Inédito Nuevo

Hemos visto al Señor

Juan 20:19-29


person Autor: Christian BRIEM 29

flag Tema: Como reunirse hoy en dia de acuerdo con el pensamiento de Dios


0 - Introducción

Juan 20 ofrece una representación tan bella y gráfica del versículo de Mateo 18: «Porque donde dos o tres reunidos se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (v. 20), que no puedo evitar, con la ayuda de Dios, llamar la atención de los lectores sobre este punto, antes de abordar las diferentes reuniones como asamblea. Los propios discípulos describen más tarde lo que vivieron aquella noche, el primer día de la semana, con palabras que irradian toda su felicidad: «Hemos visto al Señor».

«Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas [del lugar] donde se hallaban juntos los discípulos, por temor de los judíos, vino Jesús y se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros. Cuando hubo dicho esto, les mostró sus manos y su costado. Entonces se alegraron los discípulos, viendo al Señor. Jesús, pues, les dijo otra vez: Paz a vosotros. Así como el Padre me envió a mí, yo también os envío. Habiendo dicho esto, sopló sobre ellos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a los que perdonéis los pecados, les son perdonados; y a los que se los retengáis, les son retenidos» (Juan 20:19-23).

1 - Cuatro apariciones del Señor

De las 10 apariciones del Señor resucitado que nos relata la Escritura, el apóstol Juan menciona 4 en su Evangelio. Inspirado por el Espíritu de Dios, eligió los siguientes acontecimientos:

(1) El encuentro con María Magdalena, temprano por la mañana, el primer día de la semana (Juan 20:1-18). Cronológicamente, se trata de la primera aparición del Señor.

(2) El encuentro con los discípulos la tarde del día de la resurrección del Señor, el acontecimiento descrito en Juan 20. Cronológicamente, se trata de la quinta aparición del Señor.

(3) El encuentro con Tomás (Juan 20:26-29), que tuvo lugar una semana más tarde. Cronológicamente, se trata de la sexta aparición del Señor.

(4) El encuentro en el lago de Tiberíades (Juan 21). Se trata de la séptima aparición del Señor, la última relatada por Juan.

¡Pero qué extraño! Aunque Juan mismo describe apariciones del Señor Jesús resucitado, al describir la cuarta, que en realidad era la séptima, dice: «Esta es la tercera vez que Jesús apareció a los discípulos después de haber resucitado de entre los muertos» (Juan 21:14). ¿Por qué? No puede tratarse de ignorancia. ¿Se debe a que Juan solo cuenta aquí, entre las 4 apariciones, aquellas a las que asistió personalmente? Creo que la respuesta a esta extraña forma de expresarse se encuentra en otra parte.

Juan había recibido claramente de Dios la misión de dar, una vez más al final de su Evangelio, un resumen profético de los acontecimientos y épocas venideros (considerados futuros en aquel momento), como había hecho al principio. Para ello, utiliza algunos acontecimientos en los que el Señor se reveló a los suyos. El primero de estos acontecimientos, su aparición a María Magdalena, no tiene, sin embargo, carácter profético. Por eso no lo cuenta. Porque en María Magdalena vemos una imagen del residuo judío de la época. Ella pensaba que podía continuar en la resurrección sus relaciones anteriores con el Señor. Pero el Señor tuvo que indicarle que eso no era posible y no le permitió tocarlo. Sobre la base de la obra de redención que había realizado, ahora iba a introducir a los creyentes de Israel en unas relaciones completamente nuevas, mucho más excelentes y de carácter celestial. La misión que le encomienda para “sus hermanos” lo muestra claramente: «Vete a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios» (Juan 20:17).

Estas nuevas relaciones, esta nueva era, están representadas en el pasaje que nos ocupa (Juan 20:19-23), en el que vemos al Señor Jesús en medio de los discípulos. Es una imagen muy apropiada del tiempo de la Asamblea de Dios en la tierra. Digo «imagen» porque la Asamblea aún no existía en ese momento. Mucho menos había enseñanzas sobre la Asamblea.

Después de un período claramente definido –«ocho días después»–, el Señor Jesús se aparece de nuevo a los discípulos, y esta vez Tomás, que no había querido creer sin pruebas visibles, está con ellos. El Señor se da a conocer también a él y le quita toda duda: «Trae aquí tu dedo, y ve mis manos, y trae tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente» (Juan 20:27). En Tomás, que exclama entonces con adoración «¡Señor mío, y Dios mío!», tenemos una imagen del remanente judío de un tiempo futuro. Porque mirarán al que traspasaron, y primero verán, y luego creerán. Ahora bien, el Señor declara bienaventurados a los que «no han visto y han creído».

