Índice general
El primer amor, el amor fraternal y la verdad
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El amor por Dios y Jesucristo Como reunirse hoy en dia de acuerdo con el pensamiento de Dios
Temas:1 - La libre acción del Espíritu Santo en la evangelización
Quienes tienen en el corazón el testimonio de nuestro Señor Jesucristo constatan con gozo y acción de gracias el considerable movimiento que se ha producido en los últimos años [1] para la propagación del Evangelio. El rasgo característico de este movimiento data solo de unos 100 años. Actualmente, un gran número de evangelistas reconocen la libre acción del Espíritu de Dios, al margen de todas las pretensiones clericales que hasta entonces habían obstaculizado esta obra.
[1] Tratado escrito en 1914.
Desde los primeros días en que esta libertad del Espíritu solo era reconocida, proclamada y practicada por unos pocos, ha avanzado mucho; ya no es combatida ni desaprobada, sobre todo en los países protestantes. Sin embargo, el sistema clerical sigue prevaleciendo en gran medida en las misiones protestantes en los países paganos.
2 - No solo la evangelización
Sin embargo, pronto todo espíritu serio comprometido con la bendita obra de la evangelización se da cuenta de que salvar almas no es el único objetivo de los obreros del Señor. Los nuevos conversos están desarmados e indefensos contra el Enemigo, como niños recién nacidos. Cuando el Señor, mediante la conversión, los ha sacado del mundo, este último hará todo lo posible por volver a apoderarse de ellos; y, por otra parte, los sistemas religiosos en los que muchos de ellos han nacido o se han convertido, y que en realidad no son más que el mundo disfrazado con el ropaje respetable de la profesión cristiana, los retienen con 1.000 lazos de costumbre, parentesco, sociedad y, a menudo, por la edificación que han encontrado en ellos. Ante los peligros que corren estas almas aún jóvenes en la fe, los que realmente tienen en el corazón a las ovejas del Señor sienten la necesidad de ponerlas a salvo en el seno de la familia de Dios y de hacerles comprender el verdadero lugar que todo cristiano debe ocupar en la Asamblea, Cuerpo de Cristo en la tierra.
3 - ¿A qué grupo de cristianos unirse?
Cuando estas jóvenes almas son conscientes de los peligros que corren, a menudo los oímos, tras el gozo inicial de la salvación, plantearse estas angustiosas preguntas: “¿Qué debo hacer? ¿A quién debo acudir? ¿Debo, como me aconsejan, permanecer en el entorno en el que me convertí, católico o protestante? Si no, ¿a quién me uniré?” Es fácil responderles como Abraham a Eliezer: «Irás a mi tierra y a mi parentela» (Gén. 24:4). No dejes que mi hijo vuelva al país de donde salí. Es decir: no vuelvas al mundo del que Dios te ha sacado, busca la familia de Dios. Pero con estas palabras, la dificultad no queda resuelta. Como el Espíritu de Dios no se ha limitado en nuestros días a ampliar las barreras clericales que obstaculizaban la evangelización, sino que en muchos lugares las ha derribado, así también ha querido despertar, por todas partes, los corazones de los hijos de Dios, para animarlos a reunirse únicamente como creyentes y no sobre la base de una vana profesión. El alma seria, iluminada en este punto, siente que no puede seguir asociada a una profesión sin vida, y busca asociaciones de hijos de Dios reunidos por una fe común. Las encuentra por todas partes, pero comprueba con tristeza que estas asociaciones cristianas están separadas unas de otras. ¿A cuál unirse? El alma constata entonces que la condición de hijo de Dios no basta a estas asociaciones, sino que cada una de ellas se basa además de ello en otros principios que las convierten en cuerpos o corporaciones diferenciados de los demás, como los bautistas, los metodistas, etc., etc. Ella suspira por un guía seguro que la conduzca a través de este laberinto. La Palabra de Dios se convierte para ella en ese guía indiscutible. Esta Palabra pone de manifiesto todo lo que, en estas diversas asociaciones, responde o no responde al pensamiento de Dios, y el creyente guiado por el Espíritu Santo no tarda en discernirlo.
El deseo sincero de obedecer el pensamiento de Dios, revelado en su Palabra, impide al creyente unirse a estas diversas denominaciones. Ha encontrado en las Escrituras una guía infalible que está obligado a seguir. Ya no le basta con buscar la comunión de los hijos de Dios sobre la base de una fe común, sino que necesita encontrarla sobre la base de toda la Palabra de Dios, que forma una unidad divina. Al consultar esta Palabra, aprende que los cristianos no solo están unidos por una fe y un origen comunes, como nacidos de Dios, sino que, en virtud de la muerte y resurrección de Cristo, están formados todos juntos en un solo Cuerpo por el Espíritu Santo, que los une a Cristo, Cabeza celestial de su Cuerpo en la tierra. Se da cuenta de la inmensa importancia de esta unidad del Cuerpo de Cristo, ya que Dios la estableció en este mundo para la gloria de su Hijo –«[Hay] un [solo] cuerpo y un [solo] Espíritu» (Efe. 4:4– y que subsistirá eternamente como «la plenitud del que todo lo llena en todo» (Efe. 1:23). También comprende que es absolutamente necesario cumplir prácticamente esta unidad según la recomendación que se nos hace de «guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Efe. 4:3). Comprende entonces que consentir en formar parte aquí de otro cuerpo que no sea el de Cristo sería negar una verdad fundamental del cristianismo.
