Oh Jehová, tú me has examinado y conocido

Su aplicación en la vida de Job y de Pedro - Salmo 139:1


person Autor: William John HOCKING 36

flag Temas: Job Pedro


Pedro en el Nuevo Testamento, como Job en el Antiguo, son puestos sin pretexto ante nuestros ojos. Eran hombres con las mismas pasiones que nosotros. Dios los ha dado como ejemplos de lo que es el hombre, para que aprendamos lo que hay en nuestros corazones, no por amargas experiencias personales, sino por las que se nos relatan en la Palabra. De esta manera podemos llegar a conocernos a nosotros mismos sin tener necesidad de pasar por el mismo camino de disciplina.

Cada uno de los dos relatos tiene sus características distintivas. La prueba de Job se termina con la confesión: «Por tanto me aborrezco». La de Simón Pedro revela no solo el pecado que se estaba gestando en su corazón, un pecado que él no sospechaba más que Job, sino también su profundo amor por el Señor.

La historia de estos dos hombres nos enseña grandes lecciones.

1 - La angustia de Job

Job tenía el conocimiento del verdadero Dios, y vivía una vida perfecta y justa entre los hombres. Trataba de hacer lo correcto y de complacer a Dios en sus acciones, y lo había conseguido de manera excepcional.

Su carácter y su conducta eran tales que se hablaba de ellos en el cielo. Dios lo miraba con aprobación. Satanás también miraba al patriarca y buscaba su ruina moral. Cuanto más piadoso es un hombre, más esfuerzos hace el Enemigo para derrotarlo. Esta enemistad de Satanás está demostrada de manera sorprendente en el caso de Job.

El comienzo del relato lo muestra abrumado por el dolor; le quitan todas sus posesiones, incluso su familia. Sin embargo, Satanás y todos los ángeles del cielo deben reconocer que, bajo este diluvio de calamidades, muestra una paciencia admirable. Está escrito: «En todo esto no pecó Job, ni atribuyó a Dios despropósito alguno» (1:22). La paciencia de Job se ha convertido en un proverbio para todos los tiempos.

¿Quién más habría resistido en medio de tan terribles pruebas? Las cosas más queridas de su corazón le son arrancadas, su cuerpo es una horrible herida, pero él inclina humildemente su cabeza ante Dios. Su mujer no encuentra nada que aconsejarle sino de maldecir a Dios y morir. No tenía ningún amigo verdadero en el mundo: ¡extraños amigos, en verdad, estos tres visitantes que vienen a sentarse ante él en silencio durante siete días y siete noches, para acusarlo de un pecado oculto!

¡Qué experiencia para un hombre perfecto y recto! Y ¿con qué propósito? ¿Porqué cayeron sobre él todas estas desgracias? A través de ellas, Dios iba a enseñar a Job una lección muy difícil, hacerle saber que su habitual rectitud e integridad se había convertido en un escollo en su camino, y le impedía experimentar la verdadera felicidad y las más profundas alegrías ante Dios.

Aunque pudo decir: «He aquí, aunque él me matare, en él esperaré» (13:15) y que se aferraba a Dios como el único en quien debía seguir confiando, no obstante, no podía entender por qué le habían sobrevenido todas estas aflicciones. Según su propia conciencia, no había hecho nada malo. Con todo su corazón, había buscado agradar a Dios y hacer lo que era correcto y bueno. Y de repente todo le fue arrebatado: ¡propiedad, hijos, salud! ¿Por qué? Job, considerando sus caminos, no veía nada malo que confesar a Dios, nada que pudiera explicar su miseria.

2 - ¿Por qué el juicio?

Pero Dios no quiere dejar al patriarca en este estado de autosatisfacción; le tiene reservadas otras bendiciones, incluso en la tierra. Sin embargo, antes, es necesario que Job aprenda a conocerse; había algo en él que aún no veía, pero que los ojos de Dios discernían, y que le resultaba abominable: Job confiaba en su propia integridad. Proclamaba: «Mi justicia tengo asida, y no la cederé» (27:6). ¿Quién puede encontrar faltas en mí? He sido un padre para los pobres, he alegrado a las viudas, y los huérfanos me han bendecido. He hecho continuamente el bien a mi alrededor. Y ahora estas grandes desgracias han caído sobre mí, aunque no he hecho nada malo.

