Simón Pedro

Mateo 14:22-33 – Lucas 5:1-11


person Autor: Henri ROSSIER 47

flag Tema: Pedro

(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)


0 - Prefacio

La historia de Simón Pedro es muy instructiva. Todo creyente puede reconocer en ella los rasgos de su propia historia desde el primer paso dado en el conocimiento de Cristo hasta el estado –desgraciadamente tan poco logrado o mantenido– en el cual el Espíritu Santo obra sin trabas y despliega en nosotros todo su poder. Entre esos dos límites se desarrolla la actividad de la gracia que nos hace penetrar en el conocimiento de Cristo y de los privilegios cristianos. Asistimos también al necesario quebrantamiento de alma para que el creyente, después de haber perdido toda confianza en sí mismo, finalmente pueda comprender sus privilegios y seguir al Señor en el camino trazado por él.

En la Palabra de Dios, la historia de Pedro se divide naturalmente en dos partes: una es presentada en los evangelios y la otra en los Hechos y las epístolas. La primera comprende las verdades que acabamos de enunciar; la segunda está llena, a pesar de la flaqueza del hombre, de la actividad del Espíritu Santo en el ministerio del apóstol y la potestad divina que le sostiene, cual testigo de Cristo, en medio de obstáculos y luchas.

1 - «Soy hombre pecador» (Lucas 5:1-11)

Es digno de notar, en el Evangelio según Lucas, cómo Pedro entabla relación con el Señor [1]. La suegra de Simón tenía mucha fiebre (4:38-39), la cual seguramente le impedía realizar toda actividad. Jesús la sana, posibilitando así que ella le sirva. A menudo ocurre que el alma halla a Cristo por primera vez de esa manera, es decir, a causa de las bendiciones que él dispensa a otros. Cuando llega el momento en que él se revela a nuestro corazón, descubrimos que no nos resulta un extraño. El Señor emplea este conocimiento preparatorio para abreviar el trabajo por el cual nuestras conciencias se despiertan al sentimiento del pecado y nuestros corazones al de la gracia. De modo que, en nuestro evangelio, Simón Pedro conocía a Jesús por haberlo visto obrar en su casa.

[1] Omito a propósito las consideraciones tan interesantes a las que puede dar lugar el primer encuentro de Pedro con el Señor en los otros evangelios. En el Evangelio de Juan (1:41-42), entre otros, Pedro lo conocía por haberle sido presentado por su hermano Andrés, quien ya había encontrado en él al Cristo.

En cuanto a su ocupación, este hijo de Jonás era pescador; poseía los enseres imprescindibles para la pesca: una barca y redes. Pedro los había usado para tratar de obtener lo que deseaba y con ese fin había trabajado toda la noche, aunque sin resultado alguno. Del mismo modo el hombre natural se vale de sus facultades y de los medios a su alcance para lograr algo que llene y satisfaga su corazón; pero ello es en vano: la red permanece vacía; su labor no produce nada que responda a las profundas necesidades de su alma; la noche pasa y amanece el día en que la pesca (el trabajo en busca de la felicidad) ni siquiera le será posible.

Sin haber pescado nada, Simón y sus compañeros abandonan sus barcas y lavan sus redes. Deben hacer tal limpieza porque solo habían recogido el cieno del fondo del mar, y cuando hayan concluido esa tarea, la pesca empezará nuevamente. ¿No ocurre lo mismo con el hombre en este mundo? Cada día renueva sus labores sin alcanzar nunca la meta por la cual suspira.

Pero, cuando se pone de manifiesto la impotencia del hombre, Jesús entra en escena, aparentemente ocupado en otras cosas y no en Pedro. Enseña a las gentes, pero, en pleno ministerio, su corazón está puesto en Simón y no lo pierde de vista. «Entrando en una de aquellas barcas, la cual era de Simón, le rogó que la apartase de tierra un poco». Lo separa un poco de la multitud para estar con él. Pedro escucha así la palabra del Señor. Anteriormente, Jesús no era un extraño para él, pero ahora él oye su palabra y su posición de aislamiento con Él contribuye a despertar su atención. Sin embargo, al parecer solo retiene de esta palabra la convicción de la autoridad del Señor (v. 5).

Entonces el Señor se dedica más especialmente a él. «Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar», dice. Pedro lo había hecho toda la noche, pero hasta entonces por voluntad humana, en tanto que ahora lo hace confiando en la palabra del Señor. Pedro cree en esa palabra y se somete a ella. Tal es el primer resultado de la Palabra de Dios. Ella produce la fe, esta acepta su autoridad y le obedece. El Señor ha hablado, y esto le basta a la fe.

Pero Jesús va a dirigirse a Pedro de una manera más poderosa. Se propone mostrarle en presencia de quién se halla, y de este modo alcanzar su conciencia. Él, el Creador, quien ordena a todas las cosas, reúne en pleno día los peces, allí donde de noche no hubo ninguno, y llena las redes de Pedro. Las colma de tantas bendiciones que los vasos humanos no pueden contenerlas sin romperse. Ellas sobrepasan las necesidades del discípulo. Sus compañeros vienen con otra barca, la que también de llena amenaza con hundirse. Tan abundantes son las riquezas dadas por el Señor de gloria.

Pedro ve toda esta bendición (v. 8), pero por primera vez lo coloca, tal cual es, en presencia de aquel que es la fuente de ella y quien la administra. Por eso no es solo la palabra de Jesús la que lo asombra, sino también Él mismo y la gloria de su persona. Un fenómeno se produce en su alma. La bendición no le causa alegría, sino que le conduce a la convicción de pecado y al temor, puesto que ella lo pone en presencia del Señor de gloria. Por otra parte, el sentimiento de su estado, al provocarle la aterradora certidumbre de que Jehová debería rechazarlo, le hace caer a los pies de Jesús como único recurso.

Asimismo, el Salmo 130:1-4 nos muestra un alma que clama por el socorro de aquel a quien ha ofendido. Si Él mira a los pecados, está perdida. En efecto lo está si la cuestión del pecado no ha sido resuelta; pero el Dios ofendido perdona: ¡Dios es conocido en su amor!

¡Qué conocimiento bendito para el pecador es el de su verdadera condición, el del juicio que merece y el de la santidad del Señor! «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador». Pedro se considera pecador e indigno de la presencia de Dios; tiembla ante su santidad y su justicia. Por el momento solo sabe de una manera instintiva lo que es la gracia e ignora que Dios puede seguir siendo justo al justificar al que es de la fe de Jesús; pero está a sus pies, no huye, porque, si hay alguna esperanza, allí está.

Mientras se ocupaba en lavar sus redes, no conocía ni a Dios ni a sí mismo. Ahora conoce al uno y al otro. Hay algo notable: no juzga lo que ha hecho, sino lo que es, pues dice «soy hombre pecador». Muchas almas reconocen que deben arrepentirse de sus actos culpables y los juzgan, pero no llegan a ver el origen de esos actos. Debajo de los pecados se halla «un hombre pecador». El sentimiento de la presencia de Dios nos abre los ojos, nos muestra lo que somos y nos hace ver que no existe otro refugio más que el que nos brinda aquel que nos podría condenar.

«El temor se había apoderado de él»; pero el Señor nunca deja subsistir el temor en su presencia; habla y disipa el temor, porque es el Señor de gracia. Deja subsistir lo demás; no atenúa en absoluto los efectos de la obra producida en el alma, pero quita el temor. ¡«Apártate»! No, el Señor no se retirará jamás; responde: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres». Si yo no te hubiese hallado para salvarte, no podría salvar a otros por medio de ti. Además de hacer feliz a Pedro, le concede una nueva bendición: en adelante Él podrá utilizar su servicio. En lugar de seguir siendo pescador, vendrá a ser un siervo capaz de abandonarlo todo para seguir a Jesús.

2 - Pedro va hacia Jesús sobre las aguas (Mat. 14:22-33)

Jesús acababa de saciar de pan a los pobres de Israel, según la profecía del Salmo 132:15, cumpliendo así su papel de Mesías en medio de un pueblo que no lo recibía como tal. Después de haberles hecho ese bien había despedido a las multitudes, separándose simbólicamente de ese Israel al que iba a dejar por un tiempo.

Al anochecer, el Señor subió solo a un monte apartado, a orar. Entonces sobrevino la noche para los doce, a quienes Jesús había hecho entrar en la barca. Había terminado sus relaciones con el pueblo, pero existía para él un remanente que bogaba hacia la otra orilla. Los discípulos estaban angustiados, solos durante esas horas tenebrosas, en medio del mar agitado por la tempestad, cuando, a la cuarta vigilia de la noche (hacia las tres de la madrugada), el Señor se encamina hacia ellos. Su venida es señal de la renovación de las relaciones con aquellos a quienes llamará de nuevo pueblo suyo (Oseas 2:23). Va a su encuentro sobre el mar encrespado, en medio de dificultades que nada significan para sus divinos pies, pero que para aquellos serán el camino para que aprendan a conocerle. Así es como utilizará el «tiempo de angustia para Jacob» (Jer. 30:7). Es una escena conmovedora, de la cual nosotros, los cristianos, podemos sacar una lección moral, pero lo que nos concierne más personalmente es lo ocurrido entre Jesús y Pedro.

El primer acto de Pedro había sido echarse a los pies de Jesús, reconociendo su estado pecaminoso; el segundo es ponerse en camino para ir a su encuentro. Nunca sería excesiva la insistencia sobre este punto [2]: lo que debe seguir a nuestra conversión es que nos pongamos en camino para ir al encuentro del Señor. Esto es anterior al servicio. Pedro no contaba más que con la promesa de ser hecho pescador de hombres y ya se sentía impulsado a ir a su encuentro. Dirige sus miradas sobre aquel que viene de la cima del monte, y esto no es más que el principio de las revelaciones gloriosas que recibirá acerca de la persona de Cristo.