El incidente del lago de Tiberíades nos da una imagen del reino milenario. El Señor ya tiene algunos peces en el fuego, símbolo del remanente judío en el reino. Luego, en los numerosos peces que se sacan a tierra durante la pesca realizada por orden del maestro, vemos una imagen de las naciones que serán introducidas en el reino visible de Dios en la tierra. A diferencia de Lucas 5 (v. 6), aquí la red no se rompe. La orden administrativa establecida por Dios de traer a la gente no volverá a fallar, porque el Señor Jesús está presente en persona como Resucitado, y eso lo cambia todo y asegura toda bendición.

Después de este resumen profético, pasamos ahora a la época que, en el curso de los acontecimientos y los caminos de Dios, se sitúa entre la ascensión del Señor a su Padre y el restablecimiento de sus nuevas relaciones con Israel, un tiempo de extrema importancia para nosotros, el tiempo de la gracia, el tiempo de la Asamblea de Dios en la tierra. Ahora se nos presenta una escena extremadamente conmovedora, y deseo primero plantear y aclarar algunas preguntas, a fin de sacar el provecho adecuado de esta escena. La primera es la siguiente:

2 - ¿Qué día estaban reunidos? (Juan 20:19a)

Era la tarde del primer día de la semananuestro domingo, día de la resurrección del Señor. Ese día, el Señor resucitado vino en medio de los discípulos y se les apareció. En cierto sentido, el Señor Jesús da su aprobación a que los suyos se reúnan ese día. Por supuesto, podemos reunirnos cualquier día y a cualquier hora, pero el primer día de la semana está especialmente destinado a ello. Al principio, los cristianos se reunían ese día para partir el pan. La expresión utilizada en Hechos 20:7: «El primer día de la semana, como estábamos reunidos para partir el pan», parece indicar que los primeros cristianos, después de partir el pan todos los días al principio (Hec. 2:46), tenían la costumbre de partir el pan solo el primer día de la semana. Hay algo más apropiado que esto: ¿Que, en el día de su victoriosa resurrección, nos ocupemos de Aquel que murió por nosotros? El apóstol Pablo también insistió en que los creyentes apartaran en sus casas, cada primer día de la semana, dinero para la obra del Señor y para los pobres entre sus hermanos (1 Cor. 16:2).

Este día, que ya se designa en el Antiguo Testamento como «el día siguiente al día de reposo» (Lev. 23:11, 16), lleva en el Nuevo Testamento el significativo título de primer día de la semana*. ¿No corremos el riesgo de olvidar que este día pertenece al Señor? Si Dios nos concede hoy la gracia de estar generalmente libres de obligaciones profesionales en este día, ¿no deberíamos utilizarlo para él, para ocuparnos de sus asuntos? ¿O debemos hacer como el mundo, que a menudo se entrega a la ociosidad o, en el mejor de los casos, al descanso? No podemos evitar pensar que Satanás hace todo lo posible por degradar y mundanizar cada vez más el día del Señor. Si hoy en día algunas personas que se dicen cristianas utilizan este día para realizar todo tipo de tareas o actividades, es el resultado de los esfuerzos de Satanás. Pero incluso para nosotros, los creyentes, este día no es, propiamente hablando, un «día de descanso», ya que algunos de nosotros estamos muy ocupados ese día, no con cosas mundanas, sino con cosas divinas. ¡Y así debe ser!

* N.d.T. En la Escritura encontramos: El octavo día, el primer día de la semana y el tercer día. Todos estos días se refieren a un solo y mismo día, pero su significado es diferente. El octavo día, trata de la continuidad que habrá para Israel, después del séptimo día, en el que entrarán en el día de eternidad. El tercer día, nos habla de la resurrección del Señor Jesús. El primer día de la semana nos presenta la nueva creación, en la que, por la fe, los cristianos nos encontramos.

Desde este punto de vista, el primer día de la semana contrasta con el séptimo día, el sábado, que era un día de descanso concedido al pueblo de Israel. Dios descansó el séptimo día de toda la obra que había hecho (Gén. 2:2-3) y «santificó» el séptimo día, es decir, lo distinguió y separó de los demás días de la semana. Más tarde, el sábado se convirtió en parte integrante de la Ley de Moisés. Habla del trabajo y el esfuerzo del hombre bajo la Ley con la perspectiva del descanso si el hombre cumplía con los requisitos de la Ley. Sabemos que ese descanso nunca llegó debido al pecado. Así, el séptimo día es característico del sistema judío, pero el primer día de la semana es característico del cristianismo.

La resurrección de Cristo es el comienzo de una nueva creación, el fundamento del nuevo pacto. Dios fue plenamente glorificado por Él y por la obra de redención que él hizo, y lo resucitó de entre los muertos en respuesta a ello. Es en él, el Cristo resucitado, donde el verdadero cristiano encuentra ahora su descanso y su gozo. Así, el primer día de la semana, que siempre anuncia de nuevo su resurrección, es un valioso regalo de Dios para nosotros. ¿No tenemos todas las razones para regocijarnos de todo corazón por este don y utilizar este día de manera especial para adorar al Padre y al Hijo? ¿No deberíamos aprovechar este día para disfrutar de una manera especial de la comunión con el Señor y para servirle?