Allí había orgullo. El Dios que todo lo escudriña leyó su corazón y descubrió que Job, aunque exteriormente era paciente, dudaba en el fondo de la sabiduría, de la bondad y de la justicia del Dios que le enviaba estas pruebas. El patriarca albergaba en su interior pensamientos falsos acerca de Dios, así como acerca de sí mismo. Tenía que aprender lo equivocado que estaba.

Hoy en día muchas personas en este mundo dicen como Job: ¿Porqué ocurren tantas cosas terribles? ¿Porqué tanto sufrimiento y miseria? ¿Por qué vemos a menudo a los mejores hombres expuestos a los mayores sufrimientos? Personas piadosas, que sirven a Dios, están llenas de aflicciones sin siquiera un día de respiro.

La pregunta se puede hacer hoy como entonces: ¿Cómo y porqué hay tanto dolor y tristeza en el mundo? Pero estos pensamientos generan descontento y desconfianza. Uno llega a pensar en secreto: seguramente Dios no conoce las cargas del corazón humano. Si Dios es amor, ¿porqué los justos son afligidos y los inocentes sufren? Estas preguntas provienen de una profunda desconfianza en Dios.

3 - El fin del Señor para con Job

A través de las pruebas de su disciplina, Dios deja claro que esas dudas habitaban en el fondo del corazón de Job. Y al final, él mismo le habla a este hombre afligido, pero no con la dulzura y la ternura que nos da a conocer el Nuevo Testamento; no había llegado el momento de hacerlo. Jehová le habla desde en medio del torbellino «una, dos veces» (38:1) y con voz de trueno, manifestando su poder, su majestad, su providencia. Él muestra ante Job la evidencia de su soberana sabiduría y de su poder en creación.

Por las palabras que el Todopoderoso dirige a su conciencia, Job es golpeado como por un rayo, y es convencido de su pecado. Entonces puede acusarse a sí mismo y decir: No he tenido confianza en aquel que todo lo puede y todo lo sabe; he contendido con Dios, que escudriña el corazón, y he hablado a destiempo en su presencia. Se dio cuenta de que había pecado justificándose sí mismo y acusando a Dios. Y confiesa su pecado, diciendo: «Me aborrezco». Se arrepiente, en el polvo y la ceniza, de sus palabras y de su desconfianza interior acerca de Dios.

Si como Job, me he dejado penetrar por la duda, ¿estoy dispuesto como él a confesar mi pecado? Porque permitir que la duda y la desconfianza se introduzcan en mi corazón, es afrentar al Dios que me ha salvado, enviando a su Hijo a morir por mí. Dios no dejó de cuidar a Job hasta que este confesó esta falta. Pero cuando fue reconocida, Job fue bendecido el doble de lo que había sido al principio.

4 - Las redes de Pedro: Lucas 5:1-11

Pasemos ahora a la historia de Simón Pedro, un hombre mucho más privilegiado que Job, porque estuvo en contacto con Aquel que era Dios bajado a la tierra. Los evangelios nos hacen admirar el camino de Jesús, sobre el cual, y desde el cual, la luz celestial brillaba sin sombra. Dondequiera que iba Jesús, se encontraba la presencia de Dios. Y cuando fue puesto en esa presencia, el hombre confesaba su verdadero estado. La luz del mundo le revelaba su justo lugar.

En Lucas 5, el Señor, predicando junto al mar de Galilea, se acerca y le pide a Pedro un lugar en su barca. Se alejan un poco de la tierra, y Jesús se sienta en la barca enseñando a la multitud reunida en la orilla. Inmediatamente después, el Señor le dijo a Pedro: «Remad mar adentro y echad vuestras redes para pescar».

Pedro había escuchado a Jesús predicar el evangelio del reino, hablar del amor divino, del cumplimiento de las profecías y de los planes de Dios para bendecir la tierra. Le parecía que Jesús sabía todo esto, ¡y ahora hablaba de peces y de pesca!

