El camino del crecimiento espiritual


person Autor: Arend REMMERS 14

flag Tema: El crecimiento espiritual (los progresos del creyente)


1 - Introducción

¿Quién es entonces un cristiano “maduro” o “perfecto”? ¿Es el que tiene un gran conocimiento de la Biblia, la Palabra de Dios? ¿O es un cristiano al que los demás admiran porque tiene un don espiritual notable, o realiza meditaciones atractivas y sinceras, o hace obras de fe extraordinarias? ¿O quizás alguien que –supuestamente– ha alcanzado un nivel en su vida en el que ya no peca?

¡Nada de esto! Sin embargo, muchos de los hijos de Dios piensan –especialmente entre los nuevos conversos– que un cristiano “maduro” se caracteriza por el conocimiento de la Biblia, por una gran actividad por su Salvador y por actos de fe sobresalientes. Por eso, al principio se esfuerzan por «crecer» en esa dirección, pero al cabo de un tiempo tienen que darse cuenta de que se han fijado una meta que no pueden alcanzar. La consecuencia suele ser que se desaniman y empiezan a perder el ánimo.

Cuando los hijos de padres creyentes se convierten, a veces ocurre lo contrario. Se dicen a sí mismos: “¡Lo importante es convertirse!” y están satisfechos con eso. Es cierto que asisten regularmente a las reuniones de los creyentes, pero piensan que es suficiente con formar parte de ellas ahora. También adquieren, con el tiempo, un cierto conocimiento de la Palabra de Dios y de la vida cristiana, pero esto no es crecimiento espiritual.

Ambos casos ponen de manifiesto una concepción superficial de lo que es el verdadero crecimiento espiritual. Lo primero y más importante en la vida de fe es y sigue siendo esto: vivir cerca del Señor Jesús y conocerlo cada vez mejor a él y a su obra. La comprensión de su obra de redención da una verdadera y profunda paz para la conciencia y para el corazón, y el conocimiento de su maravillosa persona como el hombre ahora glorificado en el cielo, que una vez estuvo en esta tierra, produce el deseo de ser más como él prácticamente, y nos hace encontrar descanso para nuestras almas. Encontramos 2 pasos esenciales de la fe en Mateo 11:28-30: «¡Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os daré descanso! Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí; porque soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas».

El Señor desea, en primer lugar, tenernos como sus redimidos cerca de Él para que encontremos paz y alegría en Él. Cuando hemos probado lo bueno que es nuestro Señor, podemos aprender de él y crecer realmente. De esta manera también recibimos la fuerza espiritual para hacer algo por él. Cualquier otra cosa solo conduce en la práctica al activismo, o a una cierta forma de legalismo en la que pensamos que tenemos que hacer esto o aquello para ser un buen cristiano. Pero el apóstol Pablo oró para que los creyentes dieran fruto en toda buena obra y crecieran en el conocimiento de Dios (Col. 1:10). El verdadero crecimiento espiritual produce frutos para Dios; pero el crecimiento nunca se detiene, continúa mientras estemos en la tierra.

Lo principal, sin embargo, es conocer al Señor Jesús como hombre glorificado a la diestra de Dios en la gloria, y saber lo que significa estar «en Cristo», es decir, haber sido hecho aceptable en el Amado del Padre (vean Efe. 1:6). En el Nuevo Testamento, los que han nacido de nuevo son descritos, en cuanto a su desarrollo espiritual, como «hombres hechos» (maduros), o «perfectos» (en griego: teleios),

cuando han llegado al descanso en Cristo y encuentran solo en él su plena suficiencia. Han comprendido por la fe que han sido sacados del mundo por su obra redentora y que, en él, el hombre glorificado a la derecha de Dios, ya están introducidos en una nueva y maravillosa posición celestial. Este es el nivel más alto que podemos alcanzar en nuestra vida cristiana práctica, independientemente de todo lo que hagamos por él.

Sin embargo, muchos de los hijos de Dios están todavía más o menos lejos de ser espiritualmente «adultos». A ellos se dirigen principalmente estas líneas. Cualquiera que las lea con atención verá que, todos, tenemos que crecer como cristianos. Esto es exactamente lo que el apóstol Pedro desea para sus lectores al principio de su Primera Epístola y al final de la Segunda: «Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, para que con ella crezcáis para salvación, si habéis gustado que el Señor es bueno» (1 Pe. 2:2-3). –«Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea la gloria, ahora y hasta el día de la eternidad» (2 Pe. 3:18).

2 - El crecimiento en la fe

Como cristianos, todos debemos reconocer que no hemos entendido de una vez toda la verdad de la salvación en todas sus gloriosas «facetas» y quizás ni siquiera la entendemos ahora. Nuestra comprensión imperfecta, nuestra fe débil y nuestro fracaso no cambian nada a nuestra perfecta aceptación de Dios. Cuando creímos en el Señor Jesús y en su obra terminada de redención, recibimos la salvación de nuestra alma. Tenemos esta salvación incluso ahora como una posesión presente, eterna e inalienable (1 Pe. 1:9; comp. con Efe. 2:5, 8). Pero hay una gran diferencia entre declararnos satisfechos por poseer el perdón de nuestros pecados, o conocer realmente la perfección de la obra redentora del Señor Jesús, su grandeza y gloria, y encontrar en ella la fuente inagotable de nuestra alegría y fortaleza.

2.1. 2 tipos de perfección

El Nuevo Testamento habla de 2 tipos diferentes de perfección espiritual en aquellos que creen en el Señor Jesús:

● El que cree en él y en su obra de redención, es hecho perfecto para siempre a los ojos de Dios. «Porque con una sola ofrenda perfeccionó para siempre a los santificados» (Hebr. 10:14). Esta perfección se refiere a la posición eternamente inalterable en Cristo, que hemos recibido por la gracia de Dios. Es el resultado de la obra perfecta de nuestro Salvador en la cruz, y nuestra aceptación de esa obra por la fe, pero no depende de la medida de nuestra fe. Así, todo creyente es hecho apto, tan pronto como ha creído en el Señor Jesús, para entrar en la gloria del cielo. Nosotros mismos no podemos contribuir a esto, excepto nuestra fe en la obra de redención hecha una vez por todas de nuestro Salvador.

● Al igual que un niño crece desde que nace hasta que alcanza su plena estatura, también el cristiano debe llegar a ser efectivamente perfecto –o adulto-, es decir, llegar a conocer y vivir en su mencionada posición en Cristo (vean 1 Cor. 2:6; 14:20; Fil. 3:15; Col.1:28; 4:12; Hebr. 5:14). Esta perfección no implica un estado de impecabilidad, ni un conocimiento excepcional de la verdad bíblica. Un cristiano es perfecto –o maduro– (teleios), cuando no solo conoce al Señor Jesús como Aquel por quien ha recibido el perdón de los pecados, sino cuando se ve a sí mismo como muerto y resucitado con Él y, por tanto, «en Cristo» (Rom. 6:1-11; Efe. 1:3 al 2:10). En Cristo, el segundo hombre, somos colocados en una posición totalmente nueva. Aquel que por fe en su Palabra adopta conscientemente esta posición es, según la enseñanza del Nuevo Testamento, un cristiano perfecto y maduro, un hombre hecho.

Uno de los primeros pasos importantes en la vida de fe es el conocimiento y discernimiento de estas 2 formas de perfección (*). La perfección de la posición de los creyentes, que es el resultado de la plena eficacia de la obra de Cristo, es lo que Dios hace a un pecador otrora perdido. La recibimos de Dios a través de la fe en el Señor Jesús como Salvador. En cambio, la perfección en cuanto al crecimiento, la adultez espiritual, es el resultado de un desarrollo. Sin embargo, no alcanzamos esta perfección simplemente conociendo la verdad sobre la redención. Se trata de captar esta verdad por la fe y vivirla, para alcanzar un estado de paz interior y de madurez, en el que ya no estemos continuamente ocupados con el mundo, con las preocupaciones terrenales y con nosotros mismos, sino que estemos ocupados con Cristo nuestro Señor en la gloria. Tenemos el privilegio de vernos como uno con Aquel que está glorificado a la derecha de Dios, y de disfrutar de una perfecta alegría y satisfacción en él, en quien el Padre se complace eternamente.

(*) Una tercera forma de perfección, la liberación completa y eterna de la debilidad y del pecado, se alcanzará cuando el Señor Jesús nos lleve a la casa del Padre (1 Cor. 13:10). Entonces todos los creyentes serán transformados en la conformidad del cuerpo de su gloria y serán hechos perfectos espíritu, alma y cuerpo (Fil. 3:12, 21).

Tal estado de perfección espiritual en Cristo es el alcanzado por los «padres», a quienes el apóstol Juan puede escribir: «Os escribí, padres, porque conocéis al que es desde el principio» (1 Juan 2:14). Encuentran plena satisfacción en Cristo, que ha revelado perfectamente a Dios y su gracia en la tierra, y han encontrado plena paz en él y en su obra. ¡Los padres no necesitan nada más que a él y una íntima comunión con él! En comparación con él, todo lo demás ha perdido su valor para ellos. Ya no se ocupan de sí mismos, de sus debilidades y experiencias, o de sus «resultados», sino de él. Se ha convertido en su todo. En cuanto a la fe, ya no son «niños» que están expuestos a ser influenciados por falsas doctrinas, ni «jóvenes» que deben ser advertidos contra los peligros del mundo, sino que se han convertido en «padres» espiritualmente maduros en Cristo (vean 1 Juan 2:13-27). Algo parecido pensaba Pablo cuando dijo de sí mismo: «Para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia» (Fil. 1:21). Cristo era el centro y el contenido de su vida de fe, y por eso se regocijaba de estar pronto con él para siempre. Sin embargo, al mismo tiempo se dedicó a animar continuamente a otros cristianos en su crecimiento espiritual, «amonestando a todo hombre y enseñando a todo hombre con toda sabiduría, para que presentemos a todo hombre perfecto en Cristo» (Col. 1:28). Esta perfección depende de nuestra comprensión y disfrute de la obra terminada de Cristo y sus benditos resultados.

Pero ¿cada uno de los que creen en el Señor Jesús y su obra posee y disfruta de este conocimiento? La respuesta, por desgracia, es no. Pocos creyentes han comprendido desde su conversión todas las benditas consecuencias de la obra de la redención. Muchos se declaran satisfechos con el perdón de sus pecados y no van más allá en el conocimiento de su perfecta salvación y liberación. Para otros, es simplemente la falta de enseñanza bíblica. De este modo, permanecen atrasados en su entendimiento, aunque el Espíritu Santo puede dar a tales creyentes una maravillosa paz que «sobrepasa todo entendimiento» (Fil. 4:7).

No se trata solo de conocer la verdad de la salvación y todo lo relacionado con ella. En el fondo, se trata de saber si hemos encontrado la paz en el Señor Jesús y en su obra, y si Él nos basta. El que lleva su vida con el Señor Jesús de esta manera, ¡lo tiene todo! Probablemente no pueda explicar todo con exactitud, pero eso no es lo principal. Lo más importante es poseer y disfrutar de la plena salvación en Cristo por la fe. Y, sin embargo, es bueno conocer la base divina de todas las cosas. Porque el conocimiento de la verdad nos asegura consuelo y fuerza en nuestra vida de fe.

2.2. El crecimiento espiritual

El propósito de la enseñanza de las Escrituras, los esfuerzos del Espíritu Santo y el ministerio de los dones dados por el Señor Jesús es para «perfeccionar a los santos… hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, de varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (*) (Efe. 4:12-13). Y también se nos muestra el camino por el que podemos alcanzar este estado de madurez espiritual, para que: «Practicando la verdad con amor, vayamos creciendo en todo hasta él, que es la cabeza, Cristo» (Efe. 4:15). El crecimiento espiritual, por tanto, consiste en que nos acerquemos a Cristo por la fe, encontremos plena paz en él y nos parezcamos más a él. Para ello necesitamos la verdad y el amor, como él siempre los manifestó perfectamente durante su ministerio en la tierra.

(*) Cuando el título «el Cristo» (con el artículo) se menciona en las Epístolas del Nuevo Testamento, se refiere al Señor Jesús como Aquel que cumplió todo el consejo divino y que ahora está glorificado a la derecha de Dios.

Este crecimiento no puede tener lugar sin que nos ocupemos de la palabra inspirada de Dios; la exhortación de Pedro a todos los creyentes nos muestra esto: «Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, para que con ella crezcáis para salvación» (1 Pe. 2:2). No debemos confundir esta exhortación a todos los cristianos con los pasajes aparentemente similares en 1 Corintios y Hebreos. Allí, en efecto, la leche es el alimento espiritual para los niños en Cristo, por así decirlo, niños espiritualmente pequeños, mientras que los cristianos adultos en la fe ya pueden soportar un «alimento sólido» más sustancial (1 Cor. 3:1-2; comp. con Hebr. 5:11-14). Juan también distingue entre los niños pequeños, los jóvenes y los padres en la fe, como ya hemos visto (vean 1 Juan 2:13 ss.). Pero Pedro compara a todos los creyentes con niños recién nacidos, que deben desear la pura leche intelectual de la Palabra de Dios para crecer espiritualmente. Si designa la salvación como meta del crecimiento, no debemos sorprendernos, pues no se trata de la salvación del alma, que ya poseemos por la fe en la obra de la redención de Cristo, sino de una salvación del cuerpo, del alma y del espíritu al final de nuestro viaje terrenal (comp. con 1 Pe. 1:5). Atendiendo a las cosas celestiales, de las que nuestro amado Señor es el centro, ya estamos siendo atraídos hacia él durante nuestra vida, y no solo en su venida, y nos separamos cada vez más interior y exteriormente de todo lo que no está en armonía con él y su naturaleza.

Encontramos los elementos necesarios para el crecimiento espiritual especialmente en las Epístolas del Nuevo Testamento. Por eso es tan importante y necesaria la lectura y el estudio de estas Epístolas. Sin embargo, el examen de los tipos del Antiguo Testamento –y especialmente de la marcha de Israel de Egipto a Canaán– también puede ser una ayuda. Si el Señor y su obra se vuelven más preciosos para nosotros, y si somos conducidos de esta manera a encontrar pleno descanso en su obra y amor, estas consideraciones habrán tenido un resultado bendito. El crecimiento en la fe y la comprensión de la verdad de la redención se nos presentan claramente en los tipos que ahora queremos considerar.

3 - Tipos de enseñanza

Antes de tratar estos modelos o «tipos» en el Antiguo Testamento, debemos saber qué se entiende por el término. Las personas, los objetos o las circunstancias del Antiguo Testamento pueden, además de su significado concreto, aludir simbólicamente, o en forma de tipo, a un hecho futuro, revelado solo en el Nuevo Testamento.

El Nuevo Testamento contiene muchas referencias al hecho de que numerosas cosas del Antiguo Testamento tienen un significado simbólico. Algunos ejemplos lo ponen de manifiesto:

  • Cuando en Gálatas 4:24 el apóstol Pablo menciona a Ismael e Isaac, los hijos de Abraham, añade: «Estas cosas tienen un sentido figurado (allegoroumena)», pues Ismael simboliza aquí al pueblo de Israel bajo la Ley, Isaac, por el contrario, a los que están bajo la gracia.
  • En Colosenses 2:16 y 17 los días de fiesta, los días de luna nueva y los sábados, que según la Ley del Sinaí debían ser guardados, son llamados «la imagen y la prefiguración de las cosas celestiales… pero el cuerpo es de Cristo» (comp. con Hebr. 8:5; 10:1; Col. 2:17). Así como una sombra solo proyecta el contorno de una silueta, estas ordenanzas del Antiguo Testamento señalan cosas que han encontrado su realización y cumplimiento espiritual en conexión con Cristo.
  • Encontramos indicaciones claras y particularmente útiles para nuestro tema en los primeros 11 versículos de 1 Corintios 10, donde Pablo recuerda diversas circunstancias de la historia del pueblo de Israel durante el viaje de Egipto a Canaán. Luego explica en el versículo 6: «Todas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros» y en el versículo 11: «Y estas cosas les acontecían como ejemplos, y fueron escritas para advertirnos a nosotros, para quienes el fin de los siglos ha llegado».

Por tanto, los relatos del Antiguo Testamento no solo presentan enseñanzas históricas y morales, sino que también tienen un significado simbólico (típico) para nosotros. Así, el Antiguo Testamento puede llamarse, con razón, el “libro de imágenes” del Nuevo Testamento. El significado simbólico es la verdadera clave dada por el Espíritu Santo para una comprensión más profunda de los relatos de la historia humana, y especialmente del pueblo de Israel. Las numerosas figuras (tipos) que encontramos allí son representaciones anticipadas de los diversos elementos de la verdad cristiana revelados en el Nuevo Testamento. Por esta razón, eran incomprensibles para los creyentes de la época del Antiguo Testamento. De hecho, solo pueden interpretarse correctamente con el conocimiento de la verdad del Nuevo Testamento.

3.1. Enseñanzas prácticas

En la descripción del viaje de 40 años por el desierto de la historia primitiva del pueblo terrenal de Dios, encontramos una abundancia de tipos que evocan la obra de redención del Señor Jesús. Cada uno de ellos nos muestra un nuevo aspecto y, por tanto, una nueva belleza de la obra y de la persona de nuestro Redentor. Sin embargo, muchos de estos tipos tienen una finalidad muy especial. No se limitan a prefigurar la verdad del Nuevo Testamento, sino que la ilustran desde un punto de vista práctico. Es decir, no son meras analogías pictóricas de la verdad cristiana, sino que muestran cómo esta es –o debería– realizarse. Su gran valor reside precisamente en esta conexión con nuestra vida práctica de fe.

De hecho, debemos distinguir 2 tipos diferentes. Los llamaremos “tipos de principio” y “tipos de práctica”. Hay una diferencia importante entre ambos que se pasa fácilmente por alto. Si ignoramos esta diferencia, perdemos gran parte de la enseñanza de los tipos.

Encontramos ejemplos de “tipos de principios” especialmente en las enseñanzas de la Ley. Basta pensar en las ordenanzas relativas a los diversos sacrificios y fiestas a Jehová. En estos tipos, los miembros del pueblo de Israel, que prefiguran los creyentes de hoy, no participan activamente. Dios da enseñanzas fundamentales. A la luz del Nuevo Testamento, vemos la obra del Señor Jesús vista desde el punto de vista de Dios –también se podría decir: de forma objetiva. El holocausto continuo, por ejemplo, es una imagen del hecho de que Dios habita entre los suyos porque ha sido glorificado por el sacrificio del Señor Jesús (Éx. 29:38-46). O tomemos el gran día de las expiaciones en Levítico 16, que nos muestra, en el primero de los 2 machos cabríos (v. 5, 15-19), que la sangre de Cristo hizo la propiciación y con ello satisfizo perfectamente las justas y santas exigencias de Dios; en el cuadro del segundo macho cabrío llamado Azazel (v. 20-22) por el contrario, que tomó sobre sí, en sustitución, los pecados de todos los que creen en él, y que, en tercer lugar, por su sangre, todas las cosas (*) serán un día reconciliadas con Dios. Podemos añadir el tipo del siervo hebreo, que ama a su amo, a su esposa y a sus hijos y por lo tanto servirá para siempre –una imagen maravillosa del amor de nuestro Señor, el verdadero siervo de Dios, por su Padre, su esposa y sus redimidos (Éx. 21:1-6).

(*) En Levítico 16, sin embargo, esto se representa en tipo solo en relación con el lado celestial (el santuario), vean Hebreos 9:23. –Para completar, observemos que la reconciliación de «todas las cosas» (Col. 1:20) no se refiere a los hombres, sino que en realidad se aplica solo a «todas las cosas».

 

Al segundo grupo pertenecen principalmente aquellos tipos en los que, el propio pueblo de Israel, debían intervenir. A diferencia del primer grupo, Dios no es el único que actúa en estos “tipos de práctica”, sino que el pueblo también actúa. Consideremos, por ejemplo, los sacrificios que debían ofrecer los israelitas (especialmente los de Lev. 1-7). No nos muestran la obra de Cristo en sí misma, sino la comprensión y la expresión de la apreciación de los creyentes por esta preciosa obra, es decir, desde un punto de vista subjetivo. Esta diferencia también se puede discernir en el Nuevo Testamento. Leemos en Hebreos 9:14 que por el Espíritu eterno Cristo se ofreció a Dios sin mancha (comp. con cap. 10:10, 12-14). Pero en el capítulo 13:15 son los creyentes quienes ofrecen «sacrificios (holocaustos) de alabanza», ya que, como sacerdotes, ofrecemos el culto cuyo objeto es la obra y la persona de nuestro Señor (comp. con 1 Pe. 2:5).

Al principio de su historia, el pueblo de Israel fue sacado de Egipto y tuvo que cumplir con obediencia y fe las instrucciones de Dios para ser liberado de sus enemigos, mantenido en el desierto y finalmente llevado a la tierra de Canaán. Es de estos tipos de los que queremos ocuparnos. Las etapas más importantes son la Pascua, el mar Rojo, la serpiente de bronce y el río Jordán. En cada una de estas etapas, Dios hizo algo que nos presenta algún aspecto de la obra de redención de Cristo. Pero cada vez el pueblo también tenía que hacer algo para entrar en el disfrute de las consecuencias que se vinculaban a ella. Esto corresponde a nuestra fe y al progreso que hacemos en ella, es decir, crecemos espiritualmente.

El hecho de que se trata esencialmente de una cuestión de progreso y crecimiento en la fe también queda claro por el hecho de que en estos tipos no encontramos ninguna referencia al nuevo nacimiento y al don del Espíritu Santo. Ambos proceden solo de Dios y no dependen de nuestro crecimiento espiritual. El nuevo nacimiento es, de hecho, la operación inicial del Espíritu Santo en el hombre, y el creyente recibe el sello, la unción y las arras del Espíritu Santo cuando ha creído en el evangelio y ha recibido el perdón de los pecados (Juan 3:3, 5; Efe. 1:13). Una alusión simbólica al nuevo nacimiento puede verse en el hecho de que ya antes de la Pascua Dios llama a Israel «mi pueblo» y «mi hijo» (Éx. 3:7; 4:23). Dios ya tenía una relación con Israel antes del sacrificio del cordero pascual, que trajo la liberación del juicio.

Cada detalle de las Escrituras es importante, y debemos preguntarnos no solo qué significan las distintas imágenes, sino también qué nos dice el orden en que son presentadas. Es cierto que lo que tienen en común es que nos muestran lo que, en su devoción, el Señor hizo por nosotros en la cruz. Pero no son solo varios aspectos de la obra de la redención en sí, sino la apropiación progresiva de esa obra por la fe. Dios no es el único actor, pero en cada “etapa” el pueblo debía actuar según Su voluntad con fe y obediencia. Este punto de vista, que fácilmente se ignora, es de lo más importante para la comprensión de estos tipos. Israel se acercaba a la tierra de la promesa a cada paso. En su aplicación a nosotros, esto significa: normalmente no captamos todo el alcance de la obra del Señor Jesús de una vez, sino que entramos en ella gradualmente. Como escribe Pedro, en nuestra vida espiritual, crecemos hacia la salvación (1 Pe. 2:2). Al captar con fe las verdades de la salvación que corresponden a estos tipos, avanzamos en nuestro crecimiento espiritual, individual y colectivo, hasta de «varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Efe. 4:13).

Ahora, alguien podría preguntar: ¿La salvación, entonces, se logra por “etapas”? ¿No estoy salvado desde el momento en que creí en el Señor Jesús? ¿Tengo que dar diferentes pasos de fe para ser verdaderamente salvado? ¿No está escrito?: «Cree en el Señor Jesús, y serás salvo» (Hec. 16:31). Todas estas preguntas encuentran respuestas en las Escrituras sin ambigüedad. Ciertamente, quien se reconoce como pecador perdido ante Dios y confiesa sinceramente sus pecados ante Él, es salvado completamente y para siempre desde el momento en que cree en el Señor Jesús como su Redentor. «Porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16; comp. con Efe. 2:8; 1 Pedro 1:9). La salvación del alma no se logra por etapas, sino que es un hecho consumado desde ese momento para quien cree en el Señor Jesús y en su obra en la cruz. ¡A Dios sea la gloria por siempre!

Concretamente, esto significa: aquel que se arrepiente de sus pecados y cree en el Señor Jesús está –objetivamente hablando– desde ese momento no solo protegido por Su sangre, como muestra la Pascua, sino que también posee todas las demás bendiciones que fluyen de la obra de la redención de nuestro Señor (*). A los ojos de Dios, todos los que creen en el Señor Jesús y en su sangre no solo están reconciliados con Él, sino también separados del mundo, liberados del poder de Satanás y muertos con Cristo. Todos son también vivificados con Cristo, resucitados con él y sentados en él en los lugares celestiales. Estas verdades inmutables no se basan en nuestro conocimiento o entendimiento, sino que se basan única y exclusivamente en la sabiduría y el amor de Dios y en la obra de Cristo en la que creemos. En todos los pasajes que nos describen las bendiciones que provienen de la obra de Cristo en la cruz, los verbos están en la forma gramatical de tiempo pasado. Esto significa: son hechos consumados (Rom. 5:9; Col. 3:13; Gál. 2:19; Efe. 2:5-6).

(*) El que cree en la sangre expiatoria de Cristo (el cordero pascual) se reconcilia con Dios para siempre (Rom. 3:25; Efe. 1:7; Hebr. 9:14). Los otros tipos, como el mar Rojo y el Jordán, no tienen nada que ver en sí mismos con la salvación del alma, sino que se refieren a la recepción por la fe de los resultados de la obra de Cristo, sin aportar más certeza. Pero es cierto que entonces se fortalece la seguridad de la salvación y el disfrute de todas las bendiciones. Incluso el tipo de la Pascua no nos muestra todas nuestras bendiciones, sino solo el aspecto de la seguridad ante el juicio eterno.

Sin embargo, otra cosa es saber –en un aspecto subjetivo– si conocemos y disfrutamos de estos grandes y gloriosos resultados de la obra redentora de Cristo. En cuanto al conocimiento, comprensión y disfrute de la liberación en Cristo, ciertamente hay progreso y crecimiento. Y esto mismo se nos presenta de forma muy expresiva en los tipos ya mencionados. En ella vemos no solo lo que Dios ha hecho por Cristo para nosotros y en nosotros, sino sobre todo la apropiación progresiva de esta obra en la práctica de nuestra vida de fe. Esta es la enseñanza específica que nos transmiten estos tipos. En contraste con las presentaciones no siempre fáciles de las Epístolas del Nuevo Testamento, encontramos aquí representaciones anticipadas de la verdad cristiana y su realización práctica por nosotros. Sin embargo, hay que tener en cuenta que solo debemos extraer de los tipos aquellas deducciones doctrinales que tienen un equivalente claro y evidente en el Nuevo Testamento. Solo él contiene la doctrina cristiana; no la encontramos en el Antiguo Testamento.

3.2. Avanzar en la fe

Como hemos visto, el carácter simbólico (típico) del relato de la travesía de Israel por el desierto queda claro en 1 Corintios 10:1-11. Además, en el Nuevo Testamento, 2 de los tipos se aplican específicamente al Señor Jesús y su obra: la Pascua y la serpiente de bronce. Los otros tipos, es decir, el cruce del mar Rojo y del Jordán, completan las enseñanzas que encontramos en el Nuevo Testamento sobre los diversos aspectos y consecuencias de la obra de la cruz.

Al principio, está la Pascua en Egipto, descrita en Éxodo 12, que es una imagen de estar protegido del juicio eterno por la sangre de Cristo. Se menciona en el Nuevo Testamento en 1 Corintios 5:7: «Porque nuestra Pascua, Cristo, ha sido sacrificada…» (comp. con 1 Pe. 1:18-19).

Entonces el cruce del mar Rojo nos presenta la muerte y resurrección de Cristo como el medio y el camino para nuestra perfecta liberación. Por medio de su muerte, somos separados del mundo, liberados de la esfera de poder de Satanás y de la muerte, y llevados de la posición de pecadores a la posición de justos. Sin embargo, esto solo es posible porque hemos muerto con Él. El fin de nuestro «viejo hombre» está prefigurado en el tipo del bautismo, en el que somos sepultados con Cristo, y por su muerte. Esto se desarrolla especialmente en Romanos 5:12 al 6:11 (comp. con Éx. 14; Gál. 1:4; Hebr. 2:14).

Ahora comienza el viaje a través del desierto, hacia la tierra prometida, Canaán. El desierto es una figura de nuestras circunstancias terrenales en el mundo, en las que somos guiados y custodiados por Dios, pero también probados (vean 1 Cor. 10:1-11). Las Epístolas del Nuevo Testamento contemplan a los creyentes desde esta perspectiva, especialmente las dirigidas a los Romanos, Corintios, Gálatas, Filipenses y Hebreos, así como las Epístolas de Pedro.

Fue durante la travesía por el desierto cuando tuvo lugar el episodio de la serpiente de bronce (Núm. 21:4-9), que el Señor Jesús relaciona consigo mismo en Juan 3:14-16. Aquí aprendemos en la práctica que el Señor Jesús también llevó el juicio de Dios contra el pecado en la carne en la cruz y así nos hizo capaces de gozar realmente de la vida eterna que hemos recibido.

La tierra de Canaán, la meta del viaje representa finalmente «los lugares celestiales» con las bendiciones espirituales presentes concedidas (no la gloria futura de la casa del Padre como meta de la esperanza cristiana, vean Efe. 1:3; 6:12). Para ello, el pueblo todavía tenía que cruzar el Jordán. Aquí, tenemos de nuevo ante nosotros una imagen de la muerte y resurrección de Cristo, pero ahora, no solo de nuestra muerte con él, que es recordada por las 12 piedras del fondo del Jordán, sino también de nuestra resurrección con él, que encuentra su expresión en las 12 piedras del otro lado. A esto se añade la introducción del «nuevo hombre» (Josué 3 y 4; Efe. 2:1-15). Esta posición es presentada en la Epístola a los Efesios y en parte en la de los Colosenses.

Solo entonces se cumple el propósito que Dios había fijado para su pueblo, y que había mencionado a su siervo Moisés desde en medio de la zarza ardiente: «Dijo luego Jehová: Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel…» (Éx. 3:7-8). El antitipo de esta buena tierra, en el Nuevo Testamento, son los lugares celestiales. Allí encontramos todas nuestras bendiciones espirituales, porque nuestro amado Señor está allí a la derecha de Dios en la gloria. Pero si queremos disfrutar de estas bendiciones, entonces hay una batalla contra los poderes espirituales de la maldad en los lugares celestiales, porque Satanás no descansa. Sin embargo, podemos resistir y vencer con la fuerza del Señor y con el poder de su fuerza (Efe. 6:10-18).

La relación, e incluso la unidad de estos tipos, se ve acentuada por los siguientes detalles:

  • El comienzo y el final del conjunto caen en una sola y misma fecha. La preparación de la Pascua comienza el décimo día del primer mes, con el cordero sin defecto que debía tomar cada israelita (Éx. 12:1-5). 40 años más tarde, el pueblo de Dios entra en la tierra de la promesa el mismo día. «Y el pueblo subió del Jordán el día diez del mes primero» (Josué 4:19).
  • El mar Rojo y el Jordán son 2 aspectos de la misma cosa. En Éxodo 14:22 y 29 dice: «Entonces los hijos de Israel entraron por en medio del mar, en seco… Y los hijos de Israel fueron por en medio del mar, en seco, teniendo las aguas por muro a su derecha y a su izquierda», pero no leemos que salieran del mar. En cambio, en Josué 3:16-17 y 4:19 no se menciona la entrada en el Jordán, sino su cruce y salida de este.
  • Para nosotros, ciertamente, no tienen que pasar 40 años hasta que conozcamos nuestra posición en Cristo en los lugares celestiales, y la disfrutemos. Pero si deseamos crecer espiritualmente, y alcanzar la perfección cristiana bíblica, debemos seguir a Israel «de Egipto a Canaán». Nuestro Dios y Padre quiere que seamos hijos felices, que encuentren la paz en la obra y en la persona de su Hijo Jesucristo.

Dios no quiere que nos quedemos a medio camino en nuestra vida de fe. Si nos declaramos satisfechos, simbólicamente, con la Pascua, permanecemos en el mundo, del que Egipto es una imagen. ¿No es este el problema de muchos cristianos? Creen en el Señor Jesús, pero no pueden, o no quieren, separarse del mundo. ¿Es posible ser un hijo de Dios feliz?

Del mismo modo, si hemos cruzado simbólicamente el mar Rojo, y hemos logrado así la separación del mundo por la fe puede ocurrir que entonces, como los israelitas en el desierto, añoremos Egipto. Dios no se complació con ellos y cayeron «en el desierto» (1 Cor. 10:5). Esto significa que si, como creyentes, nos volvemos al mundo, no experimentaremos en nuestra vida espiritual las bendiciones de Canaán y no alcanzaremos la meta de Dios. Pero si, como Josué y Caleb, estamos llenos de la «buena tierra», la travesía del desierto se nos hará más fácil, y progresaremos en el disfrute de las bendiciones espirituales en los lugares celestiales. Sin embargo, ¡cuántas veces, como los israelitas de antaño, nos falta fe y discernimiento!

Sin embargo, todavía es necesario mencionar una diferencia esencial entre los tipos del Antiguo Testamento y la doctrina cristiana del Nuevo Testamento. En esto radica en que Israel estuvo sucesivamente en Egipto, entornos:

  • Externamente, en Egipto, el mundo perverso que le rodea, con sus tentaciones, pero también con su hostilidad contra Cristo (Juan 17:11; Tito 2:12);
  • en su vida diaria de fe, como extranjero en el desierto de las circunstancias terrenales, en la que es alimentado y fortalecido por Dios (1 Cor. 10:5-6; 1 Pedro 1:17; 2:11);
  • de su posición espiritual, en Canaán, es decir, en los lugares celestiales, donde están sus bendiciones cristianas específicas, pero también los poderes espirituales de maldad, a los que hay que resistir (Efe. 2:6; 6:12).

Es así como somos considerados según la doctrina del Nuevo Testamento. Que lo entendamos o no, nada cambia a estos hechos divinos. Pero ya vemos: cuanto más lo tratemos, más lo entenderemos, y más progresaremos en nuestra vida espiritual. Veremos más de esto en las siguientes páginas.

4 - La Pascua (Éxodo 12)

El primer tipo de esta serie es la Pascua. Su significación está subrayada de manera impresionante por las palabras del Señor: «Este mes os será principio de los meses; para vosotros será este el primero en los meses del año» (Éx. 12:2). En las imágenes, esto enfatiza la necesidad de un nuevo comienzo en la vida de cada hombre. Moisés y Aarón, según Hebreos 3:1, un doble tipo (*) del Señor Jesús como «apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra confesión», son, pues, los que enseñan y dirigen al pueblo de Dios.

(*) Tales tipos dobles se encuentran de nuevo en José y Benjamín, que tipifican al Señor Jesús como el Mesías, glorificado y al principio despreciado, al igual que David y Salomón como tipos del rey rechazado y luego sobre el trono.

Antes de que un hombre pueda dar el primer paso en el camino del crecimiento, debe tener primero un nuevo comienzo. Esto se puede ver desde 2 lados: del lado de Dios, es el nuevo nacimiento; del lado del hombre, es la conversión. Aquí estamos hablando del segundo lado, el del hombre. La conversión significa volver –de nuevo a Dios, de un camino equivocado en el pecado y la voluntad propia. La vuelta atrás precede al conocimiento de ser un pecador perdido. Solo entonces el hombre puede volver a Dios, arrepentirse de sus pecados y creer en el Señor Jesús, que por amor a nosotros llevó el castigo de Dios por nuestros pecados. La verdad relacionada de la Biblia: el perdón de la culpa, la justificación del pecador y la protección del juicio eterno se nos presenta en una imagen en la Pascua. La Pascua es, pues, un maravilloso tipo del Señor Jesús como Cordero de Dios, cuya sangre nos ha traído la redención eterna.

La palabra hebrea que está en la raíz de la palabra Pascua, pessach, significa “pasar por encima”. La ocasión fue la última de las 10 plagas en Egipto. En la noche del decimocuarto día del primer mes, Dios quiso matar a todos los primogénitos en toda la tierra de Egipto y ejecutar «juicios en todos los dioses de Egipto» que también eran honrados por los israelitas (Éx. 12:12; Jos. 24:14; Ez. 20:8). No solo las casas de los egipcios, sino también las de los israelitas estaban bajo la amenaza de este juicio. Porque no dice en el versículo 5 del capítulo 11, “todos los primogénitos de los egipcios…” sino «morirá todo primogénito en la tierra de Egipto». Los primogénitos, cuya sentencia de muerte Dios ya había anunciado en Éxodo 4:23, son aquí los representantes del conjunto, pues en el versículo anterior Dios había dicho de todo su pueblo: «Israel es mi hijo, mi primogénito», y en Hebreos 12:23 la Asamblea del Nuevo Testamento (*) es llamada «la asamblea de los primogénitos». La santificación para el Señor de todos los primogénitos, ordenada en el capítulo siguiente (Éx. 13:2), debe entenderse también desde este único punto de vista. Los primogénitos representan a todo el pueblo.

(*) El concepto neotestamentario Asamblea (ekklesia) incluye siempre a todos los creyentes de la época actual, ya sea según el consejo de Dios desde la eternidad, universal o localmente.

Pero Dios mismo indicó un medio de salvación: el cordero pascual. Cada israelita tenía que matar un cordero para él y para su casa. Luego debía poner la sangre en los 2 postes y en el dintel de su casa, y finalmente todos los miembros de la familia debían comer la carne del cordero asada en el fuego.

La matanza del cordero y su sangre hablan de 2 cosas de suma importancia en las Escrituras: la muerte y el derramamiento de sangre. Hablan del hecho de que el Señor Jesús murió por nosotros. Ambas están inseparablemente unidas, pero se diferencian entre sí en el Nuevo Testamento. Por la muerte del Señor Jesús somos reconciliados con Dios (Rom. 5:10; Col. 1:22), por su sangre somos justificados, salvados y purificados (Rom. 5:9; Efe. 1:7; Hebr. 9:14; 1 Pe. 1:19; 1 Juan 1:7).

Vemos en el cordero del sacrificio y su sangre derramada un tipo de Cristo y de la entrega de sí mismo en la cruz (*). Pablo llama expresamente al Señor Jesús «nuestra Pascua» (1 Cor. 5:7), pero más bien en principio. No dice: “Hemos sacrificado y comido a Cristo nuestra Pascua”, es decir, lo hemos aceptado personalmente por nosotros por la fe (como se describe tan expresivamente en el tipo de Éxodo 12), sino «porque nuestra Pascua, Cristo, ha sido sacrificada».

(*) Aunque había que sacrificar miles de corderos, a lo largo del capítulo 12 se escribe siempre «el cordero», en singular. Todos los corderos se refieren al único «Cordero de Dios».

 

Éxodo 12:5 habla de un cordero «sin defecto», pero Pedro dice del Señor Jesús: «Un cordero sin defecto y sin mancha» (1 Pe. 1:18-19), pues Él es perfecto en todo sentido. Él es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Aparecerá ante nosotros en la gloria, en medio del trono de Dios, como «un Cordero como sacrificado», y será el objeto eterno de nuestra adoración perfecta e ininterrumpida (Apoc. 5:6).

4.1. El valor de la sangre

La descripción de la Pascua en Éxodo 12 nos muestra varias cosas importantes. En primer lugar, es «la Pascua de Jehová» (Éx. 12:11). Es fácil olvidar el hecho expresado en estas palabras. Con demasiada frecuencia pensamos en nosotros mismos y olvidamos que en primer lugar es Dios y su gloria. ¿No es revelador que la primera mención de un cordero en la Biblia diga: «Dios se proveerá de cordero para el holocausto» (Gén. 22:8)? Abraham no dijo: “Dios proveerá”, sino «Dios se proveerá». La obra del Señor Jesús en la cruz fue principalmente para la gloria de Dios y para la satisfacción de sus justas demandas con respecto al pecado. Mediante la muerte y el derramamiento de la sangre de Cristo, no solo se cumplieron todas sus santas demandas sobre los hombres pecadores, sino que por ellas también fue glorificado. Dios ha encontrado en ella una base perfectamente justa para ofrecer la salvación a todos los hombres.

En segundo lugar, Dios mostró a la humanidad por primera vez en la Pascua que solo podía encontrar refugio del juicio a través de la sangre: «Sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Hebr. 9:22; comp. con Lev. 17:11). Este principio es ya discernible en las prendas de piel con las que Dios vistió a Adán y Eva, y en la ofrenda de Abel, aunque todavía no se menciona allí. A partir de ahora, ocupa un lugar importante en las Sagradas Escrituras. Sin embargo, no se reveló plenamente hasta que se derramó la preciosa sangre de Jesucristo. En la institución de la Cena del Señor, el Señor entregó la copa a los once discípulos con estas palabras: «Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre, la del pacto, la cual es derramada por muchos, para remisión de pecados» (Mat. 26:27-28).

Sin embargo, la sangre de Cristo no fue derramada solo para el perdón de los pecados. Tiene más que decirnos. También es el precio que el Señor Jesús pagó para librarnos del juicio eterno (Efe. 1:7; Tito 2:14; Hebr. 9:11-12; 1 Pe. 1:18-19). «Rociados con la sangre de Jesucristo» (1 Pe. 1:2), quedamos limpios para siempre de la contaminación del pecado, pues Dios nos ve como bajo la aspersión de la sangre de Cristo, por cuyo sacrificio fue tan perfectamente glorificado. Por último, la sangre de Cristo nos ha abierto el acceso a Dios como nuestro Padre (Efe. 2:13; Hebr. 10:19). Todo el valor de la preciosa sangre de Cristo, el Cordero de Dios, no podía aún desplegarse plenamente en el tipo de la Pascua. La enseñanza esencial de la Pascua sigue siendo la liberación del juicio de Dios por la sangre del Cordero. ¡Que sea bendecido para siempre!

Romanos 3:21 al 5:11 también trata del inmenso valor de la sangre de Cristo y sus benditos efectos, y podemos compararlo con la Pascua. Allí leemos que Dios presentó a Cristo «como propiciatorio mediante la fe en su sangre, para manifestar su justicia… en el tiempo actual, para que sea justo, justificando al que tiene fe en Jesús» y que nosotros somos «justificados por su sangre» (Rom. 3:25-26; 5:9). Ser justificado significa que, para el que confiesa sus pecados ante él y cree en el Señor Jesús, ya no hay juicio, sino que es considerado justo por Dios, como si nunca hubiera cometido un pecado. La justificación, al igual que el perdón, se refiere por tanto a nuestros pecados, es decir, a nuestros actos pecaminosos. Justificados por la fe, tenemos la paz con Dios, una paz que el Señor Jesús hizo mediante «la sangre de su cruz» (Col. 1:20). Al ser justificados, también poseemos la vida de resurrección del Señor Jesús. Nuestra justificación es una «justificación de vida», porque Cristo no solo fue entregado por nuestros pecados, sino que también resucitó para nuestra justificación (Rom. 4:25; 5:18; 6:4, 11).