3 - ¿Qué era lo que había reunido a los discípulos? (Juan 20:19)

Los discípulos se habían reunido la noche de la resurrección del Señor, tal vez en el aposento alto donde él había celebrado la Pascua con ellos y donde luego había instituido la Cena, y donde había pronunciado todas las preciosas palabras que nos son relatadas en Juan 14. Pero ¿quién o qué los había reunido? Nos cuesta un poco imaginar el estado de ánimo de los discípulos. Lo que es seguro es que estaban de luto y lloraban, y que al principio no creyeron la noticia de la resurrección de su Señor, transmitida por testigos oculares (Marcos 16:10-11). Pero a lo largo del día, la fe se había fortalecido y se había convertido en una certeza de que el Señor realmente había resucitado, tal y como había dicho anteriormente.

Sin duda, fue la revelación de esta verdad, del hecho de la resurrección de su Señor, lo que les impulsó a reunirse. No sabían que el Señor iba a venir en medio de ellos. Pero ahora sabían que estaba vivo. Eso era suficiente, y por eso se reunieron basándose en esa verdad. ¿No es lo mismo para nosotros hoy? Solo hay una diferencia: nosotros sabemos que cuando nos reunimos así, él está en medio de nosotros. ¡Qué maravilloso es saberlo!

4 - ¿Quiénes estaban reunidos? (Juan 20:19)

Esta pregunta no es tan insignificante como parece a primera vista. Solo recuerdo las palabras del Señor al final de nuestro pasaje: «A los que perdonéis los pecados, les son perdonados; y a los que se los retengáis, les son retenidos» (Juan 20:23). Sea cual sea el significado de esta frase, ¿se refiere a los apóstoles, es decir, a hombres con un estatus especial que ya no tenemos hoy en día? De ahí surge la siguiente pregunta: ¿se trataba de una asamblea apostólica?

¡No! Las personas reunidas allí esa noche no eran solo los apóstoles. Una comparación con Lucas 24 muestra que también estaban presentes otros creyentes. De hecho, cuando los llamados discípulos de Emaús regresaron a Jerusalén después de su encuentro con el Señor, «encontraron reunidos a los 11 y a los que estaban con ellos, los cuales decían: Verdaderamente resucitó el Señor y Simón lo ha visto» (Lucas 24:33-34). A continuación, Lucas describe la misma circunstancia que Juan aquí. Podemos deducir que se trataba de una gran asamblea mixta. Unas semanas más tarde, encontramos una multitud de unas 120 personas reunidas en el aposento alto de Jerusalén, donde también estaban presentes algunas mujeres (Hec. 1:13-15).

Pero había uno que no estaba allí: ¡Tomás! No sabemos por qué estaba ausente. Pero sabemos una cosa: se perdió el encuentro tan precioso, no recibió la misión del Señor a los suyos, no escuchó las palabras del Señor: «Recibid el Espíritu Santo». ¿No hay aquí una lección práctica que aprender? A veces son cosas muy pequeñas e insignificantes las que nos impiden estar donde el Señor ha prometido estar presente. Estemos seguros de esto: los grandes perdedores siempre seremos nosotros. Así como Tomás perdió una oportunidad única, nosotros podemos perder la revelación más preciosa de la persona del Señor si faltamos a la reunión a la ligera.

5 - ¿Cómo estaban reunidos los discípulos? (Juan 20:19b)

¡Detrás de puertas cerradas! Ciertamente, estaban cerradas por temor a los judíos, que acababan de matar a su maestro. Pero cuando se reunieron de nuevo 8 días después, se vuelve a hablar de puertas cerradas, pero falta el añadido «por temor de los judíos».

Es una alusión a un principio importante para la dispensación cristiana y para la reunión de los creyentes: la separación del mundo, en particular del mundo religioso, que rechazó a Cristo y sigue rechazándolo. Los suyos están en el mundo, pero no son del mundo. Pertenecemos o bien a «los suyos», que están en el mundo (Juan 13:1), o bien al «mundo», que se va con toda su concupiscencia (1 Juan 2:17). Las reuniones de uno de los 2 grupos con el otro para la adoración en común son totalmente incompatibles con el pensamiento de Dios. ¿Qué tiene que ver la Iglesia con el mundo? Tiene una misión en el mundo, pero eso es otro tema.