Sorprendido e incrédulo, respondió: «Maestro, después de trabajar toda la noche, nada pescamos; pero porque tú me lo dices, echaré la red». El Señor había dicho: «Echad vuestras redes», todas las que tengáis, pero Pedro piensa: “De todos modos, no cogeremos mucho; echaré una sola red; con eso bastará”. Entonces soltó la red, y había tantos peces en ella que se rompía. La introdujeron en la barca, que pronto estuvo tan llena que se hundía.

Pero, aunque era pescador, Simón ya no pensaba en la abundancia de su pesca. Su primer pensamiento fue que había hecho daño al Señor: había dudado de su amor y de su sabiduría. No se le había pasado por la cabeza la idea de que Jesús conocía perfectamente la noche que había pasado en un trabajo inútil; ¡no había pensado ni por un momento que sabía dónde estaban los peces y que tenía el poder de llevarlos cerca de la barca!

Simón cayó a los pies de Jesús, diciendo: «¡Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador!». Esta confesión corresponde al lenguaje de Job cuando dijo: «He aquí que yo soy vil» (Job 39:37). Simón se encuentra en presencia de Aquel que tiene autoridad sobre las criaturas del mar; y se da cuenta en su corazón de que no ha puesto su confianza en él.

Esta experiencia fue el comienzo de la escuela de Dios para Simón Pedro, una escuela moral que debería hacerlo apto para convertirse en pescador de hombres. Dios envía a los pecadores salvos a predicar el evangelio a los pecadores que no conocen la salvación. Esta es su manera de hacer las cosas. Simón Pedro, que aprendió ahí lo que era su propio corazón, fue el que más tarde magnificó la gracia del Salvador ante la culpable nación judía. Pedro debía aprender otras lecciones importantes, pero primero el Señor le enseñó que es él quien manda incluso a los habitantes de las profundidades, y que ellos obedecen su voluntad soberana. ¡Qué necesario es que el siervo aprenda a conocer el poder de su Maestro!

5 - Caminando sobre el mar: Mateo 14:25-33

En otra ocasión, durante una tormenta, todo parecía oponerse a los discípulos que remaban penosamente. No sabían qué hacer. De repente vieron a Jesús caminando sobre las aguas y acercándose a ellos. El corazón de Pedro se dirigió inmediatamente al Señor que amaba. Pensó: Este es el Señor que viene a nosotros en nuestra angustia; me gustaría ser el primero en encontrarlo, y no puedo esperar a que venga a la barca. Debo ir a su encuentro. Y le dijo: «Señor, si eres tú, ordena que yo vaya a ti sobre las aguas». Sus compañeros podían pensar que había perdido la cabeza, pero Pedro confiaba en quien le dio la prueba de que era el Señor del mar. «Ven», dijo Jesús. Pedro salió de la barca y caminó sobre el agua como si fuera tierra firme.

Este acto de fe era, para los que se quedaron en la barca, un gran testimonio del poder del Señor Jesús. Mientras los ojos de Pedro permanecían fijos en Jesús, avanzaba con firmeza. Pero cuando vio las olas furiosas y amenazantes, comenzó a hundirse, y la fe perdió su victoria.

Entonces, de nuevo, la luz penetrante de Dios brilló en el corazón del discípulo para mostrarle lo que allí se escondía. Algo allí no estaba en orden, de lo contrario no se habría hundido. Sobre las olas, en presencia del Señor, tuvo que hacer la experiencia de que su fe, lo suficientemente fuerte como para sacarlo de la barca y andar sobre el mar en contra de las leyes naturales, no era lo suficientemente fuerte como para mantenerlo así. Pedro aprendió entonces que es necesario creer ahora y siempre, y no solo al principio. La verdadera fe es continua, no intermitente.