4 - Ruina de la Iglesia y unidad del Cuerpo de Cristo
Observemos de paso que la ruina de la Iglesia, predicha por los apóstoles y que ya comenzó en su tiempo (Hec. 20; 2 Tim. 2; 3; 1 Juan; 2 Pe. 2; 3; Judas), no impide en modo alguno la proclamación y la manifestación de la unidad del Cuerpo. Si la inmensa mayoría de los cristianos se niega a unirse a este testimonio, puede recaer en 2 o 3 manifestar esta unidad por todos sus hermanos, dispersos en los sistemas religiosos del mundo. Cuanto mayor y más irremediable es la ruina, más importante es manifestar esta unidad y establecerla como una bandera plantada en una colina elevada que sirva de punto de reunión para todo el pueblo de Dios. Esta unidad existe a pesar de la ruina, y sigue existiendo a los ojos de Dios, pero estamos obligados a hacerla realidad a los ojos de los hombres. La Iglesia, la Asamblea del Dios vivo, ha fracasado por completo en esta tarea. ¿Es esto motivo para declararla imposible o para no volver, aunque solo sean 2 o 3, con humildad y contrición, a lo que se estableció al principio? «Paraos en los caminos», dice el profeta en un tiempo de decadencia, «y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestra alma» (Jer. 6:16). La Mesa del Señor, donde hay un solo pan del que todos participan, es el lugar donde se manifiesta esta unidad del Cuerpo de Cristo, sin importar el número de hijos de Dios que se reúnen allí (1 Cor. 10:17).
La proclamación de la unidad del Cuerpo de Cristo es, por tanto, tanto más necesaria cuanto que, en nuestros días, esta unidad parece irrealizable en la práctica. La historia de la unidad de las tribus de Israel, sin ser idéntica a la unidad del Cuerpo de Cristo, compuesto de miembros y no de asambleas, nos ofrece un ejemplo llamativo. Fue proclamada desde la entrada en Canaán por las 12 piedras colocadas en medio del Jordán y por las 12 piedras en Gilgal. Fue representada en el tabernáculo del desierto y luego en el templo de Jehová, por los 12 panes de la mesa de la proposición y por las 12 piedras del pectoral. Más aún, los sacrificios y el número de víctimas en el culto de Israel la proclamaban constantemente. Pero cuando, aparte de un remanente oculto, todo Israel apóstata se entregó al culto de Baal, el profeta Elías fue el único que volvió al altar de 12 piedras, ya fuera ante Jehová, ya como señal de reunión a la vista de todos. Tras la ruina total del pueblo, Ezequías celebró la Pascua para todo Israel como símbolo de su unidad e invitó a los restos de las 10 tribus de entonces (2 Crón. 30:114). Del mismo modo, Josías, después de las iniquidades de Manasés y Amón, celebró la Pascua para todo Judá y para las 10 tribus, aunque estas últimas ya no existían como nación (2 Crón. 35:18). En tiempos de Zorobabel, durante la dedicación de la casa, cuando solo quedaba un pequeño resto de Judá y Benjamín, se ofreció el sacrificio por el pecado «por todo Israel, conforme al número de las tribus de Israel» (Esd. 6:17). –Hoy, la unidad de todos los miembros del Cuerpo se proclama en torno a Cristo, la verdadera Pascua, en el lugar donde Dios hace habitar su nombre, es decir, en la Asamblea, y por todos aquellos que, separados del mundo, han aplicado sus corazones al conocimiento y la inteligencia de los pensamientos de Dios.
Hemos seguido hasta aquí al creyente en el desarrollo de sus convicciones sobre el testimonio colectivo que conviene a los hijos de Dios en este mundo: parecería que ha alcanzado la meta al reunirse con los hijos de Dios que proclaman la reunión en torno a Cristo solo, y no forman parte de ningún otro cuerpo que no sea el Cuerpo de Cristo. Pero entonces, un nuevo obstáculo se presenta ante los ojos del fiel. Hace una observación que desconcierta a los sencillos y les hace abandonar para siempre la búsqueda del camino de Dios en lo que respecta a la Asamblea. Se da cuenta de que, si las divisiones han sido y siguen siendo incesantes en todas las sectas de la cristiandad, han tenido, entre aquellos cuyo testimonio tenía por objeto proclamar la unidad del Cuerpo de Cristo, un carácter peor, por el hecho de que conocían esta preciosa verdad y la cubrieron de oprobio, ¡ellos que debían ser sus testigos!
Si, pues, los mismos que se reunían en el terreno de la unidad no han escapado a la defección general, sino que se dividen, ¿habrá que abandonar como irrealizable la verdad que han descuidado o perdido de vista? ¿Debemos considerar impracticables los mandamientos de Dios? Pero ¿hay otra base que la Palabra de Dios para guiarnos? ¿No sería una rebelión contra Dios no obedecerle? ¿Hay, pues, una nueva luz que nos ilumine en el camino de Dios, en medio de estas divisiones incesantes? Voces, aún irritadas por un conflicto reciente, dicen a los creyentes perplejos: Vengan a nosotros, al terreno de un principio bíblico: la autoridad de la Asamblea. Este principio es la verdad. Es la verdad la que nos ha separado de nuestros hermanos. Otras voces, más insinuantes y numerosas, se hacen oír: Vengan a nosotros. Abandonen los principios que han llevado a nuestros hermanos a una ruina humillante. Nos reunimos, no sobre el principio abstracto e irrealizable de la autoridad de la Asamblea, y menos aún sobre el de la unidad del Cuerpo de Cristo, sino sobre un terreno práctico. Vengan, porque mientras otros han abandonado el primer amor, entre nosotros encontrarán el amor fraternal, que nos une a pesar de las inevitables divergencias, que sin duda hacen que las asambleas sean independientes unas de otras, pero unidas en la práctica.