6 - «Vino Jesús y se puso en medio de ellos» (Juan 20:19c)

¡Lo que el Espíritu Santo nos comunica ahora es maravilloso! «... Vino Jesús y se puso en medio de ellos». Esperado o inesperado, el Señor Jesús viene de repente hacia los suyos a través de las puertas cerradas, y se pone «en medio», no en cualquier lugar, a un lado o en la puerta, sino directamente «en medio». ¿No es esta una representación conmovedora de lo que tenemos en Mateo 18:20? Él ocupa el lugar central en medio de la Asamblea.

¡Qué consuelo también para nosotros hoy! Después de casi 2.000 años de faltas por parte nuestra, él todavía viene en medio de nosotros cuando nos reunimos a su nombre, y podemos disfrutar de su presencia tan realmente como los discípulos de entonces. Puede que hoy ya no tengamos ciertas cosas, e incluso que ya no tengamos lo que ellos tenían al principio: los apóstoles y los profetas, los ancianos ordenados, las señales y los milagros del Espíritu Santo, la unidad práctica de todos los hijos de Dios, etc., pero podemos disfrutar de lo que es mejor que todo eso, es decir, a Cristo mismo y su presencia personal.

La conciencia de Su presencia divina, ¿no va a regular también todo lo que se refiere a nuestro comportamiento, nuestra vestimenta, nuestra forma de pensar y nuestras palabras? Por ejemplo, ¿llegaremos fácilmente tarde si comprendemos que él está presente? ¿Podemos mostrar cierta indiferencia en nuestro comportamiento sabiendo que él está allí? ¿Podemos dejar que la carne actúe si realmente creemos que él está en medio? ¿Podemos esperar más de hermanos dotados que de él mismo, de quien proviene toda bendición? ¿Y podríamos salir de una reunión sin haber conservado una profunda impresión de su presencia para la vida futura?

7 - El cuerpo de resurrección

Me gustaría abordar brevemente un punto que ya ha suscitado muchas preguntas, pero sobre el que no podemos decir mucho: el cuerpo del Señor en resurrecciónEn primer lugar, hay que señalar que no hay una diferencia completa entre el cuerpo del Señor Jesús en resurrección que él poseía y el que ahora posee. Es de otra naturaleza, de un tipo superior, sin duda, pero no es completamente diferente. Porque cuando las mujeres entraron en el sepulcro, «no hallaron el cuerpo del Señor Jesús» (Lucas 24:3). ¿Por qué no? Porque el Señor Jesús había resucitado en ese cuerpo. «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado», dijeron los ángeles. Se trata, por tanto, del mismo cuerpo humano que, sin embargo, sufrió una transformación, inimaginable para nosotros, en la resurrección.

Esto es lo que aprendemos aquí en Juan 20: con este cuerpo resucitado, el Señor podía atravesar puertas cerradas sin que un ángel tuviera que abrirlas, como sucedió más tarde con Pedro (Hec. 5:19; 12:10). Aquí no ocurrió tal milagro, pero aprendemos algo sobre la capacidad sobrenatural que posee el cuerpo resucitado. El cuerpo resucitado es un milagro en sí mismo, y no podemos decir más de lo que dice la Escritura.

Aunque se trataba de un cuerpo humano real, un cuerpo material que se podía tocar, hecho de carne y hueso (Lucas 24:39; no de «carne y sangre», 1 Cor. 15:50) y que llevaba las marcas de sus sufrimientos, era también un cuerpo espiritual que no estaba sujeto a las leyes físicas de la primera creación, de modo que con ese cuerpo el Señor podía atravesar puertas cerradas, aparecer en ese cuerpo y luego desaparecer: «Pero él… se hizo invisible» (Lucas 24:31). Fue en ese cuerpo que los discípulos finalmente lo vieron ascender al cielo, lo vieron elevarse hasta que una nube lo ocultó de sus ojos (Hec. 1:9). Ahora, el Señor Jesús está glorificado a la diestra de la majestad en lo alto, pero está allí con su cuerpo humano, con «su cuerpo de gloria» [o «cuerpo de su gloria»], sobre cuya constitución, sin embargo, la Escritura no nos dice nada.

Un misterio insondable se cierne sobre este cuerpo resucitado. Para comprenderlo mejor, sin duda tendremos que esperar a que llegue lo perfecto (1 Cor. 13:10). Pero desde ahora tenemos la firme seguridad de que él también transformará el cuerpo de nuestra humillación para que sea conforme a su cuerpo glorioso (Fil. 3:21), y que no todos dormiremos, sino que todos seremos transformados, «en un instante, en un abrir y cerrar de ojos» (1 Cor. 15:51-52). Entonces le veremos tal como es. Sin embargo, la gloria del cuerpo que entonces llevaremos no nos preocupará mucho, creo: no será más que el instrumento, ciertamente maravilloso, que nos permitirá contemplar y disfrutar a Aquel que nos ama con un amor inexpresable.