6 - Mirar hacia el Señor

¿No nos ocurre a veces de hacer la misma experiencia que Pedro? Mientras nuestra fe mire ininterrumpidamente al Señor Jesús, todo irá bien, somos felices y el Señor es honrado. Caminamos sobre las olas y él está con nosotros. Pero si apartamos la mirada de él, si miramos, por ejemplo, los bancos vacíos de nuestra sala de reuniones, y pensamos en las personas que nos gustaría ver allí y que no están, o en lo que creemos faltar a los que están presentes, ¿no sentimos que empezamos a hundirnos? Sin embargo, sabemos que cuando solo somos dos o tres reunidos, todo está bien mientras nuestros ojos permanezcan fijos en el Señor que está en medio de nosotros. Pero en cuanto empezamos a pensar en la miserable situación, en los ausentes y en los presentes, en lo que han hecho o en lo que pueden hacer, entonces nos hundimos bajo las olas.

Amados, estamos en los últimos tiempos, pero tenemos la luz de la verdad de Dios. La cristiandad se encuentra en la peor confusión, agitada como un mar embravecido. No miremos alrededor o dentro de nosotros, sino al Señor. ¿Nos ha dejado? Es imposible que abandone a los dos o tres reunidos a su nombre.

¿No puede salvarnos “por completo”? ¿No es siempre suficiente su presencia? Mientras nos demos cuenta de esto, su poder nos eleva por encima de nuestras circunstancias personales y colectivas, su amor calienta nuestros corazones y renueva nuestra fe.

Así, Pedro aprendió una nueva lección sobre el mar. Descubrió lo débil que era su confianza y lo poderosa que era la mano de Jesús para salvarlo cuando empezó a hundirse.

7 - Las revelaciones hechas a Pedro: Mateo 16:13-23

Pasemos ahora a otro episodio de la vida de Pedro. El Señor pregunta a los suyos qué decían de él las multitudes; ellos responden: Unos esto, otros aquello. Entonces les pregunta: «¿Quién decís que soy?». Pedro responde de corazón: «¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo!». Estaba enseñado por Dios para hacer tal declaración; en efecto, el Señor le dijo: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te lo ha revelado carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos».

¡Qué honor concedido a este pescador de Galilea! Recibir del Padre en el cielo una revelación especial de la gloria del Mesías. Luego el Señor añade: «Tú eres Pedro, y sobre esta Roca edificaré mi iglesia». Así, Jesús también le da una revelación. Simón Pedro recibe así dos en un corto espacio de tiempo. Esto lo distinguía y lo honraba excepcionalmente entre los discípulos del Señor.

Pedro no solo se enteraba de que Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios vivo, sino que el Señor construiría una asamblea para sí mismo. Y entonces el Señor empezó a revelar lo que había que decir sobre esta construcción. Primero, tenía que ir a Jerusalén, sufrir por parte de los hombres que le darían muerte. Pedro, en la locura de sus pensamientos carnales, lo reprendió inmediatamente: «¡Ten compasión de ti, Señor! De ningún modo esto te sucederá».

Pero el Señor lo detiene: «¡Apártate de mi vista, Satanás! ¡Me eres tropiezo; porque no piensas en lo que es de Dios, sino en lo que es de los hombres!». Pedro miraba de manera humana los sufrimientos de los que hablaba el Señor. Los veía desde el punto de vista de quien teme ver a su amigo expuesto a la maldad y los ultrajes de sus semejantes.

¿Podríamos enterarnos sin emoción de que uno de los nuestros va a ser injustamente maltratado e incluso condenado a muerte? Rechazaríamos espontáneamente ese pensamiento. Pero Pedro olvidaba esto: los sufrimientos que iban a ser la parte de Cristo eran según los propósitos de Dios. Los sufrimientos del Mesías debían preceder a sus glorias. Y sabiendo esto, el mismo Señor dirá al Padre: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22: 42).

Pedro, cuando se entera de los sufrimientos de Jesús en Jerusalén, grita: ¡No, esto no puede tener lugar! Así se convirtió en una piedra de tropiezo en el camino del Señor hacia la cruz, en su camino de obediencia hasta la muerte. Lo que Pedro dijo era de la carne, no de la fe. La fe siempre se somete a la voluntad de Dios. Pedro mostraba que es imposible confiar en el hombre en la carne, a pesar de las maravillosas revelaciones que se le podían haber hecho.