Ahora bien, es precisamente al final de su angustiosa búsqueda, en el punto en que la decisión definitiva se vuelve la más difícil de toda la carrera que ha recorrido, cuando conjuramos a los creyentes a detenerse y a considerar, a la luz de la Palabra, el camino al que se les invita a comprometerse. Les gritamos: el Enemigo busca engañarles. No deben unirse a los hijos de Dios basándose simplemente en algunos principios aislados o simplemente en el amor fraternal. En el primer caso, solo encontrarían aridez sectaria, basada en una verdad mal conocida y mal interpretada, que no excluye ni el orgullo espiritual, ni la animosidad contra los hermanos, ni el rechazo de quienes piensan de manera diferente a ustedes; en una palabra, principios que son la negación del amor, ya sea en teoría o en práctica. En el segundo caso, encontrarán un amor desviado y aislado de su fuente, un amor separado de la verdad; y, cuando, quizá demasiado tarde, se abran sus ojos, habrán perdido la confianza en su sinceridad.
Examinemos, pues, juntos la alternativa que se nos presenta; veamos si aún es posible resolverla y encontrar un camino divino en medio del vergonzoso desorden de los pensamientos del hombre. Para encontrarlo, no hay luz nueva, como se preguntaba el alma en su angustia; solo hay un único hilo conductor infalible. Mantengámoslo invariablemente en nuestra mano. Es la Palabra de Dios, captada por la fe y aplicada a nuestras almas por el Espíritu Santo. No necesitamos nada más. Por lo tanto, no la abandonemos ni un solo instante. El camino que recorrer será largo, tal vez, pero tarde o temprano nos llevará a la luz.
5 - El amor fraternal y el primer amor
Comencemos nuestro examen por el amor fraternal, que se propone como punto de unión de los hijos de Dios. Desde el principio es muy importante recordar que, por muy valioso que sea el amor fraternal, no es el «primer amor». Este último, tan delicioso de encontrar en la Palabra, en el seno de la iglesia naciente de Tesalónica, no es el amor de los cristianos entre sí, sino el amor a Cristo, o, más exactamente, el amor de Cristo, conocido, sabido, realizado en el corazón de los creyentes. En efecto, el primer amor, como el imán, no se mide por la débil magnetización que recibe la aguja de la brújula, sino por el polo magnético que se la comunica. Este amor es derramado por el Espíritu Santo en el corazón de los que han creído. Entonces la gracia los reúne en torno a Cristo fuera del mundo. En 1 Tesalonicenses 1, tras la conversión de estos primeros cristianos, el amor de Cristo los había reunido y se había apoderado tanto de sus corazones que toda su actividad brotaba de él, como un río brota de su fuente. Así, su obra de fe, su trabajo de amor y su paciencia en la esperanza tenían como único punto de partida «nuestro Señor Jesucristo», y cada una de estas 3 ramas de su actividad brotaba, por así decirlo, de este único tronco. Su fe estaba unida a Cristo; su trabajo por sus hermanos y por todos los hombres se realizaba por Cristo; sus miradas se elevaban, atraídas por el amor de Cristo, y esperaban pacientemente a su Salvador.
Tal es el primer amor. La Epístola de Pablo a los Efesios nos ofrece un segundo ejemplo. Si más tarde, en el Apocalipsis, vemos que lo habían abandonado, es porque primero había existido entre ellos. Pablo nos lo muestra en su flor y en su plenitud entre los cristianos de Éfeso. Esta Epístola está llena de la adorable persona del Señor y del lugar privilegiado que tenemos en él ante Dios. Cuando nos exhorta al amor fraternal, e incluso al amor en las relaciones naturales establecidas por Dios, dice: «Andad en amor, como también Cristo nos amó» (Efe. 5:2), y «Maridos, amad a vuestras mujeres, como también Cristo amó a la Iglesia» (Efe. 5:25). Cuando, en el Apocalipsis, Éfeso había abandonado el primer amor, los frutos aún persistían; por ejemplo, el esfuerzo por los hermanos no había desaparecido, pero la actividad cristiana había sustituido en los corazones el amor de Cristo. Por eso el juicio de la asamblea estaba a las puertas. Notemos que en el Apocalipsis no se trata tanto de una iglesia local, sino de la Iglesia, la Casa de Dios, en general, la Asamblea de la que forman parte todos los cristianos. Este primer amor se ha perdido y nunca se recuperará como característica del conjunto de la Iglesia responsable. Esta ya solo tiene que esperar el juicio y, al final, será vomitada de la boca del Señor.
