Pedro sobre las aguas
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
Podemos considerar este interesante pasaje de las Escrituras bajo dos aspectos. En primer lugar, lo examinaremos desde un punto de vista propio de la época en que sucedió, en relación con el tema de los tratos de Dios con Israel. En segundo lugar, lo consideraremos como una porción que atañe directamente a nuestro diario andar práctico con Dios.
Nuestro Señor, una vez que alimentó a la multitud y se despidió de ella, «subió al monte a orar aparte; y cuando llegó la noche, estaba allí solo». Esto corresponde precisamente a su posición actual con referencia a la nación de Israel. Él los dejó y subió a lo alto para emprender la bendita obra de intercesión. Mientras tanto, los discípulos –tipo del remanente piadoso– estaban sacudidos por el borrascoso mar durante las lóbregas vigilias de la noche. Pasaban por profundas pruebas y ejercicios en ausencia de su Señor quien, no obstante, nunca los perdió de vista siquiera por un momento ni apartó sus ojos de ellos. Cuando se acercaron al límite de sus posibilidades, por decirlo así, sin saber qué hacer, Jesús se hizo presente para aliviarlos. Apaciguó los vientos, calmó el mar y los llevó al puerto deseado.
Nuestro propósito es presentar al corazón del lector la preciosa verdad revelada en el relato de Pedro sobre las aguas. Concierne directamente a nuestra propia senda, cual que sea su naturaleza.
En el caso de Pedro vemos una notable figura tanto de la Iglesia de Dios en su conjunto como del cristiano individualmente. Pedro dejó la barca ante el llamado de Cristo. Abandonó todo a lo que el corazón se apegaría y se echó a caminar sobre el tempestuoso mar, en busca de una senda ubicada más allá y por encima de los límites de la naturaleza. Es un camino en lo que nada sino la simple fe podría vivir una sola hora. La única fuente de poder de los cristianos es Cristo. Consiste en mantener los ojos de la fe firmemente fijos en él: «Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe» (Hebr. 12:2). En cuanto apartemos nuestros ojos de él, comenzaremos a hundirnos.
No se trata aquí de salvación, de alcanzar la orilla para estar a salvo. Hablamos ahora del andar del cristiano en el mundo, de la carrera práctica. El creyente es llamado a renunciar a todo en lo que la mera naturaleza se apoyaría o depositaría su confianza. Debe también desprenderse de las cosas terrenales, de los recursos humanos y de los medios naturales a fin de andar con Jesús lejos del poder y de la influencia de las cosas temporales.
Tal es el elevado llamamiento hecho al cristiano y a toda la Iglesia de Dios, en contraste con Israel, el pueblo terrenal de Dios. Nosotros somos llamados a vivir por la fe; a caminar, con calma confianza, por encima de las circunstancias de este mundo; a avanzar con Jesús. Por esto suspiraba el alma de Pedro cuando profirió estas palabras: «Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas» (Mat. 14:28). Aquí estaba el secreto: «si eres tú». De no haber sido el Señor, el error más descomunal que Pedro hubiera cometido habría sido dejar la barca. Si ciertamente era a Jesús mismo, al que veía allí andando apaciblemente sobre la superficie de las agitadas aguas, entonces lo mejor que podía hacer era abandonar todo recurso terrenal y natural, a fin de salir hacia Él para probar el inefable gozo de la comunión con él.
Hay una inmensa fuerza, profundidad y significación en esta frase: «Si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas». Nótese que es «a ti sobre las aguas». No se trata de Jesús viniendo a Pedro en la barca –algo muy bendito y precioso– sino de Pedro acudiendo a Jesús sobre las aguas.
Una cosa es tener a Jesús viniendo en medio de nuestras circunstancias, apaciguando nuestros temores, aliviando nuestras ansiedades, tranquilizando nuestros corazones. Otra cosa es lanzarnos nosotros mismos desde la barca de los medios humanos para andar con calma victoria encima de las circunstancias a fin de estar con Jesús. Lo primero nos recuerda algo de la viuda de Sarepta en 1 Reyes 17; lo segundo, de la sunamita en 2 Reyes 4.
“¡Tened ánimo; yo soy, no temáis!» (Mat. 14:28). Estas palabras son muy preciosas. Además, Pedro las habría probado; se habría deleitado en su dulzura, aun cuando nunca hubiera puesto siquiera un pie fuera de la barca. Es bueno que distingamos entre estas dos cosas. Ambas se confunden demasiado a menudo. Somos propensos a descansar en el pensamiento de que tenemos con nosotros al Señor y a sus misericordias acompañándonos a lo largo de nuestra vida cotidiana. Nos quedamos en medio de nuestras relaciones naturales, los gozos de la tierra, tal cual son, la amplia gama de bendiciones que nuestro bondadoso Dios derrama tan generosamente sobre nosotros. Nos aferramos con tesón a las circunstancias, en lugar de suspirar por una más íntima comunión con un Cristo rechazado.