La celebración de la Pascua en Éxodo 12 es, pues, una imagen de la aceptación de la obra de la redención de Cristo por la fe sincera. En cada casa debía sacrificarse el cordero, y cada primogénito de Israel debía refugiarse personalmente bajo la sangre para estar a salvo del juicio de Dios. El destructor solo pasaba por encima de las casas donde se veía la sangre en las puertas. Algo maravilloso: Dios anuncia el juicio, pero también indica los medios por los que los israelitas pueden quedar a salvo de ese juicio. Un cordero inocente debe morir en lugar del primogénito, y su sangre protege al primogénito del justo castigo de Dios.

A partir de entonces, la fiesta de la Pascua se renovaba anualmente, pero con una diferencia fundamental: la sangre ya no debía aplicarse a las puertas (Lev. 23:5). De este modo, se enfatiza el hecho de que la primera Pascua en Éxodo 12 es una imagen de la obra de redención realizada por Cristo. Todas las fiestas que siguieron estaban destinadas a mantener vivo el recuerdo de la redención, y en esto son una imagen adecuada de la cena del Señor, que podemos celebrar cada primer día de la semana, hasta su regreso.

Es posible que muchos israelitas hayan temblado en sus casas a pesar de la presencia de la sangre, y que aun así hayan temido no librarse del terrible juicio. Pero Dios no había dicho: “Verás la sangre…”, sino «veré la sangre y pasaré de vosotros» (Éx. 12:13). Lo más importante no fue su comprensión o apreciación de la sangre, sino la obediencia de la fe con la que hicieron lo que Dios les había ordenado. Estaban a salvo porque Dios se lo había prometido, no por lo que sentían.

Hoy, también, muchos de los hijos de Dios están atormentados por la pregunta de si realmente están salvados para la eternidad, porque se miran a sí mismos y no a la sangre del Cordero de Dios. En cambio, ¡qué feliz es quien, por fe, ha encontrado su refugio en la preciosa sangre de Cristo, el Cordero inmolado! Nuestra redención por su sangre es una «eterna redención» (Efe. 1:7; Hebr. 9:12). El valor de su sangre nunca será olvidado. En la gloria del cielo, los redimidos alabarán un día al Cordero en perfecta paz en medio del trono de Dios: «Fuiste sacrificado, y has comprado para Dios con tu sangre, de toda tribu, lengua, pueblo y nación; y los has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes…» (Apoc. 5:9-10; comp. con 1:5-6).

4.2. ¿No ha sido liberado?

Sin embargo, lo que nos enseña la Pascua no es todo lo que Dios quiere dar en Cristo a los que creen en él. El que cree en la sangre del Señor Jesús está perfectamente salvado para la eternidad (Efe. 1:7). Pero para nuestra vida de fe en la tierra, la sangre de Cristo por sí sola no nos da la verdadera liberación. Para disfrutar de una paz real y una comunión permanente con el Señor Jesús y el Padre, necesitamos algo más. Debemos saber no solo que por la sangre de Jesús somos justificados ante Dios en nuestros pecados, sino también que por su muerte y resurrección hemos sido sacados del mundo y hemos pasado de la posición de pecadores a la de justos (Rom. 5:19).

Cuando, con ocasión de la Pascua, los israelitas se alimentaron del cordero, cuya sangre había salvado a los primogénitos de la muerte, todavía estaban en Egipto. Dios iba a guiarlos, ciertamente, durante esa noche hacia una liberación final. Pero mientras no estaban en libertad, el mismo pan sin levadura que comían –de hecho, una imagen de la santidad y la pureza de Cristo– era para ellos «pan de aflicción» (Éx. 12:8; Deut. 16:3; 1 Cor. 5:8).

Para los creyentes que se contentan con «la Pascua», su conciencia se apacigua en un primer momento porque miran a la sangre de Cristo, y afirmamos firmemente que esta es, sin duda, la única forma en que podemos estar ante Dios. Pero, aunque realmente crean, a menudo siguen viendo a Dios como el juez despiadado. En consecuencia, no disfrutan de una paz sólida. En el momento en que pierden de vista la sangre, ven además el poder del enemigo que sigue intentando atarlos a él con las viejas cadenas y lazos. Entonces caen en un estado como el de Israel cuando salió de Egipto: ante él el mar Rojo y la muerte, detrás de él Faraón con su ejército.

Mientras el cristiano se limite a la sangre de Cristo y al perdón de sus pecados, no irá más lejos en su vida espiritual de lo que fue Israel en Egipto, aunque pertenece para siempre a Dios. Sin embargo, para Israel la Pascua no era la meta, era solo el primer paso en el camino hacia una maravillosa y completa bendición. Cuando el Señor habló a Moisés desde la zarza ardiente, le prometió llevar a Israel «a tierra que fluye leche y miel» (Éx. 3:8). No había mencionado nada sobre la tierra entre Egipto y Canaán. Aquí vemos cuál era la intención específica de Dios para su pueblo terrenal. No solo quería salvar, sino también bendecir. No es diferente en la actualidad.

¿Por qué hay tantos cristianos en un estado de incertidumbre e inseguridad? Todavía no han comprendido el significado de la muerte y resurrección de Cristo. Como pecadores, se han refugiado en el abrigo de Su sangre, pero aún no han comprendido que solo la fe en su muerte y resurrección da la verdadera liberación. En cierto modo, la resurrección es el sello de Dios sobre la obra realizada por su Hijo, y es la prueba de la expiación de todos los pecados. Todo lo que podía condenarnos quedó en la tumba de Cristo.

El evangelio completo de la salvación incluye no solo nuestra justificación por la sangre de Cristo, sino también las benditas consecuencias de su muerte y resurrección. Donde esto no se predica o no se conoce, queda un vacío muy importante. El Señor Jesús murió por nosotros, pero el hecho de que con su propia muerte venció a la muerte como tal para siempre solo fue revelado por su resurrección: con ella «abolió la muerte y sacó a luz la vida y la incorruptibilidad por el Evangelio» (2 Tim. 1:10). Se trata de un estado más allá del pecado y la muerte, que hasta entonces era bastante desconocido para el hombre. El pecado y la muerte ya no tienen ningún poder sobre esta “vida de resurrección”.

Este evangelio completo se encuentra en 1 Corintios 15:1-4: «Os hago saber, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que también recibisteis, en el cual también estáis firmes, mediante el cual sois salvos si retenéis la palabra que os prediqué; a menos que hayáis creído en vano. Porque en primer lugar os comuniqué lo que también recibí, que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado, y que fue resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras». Otros pasajes confirman el significado de la resurrección de nuestro Señor, como los de Romanos 4:24 al 5:1: «… A nosotros, a quienes será contada, a los que creemos en el que levantó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado a causa de nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación. Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo», y Romanos 6:4: «…Como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre» (comp. además con Hec. 17:18; Rom. 8:34; 2 Cor. 5:15; 1 Tes. 4:14; 1 Cor. 15:17; 1 Pe. 1:3).

Por eso, la comprensión del cruce del mar Rojo, que nos está presentado en el tipo siguiente, es tan importante para nuestro crecimiento espiritual y para una vida espiritual feliz y vigorosa. Desgraciadamente, la verdad del Nuevo Testamento que contiene no es comprendida por muchos creyentes. Se trata de la liberación del mundo, la esfera del poder de Satanás, y el fin de nuestra posición anterior como pecadores. Todo esto es el resultado de la muerte y resurrección del Señor Jesús.

5 - El cruce del mar Rojo (Éxodo 14)

En el camino de Egipto a Canaán, Israel tuvo que cruzar primero un brazo del mar Rojo. Dios ordenó a Moisés que extendiera su vara; entonces el agua del mar se retiraría, de modo que los israelitas podrían cruzar en tierra firme. Con un fuerte viento del este, las aguas se «dividieron». Al mismo tiempo, la nube, imagen de la presencia de Dios, se interpuso entre el pueblo de Dios y los enemigos egipcios. Los hijos de Israel cruzaron el mar de noche. Cuando los egipcios trataron de perseguirlos, se ahogaron en las aguas que volvían sobre ellos. Entonces el pueblo de Dios fue liberado de su cautiverio para siempre.

La tierra de Egipto, donde se encontraba el pueblo de Israel en el momento de la Pascua, nos muestra una imagen del mundo con su cultura y civilización, pero también con su independencia de –Dios y su oposición a él (comp. con Éx. 5:2; Deut. 11:10). Faraón es una figura del diablo, que gobierna el mundo. El Señor Jesús lo llama «el príncipe de este mundo» (Juan 12:31; 14:30; 16:11). Aunque el mundo ejerce una gran atracción sobre el hombre natural, en realidad es una «casa de servidumbre» (Éx. 13:3). Alguien dijo una vez con acierto: “Como Satanás suele dorar las cadenas con las que ata a los hombres, estos no se dan cuenta de su esclavitud, incluso se glorían de ella”.

Después de la Pascua, Israel debía ser liberado de la esfera del poder de Faraón. Lo que el creyente necesita para poseer y disfrutar conscientemente de su salvación eterna no es solo la sangre de Cristo, sino también la liberación del poder de Satanás y del poder del pecado. De esto habla el mar Rojo. Es una imagen de la muerte, que el Señor Jesús tomó sobre sí mismo, y que superó con su resurrección. Esto es lo que se ha convertido en el medio de la liberación perfecta para nosotros. Solo cuando lo hayamos aceptado por fe podremos alegrarnos de nuestra salvación para siempre. No es solo lo que Dios ha hecho por nosotros en Cristo, sino lo que ha hecho en nosotros y de nosotros.

Con la salida de Egipto, comienza el viaje del pueblo de Israel. Ahora son «las huestes de Jehová», pues él va delante de ellos para sacarlos de Egipto (Éx. 12:41, 51). Al principio, todo va bien. Pero, aunque Dios, con su poder y su gracia, va delante de ellos en la columna de nube y de fuego, les invade el miedo y el temor cuando ven que los egipcios se levantan y los persiguen.

El que se ha refugiado en la sangre de Cristo, puede estar todavía plagado de ansiosas dudas y preguntarse si realmente está salvo, cuando ve el poder y la influencia del mundo y del diablo, que incluso ahora «ronda como león rugiente, buscando a quien devorar» (1 Pe. 5:8). También el que se mira a sí mismo y debe, por tanto, reconocer necesariamente que no hay nada bueno en él, puede desesperar, como el hombre descrito en Romanos 7, que ha nacido de nuevo, pero que no tiene paz con Dios, y que se ve aprisionado en un «cuerpo de muerte», del cual querría liberarse (Rom. 7:24).

Los israelitas se encontraban en una situación similar cuando se enfrentaron al mar Rojo. Las olas delante de ellos y los egipcios detrás los sumieron en tal angustia que gritaron con incredulidad: «Porque mejor nos fuera servir a los egipcios, que morir nosotros en el desierto» (Éx. 14:12) *. Pero Moisés los alentó de parte de Dios: «No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros; porque los egipcios que hoy habéis visto, nunca más para siempre los veréis. Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos» (v. 13-14). Tenían que experimentar que Dios ya no era un juez, sino un Salvador. La lucha era necesaria, pero no tenían que luchar, podían estar tranquilos. Otro lucharía por ellos.

(*) Que la carne en el hombre no puede ser mejorada es evidente por el hecho de que 40 años después volvieron a decir casi las mismas palabras (Núm. 21:5).

Pero ¿cómo fue esta batalla? No se esgrimió ningún arma visible, salvo que Moisés levantó su vara, extendió su mano hacia el amenazante mar Rojo y lo partió, de modo que «entren los hijos de Israel por en medio del mar, en seco» (v. 16). El mar, que significaba una muerte segura, se convirtió en el camino de la liberación perfecta para el pueblo de Dios. ¿Cómo fue posible y qué significa para nosotros?

 

5.1. La muerte

El agua, en el lenguaje simbólico de las Sagradas Escrituras tiene diferentes significados. Es una imagen de la Palabra de Dios (Efe. 5:26), como «agua viva» habla de la vida eterna en el poder del Espíritu Santo (Juan 7:38), y las grandes masas de agua y los grandes mares son a veces imágenes de masas de gente impía (Apoc. 17:15). Pero el agua también habla de la muerte. En 2 Samuel 22:5, David recuerda las «ondas de muerte» y las «torrentes de perversidad» (*). En los Salmos, el agua se menciona a menudo como imagen de la muerte. Piensa en la queja profética del Señor Jesús en el Salmo 69:15: «No me anegue la corriente de las aguas, ni me trague el abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca».

(*) La palabra hebrea: Belial o Beliar (inicuo), designa a veces, en la Biblia, al diablo.

El mar Rojo es una imagen del juicio y la muerte. Según la Palabra de Dios, la muerte es la paga del pecado. Así se lo había declarado a la primera pareja humana. Por su pecado, la muerte entró en el mundo y «pasó a todos los hombres» (Gén. 2:17; Rom. 5:12; 6:23; Sant. 1:15). Nadie se salva. Pero el Nuevo Testamento no solo habla de la muerte corporal, sino también de la «muerte segunda». Esto implica la condena eterna (Apoc. 2:11; 20:6, 14) (*).

(*) En tercer lugar, todavía existe el estado de muerte espiritual, en el que todos los hombres se encuentran por naturaleza. Aunque estén vivos, están muertos para Dios en [sus] «delitos y pecados» (Efe. 2:1; Col. 2:13).

La muerte significa separación: separación del alma y del cuerpo en la muerte corporal, y separación eterna de Dios en la «segunda muerte», la condenación. Pero, bendito sea Dios, las palabras de Moisés: «Jehová peleará por vosotros», se cumplieron verdadera y completamente en la cruz del Gólgota. Allí nuestro Señor «por la gracia de Dios… gustase la muerte por todos» (Hebr. 2:9). Con su muerte voluntaria, venció y dejó de lado todo lo que antes nos dominaba y nos separaba de Dios. La prueba de la victoria es su resurrección. La división de las aguas del mar Rojo es una imagen de la victoria sobre la muerte, a través de la muerte y resurrección del Señor Jesús.

5.2. La vara de Dios

La «vara de Dios» que Moisés debía extender sobre el mar Rojo era la vara del poder y del juicio (Éx. 4:2, 20). Es una imagen del hecho de que un día Satanás sería derrotado. Porque cuando Moisés, por orden de Jehová, la arrojó al suelo, se convirtió en una serpiente. Este gesto muestra simbólicamente que Satanás ha asumido la autoridad sobre la tierra. ¡Pero Dios es más fuerte! Cuando, a la palabra de Dios, Moisés tomó la serpiente, esta volvió a ser una vara. Así como Moisés, que es un tipo del Señor como redentor y líder del pueblo de Dios, trajo muchas de las diez plagas sobre Egipto con esta vara (Éx. 7:9; 8:5; 9:23; 10:13), el Señor Jesús entró ya durante su vida en la tierra, antes de su muerte en la cruz, como el «más fuerte» en la «casa del fuerte», ató al «al fuerte», el diablo, y saqueó «su casa» (Mat. 12:29).

Pero el hecho de que Moisés partiera entonces el mar con «la vara de Dios» hablaba en imagen de la ejecución de un juicio fundamental y final, por el que se abrió el camino de la liberación perfecta para Israel. Este tipo encontró su cumplimiento en la cruz del Gólgota. Al considerar la Pascua, vimos que en la cruz el Señor Jesús llevó el castigo de Dios por nuestros pecados (1 Cor. 15:3; comp. con 1 Pe. 3:18). En la imagen del mar Rojo vemos lo que su muerte y resurrección han hecho por nosotros. Satanás y la muerte son destruidos, el mundo es juzgado y nuestro viejo hombre crucificado con él; allí también se puso el fundamento para la abolición definitiva del pecado (Rom. 6:6; 2 Tim. 1:10; Hebr. 2:14; 9:26). Para los que creen en él, todo lo que los separaba de Dios es totalmente superado y dejado de lado. Estas inmensas consecuencias del plan de amor de Dios y de la obra de nuestro Señor en la cruz tienen importancia no solo para la eternidad, sino ya ahora para nuestra vida de fe. En la medida en que lo captemos por la fe y lo vivamos, creceremos hacia Él. Entonces podremos cantar como Israel al otro lado del mar Rojo: «Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada» (Éx. 15:13).

5.3. Cristo en la cruz

Consideremos ahora, en los diversos aspectos recordados, la cruz en la que nuestro Salvador fue crucificado por amor a su Dios y Padre y por amor a nosotros, pecadores perdidos. Cuanto más lo hagamos, mejor comprenderemos que la cruz del Gólgota constituye el centro del consejo de Dios y de la historia humana. Vemos allí el juicio del Dios santo sobre el pecado y sobre el mundo, pero al mismo tiempo el amor del Dios de la gracia hacia los pecadores perdidos. Todo esto encontró su perfecta expresión en la persona de nuestro Redentor y Señor Jesucristo.

En el mar Rojo, sin embargo, no vemos ningún juicio sobre un inocente, ningún sufrimiento y ninguna muerte de una víctima como en la Pascua. El juicio solo se indica en el hecho de que Moisés extendió su mano con la vara de Dios sobre el mar y sobre las aguas de la muerte, y que hubo oscuridad, como en las 3 últimas horas del Gólgota. Pero en vano buscamos en el mar Rojo un tipo de Cristo sufriente y moribundo. ¿Por qué razón? Debía beber solo, a escondidas de los ojos humanos, la copa que el Padre le había dado a beber. Tuvo que asumir el castigo de nuestra paz, abandonado por Dios, cuyos ojos son demasiado puros para ver el mal. Ningún corazón humano puede comprender en toda su profundidad el significado de estas palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Pero podemos adorarle eternamente por todo lo que asumió en esas horas.

Ningún ojo humano podía atravesar la oscuridad que se cernía sobre la tierra, para mirar al Cristo sufriente bajo el juicio de Dios. Un velo divino cubre esta escena tan solemne y sagrada de la historia universal. Encontramos un hecho similar en el día de la propiciación, el gran tipo de la obra expiatoria de Cristo. Salvo el Sumo Sacerdote, nadie podía estar «en el tabernáculo de reunión cuando él entre a hacer la expiación en el santuario» (Lev. 16:17). Del mismo modo, mirar dentro del arca, que es un tipo del Señor Jesús y de su obra expiatoria, se castigaba con la muerte (vean Núm. 4:20). Así, ninguna criatura contempló el sufrimiento de nuestro Redentor en la cruz. Solo el Señor Jesús tenía que soportar el justo castigo por nuestros pecados y el juicio sobre el pecado. Fue abandonado incluso por su Dios, cuando el juicio cayó sobre él.

Muy poco se dice en el Nuevo Testamento sobre los sentimientos profundos de nuestro Salvador en sus sufrimientos en la cruz. En el relato de su viaje a Getsemaní aprendemos algo de sus presentimientos, pero no de sus sufrimientos expiatorios por el pecado. En la cruz solo escuchamos el grito solitario en medio de la más profunda oscuridad y abandono: «¡Elí, Elí! ¿Lama Sabactani? Que quiere decir: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46; comp. con Sal. 22:2). Pero en las palabras proféticas de los Salmos encontramos la expresión de lo que significaban para él las aguas de la muerte: «Un abismo llama a otro a la voz de tus cascadas; todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí» (Sal. 42:7). «No me anegue la corriente de las aguas, ni me trague el abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca» (Sal. 69:15). «Me has puesto en el hoyo profundo, en tinieblas, en lugares profundos. Sobre mí reposa tu ira, y me has afligido con todas tus ondas» (Sal. 88:6-7).

En el mar Rojo solo vemos los resultados del juicio: resultados maravillosos para el pueblo de Dios, resultados terribles para sus enemigos. «Y extendió Moisés su mano sobre el mar, e hizo Jehová que el mar se retirase por recio viento oriental toda aquella noche; y volvió el mar en seco, y las aguas quedaron divididas. Entonces los hijos de Israel entraron por en medio del mar, en seco, teniendo las aguas como muro a su derecha y a su izquierda» (Éx. 14:21-22; comp. con Hebr. 11:29). El inmenso y aparentemente insuperable obstáculo fue eliminado por la intervención de Dios. Precisamente aquello en lo que los enemigos encontraron su terrible final, se convirtió para Israel en el camino hacia la vida. Cruzaron el mar en tierra firme, en cuyas olas Faraón y todo su ejército fueron tragados y finalmente encontrados muertos en la orilla.

Consideremos ahora, a la luz del Nuevo Testamento, lo que esto significa para nosotros individualmente.

5.4. Satanás y la muerte derrotados

El Señor Jesús anunció proféticamente, hablando de su muerte: «El príncipe de este mundo será echado fuera» (Juan 12:31). Este no es otro que Satanás (Juan 14:30; 16:11). Había llevado a la primera pareja humana, mediante el engaño y la falsedad, a creer en él más que en Dios. Transgredieron el único mandamiento que se les dio, aunque Dios había predicho la muerte de Adán en caso de desobediencia. Con ello se entregaron a la influencia y al poder de Satanás. Y así, por el pecado, la muerte entró en el mundo (Gén. 2:17; Rom. 5:12). Desde entonces, Satanás se ha servido de la muerte con sus terrores para retener a los hombres cada vez más en su poder, de modo que toda la vida están sometidos a la esclavitud por el temor a la muerte (Hebr. 2:15).

A diferencia del primer Adán, Satanás no ha encontrado ninguna predisposición/propensión a pecar en el segundo hombre… y último Adán, el Señor Jesús. En la tentación del desierto, se atrevió a afirmar: «Te daré toda esta autoridad y la gloria de estos reinos, porque me ha sido entregada», pero esta fue una de las muchas mentiras de quien es llamado el «padre de mentiras» (Lucas 4:6; comp. con Juan 8:44). Nadie le había dado autoridad sobre los reinos del mundo, sino que la había asumido para sí mismo mediante el engaño. Sin embargo, el Señor lo llama, en relación con su muerte en la cruz, «el príncipe de este mundo (kosmos)», e incluso el apóstol Pablo se refiere a él como «el dios de este siglo» (aiôn)» (2 Cor. 4:4). En ningún lugar fue más evidente la influencia de Satanás sobre los hombres del mundo que en la cruz, donde los azuzó al máximo contra el único justo. Pero no tenía ningún poder contra aquel que, ya en Lucas 10:18, había visto a Satanás ser arrojado del cielo como un rayo. Cuando el Señor vio que se acercaba su hora, dijo: «Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí» (Juan 14:30). ¡No más al principio que al final de su camino por la tierra, ofreció el Señor el más mínimo asidero a Satanás!

Con su muerte, el Señor Jesús derrotó a este poderoso enemigo para siempre. Redujo «a impotencia al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo»; y liberó «a todos los que, por temor a la muerte, estaban sometidos a esclavitud». Él ha liberado «del poder de las tinieblas», el dominio del diablo, a todos los que creen en Él (Hebr. 2:14-15; comp. con Lucas 22:53; Efe. 4:8; Col. 1:13; 2:15; 1 Juan 3:8). El Señor Jesús, el único que, estando sin pecado, no estaba bajo la sentencia divina de muerte, ni bajo el poder del diablo, entró por su muerte voluntaria en el dominio del enemigo, la muerte, y venció al que «tiene el imperio de la muerte». Como David mató al poderoso Goliat con su propia espada, así el Señor Jesús derrotó al diablo para siempre con su propia arma (1 Sam. 17:51). Mediante su resurrección, se manifestó que Él era el vencedor. Y en virtud de esta victoria, pudo decir a sus discípulos: «Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y sobre la tierra» (Mat. 28:18).

A diferencia de Faraón, la figura del gobernante de este mundo, que fue arrojado al mar Rojo con su ejército y murió (Sal. 136:15), el juicio sobre Satanás se pronuncia, pero aún no se ejecuta. Ahora todavía está en los lugares celestiales con sus vasallos (Efe. 6:11-12), pero será arrojado a la tierra al final (Apoc. 12:9). Su esfera de actividad se verá ciertamente reducida, pero esto no hará sino aumentar su violencia, pues sabe «que tiene poco tiempo» (Apoc. 12:12). Al comienzo del reinado de 1.000 años será atado y arrojado al pozo sin fondo (Apoc. 20:1-3). Luego será liberado por un tiempo, para finalmente ser arrojado al lago de fuego, al fuego eterno preparado para él y sus ángeles (Mat. 25:41; Apoc. 20:7-10). Sin embargo, estemos seguros, a pesar de sus actividades aparentemente ininterrumpidas, Satanás es un enemigo derrotado para nosotros. Para todos aquellos que, por fe, están del lado de Cristo el Vencedor, el dominio del enemigo ya ha terminado para siempre.

Que en el tiempo presente su poder no está completamente roto, lo vemos en 1 Pedro 5:8-9: «Sed sobrios, velad: vuestro adversario el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe» (comp. con Apoc. 2:10). Pero en Cristo, el vencedor, poseemos más fuerza que el enemigo. Por lo tanto, podemos vencerlo por la fe, como también se dice de los jóvenes espiritualmente fuertes en 1 Juan 2:13: «Os escribo, jóvenes, porque habéis vencido al Maligno».

Sin embargo, la batalla de la fe contra el adversario terminará un día, cuando el Señor Jesús venga a reunirnos en la Casa del Padre. Su poder aún no será definitivamente quebrado; solo después del último asalto al campamento de los santos y a la ciudad amada, Jerusalén, al final del reinado de 1.000 años, que será arrojado al lago de fuego y azufre para siempre (Apoc. 20:7-10). Entonces se cumplirá la profecía del apóstol Pablo en Romanos 16:20: «El Dios de paz quebrantará en breve a Satanás bajo vuestros pies». También esta victoria será el resultado de la obra de Cristo en la cruz, pues según la promesa de Dios en el Jardín del Edén, la verdadera semilla de la mujer debía quebrar la cabeza de la antigua serpiente mediante su muerte en la cruz (Gén. 3:15).

Solo al cruzar el mar Rojo, y no por la sangre del Cordero pascual, fue liberado Israel de la «casa de servidumbre». También nosotros somos liberados de la esclavitud de Satanás y de todo temor a la muerte por la fe en la muerte y resurrección de Cristo. Ahora sí somos «esclavos de Dios» y «esclavos de Cristo», pero eso es algo muy distinto. Esto equivale a la verdadera libertad cristiana (Rom. 6:22; 1 Cor. 7:22). El hombre está destinado a servir a Dios. «Todas las cosas fueron creadas por medio de él y para él» (Col. 1:16). Esto significa que el hombre solo encuentra la verdadera plenitud de su vida en una relación ininterrumpida con Dios. Pero mediante la astucia del enemigo, se ha alejado de Dios y se ha convertido en un esclavo de Satanás. Solo cuando sea liberado de esta esclavitud por Cristo podrá, como siervo comprado por Dios, cumplir con su vocación original; pero ahora como un redimido que ha llegado a conocer el amor y la gracia de Dios en una medida incomparablemente mayor.

No pensemos que solo las personas notoriamente adictas al pecado, como los adictos al alcohol y las drogas, o los adictos al ocultismo, están bajo el poder de Satanás. No, todos los incrédulos están en esta condición, sin excepción. En su ceguera moral, creen las insinuaciones del diablo de que son libres, cuando en realidad son sus siervos. Por lo tanto, todos los hombres son llamados por el Evangelio a convertirse «de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; para que reciban el perdón de los pecados y herencia entre los que son santificados por la fe» en Jesucristo (Hec. 26:18). Qué gracia que el Hijo nos haya liberado de la esclavitud de Satanás y del pecado, y de todo temor a la muerte (Juan 8:36; Hebr. 2:14-15). Como a través del mar Rojo Israel fue liberado de la casa de esclavitud de Faraón, así el cristiano creyente, a través de la muerte de Cristo, es liberado de la esfera de poder y fuerza del diablo.

El triunfo sobre la propia muerte está estrechamente ligado a la victoria sobre el que tiene el poder de la muerte, el diablo. Con su propia muerte, el Señor Jesús «abolió la muerte», y con su resurrección… «sacó a luz la vida y la incorruptibilidad por el Evangelio» (2 Tim. 1:10). Para los creyentes, la muerte ya no es «el rey de los espantos» (Job 18:14), sino que es el camino hacia el Señor Jesús en el Paraíso (Lucas 23:43), aunque a veces vaya acompañada de grandes sufrimientos. Pero el vencedor no es la muerte, sino el Señor Jesús. Él ha vencido a la muerte, y cuando venga a tomar a los suyos para sí, esto también se manifestará con respecto a nosotros. Los muertos en Cristo (es decir, todos los creyentes que hayan dormido hasta entonces) serán resucitados de entre los muertos (1 Cor. 6:14; Fil. 3:11) y los creyentes vivos no sufrirán la muerte, sino que serán transformados en la conformidad del cuerpo glorioso del Señor Jesús (Fil. 3:21; 1 Tes. 4:16). Entonces también la muerte será para nosotros eternamente tragada en victoria, es decir, completamente vencida (1 Cor. 15:54-55).

Según 1 Corintios 15:26, la muerte, como último enemigo, no será abolida (*) hasta después del reinado de 1.000 años: esto no está en absoluto en contradicción con lo que se acaba de decir. La muerte seguirá existiendo hasta el final del Milenio. Durante la gran tribulación, morirán muchos mártires, y durante el reinado de 1.000 años, morirán todos los pecadores (Apoc. 13:15; Sal. 101:8; Is. 66:24). La muerte y el Hades no serán eliminados definitivamente hasta después del Milenio, ya que serán arrojados al lago de fuego (Apoc. 20:14).

(*) En griego, el verbo traducido con «abolir» en 1 Corintios 15:26 se interpreta en 2 Timoteo 1:10 con «cancelar» (katargeô).

5.5. El juicio del mundo

El mundo, que vemos aquí tipificado por Egipto, también cayó bajo la influencia y el poder del pecado, porque la primera pareja humana se dejó engañar por Satanás. Caín, el asesino de su hermano, «salió… de delante de Jehová» y construyó con sus descendientes su propio mundo de incredulidad, que vive hasta hoy en enemistad contra Dios (Gén. 4:16; Juan 15:18; 17:25).

En el Antiguo Testamento encontramos una estricta separación entre Israel, el pueblo de Dios, y las naciones. Pero el carácter del mundo, corrompido por Satanás y el pecado, aún no se manifiesta allí. Solo en el Nuevo Testamento se utiliza el término «mundo» en un nuevo sentido. Originalmente, el término «mundo» se refería a la creación y a todos los seres humanos que viven en ella (Hec. 17:24; 1 Tim. 6:7; Juan 3:16). Por otra parte, desde la caída, el mundo es también el sistema del mal, alejado de Dios, dominado por el diablo que, como hemos visto, es llamado el gobernante de este mundo (1 Juan 2:15-17; 5:19). La misma palabra (kosmos) se utiliza para ambos significados. Además, hay otra palabra (aiôn) que significa “mundo, época, tiempo”, y que más bien describe el carácter moral corrupto del mundo (Gál. 1:4). Por lo tanto, es importante, al leer la Palabra de Dios, discernir según el contexto el significado particular de la palabra «mundo», a fin de estar guardado del error.

Cuando el Hijo de Dios vino al mundo, su pueblo terrenal (los judíos) no lo recibió, y el mundo que se apartó de Dios no lo conoció (Juan 1:10). Más aún: los judíos y las naciones –es decir, el mundo entero– han manifestado su maldad al rechazar al único sin pecado. Toda la corrupción y enemistad contra Dios del mundo religioso, cultural y político se manifestó en la crucifixión del Señor. El signo despectivo en la cruz: «Jesús el Nazareno, el Rey de los Judíos», estaba así escrito en hebreo, griego y latín (Juan 19:20). Con esto, el mundo, que condenó a Aquel que lo salvaría, pronunció su propia condena. Pero entonces también fue condenado definitivamente por parte de Dios (comp. con Juan 3:19). Por eso, respecto a su muerte en la cruz, el Señor había anunciado de antemano: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora será echado fuera el príncipe de este mundo» (Juan 12:31).

5.5.1. Separarse del mundo

Para el creyente en el Señor Jesús, no puede haber comunión con un mundo que ha rechazado al Señor Jesús y, por lo tanto, está bajo la condenación de Dios. Como Israel fue separado de Egipto por el mar Rojo, así todos los que le pertenecen son, por su muerte, apartados «… del presente siglo malo (aiôn)» (Gál. 1:4). Corporalmente, todavía estamos «en el mundo (kosmos)» de la creación, y experimentamos a diario que el «tiempo presente (aiôn)» nos rodea (Juan 17:11; Tito 2:12). Pero, al igual que nuestro Señor, ya «no somos del mundo (kosmos)», es decir, ya no formamos parte de este sistema malvado juzgado por Dios (Juan 15:19; 17:1416‑; Col. 2:20). Simplemente ya no pertenecemos a él. Aceptamos por fe no solo el juicio de Dios sobre Satanás y el mundo, sino también el hecho de que pertenecemos a Cristo resucitado y glorificado. Con su ascensión al cielo, él ha dejado el mundo, y así lo haremos nosotros en nuestro arrebato a la Casa del Padre, algo que podemos esperar en cualquier momento. Pero incluso ahora ya no pertenecemos al mundo, aunque todavía estamos en él corporalmente (Juan 17:6). Así como el mar Rojo fue una barrera entre los israelitas liberados y Egipto, la muerte de Cristo separa ahora a sus redimidos del mundo, total y eternamente.

Este hecho es de gran importancia para nuestra vida de fe. Muchos hijos de Dios vegetan en su vida espiritual porque no dan este paso por fe, y no viven separados del mundo. Sufren porque quieren servir a 2 amos. Sin embargo, el Señor Jesús declaró que esto es imposible: «Nadie puede servir a dos amos» (Mat. 6:24). Mientras no aceptemos nuestra separación del mundo, y la realicemos por fe, no podremos hacer ningún progreso espiritual. Por eso estamos exhortados tan enfáticamente en el Nuevo Testamento a hacer nuestro el juicio de Dios sobre el mundo y a separarnos de él en cuerpo y espíritu.

  • Pablo exhorta a los creyentes de Roma: «Y no os adaptéis a este siglo [aiôn], sino transformaos por la renovación de vuestra mente; para que comprobéis cuál es la buena, agradable y perfecta voluntad de Dios» (Rom. 12:2).
  • Santiago afirma: «¿No sabéis que la amistad con el mundo [kosmos] es enemistad con Dios? Aquel que quiere ser amigo del mundo, se hace en enemigo de Dios» (Sant. 4:4).
  • Pedro exhorta así a los cristianos salidos del judaísmo: «Amados, os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que guerrean contra el alma; teniendo una buena conducta entre los gentiles; para que en lo que os calumnian, como a malhechores, observando vuestras buenas obras glorifiquen a Dios en el día de la visitación» (1 Pe. 2:11-12). «Porque si después de haber escapado de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, son vencidos al dejarse enredar otra vez en ellas, su último estado es peor que el primero» (2 Pe. 2:20).
  • Juan escribe: «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, no procede del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Juan 2:15-17).

En su última Epístola, Pablo debió observar con tristeza: «Demas me ha abandonado, amando el presente siglo [aiôn]» (2 Tim. 4:10). Para ser guardados de tal fracaso, debemos dejar el mundo atrás de una vez por todas, y aferrarnos a nuestro Señor con convicción de corazón, amarlo y apreciarlo a él, a su gloria y a sus riquezas. El que ha aceptado por fe la obra de la redención de Cristo no solo debe considerar al mundo como crucificado (es decir, como juzgado por Dios), sino que también debe considerarse a sí mismo como un crucificado con respecto al mundo, y esto a través de la cruz de Cristo (Gál. 6:14).

Cuántas discusiones ha habido entre los cristianos sobre el tema del «mundo». ¿Son realmente necesarias? ¿Es tan difícil responder a la pregunta: “Qué es el mundo”? Incluso teniendo en cuenta que en muchos países el mundo estaba y sigue estando en parte impregnado de formas cristianas, el hecho es que todo lo que la humanidad ha creado para sí misma para vivir mejor sin Dios es el mundo. Por tanto, no se trata de la naturaleza creada por Dios, sino de la cultura y la civilización desarrolladas por el ser humano. Esta afirmación puede resultar sorprendente a primera vista, pero si nos preguntamos qué se entiende por los términos “cultura” y “civilización” de forma general, podremos entenderla mejor. La cultura se presenta como “el conjunto de las realizaciones intelectuales, artísticas y educativas de una sociedad, como expresión de un desarrollo humano superior” (diccionario Duden), o más explícitamente como “el conjunto de las formas intelectuales, sociales y materiales de las manifestaciones vitales de la humanidad, por las que esta produce su propio entorno, y desarrolla, embellece y supera la naturaleza humana; en el uso más amplio de esta noción, lo que el hombre ha creado, lo que, por tanto, no es natural”. En el ámbito intelectual, incluye “la ciencia, el arte, la ética, la religión, el lenguaje y la educación”, en el ámbito social “la política y la sociedad”, y en el ámbito material “la tecnología y la economía” (Léxico de Meyer).

La noción de “civilización” solo difiere ligeramente de la anterior; se define como sigue: “el conjunto de las condiciones de vida social y material producidas y mejoradas por el progreso técnico y científico” (Duden), o según otra definición: “la ciencia, la tecnología, las formas de vida y de relación definidas” (Meyer).

La cultura, por tanto, se ocupa más de las cuestiones intelectuales, mientras que la civilización se ocupa más de los aspectos materiales de la vida humana. Sin embargo, la comparación muestra que estos conceptos se solapan parcialmente. No podemos limitarnos a decir: debemos mantenernos alejados de las llamadas influencias culturales, pero podemos aprovechar sin más los logros materiales del mundo. Por ejemplo, no hay nada intrínsecamente malo en el transporte y otros sistemas técnicos, pero pueden servir para fines buenos o malos. La medicina actual hace posible la diálisis y la cirugía cardíaca, pero también la anticoncepción fácil y el aborto seguro. En los medios de comunicación, la separación, e incluso la diferenciación, se hace aún más difícil y peligrosa. Basta con mencionar la televisión y el internet con todas sus posibilidades. Mediante una hábil mezcla de información concreta y entretenimiento y adoctrinamiento mundano e inmoral, el mundo está entrando en los hogares y en los corazones. La distinción entre la luz y las tinieblas se diluye así, y la entrada en el mundo se facilita y se prepara de forma sencilla.

Olvidamos con demasiada facilidad que todo en el mundo ha sido y es elaborado por hombres sin Dios. Sus motivos son, por lo general, la búsqueda del placer, el orgullo, el afán del dinero y del poder, si no algo peor (comp. con Rom. 1:29-31; 2 Tim. 3:2-5). Dios y su gloria no tienen ninguna función en ello. Los inventos más útiles y agradables sirven en primer lugar a los inventores y productores, para el cumplimiento de sus ambiciones y como fuente de ganancias.

A veces se dice que hay que distinguir entre lo terrenal y lo mundano. Deberíamos disfrutar de las cosas terrenales sin más preocupación, y mantenernos alejados solo de las cosas mundanas. Sin embargo, la Palabra de Dios dice lo contrario. En Filipenses 3:18 y 19, encontramos a aquellos que son «enemigos de la cruz de Cristo, cuyo fin es la perdición, cuyo dios es el vientre, y la gloria de ellos está en su vergüenza; los cuales piensan en lo terrenal». Santiago llama a la sabiduría que no viene de lo alto sabiduría «terrenal, natural, diabólica» (Sant. 3:15). Por otra parte, el santuario de Dios del Antiguo Testamento se llama «santuario terrenal» (Hebr. 9:1). Por lo tanto, no se puede mantener una distinción estricta entre las nociones bíblicas de “terrenal” y “mundano”. Todo lo que es mundano es terrenal, y todo lo que es terrenal puede llevar a la mundanidad. El que se empeña en diferenciar estas 2 nociones debe esperar que se le pregunte si no está tratando de “ensanchar” el camino de la fe. La culpa es de nuestro corazón, del que el profeta Jeremías dice que: «Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras» (Jer. 17:9-10). Nuestro Señor reclama para sí todo nuestro corazón. No la mitad, sino todo.

Cuando Pablo describe a los creyentes como «…los que disfrutan de este mundo (kosmos), como si no disfrutaran», está expresando una apreciación matizada del mundo en el que vivimos en estas palabras inspiradas por el Espíritu de Dios (1 Cor. 7:31). Por supuesto que no podemos salir del mundo (1 Cor. 5:10), pero como cristianos no tenemos nada en común con él, y por consiguiente, tampoco podemos tener comunión con él. «¿Qué comunión la luz con las tinieblas?» (2 Cor. 6:14)(*).

(*) Vean también: “Lecciones prácticas para nosotros” en el capítulo “El desierto”, pag. 34 y sig.

Para Israel, Dios vio desde el principio el peligro de la añoranza de Egipto. Por eso, primero condujo al pueblo por un recorrido libre de amenazas y dificultades, «Para que no se arrepienta el pueblo cuando vea la guerra, y se vuelva a Egipto» (Éx. 13:17). Apenas cruzaron el mar Rojo e iniciaron la travesía por el desierto, murmuraron contra Moisés y Aarón, y se acordaron solo de las carnes de Egipto, pero no de su angustia bajo la esclavitud del Faraón (Éx. 16:3). Dios les dio codornices y maná, «el pan del cielo», como alimento, pero poco después, «la gente extranjera» en medio de ellos hizo que los hijos de Israel miraran hacia atrás y recordaran el pescado, los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos que habían comido en Egipto. Con el paso del tiempo, el maná fue cada vez más despreciado (Núm. 11:4-6; 21:5). Dios volvió a darles de comer codornices, pero también les dio a conocer las consecuencias de sus codicias: «Y él les dio lo que pidieron; mas envió mortandad sobre ellos» (Sal. 106:15). Cuando, poco después, 10 de los 12 espías que regresaban de Canaán desanimaron al pueblo con sus informes, ¡incluso querían volver a Egipto (Núm. 14:3-4)! Incluso al final de la travesía por el desierto, cerca de llegar a la meta, los israelitas preguntaron desafiantes a Moisés: «¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para que muramos en este desierto?» (Núm. 21:5).

También nosotros, como cristianos, no somos inmunes al peligro de volver al mundo, como vimos un ejemplo en Demas, el compañero del apóstol Pablo. Nuestra carne, la vieja naturaleza en nosotros, no ha cambiado. Pero mantengámonos firmes por la fe, y comprendamos que, por la muerte de nuestro Redentor, hemos sido sacados del mundo y ya no formamos parte de él. No tenemos necesidad dejar errar nuestros ojos por el mundo. Tenemos el objeto más glorioso para nuestros corazones, la meta más gloriosa ante nuestros ojos: nuestro Señor en la gloria.