Lo que caracteriza, pues, la pérdida del primer amor entre los cristianos es que, a pesar de su aparente actividad, el Señor ya no ocupa el primer lugar en su corazón. Han dejado que otros intereses se apoderen de él, y Jesús ha quedado relegado a un segundo plano. La mundanidad en todos sus aspectos, las formas eclesiásticas, el orgullo espiritual que se adorna con los dones espirituales como si fueran cualidades personales –y quién sabe qué más, porque la lista sería larga– han usurpado el lugar de Cristo. Es más, en el momento en que dejamos que cualquier interés, o las consideraciones de la vida práctica, incluso la más correcta –y no hablamos aquí de cosas malas en sí mismas–, sustituyan a Cristo en nuestros corazones, la quiebra del primer amor ya está pronunciada. Incluso puede suceder, porque el corazón es desesperadamente malvado, que el amor fraternal sirva de pretexto para usurpar el lugar del primer amor, es decir, de Cristo mismo. Se ha visto a cristianos sufrir que se blasfemara el nombre de Cristo, antes que romper con los blasfemos y abandonar hacia ellos lo que se llamaba «el amor fraternal».
En el mismo momento en que esto ocurría, se abandonaba el primer amor, y el amor fraternal, que se creía poder separar del amor de Cristo, dejaba de tener realidad cuando se pesaba en la balanza del santuario. El ejemplo que acabamos de citar se refiere más bien a la asamblea local que a la Iglesia como Cuerpo. En efecto, a lo largo de la historia de la Iglesia, el primer amor, perdido por la Asamblea en su conjunto, para no volver a ser recuperado por ella, se manifestará de manera conmovedora en un ámbito restringido, donde la unidad del Cuerpo de Cristo era proclamada por la reunión de los santos a su alrededor. No es necesario mencionar a este respecto a los cristianos que se reunían así en Francia en los primeros tiempos de la Reforma, ni a los hermanos moravos en sus orígenes, ni a otros que vinieron después con más luz. Entre todos ellos, el primer amor se reprodujo localmente, como había sucedido una vez en toda la cristiandad. Pero, tanto en conjunto como en detalle, el mundo (y esta es la tendencia habitual) se introdujo en la Asamblea y se abandonó el primer amor. Así ha sido siempre en la historia del pueblo de Dios, ya sea en Israel o en la Iglesia.
Acabamos de mencionar a Israel. Nada es más conmovedor que ver la descripción de su primer amor en el profeta Jeremías (2:1-3): «Me he acordado de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en el desierto, en tierra no sembrada. Santo era Israel a Jehová, primicias de sus nuevos frutos». El Pastor de Israel, su Salvador, su verdadero esposo, estaba ante los ojos de la Esposa judía. Ella caminaba tras él por el desierto, donde no había ningún atractivo para su corazón; solo tenía ojos para Él; estaba ciega a todo lo demás, santa, separada, para complacerle, de todo afecto que no fuera el suyo. ¿Qué le importaba el «en tierra no sembrada»? Estaba atada a su Señor por cuerdas de amor (Jer. 31:3). Pero ¿qué sucedió después? 10 tribus fueron infieles y establecieron a sus dioses falsos junto a Jehová. El primer amor ya no existía. Dios quitó su lámpara de su lugar, y desaparecieron de la escena. Judá aún permanecía, ya corrompida en su conjunto, pero Dios, que se deleita en considerar el bien, aún veía que «las cosas fueron bien» (2 Crón. 12:12). Para reanimar estos restos desfallecientes, produjo avivamientos. Estos despertares, como hemos visto anteriormente, siempre tienen lugar al mismo tiempo que la realización de la unidad del pueblo de Dios. Un despertar es el primer amor recuperado localmente, y enseguida se reconoce la unidad del pueblo.
Pero pronto las tinieblas se extienden, cada vez más, sobre Israel; y, como sabemos, alcanzan su punto culminante en la cruz. Pero Jesús resucita y el Espíritu Santo es enviado del cielo. Por él, la unidad del Cuerpo de Cristo se realiza por primera vez en la tierra, y el primer amor la acompaña. Con la Iglesia, este gran paréntesis en los caminos de Dios, toda la historia comienza de nuevo; pero desde el principio, Satanás está trabajando para que la Asamblea pierda de vista a Cristo, su único objetivo. Cuando lo consigue para el conjunto, vemos aún el primer amor recuperado en lo que llamaríamos iglesias de remanentes. Como Filadelfia, como el núcleo mismo de Filadelfia, esos «demás» (Apoc. 2:24), aún ocultos en Tiatira. Cuando en todas partes se ha perdido el primer amor, allí se encuentra. Y, notemos enseguida, 3 cosas inseparables se encuentran en Filadelfia. En primer lugar, la persona de Cristo –el Santo y Verdadero, el que tiene la llave de David (en quien se concentra toda la autoridad)– está sola ante los ojos de esta iglesia; ella le espera a él. Es el primer amor. Luego, la verdad, el carácter de Cristo, revelado en su Palabra, se conserva. Por último, el amor fraternal se expresa, por así decirlo, en el propio nombre de Filadelfia [2]. A este estado le sigue el de Laodicea, del que no tengo que hacer un triste cuadro.
[2] Filadelfia significa amor fraternal.