[2] Aquí no hacemos más que una aplicación individual de este pasaje, el que nos presenta apropiadamente, para completar el extenso cuadro del capítulo 14, la posición de la Iglesia, salida del judaísmo, para ir al encuentro de Cristo, por la fe en su palabra y los ojos fijos en él, allí donde, en apariencia, no había ningún camino.

Amado lector, ¿salió usted ya a su encuentro? Si no lo hizo al principio de su conversión, no sobrepasó el conocimiento de la salvación, porque no puede aspirar a un conocimiento más profundo de Cristo –como Pedro lo adquirió más tarde– si primeramente el Señor en su venida desde el cielo no es hecho su objeto y no le ha llenado a usted del deseo de ir hacia él.

En un primer momento, este conocimiento está aún poco desarrollado en Pedro: «Señor, si eres » dice. Pero le es suficiente para ponerse en camino; para él, todo depende de la identidad de esta persona, y, si es Él, su palabra le basta a Pedro para abandonar la barca: «Manda que yo vaya a ti sobre las aguas». Era algo serio dejar el lugar de relativa seguridad para arriesgarse a andar por donde no había camino; pero, como ya lo dije, la palabra de Cristo le bastaba. Conocía bien el poder de ella. A su palabra había echado la red, y a su palabra se pone en camino. Ella le basta para andar sobre las aguas, así como le había bastado para hacerle conocer al Salvador.

«Manda que yo vaya a ti». Al pedir esta gracia, Pedro no tiene la idea de hacer una experiencia, ni de dar muestra de su habilidad para vencer los obstáculos; lo que quiere es ir hacia Él. Cristo lo atrae. Por el momento no piensa en el viento, ni en las olas, porque si bien el corazón natural ignora el camino que lleva a Cristo, la fe halla una senda en las dificultades de cualquier clase, en la noche y la tempestad, y aprovecha esa fe para acercarse al Señor. Ella es la que deja la barca, único abrigo aparente, no estimándolo como verdadero lugar seguro, y, según la notable expresión de un antiguo filósofo, ella «se embarca en una palabra divina» para llegar hasta Jesús, cuya presencia vale mucho más para ella que el hecho de llegar a la otra orilla.

Se empieza bien; la primera fe y el primer amor, la sencillez de un corazón lleno de un objeto nos sostiene, y luego, ¡desgraciadamente!, la mirada se deja desviar del mismo. Satanás había procurado turbar a los discípulos infundiéndoles temor de Jesús (v. 26), pero pronto oyen de su boca que deben tener ánimo. Entonces el enemigo espanta a Pedro con las dificultades. ¡Qué locura de nuestra parte es escucharlo! ¿Acaso las dificultades no nos llevan a Cristo? ¡Qué pobres incrédulos somos! Tanto en las pruebas como frente a las necesidades lo único que no deberíamos perder de vista –la potestad divina– ¡es precisamente lo que olvidamos!

En la escena que precede (v. 17), los discípulos no se habían olvidado de contar los panes y los pescados, ni de calcular los recursos de las aldeas vecinas, pero no habían contado en absoluto con la presencia del Señor. De igual modo Pedro, después de haberse puesto en camino, se pone a pensar en la violencia del viento y a examinar sus fuerzas, olvidando que tiene ante sí un poder de atracción más fuerte que el imán para llevarlo infaliblemente hasta Jesús; y entonces empieza a hundirse.

¿Quién no ha estado a punto de hundirse como Pedro? La Iglesia y los individuos ¿no han corrido la misma suerte? Pero sale un grito de la boca del discípulo: «¡Señor, sálvame!». No ya: «Apártate de mí», sino lo contrario, porque el Salvador es conocido por el creyente, quien sabe que su atributo es el de salvar. Pedro pide auxilio cuando está a punto de llegar a la meta; Jesús no tiene más que extender su mano para atraerle. ¡Un minuto más de fe y el discípulo no se habría hundido! Y nosotros, ¿dudaremos todavía? Nos está permitido dudar de muchas cosas, pero jamás de Cristo. Tengamos confianza en aquel que es capaz de salvarnos hasta el final, porque la tempestad no se calmará hasta que el Señor y los suyos estén reunidos definitivamente.

3 - Conocimiento personal de Cristo (Mat. 16:13-23)

Pedro había aprendido a conocer al Señor como aquel que respondía a sus necesidades: Salvador en cuanto a sus pecados, Salvador en cuanto a su debilidad. Ahora el discípulo va a ser introducido en un conocimiento más profundo y maravilloso. Aprenderá lo que el Señor es en sí mismo.

Siempre es así: el creyente avanza paso a paso en el conocimiento de Cristo. Sin embargo, no es la fidelidad de Pedro la que le proporciona esta nueva bendición; ella le es otorgada por la fidelidad de Dios, quien lo apartó de entre los hombres para hacerle tal revelación. El Padre –y no carne ni sangre– le había revelado estas cosas (v. 17).

Una vez introducido por el Padre en el centro de la bendición, Pedro es colocado en presencia del Dios viviente. En el Hijo del hombre reconoce a Cristo, objeto de todas las promesas y con el cual se vinculan todos los consejos de Dios; pero este Cristo es «el Hijo del Dios viviente» (v 16). No es tan solo ese hombre nacido en el mundo a quien Dios declaró Hijo suyo, diciendo: «Mi Hijo eres tú; yo te engendré hoy» (Sal. 2:7), sino que es «el Hijo del Dios viviente»; posee un poder vivificador que pertenece únicamente a Dios, cuya plenitud habita en Cristo.

Los hombres –de entre los cuales Pedro había sido separado para recibir tal revelación gloriosa– ignoraban por completo la grandeza de Jesús. Para ellos era simplemente el hijo de José, o a lo sumo uno de los profetas. Se hallaban ante esta majestad sin conocerla, ya que para ello es imprescindible una revelación del Padre. A partir de ese momento Pedro conoce al Salvador en su gloria personal, fuente y centro de toda bendición. Por eso el propio Jesús llama «bienaventurado» a Simón, hijo de Jonás. El cielo le es abierto y posee una dicha inigualable [3].

[3] Destaco que no se trata, en esta meditación ni en las siguientes, de cómo Pedro captó las cosas que le fueron reveladas, sino del alcance de las revelaciones que le fueron hechas. En realidad, Pedro y sus compañeros no comprendieron estas cosas y no gozaron de ellas hasta después del don del Espíritu Santo.

Pero el Padre no puede manifestar a Simón la gloria personal de su Hijo sin que el Hijo revele a su discípulo las relaciones de ella con la bendición individual y colectiva de los rescatados. «Yo también te digo…». Cristo le declara lo que deriva de su carácter de Hijo del Dios viviente.

1. «Tú eres Pedro»; como el Padre te reveló mi nombre, yo te hago conocer el tuyo. Tienes individual y oficialmente un sitio en el edificio que se fundará sobre esta revelación.

2. Como desde entonces es conocido el fundamento de este edificio (debía ser puesto más tarde en la declaración del Hijo de Dios con poder, fruto de la resurrección de entre los muertos), el Señor declara que edificará sobre ese fundamento su Iglesia, de la cual Pedro es una piedra viva: «Edificaré mi iglesia». Debía ser la Iglesia de Cristo y pertenecerle, cual objeto de su interés y amor. Para nosotros esto es un hecho: ella existe y le pertenece.

Y ustedes, amados lectores, ¿comparten en alguna medida el interés y los sentimientos de Cristo por su Iglesia? Por gracia de Dios, hay corazones que laten por ella y que, a pesar de su ruina, son capaces de comprender su hermosura porque la miran con los ojos del Salvador y la valoran por el precio que él pagó para conseguirla, diciendo de ella como en otro tiempo el Espíritu acerca de Israel: Dios «no ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel» (Núm. 23:21).

Este cimiento –Cristo resucitado y exaltado en el cielo– da a la Iglesia un carácter celestial. Indudablemente, ella es edificada en la tierra, pero su fundamento está en el cielo, más allá de las puertas del hades. Allí se halla ya. El poder de la muerte, quebrantado por Cristo resucitado, quien tiene «las llaves de la muerte y del Hades» (Apoc. 1:18), no puede y no podrá nunca prevalecer contra ella.

3. En virtud de esta declaración, una nueva época iba a abrirse. Israel sería reemplazado por el reino de los cielos, del cual Pedro tendría las llaves; él sería llamado a introducir a los judíos y gentiles en una nueva escena de bendiciones en la tierra. Habría en este mundo, en razón de la revelación del Hijo del Dios viviente, un terreno sobre el cual se profesaría pertenecer a él. Pedro iba a ser, según veremos en los Hechos, el instrumento previsto para dar entrada en esta profesión bendita. Tendría, por decirlo así, la administración exterior e interior del reino, las llaves y el poder de atar y desatar. El conocimiento personal de Cristo abre todos los círculos de bendiciones ante los ojos de Simón Pedro, y él es colocado en el centro de la bendición, el cual es Cristo, para contemplar el vasto dominio que de ahí proviene [4].

[4] Destaco que no se trata, en esta meditación ni en las siguientes, de cómo Pedro captó las cosas que le fueron reveladas, sino del alcance de las revelaciones que le fueron hechas. En realidad, Pedro y sus compañeros no comprendieron estas cosas y no gozaron de ellas hasta después del don del Espíritu Santo.

Por lo tanto, terminaban las relaciones de Israel con un Mesías terrenal (Mat. 16:20). Más tarde, estas relaciones se reanudarán; pero desde ese momento el Señor revelaba a los discípulos un cambio total en sus esperanzas y su posición, las que, de terrenales, pasarían a ser celestiales.

¡Qué gloriosas verdades contiene la revelación hecha a Pedro! ¡Qué preciosos privilegios! Pero he aquí una nueva revelación inesperada: estos privilegios son la consecuencia de la muerte de Cristo; son obtenidos por medio de ella y, para tenerlos, necesitamos aceptar la cruz: «Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario… padecer mucho… ser muerto, y resucitar el tercer día» (v. 21). Pedro no puede admitir que Cristo tenga que sufrir tal oprobio. ¿No podía cumplir sus gloriosos designios sin morir? Y tomando a su Maestro aparte, comienza a reprocharle, diciendo: «Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca» (v. 22). Había en sus palabras un afecto natural por Cristo, pero descubrimos que Pedro no había comprendido y apreciado la revelación recibida, la que solo a ese precio puede pertenecernos. Además, estas palabras denotan que no quería semejante envilecimiento, ni para Cristo –que le prometía tales ventajas– ni para sí mismo, ya que, con los doce, formaba el cortejo del Mesías.