***

8 - El saludo del Señor (Juan 20:19d)

Sabemos por Lucas 24 que los discípulos se «asombraron» y se llenaron «de temor» (24:37) cuando el Señor Jesús entró de repente en medio de ellos a través de puertas cerradas. Estaban convencidos de que veían un espíritu. Pero ¿qué les dijo primero? ¿Iba a reprocharles que todos lo hubieran abandonado y huido? ¿Iba a explicarles que ya no quería tener nada que ver con tales «amigos»? ¡Oh, no! Se presenta en medio de ellos con un saludo de paz: «¡Paz a vosotros» o «la paz sea con vosotros»!

Con este resultado para ellos y para nosotros, regresa del campo de batalla del Gólgota. Ha hecho la paz con la sangre de su cruz (Col. 1:20), la paz con Dios (Rom. 5:1), de la que ahora pueden disfrutar todos los que se apoyan por la fe en la sangre propiciatoria, todos los que comprenden que él murió por ellos. «¡La paz sea con vosotros!»: este es el precioso resultado de la obra redentora cumplida. De esta paz habló en sus últimas palabras a sus discípulos antes de morir, diciendo: «La paz os dejo» (Juan 14:27). Y lo primero que les trae ahora, después de su muerte y resurrección, es esta preciosa paz.

9 - Las heridas del Señor (Juan 20:20a)

Pero luego, el Señor Jesús hace algo que está claramente relacionado con su saludo de paz: les muestra sus manos y su costado. Esto significa que les muestra lo que era necesario para obtener esa paz para ellos y para nosotros: Su muerte. ¡Cuán conmovedora es esta manera de actuar del Señor en medio de los suyos! Sin decir nada más, sin pronunciar una sola palabra, él revela las marcas de sus sufrimientos y de su muerte, para hablar a sus corazones y darles la convicción de que era él mismo. Porque parece que los discípulos aún no tenían la certeza de que era su Señor y Maestro quien estaba allí en medio de ellos.

¡Cuántas veces, queridos hermanos, hemos experimentado que el Señor nos mostraba sus manos y su costado cuando estábamos reunidos para anunciar su muerte! Son momentos sublimes de nuestra vida cuando, al partir el pan, nos recuerda su insondable sufrimiento, que padeció para redimirnos. ¿Podremos estar nunca lo suficientemente ocupados con esto?

En el Evangelio según Lucas, oímos hablar de sus manos y sus pies, aquí de sus manos y su costado. ¿Por qué esta diferencia? Sin duda, el Espíritu Santo pone aquí el acento en una redención consumada. Porque recordemos que fue del costado abierto del Salvador muerto de donde brotaron la sangre y el agua, signos de la expiación y la purificación (Juan 19:34).

Además, debemos prestar atención al siguiente hecho: el cuerpo resucitado del Señor, cuyo carácter sobrenatural ya hemos considerado, ¡llevaba las marcas de sus sufrimientos y de su muerte! ¿No es muy significativo? Cuando, en la resurrección, dejemos nuestro débil cuerpo de humillación y nos revistamos del cuerpo de gloria, ¿seguirá este cuerpo llevando las cicatrices y los estigmas que caracterizaban al cuerpo terrenal? ¡Es imposible! Porque leemos: «Se siembra en deshonra, resucita en gloria; se siembra en debilidad, resucita en poder; se siembra cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual» (1 Cor. 15:43-44). Y el apóstol Pablo añade en el versículo 49 la siguiente seguridad: «Y como llevamos la imagen del terrenal, también llevaremos la imagen del celestial».

Incluso Dios nos quitará todo recuerdo del sufrimiento terrenal. Sin duda, este es el sentido de las palabras del Apocalipsis: «Y enjugará toda lágrima de sus ojos» (21:4). Pero el cuerpo del Señor Jesús, que él lleva en la resurrección, tiene marcas que nos recordarán eternamente su muerte, ¡su amor hasta la muerte! Porque Apocalipsis 5:6 nos muestra claramente que esto no es en absoluto algo pasajero, como algunos suponen de manera extraña: también lo veremos en la gloria del cielo como «un Cordero como sacrificado». Y cuando Israel contemple a Aquel a quien «traspasaron» (Apoc. 1:7), ¿no implica esto que él también llevará algunas de esas características?

10 - El gozo (Juan 20:20b)

Entendemos bien que los discípulos se alegraron cuando vieron... ¿sus manos y su costado? No, sino cuando vieron al Señor. La paz, lo hemos visto, es el resultado de su obra; pero el gozo es el resultado cuando estamos ocupados con la persona del Señor. Este gozo nos eleva por encima de nuestras circunstancias. Las circunstancias de los discípulos no habían cambiado. El Señor las dejó tal como estaban. Un mundo hostil seguía oponiéndose a los discípulos. Y, sin embargo, ya no era el temor a los judíos lo que los dominaba, sino el gozo por su Señor.