¿Qué queda entonces? Sin duda, Dios puede provocar nuevos despertares, y ¿cuántas veces no lo ha hecho? Porque, notemos bien, las 3 últimas iglesias del Apocalipsis no solo son sucesivas, sino también contemporáneas, y los despertares pueden presentarse varias veces. Sin embargo, incluso cuando estos despertares ya no tengan lugar, el primer amor puede subsistir individualmente, mantenerse y recuperarse. El apóstol Pablo, a lo largo de toda su carrera, nos ofrece un ejemplo de ello. Nunca perdió ese primer amor. Podía decir: «Para mí, el vivir es Cristo» (Fil. 1:21), y también: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Cor. 5:14). Y al final de su carrera, dijo: «He acabado la carrera» (2 Tim. 4:7). Había seguido los pasos de Cristo, que era su único objetivo, y podía decir: «Sed imitadores míos, hermanos, y fijaos en los que así andan según el modelo que tenéis en nosotros» (Fil. 3:17). De ese primer amor brotaba su amor por sus hermanos y su constante cuidado por ellos. Por eso podía decir: «Os acordáis, hermanos, de nuestra fatiga y dura labor» (1 Tes. 2:9; comp. con 1: 3) y: «Como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos» (2:7).
¡Ah, queridos hermanos! Si, como el apóstol, realizamos individualmente el primer amor, si Cristo es nuestro todo, si no le preferimos nada, ni siquiera los lazos más queridos en nuestras familias o en nuestras relaciones con los hijos de Dios, muy pronto nos encontraremos juntos en el terreno verdadero, aunque solo seamos unos pocos, reunidos en la unidad del Cuerpo de Cristo, para servirle y glorificarle en el amor fraternal. «¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra» (Sal. 73:25).
6 - Las características del amor fraternal
Después de haber evitado la confusión entre el primer amor y el amor fraternal, veamos ahora qué caracteriza a este último.
En primer lugar, el amor fraternal, cuando es verdadero, siempre proviene, como hemos dicho anteriormente, del primer amor. Donde este se abandona, ya sea en la Iglesia universal, en una asamblea local o en un pobre remanente en medio de la ruina general, el amor fraternal ha perdido su verdadero carácter. Pero ¿cómo se puede reconocer que el amor fraternal es verdadero? Por 3 signos fáciles de comprender:
1. Su fuente está en Cristo.
2. Es inseparable de la obediencia.
3. Es inseparable de la verdad.
6.1 - El amor fraternal y el amor de Cristo
El primero de estos signos, como acabamos de decir, es que no esté separado del amor de Cristo. Este amor es un mandamiento. Fíjense en esta palabra. En la Primera Epístola de Juan, difiere de lo que se llama los mandamientos. Estos últimos son la expresión de la voluntad de Dios y de Cristo contenida en las Escrituras, voluntad a la que estamos obligados a obedecer. El mandamiento es el principio de la vida de Cristo en nosotros, lo que la dirige, a lo que esta vida obedece, porque tiene autoridad sobre nosotros. Así, el mandamiento de Dios, su primer principio (1 Juan 3:23), es la fe en el nombre de su Hijo Jesucristo. La vida eterna es inseparable de la fe en Cristo; la primera necesidad de esta vida es creer en él (5:13). Sin fe, no hay vida; sin vida, no hay fe. –Y el segundo principio de esta vida es el amor fraternal: «Este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros, tal como él nos lo mandó» (3:23). El amor fraternal es un mandamiento porque se deriva necesariamente de la vida, cuando la poseemos, y del amor que pertenece a esta vida. «Mirad», dice el apóstol, «cuál amor nos ha dado el Padre», –qué naturaleza nos ha comunicado– «que seamos llamados hijos de Dios» (3:1). Por un lado, somos objeto del amor divino, pero, por otro lado, este amor es también un don que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones; nos pertenece, por así decirlo; y si nos pertenece, debe extenderse a todos aquellos a quienes Dios ama. Por lo tanto, el amor fraternal es la expresión de la vida divina, de la nueva naturaleza en nosotros, al igual que la fe (vean 4:21). En el capítulo 5, versículo 1, vemos cómo se relacionan todas estas cosas: «Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios; y todo el que ama al que engendró, ama al que es engendrado por él». Así, nacer de Dios, creer, amar a Dios, amar a los que son engendrados por él, forma un todo inseparable; es el verdadero carácter cristiano.
En cuanto al amor fraternal, es a la vez un mandamiento antiguo y un mandamiento nuevo: antiguo porque hemos visto en Cristo, y poseído desde el principio, el amor de Cristo por nosotros, el motivo que dirigió toda su vida; nuevo, lo que es verdadero, no solo en él, sino en nosotros, desde que poseemos la vida de Cristo, una naturaleza nueva y el Espíritu Santo que es su poder. El Señor dijo, la noche en que fue entregado, «un nuevo mandamiento os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, que vosotros también os améis unos a otros» (Juan 13:34; 15:13; 1 Juan 2:7-8). La naturaleza que poseemos en Cristo es capaz de amar y se nos exhorta a comportarnos según esta naturaleza. Este comportamiento solo puede realizarse cuando brota de su fuente, que es el amor del Padre y del Hijo (Juan 15:9; 1 Juan 5:1; Efe. 5:2, 25).
En 1 Tesalonicenses 4:9, los santos no necesitaban que el apóstol les escribiera acerca del amor fraternal, porque Dios les había enseñado a amarse los unos a los otros. Bebían de la fuente del primer amor. Solo se puede practicar el amor fraternal conociéndolo en Cristo –«En esto conocemos el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos» (1 Juan 3:16)– o conociéndolo en Dios (1 Juan 4:7-8). Además, el amor fraternal siempre encuentra su fuente y su alimento en la unión de los miembros del Cuerpo con la Cabeza, y no puede separarse de ella. Esto es lo que encontramos expresado de una manera tan maravillosa, desde el punto de vista de la familia de Israel, en el Salmo 133: «¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía! Es como el buen óleo sobre la cabeza, el cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón, y baja hasta el borde de sus vestiduras» (v. 1-2). Los cristianos, según el apóstol Pedro, deben añadir «al afecto fraternal, el amor» (2 Pe. 1:7), último eslabón de esta cadena de oro que comienza con la fe y termina en Dios.