Pero si bien podemos distinguir, en alguna medida, los motivos naturales de Pedro para reprender a Jesús, un hecho, del cual no sospechaba, es que Satanás se servía de él para dar ocasión de caída a Cristo. Los peores y más peligrosos instrumentos del Enemigo son los mismos creyentes que, no obstante, poseen la verdad y disfrutan de ella, temen el oprobio y la enemistad del mundo.

Retroceder ante la cruz es negar el cristianismo y esta es la tendencia de nuestros corazones naturales. Nuestras relaciones con el mundo lo atestiguan en demasía; él nos tolera cuando osamos hablarle de acontecimientos futuros o de algunas verdades que no conciernen a las fuentes mismas del cristianismo, pero, si le hablamos de la cruz o de la sangre de Cristo, nos desprecia. No nos agrada esto, porque querríamos evitar el oprobio, y así merecemos la severa reprimenda del Señor.

¡Qué humillación para Pedro! Cae de la altura de las revelaciones divinas a la convicción de hacer el papel del Enemigo frente a Cristo. Pedro, quien había confesado a Cristo como el Hijo del Dios viviente, quien era una futura piedra viva de la Iglesia, quien estaba revestido de la autoridad del reino, tiene que oír cómo su Maestro le dice: «¡Quítate de delante de mí, Satanás!» (v. 23).

Pero también ¡qué locura dirigirse al Hijo del Dios viviente para reprenderle y sugerirle lo que debe hacer! ¡Ah, cuán poco se conocía Pedro a sí mismo y a Aquel que el Padre acababa de revelarle!

Este relato nos revela lo que es la carne en el creyente, vista como en su mejor día, con sus mejores intenciones. Retrocede ante el oprobio, ofende a Cristo y Satanás puede identificarse con ella. Pedro, después de haber sido introducido en la presencia del Dios viviente, aprende que sus pensamientos naturales no están en las cosas de Dios, sino en las de los hombres. Estas palabras lo resumen todo: las cosas de los hombres son aquellas sobre las cuales Satanás tiene dominio. ¡Los hombres y Satanás están de perfecto acuerdo!

4 - Ir en pos de Él (Mat. 16:24-28)

Vemos aquí a los discípulos que son llamados a seguir a Cristo. Para ir en pos de él se necesitan las dos cosas que vimos en el capítulo precedente, a saber: El conocimiento personal de Cristo y el conocimiento de la cruz. Pedro había recibido la primera y retrocedía ante la segunda; pero solo la cruz quita los obstáculos para seguir a Cristo. Tenemos aquí nuestro punto de partida, nuestro primer paso en la senda cristiana, porque el creyente no puede dar un solo paso a menos que parta desde el pie de la cruz. Esto contradice los pensamientos rutinarios y la enseñanza cotidiana del hombre religioso, la que se circunscribe a esto: “Dad el primer paso hacia Cristo, abandonad vuestros vicios, consagraos a Dios, y su gracia os ayudará”. Nunca habló Dios de esta manera. El mismo comienzo de la historia de Pedro es prueba de ello. La Palabra nos enseña que Dios dio el primer paso hacia el hombre y que ese primer paso condujo al Señor a la cruz, mediante la cual el hombre comienza a serle agradable. Tal es, pues, nuestro punto de partida para ir en pos de él.

Veamos en qué condiciones podemos andar por ese camino: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo» (v. 24). La mayoría de los cristianos interpretan estas palabras así: Es preciso renunciar a ciertos pecados, a ciertas concupiscencias. Pero la Palabra nos advierte que es necesario «negarse a sí mismo». Pero ¿cómo podemos hacerlo? Solo con el poder del nuevo hombre, porque la vieja naturaleza no puede despojarse a sí misma. Es necesario ser un nuevo hombre para poder considerarse despojado del viejo hombre y decir: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gál. 2:20). Para el nuevo hombre, la carne ya no tiene derechos ni lugar; él la considera muerta. La consecuencia es que el cristiano –y solo él– puede renunciar a todo. ¿Qué son para el nuevo hombre las costumbres y las concupiscencias carnales? Destaquémoslo: no se trata de realizar un esfuerzo para liberarse de esas ataduras. Lo que nos libera es el conocimiento de un juicio efectuado sobre nosotros en la cruz y de la nueva posición del hombre en Cristo. La lucha entre las dos naturalezas viene a continuación.

«Negarse a sí mismo» es hacer lo que Cristo hizo, aunque de manera distinta, porque en él no había viejo hombre al que juzgar. Anduvo con el poder absoluto del nuevo hombre que nunca conoció la servidumbre del pecado, como lo prefiguraba la «vaca alazana, perfecta… sobre la cual no se haya puesto yugo» (Núm. 19:2). Como hombre, reveló una voluntad intachable, y la sometió enteramente: «No sea como yo quiero, sino como tú» dijo (Mat. 26:39). Tenía derechos, y renunció a ellos; tenía todo poder, y fue crucificado en debilidad; entró en escena negándose a sí mismo, y salió de igual modo, consumando tal negación con el don de su propia vida.

«Tome su cruz». Es el resultado del renunciamiento de sí mismo. El que se negare a sí mismo por entero no hallará satisfacción en lo que el mundo le ofrece, sino únicamente motivos de dolor. Cristo no respondió a las tentaciones con la indiferencia, sino con el sufrimiento: «Él mismo padeció siendo tentado» (Hebr. 2:18). Millares de creyentes creen que toman su cruz cuando son probados o cuando la mano de Dios se posa sobre ellos para disciplina. No hay ninguna cruz en esto. Observad las palabras: «Tome su cruz». Esto no es recibir las aflicciones de la mano de Dios, sino tomar voluntariamente –yo diría «gustosos»– el peso del sufrimiento que el mundo nos presenta (Hec. 5:40-41). Cuanto más sigamos a Cristo con el poder del nuevo hombre, tanto más real y pesada será esta carga. Pues, como la nueva naturaleza, no siente ningún apego a lo de aquí abajo, no encuentra en el mundo más que enemistad contra su Salvador y contra lo que es nacido de él.

«Y sígame». Seguirle es la consecuencia de las dos condiciones precedentes. Seguirle, es imitarle; imitarle, es formar nuestras conductas y pensamientos con su molde.

Para poder ir en pos de él hacen falta, pues, estas tres cosas: negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirle. ¿Dónde está el poder para realizarlas? En Lucas 22:33, Pedro se hacía ilusión en cuanto a este propósito, pues suponía que este poder residía en sus buenas intenciones, en sus decisiones, en su amor hacia el Salvador. ¡Cuántos creyentes piensan de igual modo! Dirían gustosamente: «Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte», pero este poder no proviene del ser humano (más adelante veremos este tema), sino que está esencialmente vinculado a dos cosas: al don del Espíritu Santo –poder de lo alto para nuestro andar– y a la pérdida de toda confianza en la carne. Simón Pedro obtuvo esta desconfianza en sí mismo merced a una caída provocada por Satanás (Marcos 14:66-72); Pablo, en cambio, la obtuvo por medio de Dios, a través del conocimiento de un Cristo glorioso (2 Cor. 12:1-10). Cuando Pedro es quebrantado por completo, el Señor le dice definitivamente: «Sígueme» (Juan 21:19). Y el discípulo, andando en pos de Jesús, se halla capacitado para atravesar la muerte y vencer cualquier obstáculo hasta alcanzar a Cristo en la gloria.

Hermanos: ¡sigámoslo hasta el final! Como lo vamos a ver en el capítulo 17 de nuestro evangelio, desde ahora podemos tener la bendita recompensa, desde aquí abajo podemos aprender a conocerlo en la gloria.

5 - Contemplarle en la gloria (Mat. 17:1-8; Lucas 9:28-362 Pe. 1:16-19)

Llegamos a un nuevo acontecimiento en la vida espiritual del discípulo. Después de haber aprendido que las bendiciones solo pueden conseguirse mediante la muerte y resurrección de Cristo, Pedro y sus dos compañeros obtienen el favor de contemplar desde aquí al Señor Jesús viniendo en gloria. Tienen el privilegio de ver dónde desemboca el penoso camino que comienza en la cruz y de disfrutar semejante visión.

Este espectáculo dejó una profunda impresión en el espíritu de Pedro, quien más tarde comprendió todo su alcance. En el capítulo primero de su segunda epístola, después de haber puesto ante los ojos de los santos las condiciones de entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, al recordar la transfiguración les expone en qué consiste este reino: «Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo» (v. 16-18).

Todas las verdades concernientes al reino se resumían en la persona de Cristo: su potestad y su venida; su majestad era allí visible; la honra y la gloria le eran dadas allí por Dios el Padre desde la magnífica gloria. Se trataba, pues, de él solo en la transfiguración. Era preciso que los discípulos supiesen desde ese momento quién era el Cristo que acababa de hablarles de su humillación y de su cruz. Era preciso que Pedro aprendiese a conocerle, no solo como al Hijo del Dios viviente, dispensador de todas las bendiciones celestiales a los suyos, sino como a un hombre que era declarado Hijo amado del Padre desde la gloria. Era preciso que lo contemplase como centro de esta gloria, un hombre del cual no solo emanaba toda bendición, sino al cual se elevaba todo honor y gloria, cual objeto único en la tierra y en el cielo. Era necesario que en los oídos del discípulo resonase esta voz suprema que declaraba que todos los afectos y pensamientos de Dios estaban concentrados en este hombre. Fuera de él, no había nada. Cuando la voz dijo: «A él oíd», a nadie vieron, sino a Jesús solo, y si él les hubiese sido quitado ¡el mismo cielo hubiese quedado solitario y vacío!