Lo mismo nos sucederá a nosotros. Es posible que «por un poco de tiempo tengáis que ser afligidos con diversas pruebas, si es necesario» (1 Pe. 1:6). A menudo, el Señor tampoco cambia las circunstancias que nos prueban y nos tientan. Pero lo que hace es lo siguiente: Nos eleva por encima de ellas ocupándose de nosotros, de modo que podemos regocijarnos con un gozo indecible: «... A quien amáis sin haberle visto; en quien aun sin verle, creéis, y os alegráis con gozo inefable y glorioso» (1 Pe. 1:8).

Si acabamos de mencionar el aspecto personal del gozo en el Señor, el aspecto colectivo no es menos importante. Cuando los creyentes se reúnen en torno al Señor y él se da a conocer a ellos, el resultado solo puede ser gozo. «Se alegraron los discípulos cuando vieron al Señor». Es una experiencia bendita, casi un pedazo de cielo.

11 - La misión del Señor (Juan 20:21)

Antes de dar una misión especial a sus discípulos, el Señor les repite una vez más el saludo de paz: «¡La paz sea con vosotros!». Pero no se trata de una simple repetición. No creo que el Señor se repita nunca en sus palabras. Cuando ahora dice por segunda vez «¡La paz sea con vosotros!», evidentemente no se refiere a la paz de la conciencia, sino a la paz del corazón, –no a la paz con Dios (Rom. 5:1), sino a la paz de Dios (Fil. 4:7). También había hecho esta distinción en Juan 14:27, diciendo: «La paz os dejo, mi paz os doy». La primera paz estaba relacionada con su relación con Dios, la segunda con su caminar en el mundo. En el mundo tendrían tribulación; pero en él, aunque él tuviera que volver a dejarlos y dejarlos en este mundo, en él tendrían paz (Juan 16:33). Esta es la condición previa para todo ministerio, y es sin duda la razón del segundo «La paz sea con vosotros».

Esto nos muestra también nuestra posición. ¿Cómo podemos ser sus mensajeros en este mundo malo si su paz no llena nuestro corazón? ¿Cómo podemos anunciar el Evangelio de la paz a los demás, si nosotros mismos no tenemos nuestros pies protegidos por la paz que este Evangelio nos ha traído?, ¿y si no somos así capaces de llevar esta paz a dondequiera que el Señor nos envíe? (Efe. 6:15). Tengamos presente que la paz del corazón es la condición previa para el servicio, no su resultado. Muchos buscan servir al Señor para obtener la paz, para ser más felices. Pero el Señor Jesús dice primero: «¡La paz sea con vosotros!», y luego: «Os envío».

«Como el Padre me envió a mí, yo también os envío» (20:21). Aquí tenemos la misión del Señor a sus discípulos. Ahora bien, cada uno de los 4 Evangelios termina con una misión particular encomendada por el Resucitado a sus discípulos, y cada misión es diferente de las demás y conforme al carácter del Evangelio en cuestión. Me parece que la misión del Evangelio según Juan es la más elevada.

El Señor Jesús había sido enviado al mundo por su Padre –Juan lo menciona más de 40 veces en su Evangelio– para que el Padre se revelara en él. Él era Dios y estaba con Dios (Juan 1:1-2). Venía de arriba y no era de este mundo (Juan 8:23). Nadie había visto jamás a Dios, pero él era «el Hijo único, que está en el seno del Padre, el lo ha dado a conocer» (Juan 1:18). En sus palabras y en sus obras, él mostraba quién es el Padre; era la revelación perfecta, la imagen del Dios invisible. Cuando Felipe expresó la petición que demostraba poco discernimiento: «Señor, muéstranos al Padre» (v. 8), la maravillosa respuesta salió de la boca del Hijo: «El que me ha visto, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre?» (Juan 14:9).

Pero entonces el Señor Jesús había muerto, había resucitado de entre los muertos y estaba a punto de regresar a su Padre, de quien había salido. En su oración al Padre en el capítulo 17, ya había dicho antes de su muerte (aunque en espíritu ya se encontraba después de la cruz): «Como me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo» (Juan 17:18). Ahora había llegado el momento de hacerlo. Así como él había dado a conocer al Padre en este mundo, ellos debían ahora revelarlo aquí abajo, a él, el Hijo del Padre. Era a través de ellos, los discípulos, que el mundo debía reconocer quién es Cristo.

¡Qué posición, qué misión para nosotros, hijos de Dios! No solo debemos hacer esto o aquello por él, sino estar en la tierra, en nuestros actos y gestos, en nuestro comportamiento y nuestras motivaciones, una revelación de él mismo, de Aquel que ya no está aquí. Ya no somos «del mundo», sino que él nos envía al mundo. Es, en efecto, un inmenso privilegio que se nos permita permanecer aquí todavía un tiempo para representarlo en este mundo que no lo conoce, y para servirlo de esta manera. ¡Que Dios nos ayude a hacerlo!