8 - En el monte con el Señor: Mateo 17:1-8

Jesús lleva a Pedro y a otros dos discípulos a un monte alto, donde les muestra su propia gloria y la del reino. Allí, en la nube, la magnífica gloria y majestad del Señor Jesucristo brilla ante los tres apóstoles.

Pedro fue uno de los tres testigos privilegiados de esta maravillosa escena. Fue unos días después de que Satanás le sugiriera que pusiera una piedra de tropiezo en el camino del Señor. Pero el Señor mismo conocía a su siervo y sabía lo que había en él. A pesar de sus reacciones humanas y de la precipitación de sus palabras, Pedro amaba a su Maestro; estaba dispuesto a dar su vida por él y Jesús lo sabía. Había sondeado a Simón Pedro, discerniendo en él lo que era de la nueva naturaleza y lo que era de la vieja.

Allí, en el monte, el viejo Simón vuelve a hablar. Moisés y Elías estaban allí con Cristo transfigurado, y Pedro, sin saber muy bien lo que decía, responde: «¡Señor, bueno es que estemos aquí! Si tú quieres, haré aquí tres tiendas; una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías» (17:4).

¡Nueva falta! Se le había confiado una gran revelación sobre Jesús, pero se equivoca completamente en su aplicación. Pedro había sido enseñado por el Padre que Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios vivo, y lo pone al mismo nivel que Moisés el mediador y Elías el restaurador de la ley.

Como objeto de un favor especial del Padre, ¡Simón Pedro menosprecia a su amado Hijo! Esto es lo que somos capaces de hacer. Esto es lo que hacen todos los que rebajan al Hijo de Dios al nivel de un líder y de un profeta. Cuando Pedro coloca así al Hijo eterno en el rango de los más eminentes siervos de Dios tomados de entre los hombres, la voz de Dios reclama la gloria personal de Aquel que, después de sufrir, estaba a punto de entrar en la gloria de su reino. El Padre declara: «¡Este es mi amado Hijo, con quien estoy muy complacido! ¡A él oíd!» (v. 5).

9 - La negación: Mateo 26:31-46, 69-75

Este es otro episodio de la disciplina por la que debe pasar Pedro. Es profundamente triste pensar que este gran y honrado apóstol pudo comportarse así en aquella terrible noche. Pero el Espíritu de Dios no nos permite ignorar la causa de su caída.

El Señor le había dicho a Pedro que en la noche siguiente lo negaría tres veces; y en previsión de la tentación, le había encargado que velara y orara. Jesús había conducido a Pedro, Santiago y Juan al lugar donde se acostumbraba a orar, y allí, en Getsemaní, les había encargado que velaran con él en espíritu de oración, mientras él mismo se alejaba para orar a solas.

Por desgracia, Pedro no vigiló ni oró. Pedro, ¿no recuerdas cómo el Señor mencionó la profecía?: «Heriré al pastor, y serán dispersadas las ovejas del rebaño» ¿No recuerdas cómo te habló de sus inminentes sufrimientos? ¿cómo te advirtió que lo negarías? Pedro no se acordó, no veló, no oró: se quedó dormido.

Jesús vino y lo despertó de su sueño, insistiendo en que velase y orase para que no entrara en tentación. Entonces el Señor se fue a orar de nuevo, mientras Pedro se volvió a quedar dormido. ¡Y esto se repite por tercera vez! Así, el apóstol aborda la tentación sin haber buscado esa gracia y esa fuerza a través de la oración que su debilidad, ya tantas veces demostrada, hacía tan necesaria.

¡No es de extrañar que Pedro cayera a la hora de confesar a Cristo! Si buscamos la causa de nuestras propias caídas, encontraremos que a menudo es la misma. Al recordar nuestras faltas, preguntémonos en presencia del Señor: ¿Porqué hice esto o aquello, esta semana u hoy? ¿No es porque no he orado y buscado la fuerza de lo alto?