La segunda verdad revelada a Pedro en el monte es que los hombres, sujetos a iguales incapacidades que nosotros, estaban asociados al Hijo del hombre en su gloria. ¡Hecho notable! Moisés y Elías no correspondieron a la responsabilidad que había sido depositada en ellos, por lo cual tuvieron que ser detenidos antes de haber recorrido hasta el fin el camino de la fe. Elías, por lo menos, se vio privado de la bendición inherente a ese camino en cuanto a su cargo de profeta (1 Reyes 19:16). Nótese bien que estos dos hombres eran muy grandes, porque representaban, a los ojos de los discípulos, la ley y los profetas. Sin embargo, Moisés hirió la peña por segunda vez, olvidando santificar a Jehová en medio de los hijos de Israel (véase Núm. 20:7-12), y tuvo que morir en el monte Nebo, frente a la tierra prometida; Elías se acostó debajo de un enebro, deseando morir; luego pleiteó contra Israel delante de Dios y debió traspasar su oficio de profeta al ungir a otro en su lugar.

Y no obstante –maravillosa gracia– están en la misma gloria que Jesús, gloria debida a Cristo y conferida a los suyos en virtud de su obra. Moisés y Elías no adoran aquí; hablan con Él, señal de una completa intimidad. El tema de la conversación es la muerte del Señor. ¡La gloria es el resultado de la muerte y su muerte es el tema de lo que se habla en la gloria!

En tercer lugar, Pedro tiene en el monte santo una visión completa de lo que constituye el reino: un Cristo glorioso; santos resucitados –de quienes Moisés es figura, puesto que murió y se ve aquí en resurrección–, santos transmutados –simbolizados por Elías, quien fue llevado al cielo sin pasar por la muerte (2 Reyes 2)– y, finalmente, santos terrenales representados por Pedro y sus condiscípulos. Estas son verdades proféticas muy conocidas, a las que me refiero como al pasar y acerca de las cuales el apóstol pudo decir: «Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones» (2 Pe. 1:19).

6 - La Casa del Padre (Lucas 9:34-36)

Acabamos de ver cómo los discípulos fueron llamados a gozar de la gloria de Cristo antes de su manifestación. Tal escena, cuyo alcance no comprendían en aquel entonces, más tarde serviría de apoyo para la autoridad de su apostolado. Nosotros no hemos sido llamados a contemplarla bajo ese punto de vista, de modo que solo la conocemos por el testimonio de los apóstoles. Pero actualmente también tenemos nuestra escena de gloria, porque leemos: «Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:18).

Sin embargo, el monte santo no es solo la escena de la visión futura o la contemplación presente de dicha gloria, sino que también ofrece a los discípulos una parte íntima con Cristo. Este Pedro, reprendido unos días antes por el Señor, es invitado por gracia a entrar con sus compañeros donde jamás hombre alguno había penetrado antes que ellos. La nube cubre a los discípulos y ellos entran con Jesús. ¡Qué cosa terrible para un judío! ¿Cómo no «temer» al entrar en la presencia de Jehová, de quien la nube era la morada solitaria? ¿Cómo no temblar al recordar que, hasta el sumo pontífice, al penetrar en el santuario, debía envolverse en una nube de incienso para no morir? Pero los discípulos pueden tranquilizarse: la nube no será más para ellos la morada del Jehová de Israel, sino ¡la Casa del Padre! La presencia de Cristo en la nube es el medio para revelarles el nombre de Aquel que habita en ella. Y llegan a ser, no solo –como Moisés y Elías– los compañeros del Hijo del hombre en la gloria, sino los del Hijo en la Casa de su Padre. De hecho, morar en la gloria es una bendición futura que ningún santo, incluso los que duermen, alcanzó todavía; morar en la Casa del Padre es una parte tanto presente como futura.

Si hablando del porvenir puedo decir: «En la casa de Jehová moraré por largos días» (Sal. 23:6), también puedo exclamar, hablando del presente: «Una cosa he demandado a Jehová, esta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su templo» (Sal. 27:4). Apenas convertido, el hijo pródigo es introducido en esta Casa del Padre, y allí, luciendo el mejor vestido, con toda la dignidad de hijo, participa de los bienes del Padre y del gozo que él siente al conferírselos (véase Lucas 15:11-32). Esta Casa es la secreta morada de la comunión.

En la transfiguración, muchas cosas atraían la atención de los discípulos: el rostro de Cristo resplandeciente como el sol, sus vestidos blancos como la luz, Moisés y Elías, esos personajes famosos que aparecían en gloria. En la nube no hubo nada semejante. Como Pablo al ser arrebatado al tercer cielo, los discípulos no ven nada, pues Moisés y Elías desaparecen; pero es para que presten atención a las palabras que resumen todo el pensamiento de Dios.

Mientras Pedro veía a Moisés y Elías, olvidaba la preeminencia de Cristo. «Hagamos tres enramadas», dijo. Así como lo hacen inconscientemente muchos creyentes, quería poner la ley y los profetas al mismo nivel que Cristo asociándolos a él. ¡Pobre discípulo! ¡Cómo se muestra poco digno de esta escena! ¡Sus palabras, su sueño y su temor traicionaban el estado de su alma! ¡Cuanto más resplandecía la perfección de Jesús, tanto más se multiplicaban las imperfecciones de Pedro! Y así lo vemos en cada ocasión hasta que llega a juzgarse plenamente a sí mismo. El Espíritu le comunica fuerza, la carne se la quita; el Espíritu le proporciona conocimiento, la carne se muestra ignorante, sobre todo de la cruz; el Espíritu le hace contemplar la gloria, la carne rebaja esta gloria al nivel de los hombres que fracasaron. Ocurrirá así en la escena del tributo (Mat. 17:24-27), en la cena, en Getsemaní, en el patio del pretorio, hasta que Pedro sepa lo que es la carne y reciba el poder de lo alto.

Pero la magnífica gloria, en lugar de alejar a los discípulos los atrae a Cristo, les coloca a sus pies como discípulos, diciéndoles: «A él oíd», y Pedro, con ellos, es introducido en los pensamientos del Padre acerca del Hijo amado. Sí, la Casa del Padre es el sitio de esta revelación. Los discípulos –ya lo hemos dicho– oyen una sola frase, breve expresión del pensamiento que la presencia del Hijo hace salir de la boca del Padre, pero es una frase que resume todo lo que se encuentra en su corazón: «Este es mi Hijo amado; a él oíd». Tal es nuestra bendición actual. Hemos recibido la comunicación del secreto del Padre; hoy nos introduce en una intimidad con él de la que gozaremos con más plenitud en la eternidad, pero que no podrá ser más grande. Allí veremos todo el despliegue de la gloria de Cristo y en esta gloria seremos vistos, pero ahora somos depositarios del pensamiento del Padre que nos revela al Hijo, del Padre que el Hijo nos revela. Una vez que la voz se hace oír, Jesús se queda solo con nosotros. Escuchándole, aprenderemos cada vez mejor lo que el Padre es para Él y para nosotros.

7 - La relación con el Hijo (Mat. 17:24-27)

En el monte, Pedro había visto a hombres asociados con Cristo en la gloria del reino; introducido enseguida en la nube, había entrado en la comunión con el Padre acerca de su Hijo [5]. Aquí, en la escena de las dracmas, el Señor asocia con él a su discípulo, no en la gloria futura, ni en un gozo celestial actual, sino aquí abajo, en la tierra, como un hijo de Dios que anda teniendo conciencia de su dignidad de hijo. Cuando el Señor les muestra a sus discípulos los compañeros de su gloria, llega un momento en el que estos últimos desaparecen, dejando a Jesús solo, «porque de tanto mayor gloria que Moisés es estimado digno éste» (Hebr. 3:3), a fin de que esta gloria sea reconocida en toda su preeminencia; pero, cuando el Señor asocia a Pedro con él como hijo, lo pone y lo guarda en la misma relación que la de él con su Padre. Estas tres frases: «Los hijos están exentos»; «para que no les demos motivo de escándalo» y «dáselo por mí y por ti» (V.M.) son la expresión bendita de esta relación.

[5] Destaco que no se trata, en esta meditación ni en las siguientes, de cómo Pedro captó las cosas que le fueron reveladas, sino del alcance de las revelaciones que le fueron hechas. En realidad, Pedro y sus compañeros no comprendieron estas cosas y no gozaron de ellas hasta después del don del Espíritu Santo.

¡Cuán poco conocemos y apreciamos esta última! Ser hijos de Dios, poseer una relación que no es inferior a la de Jesús hombre con él, resulta algo increíble, imposible, si ella no nos fuera afirmada por Dios. Apresurémonos a añadir que Cristo es Hijo de Dios bajo dos aspectos: como «el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre» (Juan 1:18), tiene una relación que nosotros no tenemos ni tendremos jamás, pero, como hombre, él es llamado Hijo de Dios (Sal. 2:7, Lucas 1:35), y nos coloca en esta relación, la que no ofrece más que una sola diferencia entre él y nosotros: él la tiene según su valor y su dignidad personal (por eso Dios, cuando Jesús aparece en este mundo, lo saluda con estas palabras: «Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy»; Sal. 2:7), mientras que nosotros somos únicamente hijos en virtud de su obra. Pero es maravilloso pensar que nuestra relación es absolutamente la misma: «Mi Padre y vuestro Padre… mi Dios y vuestro Dios». «Habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!» (Juan 20:17; Rom. 8:15; compárese con Marcos 14:36); ¡«herederos de Dios y coherederos con Cristo»! (Rom. 8:17).