Después de lo que acabamos de decir, no podemos sino citar algunos de los innumerables pasajes en los que se nos recomienda el amor fraternal: Romanos 13:8; Juan 15:12; 1 Juan 3:16; 4:7, 11-12; 2 Juan 5; 1 Pedro 4:8; Hebreos 13:1, etc.
Digamos también, con respecto al primer signo por el que se puede reconocer el amor fraternal, que a menudo nos hacemos grandes ilusiones sobre la verdadera naturaleza de este amor. Los cristianos pueden nutrir buenos sentimientos unos hacia otros, mostrar disposición a ayudarse mutuamente, fruto ya de una generosidad natural, ya de un sentimiento de solidaridad nacional o familiar. Pueden mostrar un espíritu amable, cortesía, dulzura y apoyo hacia los demás, cosas agradables y reconocidas por el Señor mismo. Pero todo esto no tiene nada que ver con el amor fraternal, sino con el amor al prójimo. Tales sentimientos difieren poco de lo que ocurre habitualmente en el mundo, donde se encuentran multitud de asociaciones útiles, basadas en lazos de fraternidad humana, generosidad, filantropía, pero que no tienen nada que ver con la vida de Dios en el corazón. Tales asociaciones son incluso capaces de realizar grandes cosas desde el punto de vista de la utilidad general y a los ojos del mundo, pero siguen siendo estériles a los ojos de Dios. No llamemos amor fraternal a estos sentimientos. Son solo una apariencia, a menudo decepcionante para nosotros mismos, siempre engañosa para los hombres, cuando se trata de un Dios que no se contenta con las apariencias, sino que quiere realidades.
6.2 - Amor fraternal y obediencia a los mandamientos de Dios
Pasemos al segundo signo del amor fraternal. Es inseparable de la obediencia a los mandamientos de Dios. «En esto sabemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios y guardamos sus mandamientos; porque este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos» (1 Juan 5:2-3). El amor a Dios es, por tanto, inseparable de la obediencia, y por medio de ella adquirimos la certeza del amor fraternal. Los mandamientos son aquí, como hemos dicho anteriormente, la expresión de la voluntad de Dios contenida en las Sagradas Escrituras. El amor por Cristo (y también el amor de Cristo, Juan 14:31) se manifiesta naturalmente de la misma manera, es decir, mediante la obediencia (Juan 14:15, 21; 15:9-10). ¿Dirían ustedes de un niño que desobedece los mandamientos de su padre que ama a su padre? ¿Dirían de un niño que induce a sus hermanos a desobedecer a su padre o que les da ejemplo de esa desobediencia que ama a sus hermanos? ¿No es lo mismo para nosotros, los cristianos? Si un hermano quiere llevarme por un camino de independencia de Dios y de Cristo –y la independencia nunca puede llamarse obediencia–, ¿cómo debo comportarme con él? ¿Le diré que para mantener nuestros lazos fraternos y no romperlos, prefiero desobedecer junto con él? ¿O le diré que la obediencia a mi padre tiene más peso para mí que el amor fraterno? ¿O le diré más bien que el amor fraterno es una palabra vana cuando se invoca para desobedecer? En este dilema, no hay lugar para la vacilación en el cristiano fiel. Permanecerá con Cristo, solo si es necesario, antes que desobedecer con sus hermanos. Y que no tema, será ampliamente recompensado. Jesús dijo: «Si alguno me ama, guardará mi palabra. Y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada con él. El que no me ama, no guarda mis palabras» (Juan 14:23-24). ¡Esta recompensa es la comunión del alma con el Padre y con el Hijo! ¿Se dice acaso?: Si alguien ama a sus hermanos, obedecerá. ¡No! El amor de Cristo por nosotros prima sobre cualquier otro amor; nuestro amor por Cristo es la consecuencia; nuestro amor por nuestros hermanos deriva del amor por Cristo; la obediencia es la prueba del amor por Cristo y del amor fraternal.
6.3 - El amor fraternal es inseparable de la verdad
Abramos aquí un párrafo especial para hablar del tercer signo del amor fraternal: La verdad es tan inseparable del amor fraternal como la obediencia. Pero para que lo entendamos, es necesario definir según la Palabra de Dios qué es la verdad.
La verdad es el pensamiento de Dios con respecto a todas las cosas: Dios es verdadero, es el Dios de la verdad (Is. 65:16). Así es como se da a conocer a nosotros y nos revela lo que somos, lo que es el mundo, el pecado, Satanás; lo que es Dios mismo. El Dios que dice «Yo soy», expresión perfecta de la Deidad, se nos ha revelado en la persona de Cristo hombre; este es la imagen del Dios invisible, y en él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad. Cristo es lo que Dios es. Él es la verdad (Juan 14:6). Pero Dios en su esencia tiene 2 nombres: Luz, Amor. Cristo hombre, él que es la verdad, nos revela en su persona estas 2 cosas, de las que toda su carrera aquí ha sido prueba absoluta: 1. Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna. Cristo es la luz del mundo (Juan 8:12; 9:5). 2. Dios es amor, amor que se manifiesta hacia los pecadores en forma de bondad, misericordia o gracia en Jesucristo. La verdad es, por tanto, inseparable del amor, así como de la luz (1 Juan 1:14, 17; Sal. 86:15). Y en el día actual, bendito sea Dios, la verdad y la gracia, nombre del amor activo hacia los pecadores, no pueden separarse. ¡Ay! Llegará un día en que, habiendo terminado el tiempo de la gracia para el mundo, solo aparecerá la verdad y será para los hombres el juicio eterno.