Cuando fue acusado de ser discípulo de Jesús de Nazaret, Pedro negó a su Maestro con juramentos e imprecaciones, hasta que recordó que el Señor le había dicho que esto sucedería. Entonces la palabra de la verdad atravesó su conciencia; salió y lloró amargamente. Como testigo de Cristo, cayó cada vez más bajo. El Señor le mira y se derrumba. Su confianza en sí mismo desapareció entre remordimientos y lágrimas.

¡Qué contraste entre el discípulo infiel y su Maestro! Cuando el Señor Jesús es desafiado: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo de Dios?», respondió: «Tú lo has dicho». Pedro, en el mismo palacio, negó con imprecaciones al Maestro que amaba, al que había confesado como el Cristo, el Hijo del Dios vivo.

Sin la oración y la ayuda de Dios, también pueden salir de nuestros labios palabras similares. Pedro fue sondeado a fondo, en el palacio del sumo sacerdote, y lo que había de malo en su corazón salió a la superficie. Había ido a este lugar sin estar preparado. En medio de esta asamblea de malvados, la luz de Dios brillaba sobre su Hijo, manifestándolo como el Hijo del hombre sin mancha y sin culpa. Pero Pedro, en esa misma luz, revela la perfidia de su corazón y la mentira de la que es capaz. Es más, él, el discípulo de aquel que es la Verdad, persiste en ello, y respalda sus mentiras con juramentos e imprecaciones, tomando así el nombre de Dios en vano.

Pero, ¿quién puede medir la gracia de nuestro Señor Jesucristo? El día en que fue resucitado de entre los muertos, se dirigió temprano a Pedro: «Verdaderamente resucitó el Señor, y Simón lo ha visto» (Lucas 24:34). Esta entrevista no tuvo testigos, y la Palabra guarda silencio al respecto. No sabemos lo que el Señor le dijo entonces a Pedro, ni lo que Pedro le dijo al Señor. Pero si Pedro había llorado amargamente al salir del palacio tras encontrarse con la mirada del Señor, ¿qué hizo a los pies del Señor resucitado, que venía, en su tierno amor, a restaurar a su pobre discípulo?

10 - La restauración pública: Juan 21:15-23

El último capítulo de Juan nos relata la restauración pública de Pedro, tras la cual el Señor le confía una nueva misión.

Estaban juntos en la orilla del lago, en el lugar donde tuvieron lugar otros incidentes de la vida de Pedro, algunos de ellos relacionados con el mar y los peces. El Señor trata a Pedro como un invitado de honor. Alimentos habían sido preparados. Habían comido el mismo pan en el aposento alto; ahora hacen juntos una comida a la orilla del lago. Hay un momento de paz y de comunión, antes de que el examen y la atención pastoral comiencen.

Ante sus condiscípulos, el Señor le habla a Pedro, no de poder sino de amor, no de esperanza sino de amor, no de servicio sino de amor. «Simón, hijo de Jonás». No se dirigió a Pedro, la piedra; pues no se había mostrado como tal en el palacio, sino como arena movediza.

«¿Simón, hijo de Jonás, me amas más que estos?» La pregunta era sencilla, pero escondía un aguijón. «¡Más que estos!» ¿Qué había afirmado Pedro al Señor cuando este le había advertido? Confiado en su propio amor y fidelidad, se había jactado: «Aun cuando me sea necesario morir contigo, de ninguna manera te negaré» (Mat. 26:35); «¡Aunque todos se escandalicen, yo no!» (Marcos 14:29). Y ahora el Señor le tuvo que preguntar: «¿Me amas más que a estos?». El presuntuoso había negado al Señor; los otros no.

El Señor no había olvidado las temerarias palabras de Pedro al exaltarse así por encima de sus hermanos. Él se las recuerda, pero ¡con tanta delicadeza! La afilada espada penetró más allá, llegando incluso a la división del alma y del espíritu.

Ahora Pedro ya no se jactó de su fidelidad superior, no tiene ni una palabra que decir sobre «estos». Él respondió: «Señor, tú sabes que te quiero»… «Tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme, y todos mis caminos te son conocidos» (Sal. 139:1-3). Tú conoces las cosas que he dicho y las que he hecho; has oído las negaciones de aquella terrible noche. Tú sabes todas estas cosas, y a pesar de todo, «tú sabes que te quiero». Siente que no tiene excusa y, sin embargo, pudo afirmar su amor por el Señor.