Pero lamentablemente, como en todas las ocasiones, ¡la miseria de los pensamientos naturales queda en evidencia en el pobre discípulo! Cuando decía: «Señor, ten compasión de ti, en ninguna manera esto te acontezca» (Mat. 16:22), sus pensamientos eran humanos, es decir, ¡satánicos! ¡Como si Jesús hubiese podido pensar en escatimarse a sí mismo! En el monte, Pedro no sabía «lo que decía» (Lucas 9:33). Era una falta de inteligencia querer hacer de una escena futura una escena actual. Podríamos comparar las palabras de Simón («Bueno es para nosotros que estemos aquí», Mat. 17:4) con las de los cristianos actuales que esperan en la presente economía un reino de Cristo en la tierra por medio del Evangelio. Además, su falta de inteligencia introducía algo junto a Cristo: otra autoridad junto a la suya. Como lo dije antes, esto es lo que hacen tantos cristianos que mezclan la ley y la gracia: la gracia nos salva y la ley es nuestra regla de conducta. Los pensamientos terrenales de Pedro escandalizaron a Cristo, por lo cual él reprende enérgicamente a su discípulo; pero, en el monte, Dios responde con gracia a su ignorancia (¡qué condescendencia!) poniendo a Cristo ante él como el único a quien debería oír.

En la escena de las dracmas vemos en el discípulo el deseo de reclamar para su Maestro el carácter de un celoso judío. Es como el deseo, tan frecuente en nuestros días, de adaptar a Cristo a la religión de un mundo que lo ha rechazado, para hacer que este lo acepte, lo reconozca y lo honre. Pedro hubiese querido que Jesús no fuera tratado como extraño al sistema oficial y que no pareciera querer separarse de este. El Señor le muestra a su discípulo que él avanza teniendo en vista a Dios y no a un sistema. Si desde entonces Cristo resultaba extraño al judaísmo, era porque este último resultaba extraño a Dios, mientras que, respecto a Dios, Jesús es Hijo. Además, el Señor del templo no debe pagar el impuesto para el templo; él, el Creador, que tiene todo poder sobre la creación, no puede ser asemejado a la criatura; él, a quien incluso un pez del fondo del mar le trae el impuesto, no debe pagarlo.

¡Cuán miserables son los mejores pensamientos del hombre librado a sí mismo para apreciar a Cristo! Por eso el Señor jamás puede, en sus conversaciones, reconocer la inteligencia de Pedro, salvo en el caso en que este último había recibido una revelación del Padre que la carne y la sangre no habrían podido enseñarle. Pero, como lo hemos dicho, la gracia responde a la locura del discípulo. El soberano acepta esta posición de humillación, no merecida, para no darles motivo de escándalo. No procura combatir un sistema que Dios había abandonado, pero al que todavía no había juzgado. Aquel que realmente era ya rechazado no quiere escandalizar a los hombres que lo rechazan. Aunque es Hijo, acepta la posición de dependencia en que se le coloca. Además, no quiere que, de rehusarse a pagar las dracmas, su pobre discípulo quedase humillado y desairado ante el mundo. ¡Qué condescendencia!

Pero hace más; en su respuesta, revela a Pedro su asociación con él como Hijo del Dios soberano. En el monte, los discípulos habían recibido la revelación del Padre acerca del Hijo; aquí, Jesús revela a su discípulo una maravillosa relación de familia. Los dos son hijos de Dios; pero Pedro lo es solamente en virtud del hecho de que Cristo se humilló para salvarnos. ¡Tales bendiciones son actuales! En el monte había tres pobres pecadores sumidos en el temor, el sueño y la ignorancia, llamados a entrar en la Casa del Padre para tener comunión con él acerca de su Hijo; aquí, en Capernaum, vemos a un débil discípulo –cuyo celo humano por honrar a Cristo tiene como efecto rebajarlo– que es llamado tal como es a andar con él, en una constante humildad, pero ¡también consciente de su dignidad de hijo de Dios!

8. Sacerdocio y comunión (Juan 13)

Lo ocurrido en la cena revela a Pedro un nuevo aspecto del carácter de Cristo y de su obra: su sacerdocio en relación con la comunión. En el monte santo, el discípulo había sido ya introducido en el lugar mismo de la comunión y había oído al Padre expresar la complacencia que su Hijo le producía, pero Pedro tenía que aprender lo que necesitaba para tener esta comunión, o para mantenerla, o para ser reintegrado a ella si la había perdido. Nosotros, como el discípulo en el capítulo 17 de Mateo, podemos gozar en alguna medida de nuestras relaciones con Dios, sin tener una real comunión con él. La comunión es tener un mismo pensamiento y un mismo sentir con el Padre y el Hijo. El Señor lo expresa en nuestro capítulo cuando le dice a Pedro: «Si no te lavare, no tendrás parte conmigo» (v. 8). ¿Participamos sin reserva de las apreciaciones, pensamientos y afectos de Cristo? ¿Compartimos con Dios un mismo juicio acerca del hombre, del mundo, del pecado, un mismo pensamiento en cuanto a la obra de Cristo y al valor de su sangre; sentimos el mismo afecto que el Hijo por el Padre y que el Padre por el Hijo; experimentamos un gozo común acerca de la perfección de Cristo; tenemos un pensamiento común con el Hijo en cuanto al Padre para glorificarle, agradarle, hacer su voluntad, confiarnos a él, gozar plenamente de su presencia?

¡Desgraciadamente, cuando se trata de cumplir estas cosas, tenemos la necesidad de confesar que apenas si conocemos esta comunión! En verdad, los instantes en que gozamos de la comunión divina están como sumergidos por el conjunto de nuestra vida cristiana. Y, no obstante, nada nos falta para tenerla siempre, pues poseemos la vida eterna que nos introduce en ella (1 Juan 1). Pero si la comunión nos es tan poco familiar, no nos contentemos con esa medida y, por otra parte, no nos desanimemos. Dios ha proveído a todo lo que reclamaba nuestra incapacidad y nuestras faltas por medio del sacerdocio de Cristo.

Este sacerdocio tiene como base el amor, manifestado una vez en la cruz, pero no agotado, pues sigue y seguirá siendo el mismo hasta el final: «Jesús… como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Juan 13:1). Al Señor no le bastó salvarnos; su amor quiere salvarnos hasta el fin, y a ello se dedica como sacerdote. «Tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente (hasta la perfección) a los que por él se acercan a Dios» (Hebr. 7:24-25). Nada puede detener y ni siquiera trabar este servicio sacerdotal en favor de los suyos. En el mismo momento de la traición de Judas (Juan 13:2) se ciñe para lavar los pies de sus discípulos. La posesión de todas las cosas, su propia dignidad como quien viene de Dios y está para ir a Dios, tampoco lo alejan de este empleo servil; muy por el contrario, se sirve de su gran poder para ponerlo, humillándose, para servir a sus amados (v. 3-4). Tal es el amor manifestado en el sacerdocio.

El sacerdocio de Cristo tiene múltiples funciones. Sin hablar de su necesidad «para hacer propiciación» (Hebr. 2:17, V.M.), la vemos en ejercicio «para socorrer a los que son tentados» (2:18) y para hacernos capaces de acercarnos «al trono de la gracia» (4:16). La vemos en actividad para que podamos tener comunión con el Señor ahí donde él está (Juan 13) y, finalmente, para hacernos volver a encontrar esta comunión cuando el pecado nos la ha hecho perder (1 Juan 2:1). Al ser ejercido a nuestro favor, este sacerdocio presenta dos caras: una del lado de Dios y otra del nuestro. Ante Dios está por nosotros, es nuestro intercesor, pero nos socorre de su parte.

Desde el punto de vista de la comunión, encontramos en nuestro capítulo el lado compasivo del sacerdocio. Cuando Jesús dice más tarde a Pedro: «Yo he rogado por ti, que tu fe no falte» (Lucas 22:32), ello constituye la actividad del sacerdocio ante Dios para la restauración de su discípulo. Aquí vemos al Señor poniéndonos en contacto con la Palabra (el agua de purificación), la que él mismo aplica a nuestras conciencias y a nuestro andar, con el fin de darnos una parte actual –no futura– con él: «Si no te lavare, no tendrás parte conmigo» (Juan 13:8). Es lo que vemos con muy preciosos detalles en el tipo de la vaca alazana, en el capítulo 19 del libro de Números.

Pero, acerca de este sacerdocio de Cristo que así le era presentado, Pedro nada comprendía todavía y no podía entrar ahí donde Él quería introducirlo. Para ello le faltaban dos cosas, expresadas en estas dos frases: «Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después» (v. 7) y: «A donde yo voy, no me puedes seguir ahora; mas me seguirás después» (v. 36). Estas dos cosas son el conocimiento y el poder.

Pedro sentía un verdadero afecto por el Señor, pero este sentimiento no lo pudo preservar de la más grave caída. Le faltaba algo indispensable: el conocimiento, cuya ausencia hasta ese momento la podemos comprobar en los hechos más significativos de su vida. Cuando decía: «Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca» (Mat. 16:22), era su afecto el que hablaba así, y, no obstante, en ese mismo momento, Pedro era un Satanás que, no conociendo el corazón de Cristo, osaba pensar que el Dios de amor consentiría en ser un egoísta. Cuando, en el monte, él decía: «Hagamos aquí tres enramadas: una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías» (Mat. 17:4), también ello era expresión de su afecto por Jesús, pero el conocimiento de la gloria de esta persona le faltaba por completo, aunque sus ojos viesen la manifestación de ella. Ponía la gracia divina a un mismo nivel con la ley que «por medio de Moisés fue dada» (Juan 1:17) para condenar, y con la profecía que anunciaba el juicio. En la escena de las dracmas, el «sí» con que Pedro responde a la pregunta: «¿Vuestro Maestro no paga las dos dracmas?» (Mat. 17:24-25) también denota el afecto por su Maestro, a quien él pensaba honrar ante sus compatriotas, pero sin ningún conocimiento de la dignidad de aquel que era Dios, Creador, Señor del templo, Hijo del soberano sobre su trono. En un sentido, el conocimiento precede al afecto, porque, en el fondo, no es otra cosa que la comprensión, por medio del Espíritu Santo, de la obra, del amor y de la persona de Cristo; pero también aquél va detrás, porque el afecto por Cristo es el medio más excelente para conocerlo mejor. En este capítulo 13 de Juan, estas palabras de Pedro: «No me lavarás los pies jamás» denotan de nuevo su afecto, unido al sentimiento de la dignidad de Cristo, pero revelan ignorancia acerca del sacerdocio del Salvador y de un amor que encontraba su satisfacción en la abnegación del servicio. Luego, cuando el Señor le dice: «Si no te lavare, no tendrás parte conmigo» (v. 8), él pide que le lave no solo los pies, sino también las manos y la cabeza. Ciertamente, ese pedido era inspirado por su afecto hacia Cristo, porque estimaba como algo muy precioso tener parte con él, pero ese afecto estaba acompañado por una ignorancia completa acerca de la obra que había cumplido la purificación una vez para siempre [6].