La verdad no es solo lo que Dios es, manifestado y revelado en un hombre, Cristo Jesús; es también lo que Dios dice. Lo que Dios es y lo que dice, la expresión de su Ser y de su pensamiento, no pueden separarse en la persona de Cristo. Por eso se le llama «el Verbo»; por eso también, cuando se le preguntó: «Tú ¿quién eres?», pudo responder: «Eso mismo que os he dicho» (Juan 8:25). Dios nos ha hablado en Cristo, hombre, el Verbo vivo hecho carne (Juan 1:1, 4). Pero Dios hace lo mismo en las Escrituras, que son llamadas «la Palabra viva y permanente» (1 Pe. 1:23). Por eso dice el Señor: «Santifícalos en la verdad; tu Palabra es [la] verdad» (Juan 17:17). La Palabra escrita es, por tanto, la expresión plena del pensamiento de Dios, como lo es Cristo mismo en su persona.
Esta verdad, revelada en una persona, expresada en su Palabra, solo podemos comprenderla por medio del Espíritu Santo. Él nos da a conocer y comprender los consejos más secretos, los pensamientos más profundos de Dios. Por eso se dice: «El Espíritu es la verdad» (1 Juan 5:6). «El Espíritu de verdad, él os guiará al conocimiento de toda la verdad» (Juan 16:13). Da testimonio de Cristo y de su obra. La verdad es, por tanto, en 3 palabras, lo que Dios es, lo que Dios dice y lo que Dios piensa; y, en una sola palabra, la verdad, se mire por donde se mire, es Cristo.
Esto es lo que hace que la verdad sea tan absolutamente importante y necesaria. Sin la verdad, estamos sin Cristo en la tierra. Se ha dicho muy imprudentemente que “el amor es el camino que conduce a la verdad y la cuerda que nos une a ella”. Esto no es cierto en absoluto: Cristo es la verdad que manifiesta el amor y el camino que conduce a él. «Yo soy», dice Jesús, «el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí» (Juan 14:6). Él es el camino que conduce al Padre, a Dios manifestado en amor; la verdad que da a conocer ese amor; la vida por la que podemos disfrutar de él y que nos une al Padre (Juan 14:6). La Asamblea del Dios vivo no es, como bien dijo un hermano, la columna y el apoyo del amor, sino de la verdad. Es la verdad lo que debe mantener, defender y por lo que debe luchar. Necesitamos un Cristo completo. El que por la fe ha recibido la verdad, también conoce el amor. Vemos, pues, que para el creyente estas 2 cosas son inseparables. Si camino en las tinieblas, no tengo más al Dios de amor que al Dios de luz; no tengo la verdad; no tengo a Cristo y hablo de él sin conocerlo.
Tras esta definición indispensable, volvamos a la verdad como tercer signo del amor fraternal y como algo inseparable de él. El amor fraternal según los pensamientos de Dios es siempre amor en la verdad. Cuando el apóstol Juan ama a los hermanos, a una dama elegida, a un Gayo, es siempre «en verdad» (2 Juan 1; 3 Juan 1). Es con la verdad que el amor se regocija (1 Cor. 13:6).
Desde el momento en que se da prioridad al amor fraternal sobre la verdad, se ha abandonado, sin duda involuntariamente, a Cristo y, con él, el primer amor. El amor fraternal ha perdido su verdadero carácter, el amor ya no es verdadero. Recordemos este pasaje: «Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, para un amor fraternal sincero, amaos de todo corazón unos a otros con fervor» (1 Pe. 1:22). Por lo tanto, es la obediencia a la verdad la que conduce a un amor fraternal verdadero, y este amor no es hipócrita, no se cubre con un traje prestado para aparentar lo que no es.
Antes de terminar, me gustaría tocar otro punto fundamental de este tema. Es la verdad la que debe caracterizar a los santos en una época de decadencia como la que vivimos. A menudo se nos reprocha hoy en día que demos tanta importancia a la doctrina, y es precisamente en ella en lo que insiste la Palabra de Dios ante la creciente apostasía. Lean lo que podemos llamar las Epístolas finales, es decir, aquellas en las que ya se presagia la apostasía y madura para el juicio: la `segunda Epístola a Timoteo, la Segunda Epístola de Pedro, la de Judas, la Segunda y Tercera Epístolas de Juan. ¿Qué es lo que estos escritores inspirados recomiendan constantemente a los santos como su salvaguarda en estos tiempos difíciles? La doctrina, la fe (que no es otra cosa, en estos pasajes, que el conjunto de la doctrina cristiana comprendida por la fe), la verdad, y todos estos términos son idénticos (2 Tim. 1:13; 2:2, 15, 24-25; 3:10, 14-17; 4:2-4; 2 Pe. 1:19; 3:1, 16; 2 Juan 9-10; Judas 3, 20, etc.). Todas estas recomendaciones se resumen en esta gran palabra: la verdad. Si es cierto que debemos andar en amor, debemos andar en verdad en la misma medida. Eso era lo que hacían los hijos de la señora elegida (2 Juan 4).