5.6. Muertos con Cristo

Más de uno, se puede preguntar: “¿Es posible una separación tan radical del mundo?” Para muchos de los hijos de Dios, separarse del mundo es un hecho incómodo, que apenas pueden aceptar. Buscan de diversas maneras mantener y justificar al menos alguna relación con el mundo.

Sin un cambio fundamental en el propio creyente, separarse del mundo es imposible. El hombre natural, que no ha nacido de nuevo, no puede vivir sin el mundo. Solo conoce y ama al mundo. Si se lo quitan, no le queda nada. Sin embargo, cuando muere, deja atrás el mundo y todo lo que hay en él para siempre. Solo se puede dejar el mundo a través de la muerte. Esto también es cierto para cada uno de nosotros que creemos en el Señor Jesús. En la cruz, Dios juzgó no solo al mundo, sino también al viejo hombre, es decir, a lo que en el hombre está unido al mundo y en última instancia le pertenece. El que cree en el Señor Jesús puede, por tanto, no solo considerar al mundo como crucificado, sino también verse a sí mismo como un hombre que, en lo que respecta al mundo, está crucificado –y esto por la cruz de Cristo (Gál. 6:14). (*) Ahora está muerto con Cristo y separado del mundo por la muerte. De este modo, ha dejado el mundo como un sistema. El que cree en el Señor Jesús está, hablando espiritualmente, alejado del «presente siglo malo» (aiôn). En la muerte de Cristo, no solo el mundo ha sido juzgado, sino también lo que en el hombre pertenece al mundo, el viejo hombre. Está crucificado, muerto y enterrado con Cristo. En el bautismo hemos manifestado visiblemente que estamos sepultados con Cristo.

(*) Según Colosenses 2:12, nuestra resurrección espiritual con Cristo se basa en nuestra fe en la operación del poder de Dios para resucitarlo de entre los muertos. Lo mismo ocurre con nuestra crucifixión, muerte y vivificación con Cristo, es decir, poseemos todas las cosas por la fe.

5.6.1. El bautismo – un entierro

En 1 Corintios 10, el cruce del mar Rojo por parte de Israel se denomina «bautismo». Pablo menciona allí, recordando la travesía del desierto por Israel: «Porque no quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estaban todos bajo la nube, y todos pasaron por el mar; y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar» (1 Cor. 10:1-2). Tanto la relación del pueblo de Israel con la nube de la gloria de Dios como el cruce (en seco) del mar Rojo se denominan después como un «bautismo». Aunque no se trata del bautismo cristiano, se alude claramente a él. Mediante el «bautismo» en la nube y en el mar, los hijos de Israel fueron identificados exteriormente con Moisés (*). El mar Rojo los separaba de Egipto, y la nube los unía a Dios.

(*) Aunque los israelitas no entraron en contacto con el agua al cruzar el mar Rojo, fueron «bautizados» sin que nadie estuviera presente para bautizarlos. Esto se muestra en la forma gramatical del «medio» griego del verbo «bautizar» (ebaptisanto), atestiguado por el manuscrito P46 (cerca de 200 d.C.) así como por el Texto Recibido. Esta forma verbal, desconocida en nuestras lenguas, que relaciona la acción con el sujeto, suele traducirse en forma pronominal, lo que apenas es posible aquí («bautizar»). En Hechos 22:16, donde también se utiliza esta forma griega de “medio”, se traduce correctamente como «sé bautizado» (Versión Moderna 2025). El Nuevo Testamento griego de Nestlé-Aland, en cambio, sigue otros manuscritos, que tienen la forma pasiva más común ebaptisthesan (comp. Hec. 10:47-48). Parece que ni los copistas antiguos, ni los editores modernos que les siguen, se dieron cuenta de la peculiaridad de esta forma de expresión.

Así como los israelitas fueron simbólicamente «bautizados para Moisés» al comienzo de su peregrinaje por el desierto cuando cruzaron el mar Rojo, en el bautismo cristiano uno es «bautizado para Jesucristo». Al mismo tiempo, el que se bautiza es «bautizado para su muerte» y, por tanto, está «sepultado con él». Con ello demuestra que está «identificado con él en la semejanza de su muerte» (Rom. 6:3-5). Así confiesa abiertamente que le pertenece. El bautismo cristiano en agua, en el que el bautizado debe estar sumergido completamente en agua es una figura de ser sepultado con Cristo.

En el bautismo expresamos así nuestra identificación con el Cristo muerto. Como el mundo lo ve, así debe vernos a nosotros. Sabemos bien –aunque no se exprese en el propio bautismo– que el Señor no permaneció en el sepulcro, sino que resucitó y ascendió al cielo, donde ahora intercede por nosotros y nos espera, y desde donde nosotros le esperamos. Pero para el mundo debemos estar «muertos» y «sepultados». Y nosotros también debemos considerarnos así, como se nos muestra en varios pasajes del Nuevo Testamento.

El pasaje más importante es el de Romanos 6:1 al 11, pues describe de la manera más detallada nuestro estado de muerte con Cristo y su testimonio visible, el bautismo. Pablo se pregunta primero: «Los que morimos al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?» (v. 2). Toda persona redimida puede considerarse muerta al pecado. Por eso, Pablo puede continuar: «¿Ignoráis que todos los que fuimos bautizados a Jesucristo, en su muerte fuimos bautizados?» (v. 3). En el bautismo somos sepultados con Cristo, para vivir una vida nueva con él, el Resucitado. Lógicamente, por lo tanto, Pablo agrega: «Fuimos, pues, sepultados con él mediante el bautismo en la muerte; para que como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida» (v. 4). El bautismo es el signo visible de que nuestra vida anterior como pecador ha llegado a su fin por la muerte de Cristo. Según el juicio de Dios, hemos muerto con Cristo y damos testimonio en el bautismo de nuestra sepultura con él. Por tanto, el bautismo tiene un gran significado para nuestra vida práctica de fe. Esto se ignora con demasiada frecuencia. Sin embargo, esto no es solo para nosotros hoy en día, ya que obviamente fue lo mismo para los primeros cristianos. Casi todos los pasajes de las Epístolas del Nuevo Testamento que hablan del bautismo recuerdan a los destinatarios lo que expresaron en ese acto (vean también Gál. 3:27; Col. 2:12; 1 Pe. 3:21). Estos repetidos recordatorios indican el gran significado del bautismo para la vida práctica del cristiano. ¿Y por qué? Porque el bautismo cristiano es la figura de un hecho importantísimo, la sepultura de un muerto. Este hombre muerto, sin embargo, no es nuestro cuerpo, sino nuestra vieja vida sin Dios, nuestra posición de «viejo hombre». Si el mar Rojo es –como hemos visto– una imagen del bautismo es también una imagen de lo que precede a la sepultura, es decir, de la muerte, del fin del hombre viejo.

5.6.2. El viejo hombre

Así como después del cruce del mar Rojo, la vida anterior de los israelitas en Egipto había terminado para siempre, el cristiano, en virtud de la muerte y resurrección de Cristo, ha abandonado permanentemente su posición de pecador. Mediante la muerte de nuestro Salvador en la cruz, no solo Satanás y el mundo, sino también nuestro viejo hombre, fueron juzgados. Según la Palabra de Dios, la expresión «el viejo hombre» se refiere retrospectivamente, por tanto, en relación con la redención, a nuestra anterior posición como descendientes de Adán y como pecadores. Al igual que la carne, forma parte del mundo caracterizado por el pecado y la enemistad contra Dios, por lo que se ve de forma similar a ella como crucificada.

A muchos les parece que esta presentación es bastante abstracta. Cuando Dios juzgó al Señor Jesús por nosotros, estaba completamente solo. Pero ¿no llevó allí, por nosotros, el juicio de Dios sobre los hombres pecadores? Con una devoción, un amor y una santidad insondables, soportó no solo el castigo por nuestros pecados, sino también el juicio sobre nuestra condición y naturaleza pecaminosa. Por lo tanto, Dios considera ahora a quien se coloca por fe bajo el juicio ejecutado sobre Cristo, y por lo tanto de su lado, como crucificado con él.

La crucifixión era, en efecto, el tipo de ejecución más cruel. Los romanos, por lo que sabemos, utilizaban este castigo humillante solo para los esclavos y los extranjeros, no para los ciudadanos romanos. Aparentemente fueron los hombres los que quisieron dar muerte al Señor Jesús de una manera tan cruel, bastante injusta, pero con el consentimiento de Dios. En realidad, nuestro Señor no solo sufrió la humillación de una condena injusta cuando su inocencia había sido reconocida, sino que tomó sobre sí, durante las 3 horas de tinieblas, el justo juicio de Dios que, de hecho, debería habernos alcanzado a nosotros, hombres pecadores. Nunca se manifestó más claramente el estado irremediablemente malo del hombre natural que en la condena y crucifixión del Señor Jesús.

El hombre natural (en realidad: el hombre animal, o el hombre animado solo por su alma creada, (psuchikos) creado por Dios se apartó de él por la caída, y se deja llevar por las tendencias naturales y las codicias de su alma impura. Por lo tanto, la Palabra de Dios define tanto al hombre no regenerado como a sus sentimientos, pensamientos y comportamiento como «naturales» o «animales» (Sant. 3:15) (*).

(*) Por el nuevo nacimiento, ya no somos hombres «naturales», pero conservamos nuestro cuerpo «natural» mientras vivamos en la tierra. Solo en la venida del Señor recibiremos un cuerpo «espiritual» (1 Cor. 15:44, 46). Al mismo tiempo, nos hemos despojado de nuestro «viejo» hombre, pero la «carne» nos acompaña toda nuestra vida.

En la sociedad de los hombres naturales existen, en efecto, las más variadas categorías y grupos, que proceden en parte del orden de Dios (hombres y mujeres, Israel y las naciones), pero en parte también de los propios hombres (por ejemplo, hombres libres y esclavos), y a cuyo reconocimiento se atribuye a menudo una gran importancia en el mundo. Pero por muy diferentes que sean los hombres predispuestos o aventajados, tienen en común la misma naturaleza humana corrupta y la condición pecaminosa relacionada con ella.

Por eso siempre se habla del viejo hombre en singular, nunca en plural. Pablo escribe a los creyentes de Roma: «que nuestro viejo hombre ha sido crucificado con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado»; a los de Éfeso: «En cuanto a vuestra conducta anterior, os despojéis del viejo hombre, que se corrompe según los deseos engañosos»; y a los de Colosas: «…No mintáis unos a otros, habiendo despojado el viejo hombre con sus prácticas» (Rom. 6:6; Efe. 4:22; Col. 3:9). A la vista de estas afirmaciones de la Palabra, no puede haber ninguna ambigüedad sobre el hecho de que ante Dios todos los hombres están en el mismo terreno como pecadores; pero también que, según la mente de Dios, el viejo hombre tenía que ser desechado por completo, y fue desechado en la cruz.

Mientras que el estado corrupto e irrecuperable de los descendientes de Adán, el «primer hombre» caído en el pecado (1 Cor. 15:45), no fuese demostrado plenamente, no se podría hablar de un «viejo hombre». Esto solo fue posible tras la venida del Señor Jesús, «el segundo hombre», y la creación del «nuevo hombre». Por eso la mención del «viejo hombre» solo aparece en el Nuevo Testamento. Solo entonces se establece claramente la diferencia entre el hombre natural no regenerado y el creyente (1 Cor. 2:14; Judas 19).

¿Y por qué el viejo hombre debe encontrar su fin? Porque es irremediablemente malo. Dios ha probado al hombre de todas las maneras posibles, para ver si había algo bueno en él. Israel, el pueblo terrenal elegido por Dios, fue el principal ejemplo de esta prueba, y el medio fue la Ley del Sinaí. El resultado fue abrumador: “No hay justo, ni aun uno… ninguna carne será justificada ante él por las obras de la ley, porque por la ley es el conocimiento del pecado… no hay diferencia, porque todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios. Este juicio se aplica indistintamente a todos los hombres, ya sean judíos o gentiles, hombres libres o esclavos, bárbaros o escitas, hombres o mujeres” (Rom. 3:9-23 –y otros pasajes). El hombre, pecador por naturaleza, como se ha demostrado, es incorregible y no puede, tal como es, ser aceptado por el Dios cuyos ojos son demasiado puros para ver el mal (Hab. 1:13). En consecuencia, el veredicto de Dios es la muerte (Rom. 6:23; Hebr. 9:27).

Este juicio aparentemente severo es, sin embargo, el único lógico. ¿Es concebible que Dios, en la santa atmósfera de su gloria celestial, pueda estar rodeado de hombres que son pecadores, en cuanto a su posición y naturaleza? ¿Podrían tales hombres estar a gusto en la atmósfera pura y santa de su presencia? Ambas cosas son impensables, y ambas confirman la necesidad de un final radical y un comienzo totalmente nuevo. Que Dios sea eternamente bendecido, Él ha previsto precisamente esto en su consejo y ha pagado el precio más alto por ello.

El tiempo de prueba del hombre acordado por Dios llegó a su fin cuando «llegó la plenitud del tiempo», al «final de estos días», «al fin de los tiempos» (Gál. 4:4; Hebr. 1:1; 1 Pe. 1:20). Entonces el Señor Jesús vino como «el segundo hombre» a la tierra (1 Cor. 15:45-47). Desde la eternidad era Dios, y se hizo real y verdaderamente hombre. En la cruz llevó en sustitución el juicio de Dios sobre los hombres, cuya forma había tomado él, que estaba libre de pecado. Solo a partir de ese momento, la posición anterior de los que creen en el Señor Jesús, que se terminó de una vez por todas, se llama «el viejo hombre». Desde la muerte y resurrección de Cristo, a partir del «último Adán», hay un «nuevo hombre» (Efe. 2:15; 4:24; Col. 3:10). Volveremos a hablar de esto más adelante.

Muchos lectores se habrán preguntado: “¿Qué es lo que ha muerto con Cristo? Como hombre, sigo viviendo, y estoy, por desgracia, incluso en estado de pecado. No siento que esté muerto”. De hecho, parece que nuestras experiencias diarias contradicen la doctrina de que el creyente está muerto con Cristo. En efecto, la carne que llevamos dentro no está en absoluto muerta. Nos acompaña a lo largo de nuestro viaje terrenal. ¿Cómo puedo entonces estar seguro de que estoy verdaderamente muerto con Cristo?

Así es nuestra muerte con Cristo, y así es nuestra certeza del perdón de nuestros pecados por su sangre. Recordemos a los primogénitos sentados en sus casas la noche de la Pascua. ¿Cómo podían saber que quedarían libres de juicio? ¿Era sobre la base en sus propios sentimientos o en la declaración de Dios: «Veré la sangre y pasaré de vosotros»? Obviamente, solo sobre la base de la Palabra de Dios. Del mismo modo, nosotros también, en lo que respecta al viejo hombre, no debemos fijarnos en lo que sentimos o experimentamos, sino que debemos recibir su Palabra con fe y confiar en ella. Entonces entendemos que nuestra muerte con Cristo no es el fin de nuestra vieja naturaleza, sino el fin de nuestra posición anterior como pecador. Cuando creemos y comprendemos este hecho, hemos dado un paso importante en el crecimiento espiritual.

Pablo dice en Colosenses 3:3: «Porque habéis muerto». Ahora nos toca recibir este hecho y sus consecuencias por la fe en su Palabra y aplicarlo a nosotros mismos. Pablo lo hace en Romanos 6:2 y 11, cuando escribe: «Los que morimos al pecado, ¿cómo viviremos aún él?» y «…Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús». En 2 Corintios 4:10 vemos la realización práctica de esta verdad en nuestras vidas: «…llevando siempre en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo». Pablo vivía continuamente en la conciencia de lo que significaba para él la muerte del Hijo de Dios bajo el juicio de Dios: ¡he muerto con Cristo! Solo así se podía discernir en su vida la vida de Jesús, la vida eterna. Si no juzgamos y condenamos, cuando es necesario, diariamente, incluso cada hora, todas las cosas a la luz de la muerte de Cristo, fácilmente llegamos a contristar al Espíritu Santo en nuestro interior. Entonces ya no puede llenarnos de gozo en Cristo, sino que debe llevarnos a juzgarnos a nosotros mismos y a confesar nuestros defectos, para que podamos volver a saborear el gozo de la fe.

Según Romanos 6:6, «nuestro viejo hombre ha sido crucificado con él», y en Gálatas 2:20, Pablo escribe: «Con Cristo estoy crucificado». El viejo «yo» del creyente es, por tanto, idéntico al viejo hombre. Ambos han llegado a su fin en la muerte de Cristo en la cruz. Sin embargo, no estamos físicamente crucificados ni muertos, pues seguimos viviendo ante Dios como seres responsables. Pero nos hemos aplicado por fe el juicio de Dios ejecutado en el Señor Jesús. A diferencia del pasado, ahora vivimos por la fe en el Señor que murió y resucitó por nosotros. No es nuestra vida terrenal la que ha terminado, sino nuestra anterior posición de pecador, porque «…fuimos identificados con él en la semejanza de su muerte», como se expresa visiblemente en el bautismo en Cristo Jesús y su muerte (Rom. 6:5). El que cree en el Señor Jesús tiene derecho a considerarse crucificado con él y muerto (Rom. 6:8; 2 Cor. 1:9; Col. 2:20; 3:3; 2 Tim. 2:11).

El “cambio de identidad” asociado a esta etapa espiritual está especialmente claro en Gálatas 2:19 y 20. El pronombre «yo» tiene aquí 3 significados diferentes:

  • «Con Cristo estoy crucificado»: es el viejo hombre, o nuestra posición de pecador antes de nuestra conversión.
  • «Para vivir para Dios»: es el nuevo hombre con la nueva naturaleza y la nueva vida.
  • «Lo que ahora vivo en [la] carne…»: es la persona responsable, el creyente como hombre en la tierra, en quien se ha realizado este cambio divino.

Cuando hemos aceptado esto por fe, y hemos dado así un paso adelante en nuestro desarrollo espiritual, podemos saborear una paz profunda y duradera. Ahora entendemos que Dios ya no nos ve como pecadores, sino que nos ve en Cristo, su Hijo amado, y nosotros también tenemos derecho a vernos así sobre la base de su Palabra inmutable. «Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom. 6:11).

5.6.3. La carne

Muchos cristianos hablan de la “vieja naturaleza” pecaminosa dentro de ellos como el «viejo hombre». Confunden esto con la «carne» que todavía está presente en cada creyente. El término “vieja naturaleza”, que se utiliza a menudo, pero no se encuentra en las Escrituras, no se refiere al viejo hombre sino a la carne.

Desde la creación del hombre, la «carne» como expresión de la existencia corporal ha estado inseparablemente ligada a nuestra vida en la tierra. En este sentido original, la palabra «carne» no hace referencia al pecado y también se utiliza a menudo de esta manera en el Nuevo Testamento (por ejemplo, en 2 Cor. 5:16; Fil. 1:22, 24).

Cuando se habla de «carne» en cuanto al Señor Jesús, es siempre en este sentido, ya que él no tenía pecado (Rom. 1:3; 1 Juan 4:2). Cuando se dice que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan 1:14), vemos su perfecta encarnación. Por un lado, vino «a semejante a los hombres» (Fil. 2:7). Esto significa que se hizo como nosotros. La forma en que se expresa en Romanos 8:3: «en semejanza de carne de pecado» lo confirma, pues el Señor precisamente no vino “en carne de pecado”. El sustantivo «semejanza» (homoiôma) equivale a “copia, representación exacta” en contraste con “original”. Por otra parte, en toda la semejanza del hombre Jesús, con los demás hombres, quedaba una diferencia esencial. No tenía naturaleza pecaminosa. De la perfecta impecabilidad de nuestro Señor Jesús, 3 apóstoles dan testimonio. Pedro escribe que él «no hizo pecado», Pablo lo llama «al que no conoció pecado», y Juan declara por qué fue así: «y no hay pecado en Él» (1 Pe. 2:22; 2 Cor. 5:21; 1 Juan 3:5).

Desde la caída, la carne ha sido, para todos los hombres, no solo el instrumento, sino también el recipiente o soporte del pecado que habita en ellos. En este sentido, «la carne» se ha convertido en la personificación de la naturaleza pecaminosa humana (Rom. 7:18; Gál. 3:3). El pecado es el signo específico de la carne y del viejo hombre, ambos pertenecientes a la creación caída que está bajo el juicio de Dios. Son parte del mundo, el sistema construido por Satanás, que está en enemistad contra Dios y el orden divino.

No hay nada bueno en esta carne (Rom. 7:18). Odia a Dios, porque su mente es enemistad contra él (Rom. 8:7). Esto no solo es cierto para todos los que todavía están lejos de Dios, sino también para todos los que han nacido de nuevo. La carne se opone a todo lo que viene de Dios, y siempre tiende a lo que inventa Satanás. No solo se manifiesta en lo que es inmoral, «los deseos de la carne», en lo que es malo y violento, sino también en la voluntad propia, «la voluntad de la carne» (Efe. 2:3). La voluntad de la carne es a menudo difícil de discernir como una manifestación de la carne, ya que puede estar revestida de una apariencia de piedad. El rey Saúl debió oír de Samuel: «Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación» (1 Sam. 15:23). ¿Qué había hecho Saúl? En lugar de matar a los animales tomados de los amalecitas según el mandato de Jehová, ¡se los había ofrecido como sacrificio!

La carne es la naturaleza del viejo hombre; de ahí la designación «en la carne» para aquellos que no creen en el Señor Jesús (Rom. 7:5; 8:8-9). La frase «en la carne» es, en este contexto, un nombre para el carácter moral del hombre que nace pecador y vive en el pecado.

A diferencia del viejo hombre, que encontró su fin en la muerte de Cristo, la carne, la naturaleza pecaminosa del hombre, sigue siendo la compañera constante de todo creyente mientras viva en la tierra. Si bien ya no se nos considera moralmente «en la carne» en lo que respecta a nuestra posición, lamentablemente aún podemos vivir, en la práctica, «según la carne», si cedemos a los «deseos de la carne» (Rom. 8:12; 2 Cor. 10:2; Gál. 5:16; 1 Juan 2:16).

¡Cuántas desilusiones no hemos encontrado ya, y cuánto tormento no podemos experimentar interiormente, a causa de esto! Sin embargo, Dios quiere que reconozcamos que, en nosotros, es decir, en nuestra carne incorregible, no habita el bien (Rom. 7:18). Por la fe estamos ahora capacitados, como muertos y sepultados con Cristo, para permanecer como muertos al pecado, a fin de vivir en Cristo Jesús para gloria y gozo de nuestro Dios (Rom. 6:11). Este es un paso importante en nuestra vida de fe.

5.6.4. Muertos al pecado y a los elementos del mundo

Algunas observaciones más sobre esta afirmación de que el Señor Jesús «murió el pecado una vez por todas» (Rom. 6:10). Este aspecto de su muerte no se refiere a la expiación del pecado y de los pecados, sino al hecho de que con su muerte dejó para siempre, y con ello dejó de lado, el ámbito donde reina el pecado. Es cierto que nunca tuvo ningún contacto interno con el pecado, aunque en gracia insondable vino a nosotros «en semejanza de carne de pecado». Pero él estuvo durante toda su vida en la tierra rodeado de pecado. Los hombres, cuya «forma» había tomado, no eran más que pecadores. ¡Cuáles habrán sido los sufrimientos de Aquel que era absolutamente puro y santo en medio de tal estado de cosas!

Con su muerte, puso fin a toda relación con este ámbito del pecado. Este es el significado de las palabras: «Murió al pecado una vez por todas». En la expiación de nuestros pecados él permanece solo. Por otra parte, en su muerte al pecado como principio maligno, Dios ve a los creyentes asociados a él, y en consecuencia podemos considerarnos tanto muertos «al pecado» (Rom. 6:2) como «muriendo a los pecados» (1 Pe. 2:24). Notemos bien: no es el pecado en nosotros el que está muerto, sino nosotros, como creyentes, que estamos muertos «al pecado» y «a los pecados».

Debido a nuestra muerte con Cristo, ahora estamos exhortados a considerarnos muertos al pecado (Rom. 6:11). Si no estuviéramos muertos con él, esta exhortación sería una tortura interminable para nosotros. Pero ahora tenemos el derecho de considerarnos muertos con Cristo y, por tanto, como estando muertos. Se pueden poner las mayores tentaciones ante un muerto, pero no reacciona, porque está muerto. Se le podrían hacer los peores insultos, pero no haría el menor movimiento, porque está muerto. ¿Es esto también el resultado de nuestra muerte con Cristo? Seguimos experimentando las seducciones del pecado. Pero como estando muertos al pecado, ya no estamos expuestos a él indefensos y sin ayuda, sino que ahora pertenecemos a nuestro Señor resucitado, cuya vida hemos recibido, para que podamos dar fruto para Dios (vean Rom. 6:11; 7:4). Es cierto que en la Epístola a los Romanos no estamos considerados como resucitados con Cristo, sino como vivificados por él.

Con él, también hemos muerto «a los elementos del mundo», es decir, a los diversos componentes de este mundo, incluidos los religiosos (Col. 2:20). A estos elementos religiosos del mundo pertenece también la Ley del Sinaí. El cristiano fue sometido a la muerte y murió a la Ley (Rom. 7:4, 6; Gál. 2:19). Esto es algo difícil de entender para muchos, porque la Ley fue dada por Dios, y como tal, es «santa, justa y buena» (Rom. 7:12). Pero aquí olvidamos que ella no es una regla para los «justos», es decir, los que están justificados por la fe, sino que fue dada para los hombres naturales y pecadores (1 Tim. 1:9) (*). Un cristiano, sin embargo, ya no es un hombre natural, pues ha muerto a ese estado, al que se aplicaba la Ley (Rom. 7:6). Un hombre muerto ya no puede estar considerado responsable de ningún pecado, de ningún crimen, porque la Ley solo es aplicable a los vivos. Un muerto no puede ser perseguido en justicia (**).

(*) Israel era ciertamente el pueblo terrenal de Dios, pero en realidad, la mayoría de ellos eran incrédulos. A pesar de ello, el pueblo en su conjunto es un tipo del pueblo de Dios del Nuevo Testamento, compuesto solo por los verdaderos redimidos.

(**) Vean el apartado «La Ley» (título 6.1.).

5.6.5. El árbol y sus frutos

Para muchos creyentes, el fin del viejo hombre es una doctrina desconocida, para otros es difícil de entender y aún más difícil de poner en práctica. Se atormentan sin cesar en la lucha contra el pecado que habita en ellos, una lucha que nunca podrán ganar. Tal vez una imagen aclare la doctrina de nuestra muerte con Cristo, tan importante para una vida de fe emancipada. En Mateo 7:17-20, el Señor Jesús ya hace la comparación con un árbol en un contexto ligeramente diferente. Un árbol malo produce frutos malos, mientras que un árbol bueno produce frutos buenos. Aunque destruyamos todos los frutos de un árbol malo, nada cambia: seguirá produciendo el mismo fruto malo. Solo hay una solución: eliminar el árbol por completo para que no pueda producir más frutos. Si aplicamos esto a nosotros mismos, Dios, en Cristo, no solo nos ha perdonado todos nuestros pecados, y así ha eliminado el «fruto» malo, sino que también ha ejecutado el juicio sobre el viejo hombre. Los pecados pueden ser perdonados; pero para la fuente de la que provienen, no hay perdón, solo hay muerte. Por nuestra muerte, espiritualmente hablando, con Cristo, el viejo hombre, el «árbol» que producía el fruto malo, es básicamente puesto de lado –básicamente, porque Dios lo ve bien como tal, y nosotros podemos, por la fe, también hacerlo, mientras que por otro lado la carne, es decir, nuestra vieja naturaleza pecaminosa, sigue en nosotros mientras vivamos en la tierra. Sin embargo, nos ha dado la vida nueva, divina, capaz de dar fruto para él.

El capítulo 5 de la Epístola a los Romanos nos muestra, desde el versículo 12, que Adán, habiendo caído en el pecado, se convirtió en la cabeza de una familia de pecadores, y que todos los hombres, como miembros de esta familia, deben esperar la muerte y la perdición eterna. Ningún hombre puede, por su propia fuerza, liberarse de este estado. Por eso el Hijo de Dios, como hombre, tomó voluntariamente en la cruz el juicio de Dios que nos correspondía como descendientes de un Adán caído. Murió como sustituto de todos los que creen en él, y así glorificó perfectamente a Dios. Habiendo completado esta obra, fue resucitado (Rom. 6:4), y como el «último Adán», el «segundo hombre», es ahora las primicias de una nueva familia, que vivifica a todos los que creen en él. Así como por la desobediencia de Adán fuimos «constituidos pecadores», por la obediencia del Señor Jesús hemos sido «constituidos justos» (Rom. 5:19). En lugar del «árbol» malo, se introduce algo nuevo. «De modo que, si alguno está en Cristo, nueva creación es; las cosas viejas pasaron; he aquí que todas las cosas han sido hechas nuevas» (2 Cor. 5:17).

Es cierto que la carne no está eliminada con el viejo hombre, como hemos visto, pero «el cuerpo del pecado» (Rom. 6:6) sí, así como «el cuerpo carnal», del que nos hemos despojado según Colosenses 2:11. Sin embargo, esto no se refiere a nuestro estado corporal. En este contexto, la palabra «cuerpo» tiene el significado figurado de “maquinaria”, el “mecanismo” del pecado en el ser humano, que no puede producir más que pecado (*). En otras palabras, es la coerción al pecado. En cada creyente, a través de la fe en el Señor Jesús, esta coerción ha desaparecido. Dios ha eliminado el viejo «árbol» que solo producía frutos malos.

(*) Por otro lado, «el cuerpo de su carne» en Colosenses 1:22 se refiere al cuerpo del Señor Jesús.

Entender que el Señor Jesús nos ha liberado por su muerte de nuestra posición de pecadores y nos ha llevado a la posición de justos es un paso importante en nuestra vida de fe. En cuanto a nuestros pecados, somos justificados ante Dios por la sangre de Cristo; esta es la enseñanza de Romanos 3 y 4. Por otro lado, solo podíamos ser salvados de nuestra posición pecaminosa por su muerte y nuestra muerte con él; esta es la enseñanza de Romanos 5 y 6.

El fin de nuestro viejo hombre mediante la muerte de Cristo se describe en Romanos 6 en 3 etapas*:

  • Nuestro viejo hombre ha sido crucificado, es decir, juzgado, con Cristo (v. 6).
  • Estamos muertos con Cristo, es decir, nuestro antiguo «yo» y nuestra antigua vida han terminado (v. 2 y 8).
  • Por el bautismo por Cristo Jesús y por su muerte, hemos confesado que estamos sepultados con él (v. 3 y 4).

(*) La Epístola a los Romanos no va tan lejos como las Epístolas a los Efesios y a los Colosenses, en las que se nos considera resucitados con Cristo (Efe. 2:6; Col. 2:12; 3:1). Este aspecto de la verdad solo lo encontramos en la imagen del Jordán.

5.6.6. ¿«Morir» al pecado?

Con qué sencillez y claridad se refuta, por la enseñanza de la Palabra de Dios según la cual estamos muertos con Cristo, la opinión errónea de que el cristiano debe, en su vida de fe, «morir» gradualmente al pecado. La Palabra de Dios no solo afirma que «hemos muerto con Cristo» (Rom. 6:8), sino que también establece que estamos muertos «al pecado» y muertos «a los pecados» (Rom. 6:2; 1 Pe. 2:24). En las 3 citas, el verbo está en pasado. Por lo tanto, es un hecho consumado que podemos apropiarnos por la fe. Por otra parte, hemos recibido la vida de Dios y, por tanto, podemos «caminar en novedad de vida» (Rom. 6:4, 13). El contenido y la finalidad de nuestra nueva vida es Cristo en la gloria. Tenemos derecho a considerarnos muertos al pecado; pero para Dios, como vivos en Cristo Jesús (Rom. 6:11).

Es cierto que en otros pasajes se nos exhorta a mortificar nuestros «miembros terrenales», como la fornicación, la impureza, los afectos impíos, la mala codicia y la avaricia (Col. 3:5) (*). A diferencia de la Epístola a los Romanos, en la Epístola a los Colosenses se nos considera como personas que no solo se han despojado del viejo hombre, sino que también se han revestido del nuevo, y que viven y actúan en virtud de esa nueva posición (Col. 3:9-10). «Los miembros» que hemos de mortificar son los del viejo hombre, por así decirlo, los restos de nuestra posición anterior como pecadores, que encontraron su fin en la muerte de Cristo y en nuestra muerte con él. En otras palabras: son las actividades de la carne que nos acompaña durante toda nuestra vida terrenal y que se opone continuamente a la vida nueva y al Espíritu Santo. La vida nueva, divina, que encuentra su gozo y expresión perfecta en el Señor Jesús es, sin embargo, por el poder y la dirección del Espíritu Santo, más fuerte que la carne. Si caminamos por el Espíritu, venceremos los deseos de la carne (Gál. 5:16).

(*) Lo mismo ocurre con el «rechazo» de las obras de las tinieblas, de la mentira, de la ira, de la malicia, de los insultos, de las palabras vergonzosas, de la impureza, etc. (Rom. 13:12; Efe. 4:25; Col. 3:8; comp. con Hebr. 12:1; Sant. 1:21; 1 Pe. 2:1).

  • Esto requiere, en primer lugar, vigilancia espiritual. «Velad y orad, para que no entréis en tentación» (Marcos 14:38). Ya debemos controlar nuestros sentimientos y pensamientos y no dejarnos llevar por nuestra carne, la vieja naturaleza, a las cosas contaminadas.
  • Cuando nos vemos envueltos en las tentaciones que nos acechan casi continuamente y por doquier, ¡es cuestión de huir! «Huid de la fornicación»; «Huid de la idolatría»; «Pero tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas (del amor al dinero)» (1 Cor. 6:18; 10:14; 1 Tim. 6:11).
  • La condición esencial para lograrlo es «permanecer unidos al Señor con corazón firme» (Hec. 11:23).

Otra cosa es pensar que, como creyentes, debemos seguir muriendo al pecado. Cuántos de los verdaderos hijos de Dios se atormentan en sus esfuerzos por dominar el pecado dentro de sí mismos –y sin éxito.

5.6.7. Romanos 7

Romanos 7 nos da una descripción de tal estado. Aquí vemos a un hombre que posee la vida de Dios, pues considera su vida pasada como «en la carne» y se complace en la Ley de Dios «según el hombre interior» (Rom. 7:5, 22). Solo un hombre nacido de nuevo puede hablar así. Pero el que se presenta en Romanos 7 todavía no ha comprendido por la fe el hecho maravilloso descrito en el capítulo 6, que nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo y murió con Cristo.

Tenemos aquí, pues, una descripción de un estado “no natural” en el que podemos encontrarnos, por diversas razones. Una de ellas es la supuesta necesidad de cumplir la Ley, con el consiguiente descubrimiento de la imposibilidad de hacerlo. Pero también puede ser la consecuencia de una presentación incompleta del Evangelio. Por último, puede deberse a una comprensión insuficiente de la obra perfecta de redención realizada por nuestro Señor Jesús. Romanos 7 es el capítulo del «yo», que es el pronombre que más se repite, especialmente en la segunda parte. En los versículos 1-13 se aclara que la Ley no está destinada a ser la regla de vida para los que creen en el Señor Jesús. Los versículos 14-24 esbozan las tristes experiencias de un creyente que aún no ha comprendido el maravilloso hecho de haber muerto con Cristo, y terminan con la desesperada exclamación: «¡Soy un hombre miserable…!» (Rom. 7:24).

Qué terrible estado es saber que hemos venido como pecadores perdidos al Señor Jesús, que le hemos confesado los pecados y creído en su obra para encontrar la paz con Dios y, sin embargo, deber comprobar continuamente: «Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso practico» (Rom. 7:19). Qué experiencias tan abrumadoras cuando, cada mañana, decido no volver a caer en tal o cual pecado, sino seguir al Señor Jesús, y por la noche tengo que decir una vez más, desanimado: ¡no lo he conseguido! No es de extrañar que una persona así llegue finalmente a gritar: «¡Soy un hombre miserable! ¿Quién me liberará de este cuerpo de muerte?» (Rom. 7:24).

Las causas de este estado deplorable del creyente son la supuesta necesidad de guardar la Ley del Sinaí y la ignorancia de la perfección de la obra del Señor Jesús en la cruz. Quizá alguien pregunte entonces con asombro: “¿La salvación depende de mis conocimientos o de la fuerza de mi fe?” ¡Con certeza no! No se trata en absoluto, en esta situación, de la salvación eterna, sino de nuestra certeza sobre ella y la fuerza para caminar en novedad de vida. Sin embargo, el hombre nacido de nuevo de Romanos 7 no tiene la fuerza para superar las tendencias de su vieja naturaleza pecaminosa, e incluso puede llegar a dudar de su salvación (*).

(*) El que habla así en Romanos 7 no es, sin embargo, Pablo personalmente. Como judío estricto, nunca había vivido en un estado «sin ley» (Rom. 7:9). Tampoco hay razón para pensar que, después de su conversión radical, experimentara las dificultades descritas aquí de un alma no libre.

Simbólicamente, los israelitas se encontraban en una situación similar antes de cruzar el mar Rojo. Pero entonces supieron que Dios luchaba por ellos. No tuvieron que meterse ellos mismos en las profundidades de las aguas, sino que pudieron ver con calma y darse cuenta de la liberación de Jehová. Y cuando todo terminó, se alegraron, porque «creyeron a Jehová y a Moisés su siervo» (Éx. 14:31). Le siguió el cántico de liberación del capítulo 15, en el que Israel celebró no solo el poder y la gloria del Señor, sino también su bondad.

El creyente también puede ver ahora que el juicio de Dios sobre el mundo, sobre Satanás y sobre el viejo hombre, se ejecutó en la muerte del Señor Jesús. Como los israelitas cruzaron el mar Rojo con los pies secos, así el cristiano puede ver la muerte de Cristo bajo el juicio de Dios como el medio por el cual él mismo está crucificado con Cristo, muerto con él y enterrado con él en el bautismo.

5.6.8. «En Cristo»

El que se pone bajo el juicio de Dios sobre el viejo hombre y recibe en arrepentimiento y con fe sincera que el Señor Jesús ha soportado ese juicio, debe saber que Dios ya no lo ve como un hombre natural pecador. El viejo hombre está crucificado con Cristo y Dios ve al creyente ya no «en la carne», sino «vivos… en Cristo» (Rom. 6:11). Sabe que «No hay, pues, ahora ninguna condenación para los [que están] en Cristo Jesús» (Rom. 8:1).

Antes de la muerte y de la resurrección del Señor Jesús, nadie podía estar «en Cristo». Solo él caminó por esta tierra perfectamente sin pecado y santo, y solo él sufrió y murió en la cruz. Dijo: «En verdad, en verdad os digo: Si el grano de trigo cayendo en tierra no muere, queda solo, pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24). Pero ahora, después de su muerte por nosotros y su resurrección por la gloria del Padre, podemos, por fe, compartir su vida y su gloria en el mundo de la resurrección. Nos encontramos en la gracia de Dios, que ya no nos ve en nuestro miserable estado pecaminoso, sino como hechos uno con su Hijo, y eso significa: «en Cristo», por así decirlo, “envuelto” en su perfección y gloria de hombre a la derecha de Dios.

Hay un hermoso tipo de nuestra identificación espiritual con Cristo en el Antiguo Testamento. Según la Ley del Sinaí, el sacerdote que ofrecía el holocausto de un israelita recibía la piel del animal ofrecido (Lev. 7:8). Toda la víctima era quemada en el altar, «es… ofrenda encendida, un olor grato para Jehová» (Lev. 1:9, 13). Sin embargo, la piel no pertenecía al oferente, sino al sacerdote, que era el que se implicaba más intensamente en el holocausto. Podría ponérselo él mismo (aunque esto no se dice expresamente aquí). ¿No había hecho Dios mismo, a la primera pareja humana, «túnicas de pieles» después de la caída? (Gén. 3:21). El sacerdote que iba a ofrecer el holocausto podía envolverse en la piel del sacrificio. Del mismo modo, también nosotros, por la fe, podemos considerarnos, según la voluntad de Dios, como uno con Cristo, como «en Cristo», que en la cruz se entregó tan perfectamente a la gloria de Dios «como ofrenda y sacrificio a Dios, de olor fragante». Sabemos que Dios «nos colmó de favores en el Amado» (Efe. 5:2; 1:6).

Esta maravillosa posición no es en absoluto comparable con la de Adán antes de la caída. Si fuera así, seguiría existiendo el peligro de perderla de nuevo, como ocurrió con Adán. No, la Palabra de Dios nos muestra claramente la diferencia: «Como el terrenal, así también los terrenales; y como el celestial, tales también los celestiales. Y como llevamos la imagen del terrenal, también llevaremos la imagen del celestial» (1 Cor. 15:48-49). Es cierto que todavía no llevamos «la imagen del celestial» –eso solo ocurrirá en nuestro arrebato– pero ya tenemos su vida y también somos uno con él, es decir, «en Cristo».

Nuestra posición eternamente segura y bendita en Cristo no es el resultado de nuestra intervención o de la fuerza de nuestra fe, es el resultado de su obra de redención. Habiendo hecho la obra y resucitado de entre los muertos, tomó como hombre glorificado un nuevo lugar en el cielo, que antes de él nadie ha poseído. El que cree en él es ahora «un espíritu [con él]» (1 Cor. 6:17). Pero para poder disfrutar de este hecho, debemos conocerlo. Nuestra posición en Cristo está plenamente asegurada desde el momento en que creemos en su sangre (Rom. 3:25). Sin embargo, solo podemos ser conscientes de ello cuando nos consideramos muertos con Cristo. Cuando aceptamos esto por fe, recibimos una paz verdaderamente establecida. Ya no nos identificamos con nuestro viejo hombre, sino con nuestro Señor muerto y resucitado. Ahora podemos tener un verdadero gozo en la nueva vida que hemos recibido en Cristo por la gracia de Dios. Consideramos a nuestro viejo hombre como algo que pertenece al pasado, y a nosotros mismos como muertos con Cristo. «Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom. 6:11).

