disfrute de la presencia de Cristo puede perderse en un instante; puede llevar días recuperarlo. El perdón, obtenido a través de la confesión del pecado, es inmediato; pero la restauración de la comunión solo puede ser gradual, y una obra de tiempo.

Así lo ilustran las experiencias de la esposa. Volvamos a constituirlas. En primer lugar: «Me hallaron los guardas que rondan la ciudad; me golpearon, me hirieron; me quitaron mi manto de encima los guardas de los muros» (v. 7). ¿Qué hacía ella vagando de noche por la ciudad sin su amado? El mero hecho de que no pudiera encontrarlo reveló su condición a estos fieles guardias, y no la perdonaron. Estaban a cargo de la vigilancia y la disciplina de la ciudad, y sabían cómo aplicarlas. Lo mismo sucede en la Asamblea cuando hay hombres fieles que velan por las almas como si fueran responsables (Hebr. 13:17); no dudan en escudriñar las almas, aunque las golpeen y las hieran con el poder de la Palabra de Dios. La Iglesia clama por aquellos que sepan discernir los estados y atender las necesidades de las almas; pastores hábiles para pastorear el rebaño de Dios, y restaurar los corazones descarriados y errantes.

Entonces la esposa se ha encontrado con los «guardias de los muros», y le quitan el velo, revelando su condición, su desnudez, porque por el momento, por su negligencia y egoísmo, está privada de su Amado. Si los centinelas responden a los pastores, los guardianes de la muralla encontrarán su correspondencia en quienes procuran mantener la santidad en la Casa de Dios. Los muros protegen a los de dentro del enemigo exterior, excluyen el mal y preservan a los de dentro en paz y seguridad. Los guardianes de las murallas mantienen así la separación del mal y guardan la separación para Dios, excluyendo celosamente a todos los que no tienen derecho a entrar, y admitiendo solo a los que pueden presentar su pertenencia. Cuando encuentran así a la esposa buscando a su Amado por la noche, le quitan el velo, pues es su deber averiguar si es lo que dice ser.

Qué contraste entre la esposa del versículo 1 y la esposa del versículo 7. Ella había dicho: «Venga mi amado a su huerto, y coma de su dulce fruta» (Cant. 4:16). Y él mismo había respondido al instante: «Yo vine a mi huerto, oh hermana, esposa mía… He comido mi panal y mi miel, mi vino y mi leche he bebido» (5:1). Pero conllevó, como suele suceder en la experiencia de las almas, una reacción a este momento supremo de felicidad; de ahí las palabras que siguen: «Yo dormía, pero mi corazón velaba». Y ahora ella, que había sido tan feliz en presencia de su Amado, alimentándose en su jardín, es golpeada y herida por los centinelas, y desnudada por los guardias en las murallas. Pero el estado en el que ha caído era el camino hacia la curación, y la acción de los centinelas y los guardias del muro persigue este objetivo. Ellos son los siervos del Amado, ellos tienen su pensamiento, él los ha guiado en su trabajo; así que el efecto de gracia de su ministerio se hace inmediatamente aparente en el aumento del deseo de la joven de encontrar a su Amado.

Esto se ve en su llamamiento a sus compañeras, las hijas de Jerusalén: «Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén, si halláis a mi amado, que le hagáis saber que estoy enferma de amor» (5:8). Su deseo de restauración, así expresado, es muy conmovedor. Sin embargo, es triste ver a un creyente que se ha regocijado en la intimidad de su afecto, verse obligado a preguntar a quienes nunca han estado en ese lugar, dónde está su Amado. Nunca habían sido, como ella, objeto de su ternura; y, extranjeros al dolor que ahora llenaba su alma, no podían comprender la intensidad de sus emociones. Como María, pensando que otros se habían llevado a su Señor porque no sabía dónde lo habían puesto, estimaba que lo había perdido todo. El mundo sería un vasto desierto, incluso una tumba, si perdiera a quien ella amaba. ¡Dichosa el alma que conoce algo de esta bendita experiencia!

Las hijas de Jerusalén, cuyos ojos aún no habían sido abiertos para percibir las bellezas del Amado, y sorprendidas por la naturaleza absorbente del afecto de la esposa, replican: «¿Qué es tu amado más que otro amado, oh la más hermosa de todas las mujeres? ¿Qué es tu amado más que otro amado, que así nos conjuras?» (v. 9). Es esta pregunta la que saca a la luz la verdad de su corazón, cualquiera que haya sido su momentánea indiferencia; y, llevada por su ardiente amor ante tal pregunta, así como asombrada de que alguien pudiera estar ciego ante las excelencias de su Amado, se lanza a una brillante descripción de sus bellezas, deteniéndose con deleite en los detalles de cada rasgo, traicionando su íntimo conocimiento de Aquel de quien habla, y resumiéndolo todo en estas familiares palabras: «Todo él codiciable». Luego, volviéndose hacia sus compañeras, exclama: «Tal es mi amado, tal es mi amigo, oh doncellas de Jerusalén» (5:16).

Este es un testimonio maravilloso, y el secreto de este testimonio, así como su poder, era un corazón lleno de su Persona. Su corazón bullía de una buena palabra, y así podía hablar de las cosas que había descubierto en relación con el Rey. Y este es el secreto de toda capacidad para dar testimonio de Cristo. Primero, debe ser conocido, y segundo, el corazón debe estar lleno de él mismo, del sentimiento de su amor, gracia y perfección. Este es el buen vino: «Y tu paladar como el mejor vino, entra suavemente en mi amado, fluye por los labios de los que se duermen» (7:9, LBLA).

Quedan tres cosas por destacar. En primer lugar, el efecto del testimonio de la esposa. Las hijas de Jerusalén están interesadas en buscar al Amado con la esposa. Así como cuando Juan el Bautista, con el corazón lleno de admiración, miró a Jesús mientras caminaba y dijo: «He aquí el Cordero de Dios» (Juan 1:29), sus discípulos fueron atraídos a seguir a Aquel de quien su maestro había dado testimonio, así las compañeras de la esposa fueron irresistiblemente atraídas al Amado por el testimonio de la esposa. Nada toca las almas como el testimonio de un corazón rebosante del poder del Espíritu Santo.

Entonces la restauración del alma de la esposa es completa. Arrastrada por la pregunta de las hijas de Jerusalén, al detenerse con gozo en las bellezas de su Amado, su alma está trabajada, sus afectos se avivan, y discierne en seguida dónde está el objeto de su búsqueda, y puede así decírselo a sus compañeras. «Mi amado», dice ella, «descendió a su huerto, a las eras de las especias, para apacentar en los huertos, y para recoger los lirios». Todas las dudas se disipan, y ella añade con inefable alegría: «Yo soy de mi amado, y mi amado es mío; él apacienta entre los lirios» (6:2, 3).

Observe cuidadosamente el lector esta forma divina de restauración. Siempre que las almas caigan en una condición fría y sin vida, siempre que se quejen de falta de energía espiritual, que atiendan a las diversas perfecciones y gracias de Cristo, tal como nos son reveladas en la Palabra de Dios. ¡Que consideren lo que él es para ellas mismas! Ellas no podrán declarar sus bellezas y atractivos a otros hasta que encuentren sus corazones ardiendo de nuevo con el ardor del afecto por su Persona, y cuando ellas serán felices de nuevo en su presencia y amor.

Finalmente, cuando la restauración es completa, el Amado expresa a la esposa que ella es preciosa para él y que valora su propio amor hacia él mismo. En una palabra, la comunión de afecto sigue a la restauración. Que el autor y el lector se contenten con nada menos que una comunión permanente en el amor de Cristo.


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