La gracia, la misericordia y la paz estaban con los santos en la verdad y en el amor (v. 3). No permanecer en la doctrina de Cristo, es decir, en la verdad, era no tener a Dios. Permanecer en ella era tener al Padre y al Hijo (v. 9). –Los hermanos habían dado testimonio de la verdad de Gayo, es decir, de su fidelidad a la verdad (3 Juan 3), y al hacerlo, daban testimonio de su amor (v. 5). Al recibir a los hermanos, se cooperaba con la verdad (v. 8). Demetrio tenía el testimonio de la verdad misma (v. 12). En 1 Juan, donde el amor fraternal y la justicia práctica se destacan particularmente como atributos de la vida eterna en el creyente, el apóstol escribe a los niños porque conocen la verdad (2:21), y en el capítulo 3, versículo 18, dice: «Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino con hecho y de verdad»; y esto era lo que hacía el apóstol mismo (2 Juan 1; 3 Juan 1). No podemos insistir lo suficiente en que el conocimiento de la doctrina o de la verdad revelada en la Palabra es inseparable del conocimiento de Cristo y que, si se deja de lado uno, se ignora el otro, es decir, a Cristo. Descuidar la verdad es como cortar la fuente principal de un río. El río baja y pronto se seca. Quizás algunos afluentes secundarios puedan mantener aún algo de humedad, pero el lecho lleno de piedras y guijarros está seco; las orillas, antes risueñas cuando estaban bañadas por las aguas, están desnudas o invadidas por las zarzas, la vegetación verde ha desaparecido. Así ocurre con el alma individual y con la propia Iglesia cuando abandona la verdad por el amor fraternal. Lo mismo ocurre cuando pretende mantener la verdad sin amor. Ya no es ese árbol plantado junto a los arroyos de agua que da fruto en su temporada y cuyas hojas no se marchitan.
Con mayor razón se sentirá esta influencia nefasta si, en lugar de cortar la fuente, se vierte en ella materia venenosa. Todos los seres vivos que pueblan el río mueren al entrar en contacto con ella. Quizás algún viajero robusto, al beber de esa agua lo más lejos posible de su origen, estará más o menos a salvo de sus estragos durante un tiempo, pero los débiles sucumbirán y él mismo se infectará tarde o temprano.
Más que una palabra para mostrar que, en sus frutos, la verdad es inseparable del amor, y que, sin la verdad, el amor no puede dar fruto. En Efesios 4:32 y 5:2, 8-9, nuestra conducta cristiana debe reproducir los caminos y el carácter de Cristo. Para ello, debemos poseer su naturaleza. Ahora bien, en el primero de estos 2 pasajes, esta naturaleza es amor, y en el segundo, luz. En virtud de esta naturaleza, podemos ser imitadores de Dios y de Cristo, caminando en amor como hijos amados, y en la luz como hijos de la luz. En el capítulo 4, versículo 32, el apóstol enumera los frutos del amor: la bondad, la compasión, el perdón. En el capítulo 5, versículo 9, enumera los frutos de la luz: la bondad, la justicia, la verdad. El primer fruto del amor es, por tanto, la bondad, y el primer fruto de la luz es también la bondad. Pero vayamos más allá. En Efesios 5:9, los otros frutos de la luz son la justicia y la verdad. En 1 Corintios 13:6, son los frutos del amor que no se regocija con la injusticia, sino que se regocija con la verdad. Vemos que, en la vida práctica, separar estas 2 cosas, el amor y la verdad, es perder el fruto de una y de la otra. ¡Cuánto debe esto impulsarnos a una seria reflexión!
7 - Conclusión
Para terminar, extraigamos en pocas líneas las conclusiones de estas páginas:
El primer amor es el amor de Cristo, recibido en el corazón, y base de toda la actividad cristiana. Este amor es la fuente misma del amor fraternal. Pero no hay primer amor ni amor fraternal sin obediencia, porque así es como se manifiestan. Esta obediencia es la obediencia a la verdad, es decir, a todo el pensamiento de Dios, manifestado en Cristo y en su Palabra, y comunicado por el Espíritu Santo. Sin la verdad, el amor fraternal sería hipocresía, o bien sentimientos amables propios de la naturaleza caída. Sin el amor fraternal, la verdad no sería más que una palabra vana, ya que la verdad es Cristo manifestado en amor.
¡Queridos lectores! Si ustedes están pasando por el conflicto descrito en el primer párrafo de este pequeño escrito, les suplico que persigan solo una cosa: caminen en el amor, en la obediencia a la Palabra y en la verdad, sin subordinar nunca una de estas cosas a la otra. ¡Que su amor por Cristo conserve el frescor del primer amor y les haga cultivar con cuidado el amor fraternal! Que este sea verdadero, sin mezcla de hipocresía, complaciéndose con la verdad y sin separarse nunca de la obediencia. Si siguen este camino, quizá el Señor les haga encontrar santos fieles que buscan glorificar al Señor según las mismas reglas y caminan humildemente con su Dios. Entonces, en medio de la creciente dispersión del pueblo de Dios, cuando falten todos los signos externos de su reunión, cuando cada vez más se levanten la iniquidad y la apostasía, el Señor será para los suyos como «un pequeño santuario» (Ez. 11:16), centro de reunión, aunque solo sean 2 o 3 que se hayan apartado de la iniquidad para caminar en el amor y en la verdad.