Sin embargo, ¡para cuántos hijos de Dios no es lo mismo que para aquellos pocos soldados japoneses que, durante años, después de la Segunda Guerra Mundial, permanecieron dispuestos a luchar en una isla aislada del Pacífico, porque no sabían que la guerra había terminado hacía tiempo! Al igual que estos vivían en un estado de alerta perpetua, aunque totalmente inútil y probablemente con un miedo continuo a los ataques del enemigo, así estos creyentes viven con un gran miedo a sus propias carencias y quizás incluso a no alcanzar la meta de su vida de fe, porque les falta la certeza de que Dios los ve «en Cristo», su Hijo amado. No solo murió él, sino que nosotros hemos muerto con él (como se expresa en el bautismo, figura de nuestra sepultura con él) y ahora vivimos por él y con él.

Ciertamente, aún no hemos llegado a la meta de nuestra vida de fe; estamos, en cierto modo, como Israel, todavía «en el desierto». Pero al igual que el pueblo de Israel entonó el cántico de liberación con Moisés al otro lado del mar Rojo, también nosotros podemos alabar y adorar a nuestro Salvador en la tierra, y a través de él a Dios nuestro Padre, por la perfecta liberación que es nuestra porción (Éx. 15).

Sin embargo, las experiencias que hizo Israel en el desierto pusieron fin a su cántico de alabanza. En lugar de gratitud, pronto hubo murmullos. En todos los 40 años de su peregrinaje, solo se menciona un cántico, que entonaron después de ser liberados de las serpientes ardientes (Núm. 21:17-18). Por desgracia, en esto nos parecemos en muchos aspectos al pueblo terrenal de Dios. Como redimidos, debemos animarnos siempre al agradecimiento y a la alabanza: «Ofrezcamos, pues, por medio de él, un continuo sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesa su nombre» (Hebr. 13:15).

6 - El desierto

Tras cruzar el mar Rojo, el pueblo de Israel encontró ante sí un «desierto grande y terrible». Habían sido liberados de Egipto, pero aún no habían alcanzado la meta que Dios les había fijado. En el camino, no condujo a los israelitas «por el camino de la tierra de los filisteos, que estaba cerca; porque dijo Dios: Para que no se arrepienta el pueblo cuando vea la guerra, y se vuelva a Egipto» (Éx. 13:17). Esta era la ruta más corta, ya que discurría inmediatamente a lo largo de la orilla del mar Mediterráneo, pero a través de un país hostil. Así que Dios los condujo primero en dirección sureste, a la península del Sinaí, donde hizo un pacto con su pueblo.

6.1. La Ley

Hasta que el pueblo de Israel recibió la Ley, estaba bajo la gracia de Dios solamente. Pero en lugar de seguir confiando en la gracia y las promesas de Jehová a sus padres, los hijos de Israel se colocaron bajo la Ley en una confianza carnal con las palabras: «Todo lo que Jehová ha dicho, haremos» (Éx. 19:8; 24:3, 7). Así comenzó para Israel el largo período de unos 1.500 años de la Ley. Solo fue completado por Cristo. La Ley del Sinaí llegó a su fin en la cruz (Rom. 10:4; Col. 2:14). Dios lo había predeterminado así: «Fue añadida (la Ley) a causa de las transgresiones, hasta que llegara la descendencia a quien fue hecha la promesa» (Gál. 3:19).

Puesto que en el Nuevo Testamento hay varias declaraciones, aparentemente diferentes, sobre la Ley, y puesto que muchos cristianos tienen nociones inciertas sobre la Ley, su significado y su valor, debemos tratar también sobre este tema. Una clara comprensión del lugar que ocupa la Ley en el trato de Dios con los hombres, y de la relación de Cristo con ella, es de gran importancia para nuestro crecimiento espiritual.

Los cristianos de Galacia, que corrían el peligro de caer bajo la Ley, debían estar advertidos con estas preguntas: «Solo esto quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la Ley o por el oír con fe? ¿Tan insensatos sois? ¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora os perfeccionáis por la carne?» (Gál. 3:2-3). El escritor de la Epístola a los Hebreos es aún más claro. Como dice el título, los destinatarios eran judíos convertidos (hebreos = israelitas). Como algunos de ellos, bajo la presión de la persecución en Palestina, querían volver al judaísmo y, por tanto, a la Ley, había que advertirles: «Porque debiendo ser maestros después de tanto tiempo, tenéis necesidad que alguien os enseñe los rudimentos de los oráculos de Dios; y habéis llegado a tener necesidad de leche, y no de alimento sólido. Porque todo el que participa de leche, es inexperto en la palabra de justicia; porque es un niño. Pero el alimento sólido es para los que alcanzan madurez; para los que por medio del uso tienen sus sentidos ejercitados para discernir el bien y el mal. Por tanto, dejando los rudimentos de la doctrina de Cristo, sigamos adelante hacia la perfección» (Hebr. 5:12 al 6:1). Un cristiano que se coloca bajo la Ley del Sinaí es, por lo tanto, según la enseñanza del Nuevo Testamento, carnal, inmaduro y lejos de estar espiritualmente “crecido”. Esto es sorprendente para muchos creyentes, y quizás incluso chocante, pero es la verdad.

En primer lugar, hay que observar que la Ley del Sinaí, que consiste no solo en los llamados “10 Mandamientos” sino, según el recuento rabínico, en un total de 613 mandamientos, nunca estuvo destinada a toda la humanidad. Solo se le dio a Israel, el pueblo terrenal elegido por Dios (Deut. 4:8; Rom. 3:2; 9:4). Este pueblo estaba formado no solo por creyentes, sino, en su mayoría, por hombres naturales, es decir, sin la vida de Dios. Fue a ellos a quienes se les comunicó la voluntad de Dios a través de la Ley. Por eso, Pablo escribe a Timoteo que «[la] ley no es para el justo, sino para los inicuos e insumisos, para los impíos y pecadores…» (1 Tim. 1:9-11). Cuando en el original la palabra «ley» aparece sin artículo, como ocurre aquí, el concepto no se limita a la Ley del Sinaí, sino que incluye todas las prescripciones legales. Como la Ley se dirigía a los hombres naturales de este mundo, se cuenta en Gálatas 4:3 y Colosenses 2:20 entre los «elementos del mundo». Sus ordenanzas se referían a las cosas perceptibles de este mundo y ponían a los israelitas en esclavitud.

La Ley contiene normas ético-morales (entre ellas los Diez Mandamientos) (*), prescripciones civiles y penales (que regulan la vida comunitaria) y mandamientos religioso-culturales (por ejemplo, las ordenanzas relativas a los sacrificios). Si los israelitas hubieran sido capaces de cumplir la Ley, habrían sido realmente justificados y habrían recibido la vida (Lev. 18:5; Deut. 6:25). Pero esto era imposible, lo que solo se revela en el Nuevo Testamento.

(*) El sábado es una excepción. El mandamiento tantas veces repetido en el Pentateuco de guardar el sábado (Éx. 16:23; 20:811‑; 23:12; 31:13-17; 34:21; 35:2, 3; Lev. 19:3, 30; 23:3; 26:2; Deut. 5:12-15) tenía –por objeto dar a los israelitas un descanso semanal, pero no tenía un significado ético-moral como los demás de los «Diez Mandamientos». ¿No podrían descansar cada 2 días de la semana? Requería algo que es muy difícil de hacer para una persona en primer lugar: la obediencia incondicional a Dios.

La Ley:

  • requiere obediencia (Rom. 7:7; Gál. 3:12),
  • da el conocimiento del pecado (Rom. 3:20),
  • maldice al transgresor (Gál. 3:10),
  • conduce a la muerte (Rom. 7:10; 2 Cor. 3:6), pero,
  • no puede justificar (Rom. 3:20; Gál. 2:16; 3:11).

Al haber sido dada por Dios, la Ley es «santa, justa y buena» (Rom. 7:12; comp. con 1 Tim. 1:8). Incluso se la llama «espiritual», en contraste con el hombre carnal, que está vendido al pecado (Rom. 7:14). Pero al hombre natural le resulta imposible cumplir las exigencias de Dios que se le imponen, a causa de su naturaleza pecaminosa. Por lo tanto, no puede conducir a la justificación ni a la salvación, porque es débil por la carne (Rom. 8:3).

Ahora cabría preguntarse: “¿Por qué entonces la Ley?”. Según Romanos 5:20, la «Ley entró para que abundara el pecado» y según Gálatas 3:19, «fue añadida a causa de las transgresiones». Estas 2 expresiones, «entró» y «fue añadida» son afirmaciones significativas que a menudo se pasan por alto cuando se discute y juzga la Ley. La entrega de la Ley en el Sinaí no era la intención original de Dios. Fue el pueblo de Israel el que, después de su liberación de Egipto, se comprometió a hacer todo lo que Jehová mandaba, en lugar de confiar como antes en su gracia (Éx. 19:8; 24:3, 7). Luego dio la Ley a su pueblo, pero en última instancia con el único propósito de demostrar que el hombre es incapaz de cumplir una Ley perfecta dada por Dios. La conclusión, que solo se encuentra en el Nuevo Testamento, también declara: «Por las obras de la Ley nadie será justificado ante él; porque por [la] Ley es el conocimiento del pecado» (Rom. 3:20). Así, por un lado, se demuestra la completa corrupción del hombre, pero también la inanidad de toda religión*. Si una religión dada por Dios mismo no puede salvar, ninguna otra puede hacerlo.

(*) Contrariamente a la fe cristiana en el Señor Jesús como Salvador, la «religión» debe entenderse como un culto con ciertas ordenanzas que el hombre debe observar estrictamente si quiere entrar en una relación con Dios y alcanzar la felicidad eterna.

Otro propósito relacionado con la Ley se menciona en Gálatas 3:23-25. Era un “director de orquesta” para Israel, que protegía y vigilaba al pueblo. Esto no quiere decir que se hayan guardado así del pecado. Como hemos visto, fue todo lo contrario. Pero por la Ley fue apartado de las naciones. Era el único pueblo en la tierra que poseía el privilegio de conocer a Dios (comp. con Deut. 4:8). Pero como “guía hacia Cristo”, la Ley no sirvió para preparar a los israelitas para la «fe». Solo podía producir el conocimiento del pecado y, por tanto, el deseo de liberación. Aquí también vemos claramente que la validez de la Ley cesó con la introducción de la fe cristiana. «Pero ahora que ha venido la fe, ya no estamos bajo el conductor; porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Gál. 3:25-26; 4:3-5).

Es cierto que la Ley contiene directivas ético-morales de aplicación general, como las prohibiciones de matar y robar. Los principios que subyacen a estos mandamientos se encuentran no solo en el Nuevo Testamento, sino en los libros de leyes de casi todas las culturas y formas de sociedad. Evidentemente, también deben ponerse en práctica en el cristianismo. Pero para el cristiano, la base de esto no es la Ley y la observancia de las ordenanzas del Antiguo Testamento, sino porque el Señor Jesús y su vida perfecta como hombre son nuestra regla de conducta y nuestro modelo (1 Cor. 11:1; Gál. 5:18). Vemos en su vida la perfecta y santa revelación del amor de Dios.

La máxima exigencia de la Ley del Sinaí era el amor a Dios y el amor al prójimo (Mat. 22:37-40; Rom. 13:10). Obviamente, esto sigue siendo válido hoy en día. Pero la norma por la que actúa el cristiano es mucho más alta. En Gálatas se le llama «la ley de Cristo» (Gál. 6:2; comp. con la «ley de la libertad» en Sant. 1:25; 2:12). El que, habiendo nacido de nuevo, vive y actúa bajo la guía del Espíritu Santo, cumple no solo los requisitos de la Ley, es decir, todo lo que la Ley exige al hombre, sino también los mandamientos de nuestro Señor (Juan 14:21; Rom. 8:4).

Ahora se podría objetar: “¡Así que hay una ley y unos mandamientos para los cristianos en el Nuevo Testamento! Sin embargo, si examinamos en qué consisten, descubrimos que tienen un significado completamente diferente”. Cuando se nos exhorta en Gálatas 6:2: «Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumpliréis así la ley de Cristo», es fácil reconocer que se trata de algo muy distinto a la Ley del Sinaí. Lo mismo ocurre con el mandato del Señor a sus discípulos y a nosotros de amarnos unos a otros (Juan 13:14). La palabra «mandamiento*» tiene un significado completamente diferente en el Nuevo Testamento que en el Antiguo Testamento. Los mandamientos del Nuevo Testamento son la expresión de la voluntad de Dios, el Padre, para sus hijos. La Ley del Sinaí era la expresión de la voluntad de un Dios santo para los hombres naturales y pecadores. Si lo cumplían, se les prometía vida y bendición. Los mandamientos del Nuevo Testamento son dados a los hombres nacidos de nuevo, para conducir y dirigir la nueva vida en ellos.

(*) Los 4 «mandamientos» de Hechos 15:20, 29, (prohibición de la idolatría, de la fornicación, de lo ahogado y de la sangre) no son mandamientos específicamente cristianos, sino que son válidos para todos los hombres. Se refieren al orden de la creación y a los mandatos de Dios a Noé (Gén. 9:1 y ss.). Al guardarlos, uno reconoce la autoridad y la santidad de Dios.

Como ya se ha dicho, las exigencias ético-morales de Dios expresadas en la Ley del Sinaí tienen validez universal. Por otro lado, la Ley en sí, con sus numerosos requisitos detallados y sus consecuencias, se aplicaba únicamente a la vida del pueblo de Israel.

Otros hombres, según Romanos 1 y 2, serán juzgados y condenados no según la Ley del Sinaí, sino por alejarse deliberadamente del Creador y transgredir la conciencia que está presente en todo hombre. El judío que peca bajo la Ley está bajo una responsabilidad mayor, y todos los que se llaman cristianos son los más responsables, porque pueden conocer los pensamientos de Dios en su Palabra, y especialmente en el Nuevo Testamento.

Con la muerte de Cristo, la Ley perdió su validez. Él ha abolido… «la Ley de los mandamientos, en [forma de] decretos» (Efe. 2:15). Él ha borrado «el acta escrita contra nosotros, [que consistía] en decretos y nos era contraria, la suprimió clavándola en su cruz» (Col. 2:14). La razón de esto se da en Hebreos 7:18-19: «Porque hay abrogación del mandamiento anterior, a causa de su debilidad e inutilidad (porque la ley no perfeccionó nada), y la introducción de una mejor esperanza, mediante la cual nos acercamos a Dios».

Pero si el Señor Jesús es el fin de la Ley, no solo es la conclusión de la salvación, sino también la finalidad del modo de vida de los redimidos. No hay que separar los ámbitos de aplicación de la Ley. Si ha demostrado ser incapaz de salvar a los pecadores perdidos y ha sido abrogada, no puede ser restablecida como guía para la vida de fe de los redimidos. Y, sin embargo, los doctores judíos de la Ley (llamados “judaizantes”) intentaron desde el principio introducir la Ley del Sinaí en la fe cristiana. Los 2 pasajes más conocidos del Nuevo Testamento que tratan este problema son Hechos 15 y Gálatas. En ambos textos se afirma claramente que la mezcla de la Ley y la gracia es contraria a la voluntad de Dios. Y, sin embargo, en gran parte del cristianismo, la observancia de la Ley –es decir, prácticamente, de los «Diez Mandamientos»– se ha convertido en parte de la vida de fe. Las consecuencias son que el formalismo y el tradicionalismo han tomado el lugar de la libertad y la guía del Espíritu Santo. Y lo que es aún peor: los cristianos que se colocan bajo la Ley (¡y cuántos hay, por desgracia!) se quedan estancados en el estado descrito en Romanos 7. No ven que la Ley ha encontrado su final en la cruz de Cristo, ni que han muerto a la Ley (Rom. 7:4, 6; comp. con el párrafo: (“Muertos al pecado y a los elementos del mundo” (título 5.6.4.).

Además de su posición apropiada en los tratos de Dios con su pueblo terrenal Israel, la Ley del Sinaí todavía contiene muchas prescripciones que tienen un significado tipológico para nosotros hoy. «Porque lo que anteriormente fue escrito, para nuestra enseñanza fue escrito; para que por la paciencia y la consolación de las Escrituras tengamos esperanza» (Rom. 15:4). Sin embargo, son solo una «sombra de las cosas venideras, pero el cuerpo es de Cristo» (Col. 2:17; Hebr. 10:1). Las ordenanzas de la Ley relativas al santuario, al sacerdocio, a los sacrificios, a la vida cotidiana y a muchas otras cosas, contienen profundas instrucciones espirituales, sin duda todavía en parte incompletamente comprendidas y reconocidas, para nosotros. La tienda de reunión, que encontramos en la segunda parte del libro del Éxodo, es un ejemplo especialmente bello e importante.

6.2. La morada de Dios

En el cántico de la liberación, que Israel entonó tras cruzar el mar Rojo, no se menciona la Ley (vean Éx. 15). Como hemos visto, la entrega de la Ley no era la intención original de Dios. Sin embargo, lo que encontramos en este himno es la morada de Dios entre su pueblo redimido. «Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada… Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar de tu morada, que tú has preparado, oh Jehová, En el santuario que tus manos, oh Jehová, han afirmado» (Éx. 15:13, 17). «Morada» en el versículo 13, se refiere a la tienda de reunión, mientras que en el versículo 17, se refiere al templo de Jerusalén. Es una imagen de la Asamblea de Dios del Nuevo Testamento, como se ve en varios pasajes (vean 1 Cor. 3:16-17; Efe. 2:21-22; 1 Pe. 2:5; Apoc. 21:3). La tienda y el templo se caracterizaban por la santidad de Dios que habitaba en ellos. La parte delantera se llamaba «el Lugar Santo», la parte trasera era «el Lugar Santísimo», literalmente «el Santo de los santos».

La intención de Dios es habitar con los hombres. Esto implica –como lo presenta el Antiguo Testamento en el tipo– que la redención se ha realizado y que por medio de ella los pecadores han sido llevados a un estado que está de acuerdo con el Dios santo. Por eso Dios no habitó con Adán en el Jardín del Edén, ni con Noé en la tierra limpiada por el diluvio, ni con Abraham, su amigo. La primera mención de su «morada» se encuentra solo después de que su pueblo terrenal, Israel, había sido liberado de la esclavitud en Egipto, y por el cruce del mar Rojo también había sido completamente separado de él y apartado para Dios. Cuán importante debe haber sido para él esta morada con los suyos, que inspiró a Moisés a celebrarla de inmediato en su “Cántico de liberación” cuando aún no existía.

La tienda y el templo de Israel son de carácter temporal. Así lo demuestra la expresión «Tabernáculo», que en Hebreos 13:10 designa todo el sistema de culto israelita. En cambio, la Asamblea de Dios permanecerá eternamente. En la eternidad, la gloria de Dios Padre se celebrará en la Asamblea en Cristo Jesús (vean Efe. 3:21).

Por orden de Jehová, la tienda de reunión se construyó según el modelo mostrado a Moisés en la montaña (Éx. 25:9, 40). Así fue el templo más adelante (1 Crón. 28:11, 19). El santuario terrenal de Dios es tanto una «reproducción del verdadero» (Hebr. 9:24), es decir, del cielo, como una imagen de la casa espiritual, formada ahora por todos los redimidos (Apoc. 21:2-3).

Según Éxodo 15:13 y 17, Dios es quien prepara la morada, pero vemos en los capítulos 25 al 40 cómo los hombres construyen el tabernáculo y todos los objetos que hay en él, según el modelo que se le mostró a Moisés. Las palabras de Jehová a Moisés son particularmente dignas de mención: «Conforme a todo lo que yo te muestre, el diseño del tabernáculo, y el diseño de todos sus utensilios, así lo haréis» (Éx. 25:9; comp. con v. 40; 26:30; 27:8; 40:16, 19, 21, 23, 25, 27, 29, 32). Ni entonces ni ahora Dios deja el plan del edificio a los hombres, sino que nos ha comunicado su voluntad en todos los detalles, para que los creyentes de todo el mundo sean «juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu», y para que sepamos «cómo debes comportarte en la Casa de Dios (que es la Iglesia del Dios vivo), columna y cimiento de la verdad» (Efe. 2:22; 1 Tim. 3:15).

Moisés vio el modelo perfecto de la tienda de reunión en el monte Horeb. Lo que corresponde a esto en el Nuevo Testamento lo encontramos en las comunicaciones relativas al consejo de Dios para su Asamblea. El Señor Jesús sentó las bases para la realización de este consejo mediante su obra en la cruz y el envío del Espíritu Santo. Este fundamento es divino y, por tanto, inmutable. El apóstol Pablo escribe: «Que cada uno mire cómo edifica sobre él. Porque nadie puede poner otra base diferente de la que ya está puesta, la cual es Jesucristo» (1 Cor. 3:10-11). Vemos en estas palabras el “fundamento” como una llamada a nuestra responsabilidad. Tenemos el deber de «edificar» sobre este fundamento y en armonía con él, mediante la predicación del Evangelio, y la enseñanza de la Palabra de Dios. ¿Se les habría ocurrido a Moisés y a sus colaboradores Bezaleel y Oholiab descuidar o dejar de lado las ordenanzas de Dios para la construcción de Su casa? Tampoco tenemos la libertad de apartarnos de las instrucciones del Nuevo Testamento para la Asamblea de Dios, aunque aparentemente no tengan importancia. El principio sigue siendo válido para la Casa de Dios: «La santidad conviene a tu casa, Oh Jehová, por los siglos y para siempre» (Sal. 93:5; 1 Cor. 3:17). No debemos olvidarlo nunca.

Las instrucciones de la Palabra de Dios para la construcción de la Casa de Dios, la Asamblea, y para nuestro comportamiento en ella, han sido, sin embargo, en el curso de la historia, modificadas o descuidadas de muchas maneras. ¡Cuántas cosas del mundo, de las que, sin embargo, estamos apartados, se han colado en la Asamblea! Cuando Faraón propuso a Moisés sacrificar a Dios en la tierra de Egipto, Moisés se negó, porque no podía agradar a Dios (Éx. 8:25-27). ¡Cuánto menos puede tolerar Dios una mezcla de los suyos y de su Casa con el mundo actual! «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; pues, ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué armonía de Cristo con Belial? ¿O qué parte tiene un creyente con un incrédulo? ¿Y qué acuerdo tiene el templo de Dios con los ídolos? Porque nosotros somos el templo del Dios vivo; como dijo Dios: Habitaré y andaré entre ellos; y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo». «Por lo cual, ¡salid de en medio de ellos y separaos!, dice el SEÑOR, y ¡no toquéis cosa inmunda; y yo os recibiré!, seré vuestro padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas, dice el SEÑOR Todopoderoso. Teniendo, pues, estas promesas, amados, purifiquémonos de toda impureza de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Cor. 6:14 al 7:1).

La tienda de reunión se construyó para la travesía del desierto, mientras que el templo se edificó en la tierra de Canaán, en Jerusalén, en el lugar que Jehová había elegido «para poner allí su nombre» (Deut. 12:5; 1 Reyes 11:36). En cuanto a la morada de Dios en el Nuevo Testamento, la Asamblea, vemos desde el principio un «templo» y una «Casa de Dios», pues el lugar y la naturaleza de la reunión de los creyentes en la era actual se conocen desde el principio (Mat. 18:20). Sin embargo, es significativo que el Nuevo Testamento también hable del «tabernáculo» o «morada» de Dios, y no solo en el Milenio, sino también en el estado eterno, donde más bien habríamos esperado una imagen de estabilidad. Esta designación pretende indicar que «el tabernáculo» es, en efecto, la morada de Dios con los hombres, pero no es una expresión de los más altos privilegios de la Asamblea, cuyos miembros forman «la esposa del Cordero», y que estarán en la Casa del Padre, eternamente (Éx. 25:8; Juan 14:2-4; Apoc. 7:15; 21:3).

La liberación y la permanencia de Dios con los redimidos son los 2 temas principales del Éxodo. Están estrechamente vinculados. No se trata solo de salvarse, sino también de conocer y poner en práctica los pensamientos de Dios sobre su Asamblea. Comprender estas cosas también forma parte del crecimiento espiritual. Quien argumenta que la salvación es más importante, porque es para la eternidad, mientras que la reunión de los creyentes solo tendría importancia para nuestra vida en la tierra, muestra poca comprensión de los pensamientos de Dios y de su propia responsabilidad como cristiano. Los actos justos de los santos formarán un día el vestido de bodas del Cordero en el cielo como «lino fino, resplandeciente [y] puro», y contribuirán así al gozo y la gloria de nuestro Señor (Apoc. 19:8). Qué bendición perdemos, si no reconocemos y apreciamos nuestros privilegios, pero también nuestra responsabilidad en relación con la Asamblea de Dios.

6.2.1. La tienda de reunión

La tienda de reunión que se construyó para la travesía del desierto habla de nuestro testimonio en el mundo, que también es por un tiempo. En la eternidad, no habrá más testigos. En el libro de los Números, que presenta la marcha de Israel por el desierto, la tienda se llama a veces «tienda del testimonio» (Núm. 9:15; 17:7-8; 18:2) y «tabernáculo del testimonio» (Núm. 1:50, 53; 10:11). El «testimonio» en sí eran las 2 tablas de la Ley con los 10 mandamientos de Dios, que estaban en el arca (Éx. 25:16, 21; 31:18). Dieron testimonio de Dios y de sus santas exigencias a su pueblo. Por esta razón, el arca se llama a menudo «el arca del testimonio» (vean Éx. 25:22, etc.). Esta designación aparece por última vez en Josué 4:16, donde se dice, al entrar en la tierra de Canaán: «Manda a los sacerdotes que llevan el arca del testimonio que suban del Jordán» (Josué 4:16). El tiempo del testimonio en el desierto había terminado. Dado que, en cierto sentido, estamos espiritualmente en el desierto durante toda nuestra vida, nosotros también tenemos la responsabilidad de dar un continuo testimonio corporativo de Dios, de su gracia y de su santidad.

Para Israel el testimonio era al mismo tiempo un testimonio de Israel como pueblo de Dios (Sal. 78:5; 122:4). Dios había confiado a su pueblo la «tienda del testimonio» y todos los objetos que formaban parte de ella, para que los llevaran por el desierto hasta llegar a la tierra de Canaán. La Asamblea también tiene el carácter de un testimonio con una responsabilidad, no solo con la tierra, sino con toda la creación. Según Efesios 3:10, «ahora sea dada a conocer a los principados y a las potestades, en los lugares celestiales, la multiforme sabiduría de Dios por medio de la Iglesia». No se trata tanto de un testimonio activo y responsable de los creyentes como de la sabiduría de Dios que brilla en la Asamblea. Sin embargo, la exhortación a las hermanas para que se cubran la cabeza cuando oren o profeticen muestra que los ángeles también observan nuestro comportamiento práctico como miembros de la Asamblea de Dios: «Por tanto, la mujer debe tener señal de autoridad sobre su cabeza, por causa de los ángeles» (1 Cor. 11:10).

No solo la tienda de reunión, sino también cada uno de los objetos que formaban parte de ella tienen un significado espiritual. Todos los elementos debían ser llevados antiguamente por los levitas en un orden definido (Núm. 4). Las varas con las que debían llevarse el arca del testimonio y todos los demás utensilios, a excepción del candelabro de oro y la fuente de bronce, eran el signo visible de esta misión.

El arca de la alianza habla del hecho de que el Hijo de Dios que se hizo hombre realizó la obra de propiciación en la cruz. Hemos de atender a esta verdad de forma coherente con la santidad de su carácter y «llevarla» como testimonio ante el mundo. Lo mismo ocurre con la verdad de la unidad del Cuerpo de Cristo, que –aunque todavía de forma imperfecta– se presenta en la mesa con los 12 panes de la proposición, que debía representar a las 12 tribus de Israel, en el altar del holocausto como tipo de la Mesa del Señor, y en el altar del incienso como imagen de la oración y el culto, en el candelabro de oro, en la luz del Espíritu Santo en el santuario, y en el lavatorio, que habla de la necesidad continua de la purificación de los sacerdotes.

La verdad de Dios permanece independiente de nuestro comportamiento, como un hecho inmutable e inalterable. Sin embargo, se nos exhorta como creyentes a dar testimonio de ello. ¿Pero qué pasa en la práctica? Muchos de los hijos de Dios conocen bien la verdad, pero ¿la “llevan” realmente, es decir, la ponen en práctica, para gloria de Dios y como testimonio para los demás? ¿Existe todavía entre nosotros la estima por esta doctrina, o es una carga para nosotros, que no soportamos de buen grado? ¿Tenemos un deseo sincero de poner en práctica los pensamientos de Dios respecto a su Asamblea, o ya no es más que una profesión? Es posible que la carga de los utensilios fuera opresiva para muchos levitas, cuando el sol brillaba y el camino por el desierto era duro. Pero estas eran las cosas más sagradas de su Dios que debían llevar para su gloria y como testimonio de él. Esto les dio fuerza y valor.

Hoy, todos los creyentes son «levitas» espirituales en su posición. El apóstol Pablo instruyó a Timoteo para que sepa «cómo debes comportarte en la Casa de Dios (que es la Iglesia del Dios vivo), columna y cimiento de la verdad» (1 Tim. 3:15). Más tarde recibió la siguiente exhortación: «Retén el modelo de las sanas palabras que oíste de mí, en fe y amor en Cristo Jesús. Guarda el buen depósito por el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim. 1:13-14). Este estímulo al “servicio levítico” en la Casa de Dios también es válido para nosotros hoy. Entrar en todos los detalles de la tienda de reunión va más allá del alcance de este estudio. Sin embargo, es una fuente de bendición y enriquecimiento para aquellos que están interesados en los pensamientos de Dios con respecto a la reunión de los creyentes según la Palabra de Dios, y que desean crecer en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y sus pensamientos.

6.2.2. Paréntesis: El templo

El templo de Jerusalén y su significado tipológico no pertenecen, de hecho, al ámbito de las figuras que estamos estudiando aquí. Sin embargo, también nos detendremos en el significado espiritual de la tierra de Canaán. Desde este punto de vista, el templo construido en el lugar elegido por Dios encaja bien a nuestro tema.

El templo de Salomón en el Antiguo Testamento, así como la Asamblea de Dios en el Nuevo, son llamados «un templo santo» (Sal. 5:7; 79:1; 138:2; Jonás 2:5, 8; 1 Cor. 3:17; Efe. 2:21). A diferencia de la tienda de reunión, el templo se refiere más bien a la Asamblea según el consejo de Dios (*). La tienda era pequeña y discreta; el templo, en cambio, era grande y majestuoso. Representa un estado ordenado y duradero.

(*) «Templo» es una de las pocas expresiones utilizadas para designar tanto el tipo del Antiguo Testamento como la correspondiente realidad del Nuevo Testamento. Lo mismo ocurre con la palabra «sacrificio», que se utiliza no solo para los sacrificios del Antiguo Testamento, sino también para la obra del Señor Jesús y para nuestro culto.

El lugar elegido por Dios en Jerusalén, sobre el que se construyó el templo, evoca tipológicamente la verdad del Nuevo Testamento sobre el lugar de reunión: «Donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Este es el lugar que el Señor ha elegido para nosotros. Solo él puede decidir, no los hombres. Depende de nosotros buscar ese lugar y actuar según su Palabra, para que su preciosa promesa se cumpla.

Como hemos visto, el himno de Moisés al comienzo de la travesía por el desierto ya contiene una alusión al lugar donde un día tendría su sitio el templo de Dios: «Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar de tu morada, que tú has preparado, oh Jehová, en el santuario que tus manos, oh Jehová, han afirmado» (Éx. 15:17). En este pasaje, se menciona primero la «heredad» de Dios para su pueblo, es decir, la tierra de Canaán, imagen de los lugares celestiales. Luego habla del «lugar» que ya estaba fijado en el consejo de Dios, y finalmente de «su morada», «el santuario» que sus manos han establecido. Todo viene de Dios, que quiere tener a su pueblo en su Casa, en su tierra. Pero el lugar en sí no está indicado.

El orden de estos términos es importante para nuestra vida de fe. Dios, nuestro Padre, quiere que conozcamos primero todas las riquezas de las bendiciones que nos ha dado. Entonces aprenderemos a apreciar verdaderamente el valor de su lugar espiritual elegido y la grandeza y santidad de su morada.

Mientras Israel estuvo vagando por el desierto, no pudo encontrar este lugar. La tienda de reunión era ciertamente el centro donde Dios habitaba en medio de su pueblo, como indicaba la presencia de la nube sobre el tabernáculo. Era allí donde los sacrificios debían ser llevados a él, aunque es poco probable que esto haya tenido lugar de una manera agradable a Dios. El profeta Amós declara: «¿Me ofrecisteis sacrificios y ofrendas en el desierto en cuarenta años, oh casa de Israel? Antes bien, llevabais el tabernáculo de vuestro Moloc y Quiún, ídolos vuestros, la estrella de vuestros dioses que os hicisteis» (Amós 5:25-26; comp. con Hec. 7:42-43). Fue como Moisés tuvo que observar, al final de la travesía por el desierto, poco antes de entrar en la tierra de Canaán: «No haréis como todo lo que hacemos nosotros aquí ahora, cada uno lo que bien le parece, porque hasta ahora no habéis entrado al reposo y a la heredad que os da Jehová vuestro Dios» (Deut. 12:8-9).

Poco antes del final del viaje por el desierto, se menciona aquí por primera vez que Dios elegiría un lugar para su Casa. Dice en Deuteronomio 12:5: «…Sino que el lugar que Jehová vuestro Dios escogiere de entre todas vuestras tribus, para poner allí su nombre para su habitación, ése buscaréis, y allá iréis». En total, al «lugar que Jehová vuestro Dios escogiere» se menciona 21 veces en este libro (*) (Deut. 12:5, 11, 14, 18, 21, 26; 14:23-25; 15:20; 16:2, 6-7, 11, 15-16; 17:8, 10; 18:6; 26:2; 31:11).

(*) 21 = 3 x 7: el 3 es el número de la Trinidad divina; el 7 es el número de la perfección.

Sin embargo, pasaron siglos antes de que David encontrara este lugar en la era de Omán, en Jerusalén, tras amargas experiencias, y de que Salomón, su hijo, construyera allí la Casa de Jehová (1 Crón. 21:28 al 22:1; 2 Crón. 3 al 5). Entonces ya no se dice “elegirán”, sino que el pueblo de Dios puede decir ahora: «…la ciudad que tú elegiste» (*). Y, sin embargo, Dios también fue deshonrado en ese hermoso y santo lugar. Israel –más tarde Judá– y sus reyes, que tenían la máxima responsabilidad, actuaron a menudo en contradicción con la santidad de Dios y del lugar donde quería ser adorado. ¿Está mejor hoy?

(*) Esta expresión aparece un total de 14 veces (= 2 x 7): 1 Reyes 8:44, 48; 11:13, 32, 36; 14:21; 2 Reyes 21:7; 23:27; 2 Crónicas 6:5-6, 34, 38; 12:13; 33:7.

 

Es cierto que Dios reconoció como su santa morada en la tierra el templo de Salomón, construido con gran magnificencia para su gloria. Pero ya después de algunas décadas comenzó el declive del servicio divino, que terminó 4 siglos después con la destrucción del templo. Dios había abandonado su morada en la tierra (1 Reyes 8:10-11; Ez. 9:3; 11:23). Pero cuando el Señor Jesús estaba en la tierra, había de nuevo «un templo» en el que «habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Juan 2:19-21; Col. 1:19; 2:9). Y ahora su Asamblea, el conjunto de todos los redimidos, forma el templo espiritual de Dios, que, como el primero, se caracteriza por su santidad.

En el Nuevo Testamento, la Asamblea aparece ya en su primera mención como un edificio o casa. Cuando el Señor Jesús dice: «Sobre esta Roca edificaré mi asamblea», vemos ante nosotros la imagen de un edificio fundado sólida e inamoviblemente (Mat. 16:18). Después de que, por la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, se constituyera la Asamblea, se dice en Efesios 2:21: «…todo el edificio bien coordinado crece hasta ser un templo santo en el Señor», y en 1 Corintios 3:16-17: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? …porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros». El «templo santo en el Señor» está compuesto solo por verdaderos creyentes, porque, según Mateo 16:18, el propio Señor Jesús es el que construye.

Desde otro punto de vista, la construcción de la Casa de Dios se confía a la responsabilidad de los hombres. Ya no se utiliza la expresión “templo”. Pablo recuerda este aspecto a los creyentes de Éfeso cuando, al final de su enseñanza sobre la Asamblea, escribe: «… sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22). En Corinto, él mismo había puesto los cimientos, como un sabio arquitecto, sobre los que otros construirían. ¿Y cómo iban a hacerlo? Esto se describe en los siguientes versículos, introducidos por las palabras: «Que cada uno mire cómo edifica sobre él» (1 Cor. 3:10-17). En este sentido, lamentablemente, también puede haber meros profesos sin la vida divina, como se desprende de 1 Corintios 1:2 y también del capítulo 3, versículos 16-17.

La Asamblea, el templo santo en la tierra, debe servir al honor de Dios. Por lo tanto, debe ser vigilada contra la intrusión de falsas doctrinas por las que puede ser corrompida (1 Cor. 3:16-17). En este templo no se puede tolerar ningún tipo de asociación con la idolatría (2 Cor. 6:16 al 7:1). Todo esto solo es posible si nos separamos personal y colectivamente del mal y nos limpiamos de toda contaminación de carne y espíritu. Solo entonces podremos perfeccionar = lograr «la santidad en el temor de Dios».

6.3. Los 40 años de la travesía del desierto

En el tercer mes después de salir de Egipto, los hijos de Israel llegaron a Horeb, el monte de Dios (Éx. 19:1). Desde allí solo había 11 días de camino hasta la ciudad de Cades-barnea, situada en la parte sur de la tierra de Canaán, en la frontera entre la península del Sinaí y Canaán (Deut. 1:2). Por lo tanto, Israel podría haber llegado muy rápidamente a la tierra de Canaán. Pero no fue así.

6.3.1. La razón de un largo viaje

¿Por qué los hijos de Israel tuvieron que atravesar el desierto durante 40 años? A causa de su incredulidad. Es cierto que pasó un año corto con la construcción de la tienda de reunión y la entrega de la Ley, antes de que el pueblo saliera por primera vez y abandonara el desierto del Sinaí (Núm. 10:11). Pronto llegó a Cades, en el desierto de Parán. Desde allí Moisés envió, por orden de Dios, a 12 hombres a explorar la tierra de Canaán (Núm. 13). Pero de Deuteronomio 1:22 se desprende que la idea de enviar espías surgió del propio pueblo de Israel, cuando llegó a las cercanías de Cades. ¿No les había prometido Dios que los llevaría a salvo a la tierra? Así que fue la incredulidad lo que hizo que los israelitas tomaran esta “medida de seguridad”. Esto fue evidente cuando los espías regresaron 40 días después. 10 de ellos consiguieron desanimar a todo el pueblo con su informe negativo, aunque llevaban consigo los signos de fertilidad y bendición en forma de racimo de Escol (Núm. 13:22-34). Así hicieron que todo el pueblo despreciara «la tierra deseable» (Núm. 14:31; Sal. 106:24). Como resultado, el pueblo quiso regresar a Egipto para siempre (Núm. 14:3-4). Como castigo por su descontento y sus murmuraciones, Dios hizo que todos los israelitas de 20 años en adelante vagaran por el desierto durante 40 años, según el número de días que los espías habían explorado la tierra, hasta que todos los que no creyeran a Josué y Caleb murieran. En el Nuevo Testamento se dice de ellos: «Pero la mayoría de ellos no agradó a Dios, pues cayó en el desierto» (1 Cor. 10:5; comp. con Hebr. 3:7 al 4:11; Judas 5). Se trata, pues, de un castigo de Dios sobre su pueblo.

Una vieja pregunta es quiénes son los que «cayeron en el desierto». ¿Son simbólicamente incrédulos o creyentes? Veamos con más detalle la Primera Epístola a los Corintios, donde se encuentra este pasaje. Esta Epístola se dirige «a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados santos, con todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, [Señor] de ellos y nuestro» (1 Cor. 1:2). Los destinatarios son considerados aquí tanto desde el punto de vista de Dios («santificados en Cristo Jesús») como desde el punto de vista de su confesión (que «invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo»). La primera se refiere a la gracia de Dios, la segunda a nuestra responsabilidad.

La travesía de Israel por el desierto nos muestra tanto la gracia de Dios en relación con su pueblo como su responsabilidad de obedecer y seguirle. Los israelitas, que se refugiaron en la sangre del Cordero pascual, representan a los creyentes limpiados por la sangre de Cristo. En la «toda clase de gente» o «gente extranjera», mencionada varias veces, que iba con ellos, debemos ver, sin embargo, a los incrédulos (Éx. 12:38; Núm. 11:4; comp. con Lev. 24:10). Se habían unido a Israel sin pertenecer realmente a él. Entre los que «cayeron en el desierto» se encontraban tanto la gente de la chusma como los israelitas. Algunos representan a los profesos incrédulos, que no son salvados, y por lo tanto están perdidos eternamente. También encontramos este punto de vista en Hebreos 3:7 al 4:11. Los otros, en cambio, representan a los creyentes que no obedecen los pensamientos de Dios en cuanto a la plena bendición de sus hijos. En su vida de fe, nunca entran en el disfrute de las bendiciones espirituales en los lugares celestiales.

Como Israel, pasan toda su vida en el desierto, porque no obedecen la Palabra de Dios. Si esto es por incredulidad o desobediencia como los 10 espías, o como consecuencia de la mala influencia y la falsa enseñanza, como bien podemos suponer para la mayor parte del pueblo, es otra cuestión. Negarse a aceptar toda la enseñanza de la Palabra de Dios, o buscar el mundo con sus atractivos, tiene graves consecuencias para la vida práctica de la fe en la tierra –no para la eternidad, pues en este aspecto todo creyente está plenamente asegurado. Esta es la enseñanza de 1 Corintios 10:1-13. Moisés y Aarón también estaban entre los que «cayeron en el desierto». Eran hombres de fe, y por lo tanto no son de ninguna manera tipos de incrédulos. Pero por voluntad de Dios, no alcanzaron la meta «espiritual» fijada por Dios, aunque Moisés pudo ver todo el país desde la cima del Pisga. ¿No corremos también el peligro de quedarnos atrás en los pensamientos de Dios o incluso de buscar el mundo y sus seducciones?

Si no progresamos espiritualmente, nos quedamos inmóviles en nuestro crecimiento. Pero el estancamiento espiritual inevitablemente permite que nuestra vieja naturaleza, la carne pecaminosa dentro de nosotros, se fortalezca. Nos asemejamos entonces a los cristianos de Corinto, de quienes Pablo debía decir: «Yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, no alimento sólido; porque no lo podíais [soportar], y ni aun ahora lo podéis, porque aún sois carnales; pues habiendo entre vosotros celos y contiendas, ¿no sois realmente carnales y os comportáis como hombres?» (1 Cor. 3:1-3). Por eso el apóstol no podía predicarles «la sabiduría de Dios en misterio», que es para los cristianos «perfectos» (teleios). Lo mencionó, pero no pudo profundizar en ello (1 Cor. 2:6 ss.).