12 - La vida en resurrección (Juan 20:22)

Es la segunda vez que leemos estas palabras en este pasaje: «Habiendo dicho esto» (Juan 20:22). Al igual que en el versículo 20, esto establece un vínculo entre la palabra que precede y la acción del Señor que sigue. «Habiendo dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo». ¿Qué significa esta acción del Señor? ¿Recibieron los discípulos el don del Espíritu Santo esa noche?

No podía tratarse de la venida del Espíritu Santo como persona de la Deidad, ya que este acontecimiento solo podía tener lugar después de que el Señor Jesús glorificado ascendiera al cielo (Juan 7:39). De hecho, el Espíritu no vino hasta el día de Pentecostés, según relata Hechos 2, exactamente 50 días después. El Señor también había dado una orden a los discípulos para una fecha posterior al acontecimiento de Juan 20:22, diciéndoles que no se alejaran de Jerusalén, sino que esperaran «la promesa del Padre, la cual… oísteis de mí. Porque Juan, en verdad, bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo, dentro de pocos días» (Hec. 1:4-5).

Ahora bien, no es casualidad que aquí se utilice la palabra insuflar («soplar en ellos»), que solo aparece aquí en el Nuevo Testamento y que también fue utilizada por los traductores de la Septuaginta en Génesis 2:7: «Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente». Así como la parte espiritual del primer hombre fue traída a la existencia por el hecho de que Dios sopló en su nariz aliento de vida, así vemos aquí al último Adán, que es un espíritu vivificante (1 Cor. 15:45), soplar en los discípulos Su vida de resurrección. Sin duda, ellos ya habían nacido de nuevo, pero el Señor Jesús los hace participar con él mismo en la vida «en abundancia» (Juan 10:10). ¡Cuán bendita es esta verdad más allá de toda medida! La vida que tenemos en Cristo es su vida de resurrección, es decir, una vida que corresponde a su posición en la resurrección, que está más allá de la muerte, más allá del juicio de Dios y del poder de Satanás.

Pero entonces, ¿por qué se llama el Espíritu Santo a esta vida de resurrección del Señor Jesús? En primer lugar, porque el Señor quiso, sin duda, anticipar el hecho de que los discípulos fueran llenos del Espíritu Santo en el día de Pentecostés y, en segundo lugar, porque el Espíritu Santo es el poder en esta vida. El Señor Jesús fue «designado Hijo de Dios con poder, conforme el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rom. 1:4); fue «vivificado por el Espíritu», como lo expresa Pedro (1 Pe. 3:18). El hecho de que el Espíritu Santo sea una persona divina es indiscutible. Sin embargo, en muchos pasajes no se le presenta en su personalidad, sino como un poder característico. Esto queda muy claro en Romanos 8, donde lo encontramos en los 10 primeros versículos como la vida, como «el Espíritu de vida», mientras que en los versículos 11 al 27 se le presenta como una Persona divina que habita en nosotros y que actúa en nosotros y para nosotros.

Cuando el Señor Jesús dio su misión a los discípulos, ellos aún no poseían el poder para cumplirla. Solo lo recibirían cuando el Espíritu Santo viniera sobre ellos. Pero ya debían recibir una inteligencia interior de su pensamiento, porque en el relato paralelo de Lucas 24, aprendemos que él «les abrió la mente para que entendieran las Escrituras» (Lucas 24:45). Así, una comprensión espiritual, una «inteligencia» espiritual, por así decirlo, está relacionada con la vida de resurrección, lo que también nos proporciona la explicación de la asombrosa comprensión del apóstol Pedro en Hechos 1.

Pero hay otro aspecto por el que necesitarían el Espíritu Santo. El Señor habla de ello en el versículo 23.

13 - El perdón administrativo de los pecados (Juan 20:23)

«A los que perdonéis los pecados, les son perdonados; y a los que se los retengáis, les son retenidos». ¿Qué quiere decir el Señor Jesús con estas palabras? Este versículo, en esencia, nos plantea a menudo grandes dificultades porque no vemos que la Escritura habla de varios tipos de perdón de los pecados. La pertinente objeción de los escribas y fariseos en Lucas 5:21 muestra claramente que el Señor no se refiere aquí a la remisión absoluta de los pecados, a la remisión en relación con el cielo: «¿Quién puede perdonar los pecados que no sea Dios?». En esto tenían razón. En todos los lugares donde la Sagrada Escritura habla del perdón de los pecados en sentido eterno, solo Dios puede concederlo sobre la base del sacrificio de Cristo. Nadie puede hacer nada al respecto.

Pero también existe un perdón de los pecados que está administrado por los hombres. Por eso podemos llamarlo “perdón administrativo de los pecados”. De esto habla aquí el Señor Jesús. Él confía este tipo de perdón de los pecados a sus discípulos, y no solo a los apóstoles, como aprendemos en el versículo 19: ¡No hay una clase sacerdotal especial en el Nuevo Testamento! Eso sería una negación total del verdadero cristianismo.