[6] Digo «cumplido» porque, desde ese capítulo 13 hasta el final del capítulo 17, el Señor se nos presenta como si estuviera más allá de la cruz, ya que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre.

En este conocimiento de la obra y del amor de Cristo se encuentra también el secreto de todas nuestras relaciones con nuestros hermanos. Como el Señor los había amado, los discípulos debían amarse unos a otros (Juan 13:34); como él les había lavado los pies, ellos también debían lavarse los pies unos a otros (v. 14). Al respecto, observemos de paso que, cuando nosotros mismos tenemos necesidad de ser restaurados por medio del sacerdocio, no es el momento indicado para que lo ejerzamos en favor de nuestros hermanos. En el tiempo de la ley, para hacer aspersión con el agua de la purificación sobre aquel que se había manchado con un muerto hacía falta un hombre puro que no se hubiese manchado a sí mismo (Núm. 19:11-20). Si carecemos de vigilancia en nuestro andar, perdemos –junto con la comunión, que es la consecuencia de aquella– el gran privilegio de ejercer el servicio sacerdotal en favor de los demás.

Como ya lo hemos dicho, lo que le faltaba a Pedro en segundo lugar era el poder. Humanamente, lo caracterizaba una energía que le hacía afrontar las dificultades, pero, siendo ella una energía de la carne, no le hacía capaz de superarlas. «Aunque todos se escandalicen, yo no» (Marcos 14:29). «Mi vida pondré por ti» (Juan 13:37). «No te negaré» (Mat. 26:35). Tal es su lenguaje habitual. Siempre le guiaba el afecto, pero sin el poder divino; y este afecto no impide que el discípulo niegue a su Señor. El poder que le falta es el del Espíritu Santo, el que, además de ser exactamente lo opuesto al de la carne, únicamente se desarrolla en la medida en que la carne es juzgada. Hace falta, para que este poder se manifieste plenamente, que el hombre tenga conciencia de su completa impotencia.

Pedro no podía tener este conocimiento, ni este poder, antes de la muerte y la resurrección de Cristo, ni antes del don del Espíritu Santo, pero las experiencias que hizo, cuando todavía no poseía estas dos cosas, le fueron provechosas y lo son y lo serán para otros. En los Hechos, todo ha cambiado en el camino de Pedro. Se encuentra a cada paso conocimiento de Cristo, poder, olvido de sí mismo, acción bendita sobre los demás. Las cosas viejas pasaron; es el camino nuevo de un nuevo hombre.

9 - Pedro entra en tentación (Lucas 22:31-62)

Pedro había aprendido, en la escena del lavamiento de los pies, lo que era necesario para estar en comunión con el Señor. Si se repasan las bendiciones desarrolladas ante él desde el principio de su carrera, parece ser que el círculo está completo y que no le queda nada que aprender. Pero le queda algo sin lo cual todas esas bendiciones no tendrían efecto: el conocimiento y el juicio de la carne y de su absoluta incapacidad ante Dios. Lucas 22:31 introduce esta nueva escena: Satanás había pedido que los pobres discípulos le fueran concedidos para zarandearlos como a trigo. Como en el caso de Job, el Enemigo se había presentado ante Dios para acusarlos. Prevaliéndose del momento favorable a sus designios –pues el Señor les sería retirado y estarían sin defensa exterior– él los había pedido para ponerlos en la zaranda, muy seguro de que no quedaría nada que Dios pudiese aceptar. Así, Satanás pensaba arrancárselos a Cristo, pero se equivocaba. Sin duda, como resultado del zarandeo no quedaría nada del hombre, pero lo que Dios había producido en los discípulos debía quedar. En su odio, Satanás ignora que, si bien tiene todo poder sobre la carne, no tiene ninguno sobre Dios y sobre lo que viene de él. Dios acuerda a Satanás su pedido, porque él tiene propósitos de gracia y de amor para con Pedro y los discípulos como en otro tiempo los había tenido para con Job. Simón va a ser abandonado en las manos del Enemigo para que aprenda a conocerse. Hacía falta este medio para bendecirlo; otro fue el adoptado para con Saulo de Tarso. Este último adquirió el conocimiento de sí mismo en su primer encuentro con Cristo, en el camino a Damasco (Hec. 9:3-5). Por penosa que haya sido la experiencia, tuvo la dicha de hacerla con Dios, y no se vio obligado a volver a pasar por ella. Desde el principio pudo decir: «Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien» (Rom. 7:18), y también: «Nosotros… no teniendo confianza en la carne» (Fil. 3:3). Antes de este encuentro, su carácter natural llegado a su total desarrollo, se había manifestado plenamente en sus frutos. Las circunstancias habían demostrado que su carne estaba animada –sin razón y sin causa– de la más terrible enemistad posible contra Cristo. Su conciencia –y él tenía mucha, pues dijo: «Yo ciertamente había creído mi deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret» (Hec. 26:9)– lo había constituido en encarnizado enemigo de Jesús. Pedro, como lo hemos dicho frecuentemente, tenía mucho amor por el Señor. Si algo era capaz de impedirle que su carne obrara y que en cambio le permitiera tenerla sujeta, por cierto que era eso. ¡Sin embargo, su amor por Cristo no hacía más que infundir confianza a su carne! Incluso en Pablo, quien había aprendido su lección, la carne hubiese querido valerse de la comunión con Dios para enorgullecerse. A Pablo le hizo falta el ángel de Satanás para evitar que cayera y a Pedro le hizo falta la caída y la zaranda de Satanás para abrirle los ojos.

Pero, si bien el Enemigo había desplegado su actividad, Cristo se le adelantó y precedió al momento del zarandeo: «Yo he rogado por ti, que tu fe no falte» (Lucas 22:32). Había intercedido por Pedro incluso antes de que algo pasara en la conciencia del discípulo. La primera función del sacerdocio –la que se dirige a Dios– había tenido lugar sin que Pedro se enterara y con relación a una caída que aún no se había producido; la segunda función comienza después de la caída, cuando «vuelto el Señor, miró a Pedro» (v. 61) y alcanzó su conciencia. Una sola mirada de Cristo fue el punto de partida de todas las bendiciones que seguirían, cuando ella recordase al corazón del discípulo todo el amor que se había empleado para prevenir su caída, dándole seguridad de que este amor inagotable no se había alterado a causa de su infidelidad y finalmente tocara su conciencia para hacerle derramar el llanto amargo del arrepentimiento en presencia de la gracia.

Solamente entonces, Pedro, una vez vuelto, será capaz de fortalecer a sus hermanos (v. 32) y podrá empezar a obrar sobre el corazón y la conciencia de los demás. El servicio no se puede ejercer más que con el juicio de uno mismo. Todo lo que Pedro había aprendido anteriormente no podía calificarlo para desarrollar una acción bendita dirigida a sus hermanos; lo que lo hizo capaz fue el conocimiento de la gracia, cuyo punto de partida fue la experiencia que tuvo que hacer acerca de su absoluta indignidad.

Ahora el Señor deja que Pedro manifieste toda su confianza en sí mismo: «Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte» (v. 33). Dispuesto estoy: ¡por cierto que es la carne! ¡Dispuesto a afrontarlo todo! La carne, incluso advertida, tiene siempre confianza en ella misma. Si solamente tuviese un átomo de fuerza, la tan solemne advertencia del Salvador debería haberle impedido caer. Llega el momento en que Pedro, abandonado a sus propios recursos, acompaña al Señor a Getsemaní. El Maestro es dejado solo; ningún discípulo vela ni una hora con él. «Velad y orad» –les dice– «para que no entréis en tentación» (Mat. 26:41). Velar y orar es lo que hace Jesús. Si Pedro hubiese escuchado (dormía ante la tentación, así como dormía ante la gloria), la tentación lo hubiese encontrado preparado y en la dependencia de Dios, y no habría entrado en ella. Entrar en tentación, para seres carnales, era sucumbir. Solo Cristo podía entrar en ella y salir divinamente victorioso, y esta victoria solo la consigue por medio de la dependencia. Habría podido usar su poder para liberarse, pues vemos que ante su sola presencia sus enemigos retrocedían y caían en tierra; habría podido pedir legiones de ángeles, pero se somete, soporta la traición de Judas, abandona todos sus derechos (y ¡qué derechos!) entre las manos de los hombres, mudo como una oveja ante su trasquilador, sin una protesta, sin un murmullo. Pedro ni vela ni ora, entra en tentación y sucumbe enseguida. Impaciente, saca la espada para defenderse, derrama sangre en lugar de acompañar al Señor para ser afligido como él. Le sigue de lejos y entra en el patio del sumo sacerdote: la carne puede llevarle hasta ahí. En ese lugar, ¡toda su fuerza carnal se derrumba y se reduce a polvo ante la palabra de una sirvienta!

10 - El sepulcro (Juan 20:1-18)

Algunas mujeres y el discípulo amado habían asistido al último acto de la cruz. Antes de inclinar la cabeza y entregar su espíritu, el Señor había pronunciado estas palabras: «Consumado es» (19:30). Bendición de un alcance infinito para el corazón de los discípulos, quienes así recibían la seguridad de un amor divino que se compadece del estado de ellos y hace a cualquier precio lo que era necesario para responder a ese estado. ¡Consumado es! Una obra que no deja nada por hacer. La cruz no podía retener más la víctima. José de Arimatea y Nicodemo son los instrumentos escogidos por Dios para dar al Salvador un lugar con el rico en su sepulcro (19:38-42), allí adonde nos lleva el pasaje que acabamos de leer.