Fue aún más triste con respecto a Demas, el compañero de trabajo de Pablo que había «amado el presente mundo» y había abandonado al apóstol (2 Tim. 4:10). En esto se parecía a los israelitas que querían volver a Egipto.

La mención del hecho de que Dios hizo que la mayoría del pueblo cayera en el desierto, por lo tanto, también contiene una advertencia para los cristianos nacidos de nuevo. Si no nos complacen los pensamientos y la voluntad de Dios, ¡Él tampoco encontrará satisfacción en nuestras vidas!

El Señor dijo una vez a sus seguidores: «El Espíritu es el que da vida, la carne para nada aprovecha» (Juan 6:63). La consecuencia fue que «por esto muchos de sus discípulos se volvieron atrás y no andaban más con él» (v. 66). Poco antes, habían dicho: «Dura palabra es esta; ¿quién la puede escuchar?» (v. 60). Esta gente simplemente se negó a recibir con fe las palabras vivas del Hijo de Dios. Pero cuando el Señor preguntó a sus apóstoles si ellos también querían irse, Pedro respondió: «Señor ¿a quién iremos? Tú tienes las palabras de vida eterna; y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (v. 68-69). Sus palabras expresan no solo fe y confianza, sino también amor por su Señor. Estas son también las condiciones de crecimiento espiritual para nosotros.

¿No queremos pedir a nuestro Señor que nos dé esa convicción? Lo discernimos en Caleb y Josué, los 2 únicos espías fieles. Había «otro espíritu» en ellos. Confiaban con fe en la declaración de Dios, habían «seguido cumplidamente a Jehová», y por eso solo ellos podían entrar en la tierra prometida y conocer sus bendiciones (Núm. 14). Pero tuvieron que vagar con todo el pueblo durante 38 años por la península del Sinaí y la tierra al este del Jordán. Ciertamente, sufrieron el triste estado del pueblo sin poder cambiarlo. Pero en sus corazones estaban ocupados con la tierra prometida (Josué 14:6-15).

En esto se parecían al apóstol Pablo, que podía decir de sí mismo: «Olvidando las cosas de atrás, me dirijo hacia las que están delante, prosigo hacia la meta, al premio del celestial llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:13-14). Esto es la “perfección” espiritual. Para animar a los creyentes, Pablo añade: «Por lo cual, pensemos así todos los que hemos alcanzado la madurez espiritual; y si pensáis otra cosa, esto también os lo revelará Dios. No obstante, al punto al que hemos llegado, andemos juntos en el mismo sendero» (v. 15-16). Si escuchamos estas exhortaciones, creceremos espiritualmente. Por medio de su Espíritu Santo, que hemos recibido, nuestro Dios y Padre nos dará comprensión y fuerza en la fe. Pero también se trata de aferrarse a lo que hemos captado por la fe. Nuestra vida se caracterizará entonces por ese gozo que Pablo menciona tan a menudo en su carta a los Filipenses.

Recordemos una vez más las palabras de Dios a Moisés: «Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel» (Éx. 3:7-8; comp. con Éx. 15:1-21). La intención de Dios, por tanto, era conducir a su pueblo a una buena tierra. Ya se lo había prometido a Abraham, el antepasado del pueblo: «A tu descendencia daré esta tierra» (Gén. 12:7). No se menciona una larga peregrinación por el desierto, solo la meta gloriosa. El pueblo habría tenido que cruzar el desierto entre Egipto y Canaán de todos modos, pero no habría tardado 40 años. Hemos visto que la razón de este largo viaje fue la incredulidad y la falta de determinación para confiar en la Palabra de Dios. La travesía de 40 años por el desierto no fue un consejo de Dios, sino la consecuencia de la incredulidad de Israel y una medida educativa de Dios hacia su pueblo, al que tanto amaba. 40 es el número de la prueba perfecta de la responsabilidad del hombre ante Dios, como podemos ver en varios pasajes de la Palabra. Encontramos la confirmación de esto en la vida del Señor Jesús: al principio de su ministerio público fue tentado 40 días en el desierto, y entre su resurrección y su ascensión al cielo estuvo todavía 40 días en la tierra (Marcos 1:13; Hec. 1:3).

Como Dios es «misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad» (Éx. 34:6), también utilizó esos 40 años para la bendición de su pueblo. Los alimentó «con el pan del cielo» que, según Juan 6, es una imagen del Hijo de Dios bajando del cielo. Les dio agua, que habla de la vida eterna en el poder del Espíritu Santo, que fluye de la roca, que también es una imagen de Cristo (1 Cor. 10:4). Cuidó de que sus pies no se hincharan y sus vestidos no se desgastaran, a pesar de todas las fatigas (Deut. 8:4). Pero también puso a prueba a los hijos de Israel para que conocieran lo que había en sus corazones y humillarlos para que reconocieran que dependían de él.

En última instancia, quería hacerles un bien al final, en la tierra de Canaán (Deut. 8:2, 16). Su consejo no se vio influenciado por sus fallos. ¡Qué gracia! Al final de la travesía del desierto, en las declaraciones proféticas de Balaam, podemos ver al pueblo de Israel, a pesar de todos sus fallos, en una maravillosa perfección divina (Núm. 23-24).

6.3.2. Lecciones prácticas para nosotros

¿Nos comportamos, como redimidos, mejor que los israelitas en el desierto? ¿No estamos a veces insatisfechos con los caminos de Dios, aunque sabemos que «todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios, los que son llamados según su propósito» (Rom. 8:28)? Nuestra posición perfecta «en Cristo» ciertamente no se ve comprometida por nuestros fracasos, pero perdemos muchas bendiciones en el proceso. Llenémonos, pues, del mismo espíritu que Josué y Caleb y busquemos, como el apóstol Pablo, «las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios» (Col. 3:1).

Durante nuestro «viaje por el desierto» en esta tierra, también estamos probados por Dios. Sin embargo, no es nuestra carne pecaminosa la que se pone a prueba, pues toda su corrupción es evidente desde la cruz. Lo que Dios está probando es el estado de nuestro corazón. Al igual que el Señor puso al descubierto lo que había en los corazones de los israelitas en el desierto, nosotros debemos ser siempre conscientes de que Dios “pone a prueba nuestros corazones” (Deut. 8:2; 1 Tes. 2:4).

Cuando hemos comprendido, por la fe, lo que significa estar muerto con Cristo, hemos reconocido fundamentalmente la nulidad y la maldad del viejo hombre y de nuestra carne. Sin embargo, en la práctica, a menudo no nos damos cuenta de que «en mí (es decir, en mi carne), no habita el bien» (Rom. 7:18). Aunque no estemos «en la carne», ni nos encontremos en el estado descrito en Romanos 7 de un alma no libre, lamentablemente experimentamos con demasiada frecuencia en la vida diaria que tenemos la mente «en las cosas de la carne» (Rom. 8:5). Sin embargo, podemos, bajo la guía y el poder del Espíritu Santo, dominar los movimientos de la carne. Para ello, debemos, por un lado, tener presente que, con un amor inexpresable, pero también con un sufrimiento indecible, nuestro Señor llevó en la cruz el juicio de Dios sobre el viejo hombre y sobre el pecado en la carne. Por otro lado, debemos realizar nuestra posición «en Cristo» al estar ocupados con él en la gloria del cielo.

Se trata de nuestra “identidad” espiritual. ¿Cómo nos vemos a nosotros mismos? Nos “identificamos” por la fe con Cristo, nuestro Señor, con todo el corazón, o solo la mitad, o nada. Si hemos comprendido la plena corrupción de nuestra naturaleza humana manchada por el pecado, pero también el significado de sus sufrimientos y su muerte a causa de nuestro pecado, entonces ya no queremos tener nada que ver con nuestra posición anterior de pecador y con el mundo, sino que queremos estar del lado de nuestro Redentor, cuya vida hemos recibido por gracia.

Así que el mundo que nos rodea es un desierto para nosotros, desde el punto de vista espiritual. No podemos sentirnos cómodos en ello, ni encontramos en él más alimento que el que Dios nos da. Somos viajeros en nuestro camino hacia una meta celestial. Pero nosotros también podemos servir a Dios «en el desierto» (Éx. 7:16). Lo que Israel hizo en forma de ofrendas de sacrificio, nosotros lo hacemos en forma de adoración en espíritu y verdad. Sin embargo, nuestro servicio también incluye la proclamación del Evangelio. Israel no tenía ninguna misión en este sentido. En el presente tiempo de gracia, nuestro Dios quiere utilizarnos para llevar a los pecadores a Jesús, el único Salvador. ¿Somos siempre conscientes de que él es paciente en este sentido, «no queriendo que ninguno perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento» (2 Pe. 3:9, 15)?

Nuestras relaciones en el matrimonio y en la familia, o en nuestra actividad diaria, son también ámbitos puramente terrenales. Aquí tenemos la importante y no siempre fácil tarea de vivir y actuar como hijos de Dios para su gloria y para la bendición de los que nos rodean.

No tenemos derecho a eludir estas relaciones y deberes, y quizás poner la excusa de que “las cosas espirituales son más importantes para mí”. Incluso aquellos a los que el Señor llama al servicio a tiempo completo nunca están totalmente libres de obligaciones terrenales. El apóstol Pablo era ciertamente soltero, pero ¡cuántas veces menciona que trabajaba para su propio sustento!

No cumplimos nuestros deberes terrenales como cristianos simplemente por un sentido del deber o incluso de forma legal. No, las hacemos en el poder del Espíritu Santo y, como Pablo anima repetidamente a los filipenses, gozándonos en el Señor, por amor a él y a los suyos, pero también hacia los que aún están fuera. El gozo en el Señor no solo nos da fuerza (Neh. 8:10), sino también paz interior y equilibrio espiritual. Esto lo notarán los que nos rodean. «¡Regocijaos en el Señor siempre! De nuevo os lo diré: ¡Regocijaos! Que vuestra amabilidad sea conocida de todos los hombres. ¡El Señor está cerca! Por nada os preocupéis, sino que, en todo, con oración y ruego, con acciones de gracias, dad a conocer vuestras demandas a Dios; y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros sentimientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:4-7).

Incluso en la más profunda aflicción, tenemos una esperanza que no nos avergüenza, porque el amor de Dios está derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rom. 5:3-5). Y de este amor de Dios, que es en Cristo Jesús, nada puede separarnos (Rom. 8:39).

6.3.3. Las 3 áreas

Muchos cristianos piensan que la peregrinación de 40 años de Israel en el desierto es simplemente una imagen de la vida cristiana, y que el cruce del Jordán hacia la tierra de Canaán con todas sus bendiciones es una imagen de la muerte y la entrada del alma en el cielo. Sin embargo, este punto de vista no tiene en cuenta el significado de los tipos que estamos considerando. Durante toda nuestra vida después de nuestra liberación no solo estamos en el «desierto» espiritualmente, sino que también estamos, corporalmente, todavía «en Egipto», y en cuanto a nuestra posición, ya en los lugares celestiales. La muerte corporal de los creyentes no tiene cabida en estos tipos. Además, la esperanza de los cristianos no es la muerte como puerta de entrada al Paraíso, sino que es la venida del Señor para el arrebato, que aquí –como la muerte corporal– no encuentra correspondencia. En el Paraíso y en el descanso eterno y la dicha de la Casa del Padre no habrá más peleas.

Sin embargo, para Israel, las guerras comenzaron en realidad solo después de entrar en la tierra de Canaán (*). Allí había naciones idólatras que el pueblo de Dios tenía que expulsar. Como veremos de nuevo, Canaán no es un tipo del Paraíso o de nuestro futuro hogar celestial y eterno, sino de los «lugares celestiales» actuales para los creyentes con las bendiciones espirituales, como las encontramos en Efesios.

(*) Durante los 40 años de travesía por el desierto, Israel solo tuvo que luchar una vez al principio, contra Amalec. La derrota de los amorreos y de los pueblos de Basán y Madián al final de los 40 años fue de hecho una especie de preparación para la conquista de la tierra (Éx. 17; Núm. 21 y 31).

Por un lado, después de nuestra liberación de «Egipto», la imagen del mundo con sus tentaciones a la carne, todavía estamos en él corporalmente. Aunque espiritualmente ya no podemos tener ninguna relación con el mundo, la Palabra de Dios nos dice que no podemos salir de él (1 Cor. 5:10). Al mismo tiempo, mientras vivamos en la tierra, estamos, espiritualmente hablando, en el «desierto». Para la nueva vida divina que hay en nosotros, el mundo no ofrece ningún alimento, y mucho menos un hogar. Somos extranjeros y peregrinos aquí en nuestro camino hacia el hogar celestial (Hebr. 11:9, 13-16; 1 Pe. 1:1; 2:11). Por eso miramos hacia arriba y corremos «hacia la meta, al premio del celestial llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:14). La tierra de Canaán era un tercer dominio para Israel; allí debemos discernir los lugares celestiales (Efe. 2:6). Volveremos a hablar de ello más adelante.

Por lo tanto, hay una diferencia importante entre el tipo del Antiguo Testamento y la realidad del Nuevo Testamento. Los hijos de Israel dejaron Egipto en el mar Rojo, y en el Jordán el desierto, para siempre. Mientras que ellos vivieron sucesivamente la experiencia de Egipto, el desierto y Canaán, nosotros –desde distintos puntos de vista– nos encontramos simultáneamente en las 3 regiones.

Como hemos visto, llevamos la carne con nosotros mientras vivamos en la tierra, es decir, hasta que venga el Señor –o si aún no ha venido– hasta que muramos. Es posible que hayamos confesado la total incapacidad de nuestro viejo hombre para agradar a Dios; pero si tenemos el mismo juicio con respecto a nuestra carne, es un asunto totalmente distinto. El Nuevo Testamento no nos deja ninguna duda sobre el verdadero carácter de nuestra carne. El Señor Jesús dijo una vez: «El Espíritu es el que da vida, la carne para nada aprovecha» (Juan 6:63). De Pablo tenemos las conocidas y, sin embargo, tan poco comprendidas y realizadas palabras: «Sé que en mí (es decir, en mi carne), no habita el bien», y: «El pensamiento de la carne es enemistad contra Dios» (Rom. 7:18; 8:7). El juicio pronunciado en estas citas es válido no solo para los hombres alejados de Dios, sino también para la carne de cada creyente. La carne es irremediablemente mala.

Reconocer esto es, para la mayoría de nosotros, una de las lecciones más difíciles en la vida de la fe. El pueblo de Israel no lo aprendió hasta el final del viaje por el desierto, y eso fue a través del tipo de la serpiente de bronce.

7 - La serpiente de bronce (Números 21)

El libro de los Números describe la travesía de Israel por el desierto. Sin embargo, no encontramos un relato completo de su peregrinaje. Solo tenemos unos pocos atisbos de los acontecimientos que ocurrieron durante esos 40 años. Las etapas detalladas de la travesía del desierto se presentan en el capítulo 33. La descripción del viaje en sí abarca solo 13 capítulos. Comienza en Números 10:11 y termina ya en el versículo 1 del capítulo 22 donde se informa que los hijos de Israel llegaron «y acamparon en los campos de Moab junto al Jordán, frente a Jericó». Todo lo que se describe en el libro del Deuteronomio tuvo lugar allí (Deut. 1:1). Como hemos visto, el largo período de peregrinación fue el castigo de Dios por la desobediencia de su pueblo, pero no correspondió a su consejo.

7.1. Las murmuraciones contra Dios

Durante el viaje de 40 años, el pueblo expresó repetidamente su descontento con Dios y con Moisés:

● En Números 11:1-3, así que justo al comienzo de la travesía por el desierto, el pueblo murmura ante Tabera (“fuego”), y el fuego del Señor devora «los extremos del campamento».

● En los versículos siguientes, del 4 al 35, es «gente extranjera» el que arrastra a todo el pueblo por su insatisfacción con el alimento dado por Dios; de modo que muchos de los israelitas deben perecer en Kibrot-Hataava, las «tumbas de la lujuria» (comp. con 1 Cor. 10:6).

● En el capítulo 12, versículos 1-13, se describe el disgusto de María y Aarón con Moisés y su posición, como resultado María está castigada con la lepra.

● En los capítulos 13:32 al 14:38, los 10 espías denuncian la tierra de Canaán que han ido a reconocer ante el pueblo, que entonces se levanta contra Moisés. Como castigo, los 10 hombres deben perecer y todo el pueblo debe vagar durante otros 38 años por el desierto.

● El capítulo 16:1-35, describe la revuelta de Coré contra Moisés y la muerte de los insurgentes (comp. con 1 Cor. 10:10; Judas 11). A continuación, el pueblo murmura por la muerte de Coré y sus seguidores, de modo que una plaga enviada por Dios hace perecer a 14.700 israelitas (cap. 16:41-50).

● En el capítulo 20:2-13, el pueblo disputa con Moisés en Meriba (“disputa”), porque no hay agua (comp. con Éx. 17).

● La última vez, en el capítulo 21:4-5, Israel habla contra Dios y contra Moisés, porque se disgusta de nuevo con el maná (comp. con 1 Cor. 10:9).

Si añadimos las murmuraciones del pueblo en Éxodo 15 por las aguas amargas de Mara, luego en el capítulo 16 por una supuesta falta de alimentos, y en el capítulo 17 por la falta de agua, obtenemos un total de 10 casos (comp. con Núm. 14:22).

Cuando murmuramos contra Dios, es porque estamos insatisfechos con la suerte que nos ha dado. Judas escribe en su Epístola, versículo 16: «Estos son murmuradores querellosos, que andan en sus malos deseos…». En la murmuración se manifiesta la carne pecadora, que siempre busca la satisfacción de su propia voluntad. Según Romanos 8:7, el pensamiento la carne es enemistad contra Dios, porque no quiere ni puede someterse a la Ley de Dios, es decir, a su voluntad revelada. Así fue con Israel, y así es con nosotros.

Es mucho más difícil para nosotros reconocer la plena corrupción de nuestra carne que aceptar el juicio de Dios sobre nuestro viejo hombre. Un cristiano le dijo una vez a otro: “Soy por naturaleza un hombre malvado”. Cuando el otro hombre respondió: “Sí, yo también lo he oído”, le preguntó enfadado: “¿Qué te hace pensar eso?” Así, nos resulta más fácil declararnos de manera general como pecadores que reconocer la imposibilidad de mejorar nuestra carne, la vieja naturaleza que llevamos dentro. Aunque los 2 están muy relacionados, a menudo hacemos una diferencia.

Que Dios nos bendiga porque nuestro viejo hombre está crucificado con Cristo. Como resultado de este hecho, Pablo puede exhortar a los creyentes de Roma: «Así pues, hermanos, deudores somos, no de la carne, para vivir según la carne; pues si vivís según la carne, moriréis; pero si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (Rom. 8:12-13).

Sin embargo, fallamos con demasiada frecuencia en este aspecto, como lo hicieron los creyentes de Corinto y Galacia, y los hijos de Israel en el tipo. Si no nos empapamos de esto, de que en nuestra carne no habita nada bueno, corremos el peligro de dejarla actuar sin control. Podemos estar en guardia contra la lujuria de la carne, las manifestaciones de la maldad, o similares. Pero en las pequeñas circunstancias de la vida cotidiana, a menudo no somos conscientes del peligro. Por eso es muy probable que vivamos según la carne y no según el Espíritu. En lugar de juzgar y reprimir los movimientos de nuestra carne incluso en las cosas más pequeñas e insignificantes, les damos rienda suelta y debemos entonces aprender –como Israel por las serpientes ardientes– que nuestra carne, que siempre quiere alejarnos de la presencia de Dios y hacernos sentir insatisfechos con su Palabra y sus caminos, en última instancia nos lleva a caminos de dolor y muerte (comp. con Sal. 139:23-24; Prov. 14:12; 16:25).

Esta es la primera lección de nuestro capítulo. Israel acababa de experimentar una respuesta a su oración en Horma, y con la ayuda de Dios obtuvo una victoria sobre el rey de Arad (Núm. 21:1-3). Pero poco después dio otro paso atrás, pues se disponía a regresar en dirección al punto de partida de la travesía del desierto, es decir, el «camino del mar Rojo» (v. 4). Pero eso no fue todo. A la retirada (vuelta atrás) exterior se añadió la retirada interior: «Y habló el pueblo contra Dios y contra Moisés: ¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para que muramos en este desierto?» (v. 5). Los israelitas habían pronunciado casi las mismas palabras cuando estaban ante el mar Rojo y veían que los egipcios se acercaban por detrás (Éx. 14:11). Su carne no ha cambiado, ni siquiera ha mejorado, durante estos 40 años.

Incluso las más bellas experiencias de fe no pueden cambiar nuestra carne. Llenos de desánimo e impaciencia, los israelitas dijeron a Moisés: «Pues no hay pan ni agua, y nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano» (v. 5). Su insatisfacción con los caminos de Dios y el alimento celestial se expresó en una acusación injusta contra Dios, pues más de una vez les había prometido llevarlos a la tierra de Canaán (Éx. 3:8, 17; 23:23).

7.2. Las serpientes ardientes

En Mara, el pueblo, que murmuraba contra su Dios, había aprendido que el agua amarga solo podía convertirse en dulce mediante un madero, lo que sin duda es una figura de Cristo en la cruz. Las experiencias amargas también pueden hacer que la carne entre en juego en una persona redimida, pero puede aprender de esto que la cruz de Cristo da liberación y refresco (Éx. 15:23-25). En otra ocasión, Dios dio a su pueblo insatisfecho lo que pedía, pero luego envió «mortandad sobre ellos» (Sal. 106:15), para mostrarles que estaban en un camino equivocado. A veces también les hizo conocer las consecuencias de su rebelión culpable contra Sus caminos de una manera aún más amarga. Tal era el caso aquí.

A las murmuraciones del pueblo, Dios respondió con la plaga de serpientes ardientes, cuya mordedura producía la muerte. Llamado por el pueblo para que lo ayudara, Moisés tuvo que hacer, por orden de Dios, una serpiente de bronce y fijarla en un poste para que todos la vieran. Quien miraba la serpiente de bronce quedaba curado.

¿De qué nos hablan entonces las «serpientes ardientes» enviadas por Jehová en respuesta a las murmuraciones de Israel? La serpiente es a menudo una imagen del propio Satanás. Esto ya ocurrió en el Jardín del Edén, donde apareció por primera vez (Gén. 3). Y en el último libro de la Biblia, el diablo aparece como «el gran dragón, la serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás» (Apoc. 12:9; 20:2).

Sin embargo, no hay que ver en las serpientes ardientes un tipo del propio diablo. Esto no es posible debido a su gran número. Sin embargo, Satanás encuentra un buen aliado en la carne de cada creyente. Por lo tanto, las muchas serpientes ardientes hablan de la carne, la vieja naturaleza en cada creyente, despertada por Satanás contra Dios (v. 6). Satanás, el enemigo de Dios y del hombre, es el origen del pecado, «porque el diablo peca desde el principio» (1 Juan 3:8). Como «la serpiente antigua», incitó en el Jardín del Edén a la primera pareja humana a la desobediencia contra Dios, convirtiéndolos así no solo en transgresores del mandamiento de Dios, sino, en su posición y naturaleza, en pecadores. Desde entonces, la carne en el hombre es el mejor aliado del diablo. Esto es también lo que vemos aquí.

Sin embargo, las serpientes ardientes no fueron enviadas por Satanás, sino por Jehová. De este modo, mostraba claramente a los israelitas, en forma de castigo, el origen de su insatisfacción con Él: el pecado en la carne, por el que Satanás los ponía en contra de Dios. La palabra «serpiente» indica a Satanás, el origen del pecado; el adjetivo «ardiente», en cambio, muestra que Dios enviaba a las serpientes en juicio.

Las mordeduras de las serpientes ardientes causaban un dolor feroz y la muerte. Los israelitas se dieron cuenta de su pecado y confesaron lastimosamente ante Dios y Moisés: «Hemos pecado por haber hablado contra Jehová, y contra ti» (v. 7). Una confesión sincera y arrepentida es la actitud necesaria y correcta, tanto para el pecador aún perdido como para el hijo de Dios que ha pecado (1 Juan 1:9).

Sin embargo, la petición del pueblo a Moisés de que Dios quitara las serpientes ardientes no fue atendida. Las serpientes permanecieron, y la gente siguió muriendo. El camino del pecado no conduce a la vida, sino a la muerte. Israel tuvo que aprender esto. Por eso Pablo escribe: «El pensamiento de la carne es enemistad» y: «Si vivís según la carne, moriréis» (Rom. 8:6, 13).

Dios respondió a la súplica de su siervo Moisés, pero de una manera muy diferente a la esperada, pues el pueblo tenía una gran lección que aprender. «Y Jehová dijo a Moisés: Hazte una serpiente ardiente, y ponla sobre una asta; y cualquiera que fuere mordido y mirare a ella, vivirá. Y Moisés hizo una serpiente de bronce, y la puso sobre una asta; y cuando alguna serpiente mordía a alguno, miraba a la serpiente de bronce, y vivía» (v. 8-9). El medio de liberación de la plaga fue revelado a los israelitas que fueron mordidos con la serpiente de bronce levantada en un poste por Moisés. Aquel que la contemplaba podía escapar del estado miserable y mortífero en el que se había colocado por su pecaminosidad y murmuración contra Dios.

Habría sido inútil que un israelita buscara por sí mismo huir de las serpientes, o hacer inofensivo el veneno de la mordedura. «Y cuando alguna serpiente mordía a alguno, miraba a la serpiente de bronce, y vivía» (v. 9). Ni una mirada a los que morían, ni a los que ya estaban curados, ni a sí mismo, podían ayudarle. Solo mirar a la serpiente de bronce trajo ayuda y salvación. Cada israelita tenía que hacerlo personalmente. Nadie más podría hacerlo por él. Pero si lo hacía, se liberaba de la plaga y podía dar gracias a Dios.

7.3. La serpiente de bronce – Cristo en la cruz

En el Nuevo Testamento, el Señor Jesús menciona la serpiente de bronce como un tipo de sí mismo(*). En su conversación nocturna con el fariseo Nicodemo sobre la necesidad del nuevo nacimiento y de la vida eterna, dijo: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, asimismo es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna» (Juan 3:14-15).

(*) Por cierto, la «serpiente voladora» de Isaías 14:29 es también una imagen de Cristo, el Mesías. Él es quien, en el futuro, ejecutará la maldición que caerá sobre los filisteos como manifestación de la justicia de Dios en el castigo.

El tipo de la serpiente de bronce contiene varios paralelos claros con la obra del Señor Jesús en la cruz:

● la propia serpiente de bronce como imagen del Hijo de Dios venido en semejanza de carne de pecado y hecho pecado por nosotros (vean Rom. 8:3; 2 Cor. 5:21),

● el poste (en realidad: el estandarte) como imagen de la cruz,

● el levantamiento de la serpiente, como imagen de la crucifixión (“levantamiento”) del Señor Jesús,

mirando a la serpiente como una imagen de la fe en Aquel que fue hecho pecado por nosotros,

● la recepción de la vida como imagen del don y el disfrute consciente de la vida eterna.

Por la «elevación» del Señor Jesús no se entiende su glorificación en el cielo, sino su crucifixión. Esto expresa su rechazo, pero también el hecho de que ahora es objeto de fe, lo que nos devuelve la relación con el cielo. Esto es evidente no solo en Juan 8:28: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre…», sino también en los versículos 32 y 33 del capítulo 12: «Si soy elevado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Pero decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir» (*).

(*) Esta elevación del Señor de la tierra expresaba el hecho de que los hombres lo rechazaban y no tenían lugar para él en la tierra. Como el verdadero sacrificio y al mismo tiempo el verdadero Sumo Sacerdote, el Señor Jesús llevó a cabo su obra de redención entre el cielo y la tierra, ya que según la Ley no podría haber sido sacerdote (Hebr. 2:17b; 7:13-14, 27; 8:4; 9:11-12). Asimismo, el altar del holocausto, como imagen de la cruz, no estaba en el campamento (imagen de la tierra), sino en el atrio, ante la entrada de la tienda de reunión. – En la elevación del Señor en Hechos 2:33 y 5:31, por otra parte, debe verse su glorificación a la derecha de Dios.

La serpiente de bronce, como imagen de aquello por lo que había sido causada la desgracia, se convirtió por voluntad de Dios en el medio de liberación. Pero ¿por qué eligió la imagen de la serpiente? Pues precisamente porque el Señor fue enviado «en semejanza de carne de pecado y [como ofrenda] por el pecado», y Dios condenó «al «pecado en la carne» (Rom. 8:3). Cristo fue el único hombre perfectamente justo que caminó por la tierra. No cometió ningún pecado, no había pecado en él y no conoció ningún pecado. Pero en la cruz fue hecho «pecado» (2 Cor. 5:21). Esto es lo que se expresa por la imagen de la serpiente.

La serpiente que trajo la liberación, ciertamente se parecía a las serpientes ardientes que traen la destrucción, pero no era idéntica a ellas. Como dice Romanos 8:3, el Señor vino en semejanza de carne de pecado (¡no en carne de pecado!), para que en él fuera juzgado el pecado en la carne. El bronce del que estaba hecha la serpiente se pone muy a menudo en la Biblia en relación con el fuego, es decir, con la santidad de Dios en el juicio. Era en el altar de bronce del holocausto donde los sacrificios eran consumidos por el fuego (Éx. 27:1-8). En Apocalipsis 1:15, los pies del Hijo del hombre son como «bronce incandescente, como en un horno encendido». Sin embargo, el bronce sale intacto del fuego, una imagen del santo juicio de Dios sobre el pecado. El bronce es el tipo de justicia que se demuestra a través del juicio.

La justicia de Dios se manifestó en el juicio sobre el pecado en la carne, y este juicio el Señor Jesús, el justo, lo llevó de manera perfecta (vean Hec. 3:14; 1 Pe. 3:18; 1 Juan 2:1). La serpiente de bronce levantada en el poste es, pues, un tipo de Cristo durante las 3 horas de tinieblas. Allí, él, que no conoció pecado, fue hecho pecado por nosotros en la cruz, para que por él y en él lleguemos a ser pruebas vivas de la justicia de Dios (2 Cor. 5:21). Solo contemplando a él en la cruz podemos entender cómo ve Dios el pecado. Solo entonces, cuando vemos lo que nuestro Señor tuvo que sufrir por ello, adquirimos la debida aversión al pecado.

7.3.1. El pecado juzgado en la carne

Pero ¿por qué la serpiente de bronce, como imagen de Cristo crucificado, aparece no al principio, sino casi al final de la travesía del desierto? Sin embargo, el Señor Jesús lo compara con él como Aquel en quien el pecador debe creer para recibir la vida eterna. ¿No debería entonces este tipo haber estado al principio de la travesía del desierto?

Por medio de este tipo, vemos una vez más la diferencia entre “tipos de principio” y “tipos de práctica”, en este caso, la obra de la redención de nuestro Señor en su sentido absoluto, y nuestra comprensión de esta como creyentes. Por un lado, la Pascua, el mar Rojo, la serpiente de bronce y el Jordán son tipos de la obra única que el Señor realizó por nosotros en la cruz. Sin embargo, cada uno de estos tipos evoca un aspecto diferente de ese trabajo y sus benditas consecuencias para nosotros. Por otra parte, discernimos en su orden durante la peregrinación de Israel desde Egipto hasta Canaán, varias etapas del camino de la fe. Nos muestran cómo llegamos a un perfecto conocimiento y disfrute de la obra de la redención, y por lo tanto llegamos a ser espiritualmente «completos» (maduros)*. Hay muchos grados en nuestro crecimiento espiritual, es decir, en nuestra comprensión de la salvación y en el gozo que encontramos en ella y en Aquel que lo ha logrado todo. Todo lo que tenemos y somos como redimidos, se origina exclusivamente en Cristo, nuestro Redentor. ¡Y todo ello solo por gracia!

(*) Los sacrificios de Levítico 1-7 también presentan varios aspectos de la obra de redención de Cristo: el holocausto, su perfecta dedicación a Dios; el sacrificio de prosperidad, su muerte como fundamento de nuestra comunión con Dios; y el sacrificio por el pecado y la ofensa, la propiciación por los pecados. Asimismo, el Señor Jesús es presentado en los 4 Evangelios bajo diferentes aspectos: en Mateo, como el Rey de Israel; en Marcos, como el Siervo; en Lucas, como el Hijo del hombre; y en Juan como el Hijo eterno de Dios.

El episodio de la serpiente de bronce nos muestra que el Señor Jesús también llevó en la cruz el juicio de Dios sobre la carne, nuestra vieja naturaleza, y sobre el pecado que mora y obra en ella. Esto es algo diferente a cargar con nuestros pecados, que es de lo que trata la Pascua, y al juicio sobre nuestro viejo hombre, que vimos en el mar Rojo. ¡Discernir esto, da la verdadera liberación! Cuando entendemos esto, ¿no es entonces nuestro deber como cristianos ponernos totalmente de su lado y no ceder a nuestra vieja naturaleza y sus deseos? Esto es precisamente lo que aprendemos en los primeros versículos de Romanos 8: «Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me liberó de la ley del pecado y de la muerte» (v. 2). La «ley del pecado y de la muerte» debe compararse con un principio fundamental, una ley natural, que lleva al hombre al pecado y, por tanto, a la muerte. La carne de un creyente no es mejor que la de un incrédulo. Pero si creemos en el pleno alcance de la obra del Señor Jesús, conocemos otra ley más poderosa, la «ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús», que nos ha liberado «de la ley del pecado y de la muerte». El poder de Dios, la gloria del Padre y el Espíritu Santo actuaron en la resurrección del Señor Jesús (Efe. 1:19-20; Rom. 6:4; 1:4; 1 Pe. 3:18). A través de ella, Aquel que había sufrido el juicio sobre el pecado en la carne, fue llevado a una nueva posición más allá del pecado y la muerte. Así como tenemos una participación en su muerte por la fe, también tenemos una participación en su vida de resurrección. El pecado ya no es una «ley» para nosotros.

Una imagen puede ayudarnos a entenderlo. Un ave en el suelo está sujeto por la ley de la gravedad. Sin embargo, cuando sale volando, entran en juego varios factores por los que se supera la ley de la gravedad, de modo que puede elevarse desde la tierra al aire. Asimismo, en nosotros, la «ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús» es más poderosa que la «ley del pecado y de la muerte». ¿Y por qué? Porque «Dios, enviando a su mismo Hijo en semejanza de carne de pecado, y [como ofrenda] por el pecado, condenó al pecado en la carne» (Rom. 8:3).

Solo cuando hayamos comprendido esto por la fe, podremos entrar en el pleno disfrute de la vida eterna que hemos recibido. Entonces tenemos comunión práctica con el Padre y el Hijo y podemos juzgar las cosas que son incompatibles con ellos.

En este sentido, no tenemos que pensar solo en las faltas graves, como robar, engañar o los pecados sexuales. Los rasgos de mal carácter, la voluntad propia o la insatisfacción con nuestra suerte son manifestaciones de esa fuerza negativa en nosotros, que nunca se someterá a la voluntad de Dios, porque «el pensamiento de la carne es enemistad contra Dios, porque no se somete a la ley de Dios, ni tampoco puede» (Rom. 8:7). Estas palabras muestran que la carne está ahí, y no podemos deshacernos de ella en nuestras vidas.

Pero hay una forma en la que podemos ser liberados de sus influencias persistentes y a veces irresistibles: ¡la cruz de nuestro Salvador! Cuando consideramos cómo el Señor tuvo que sufrir en su santa carne bajo el juicio de Dios a causa del pecado en nuestra carne, reconocemos el horror del pecado a los ojos de Dios y su juicio sobre él. ¿Podemos entonces excusar la carne pecadora que hay en nosotros, o incluso tolerarla? Esto sería una flagrante contradicción en nuestra vida de fe. Y, sin embargo, siempre volvemos a fracasar, como Israel en el desierto. Nuestra propia fuerza no nos ayuda. Pero mirando a Aquel en quien el pecado que habita en nosotros ha sido condenado, y en el poder del Espíritu Santo que hemos recibido, podremos seguir la exhortación del apóstol Pablo: «Andad en el Espíritu, y no deis satisfacción a los deseos de la carne». Ahora bien, «los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con las pasiones y los deseos. Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu» (Gál. 5:16-25). Aquí tenemos 2 exhortaciones a caminar en el poder del Espíritu Santo. Entre las 2 está nuestra realización práctica del tipo de la serpiente de bronce: «Pero los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne…». La expresión: «…Han crucificado la carne…» va más allá de la doctrina de Romanos 6:6, que nuestro viejo hombre está crucificado con Cristo. Allí, como hemos visto, se refiere al fin de nuestra posición anterior como pecadores, aquí, sin embargo (Gál. 5:24), a la carne que mora en nosotros, la vieja naturaleza. Además, en Romanos 6:6 se trata del juicio de Dios, mientras que en Gálatas 5:24 son los propios creyentes los que han ejecutado el juicio sobre su propia carne. Es, por tanto, un acto de fe verdadero y personal, que ejecuta el juicio sobre el pecado en la carne en la propia vida.

¿Nos hemos dado cuenta por la fe? ¿Hemos comprendido realmente que en nuestra carne no habita el bien? ¿Creemos realmente que el Señor Jesús ha traído el juicio de Dios sobre el pecado en nuestra carne y que, a través de la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús, somos liberados de la ley del pecado y de la muerte? Entonces, como Israel, también llegaremos a conocer manantiales de agua en el desierto, que hablan del Espíritu Santo y de su poder para el disfrute de la vida eterna. Pero más adelante hablaremos de ello.

La mayoría de los creyentes no comprenden inmediatamente al principio de su vida de fe el hecho presentado en el tipo de la serpiente de bronce, a saber, que Dios «condenó al pecado en la carne» en Cristo, que vino «en semejanza de carne de pecado, y [como ofrenda] por el pecado» (Rom. 8:3). Todo verdadero cristiano conoce ciertamente la «Pascua», es decir, el significado de la sangre de Cristo para su salvación. Pero muchos creyentes no comprenden el significado del «mar Rojo», imagen de la separación del mundo y del juicio sobre el viejo hombre, y menos aún el significado de la «serpiente de bronce» y del «río Jordán». Desean liberarse del juicio eterno y no ser juzgados con el mundo, pero no sacan las consecuencias prácticas. No viven en la separación del mundo ni en el auto-juicio permanente, lo que los lleva a condenar y confesar ante el Padre todos los movimientos de la carne, para vivir en comunión feliz y pacífica con él y con su Hijo Jesucristo. Así les falta, en el sentido más verdadero de la palabra, el disfrute de todas las maravillosas bendiciones que nuestro Dios y Padre ha preparado, en su gracia, para los suyos, ya ahora en el «desierto», pero especialmente «en Canaán», la imagen de los lugares celestiales.

Desafortunadamente, a veces toma mucho tiempo hasta que comprendemos por fe que el Señor Jesús no solo nos ha quitado la posición de pecadores, sino también que nuestra naturaleza pecaminosa, la carne, que solo puede y quiere pecar, ha sido juzgada en la cruz. Es cierto que la carne sigue ahí, pero derrotada y despojada de su poder por la cruz. Pero como nuestra confianza en nosotros mismos es tan fuerte, y nuestra desconfianza en todo lo que viene de la carne demasiado débil, a menudo necesitamos mucho tiempo para llegar a este conocimiento de la fe. Por eso el tipo de la serpiente de bronce se encuentra al final de la peregrinación de Israel en el desierto, en el cuadragésimo año. 40 es el número de pruebas, aquí, sin embargo, bajo un aspecto negativo.

Solo mirando a Cristo como el Crucificado somos capaces de vencer a la carne dentro de nosotros. El “veneno” de las serpientes se aleja de nosotros. Reconocemos la justicia del juicio de Dios sobre el pecado en la carne, pero también vemos al mismo tiempo que este juicio fue ejecutado de una vez por todas en el único Justo. Solo mirando a Cristo en la cruz podemos discernir el horror de nuestra carne en la verdadera luz. A la luz de esto es imposible excusarnos y justificar nuestra indulgencia con la carne. Pero allí también vemos que Aquel que llevó el juicio de Dios por nosotros nos ha liberado, por «la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús», de los pensamientos y la influencia de nuestra carne (Rom. 8:2).

7.3.2. ¿Hacer esfuerzos sobre sí mismos?

A veces oímos decir: “A este creyente aún le queda muchos progresos que hacer”. En estos casos, a menudo se trata de hijos de Dios que todavía son jóvenes en la fe. Uno ve en ellos debilidades o carencias, viejas costumbres o ataduras de las que aún no se han liberado del todo, y piensan que deben esforzarse por desprenderse de ellas. Pero estos creyentes son como Lázaro, que después de su resurrección todavía estaba «atadas las manos y los pies con vendas» (Juan 11:44). ¿Cómo podría liberarse de las vendas que le servían de ataduras? Necesitaba ayuda. Por eso el Señor Jesús dijo a los presentes: «Desatadlo y dejadlo ir». Al igual que Lázaro necesitaba ayuda, estos creyentes necesitan una enseñanza espiritual para ser liberados.

Incluso los creyentes mayores, después de un servicio bastante largo y fiel para el Señor, pueden caer en un estado en el que su vieja naturaleza se manifiesta de nuevo con fuerza. La Palabra de Dios dice: «El pensamiento de la carne es enemistad con Dios» (Rom. 8:7) –¡también en los creyentes! Esto no cambia ni siquiera en el transcurso de décadas de vivir por la fe. Todos nuestros esfuerzos en nosotros mismos son inútiles. Incluso es fundamentalmente erróneo. La lucha contra la carne en nosotros es un esfuerzo inútil, porque solo la obra del Hijo de Dios en la cruz podría resolver esta cuestión perfectamente. Esto se nos muestra en el episodio de la serpiente de bronce.

Los israelitas no podían defenderse de las serpientes por sus propios medios, ni salvarse cuando les mordían. Del mismo modo, los esfuerzos dolorosos para dominar por nuestras propias fuerzas el pecado que habita en nosotros y sus consecuencias, tampoco pueden tener éxito. Un creyente que se esfuerza en vano por vencer el poder del pecado que mora en él de esta manera, debe finalmente gritar desesperado: «¡Soy un hombre miserable! ¿Quién me liberará de este cuerpo de muerte?» (Rom. 7:24).