El Señor le volvió a preguntar: «¿Simón, hijo de Jonás, me amas?». Pero esta vez no añadió: más que estos. Un solo recordatorio fue suficiente. Pedro volvió a afirmar su amor en presencia de quien conocía su corazón. A medida que este diálogo continuó, Pedro experimentó el poder de la mirada penetrante del Señor. Cuando le advertía de lo que él, Pedro, haría antes de que cantara el gallo, ya lo sabía todo sobre él. Como el salmista, Pedro se dio cuenta de que su corazón estaba desnudo ante los ojos del Señor, que conocía de antemano el camino de dolor que había en él.

Luego el Señor hizo la misma pregunta por tercera vez. «Pedro se contristó». Tres veces los enemigos del Señor le habían preguntado si era un discípulo de Jesús y tres veces había negado la verdad. El Señor lo sondeó y lo puso a prueba. Pedro sintió la punta de la espada en su corazón, sintió que se lo había ganado. Su único recurso era el conocimiento del Señor: «¡Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero!». La restauración del apóstol ya era completa, y Pedro recibió su nueva misión: «Apacienta mis ovejas».

11 - Aprender a sí mismos conocernos

Es muy beneficioso para nosotros tener en cuenta estas experiencias de Simón Pedro. A menudo nos inclinamos a ser orgullosos porque pensamos que amamos al Señor más que los demás. Pero el Señor mide nuestro amor por nuestra fe, por nuestras obras, por nuestro comportamiento: Si me amáis, cumplid mis mandamientos, guardad mi palabra. Haced lo que digo, lo que quiero. Así es como podemos mostrar nuestro amor por el Señor, no con discursos pretenciosos.

Si el Señor nos interrogara, como interrogó a Simón, hijo de Jonás, ¿qué responderíamos? Si estuviéramos a solas con él y nos preguntara: “¿Me amáis realmente?”, ¿qué le diríamos? Cuando estemos en nuestro local, en una reunión de oración, de estudio o en un servicio de adoración, ¿qué responderíamos si nos preguntara: “¿Por qué estáis aquí? ¿Es realmente por amor a mí?” ¿Son nuestros corazones enteramente para él, o están divididos entre el Señor y el mundo?

Queridos, deberíamos sentir continuamente que tratamos con alguien que nos conoce a fondo. Y si esto es realmente así, diremos como el salmista en los dos últimos versículos del Salmo 139: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad». ¿Hay algo en mí que pueda afligirte, algo que me engañe? Puedo tener pensamientos falsos sobre mí mismo, y por eso necesito que me sondees, que me pongas a prueba y que me guíes «en el camino eterno» (Sal. 139:24).

Estoy seguro de que, como conocimiento abstracto, todos estamos convencidos de la omnisciencia de Dios, pero ¿tiene esta verdad su poder práctico en nuestras vidas? Vivimos tiempos difíciles. Nada, sino una verdadera comunión entre nosotros y Dios, que conoce nuestro corazón, entre nosotros y su Hijo, en el poder del Espíritu Santo, no nos mantendrá fieles a su Palabra, y guardará nuestros corazones fieles a su amor.

En el mundo que nos rodea, las cosas empeoran cada día. La corrupción y la ruina penetran cada vez más en la cristiandad. Pero hay uno que permanece fiel: El que está en medio de las asambleas, el que escudriña los riñones y los corazones (Apoc. 2:23). A los que confiesen sus pecados, y que ha purificado de toda iniquidad, les dirá, como dijo a Pedro: «Apacienta mis ovejas». Aliméntalos, cuídalos. Si me amáis, amad también a los que yo amo.

Que Dios nos haga sentir la necesidad de estar continua y conscientemente bajo su ojo que todo lo ve. Él escudriña nuestros corazones, pone a prueba nuestros caminos; no podemos engañarle. Que nuestros corazones y conciencias sean rectas con él, de acuerdo con la voluntad de aquel que prometió: «Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos» (Sal. 32:8).