En efecto, conocer un amor que había llevado al Señor a descender por ellos hasta la muerte, no lo era todo, sino que quedaba mucho más por conocer: ¿Qué contenía el sepulcro? La muerte ¿qué había hecho del Salvador?, o más bien, ¿qué había hecho de ella el Salvador? Si la tumba lo había retenido, su obra era vana y ni uno solo de aquellos por los cuales se había entregado estaba absuelto o justificado. María encuentra el sepulcro abierto. Pedro y Juan ­comprueban que está vacío. Pedro entra y ve: los atributos de la muerte están ahí, dando testimonio de que ella no había podido retener su presa, que estaba vencida como resultado de un acto pacífico, sin lucha ni combate. El sudario estaba doblado en un lugar aparte. La prueba de la expresión «consumado es» era manifiesta; el amor que había empezado la obra la había llevado a buen fin, y los discípulos –quienes no conocían todavía la Escritura– quedan convencidos por el testimonio de sus ojos: creen y vuelven a casa con el conocimiento de una obra desde entonces terminada.

Sin duda es mucho lo que ahora saben los dos discípulos, pero, hecho humillante para ellos, es poco en comparación con lo que encuentra en el sepulcro una pobre mujer ignorante. María Magdalena, testigo del amor de Cristo que la había liberado de la plenitud demoníaca, amaba al Señor con un afecto producido por la grandeza de ese amor, el cual excedía en mucho su conocimiento. Feliz mujer, después de todo, pues el conocimiento de Pedro y de Juan puede adherirlos a una obra y dejarlos satisfechos, en tanto que el afecto de María no puede serlo; le hace falta otra cosa: ella quiere la persona que es su objeto. Pedro, quien había entrado en el sepulcro, no había visto más que los lienzos y el sudario; María, que buscaba a una persona, se inclina llorando ante el sepulcro y ve ángeles. Los lienzos les habían bastado a los discípulos, pero ni siquiera ángeles le bastan a María. Incluso en presencia de ellos, y sin esperar su respuesta, ella se vuelve, pues le hace falta su Señor. Al principio, su completa ignorancia de las cosas que debían suceder le impide reconocerlo, pero «Jesús le dijo: ¡María!» (20:16). Una sola palabra: «María».

¡Nada tiene de asombroso que pudiese haber un vínculo de afecto de María hacia Jesús, como tampoco que la persona tan perfecta del Salvador atrajera todos los pensamientos y todo el amor de un ser ignorante e imperfecto, sobre todo cuando este ser había sido el objeto de semejante gracia y de una liberación tan grande! Pero que hubiese un vínculo de afecto de Jesús hacia María, ¡eso sí que es maravilloso! Entre millares de millares la conocía por su nombre como su oveja, la recordaba como la más miserable. Exclama ella: ¡Maestro! Él no le responde: Ve a mis siervos, sino: «Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios». El afecto de María, a causa de haberse consagrado a Cristo recibe una revelación más grande que todas aquellas que Pedro había recibido hasta entonces. El amor que se consagra a su persona llega a ser el depositario de un conocimiento más amplio. Con el simple conocimiento de su obra, los discípulos se habían vuelto a sus casas; con el amor que la consagraba a su persona, María Magdalena había encontrado, a los pies del Salvador, ¡el conocimiento de los más gloriosos resultados de su sacrificio! Y es por eso que Pedro y Juan desempeñan un papel más borroso en esta escena; les precede una débil mujer que conserva la modestia de su papel. Los pies de los discípulos fueron rápidos, sin duda, para llevarlos al sepulcro; pero María es la primera en conocer el camino que lleva directamente al Padre y, volviendo sobre sus pasos con esta maravillosa revelación, ¡lleva el mensaje a los discípulos!

11 - El servicio y la alimentación (Juan 21:1-14)

Encontramos en este pasaje algunas enseñanzas a propósito del servicio y de la alimentación de los siervos del Señor. Examinémoslas detalladamente.

Simón Pedro, después de todas las experiencias hechas, parece estar calificado desde entonces para el servicio. Acompañado por otros seis discípulos, se va a pescar al mar de Tiberias. Esta empresa está caracterizada por el hecho de que Pedro se dispone a obrar por propia iniciativa. Los resultados de su trabajo son nulos y la noche transcurre sin que el apóstol y sus compañeros vean su actividad coronada por el éxito. Pedro empleaba los mismos procedimientos que había usado en la escena que precedió a su conversión. Cuántas veces, cuando Dios nos confía una actividad para servirle, empleamos la forma de obrar y tomamos las decisiones del hombre según la carne, de manera que nuestro trabajo permanece estéril. Es importante comprender que, en el ministerio, todo –absolutamente todo– debe ser de Dios y nada del hombre.

Cuando Jesús está en la playa, la escena cambia de pronto; la aurora de un día de bendición aparece con su presencia. Su presencia es la que hace falta ante todo. Mientras habían trabajado estando Él ausente, lejos de su mirada, el trabajo había sido estéril.

Esta escena tiene lugar al amanecer. Hay un momento especial, determinado por Dios, para prestar el servicio, y los discípulos, que ignoraban este momento, habían perdido el tiempo toda la noche. Encuentran los peces al lado derecho de la barca, en un sitio especial, conocido solo por Jesús, y Pedro debe atenerse a este conocimiento para ver su actividad coronada por el éxito.

Los discípulos echan la red según lo indica la palabra del Señor, ya que no pueden depender más que de esta. Capturan ciento cincuenta y tres grandes peces: su pesca, en este lugar, finaliza con un número determinado que solo el Señor podía conocer. A partir de ese momento tienen otra cosa que hacer: llevan el resultado de su trabajo a Jesús (v. 10). No pescan para ellos, ni para los demás, sino para el Señor únicamente.

¡Ojalá que nuestros corazones, queridos siervos de Cristo, aprendan esta lección sin excepción! ¿Cuándo, dónde, con quién, por medio de quién y para quién trabajamos? Nuestra vida ¿es una larga noche de actividad humana dirigida por la voluntad del hombre, o es como una aurora iluminada por la presencia del Señor, en la cual vemos nuestras redes llenarse porque trabajamos como siervos dependientes de él?

He aquí ahora el alimento. El Señor está en la playa y les dice: «Hijitos, ¿tenéis algo de comer?» (v. 5). «No», responden ellos. Piensan, sin duda, que este extraño, a quien no han reconocido todavía, tiene necesidad de alimento. Pero la pregunta del Señor les fuerza a confesarle que todo su trabajo no ha podido dar hasta ese momento nada para Cristo. Entonces les dirige estas palabras: «Echad la red» (v. 6). Es como si les dijese: Si queréis darme algo, es necesario que lo hayáis recibido de mí. Desde ese instante Juan, a quien Jesús amaba, no puede seguir desconociéndole, pues el Señor era para él aquel que da y a quien no se le da.

Pero otro aspecto sobresale aquí: los propios discípulos no tenían nada que comer. El trabajo no alimenta, sino que despierta el hambre. Incluso un trabajo productivo, una pesca milagrosa, dejaba a los discípulos expuestos al hambre. Cuántas almas, en nuestros días de actividad, permanecen en un estado de aridez a pesar de su trabajo, porque se hacen ilusión sobre los beneficios que esta actividad les reporta para su vida espiritual. No es en el mar, en medio del esfuerzo y de la agitación que les rodea, sino en la playa, con tranquilidad, donde los discípulos oyen estas palabras del Señor: «Venid, comed» (v. 12). Esta comida no es preparada con los peces que han sacado de su red. Había sido preparada por el Señor mismo, quien la distribuye. Ellos se alimentan del resultado del trabajo de Cristo, de lo que Él solo ha hecho por ellos. Dios quiera que así sea también para nosotros. Después de haber llevado al Señor el fruto del servicio para que él haga lo que juzgue conveniente, sepamos sentarnos para compartir la comida a la cual nos invita, sepamos alimentarnos de él en el retiro de la playa. Recurramos siempre –no solamente para proveer a los demás, sino ante todo para nosotros mismos– a la santa Palabra que revela a Cristo. Después de haber tomado su comida, a Pedro le fue confiado un servicio mejor, en cumplimiento del cual fue capaz de distribuir el alimento a los corderos y a las ovejas del Señor.

12 - El alma restaurada (Juan 21:15-17)

Después de haber satisfecho a todos sus discípulos, testimoniándoles así un amor que no hacía ninguna distinción entre ellos, el Señor lleva a Pedro aparte y le pregunta: «Simón, hijo de Jonás ¿me amas más que éstos?». Pedro amaba al Señor, pero había un discípulo que lo amaba, no diré más, pero sí mejor que Pedro. Mientras este último estaba ocupado en su servicio, Juan estaba pendiente del Señor. Jamás se nombra a sí mismo como el discípulo que amaba a Jesús, sino como el discípulo a quien Jesús amaba. Lo que le parecía maravilloso consignar era que Jesús amase a un ser tal como él, y no se cansa de repetirlo. Jonatán amaba a David como a sí mismo, y sin embargo no sacrificó su posición por él (1 Sam. 18:1; 20:42); el amor de Abigail, al que más se parece el de Juan, no era más que la conciencia de ser amada por semejante hombre, ella, «una sierva para lavar los pies de los siervos de su señor» (1 Sam. 25:41). Juan, como María Magdalena, estaba pendiente de la persona y del amor de Cristo, por eso puede reconocer a Jesús rápidamente y no tiene necesidad, como Pedro, de que alguien le diga: «¡Es el Señor!» (Juan 21:7; 20:16). Pedro se echa al mar, con toda la impetuosidad de su naturaleza, para reunirse con él y mostrarle todo su afecto; Juan se contenta con ser el objeto del amor de Jesús.