Podemos distinguir 2 tipos de perdón administrativo de los pecados, y me parece que el Señor se refiere principalmente al primero en nuestro versículo. La necesidad más urgente del pecador es obtener el perdón de sus pecados. La obra necesaria para ello fue realizada por Cristo en la cruz. Pero también debe haber alguien que sea capaz de traer “a su pueblo el conocimiento de la salvación en la remisión de sus pecados”, para retomar el hermoso pasaje de Lucas 1:77. La verdad de la remisión o perdón de los pecados debía ser «administrada» en la tierra de una manera conforme a Dios. ¿Por qué medio? Predicándola. «¿Cómo creerán a aquel de quien no oyeron? ¿Y cómo oirán sin que alguien les predique?» (Rom. 10:14).

Los Hechos de los Apóstoles nos dan excelentes ejemplos de la predicación del Evangelio. Pedro dijo en la casa de Cornelio en Cesarea: «De este testifican todos los profetas, que todo aquel que en él cree, recibe perdón de pecados en su nombre» (Hec. 10:43). Pablo predicó el Evangelio en Antioquía de Pisidia diciendo: «Hermanos, sabed que en su nombre se os predica perdón de pecados» (Hec. 13:38).

Recordemos, pues, esto: el Señor ha confiado a sus discípulos, y también a nosotros, la predicación de la remisión de los pecados. Donde llevamos esta bendición mediante la predicación, allí se conoce; donde no la llevamos, allí no se conoce. ¡Qué grave responsabilidad nos incumbe!

El segundo tipo de perdón administrativo de los pecados tiene que ver con el hecho de «recibir» por parte de la Asamblea, «atar» y «desatar», de lo que ya hemos hablado en un capítulo/artículo anterior.

Que el bautismo forma parte de la administración de la gran verdad de la remisión de los pecados por la sangre de Cristo, no me cabe ninguna duda, ya que tiene lugar «para el perdón de vuestros pecados» (Hec. 2:38). Pero como el bautismo no es asunto de la Asamblea, no me detendré aquí en ello. Solo señalo, para evitar cualquier malentendido, que Pedro no dice en Hechos 2: “El que sea bautizado tendrá la remisión de los pecados”. No, el bautismo tiene lugar para la remisión de los pecados, con vistas a esa remisión. Por medio del bautismo, se entra exteriormente en el ámbito en el que se conoce y se administra la verdad del perdón de los pecados: en la confesión cristiana en la tierra; y si hay una fe real y viva, no solo se recibe esta gran bendición, sino también todas las demás bendiciones cristianas que se derivan de ella. Simón el mago no creyó realmente, como lo demuestra todo el desarrollo de su historia, y, por lo que sabemos, está perdido para la eternidad. Sin embargo, fue bautizado por esta verdad (Hec. 8:13). ¡Cuánto aumenta esto la responsabilidad de tantos cristianos de nombre que profesan exteriormente el cristianismo, pero que no creen verdaderamente en el Señor Jesús como su Salvador personal!

14 - En resumen

Así, en cumplimiento de Juan 12:24 («Si el grano de trigo cayendo en tierra no muere, queda solo, pero si muere, lleva mucho fruto»), tenemos en este pasaje de Juan 20 una imagen conmovedora de la Asamblea de Dios en la tierra. He aquí sus indicaciones características:

  • El primer día de la semana, es especialmente el día del cristianismo. Es ante todo el día en que se reúnen los creyentes.
  • El Señor resucitado es el centro vivo de la reunión separada del mundo. Él está personalmente en medio de ellos, aunque no lo esté corporalmente.
  • La paz con Dios se conoce y se aprecia como el resultado de la obra de Cristo.
  • Se experimenta la presencia personal del Señor, y estar ocupado en él produce gozo.
  • El disfrute de la paz práctica del corazón, que proviene de estar ocupado en Cristo, es la base del servicio cristiano.
  • Los creyentes tienen la misión de revelar a su Señor ausente en su vida cotidiana en la tierra.
  • Poseen la vida resucitada del Señor, e incluso al Espíritu Santo mismo, que les hace capaces de disfrutar de Cristo y de ejercer todo servicio.
  • El perdón de los pecados les es confiado de 2 maneras: en la proclamación de esta verdad y en el hecho de atar y desatar por medio de la Asamblea. El bautismo cristiano conduce exteriormente al ámbito en el que se conoce y se administra esta verdad.

«Hemos visto al Señor». Esta es la experiencia común de los hijos de Dios que están reunidos en verdad hacia su nombre. ¿Es también su experiencia, queridos lectores? ¡No hay nada que pueda dar más gozo!