No significa que debamos apreciar menos las bendiciones y misericordias de Dios, sino que debemos apreciarle más a Él. Creemos que Pedro habría sido un perdedor si se hubiese quedado en la barca. Algunos pueden pensar que actuó bajo el influjo de su impaciencia e impulsividad. Sin embargo, su proceder fue fruto de un sincero propósito por estar cerca de su muy amado Señor, cueste lo que costare. Le vio andando sobre las aguas y se sintió impulsado por el anhelo de andar con él. Su deseo fue legítimo: un gozo para el corazón de Jesús.
Además, Pedro actuó bajo la autoridad de su Señor al dejar la barca. La voz de mando –«ven»–, con una intensa fuerza moral, alcanzó su corazón y lo hizo salir de la barca para ir al encuentro de Jesús. La palabra de Cristo era la autoridad para entrar en esa extraña y misteriosa senda. La presencia viva y sentida de Cristo era el poder para avanzar en ella. Sin esa orden él no se hubiera atrevido a partir; sin esa presencia no hubiera podido proseguir. Era algo extraño, inexplicable, sobrenatural andar sobre las aguas; pero Jesús estaba andando allí y la fe podía andar con él. Así lo pensó Pedro, y entonces, «descendiendo... de la barca, andaba sobre las aguas para ir a Jesús» (v. 29).
Esta es una notable figura de la verdadera senda de un cristiano: la de la fe. La garantía para recorrer esa senda es la palabra de Cristo. El poder para avanzar en ella es mantener los ojos fijos en Cristo mismo. No es cuestión de si está bien o está mal. La pregunta es: «¿En qué ponemos la mira?». ¿Es el firme anhelo de nuestro corazón estar lo más cerca posible de Jesús? Él nos anima a irnos a él en su infinito y condescendiente amor. Nos dice: «Ven». ¿Vacilaremos y nos quedaremos atrás ante su voz? ¿Nos agarraremos de la barca mientras la voz de Jesús nos dice «ven»?
Quizás se diga que «Pedro se cayó y, por lo tanto, hubiera sido más seguro y más sabio quedarse en la barca que hundirse en el agua. Es mejor no tomar un lugar prominente que, después de haberlo tomado, fracasar en él». Es absolutamente cierto que Pedro fracasó, pues «al ver el fuerte viento, tuvo miedo; y comenzando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame!» (v. 30).
Su error no consistió en dejar la barca, sino en mirar la fuerza del viento y de las olas, en mirar a su alrededor en vez de clavar su mirada en Jesús. Había entrado en una senda que solo podía ser atravesada por la fe. De no tener a Jesús, no tenía absolutamente nada: ni barca, salvavidas, ni tablón del cual agarrarse. Se trataba de caminar con Jesús sobre las aguas o de hundirse en lo más hondo sin él. Nada sino la fe sustenta el corazón en tal situación. Ella puede andar sobre las más agitadas aguas. La incredulidad no lo puede hacer aun sobre las más calmas.
Jesús se compadeció con la debilidad de Pedro, por lo que leemos que «al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?» No dice: «¡Hombre alocado y precipitado! ¿Por qué dejaste la barca?», sino: «¿Por qué dudaste?». Tal fue la tierna reprimenda. ¿Dónde estaba Pedro cuando oía estas palabras? ¡En los brazos de su Señor! ¡Qué lugar! ¡Qué experiencia! Valía la pena abandonar la barca para probar semejante bendición. Aunque Pedro resbaló en esa circunstancia, ello lo condujo a tomar mayor conciencia de su propia debilidad e insignificancia, como así también de la gracia y del amor de su Señor.
¿Cuál es la lección moral que podemos extraer de todo esto? Jesús nos llama a salir de las cosas temporales y de los sentidos naturales para andar con él. Nos insta a abandonar todas nuestras esperanzas terrenales, todas nuestras seguridades humanas y los recursos sobre los que se apoya nuestro corazón.
Su voz puede oírse mucho más fuertemente que el estruendo de las olas y los rugidos de la tempestad. Nos dice: «¡Ven!». ¡Obedezcámosla! ¡Contestemos de todo corazón a su llamado! Jesús quiere tenernos cerca de él, caminando con él y apoyados en él, no mirando las circunstancias que nos rodean, sino mirándole solamente y siempre a él.