Sin embargo, de repente puede dar gracias: «¡Doy gracias a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Así, pues, yo mismo, con la mente sirvo a la ley de Dios, pero con la carne, a la ley del pecado» (v. 25). La razón es que –como el israelita del tipo– ya no se mira a sí mismo, sino a Dios y a su Salvador, porque en esta experiencia ha adquirido un conocimiento muy importante para su vida espiritual. Es, en primer lugar, el conocimiento de las 2 fuerzas diferentes en sí mismo, de las 2 naturalezas en el creyente. Con su espíritu renovado, la nueva naturaleza, sirve a la voluntad de Dios, mientras que su carne, la vieja naturaleza, no puede hacer otra cosa que servir a la ley del pecado.

Pero ahora también ha comprendido lo que significa en la práctica estar «en Cristo Jesús», es decir, estar plenamente unido a él y presentarse ante Dios con toda su aceptación. Por lo tanto, no necesita temer la condenación eterna ni seguir gimiendo bajo el poder del pecado y de la carne. El conocimiento de la libertad de este poder (Rom. 8:1-2) se basa en el hecho de que Dios ha condenado en Cristo el «pecado en la carne».

Cuando aceptamos este juicio de Dios por fe, también podemos comprender y darnos cuenta del hecho resultante de que ya no estamos «en [la] carne» (es decir, caracterizados y dominados por este poder maligno), sino «en [el] Espíritu». El Espíritu de Dios, que habita en nosotros, caracteriza nuestro estado y quiere llenarnos y guiarnos (Rom. 8:9).

7.3.3. El mar Rojo y la serpiente de bronce

La diferencia entre el mar Rojo y el episodio de la serpiente de bronce corresponde en el Nuevo Testamento a la diferencia entre Romanos 5:12-6:23 y 8. En el primer pasaje vemos el fin del viejo hombre, es decir, de nuestra posición como pecadores. Hemos pasado de la “posición de pecadores” a la “posición de justos” (Rom. 5:19). La palabra clave esencial en este pasaje es, por tanto, la palabra «pecado». No se trata de los actos de pecado, sino del principio del mal como característica del viejo hombre. En el capítulo 8, en cambio, se describe la victoria sobre nuestra vieja naturaleza pecaminosa. En Cristo en la cruz, Dios ha condenado el «pecado en la carne», y por eso ya no necesitamos vivir «según la carne», sino que podemos caminar «según el Espíritu» (Rom. 8:3-4). En consecuencia, encontramos aquí la palabra «carne» con mucha frecuencia. Por lo tanto, se puede decir con razón que, en lo que respecta a la profundidad de la experiencia espiritual, Romanos 8 va más allá que los capítulos 5 y 6.

En Romanos 6, nos está presentado el juicio del viejo hombre y nuestra muerte con Cristo. Allí se nos ve como aquellos que han «muerto al pecado» y por lo tanto ya no tienen que vivir en el pecado (v. 2). La consecuencia de esta muerte con Cristo la hemos expresado visiblemente en el bautismo, en el que fuimos sepultados con Él, de modo que ahora caminamos en una nueva vida (v. 3-4). Todo se basa en el hecho de que «nuestro viejo hombre ha sido crucificado con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado» (v. 6). Dios nos ve así y nosotros también podemos, por fe, vernos así. La consecuencia es: «Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (v. 11). Esta verdad se presenta aquí de forma doctrinal y fundamental, aunque se hacen algunas aplicaciones prácticas. Estamos «justificados» y «liberados» del pecado (Rom. 6:7, 18, 22), pero no de la carne. La carne permanece mientras vivimos.

El siguiente capítulo (Apoc. 7) describe un estado en el que es posible caer, por diversas razones, como ya hemos visto. En cualquier caso, es un estado del que somos preservados cuando permanecemos en una fe simple pero firme en el Señor Jesús y en su obra consumada de redención.

Luego, el capítulo 8 termina mostrándonos cómo los creyentes podemos, en el poder del Espíritu Santo dado por Dios, vencer el poder del pecado en la carne. Sin embargo, no lo hacemos tratando con nosotros mismos y nuestros pecados, sino recibiendo por fe lo que está escrito en Romanos 8 en relación con esto. Dice en el versículo 2: «Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me liberó de la ley del pecado y de la muerte». La ley más fuerte es el poder y la actividad del Espíritu Santo, aquí llamado «el Espíritu de vida». Actúa como por una ley inmutable sobre la nueva vida que hemos recibido en Cristo resucitado. Así somos liberados del poder del pecado en nosotros.

Desgraciadamente, en la práctica de la vida de fe en nosotros, las cosas parecen a menudo muy diferentes. Las experiencias humillantes nos impiden aceptarla y ponerla en práctica por la fe. Aunque ya no estemos permanentemente en el estado de “Romanos 7”, todavía estamos a menudo lejos de una verdadera vida en el Espíritu. Aunque hayamos comprendido esto, podemos volver a caer en una confianza carnal en nosotros mismos y en las artimañas del diablo. Sin embargo, la Palabra de Dios es clara a este respecto. En Romanos 8:12 y 13, se nos considera «deudores… no de la carne, para vivir según la carne; pues si vivís según la carne, moriréis; pero si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis». ¿Conocemos, como cristianos, esta vida feliz caracterizada por el poder del Espíritu Santo? Cuántos altibajos hay en nuestra vida de fe: momentos de gran gozo en el Señor, seguidos de abatimiento e incluso descontento, cuando cedemos a nuestra carne y vemos su actividad y consecuencias en nosotros.

Aun así, el apóstol Juan puede escribir: «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis» (1 Juan 2:1). Esta exhortación es difícil de entender para muchos. Pero se basa en los hechos de que hemos recibido una nueva vida divina, que no quiere ni puede pecar, y que estamos libres del pecado (no en un sentido absoluto, sino de su poder) y que ya no tiene dominio sobre nosotros (Rom. 6:12, 14). Esta es la enseñanza del mar Rojo. Pablo lo expresa así: «¿Permaneceremos en el pecado, para que la gracia abunde? ¡De ninguna manera! Los que morimos al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?» (Rom. 6:1-2).

Pero, además, vemos claramente en el tipo de la serpiente de bronce que también Dios ha condenado el pecado en la carne y nos ha liberado por «la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús… de la ley del pecado y de la muerte». Ya no estamos bajo el poder de la carne (aunque sigue estando ahí), sino que por medio del Espíritu Santo que mora en nosotros, podemos hacer morir las obras del cuerpo, es decir, suprimirlas para que no se manifiesten (Rom. 8:2, 13). Esta es una vida «según el Espíritu».

Llegados a este punto, conviene volver de nuevo a la Epístola a los Gálatas. Pablo escribe allí, como ya hemos recordado, en el capítulo 5:16: «Andad en el Espíritu, y no deis satisfacción la carne. Porque lo que desea la carne es contrario al Espíritu, y lo que desea el Espíritu es contrario a la carne; pues estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que deseáis». Aquí no solo se nos exhorta a vivir una vida por el Espíritu, es decir, en el poder del Espíritu Santo, sino que la Palabra de Dios también nos explica lo que esto implica. La carne, la vieja naturaleza aún presente en nosotros con sus lujurias, tiene objetivos y deseos totalmente diferentes a los del Espíritu Santo que mora en nosotros. Asimismo, la actividad del Espíritu Santo en nosotros está en contra de la carne.

El cristiano, por tanto, tiene en su interior 2 fuentes diferentes de pensamientos, palabras y acciones, que son diametralmente opuestas entre sí. Por lo tanto, él mismo no está automáticamente bajo la guía del Espíritu Santo. Si quiere obedecer al Espíritu, su carne se opone; si, por el contrario, cede a la carne, el Espíritu le advierte a través de su conciencia. Independientemente de lo que quiera o haga, siempre hay una voz antagonista en su interior que hace oír su desacuerdo. Este es el sentido de la conclusión: «… para que no hagas lo que deseáis». Aquí el «tú» se refiere a la personalidad responsable del cristiano ante Dios, y no, como podría suponerse, a su vieja naturaleza o al nuevo hombre.

Como personas responsables, nos encontramos como cristianos, en nuestra vida diaria de fe, continuamente enfrentados a una decisión. En todos nuestros pensamientos y acciones, ciertamente encontramos que tenemos 2 fuerzas opuestas dentro de nosotros que nunca podemos satisfacer al mismo tiempo. Pero que Dios sea bendecido por habernos dado la nueva vida que quiere servirle con gozo, por habernos liberado por medio del Señor Jesucristo del poder de la carne y del pecado, y por habernos dado el don del Espíritu Santo que puede y quiere conducir nuestra nueva vida de acuerdo con la voluntad de Dios. «Pero el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio» (Gál. 5:22-23).

Los creyentes de Corinto, que son llamados «carnales» y «niños en Cristo» (1 Cor. 3:1-2), no se habían dado cuenta de esta verdad en absoluto, o la habían perdido de vista: había divisiones, inmoralidad, disputas y falsas doctrinas entre ellos. Algunos de ellos ni siquiera querían reconocer al apóstol Pablo, que era su padre espiritual. Por lo tanto, tuvo que presentarles de nuevo la obra de Cristo en la cruz, para llevarlos no a la conversión, sino para que disfrutaran plenamente de su salvación. Cuando les escribe en su Segunda Epístola que «al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:21), les está recordando justamente ese aspecto de la obra de Cristo en la cruz que nos está presentada en la serpiente de bronce y que ellos habían pasado tan imperdonablemente por alto.

De lo que acabamos de ver, aprendemos esto: cuanto más cedemos a nuestros deseos naturales, más débil se vuelve nuestra vida de fe, y menos se manifiesta la vida de Cristo en nuestras vidas. La comunión práctica con él requiere un auto-juicio despiadado de nuestra carne. Pero muchos cristianos se niegan a hacerlo, porque les falta la conciencia y el poder de la vida eterna a través del Espíritu Santo. Así, el auto juicio es para ellos un tormento interminable. No ven que en realidad es una liberación, para que la vida de Jesús que poseemos pueda manifestarse sin obstáculos en nuestra carne mortal. David era ciertamente un creyente bajo la Ley, sin embargo, conocía este auto- juicio que es tan importante para la vida de la fe. Preguntó en el Salmo 19:12: «¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos». En esto, incluso pensaba en pecados de los que no era consciente.

En su amor por los corintios, Pablo fue tan lejos, que pudo decir: «De manera que la muerte obra en nosotros, pero la vida en vosotros» (2 Cor. 4:12). Si se miraba a sí mismo, veía su muerte con Cristo, que también realizaba prácticamente; pero si miraba a los creyentes desde el punto de vista de Dios, veía la vida y las bendiciones relacionadas con ella, que podía comunicar en el ministerio. Es una fe viva y triunfante en el poder del Espíritu Santo. Todos podemos poseerla, si no cedemos a los deseos de nuestra carne, sino que vivimos en el poder y bajo la guía del Espíritu Santo que mora en nosotros.

Lo que, en la consideración de este tema, habla particularmente a nuestros corazones es la intensidad con la que la Palabra de Dios trata nuestra vieja naturaleza, la carne, tanto en las enseñanzas del Nuevo Testamento como en los tipos del Antiguo Testamento. Cuántas molestias se toma Dios con nosotros para llevarnos a la verdadera libertad que debe caracterizar a sus hijos (comp. con Gál. 5:1, 13). Mientras estamos en la tierra, no podemos liberarnos de la carne. Pero hay una diferencia entre ceder a ella a la ligera y dejar que actúe sin control, o vivir en la libertad y el poder del Espíritu y poder decir con Pablo: «Los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con las pasiones y los deseos» (Gál. 5:24). Quien puede hablar así ha aprendido la lección de la serpiente de bronce y guarda su carne donde debe estar: bajo el juicio que nuestro Señor soportó por ella en la cruz. (*)

(*) Para concluir este tema, debemos mencionar 2 Reyes 18:4. Dice: «El (Ezequías) quitó los lugares altos, y quebró las imágenes, y cortó los símbolos de Asera, e hizo pedazos la serpiente de bronce que había hecho Moisés, porque hasta entonces le quemaban incienso los hijos de Israel; y la llamó Nehustán (pieza de bronce)». El medio de salvación dado por Dios se había convertido en una especie de ídolo, que alejó el corazón de los hijos de Israel de Dios. Del mismo modo, las personas religiosas pero incrédulas de hoy en día pueden hacer un mal uso de las verdades bíblicas.

7.4. Los manantiales en el desierto

Tras el episodio de la serpiente de bronce, el panorama cambia repentinamente. El desierto se convierte en un «lugar de manantiales». El primer lugar de acampada, Obot, significa probablemente «cuencas de agua», Ije-Abarim «ruinas de los vados», y el valle (o arroyo) de Zered «arroyo de los prados» (Núm. 21:10-12). De ahí los hijos de Israel llegan al río fronterizo de Arnón: (“torrente”), del que se dice en el libro de las guerras de Jehová: «Y en los arroyos de Arnón; y a la corriente de los arroyos…» (v. 14), y luego al pozo de Beer. Allí Dios le dijo a Moisés: «Reúne al pueblo, y les daré agua» (v. 16). Como bendita consecuencia, la murmuración es sustituida –después de 40 años– por un segundo cántico del pueblo redimido de Dios, pero ahora justo antes de entrar en la tierra prometida (v. 16-18). Aquí no es necesario golpear una roca, sino que los príncipes y los nobles del pueblo cavan con sus varas, en presencia de Dios, el pozo del que el pueblo puede beber con gozo y que puede celebrar con un himno.

7.4.1. El Espíritu Santo y la vida eterna

Israel pudo beber de los manantiales concedidos por Dios en el desierto. En el Nuevo Testamento, encontramos el equivalente especialmente en Juan 3 y 4, en las conversaciones del Señor Jesús con Nicodemo y con la mujer del pozo de Jacob, así como en el glorioso capítulo 8 de la Epístola a los Romanos. Juan habla más de la vida eterna, Pablo, en cambio, del Espíritu Santo. Ahora queremos hablar de este maravilloso tema. Pero antes, algunas reflexiones sobre el significado de «nuevo nacimiento» y «vida eterna».

Aunque la vida eterna no puede separarse del nuevo nacimiento, debemos distinguir una del otro. El nuevo nacimiento del agua y el Espíritu es la primera operación de Dios en el alma de un hombre incrédulo y espiritualmente muerto (Juan 3:3, 5). El agua, figura de la Palabra de Dios en su poder limpiador, introduce el alma por «el lavamiento de la regeneración» en un nuevo estado (Juan 13:10; 15:3; Tito 3:5). Solo a través de la Palabra de Dios el hombre es capaz, en general, de reconocer su estado pecaminoso y muerto con respecto a Dios y el modo de liberarse de él. Por lo tanto, la Palabra de Dios, las Sagradas Escrituras, también se indica como el medio del nuevo nacimiento (Sant. 1:18; 1 Pe. 1:23). Pero solo Dios el Espíritu Santo puede dar vida divina, una nueva naturaleza, mediante la «renovación del Espíritu Santo» (Tito 3:5). El estado resultante se denomina a menudo «despertar», pero no es más que el resultado del nuevo nacimiento. No existe un estado intermedio entre estar muerto y estar vivo. «Lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (Juan 3:6). Un hombre que no ha nacido de nuevo es incapaz de convertirse y creer, porque «el hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios» (1 Cor. 2:14). Sin embargo, el que ha nacido de Dios tiene nuevas aspiraciones y objetivos: practica la justicia, no puede pecar, ama y conoce a Dios, aunque sea de forma débil e imperfecta (Juan 1:13; 1 Juan 2:29; 3:9; 4:7).

La primera consecuencia del nuevo nacimiento es, pues, el conocimiento y la condena del mal, y por tanto la conversión. Bien puede decirse que la conversión se produce normalmente de forma casi simultánea al nuevo nacimiento, pues la nueva vida divina en el hombre no puede existir sin la fuente de la que procede, sin Dios. Pero mientras que el nuevo nacimiento es obra exclusiva de Dios, en la que el hombre no tiene ninguna intervención (ha «nacido»), la conversión es un paso activo de fe por parte del hombre: «Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados» (Hec. 3:19). El que confiesa su culpa ante el espejo de la Palabra de Dios es conducido al arrepentimiento de sus pecados y a la conversión (“vuelta atrás”) del camino que ha seguido hasta ahora. A través del Evangelio, llega a la fe en el Señor Jesús, la fe que salva (Hec. 20:21). Ahora sabe que no va a la perdición, sino que en él tiene vida eterna. «Porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16).

La obra soberana de Dios en el nuevo nacimiento y la responsabilidad del hombre de convertirse y creer en el Evangelio para recibir la vida eterna, parecen ser irreconciliables desde el punto de vista humano. Pero la Palabra de Dios afirma explícitamente ambas cosas. Está escrito en Hechos 13:48: «Creyeron todos los que estaban destinados a la vida eterna» y en el capítulo 14: «En Iconio… hablaron de tal manera que una gran multitud de judíos y de griegos creyó» (v. 1). Ambas cosas se enseñan así en la Palabra de Dios, y hacemos bien en recibirlas como las Escrituras las presentan.

Las declaraciones de la Palabra de Dios nos llevan a la conclusión de que todos los creyentes de todos los tiempos han nacido de nuevo y nacerán de nuevo. Sin el nuevo nacimiento, ningún hombre puede entrar en una relación espiritual con Dios. Esto no lo entendió el fariseo educado en la Ley, Nicodemo. Preguntó al Señor Jesús: «¿Cómo puede ser esto? Jesús le respondió: ¿Tú eres un maestro de Israel y no entiendes esto?» (Juan 3:9-10). Sin embargo, Ezequiel ya había anunciado en su profecía sobre el futuro de Israel: «Y yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de todas las tierras, y os traeré a vuestro país. Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados… Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros» (Ez. 36:24-26). El lavado con agua y el nuevo espíritu puesto dentro corresponden al nacimiento de «agua y espíritu» (v. 25-26). Dado que Dios no imparte 2 tipos diferentes de vida, la vida recibida en el nuevo nacimiento es la vida eterna y divina. Pero como la vida eterna solo se reveló perfectamente en Cristo, el Hijo de Dios que se hizo hombre, solo los que creen en él y en su obra acabada de redención pueden conocerla y disfrutarla de forma consciente (1 Juan 1:2). En el nuevo nacimiento recibimos la vida eterna, pero no fue hasta que creímos en la obra terminada de la redención que llegamos a un conocimiento consciente de esa vida. Cómo lo disfrutamos es otra cuestión, a la que volveremos.

Juan siempre considera la vida eterna como la posesión presente de los hijos de Dios, mientras que los otros escritores del Nuevo Testamento la ven generalmente donde se origina y tiene su pleno desarrollo: en la gloria, y por lo tanto para nosotros en el futuro (Mat. 19:29; Rom. 6:22; Gál. 6:8; Judas 21). Es allí, en la conformidad de un Cristo glorificado, donde lo comprenderemos y disfrutaremos en toda su extensión.

La vida eterna no es solo la vida sin fin, sino que es la vida de Dios Padre y del Hijo. «Pues como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo que tenga vida en sí mismo» y: «Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna» (Juan 5:26; 1 Juan 5:20). Antes del tiempo eterno, Dios prometió darla en su plenitud a los que creyeran en él y en su obra (Tito 1:2). La vida eterna, que estaba con el Padre, nos fue manifestada en el Hijo (1 Juan 1:2). Solo a través de él, que es «la resurrección y la vida», pero también «el camino, y la verdad, y la vida», podemos recibirla (Juan 11:25; 14:6). Sin embargo, la revelación de la vida no fue suficiente para que los pecadores la recibiéramos. Para ello, tuvo que resolver la cuestión del pecado y la muerte en la cruz con su propia muerte (2 Tim. 1:10).

Todos los que creen en él y en su obra redentora, así como en Dios Padre que lo envió, tienen vida eterna (Juan 3:16, 36; 5:24; 6:47, 50-54) *. «El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida» (1 Juan 5:12). Aunque la tenemos «en nosotros mismos», no la poseemos de manera independiente de él, sino que «Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo» (1 Juan 5:11; comp. con 3:15; Juan 6:63). Para nosotros esto implica el conocimiento del Padre y del Hijo. «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien tú enviaste» (Juan 17:3).

(*) Estos pasajes hablan de «tener» (es decir, una “posesión conocida” = aspecto duradero), no de «recibir» la vida eterna. En otros pasajes, sin embargo, está claro que en el apóstol Juan «tener» también puede significar «empezar a poseer» (aspecto incoativo/inicial), por ejemplo, Juan 6:40; 10:10; 16:33).

 

En su plenitud ilimitada, la vida eterna no es solo algo que recibimos (una nueva forma de existencia), sino también algo en lo que entramos (un nuevo reino de vida). ¡Qué privilegio incomparable es poseer la vida eterna en el Hijo y, como hijos de Dios, ser introducidos en el conocimiento y la comunión del Padre y del Hijo! Tenemos esta vida incluso ahora, aunque se ve obstaculizada en su desarrollo en nosotros por muchas influencias negativas. Une nuestros pensamientos y sentimientos con el cielo y con Aquel que está en el centro del amor y de los consejos Dios, nuestro querido Señor en la gloria. Cuando lo miramos ahí, podemos decir: “¡Esta es nuestra vida!”.

Normalmente, al principio de nuestra vida de fe, apenas captamos el significado profundo y pleno de la vida eterna que se nos da, y la disfrutamos solo un poco. Mientras una persona nacida de nuevo no tenga la certeza de la paz con Dios y se encuentre en un estado como el descrito en Romanos 7, es imposible que se regocije en el disfrute de las más altas bendiciones celestiales al mismo tiempo. Asimismo, un cristiano que vive según la carne muestra por este mismo hecho que prácticamente no tiene interés en la vida eterna dada en Cristo. Por lo tanto, a menudo pasa mucho tiempo antes de que comprendamos que no solo hemos recibido el perdón de los pecados y renunciado a nuestra anterior posición pecaminosa, sino también que el «pecado en la carne» fue juzgado en la cruz.

Nuestro disfrute de la vida eterna, sin embargo, depende en gran medida de esta comprensión. Esta es la razón por la que la serpiente de bronce, como tipo de Cristo en la cruz, se encuentra al final de la travesía del desierto. Recordemos la observación hecha al principio, que los tipos nos presentan la verdad de la salvación en su realización práctica en nosotros. Si lo aplicamos al episodio de la serpiente de bronce, significa: una cosa es haber recibido y poseer la vida eterna, pero otra cosa es disfrutarla también. Solo podemos hacerlo si, por la fe, damos a nuestra carne el lugar que le corresponde: la muerte. Solo cuando el Espíritu Santo no tiene que hacernos conscientes continuamente de nuestros defectos y llevarnos una y otra vez a la confesión de nuestros pecados, es libre en cuanto a nosotros para dirigir nuestra mirada a las cosas maravillosas que están relacionadas con Cristo y su gloria en lo alto, para que también podamos disfrutar de ellas (Juan 16:14).

Vayamos ahora a Juan 3:14-16. Antes, el Señor había presentado a Nicodemo la necesidad del nuevo nacimiento para entrar en el reino de Dios. Esto era algo «terrenal». Pero ahora llega a lo que es «celestial», cuando expresa las conocidas y, sin embargo, tan poco comprendidas palabras: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, asimismo es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna». «Porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna». Este es un tema fundamental: la fe en el Crucificado y la vida eterna. Era necesario que el Hijo del Hombre fuera levantado en la cruz; sí, en su amor divinamente perfecto por los que estaban perdidos, era necesario que Dios diera a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. El que cree en él tiene la vida eterna, que no puede perder nunca más. Ya la ha recibido a través del nuevo nacimiento, pero solo a través de la fe en Aquel que murió y resucitó puede obtener el conocimiento de este.

Pero ¿es esto equivalente al disfrute consciente de la vida eterna? Por desgracia, no. El episodio de la serpiente de bronce nos muestra cuántas experiencias tristes tenemos a menudo, hasta que comprendemos realmente lo que significa para nosotros el don de la vida eterna y que lo disfrutemos.

Después de la conversación con Nicodemo sobre el nuevo nacimiento, la serpiente de bronce y la vida eterna, el Señor Jesús presenta, en Juan 4, a la mujer del pozo de Sicar, «el agua viva» que será en quien la beba, «una fuente de agua que brota para vida eterna» (Juan 4:10-14). El agua viva es una figura de la vida eterna y de la actividad del Espíritu Santo que actúa en ella. Esto se compara con una fuente dentro de nosotros que está relacionada con su fuente en el cielo. A través de la comunión práctica con el Padre y con su Hijo, el Espíritu Santo nos lleva al disfrute de la vida eterna. Este es el significado de las palabras «una fuente de agua que brota para vida eterna» (Juan 4:14). En el resto de Juan 4, el Señor revela a la mujer los pensamientos de Dios sobre la adoración en espíritu y en verdad. No se puede obviar el paralelismo con el episodio de Números 21. No estamos capacitados para adorar verdaderamente al Padre ni por la posesión ni por el mero conocimiento de la vida eterna, sino solo por el poder práctico de la misma.

En ningún pasaje del Nuevo Testamento (ni siquiera en los conocidos capítulos 14 y 16 del Evangelio según Juan) se trata con tanto detalle la morada y la actividad del Espíritu Santo en los creyentes como en Romanos 8. Es cierto que el Espíritu se menciona ya al final del pasaje relativo a la justificación por la fe, y con razón, pues todo el que cree en el Evangelio es sellado por Dios con el Espíritu Santo (Efe. 1:13). En Romanos 5:5 dice: «Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado».

Pero solo se nos habla de su actividad en sus diversas formas en los redimidos en el capítulo 8, donde se nos ve en pleno disfrute de la obra de Cristo realizada en la cruz. En cierto sentido, somos conducidos allí de una «fuente» a otra. En primer lugar, en el versículo 2, se reconoce el hecho importante que nos enseña la serpiente de bronce, a saber, que por la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús somos liberados de la ley del pecado y de la muerte. Ya no estamos obligados a ceder a la carne, sino que podemos vivir y actuar en el poder del Espíritu Santo, porque la mente del Espíritu es vida y paz. Nuestro cuerpo está ciertamente muerto a causa del pecado (si lo dejáramos obrar, solo la carne se manifestaría), pero el espíritu es vida a causa de la justicia. El Espíritu Santo da testimonio con nuestro propio espíritu de que somos hijos de Dios. Hemos recibido el espíritu de adopción por el que gritamos «¡Abba, Padre!» (*). Aunque todavía estamos «en el desierto», podemos, por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado, disfrutar de la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Este es el disfrute de la vida eterna, que no debe estar obstaculizado por los sufrimientos del tiempo presente, porque ellos dirigen nuestros ojos a la gloria donde disfrutaremos de la vida eterna en una perfección imperturbable. Incluso en los mayores sufrimientos, sabemos que el Espíritu Santo intercede por nosotros ante Dios con inexpresables suspiros, y mantiene en nosotros la conciencia de que todas las cosas colaboran para el bien de los hijos de Dios, porque son objeto de un plan eterno de amor. ¿No son estas cosas maravillosas por las que no podemos agradecer lo suficiente a nuestro Dios y Padre?

(*) En cambio, en Gálatas 4:6 es el propio Espíritu Santo («el Espíritu de su Hijo») el que es enviado a nuestros corazones, gritando: «¡Abba, Padre!».

 

Mientras los hijos de Israel estuvieran insatisfechos con los caminos de Dios en su peregrinaje por el desierto, no había reconocimiento ni adoración. Las palabras ya citadas del profeta Amós permiten vislumbrar cómo podría haber sido su culto: «¿Acaso me ofrecisteis víctimas y sacrificios 40 años en el desierto, casa de Israel? Antes, llevasteis el tabernáculo de Moloc, y la estrella del dios Renfán, figuras que hicisteis para darles culto» (Amós 5:25-26; comp. con Hec. 7:42-43). Después de que el primer gozo de la liberación de Egipto había disminuido, encontramos muchas menciones de su murmuración e insatisfacción durante los 40 años. Pero ahora que han reconocido y comprendido por la fe la maldad de la carne y el remedio, la serpiente de bronce, saborean por fin el agua viva y entonan su segundo cántico de la travesía del desierto (Núm. 21:17-18).

También nosotros no tenemos más que himnos de acción de gracias y alabanza que cantar, cuando consideramos los inmensos efectos de la obra redentora de nuestro Señor. ¡Qué grande y gloriosa es esta obra! ¡Qué amor, qué gracia encontramos en ella, pero también qué santidad! Pero, sobre todo, podemos conocer a Aquel que lo ha logrado todo, y a través de él, a Dios como nuestro Padre. Cuanto más consideremos la verdad y nos apropiemos de ella espiritualmente, más creceremos «hasta él, que es la cabeza, Cristo» (Efe. 4:15).

8 - El cruce del Jordán (Josué 3 y 4)

La travesía del desierto ha terminado. Ya en el capítulo 20 de Números se describen los acontecimientos del cuadragésimo año. Ahora el pueblo se encuentra en las llanuras de Moab (Núm. 22:1), en la frontera de la tierra prometida, donde tiene lugar todo lo descrito en el libro del Deuteronomio. Ahora solo queda cruzar el río Jordán, que forma la frontera oriental de la tierra de Canaán.

A veces se dice que el Jordán es una figura de la muerte corporal, a través de la cual los creyentes están introducidos en el Paraíso. Muchos himnos cristianos también lo presentan así. Pero, aunque todos los redimidos que han vivido antes que nosotros han experimentado la muerte, la esperanza cristiana no es la muerte, sino la venida del Señor Jesús. Además, el libro de Josué muestra que al pueblo de Israel le esperaba oposición y lucha en la tierra de Canaán, lo que es impensable para nosotros en el cielo. Por lo tanto, el cruce del Jordán por parte de Israel no puede ser una figura de la muerte, pues entonces las almas de los que han dormido están con Cristo en el Paraíso, donde ya no hay lucha. Tampoco podemos ver en el Jordán el arrebato de los creyentes, por el cual seremos llevados al descanso eterno con nuestro amado Señor. Entonces, todas las luchas se acabarán para siempre.

8.1. Canaán – una imagen de los lugares celestiales

¡Cuántas batallas tenía que ganar Israel para conquistar la tierra que Dios le había dado! Canaán, entonces, es una imagen no del descanso eterno en la gloria del cielo, sino de los “lugares celestiales” que nos están presentados en la Epístola a los Efesios. La expresión “lugares celestiales”, que solo aparece en esta Epístola, se forma en griego a partir de un adjetivo (epouranios; como también, por ejemplo, en Juan 3:12; 1 Cor. 15:40, 48-49), pero se utiliza aquí como un sustantivo, y siempre en plural (Efe. 1:3, 20; 2:6; 3:10; 6:12). Denota claramente un “lugar”, aunque en muchas traducciones bíblicas se traduzca de otra manera. Es una designación general del cielo, que expresa el carácter más que el “lugar”. Cada creyente ya tiene su lugar allí, porque Dios «nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús» (Efe. 2:6) y nos ha «bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (Efe. 1:3). Lo sepamos o no, es un hecho. Sin embargo, Dios quiere que le conozcamos y que nos regocijemos en ello. Una vez le dijo a Josué: «Yo os he entregado… todo lugar que pisare la planta de vuestro pie» (Josué 1:3). Así como Israel debía tomar posesión de la tierra prometida, también nosotros debemos apoderarnos de las bendiciones espirituales dadas en los lugares celestiales prácticamente por la fe.

¿No debería conmover profundamente el corazón de todo hijo de Dios saber que ya tenemos en Cristo en los lugares celestiales un lugar que podemos ocupar y disfrutar por la fe? A menudo se dice con razón: Somos extranjeros y peregrinos en la tierra. Hemos dejado atrás Egipto, el mundo, y ahora estamos en el desierto. Pero eso no es todo. En Cristo, su amado Hijo, Dios ya nos ha dado toda bendición espiritual en los lugares celestiales. Ni «Egipto» ni «el desierto» pueden ser el hogar de los verdaderos cristianos. Cada día podemos esperar a nuestro Señor Jesús en el cielo. Pero incluso antes de entrar para siempre en la Casa del Padre, en la conformidad del cuerpo de su gloria, tenemos ahora en él nuestro lugar espiritual en los lugares celestiales. En cuanto a la posición, este lugar pertenece a todo hijo de Dios, pero también debemos, por fe, ocuparlo. Lamentablemente, este aspecto de la verdad es desconocido para muchos hijos de Dios.

¿Este desconocimiento se debe a que se habla muy poco de este tema y se desarrolla muy poco por escrito? ¿Se debe a que esta verdad nos parece demasiado «abstracta» y, por tanto, difícil de entender? ¿O esta falta de conocimiento se debe a que estamos demasiado ocupados con nosotros mismos y con las cosas terrenales? Debemos darnos cuenta de que nuestra carne, la vieja naturaleza, no tiene interés en estas cosas, ni en nada que venga de Dios. Sin embargo, la Palabra de Dios habla claramente de ello. Depende de nosotros recibir sus pensamientos de amor y bendición por fe.

El cruce del Jordán es un tipo instructivo que nos ayuda a comprender esta verdad. Dios tenía la intención de llevar a su pueblo a una buena tierra. Cuando llegó el momento de salir de Egipto, dijo a Moisés: «Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel» (Éx. 3:7-8). Aquí no se habla de la travesía por el desierto, sino solo de la maravillosa liberación y de la gloriosa meta, la tierra de Canaán. La realidad correspondiente del Nuevo Testamento la encontramos en Efesios.

8.1.1. La Epístola a los Efesios

Leemos en esta Epístola: «Pero Dios, siendo rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en nuestros pecados, nos vivificó con Cristo (por [gracia] sois salvos), y nos resucitó con él, y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús» (2:4-6). Podemos ver de inmediato que nos es presentado un resultado totalmente diferente de la obra del Señor Jesús que en Romanos. En Romanos, se nos ve en primer lugar como hombres que están en Egipto, pero que, mediante la Pascua y el mar Rojo, son liberados del juicio de Dios, del poder de Satanás y de la influencia del mundo. Como creyentes, también se nos ve todavía en la tierra, pero completamente separados del mundo (Rom. 12:2). Cristo murió y resucitó por nosotros, y nosotros también somos vistos como muertos y enterrados con él, aunque todavía no somos vistos como resucitados con él. Pero estamos capacitados para caminar en este mundo en novedad de vida y, en cuanto al pecado, considerarnos como muertos (Rom. 6:1-11).

En contraste con esto, según la doctrina de la Epístola a los Efesios, una vez estuvimos muertos espiritualmente, fuimos vivificados con Cristo, resucitados con él y colocados en él en los lugares celestiales (Efe. 2:46). Por eso, según su eterno consejo de gracia y amor, Dios Padre «conforme nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que seamos santos e irreprochables delante de él, en amor» (Efe. 1:4-5). Así que no se trata principalmente de la redención, que necesitábamos como pecadores perdidos, sino de lo que estaba desde la eternidad en el corazón de Dios. La Epístola a los Efesios nos hace mirar el corazón paternal de Dios, y volver la vista de nosotros mismos a las esferas celestiales, precisamente a los lugares celestiales.

Aquí es donde el Señor Jesús está ahora como la Cabeza glorificada sobre todas las cosas, porque después de su muerte en la cruz, Dios lo resucitó y lo sentó a su derecha (Efe. 1:20). Por su gran amor, Dios, que es rico en misericordia, nos ha sentado juntos en Cristo en los lugares celestiales. Esta es la posición espiritual de todo hijo de Dios. Ahora es para nosotros todavía una cuestión de fe, pero después del arrebato estaremos unidos en un Cuerpo glorificado con el Señor Jesús en el hogar celestial del Padre. Por medio de la Asamblea, la diversa sabiduría de Dios se da a conocer ahora a los principados y potestades en los lugares celestiales, es decir, a los ángeles (Efe. 3:10). Pero también existen «las [huestes] espirituales de maldad» que quieren impugnar el disfrute de nuestras bendiciones y contra el que debemos luchar (Efe. 6:12). Encontramos todo esto tipificado en el libro de Josué.

8.1.2. Las bendiciones espirituales

Las diversas descripciones de Canaán aluden ya al carácter peculiar de este país, el único en la tierra llamado «tierra santa» (Zac. 2:12). Es la tierra «que fluye leche y miel», una expresión pintoresca para referirse a la profusión de refrigerio y disfrute que ofrece (Éx. 3:8). En contraste con Egipto, la imagen del mundo, Canaán es «tierra de montes y de vegas, que bebe las aguas de la lluvia del cielo; tierra de la cual Jehová tu Dios cuida; siempre están sobre ella los ojos de Jehová tu Dios, desde el principio del año hasta el fin» (Deut. 11:11-12). Si Israel se hubiera aferrado a los mandamientos de Jehová, habría conocido tiempos de maravillosa bendición, «como los días de los cielos sobre la tierra», y Jehová les habría abierto entonces «su buen tesoro, el cielo» (Deut. 11:21; 28:12). Por la mención de los cielos en estos pasajes, el carácter simbólico de Canaán como una imagen de los lugares celestiales se enfatiza de manera sorprendente.

Los tesoros y beneficios de la tierra de Canaán se describen en Deuteronomio 8:7-9: «Porque Jehová tu Dios te introduce en la buena tierra, tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas y montes; tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de olivos, de aceite y de miel; tierra en la cual no comerás el pan con escasez, ni te faltará nada en ella; tierra cuyas piedras son hierro, y de cuyos montes sacarás cobre». Ya hemos visto el significado espiritual de «corrientes de agua… manantiales, y… aguas profundas» cuando consideramos Números 21. Son imágenes de la vida eterna y del poder que ejerce en ella el Espíritu Santo. El trigo y la cebada presentan la persona del Señor Jesús como hombre en la tierra, en su muerte y resurrección (Juan 12:24; Lev. 23:10; 1 Cor. 15:20). Las vides, las higueras y los granados, los olivos para el aceite y la miel y otros tesoros hablan de los variados frutos de la nueva vida, así como de la dulzura y el vigor.

Encontramos la analogía en el Nuevo Testamento en Efesios. Allí se nos muestra un “lugar” que se llama «lugares celestiales». Las bendiciones espirituales cristianas específicas nos están presentadas en Efesios:

  • De ser enemigos de Dios nos hemos convertido en hijos de Dios, que hemos recibido su naturaleza, y estamos en armonía con su naturaleza, que es luz y amor (Apoc. 1:4).
  • Hemos recibido la adopción según la predestinación de Dios (Apoc. 1:5).
  • Hemos recibido una herencia en Cristo (Apoc. 1:11).
  • Hemos sido sellados con el Espíritu Santo, que es también el depósito de nuestra herencia (Apoc. 1:13-14).
  • Tenemos acceso en Cristo al Padre por un solo Espíritu (Apoc. 2:18).
  • Estamos «encajados» en el Cuerpo de Cristo y en la Casa de Dios, que es la Asamblea de Dios (Apoc. 2:21; 4:16).
  • Por la fe ya podemos estar sentados en Cristo nuestro Señor en los lugares celestiales, pues su lugar en la gloria es también el nuestro (Apoc. 2:6).
  • Nos hemos despojado del viejo hombre y hemos revestido el nuevo hombre, creado según Dios en justicia y santidad de la verdad, es decir, ya pertenecemos a la nueva creación (Apoc. 4:22-24).

Si estamos bendecidos con «… toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo», significa: que no falta ninguna. Dios nos ha dado todo lo que es posible que él, en su amor, nos dé. ¡Bendición infinita! Pero no son bendiciones materiales como las del pueblo de Israel, sino espirituales. Según el Nuevo Testamento, la prosperidad externa no es una bendición específica del cristianismo, sino una responsabilidad. Las bendiciones espirituales no están en la tierra, como las de Israel en la tierra de Canaán, sino que están en los lugares celestiales. Así, nuestros corazones se alejan de la tierra y se elevan al cielo. Finalmente, poseemos estas bendiciones, así como todo lo que se nos da, en Cristo. Él es el centro de todos los consejos de Dios, y así es para nosotros. Sin él no tendríamos nada, pero en él tenemos todo lo que Dios quiere dar a los hombres. Si estamos arraigados y cimentados en el amor, y si nos dejamos fortalecer por el Espíritu Santo en cuanto al hombre interior del poder de Dios, entonces Cristo, el objeto de la complacencia de Dios, puede habitar en nuestros corazones por la fe y darnos un nuevo gozo cada día (vean Efe. 3:16-17) (*).

(*) A estas bendiciones espirituales pueden añadirse, sin duda, las que el Señor mencionó y dio, respectivamente, en las últimas horas que pasó con sus discípulos: «mi paz», «mi amor», «mi gozo» y «mi gloria» (Juan 14:27; 15:9, 11; 17:24).

 

8.2. El río Jordán

El nombre Jordán significa «lo que fluye hacia abajo». En la cosecha de primavera en esta región, se desborda «por todas sus orillas» (Josué 3:15; 4:18; 1 Crón. 12:15). Era un obstáculo insuperable adicional para Israel, como lo había sido el mar Rojo al principio de la travesía del desierto.

Estas 2 masas de agua son una imagen de la muerte que el Señor Jesús tomó sobre sí mismo y que superó con su resurrección. Su estrecha relación aparece en varios pasajes de la Palabra de Dios. En Éxodo 14:22 leemos que «los hijos de Israel entraron en medio del mar, en seco», pero no se menciona su salida. En el Jordán, por el contrario, se dice: «Y el pueblo subió del Jordán» (Josué 4:19). Así se puede decir: según las expresiones de las Escrituras, Israel entró en las aguas de la muerte en el mar Rojo, y salió en resurrección en el Jordán. A través del mar Rojo los hijos de Israel fueron sacados de Egipto, y a través del Jordán fueron introducidos en Canaán. El conocimiento de estos 2 acontecimientos debía ser conservado por sus descendientes: «Porque Jehová vuestro Dios secó las aguas del Jordán delante de vosotros, hasta que habíais pasado, a la manera que Jehová vuestro Dios lo había hecho en el mar Rojo, el cual secó delante de nosotros hasta que pasamos» (Josué 4:23). El mar Rojo y el Jordán también se mencionan juntos en el Salmo 66:6: «Volvió el mar en seco; por el río pasaron a pie; allí en él nos alegramos», así como en el Salmo 114:3: «El mar lo vio, y huyó; el Jordán se volvió atrás». En estas 3 citas no se menciona la travesía del desierto. No era parte del consejo de Dios. Dios solo tenía en mente la introducción de Israel en Canaán. La liberación de Egipto y la entrada en Canaán fueron necesarias para ello, pero no la larga estancia en el desierto. Según el consejo de Dios, el mar Rojo y el Jordán son lo mismo. Representan 2 aspectos de la obra de Cristo. Así como el pueblo de Israel tuvo 40 años de travesía por el desierto, para nosotros, debido a la debilidad de nuestra fe, puede haber un tiempo más o menos largo hasta que alcancemos la meta de Dios.