«¿Me amas más que estos?». Pedro había dicho que lo amaba más y, sin embargo, lo había negado. El Señor –por así decirlo– lo toma de la mano y vuelve con él al punto de partida de su caída, a su confianza en sus propias fuerzas y en su amor por Cristo. En las últimas conversaciones del Salvador con sus discípulos, tres afirmaciones de Pedro expresan claramente el estado de su alma: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré» (Mat. 26:33); «Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte» (Lucas 22:33) y «Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? Mi vida pondré por ti» (Juan 13:37). El Señor va a retomar estas tres afirmaciones, empezando por la primera: «Aunque todos se escandalicen». «¿Me amas más que estos?». Todos ¡desgraciadamente! le habían abandonado, pero ¡únicamente Pedro lo había negado! Pedro, pues, no puede apoyarse más sobre su amor para compararse a otros. En su humillación ya no confía en sus sentimientos, sino al conocimiento que tiene el Salvador, y este sabía... «Sí, Señor; tú sabes que te amo». No añade: «más que estos», pues se compara a Cristo y con humildad estima a los otros superiores a él mismo.

Entonces Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos». Es de la humildad, unida al amor por el Señor, de donde procede el pastoreo espiritual en favor de las almas jóvenes. Cuando el Señor encuentra estas cosas en los suyos, les puede confiar tal oficio. Otros dones, quizás, no estén también absolutamente vinculados al estado interior; pero, para atender realmente las necesidades de las almas frágiles se necesita abnegación y mucho amor, no solamente por estas, sino también por Cristo.

«Apacienta mis corderos». Esta única frase nos muestra lo que ellos son para Jesús y el valor de lo que el Señor confía a Pedro. Ellos son su propiedad. El corazón de Cristo no había cambiado en cuanto a Simón; al primer paso que da el discípulo en el penoso camino que lleva a la completa restauración, el Señor le confía lo que él ama. El corazón de Pedro estaba quebrantado, pero sostenido por Cristo en este estado. Jesús no lo sondea tres veces para darle una respuesta tan solo después de la tercera, sino que la da tras la primera. ¡Qué delicadeza de afectos y de cuidados acompañan a la disciplina! Si las tres preguntas hubiesen sido hechas sin agregar el estímulo de una promesa tras cada una, este corazón afligido por su falta habría quedado abatido por una tristeza demasiado grande. La promesa, por el contrario, lo sostiene cada vez que es sometido al golpe destinado a quebrantarlo. Es como la zarza ardiente que la gracia impedía que fuese consumida (véase Éx. 3:2). Jesús sondea a Pedro tres veces, porque él había negado a Jesús tres veces. A la última ¿qué queda de él? Nada más que lo que el Señor puede ver y ha producido. Aflicción, sin duda, pero unida a la certidumbre de que este amor, fruto de su amor, sepultado a los ojos de todos bajo las manifestaciones de la carne, la sola mirada de Cristo y su conocimiento de todo sabrían distinguirlo y reconocerlo. «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo». De la segunda pregunta resulta el pastoreo de las ovejas, como consecuencia de la tercera la alimentación de todo el rebaño es puesta por fin entre las manos de Pedro. Entonces, cuando la gracia le hace volver los ojos sobre sí mismo, se ve obligado a apelar al Señor para que él descubra lo que Pedro se resiste a descubrir. Solo entonces se encuentra en posesión de una bendición completa y sin reserva.

13 - Sígueme (Juan 21:18-19)

Pedro, confiando en sí mismo, había dicho: «Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte» (Lucas 22:33). Una vez que el alma del discípulo ha sido quebrantada, el Señor lo puede instruir: «De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas adonde querías». Al principio de su carrera, él disponía, por así decirlo, de su propia fuerza (el cinto es lo que fortalece los riñones del hombre*1; la confianza en sí mismo era el resultado de ello. Iba adonde quería y así andaba con independencia. «Mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará adonde no quieras». Al final de su carrera, cuando la vejez hubiera abatido su fuerza natural, dependería de otro para juntar alguna fuerza y debería consentir en ser guiado por otros, quienes lo llevarían adonde su voluntad jamás lo habría conducido. Pedro había dicho: «no solo a la cárcel, sino también a la muerte». Esto tendría lugar, pero de ninguna manera merced a las fuerzas del hombre, sino a causa de la debilidad del anciano. «Esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios». Dios sería glorificado con el completo quebrantamiento del hombre cuando, sintiéndose viejo y endeble y siendo conducido por otros contra su voluntad, parecería haber llegado a ser un instrumento inútil. Habitualmente ¡qué mal juzgamos lo que conviene a Dios y lo honra! Cuando, heridos en nuestros cuerpos, quizá en nuestra inteligencia, somos arrumbados por los hombres, cuando, sintiendo nuestra inutilidad, nos sentiríamos tentados a decir, como el mundo, que ya no somos buenos para nada, Dios declara que le somos útiles. Hasta aquí el discípulo, con toda su energía, más bien había deshonrado que glorificado al Señor. Ahora el hombre va a envejecer, a debilitarse, a morir y, ante su muerte, Dios dice: Esto es lo que me glorifica. Ello se debe a que esta gloria no se realiza más que en vasos quebrantados, dependientes, que no tengan más fuerza que la de Dios.

*1 Es interesante ver en la Palabra que uno se ciñe para andar (Éx. 12:11), para servir (Lucas 12:35) y para combatir (Efe. 6:14).

Entonces Jesús le dice: «Sígueme». Responde a la pregunta hecha antaño por Pedro: «¿Por qué no te puedo seguir ahora?» (Juan 13:37). Desde entonces va a poder seguirle.

Pedro se vuelve y ve que les seguía Juan, «el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de él, y le había dicho: Señor ¿quién es el que te ha de entregar?» (21:20). Tres cosas caracterizan aquí al discípulo amado. Él tenía la convicción de ser objeto del amor de Cristo, tenía confianza en Cristo solamente y su actitud durante la cena mostraba que tenía con el Maestro una intimidad de comunión que otros no poseían. No hay motivo más sencillo para seguir a Jesús que este: su amor, que nos resulta conocido, nos lleva tras él, este amor gana naturalmente nuestra confianza y nos pone en comunión con el Señor. Ahora le era permitido a Pedro que siguiera al Señor paso a paso, pasando por la muerte. Las experiencias de sí mismo, antes de haber «vuelto» (Lucas 22:32), estaban terminadas a partir de ese momento; había perdido confianza en él y ganado confianza en Cristo; ahora entraba en el bendito camino en el cual iba a aprender a poner en práctica la dependencia hasta la muerte. Digo: “iba a aprender” porque esta dependencia no se aprende de un solo golpe y de una vez, cualquiera sea la profundidad del trabajo efectuado en el alma. «Cuando ya seas viejo», dice el Señor; Pedro debía ser probado hasta la muerte y ahí, como para su Señor, se vería la culminación de una vida destinada a glorificar a Dios. Juan tiene otra misión: no está destinado a seguir el camino de Cristo con una muerte violenta, sino a quedar figuradamente hasta que el Señor venga, asistiendo a la decadencia y a la ruina de la Iglesia y, en relación con ella, a la poderosa venida del Señor, cuyo cuadro –en relación con el reino– habían visto los discípulos en el monte santo. Pero Juan también sigue al Señor. No tenía necesidad, como Pedro, de una orden o de un estímulo para seguirlo, pues el amor lo atraía tras él.

Mientras siguiese al Señor, Pedro no tenía por qué preocuparse de los demás. «¿Qué a ti? Sígueme tú». En el momento en que uno se vuelve, cesa de seguir y se detiene. Esto es algo serio. Para seguirlo, hace falta unidad de pensamiento y un ojo sencillo. Pedro no podía estar pendiente a la vez de Juan y de Cristo. Para seguir bien al Señor hace falta que él se haya apropiado tan poderosamente de nosotros que no nos pertenezcamos más. Es este el único medio de llevar valerosamente nuestra cruz; estimamos que solo Jesús vale la pena ser seguido aquí abajo, incluso al precio de una vida de sufrimientos. Los discípulos lo siguieron de dos maneras: antes y después de la cruz. En el primer capítulo del evangelio de Juan, Jesús le dice a Felipe: «Sígueme»; en el último capítulo, le dice a Pedro: «Sígueme» (v. 43). En el primer caso, antes de la cruz, los discípulos lo habían abandonado todo para seguirlo, pues tenían fe en él, pero el andar de ellos se detuvo ante el Calvario, y todos huyeron. Pedro persistió más, y lo siguió de lejos; pero ya vimos dónde terminó esto.

Más allá de la cruz, el camino interrumpido prosigue, pero desde entonces los discípulos siguen a un Cristo resucitado, celestial, quien imprime su carácter al andar de ellos. Este andar se convierte en celestial. Antes de la cruz, aunque con otros motivos y sentimientos que los de los discípulos, la multitud podía seguirlo; después de la cruz, el mundo ya no puede hacerlo, pues para ello hace falta ponerle fin al viejo hombre y tener el poder del Espíritu, dos cosas que solo el creyente encuentra en la muerte y la resurrección de Cristo.

Quiera Dios darnos una sostenida y siempre creciente intensidad de energía para seguirlo. Si le seguimos a él, quien nos ha dejado su modelo con el fin de que sigamos sus pisadas (1 Pe. 2:21), llegaremos a ser modelos para otros. Nuestro inmenso privilegio es el de poseer en él al hombre modelo que anduvo aquí abajo con una perfección absoluta y al hombre modelo santificado para nosotros en el cielo; pero si le seguimos –lo repito– podemos llegar a ser modelos para nuestros hermanos. El apóstol Pablo decía: «Hermanos, sed imitadores de mí, y mirad a los que así se conducen según el ejemplo que tenéis en nosotros» (Fil. 3:17). Pablo no se proponía como quien debía ser seguido –lo que habría sido sustituir a Jesús–, pero ofrecía el ejemplo de un hombre que, no teniendo por objeto más que esta bendita persona, se había puesto a seguirla aquí abajo y corría hacia ella teniéndola por meta en la gloria. Así la personalidad de Pablo no ocultaba a sus hermanos la persona del Señor, sino que, muy al contrario, la ponía en plena luz como el único objeto digno de ser seguido, ¡digno de ser alcanzado!