Como hemos visto, el cruce del mar Rojo por parte de Israel muestra la realización por la fe de nuestra muerte con Cristo, que entró en la muerte por nosotros. El cruce del Jordán, en cambio, habla de la fe en nuestra resurrección con él. La cuádruple mención de «tres días» en Josué 1:11; 2:16, 22; 3:2, también lo indica. El número 3 aparece en la Biblia sobre todo el de la resurrección (comp. con Oseas 6:2; Mat. 12:40; 26:61; Marcos 8:31; 1 Cor. 15:4). Después de 3 días, el pueblo cruzó el Jordán y así se realizó típicamente la resurrección con Cristo. Sin embargo, el recuerdo de la muerte no se pasa por alto. Las 12 piedras que Josué, por orden de Jehová, tuvo que colocar en la orilla del Jordán son un signo de la resurrección, las 12 piedras del fondo del río, en cambio, nos recuerdan la muerte, de la cual hemos sido resucitados.

Recordemos de nuevo: para Dios, nuestra resurrección con Cristo es tan real como nuestra muerte con él. Ambas cosas forman parte del plan de gracia y amor de la redención. No podíamos aportar nada a ello, salvo creerlo. Sin embargo, la cuestión es hasta qué punto creemos y vivimos en ella. ¿Conocemos solo el perdón de nuestros pecados, tal como se representa en la Pascua, y nuestra muerte con Cristo, que vemos en el mar Rojo? ¿O también conocemos nuestra resurrección con Cristo, que se nos muestra en el Jordán? Sin embargo, el mero conocimiento de estos hechos no nos ayuda. También debemos captarlas y ponerlas en práctica por la fe. Entonces tendremos experiencias maravillosas con el Señor. Él está en la gloria y podemos estar ocupados con él, y así aprender sobre las bendiciones espirituales en los lugares celestiales. La consecuencia será que nos interesaremos cada vez menos por el mundo y sus asuntos, y no nos miraremos a nosotros mismos, sino a él, que es el centro del consejo de Dios y de su buena voluntad. Pasaremos la eternidad con él, pero él quiere ser el centro de nuestras vidas incluso ahora y llenar nuestros corazones con las cosas de arriba.

En el Jordán vemos algo muy diferente que en el mar Rojo. El pueblo de Israel se prepara intensamente para la travesía, y el paso del río tiene lugar de forma muy diferente. En el mar Rojo dice: «Los hijos de Israel entraron por en medio del mar, en seco, teniendo las aguas como muro a su derecha y a su izquierda» (Éx. 14:22). Mientras que ahora que iban a cruzar el Jordán, «las aguas que venían de arriba se detuvieron como en un montón bien lejos de la ciudad de Adam (*), que está al lado de Saretán, y las que descendían al mar del Arabá, al mar Salado, se acabaron» (Josué 3:16). El agua, que habla de la muerte y el juicio, ¡ni siquiera era visible!

(*) La ciudad de Adam puede ser la actual Damija, a unos 25 km. al norte de Jericó, en el río Jordán. El nombre de Adán, «hombre», nos recuerda tanto al primer Adán, por el que entraron el pecado y la muerte, como al último Adán, al que debemos la resurrección y la vida (Rom. 5:12; 1 Cor. 15:21, 45).

Asimismo, tras el cruce del Jordán, se dieron muchas circunstancias que no vimos en la época del mar Rojo. Estas características nos muestran el múltiple cuidado del Espíritu Santo para introducirnos, como creyentes del tiempo presente, en el disfrute práctico de las bendiciones dadas por Dios.

8.2.1. Los sacerdotes

Cuando se cruzó el mar Rojo, Moisés estaba solo a la cabeza del pueblo de Israel. Anunció lo que iba a suceder y extendió su mano con la vara de Dios sobre el mar para que el pueblo pudiera cruzar en seco. En el Jordán, sin embargo, vemos algo muy diferente. Como tipo del Señor resucitado que guía a su pueblo por el poder del Espíritu Santo, Josué no está solo aquí. Sin duda, él es el encargado de todo lo que hay que hacer. Asigna a los líderes su servicio, prepara al pueblo para el milagro que Dios iba a realizar y ordena a los sacerdotes que lleven el arca ante el pueblo (Josué 1:10; 3:5-6, 9).

Primero, llama a los líderes del pueblo. Deben atravesar el campamento y ordenar al pueblo que se prepare para el próximo cruce del Jordán: «Preparaos comida, porque dentro de tres días pasaréis el Jordán para entrar a poseer la tierra que Jehová vuestro Dios os da en posesión» (Josué 1:11). Al cabo de 3 días, los jefes vuelven a recorrer el campamento para dar más información al pueblo: «Cuando veáis el arca del pacto de Jehová vuestro Dios, y los levitas sacerdotes que la llevan, vosotros saldréis de vuestro lugar y marcharéis en pos de ella, a fin de que sepáis el camino por donde habéis de ir; por cuanto vosotros no habéis pasado antes de ahora por este camino» (Josué 3:3-4). Primero se menciona el arca del pacto, luego los sacerdotes que la llevan y, por último, el camino, que para el pueblo es evidentemente bastante nuevo.

Los líderes de Israel eran hombres sabios y conocidos entre el pueblo (Deut. 1:15). Su servicio consistía en dar instrucciones prácticas. Estas enseñanzas también son importantes para nuestra vida de fe. ¡Cuánta necesidad tenemos de alimentarnos espiritualmente de la Palabra de Dios para crecer en cuanto al hombre interior! ¿No necesitamos también constantes recordatorios de las promesas de Dios y la confianza en su Palabra? En su Segunda Epístola, el apóstol Pedro –guiado por el Espíritu Santo– no se aplicó por hacerles «recordar» a los creyentes y estimularlos «recordándoos estas cosas» para que en todo momento «os podáis acordar de estas cosas» (2 Pe. 1:12-15). Pero para él no era solo una cuestión de recuerdo, sino que quería despertar su «limpio entendimiento» para que guardaran en sus corazones las palabras de los profetas y el mandamiento de nuestro Señor y Salvador (2 Pe. 3:1-2).

¡Qué temor debemos tener ante la persona de nuestro Señor! La distancia de 2.000 codos entre el arca y el pueblo debe mostrarnos que, a pesar de su humillación en su encarnación, de su gracia y de su amor por nosotros, seres antes perdidos, por los que entró en la muerte, nunca debemos perder de vista la distancia que existe entre él, el Hijo de Dios, el Santo, y nosotros, las criaturas. Precisamente en nuestros días, cuando nada es santo para los hombres en el mundo, esta enseñanza tiene un significado especial para nosotros. Además, el camino por el que iba el arca antes conducía a un reino completamente nuevo y desconocido. ¿Quién, pues, ha pasado por la muerte para resucitar más allá de todos sus terrores y llevar una vida de resurrección? Antes de que Cristo, la verdadera Arca de la Alianza, haya abierto este camino para todos los que creen en él. Nadie antes de él ha recorrido este camino. A él le debemos nuestra eterna gratitud, pues nos ha precedido en ella con su muerte y resurrección.

Sin embargo, las tareas esenciales para cruzar el Jordán recayeron en los sacerdotes. En su primera mención en Josué 3:3, se les llama «los sacerdotes, los levitas». Esta expresión especial no se encuentra a menudo en el Antiguo Testamento. Los sacerdotes eran descendientes de Aarón, y por tanto de Leví (Deut. 21:5). Solo ellos podían realizar el servicio de las ofrendas en el altar y entrar en el santuario, y eso solo si eran puros (Lev. 21 y 22). Los otros descendientes de Leví, los levitas propiamente dichos, les fueron asignados como ayudantes en el servicio del santuario, especialmente para llevar los vasos sagrados durante la travesía del desierto (Núm. 3:5-9; 4:1-15). A ambos grupos se les encargó además que enseñaran la Ley al pueblo de Dios (Deut. 33:10; Neh. 8:7; Mal. 2:7). La expresión utilizada aquí, «los sacerdotes, los levitas», se refiere a los sacerdotes, pero en su calidad de maestros del pueblo (Deut. 17:9, 18; 21:5; 24:8; Jos. 8:33). Sin embargo, durante el cruce del Jordán, no enseñaron al pueblo con palabras, sino con su actividad: llevando el arca de Dios. En este caso, los sacerdotes estaban realizando un servicio que normalmente correspondía solo a los levitas. Los sacerdotes representan a los cristianos “adultos” que presentan al Señor Jesús y su gloria ante nuestros corazones. Cuanto más nos ocupemos de estos asuntos, mayor será nuestro deseo de buscar las cosas de arriba, y de vivir en comunión con Aquel que ya está allá arriba en la gloria. Lo mismo ocurrió con los creyentes de Éfeso, que habían «aprendido a Cristo», porque le habían oído y habían sido «enseñados por él» (Efe. 4:20, 21). Habían aprendido toda la verdad sobre Cristo y su lugar en los lugares celestiales, que podemos tomar en él por fe incluso ahora. Así la conocieron y también pudieron vivirla por la fe.

En el Jordán, Dios ordenó a los sacerdotes, por medio de Josué, que llevaran el arca de la alianza delante del pueblo hasta la orilla y se quedaran allí (Josué 3:6, 8, 13). El agua se elevaría entonces como un dique, de modo que los sacerdotes que llevaban el arca podrían situarse en medio del río mientras todo el pueblo cruzaba a una distancia de unos 2.000 codos (unos 1.000 m.) en tierra firme (Josué 3:14-15, 17). Tan pronto como los sacerdotes dejaran su lugar con el arca y subieran del Jordán, el agua volvería a fluir como antes «se volvieron a su lugar» (Josué 4:10-11, 15-18). Mientras tanto, los sacerdotes, que estaban «en medio del Jordán», presentaban el arca de la alianza al pueblo de Dios. Cuando todo el pueblo llegó al otro lado del río, «también pasó el arca de Jehová, y los sacerdotes, en presencia del pueblo» (Josué 4:11).

Por su servicio en la tienda de reunión, los sacerdotes estaban acostumbrados a estar en la santa presencia de Dios. Por lo tanto, sabían exactamente cómo comportarse «en la Casa de Dios» (1 Tim. 3:15) y, por lo tanto, eran las personas adecuadas para instruir a Israel. En comparación con la grandeza del pueblo, el número de sacerdotes de Israel era muy pequeño. Sin embargo, según las enseñanzas del Nuevo Testamento, todos los redimidos, y no solo unos pocos, son, en virtud de su posición como sacerdotes santos, capaces de presentar a Dios sacrificios espirituales aceptables para él por medio de Cristo (1 Pe. 2:5; Apoc. 1:5-6). El servicio de adoración es el más elevado que hemos recibido, porque nos lleva a la presencia inmediata de Dios Padre, a quien tanto debemos. Este servicio, al que ya estamos llamados ahora, no terminará nunca, sino que encontrará su perfecto cumplimiento solo en la gloria. ¿Pero qué pasa hoy en día en la práctica? ¿Cuántos de los redimidos están realmente haciendo este bendito y exaltado servicio bajo la conducción del Espíritu Santo? Desgraciadamente, en la práctica, son pocos hoy en día, porque la verdadera adoración en espíritu y verdad es muy poco conocida incluso entre los verdaderos cristianos (vean Juan 4:21-24) (*). Pero cuando no se conoce el servicio sacerdotal específico en el santuario, no se puede realizar el ministerio de enseñanza que se deriva de él. Esto es una gran deficiencia y pérdida para el pueblo de Dios.

(*) Aquí tenemos de nuevo un ejemplo de que en los tipos del Antiguo Testamento el punto principal de la enseñanza reside en la realización práctica de la doctrina del Nuevo Testamento.

8.2.2. El arca de la alianza

¿Por qué fue tan importante el arca de la alianza en el cruce del río Jordán? Porque es un tipo maravilloso de nuestro Salvador, el Señor Jesucristo, y de su obra. Estaba hecha de madera de acacia y recubierta de oro puro. Contenía las 2 tablas de la ley con los 10 mandamientos de Dios (1 Reyes 8:9; y también, según Hebr. 9:4, la vara de Aarón y una vasija de oro con maná). Estaba cubierto por el propiciatorio, hecho completamente de oro puro y coronado por 2 querubines (Éx. 25:10-22). 2 barras, unidas al arca por 4 anillos, servían para transportarla. Era el único objeto presente en el Lugar Santísimo de la tienda de reunión. Solo una vez al año, en el gran día de la propiciación, el Sumo Sacerdote podía entrar en este lugar para rociar la sangre de un sacrificio sobre el propiciatorio y hacer propiciación por el pueblo de Israel y por el santuario (Lev. 16).

El arca de la alianza es un tipo de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, y de su vida en la tierra. La madera habla de su humanidad, el oro puro de su gloria divina (Lucas 23:31; Juan 1:14). Reveló perfectamente a Dios en su amor, en su justicia y en su majestad, pero también lo glorificó perfectamente. Toda su vida fue: «El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón» (Sal. 40:8; Hebr. 10:5-10). Así lo demuestran las 2 tablas de la Ley que estaban dentro del arca de la alianza.

El propiciatorio de oro sobre el que el Sumo Sacerdote (también un tipo de Cristo) debía rociar la sangre del sacrificio una vez al año, formaba la corona del arca. El oro puro habla de la naturaleza divina de la persona y la obra expiatoria de Cristo. Según Romanos 3:25, Dios mismo presentó al Señor Jesús «como propiciatorio mediante la fe en su sangre». Por su sacrificio en la cruz, el Señor Jesús satisfizo perfectamente y para siempre todas las justas demandas de Dios por nuestros pecados, y reveló la gloria de Dios en perfecto amor, pero también en perfecta justicia. Realizó la obra de expiación como hombre, pero solo pudo hacerlo porque era Dios (Col. 1:12-20). Por eso dice en el Evangelio según Juan, que lo presenta como Hijo eterno de Dios: «Yo te glorifiqué en la tierra, acabando la obra que me diste que hiciera» (Juan 17:4).

En el propiciatorio, entre los querubines, símbolos de su santidad y gloria, estaba el trono de Dios (caracterizado entonces solo por la santidad, pero ahora también por la gracia; Hebr. 4:16). Desde allí Dios hablaba a su pueblo, y allí los hombres se acercaban a él, en la medida en que entonces estaba permitido (Éx. 25:22; Lev. 1:1; 16:2; 1 Sam. 4:4; Sal. 63:2). El arca de la alianza con el propiciatorio en el Lugar Santísimo, es decir, en el centro divino del campamento de Israel, representa por un lado al Señor Jesús en el santuario celestial, una vez hecha la obra, que se ha convertido para nosotros en la vía de acceso a Dios. «Porque por él, los unos y los otros tenemos acceso por un solo Espíritu al Padre» (Efe. 2:18; comp. con Hebr. 10:19). Por otra parte, es una imagen de la morada de Dios en su templo, pero también de la presencia del Señor en medio de los 2 o 3 que están en la tierra reunidos en su nombre de acuerdo con el carácter de la Asamblea (vean Mat. 18:20; 2 Cor. 6:16). Todo esto estaba aún oculto en el Antiguo Testamento. El acceso a Dios estaba cerrado para los israelitas por el velo ante el Lugar Santísimo. Solo después de que este velo fuese rasgado, al haber hecho el Señor su obra de expiación en la cruz, esta verdad pudo sernos revelada por el Espíritu Santo (Mat. 27:51; Hebr. 10:19).

8.2.3. Transportar el arca

Durante la travesía por el desierto, en el momento de levantar el campamento, los sacerdotes normalmente cubrían el arca con el velo que servía de cortina, con una cubierta de pieles de tejón y una sábana de color azul, y colocaban las varas en las anillas. Solo entonces los levitas asumían su servicio como portadores (Núm. 4:4-15). Sin embargo, cuando el pueblo de Israel se disponía a cruzar el Jordán, eran los sacerdotes quienes llevaban el arca delante del pueblo hasta el Jordán y permanecían con ella en medio del río durante toda la travesía. Finalmente, «el arca de Jehová, y los sacerdotes, en presencia del pueblo» (Josué 4:11). El arca está aquí en primer lugar, y por lo tanto en el centro. Ya lo es cuando se menciona por primera vez en este sentido en Josué 3:3: «Cuando veáis el arca del pacto de Jehová vuestro Dios, y los levitas sacerdotes que la llevan…». Los sacerdotes, en esta circunstancia única, eran ciertamente los portadores, pero era el arca cubierta con la lámina de azul la que debía estar ante los ojos de los israelitas, no ellos. El azul evoca el color del cielo. Con el arca ante sus ojos, el pueblo cruzó el Jordán. En este tipo vemos cómo, mediante la fe en su Señor resucitado, los redimidos son introducidos espiritualmente en los lugares celestiales.

Cuanto más consideremos esto, mayor será nuestro deseo de buscar las cosas de arriba y de vivir en comunión con él, que ya está en la gloria. Como tipo, los sacerdotes representan aquí a los cristianos experimentados y espiritualmente maduros, por tanto “adultos”, que viven en comunión con el Señor Jesús. Se han ocupado de él y han encontrado en él y en su obra el centro y el contenido de sus vidas. Es a él a quien ahora presentan ante los ojos del pueblo de Dios: ¡un servicio bendito! El apóstol Pablo consideraba que su misión consistía en «proclamar a los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo». Oró para que los creyentes de Éfeso conocieran «el amor de Cristo, que sobrepasa a todo conocimiento» (Efe. 3:8, 19). Instó a los colosenses a buscar «las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios» (Col. 3:1).

El hecho de que fueran los sacerdotes quienes llevaran el arca muestra que se trata de un testimonio sobre la persona del Señor Jesús y su obra, con todas sus gloriosas consecuencias. Este testimonio –ya sea oral o escrito– debe presentarse de forma comprensible y que hable al corazón. ¿Pero es así? Esta es una pregunta muy seria. ¿Se sigue proclamando la verdad de que hemos muerto con Cristo, que hemos resucitado con él y que tenemos nuestro lugar en los lugares celestiales en él? Esta palabra también tiene aquí todo su valor: «Así que la fe viene del oír; y el oír por la Palabra de Dios» (Rom. 10:17). ¡Cuánta bendición se pierde porque la predicación de esta verdad ya no tiene su lugar fijo entre los creyentes! Pero sin predicación no puede haber conocimiento, y sin conocimiento no podemos captar la verdad con fe. Por eso, el servicio hecho por los sacerdotes en el cruce del Jordán es tan rico en enseñanzas y tan importante.

¿Pero qué pasa en la práctica? ¿Cuántos hijos de Dios conocen esta verdad? El apóstol Pablo pudo atestiguar ante los ancianos de Éfeso que no tenía ninguna reserva para contarles todo el consejo de Dios (Hec. 20:27). Nuestra resurrección con Cristo y nuestra posición en él en los lugares celestiales son también parte de ello. Pablo y sus colaboradores predicaban esta verdad, «amonestando a todo hombre y enseñando a todo hombre con toda sabiduría, para que presentemos a todo hombre perfecto en Cristo; para lo cual también trabajo, luchando según la fuerza que obra en mí con poder» (Col. 1:28-29). En efecto, Pablo era un sacerdote que llevaba el arca ante el pueblo al otro lado del Jordán.

No encontramos en los tipos hasta ahora considerados nada comparable a este servicio de los sacerdotes. Los israelitas habían sacrificado el cordero de Pascua, habían cruzado el mar Rojo, habían mirado a la serpiente de bronce. Cada vez habían recibido de antemano instrucciones muy específicas que siguieron por fe (Hebr. 11:28-29). Pero también lo hicieron porque su propia angustia y el temor del Señor les impulsaron a hacerlo (comp. 2 Cor. 5:11). Al cruzar el Jordán, donde la bendita promesa de Dios iba a cumplirse por fin, era, sin embargo, solo cuestión de confiar en su bondad. Allí se sirvió de los sacerdotes para un propósito muy especial. ¿No indica esto la especial necesidad de tal servicio allí?

Desgraciadamente, a menudo nos encontramos espiritualmente en un nivel en el que conocemos a Dios casi únicamente como Aquel que nos ayuda en nuestras circunstancias terrenales. Le damos las gracias por su ayuda, por su asistencia y oramos para que siga haciéndolo. Pero si las cosas no resultan como las hemos imaginado, nos sentimos inseguros y quizás empezamos a dudar o incluso a murmurar. Por otro lado, nuestra carne, la vieja naturaleza y las seducciones del mundo son a menudo realidades que no podemos superar. ¿No era este el estado que manifestaba la mayoría de los israelitas en el desierto? ¿No fue así con los creyentes de Corinto a los que Pablo tuvo que describir como «niños en Cristo» porque todavía eran carnales (1 Cor. 3:1-3)?

A los efesios, en cambio, les habló del servicio de los dones que el Señor ha dado para el perfeccionamiento de los santos y para la edificación del Cuerpo de Cristo «hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre hecho (o maduro (teleios), a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo: «Para que ya no seamos niños pequeños, zarandeados y llevados por todo viento de doctrina por la astucia de los hombres que con habilidad usan de artimañas para engañar; sino que, practicando la verdad con amor, vayamos creciendo en todo hasta él, que es la Cabeza, Cristo» (Efe. 4:11-15).

Por lo tanto, un ministerio sacerdotal de enseñanza, que presente ante nuestros corazones a nuestro Salvador y Señor en la gloria del cielo, es de la mayor importancia. Así aprendemos que el verdadero cristianismo va más allá de la posesión del perdón de los pecados y de la esperanza de un futuro celestial, así como del conocimiento de un ayudante divino en nuestras circunstancias terrenales, aunque esto es plenamente cierto. Así como los sacerdotes llevaron el arca de la alianza al otro lado del Jordán para que el pueblo la viera, hoy es necesario enseñar que nuestro Señor resucitado está sentado a la derecha de Dios en los lugares celestiales. A través de dicho ministerio, que presenta al Señor Jesús en su posición y gloria celestial, somos alimentados espiritualmente, fortalecidos y dirigidos a él. Así podemos crecer en el conocimiento y la realización de nuestra posición en Cristo. Ahora está sentado a la derecha de Dios, en el centro de todo poder y gloria. Donde ya está nuestro Salvador, pronto estaremos nosotros también. Pero en él ya tenemos nuestro lugar en los lugares celestiales, y por la fe ya podemos ocupar ese lugar con todas sus bendiciones espirituales.

8.3. Los lugares celestiales

El cruce del río Jordán por el pueblo de Israel es una imagen de cómo tomamos nuestro lugar en Cristo en los lugares celestiales por la fe como redimidos. Cuando recibimos por fe que somos vivificados con Cristo, resucitados con él y sentados en él en los lugares celestiales, somos verdaderamente cristianos espiritualmente maduros. Así como los israelitas habían alcanzado su meta en la tierra de Canaán, también nosotros tomamos nuestra verdadera posición cristiana como espiritualmente «perfectos» o «maduros» cuando hemos captado por fe el alcance total de la obra de redención y la bendición espiritual en Cristo que está conectada con ella.

Encontramos esta parte de la verdad cristiana en las Epístolas a los Efesios y a los Colosenses. En Efesios 2:4-6 dice: «Pero Dios, siendo rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en nuestros pecados, nos vivificó con Cristo (por [gracia] sois salvos), y nos resucitó con él, y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús». Pablo escribe de manera similar, aunque menos extensamente, en la Epístola a los Colosenses: «…Sepultados con él en el bautismo, en quien también fuisteis resucitados mediante la fe en la operación de Dios que le resucitó de entre los muertos. Y a vosotros, estando muertos en los delitos y en la incircuncisión de vuestra carne, os vivificó juntamente con él, perdonándonos todos los delitos», y: «Si, pues, fuisteis resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios» (Col. 2:12-13; 3:1).

En estas 2 Epístolas se nos ve como vivificados y resucitados con Cristo. La Epístola a los Efesios, sin embargo, va un poco más allá: Dios también «nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús» (Efe. 2:6). Ahora queremos tratar estos hechos, que desgraciadamente no se entienden bien.

8.3.1. Vivificados con Cristo

En primer lugar, dice: «Nos vivificó con Cristo». El Señor Jesús fue vivificado como hombre, después de haber cumplido su obra en la cruz, muerto y sepultado. Sufrió «la muerte en la carne, pero vivificado por el Espíritu» (1 Pe. 3:18; comp. Rom. 8:2). En el texto original, el artículo falta aquí antes de «Espíritu». Esto significa que el énfasis no está tanto en la persona del Espíritu Santo por cuyo poder el Señor fue vivificado, como en el carácter de la vida. Lleva las marcas distintivas del Espíritu Santo. Para que esta vida en incorrupción pudiera resplandecer en nosotros, era necesario que la muerte fuera aniquilada y que la cuestión del pecado fuera resuelta de una vez por todas (2 Tim. 1:10; Hebr. 7:16). La vida del Señor Jesús en la carne se caracteriza por la humillación y el sufrimiento. Su vida como hombre en resurrección, por el contrario, se caracteriza por el poder y la gloria (Rom. 14:9; 2 Cor. 13:4).

Esta es la vida que también hemos recibido, porque hemos sido vivificados «con Cristo». Él es «el último Adán, espíritu vivificador» (1 Cor. 15:45). El primer Adán había recibido el aliento de vida natural por el soplo de Dios (Gén. 2:7). Pero cuando el Señor Jesús se puso en medio de los discípulos el día de su resurrección y sopló en ellos, dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Juan 20:22). De esta manera, recibieron su vida de resurrección caracterizada por el Espíritu Santo, que hasta entonces no podían poseer en su naturaleza –ya que todavía no habían nacido de nuevo por el Espíritu Santo. Lo que los discípulos recibieron en aquel momento no fue el Espíritu Santo como persona, sino la vida del Espíritu Santo (*). El Señor Jesús también la llama «vida… en abundancia» (Juan 10:10). Todos los que ahora creen en él, la reciben al ser «vivificados con Cristo» (Efe. 2:5).

(*) Los creyentes no recibieron el Espíritu Santo como persona divina que habita en ellos hasta el día de Pentecostés (Hec. 1:5, 8; 2:4; comp. con Juan 7:39).

Para que nosotros podamos participar de su vida, el Señor tuvo que resucitar primero de entre los muertos. Ya se lo había hecho saber a Marta con motivo de la muerte de su hermano Lázaro. Aunque Él mismo es la vida eterna, no le dijo: “Yo soy la vida y la resurrección”, sino: «Yo soy la resurrección y la vida» (Juan 11:25). El pecado y la muerte tuvieron que ser superados por su obra de redención y resurrección antes de que pudiéramos compartir su vida.

Así somos vistos, por así decirlo, como si hubiéramos resucitado con él de la tumba. Como vivificados con Cristo, poseemos no solo una nueva vida, sino una vida que lleva el carácter de Cristo resucitado. Ha dado pruebas de que él es la resurrección y la vida, y ahora es nuestra vida, y eso en la gloria (Juan 11:25; Col. 3:4). Esta vida no solo está más allá de la muerte, sino que también está más allá del pecado. Por eso, en Efesios 2:5, a las palabras «nos vivificó con Cristo», se añade «por gracia sois salvos». La Epístola a los Colosenses es aún más concreta; está escrito: «…Os vivificó juntamente con él, perdonándonos todos los delitos» (Col. 2:13). La gracia salvadora de Dios y el perdón de nuestros pecados están estrechamente relacionados con el don de la vida. La expresión «justificación de vida» en Romanos 5:18 también incluye este pensamiento. Allí nuestra justificación por la fe se caracteriza por la vida de Cristo, aquí nuestra vivificación es por la salvación y el perdón. ¡Qué parte tan maravillosa es, entonces, ser «vivificado con Cristo»!

El hecho mencionado en las Epístolas a los Efesios y a los Colosenses de ser «vivificados con Cristo» no es, por tanto, lo mismo que «nacer de nuevo». En el momento del nuevo nacimiento, hemos recibido una nueva vida a través de la Palabra de Dios y el Espíritu Santo. Somos «engendrados… de Dios» y «nacidos del Espíritu» (Juan 1:13; 3:5, 8). Ser «vivificado con Cristo» significa, por otra parte, estar en posesión de una salvación perfecta y del conocimiento consciente de la vida eterna a través de su resurrección.

8.3.2. Resucitados con Cristo

Sin embargo, no solo somos vivificados con Cristo, sino que también somos resucitados con él. Estos 2 conceptos son muy similares, pero no significan lo mismo (Juan 5:21; 11:25). Mediante la resurrección, hemos sido colocados en una nueva posición. Hemos recibido la vida de resurrección, pero no para llevar una vida mejor en la tierra ahora, sino para vivir en Cristo Jesús para Dios (comp. Rom. 6:11). El ejemplo de nuestro Señor resucitado es útil en este sentido. Cuando fue reconocido por María Magdalena el día de su resurrección, quiso tocarlo con gozo. Pero él se lo impidió con estas palabras: «No me toques, porque todavía no he subido al Padre» (Juan 20:17). Como resucitado, no había vuelto a la esfera de la vida natural, sino que había entrado en una nueva posición vinculada al cielo. María aún podía verlo delante de ella, pero él ya pertenecía al mundo de la resurrección, y estaba aún en la tierra solo para que su resurrección pudiera ser atestiguada por «muchas pruebas convincentes» (Hec. 1:3). Después de su ascensión, ella lo comprendería plenamente(*).

(*) Las mujeres que, en Mateo 28:9, se agarraron a los pies del Señor, lo hicieron en señal de adoración, es decir, con una intención completamente distinta a la de María de Magdala.

Las palabras de Pablo en 2 Corintios 5:16 van en el mismo sentido: «Por tanto, nosotros, desde ahora, a nadie conocemos según la carne; y si incluso a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así». ¿Cómo vemos a nuestros vecinos incrédulos? ¿Los vemos y los tratamos según su posición en el mundo, o los vemos a la luz del mundo de la resurrección como Dios los ve: como pecadores perdidos que necesitan salvación? Así es como Pablo y sus colaboradores veían a la gente que les rodeaba. Los primeros cristianos, que habían conocido al Señor Jesús como el Mesías vivo en la tierra, ya no lo conocían como tal, sino solo como su Señor en la gloria. Así, los ojos de todos los que han resucitado con él deben dirigirse al Cristo glorificado a la derecha de Dios. Deben buscar «las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios» y pensar «en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col. 3:1-2).

El Señor Jesús resucitó corporalmente, nosotros resucitamos espiritualmente. A través de nuestra resurrección con él, hemos sido introducidos en una nueva esfera de vida. Aunque todavía estamos en la tierra, estamos completamente separados del mundo en nuestra posición. ¿Podemos, como cristianos, seguir buscando el mundo, o tener la misión de influir activamente en los acontecimientos de este mundo? Ya no formamos parte de él, sino que pertenecemos al mundo de la resurrección. Esto puede ser una realidad en cualquier momento para nuestro cuerpo también, cuando el Señor Jesús venga a llevarse a los suyos. «Porque nuestra ciudadanía está en los cielos, desde donde también esperamos al Señor Jesucristo al Salvador, el Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo de humillación en la semejanza de su cuerpo glorioso, conforme a la eficacia de su poder, con el que también puede someter todas las cosas a sí mismo» (Fil. 3:20-21).

Nuestra resurrección espiritual con Cristo no es algo futuro, es un hecho presente. Ciertamente no lo percibimos con nuestros sentidos, pues es un hecho de fe. Pero cuando lo hemos comprendido por la fe, entendemos que no solo hemos sido sacados de la esfera mundana, sino también transportados a la esfera celestial.

Para ello, era necesario un gran despliegue del poder de Dios. El mismo poder que se ejerció en la resurrección de Cristo también ha resucitado espiritualmente a los suyos que creen en él. Cuando el Señor Jesús fue resucitado «por la gloria del Padre», esto ocurrió «conforme a la operación de la potestad de su fuerza, que él ejerció en Cristo, resucitándolo de entre los muertos» (Rom. 6:4; Efe. 1:19-20). En su muerte en la cruz, no se vio ningún rastro de fuerza o poder. En cambio, fue «crucificado en debilidad» (2 Cor. 13:4). Abandonado por su Dios, llevó el castigo del pecado y fue puesto «en la muerte». La muerte es «la paga del pecado» (Rom. 6:23; Sant. 1:15). El único hombre inocente lo asumió, en sustitución de nosotros. Su resurrección de entre los muertos es la prueba de que la cuestión del pecado está resuelta para siempre. En la mañana del primer día de la semana, la operación del poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos y desató los dolores de la muerte, se manifestó de una manera nunca vista (Hec. 2:24; Col. 2:12). La muerte fue anonadada y el Señor Jesús resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre (Rom. 6:4). Este poder de Dios también operó en nuestra resurrección espiritual con Cristo. Pablo lo describe como «la excelente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos» (Efe. 1:19).

No solo Cristo fue «entregado a causa de nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4:25), sino que como creyentes todos somos resucitados con él. Compartimos así la posición que el Resucitado ocupa ahora más allá del pecado y de la muerte en la gloria, sentado a la derecha de Dios. Por la muerte de Cristo y por nuestra muerte (espiritualmente hablando) con él, hemos sido sacados del mundo con él. Lo vimos cuando consideramos el cruce del mar Rojo por parte de Israel. Por la resurrección de Cristo y por nuestra resurrección (espiritualmente hablando) con él, hemos sido sacados de la muerte y llevados a la esfera de la vida eterna. El cruce del Jordán nos muestra cómo podemos conseguirlo por la fe. El arca del pacto llegó primero a las aguas de la muerte, y luego el pueblo pudo cruzar el Jordán en seco. El cauce seco del río muestra cómo el poder de la muerte ha sido completamente anulado por la resurrección de Cristo.

Pablo presenta las consecuencias prácticas de nuestra resurrección con Cristo en varias de sus Epístolas. Escribe a los filipenses que desea ganar a Cristo, ser encontrado en él, conocerlo cada vez mejor, y experimentar así el poder de su resurrección, pero también la comunión de sus sufrimientos. Para ello desea incluso pasar por la muerte, porque así, en su venida, alcanzaría también la resurrección del cuerpo (Fil. 3:8-11). A los que están así ocupados con el Señor glorificado, él los llama «perfectos», que significa: espiritualmente maduros (teleios). Tienen que mantener esta disposición de ánimo en todas las circunstancias. A los que aún no han llegado a esta etapa, y tienen «otra mente», los anima diciendo que Dios se lo revelará también a ellos (v. 15).

A los colosenses les dice: «Si, pues, fuisteis resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios» (Col. 3:1). Allí, en la gloria, está nuestra vida y nuestra esfera de vida espiritual. Todavía estamos en la tierra, pero ¿cómo podemos amar las cosas de la tierra más que a él? Sin embargo, este peligro existe, por lo que se hace esta exhortación: «Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (v. 2). Si encontramos nuestro gozo en nuestra resurrección con Cristo, y buscamos las cosas de arriba, donde él ya está, entonces estamos en la práctica «perfecto (o: “maduros”) en Cristo» (Col. 1:28). Esto es lo que el apóstol Pablo pretendía con los colosenses, y lo que podemos reclamar todavía hoy.

8.3.3. En Cristo, en los lugares celestiales

Pero no solo somos vivificados y resucitados con Cristo. Un tercer paso se añade en Efesios 2:6: «…Y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús». Cuando el Señor Jesús venga a reunirnos en la Casa del Padre, estaremos con él para siempre con cuerpos glorificados (Juan 14:2-3; 1 Cor. 15:51; Fil. 3:20-21; 1 Tes. 4:17). En cuanto a nuestra posición espiritual, sin embargo, ya tenemos nuestro lugar en Él en los lugares celestiales. Por eso se escribe aquí muy precisamente «en Cristo Jesús», lo que significa: como hecho uno con él, pero aún no unido «a él». Todavía vivimos en la tierra, pero «en él» ya estamos en los lugares celestiales. Por eso no se menciona el arrebato de los creyentes al cielo en esta Epístola a los Efesios. Dios considera que su consejo ya se ha cumplido (*).

(*) Sin embargo, se menciona 2 veces nuestra esperanza (1:18; 4:4). Desde el punto de vista de los creyentes en la tierra, el consejo de Dios aún no se ha cumplido.

Aquí Dios nos da a conocer su plan, que va mucho más allá de lo que nosotros, como pecadores perdidos, podríamos haber pedido. En nuestra conversión, buscábamos principalmente la liberación del juicio eterno de Dios. Nosotros también lo recibimos, como nos mostró el tipo de la Pascua. Pero Dios, según las riquezas de su gracia, nos ha dado mucho más. En Cristo y en virtud de su maravillosa obra de redención, se nos ha dado un lugar en el que hemos sido llevados a la más íntima relación y comunión con él, el Hijo del amor del Padre, el centro de todas las cosas. ¿Conocemos esta maravillosa posición? ¿Nos alegramos de la inmensa bendición que supone ser uno en la gloria con el Cristo glorificado? Si no es así, todavía tenemos que cruzar el Jordán para entrar prácticamente por la fe en el Canaán espiritual, en los lugares celestiales.

En Romanos 6, vimos 3 pasos que indican el fin del viejo hombre: crucificado con Cristo, muerto y sepultado. Aquí encontramos 3 pasos que preparan la introducción del nuevo hombre: vivificado con Cristo, resucitado y sentado en él en los lugares celestiales.

8.3.4. El nuevo hombre

El «nuevo hombre» está estrechamente relacionado con el pensamiento de nuestra resurrección con Cristo. Solo se menciona en las Epístolas a los Efesios y a los Colosenses, es decir, las únicas en las que también se nos ve como vivificados con Cristo y resucitados con él. Así que hay una relación entre estos hechos. En ambas Epístolas, además, se nos ve en la imagen como si fuéramos conducidos al otro lado del Jordán.

Solo en estas 2 Epístolas se presenta el consejo de Dios sobre Cristo y los que creen en él. Dios resucitó al Señor Jesús de entre los muertos y le dio un lugar a su derecha, donde ahora está sentado, coronado de gloria y honor (Hebr. 2:9; 8:1; 10:12; 12:2). En Cristo, Dios ha puesto a todos los que creen en él y en su obra redentora como perfectos ante él, y los ha bendecido ricamente. Para ello, no solo había que resolver la cuestión de nuestra culpa, sino que también había que dejar de lado al viejo hombre, que es pecador e incurable, para poder introducir algo totalmente nuevo: la nueva creación.

La resurrección de nuestro Salvador fue el comienzo de la nueva creación. Como Resucitado, él es «el principio (*) de la creación de Dios» (Apoc. 3:14). Ya hay evocaciones tipológicas de este «principio» en el Antiguo Testamento. La ofrenda de la gavilla de las primicias al comienzo de la cosecha es un tipo de la resurrección del Señor Jesús. Era la primera fiesta para Jehová: para celebrarla, Israel tenía que estar en la tierra de Canaán, es decir, al otro lado del Jordán (Lev. 23:9-14). «Al día siguiente del sábado», es decir, el primer día de la semana, el domingo después de la Pascua, el sacerdote debía presentar ante Jehová «una gavilla por primicias de los primeros frutos» y la «mecerá». Esta era una imagen del Resucitado en el día de su resurrección. La palabra utilizada aquí para «primicias» (reschit) es diferente de la palabra para la fiesta de las semanas en el versículo 17 (bikkur), donde vemos en las primicias la Asamblea. En realidad, significa «principio» y es la misma palabra con la que comienzan las Escrituras y la primera creación: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra».

(*) Como Dios, fue el origen de la primera creación (Juan 1:3; Col. 1:16), como hombre resucitado, es el principio de la nueva creación, es decir, el primero y el más alto.

Con la resurrección del Señor Jesús de entre los muertos vino también el nuevo hombre, que él creó «en sí mismo». En la misma obra en la que nuestro viejo hombre fue crucificado con él y juzgado, el nuevo hombre también fue creado (Rom. 6:6; Efe. 2:15). El término «nuevo hombre» se refiere en toda su plenitud a la nueva posición del creyente en Cristo, el Resucitado, más allá del juicio y la muerte. El nuevo hombre está, pues, en la tierra, es decir, en el escenario de la antigua creación, el comienzo de la nueva creación que un día comprenderá todo el universo. Encontramos el despliegue completo de la nueva creación en Apocalipsis 21, donde el profeta Juan ve en el versículo 1 un cielo nuevo y una tierra nueva, y en el versículo 5 Dios dice: «¡He aquí hago nuevas todas las cosas!» Después del reino milenario, toda la vieja creación actual desaparecerá y será reemplazada por una creación completamente nueva. ¡Pero el comienzo ya está hecho! Todos los que creen en el Señor Jesús son, según Santiago 1:18, «como primicias de sus criaturas».

A los creyentes de Corinto y de Galacia también se les enseñó el hecho glorioso de la nueva creación, a pesar de sus pensamientos carnales. A los corintios, que dejaban actuar su vieja naturaleza de forma casi salvaje, Pablo les escribió en 2 Corintios 5:17: «De modo que, si alguno está en Cristo, nueva creación es; las cosas viejas pasaron; he aquí que todas las cosas han sido hechas nuevas». En la práctica de su fe, ¡estaban muy lejos de ella! También en Gálatas 6:14-15, Pablo declara a los creyentes que corrían el peligro de volver a la Ley del Sinaí: «Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo. Porque ni la circuncisión es algo, ni la incircuncisión, sino la nueva creación». Al igual que muchos creyentes de la época actual, los corintios y los gálatas no habían captado y entendido por fe el fin del viejo hombre y el hecho maravilloso de la existencia del nuevo hombre. Como resultado, estaban experimentando grandes dificultades en su vida de fe.

El nuevo hombre, como “tipo de hombre” totalmente nuevo, está en absoluto contraste con el viejo hombre. Cristo, el «segundo hombre… del cielo» y el «último Adán», es el origen y al mismo tiempo el modelo perfecto. Vemos en su vida terrenal todas las características del nuevo hombre, aunque él mismo nunca es llamado “nuevo hombre”. Era el único hombre perfecto, lleno de misericordia y de gracia, lleno de verdad y de santidad: era amor y luz.

El nuevo hombre solo pudo hacerse realidad en los creyentes después de que Cristo asumiera el juicio del viejo hombre y resucitara de entre los muertos. No solo la corrupción y la maldad del viejo hombre, sino también todas las diferencias en él, ya sea judío o gentil, esclavo o libre, son enteramente dejadas de lado en el nuevo hombre; Cristo es todo y en todo (Col. 3:11). La mayor diferencia existía entre judíos y griegos, es decir, entre el pueblo terrenal de Dios y los gentiles. Esta diferencia, instituida por el propio Dios, ha sido ahora también borrada.

El nuevo hombre no es Cristo en su persona, sino que es la personificación de la posición de los creyentes en él en el mundo de la resurrección, caracterizado, sin embargo, por los rasgos que manifestó en su vida en la tierra. Así como había un solo viejo hombre, caracterizado por el pecado, hay un solo nuevo hombre que lleva los rasgos de Cristo. Por eso ambos se mencionan siempre en singular, nunca en plural.

En Efesios 2:15-16, el apóstol Pablo habla no solo del único nuevo hombre, sino también del único Cuerpo: «…para crear en sí mismo de los dos un hombre nuevo, haciendo la paz; y reconciliar a ambos en un solo Cuerpo con Dios, por medio de la cruz». Esto se entiende a veces –principalmente en la exégesis eclesiástica– como si se tratara de 2 puntos de vista de la misma cosa, a saber, la unidad de la Asamblea de Dios, que es ciertamente el Cuerpo de Cristo (comp. 1 Cor. 10:17; 12:12-13; Efe. 4:4). Sin embargo, las 2 expresiones se yuxtaponen, como muestra la conjunción «y». Por tanto, cada proposición contiene una afirmación independiente. La designación «un solo nuevo hombre» no habla de la unidad de judíos y gentiles, sino de la identidad de su nueva posición y naturaleza. Sería más que improbable que la misma designación, que aparece solo 2 veces en esta Epístola, se utilizara con un significado muy diferente: para designar aquí la Asamblea, y en el capítulo 4, versículo 24, la posición y la naturaleza del creyente aislado. El nuevo hombre de Efesios 2:15 debe, por tanto, ser idéntico al del capítulo 4, versículo 24. Asimismo, en el original griego se utiliza exactamente la misma expresión cada vez (*). La Asamblea que se menciona a continuación, el único Cuerpo, está formada por hombres de este único “género” (v. 16). Este único Cuerpo de Cristo está compuesto, ciertamente, por muchos miembros diferentes, pero los caracteres del único nuevo hombre son su parte común en todos. En ninguna parte se llama a la Asamblea “un solo hombre”. ¿Cómo puede ser así? En efecto, es el Cuerpo de Cristo, y él es su Cabeza en el cielo, pero sin él, este Cuerpo está incompleto, y por tanto es inconcebible.

(*) En griego: kainos (= nuevo en su naturaleza); en cambio, en Colosenses 3:10: neos (= nuevo en su existencia).

En cada uno de los 3 pasajes en los que se menciona al «nuevo hombre», se habla también de su creación. Vemos que uno entra en una relación viva con Dios no por sus propios esfuerzos, sino solo por un acto de creación de Su parte. En Efesios 2:15 está escrito: «para crear en sí mismo de los dos (judíos y gentiles) un hombre nuevo». Este es el hecho mismo de la creación. En el capítulo 4, versículos 22 al 24, se muestra la naturaleza del nuevo hombre y el modelo absolutamente perfecto según el cual fue creado: «En cuanto a vuestra conducta anterior, os despojéis del viejo hombre, que se corrompe según los deseos engañosos; y os renovéis en el espíritu de vuestra mente, y os vistáis del nuevo hombre, que es creado según Dios en justicia y santidad de la verdad». En Colosenses 3:9-11, está escrito: «No mintáis unos a otros, habiendo despojado el viejo hombre con sus prácticas, y revestido el nuevo [hombre], el cual se va renovando en conocimiento, según la imagen de aquel que lo creó, donde no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, esclavo ni libre; sino que Cristo es todo y en todos». Aquí nos está presentado el Hijo de Dios que se hizo hombre como origen y modelo del nuevo hombre.

El cruce del río Jordán nos enseña a este respecto a recibir y entender este hecho bendito también por la fe. En las Epístolas a los Efesios y a los Colosenses encontramos no solo la doctrina relativa a esta posición exaltada de los redimidos, sino también la práctica de la fe. Los creyentes de Éfeso y Colosas no solo conocían la verdad sobre el nuevo hombre, sino que se habían revestido del nuevo hombre y se habían despojado del viejo (Efe. 4:22-24; Col. 3:9-10).

¿Qué instrucción hay para nosotros? Si cedemos a nuestra carne, no somos aptos para vivir como personas redimidas con fuerza y gozo espiritual. Esto es lo que nos muestra la imagen del pueblo de Israel en el desierto. Al final de los 40 años, Moisés tuvo que comprobar que cada cual hacía lo que le parecía bueno a sus ojos (Deut. 12:8). Es notable que en el siguiente versículo diga: «…porque hasta ahora no habéis entrado al reposo y a la heredad que os da Jehová vuestro Dios». Esto significa que cuanto más confiemos en la Palabra de Dios, y cuanto más atendamos al Señor Jesús, nuestra Cabeza en la gloria, y a las cosas de arriba, más estaremos en armonía en nuestra vida práctica con sus pensamientos y con su voluntad. Las diversas etapas de la fe en relación con la comprensión y el disfrute de la obra de la redención nos muestran cómo podemos crecer en ellas espiritualmente. La simple confianza en la obra perfecta de nuestro Señor en la cruz también nos da la fuerza para despojarnos del viejo hombre. Entonces no solo somos conscientes y estamos agradecidos por tener la nueva vida, sino que nos identificamos con el nuevo hombre del que nos hemos revestido de manera consciente, cuyo único propósito es servir y glorificar a Cristo.

8.3.5. Las 12 piedras

Antes de cruzar el Jordán, Josué hizo que el pueblo eligiera a 12 hombres, uno de cada tribu (Josué 3:12). En Josué 4:1-3, es decir, después del cruce, está claro que esto fue en respuesta a una orden de Dios: «Cuando toda la gente hubo acabado de pasar el Jordán, Jehová habló a Josué, diciendo: Tomad del pueblo doce hombres, uno de cada tribu, y mandadles, diciendo: Tomad de aquí de en medio del Jordán, del lugar donde están firmes los pies de los sacerdotes, doce piedras, las cuales pasaréis con vosotros, y levantadlas en el lugar donde habéis de pasar la noche».

Las piedras, en la Palabra de Dios son a menudo monumentos en recuerdo de los caminos de Dios con su pueblo. Lo vemos ya con Jacob, el antepasado del pueblo de Israel, y más tarde con el último de los jueces, Samuel (Gén. 28:18; 31:45; 35:14, 20; 1 Sam. 7:12). También en este caso, Dios quiso dar a su pueblo un recuerdo duradero de este importante acontecimiento. Por eso, las 12 piedras debían erigirse en la orilla occidental del Jordán. No era una sola piedra (sería un memorial de la resurrección del Señor), sino 12 piedras, es decir, todo el pueblo está representado. Sin embargo, cuando el pueblo entró en Canaán, faltaban 2 tribus y media. De ellos, solo los hombres de guerra habían seguido. A pesar de ello, Josué levantó 12 piedras, que deben recordarnos de manera especial la posición de todos los creyentes en Cristo. Dios no solo ha sentado a unos pocos en Cristo en los lugares celestiales, sino a todos los que creen en el Señor Jesús.

Las piedras se sacaron de en medio del río y se colocaron al otro lado de la orilla. Permanecieron allí como un recordatorio perpetuo de que el pueblo había alcanzado la meta de su viaje, la tierra prometida de Canaán. Las piedras salieron de las profundidades del agua que, como hemos visto, habla de la muerte. ¿Podría haber una imagen más viva de nuestra resurrección con Cristo? Cada vez que los israelitas veían estas piedras en la orilla del Jordán, recordaban su paso por el río. Del mismo modo, podemos recordar siempre con gratitud el hecho maravilloso de haber sido resucitados espiritualmente con nuestro Señor. Con él hemos pasado de la muerte a la vida en la resurrección (comp. Juan 5:24).

Dios no solo había hablado de las 12 piedras en la orilla del Jordán. Son una imagen no solo de nuestra resurrección con Cristo, sino también del nuevo hombre que ha sido creado por la muerte y resurrección de Jesucristo. Sin embargo, Josué también colocó 12 piedras «en medio del Jordán, en el lugar donde estuvieron los pies de los sacerdotes que llevaban el arca del pacto» (Josué 4:9). Dios no lo había ordenado expresamente. Sin embargo, lo que hizo Josué fue totalmente apropiado. Las 12 piedras del fondo del río fueron inmediatamente cubiertas por las aguas y se volvieron invisibles. Simbolizan, por tanto, un fin: el fin del viejo hombre. Como hemos visto, nuestro viejo hombre ha sido crucificado y hemos muerto y sido sepultados con Cristo (*).

(*) La imagen del bautismo, sin embargo, no es el Jordán, sino el mar Rojo (vean “El bautismo – un entierro”; título 5.6.1.).

De hecho, esto está más relacionado con el mar Rojo. Pero no se instaló allí ningún monumento del juicio consumado. Solo ahora que se ha alcanzado la meta y no se trata de un juicio, sino solo de una victoria triunfal, se recuerda lo que básicamente ocurrió en el mar Rojo. Las piedras en el Jordán dejan claro que lo que significa morir con Cristo ya está bien entendido y realizado. Encontramos exactamente eso en el Nuevo Testamento. Pablo recuerda a los colosenses no solo su resurrección espiritual con Cristo, sino también su muerte: «Si, pues, fuisteis resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra; porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col. 3:1-3). Lo mismo hace con respecto al viejo hombre y al nuevo: «No mintáis unos a otros, habiendo despojado el viejo hombre con sus prácticas, y revestido el nuevo [hombre], el cual se va renovando en conocimiento, según la imagen de aquel que lo creó» (Col. 3:9-10; comp. Efe. 4:22-24). En la práctica, solo tenemos la fuerza para despojarnos del viejo hombre cuando hemos comprendido lo que significa revestirnos del nuevo hombre, es decir, cuando nos «identificamos» por la fe con nuestro Señor glorificado en el cielo. Las 12 piedras en el fondo del Jordán y las 12 piedras en su orilla son un testimonio elocuente de ambas cosas. La adopción de nuestra nueva identidad «en Cristo» es impensable sin el despojo de nuestra antigua identidad de pecadores.

Las piedras del fondo del Jordán hablan del hecho de que hemos muerto con Cristo. Lo encontramos en varias Epístolas del Nuevo Testamento (Rom. 6:2, 8; Gál. 2:19; Col. 2:20; 3:3; 1 Pe. 2:24). Pero hay otro aspecto más. En Efesios se nos considera no muertos con Cristo, sino muertos en nuestros delitos y pecados (Efe. 2:1, 5; Col. 2:13). Como tal, hemos sido vivificados y resucitados con Cristo. Las 12 piedras del río Jordán hablan también de ese estado de muerte espiritual en el que se encuentra todo hombre antes de su conversión. Bendito sea Dios, están cubiertos para siempre por las aguas, y podemos considerar por la fe las piedras visibles en la orilla del río Jordán, que nos recuerdan nuestra resurrección con Cristo y el revestimiento del nuevo hombre.

Al considerar el viaje de los hijos de Israel de Egipto a Canaán, ya nos hemos detenido varias veces ante el cuidado que Dios tiene de convencernos, no solo en el Nuevo Testamento, sino ya en los tipos del Antiguo, de la total corrupción de la naturaleza humana y de la necesidad de un juicio sin paliativos de nuestro viejo hombre. ¿No vemos esto también en las 12 piedras que quedaron en el fondo del Jordán? Dan testimonio del juicio de Dios sobre lo que nosotros, incluso como creyentes, seguimos excusando y minimizando a menudo. En lugar de hacer esto, debemos unirnos a su juicio y considerarnos muertos con Cristo. Pero ¿también le agradecemos que su amado Hijo, que soportó este juicio por nosotros, nos haya dado por su resurrección una vida y una posición según la cual ya estamos en la más estrecha relación con él en el cielo?

Después de erigir las 12 piedras en la orilla del Jordán, Dios dio a su pueblo otras instrucciones. Si después sus hijos les preguntan: «¿Qué significan estas piedras?» los hijos de Israel debían dar una respuesta clara. Es llamativo que esta pregunta se plantee 2 veces. La primera vez se encuentra en Josué 4:6, la segunda en el versículo 21. Encontramos preguntas y respuestas similares en Éxodo 12:26 y 13:14 sobre la Pascua y la santificación de los primogénitos, así como en Deuteronomio 6:20 sobre la Ley del Sinaí.

Dios se anticipó a las preguntas de los niños sobre estos importantes asuntos y quiso que se respondieran correctamente. ¡Cuánto habla esto al corazón de todos los creyentes a los que Dios ha confiado hijos! Además, se trata de todos los ancianos que son cuestionados por los hermanos más jóvenes sobre la salvación, la posición y el camino de los creyentes. ¿Estamos preparados y somos capaces de responder a estas preguntas? ¡Cuántas oportunidades buenas y espiritualmente importantes se pierden cuando no entramos en ellas! Así que tomemos a pecho este llamado y no dejemos sin respuesta una pregunta que puede ser superflua o innecesaria para nosotros, sino que respondamos en base a la Palabra de Dios.

En Josué 4:6, la pregunta de los niños está formulada de forma muy personal: «¿Qué significan estas piedras?». La respuesta que hay que dar, sin embargo, tiene un carácter fundamental: «Las aguas del Jordán fueron divididas delante del arca del pacto de Jehová; cuando ella pasó el Jordán, las aguas del Jordán se dividieron». En otras palabras: En la resurrección de Cristo, el poder de la muerte fue roto por el poder de Dios. En Efesios 1:19-20, Pablo habla de «la potestad de su fuerza, que él ejerció en Cristo, resucitándolo de entre los muertos; – sentándolo a su diestra en los lugares celestiales». Debemos recordar siempre este poder y procurar que todo lo relacionado con él siga presente en la conciencia de los creyentes. Pablo oró para que Dios diera a los creyentes de Éfeso una comprensión espiritual de «la grandeza de su poder para con nosotros los que creemos», a quienes «resucitó con él, y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús» (Efe. 1:19; 2:6).

En la segunda pregunta (Josué 4:21) el Espíritu Santo mira claramente hacia el futuro, pues se introduce con las palabras: «Cuando mañana preguntaren vuestros hijos a sus padres, y dijeren…». La pregunta en sí misma –es aquí una cuestión fundamental: «¿Qué son estas piedras?», como muestra la ausencia del pronombre «tú». En cambio, la respuesta es mucho más detallada y personal: «Jehová vuestro Dios secó las aguas del Jordán delante de vosotros, hasta que habíais pasado, a la manera que Jehová vuestro Dios lo había hecho en el mar Rojo, el cual secó delante de nosotros hasta que pasamos; para que todos los pueblos de la tierra conozcan que la mano de Jehová es poderosa; para que temáis a Jehová vuestro Dios todos los días» (v. 23-24). De nuevo, se trata principalmente de la gran obra de Dios. Secó las aguas ante su pueblo. Pero luego se menciona que el pueblo de Dios puede cruzar en tierra seca por la fe. Por último, se recuerda la correlación –por no decir la identidad– del mar Rojo con el Jordán. Estas 2 situaciones son tan similares que ambas hablan de la muerte y resurrección de Cristo. Pero para nosotros que creemos en Él, el mar Rojo es una imagen de nuestra muerte, espiritualmente hablando, con él, mientras que el Jordán es una imagen de nuestra resurrección, espiritualmente hablando, con él. Las piedras del fondo del Jordán recuerdan el primer hecho, las de la orilla el segundo.

Repitámoslo: ¡qué cuidado tiene nuestro Dios y Padre de presentarnos en todos sus aspectos, por medio de su Espíritu, esta grande e importante verdad de fe, y de hacernos conscientes de nuestra responsabilidad de transmitirla también, para que no sea olvidada! Y, sin embargo, cuántos cristianos desconocen estas maravillosas bendiciones. Que nos animemos a seguir al Señor Jesús en los lugares celestiales por la fe, pero también a no descuidar las enseñanzas de las Sagradas Escrituras que están relacionadas con él, sino a transmitirlas a la siguiente generación, ¡si es que el Señor aún nos deja en la tierra!

8.4. Las 2 tribus y media

Las 12 piedras en el fondo del Jordán y las 12 piedras en la orilla eran un testimonio de todo el pueblo de Israel con sus 12 tribus. Sin embargo, en realidad, solo 9 tribus y media habían cruzado el río para tomar posesión de la tierra de Canaán. Las tribus de Rubén, Gad y la mitad de Manasés no estaban presentes. Sus hombres de guerra, es cierto, pasaron primero con ellos, pero sus familias habían permanecido al este del Jordán. Leemos en Números 32 cómo sucedió que estos israelitas «Aborrecieron la tierra deseable» (Sal. 106:24).

Al principio, solo las tribus de Rubén y Gad pidieron a Moisés no tener que cruzar el Jordán con el resto del pueblo. Habían ayudado valientemente a derrotar a Sehón, rey de los amorreos, y a Og, rey de Basán, cuando bloquearon hostilmente el camino del pueblo de Dios hacia la tierra prometida (Núm. 21:21-35). De Sehón –no quedó más que un cántico a su gloria; por lo tanto, se puede discernir en él una imagen de la ambición de la carne (Núm. 21:27-30). De Og, uno de los últimos gigantes, solo se comunica la excepcional grandeza de su cama, que nos muestra la comodidad y el egoísmo de la carne (Deut. 3:11).

Los rubenitas y los gaditas habían derrotado a estos peligrosos enemigos con sus hermanos después del episodio de la serpiente de bronce, pero no quisieron dar el último paso bendito. Le pidieron a Moisés específicamente: «No tomaremos heredad con ellos al otro lado del Jordán» (Núm. 32:19). Prefirieron quedarse en los territorios conquistados al este del Jordán. También dieron la razón: «La tierra que Jehová hirió delante de la congregación de Israel, es tierra de ganado, y tus siervos tienen ganado» (Núm. 32:4). Esta era una forma muy tranquilizadora de expresarse, ya que en el versículo 1 dice: «Los hijos de Rubén y los hijos de Gad tenían una muy inmensa muchedumbre de ganado; y vieron la tierra de Jazer y de Galaad, y les pareció el país lugar de ganado».

(*) En Números 31:32, vemos la importancia del ganado que Israel había tomado en la batalla contra Madián. Lo mismo habrá ocurrido en la victoria sobre Sehón y Og (Núm. 21:21-35).

Los rubenitas y los gaditas no tenían miedo de los cananeos. Tampoco querían volver a Egipto. La razón por la que pidieron no cruzar el Jordán fueron sus rebaños y manadas, y por tanto sus posesiones. Las posesiones, en sí mismas, no son malas, pero estaban más influenciados por eso que por el deseo de obedecer la voluntad de Dios y entrar en la tierra. Los hombres de entre ellos estaban ciertamente dispuestos a participar en las batallas de conquista en Canaán, pero querían recibir viviendas para ellos y sus familias en el lado oriental del Jordán. La tierra era muy próspera, no estaba lejos de Canaán en absoluto y en muchos aspectos era similar a ella, pero estaba el Jordán en medio.

Al principio, Moisés se enfadó mucho por su pretensión, que le recordaba el comportamiento de los espías que intentaron disuadir al pueblo de subir a la tierra de Canaán. Los llamó “descendencia de hombres pecadores”. Pero al final concedió el deseo de las 2 tribus, a las que se unió la media tribu de Manasés (v. 33-42). Y Dios no intervino. Dejó que las 2 tribus y media lo hicieran.

Los miembros de las 2 tribus y media representan a los cristianos que se toman muy en serio sus deberes y sus vínculos terrenales. Pero entre la responsabilidad por la profesión y la familia y el deseo de triunfar en el mundo o de hacerse rico, a menudo solo hay un pequeño paso. Cuando la preocupación por la familia produce el deseo de “vivir mejor”» que los demás, el “yo”, la carne, pasa al primer plano y se deja de lado la persona de nuestro Redentor y Señor. El resultado es que uno ya no está preparado para dar a la Palabra de Dios el primer lugar en todos los asuntos de la vida de fe. Tales cristianos pueden ser muy serviciales, celosos y dedicados, pero en cierto punto sus propios intereses tienen prioridad sobre el Señor Jesús y Sus intereses. A pesar de todas las experiencias que han tenido con Dios en el camino de la fe a través del desierto, se niegan a dar el último paso decisivo. El resultado es una parada en su crecimiento espiritual, y esto no es sin consecuencias. Que todos nos lo tomemos a pecho en un mundo cada vez más materialista.

Desde el punto de vista tipológico, tenemos aquí ante nosotros a personas que conocen al Señor Jesús como su Salvador, y que han aceptado por fe el justo juicio de Dios sobre el viejo hombre y la carne. Pero poner en práctica por fe su resurrección con él y su lugar en él en los lugares celestiales –esto va demasiado lejos para ellos. Las bendiciones espirituales son menos importantes para ellos que las llamadas bendiciones terrenales. Están entre aquellos de los que Pablo tuvo que decir con lágrimas que «piensan en lo terrenal» (Fil. 3:18-19). Su juicio sobre esta clase de cristianos es tan severo como el que se refiere a aquellos «que desean ser ricos, caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y perniciosas que hunden a los hombres en destrucción y perdición» (1 Tim. 6:9). No es que alguien que haya nacido de nuevo de verdad pueda ir a la perdición; pero un camino en el pecado lleva, según la Palabra de Dios, a la destrucción. Esta es la seriedad de la responsabilidad del que confiesa pertenecer al Señor Jesús. Y Dios deja a menudo que sus hijos vivan y actúen según su propia voluntad, sin intervenir. Sí, desde un punto de vista humano, estas personas pueden a veces salirse con la suya más que los cristianos serios y fieles que lo han dejado todo por su amado Señor.

Si continuamos la historia de las 2 tribus y media, vemos primero que Josué ordenó a los hombres de guerra que cruzaran el Jordán con los demás israelitas y les ayudaran a tomar posesión de la tierra. Después, pudieron regresar a las zonas que habían elegido al este del Jordán, que les habían sido asignadas como herencia, aunque no formaran parte de la tierra prometida (Josué 1:12-18; 13:8-32). Cuando Josué liberó a los hombres de guerra después de la conquista y distribución de la tierra, los bendijo y los instó a servir a Jehová con todo su corazón y su alma (Josué 22). Pero tan pronto como regresaron a sus territorios, se dieron cuenta de que al perseguir sus propios intereses materiales habían creado una brecha en la unidad visible del pueblo de Dios. Sin embargo, Josué había hecho colocar 12 piedras en la orilla del Jordán, indicando así la unidad del pueblo de Dios. Las 2 tribus y media no podían declararse infieles a propósito, pero habían abandonado involuntariamente esta unidad. Querían expresar de alguna manera su conexión con las tribus establecidas en la tierra. Pensaban, sobre todo –en sus descendientes, que probablemente no sabrían nada de su vínculo original. ¿Pero cómo podían hacerlo, ya que no estaban en el lugar preparado por Dios? Pensaron en construir un altar junto al Jordán, el río fronterizo, como signo visible de su fe en el Dios en el que también creían las 9 tribus y media. Este altar, “de gran apariencia”, sin embargo, solo proclamaba una cosa en primer lugar, a saber, que en realidad estaban en el lugar equivocado. Si hubieran vivido en la tierra de Canaán, no habría sido necesario un monumento así. La ruptura introducida no pudo ser superada o considerada inexistente por esta estratagema.

Después de que se comprobara, hablando con los enviados de las otras tribus, que estas no querían introducir una nueva forma de culto, se restableció la paz entre ellas. Pero la separación estaba ahí y la debilidad de su posición persistía. También en este caso las otras tribus lo dejaron pasar, y Dios tampoco intervino inmediatamente. Pero ¿se trata de una prueba de aprobación? Desde luego que no.

Unos 550 años más tarde, «En aquellos días comenzó Jehová a cercenar el territorio de Israel; y los derrotó Hazael por todas las fronteras, desde el Jordán al nacimiento del sol, toda la tierra de Galaad, de Gad, de Rubén y de Manasés, desde Aroer que está junto al arroyo de Arnón, hasta Galaad y Basán» (2 Reyes 10:32-33). La razón se da en 1 Crónicas 5:25: «Pero se rebelaron contra el Dios de sus padres, y se prostituyeron siguiendo a los dioses de los pueblos de la tierra, a los cuales Jehová había quitado de delante de ellos». Las 2 tribus y media fueron las primeras en caer presas de los enemigos del pueblo de Dios a causa de su idolatría.

Cuando, como cristianos, no estamos dispuestos a cruzar el Jordán por la fe, y a ocupar el lugar en los lugares celestiales que hemos recibido en nuestro Señor resucitado, nos falta un paso decisivo en nuestra vida de fe. Así, corremos el peligro de adoptar pensamientos mundanos, porque no nos hemos despojado conscientemente del viejo hombre y no hemos revestido el nuevo. Esto es especialmente cierto en nuestra vida corporativa como Asamblea de Dios, como ya hemos visto al comparar la tienda de reunión en el desierto con el templo en la tierra de Canaán.

¿No es, para muchos que creen en el Señor Jesús, como para las 2 tribus y media? En lugar de actuar según la Palabra de Dios, permanecen en su falsa posición y en el lugar equivocado. Intentan superar las separaciones entre cristianos, de las que todos somos corresponsables, mediante piadosas invenciones humanas como un pacto y el ecumenismo. Pero esto es imposible. El crecimiento espiritual no puede ser sustituido por el celo religioso humano. La decadencia espiritual no se frena. Las 2 tribus y media presentan un ejemplo que debería servir de advertencia. Nos muestra hasta dónde podemos llegar si nos negamos a seguir las instrucciones de Dios y damos prioridad a nuestra propia voluntad en lugar de confiar en su bondad y amor.

9 - Gilgal – la circuncisión (Josué 5)

Vemos algo muy diferente en los que entran en la tierra bajo el liderazgo de Josué. Cruzaron el Jordán confiando en Dios y en su Palabra. Y la consecuencia es la siguiente: los líderes de los habitantes de Canaán, los enemigos del pueblo de Israel, contra los que los espías a su regreso habían advertido de tal manera que todo el pueblo se había desanimado, ¡ahora se asustan ellos mismos! «Cuando todos los reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán al occidente, y todos los reyes de los cananeos que estaban cerca del mar, oyeron cómo Jehová había secado las aguas del Jordán delante de los hijos de Israel hasta que hubieron pasado, desfalleció su corazón, y no hubo más aliento en ellos delante de los hijos de Israel» (Josué 5:1).

Los poderes de maldad saben que el Señor Jesús es victorioso y que los que creen en Él son más que vencedores en él. Aunque Satanás es y sigue siendo el adversario de Dios, sabe que no puede prevalecer y que al final recibirá su castigo eterno. Si nos fortalecemos en el Señor y en el poder de su fuerza, y si nos hemos revestido de toda la armadura de Dios, podremos resistirle en el día malo y permanecer firmes después de vencerlo todo (Efe. 6:10-13). Volveremos de nuevo a la batalla contra los poderes espirituales de la maldad que están en los lugares celestiales y la armadura completa de Dios necesaria para ello.

Pero no solo tenemos que enfrentarnos a los enemigos del exterior. Dentro de nosotros tenemos un enemigo de Dios y de todos sus pensamientos: nuestra vieja naturaleza pecaminosa, la carne, que nos acompaña mientras vivimos en la tierra. Pero como ya hemos visto muchas veces, en Cristo se nos capacita para vivir en el poder del Espíritu Santo que mora en nosotros, para que no cumplamos los deseos de la carne (Gál. 5:16). Recordémoslo:

  • Nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo, para que el cuerpo del pecado sea anulado, a fin de que no sirvamos más al pecado (Rom. 6:6). Esto es lo que se refiere al mar Rojo.
  • La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús nos ha liberado de la Ley del pecado y de la muerte (Rom. 8:1). Esta es la lección de la serpiente de bronce.
  • Hemos resucitado con Cristo, también nos hemos despojado prácticamente del viejo hombre y hemos revestido el nuevo (Efe. 2:6; 4:24). Esto es lo que nos muestra el cruce del río Jordán.

Sin embargo, ¡todavía falta algo! En la circuncisión, descrita en Josué 5, vemos una figura del juicio personal sobre la carne, la vieja naturaleza pecaminosa en nosotros. Antes de que Josué comience la batalla, para tomar posesión de Canaán, la tierra de bendición, el pueblo debe ser circuncidado. Queremos tratar ahora el significado tipológico de este acto.

9.1. La importancia de la circuncisión

La circuncisión, el corte o ablación del prepucio masculino, era el signo de la alianza de Dios con Abraham y sus descendientes (Gén. 17:10-11). Posteriormente, el término «incircuncisión» se utilizó metafóricamente para referirse a las naciones gentiles, y «circuncisión» a los judíos (Gál. 2:7, 9; Efe. 2:11). El prepucio es, como pars pro toto (“una parte para significar el todo”), una imagen de la naturaleza humana en su maldad e impureza. La circuncisión bíblica es una figura de juicio sobre esta carne pecadora. Moisés ya mostró cierta comprensión de este hecho, cuando dijo a Dios: «He aquí, los hijos de Israel no me escuchan; ¿cómo, pues, me escuchará Faraón, siendo yo torpe de labios?» (Éx. 6:12, 30). El Antiguo Testamento ya habla de oídos y corazones incircuncisos (Lev. 26:41; Deut. 10:16; 30:6; Jer. 6:10; 9:25; Ez. 44:7). Estos pasajes muestran que el carácter simbólico de la circuncisión era conocido desde el principio (*). La circuncisión de la boca, el oído y el corazón tiene el mismo significado que el auto juicio de nuestras palabras, de lo que escuchamos y de nuestra voluntad.

(*) El significado simbólico de los sacrificios también era conocido en el Antiguo Testamento. Los creyentes de aquella época sabían que los verdaderos sacrificios a Dios salían del corazón y de los labios (comp. con Sal. 27:6; 50:14, 23; 51:16-17; 69:30-31; 107:22; 119:108; 141:2; Oseas 14:2; Jonás 2:10). Así que ya había en aquellos días un discernimiento más profundo de los pensamientos de Dios de lo que uno podría pensar.

El mismo pensamiento se encuentra en el Nuevo Testamento, tanto en Esteban como en Pablo. También ven la circuncisión judía como un acto simbólico cuyo significado más profundo reside en el auto-juicio personal (Hec. 7:51; Rom. 2:25-29). Estas interpretaciones o aplicaciones, sin embargo, no son idénticas al significado cristiano de la circuncisión.

9.2. La realidad en el Nuevo Testamento

El significado espiritual de la circuncisión para nosotros se explica en Colosenses 2:11: «…en quien también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha de mano, al despojaros del cuerpo carnal, por la circuncisión de Cristo». No solo los creyentes de Colosas, sino también nosotros estábamos antes de nuestra conversión «muertos en los delitos y en la incircuncisión de vuestra carne» (v. 13). Todos aquellos que no han juzgado el mal que hay en ellos a la luz de Dios están muertos para Dios, como también vemos en Efesios 2:1.

En contraste con el tipo del Antiguo Testamento, la circuncisión de los que creen en el Señor Jesús no se hace «a mano». Es una obra espiritual. En el tipo, se quitó un pequeño trozo de carne; en la realidad del Nuevo Testamento, en sentido figurado, se quita todo el «cuerpo carnal». Esto no es ni nuestro cuerpo ni nuestra naturaleza pecaminosa: ambos siguen presentes. Pero es la “maquinaria”, el “mecanismo” de la carne, que no puede dejar de pecar, como el «cuerpo carnal», que según Romanos 6:6, se anula. Así que no se trata aquí de nuestra muerte natural, sino del juicio de Dios sobre el viejo hombre y para nosotros, de haber despojado al viejo hombre con sus acciones. Tampoco se enseña aquí que nosotros, como creyentes, nos hayamos despojado de la carne, de nuestra vieja naturaleza. La Palabra de Dios es precisa. No dice “despojaros de la carne”, sino «despojaros del cuerpo carnal». Si nos hubiéramos despojado de la carne, no volveríamos a pecar, ni a estar en la tierra.

Esta «circuncisión no hecha con a mano, al despojaros del cuerpo carnal» describe así, en sentido figurado, el juicio sobre el viejo hombre y nuestra muerte (espiritualmente hablando) con Cristo. Es un hecho consumado. Esto se explica inmediatamente después con la expresión «la circuncisión de Cristo». Se refiere a su muerte en la cruz. Allí Cristo «padeció en la carne» (1 Pe. 4:1). ¿Y por qué? En él, Dios «condenó al pecado en la carne» (Rom. 8:3). Voluntariamente y por amor a nosotros, murió bajo el juicio de Dios sobre la carne, aunque en él, es decir, en su carne, no había pecado.

Esta es la «circuncisión de Cristo». El que cree en él tiene parte en esta circuncisión. Cuando miramos el mar Rojo, encontramos algo similar. Allí vemos una imagen de cómo nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo «para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado» (Rom. 6:6). Del mismo modo, la participación en la circuncisión de Cristo en cuanto a nosotros tiene como resultado «el despojaros del cuerpo carnal». Este es el fin del viejo hombre, nuestra muerte con Cristo, y lógicamente viene a continuación: «sepultados con él en el bautismo» (Col. 2:12). Así que este breve pasaje está muy cerca de Romanos 6. Ya nos hemos referido a este capítulo en relación con el mar Rojo.

(*) «Circuncisión de Cristo» significa también que, a diferencia de la circuncisión judía, esta es la realidad en Cristo (comp. con Col. 2:17: «Pero el cuerpo es de Cristo»).

Pablo describe en Filipenses 3:3 el resultado de la «circuncisión no hecha a mano» realizada en nosotros, con estas palabras: «Porque nosotros somos la circuncisión, los que damos culto por el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne». Había entonces falsos maestros que persuadían a los creyentes a guardar la Ley del Sinaí –pero especialmente a circuncidarse– para poder acceder al disfrute de todas las bendiciones de Dios (comp. Hec. 15:1; Gál. 5:11; 6:12-15). En santa cólera, Pablo llama a estos hombres de mente carnal, perros, malos obreros y «la falsa circuncisión» (Fil. 3:2). Así, los denuncia como una imagen distorsionada del verdadero significado de la circuncisión. Pero el que por la fe participa en «la circuncisión de Cristo», y por lo tanto es él mismo, espiritualmente hablando, circuncidado, es ahora parte de la verdadera «circuncisión», no de Israel, sino de los que creen en el Señor Jesús. Ya no sirve a los elementos miserables del mundo, a los que también pertenece la Ley, sino que ofrece el verdadero culto al único Dios verdadero por su Espíritu. Ya no confía en la carne, sino que todo su gozo, toda su gloria, descansa en Cristo Jesús, su Salvador y Señor glorificado, en quien ha encontrado todas las riquezas y tesoros del conocimiento. Sería difícil describir más brevemente que en este versículo el verdadero carácter de la fe cristiana.

Los resultados de la «circuncisión de Cristo» son en principio válidos para todos los redimidos. Sin embargo, solo podemos disfrutarlos si también realizamos prácticamente la «circuncisión de Cristo» y juzgamos todo lo que proviene de nuestra carne. No basta con saber que nuestro viejo hombre está crucificado con Cristo. También debemos dar el siguiente paso nosotros mismos, lo que vemos en los creyentes de Éfeso y Colosas. Se habían despojado del viejo hombre y se habían revestido del nuevo (Efe. 4:22-24; Col. 3:9-10). Ya no se identifican con el viejo, sino con el nuevo.

Cuando nos vemos así unidos al Señor Jesús en la gloria, y nos identificamos con nuestra nueva posición en él, esto también tiene efectos en nuestra vida de fe práctica. Esto se menciona en la Epístola a los Efesios en una frase corta pero importante: «Por tanto, desechando la mentira, hablad la verdad cada uno con su prójimo» (Efe. 4:25). A los creyentes de Éfeso se les recuerda que se han despojado del viejo hombre no solo en cuanto a su posición, sino también del pecado en la práctica. La mentira se cita aquí como un ejemplo particularmente frecuente de pecado, cuya abyección incluso los cristianos no suelen tomar demasiado en serio (comp. Apoc. 22:15). La Epístola a los Colosenses lo expresa de otra manera: «No mintáis unos a otros, habiendo despojado el viejo hombre con sus prácticas» (Col. 3:9). También en este caso no se trata solo de nuestra posición como nuevos hombres, sino también de la práctica que se deriva de ella. Al despojo del viejo hombre le sigue no solo el despojo de las malas acciones de la carne, sino también el despojo de sus supuestos “lados buenos”.

En la Epístola a los Filipenses, Pablo nos lo presenta utilizando su propia persona como ejemplo. No solo dice: «Nosotros somos la circuncisión», sino que continúa explicando que la carne no debe tener el más mínimo margen de acción. Con esto no se refiere a los pecados “graves”, sino a la carne “refinada” en forma de aspiraciones a la posición, la educación y similares (en su caso, especialmente en el ámbito religioso del judaísmo). Todas estas cosas, que también son eminentemente estimables para un judío, las había poseído antes de su conversión, pero a causa de Cristo las había considerado una pérdida. Todo lo que le impedía conocer más y más a Cristo y su excelencia, lo había dejado atrás. Consideraba todo en lo que la carne se confía como «pérdida», incluso como «basura», en comparación con la excelencia del conocimiento de Cristo muerto y resucitado. Con la vida celestial en la que Cristo nos ha introducido, nuestra carne no puede ni quiere tener nada que ver. Está apegada a las cosas de este mundo y no puede elevarse por encima de ellas. Por lo tanto, no hay nada para ella sino el juicio y la muerte, de los cuales la circuncisión es el tipo (comp. Fil. 3:3-16; Col. 2:7-11).

Del pueblo de Israel, Josué y Caleb eran los únicos que seguían circuncidados en Egipto y que, durante la travesía del desierto, se comportaron como Pablo. Había «otro espíritu» en ellos, que también los llevó a olvidar lo que había detrás de ellos, para alcanzar lo que tenían delante: ¡La tierra prometida!

9.3. El tipo en el Antiguo Testamento

El significado espiritual básico de la circuncisión se encuentra en Colosenses 2:11 y Filipenses 3:3; el significado práctico, en cambio, se encuentra en Josué 5: «En aquel tiempo Jehová dijo a Josué: Hazte cuchillos afilados, y vuelve a circuncidar la segunda vez a los hijos de Israel. Y Josué se hizo cuchillos afilados, y circuncidó a los hijos de Israel en el collado de Aralot. Esta es la causa por la cual Josué los circuncidó: Todo el pueblo que había salido de Egipto, los varones, todos los hombres de guerra, habían muerto en el desierto, por el camino, después que salieron de Egipto. Pues todos los del pueblo que habían salido, estaban circuncidados; mas todo el pueblo que había nacido en el desierto, por el camino, después que hubieron salido de Egipto, no estaba circuncidado. Porque los hijos de Israel anduvieron por el desierto cuarenta años, hasta que todos los hombres de guerra que habían salido de Egipto fueron consumidos, por cuanto no obedecieron a la voz de Jehová; por lo cual Jehová les juró que no les dejaría ver la tierra de la cual Jehová había jurado a sus padres que nos la daría, tierra que fluye leche y miel. A los hijos de ellos, que él había hecho suceder en su lugar, Josué los circuncidó; pues eran incircuncisos, porque no habían sido circuncidados por el camino» (Josué 5:2-7).

La larga explicación inspirada por el Espíritu Santo muestra que durante los 40 años de la travesía por el desierto se había pasado por alto algo importante. Según el mandato de Jehová a Abraham en Génesis 17:11, que se repitió para el pueblo de Israel en Levítico 12:3, todo descendiente varón debía ser circuncidado 8 días después de su nacimiento. Los israelitas lo habían omitido durante la travesía por el desierto. Todos los que salieron de Egipto fueron circuncidados, pero no los que nacieron durante la travesía del desierto. Esta desobediencia, sin embargo, no fue reprendida durante todo ese tiempo, si hacemos caso omiso de las palabras de alcance general pronunciadas por Moisés al final del viaje en Deuteronomio 12:8-9: «No haréis como todo lo que hacemos nosotros aquí ahora, cada uno lo que bien le parece, porque hasta ahora no habéis entrado al reposo y a la heredad que os da Jehová vuestro Dios». Pero ahora que el descanso y la herencia de Dios se habían alcanzado, no se podía dejar así. Los varones del pueblo debían ser circuncidado.

Llama la atención la frase «Volvieron a circuncidar» a los hijos de Israel. No estaban circuncidados en absoluto. Pero se les recordó que la circuncisión estaba pendiente desde hacía tiempo. Este es el significado de las palabras: «…una vez más». Entonces, cuando se hizo la circuncisión, Dios le dijo a Josué: «Hoy he quitado de vosotros el oprobio de Egipto» (Josué 5:9). En realidad, después de la salida de Egipto y durante el viaje, todo varón recién nacido debería haber sido circuncidado. Como esto no sucedió, el pueblo cargó con el «oprobio de Egipto» todo este tiempo. Del mismo modo, para el cristiano, que sí es ciudadano del cielo, todo rastro de voluntad propia y de concupiscencia de la carne es una especie de conformidad con el mundo y, por tanto, un reproche para él.

Al considerar Colosenses 2, vimos que todos los que creen en el Señor Jesús están, según su posición, espiritualmente circuncidados, y se han despojado del «cuerpo carnal». Esta circuncisión fundamental tuvo lugar en el momento en que aceptamos el Evangelio, lo entendiéramos o no en ese momento. En Josué 5, sin embargo, es el cumplimento práctico de este hecho. No basta con saber, según la doctrina, que Dios ha ejecutado, en Cristo en la cruz, el juicio sobre nuestra carne pecadora. Los creyentes de Corinto y Galacia conocían bien la doctrina, pero no la ponían en práctica. Como para la mayoría del pueblo de Israel, «el desierto» tuvo una influencia negativa sobre ellos. Así como Israel había descuidado la circuncisión, los corintios y los gálatas no se consideraban muertos en la carne. No practicaban la circuncisión espiritual y dejaban que su carne actuara más o menos libremente.

Desde este punto de vista, la circuncisión en Gilgal adquiere un significado muy especial. Podemos conocer en detalle la obra del Señor Jesús en la cruz con todos sus benditos efectos para nosotros. ¿No son estos hechos poderosos de gran importancia bendita, que nuestro viejo hombre ha encontrado su fin en la cruz de Cristo, y que no solo estamos muertos, sino que hemos resucitado con Cristo? Pero si no sacamos las consecuencias prácticas, que nuestra carne no tiene derecho a existir en nuestra nueva vida en el mundo de la resurrección, entonces todo es inútil para nosotros. Esto significa: debemos aplicarnos a nosotros mismos la circuncisión espiritual, el juicio sin reservas sobre la carne en nosotros.

Si la verdad de la circuncisión es tan poco capaz de suscitar en nosotros una vida de poder espiritual, y si va tan poco acompañada de poder espiritual y separación del mundo, es porque nos hemos apartado de Gilgal. Es imposible que disfrutemos de nuestra posición celestial, en la que la gracia nos ha introducido, y que conozcamos una vida correspondiente a ella, si descuidamos esta palabra: «Mortificad, pues, vuestros miembros terrenales» (Col. 3:5). Esto no significa que rechacemos los afectos y deberes naturales con el pretexto de que nuestro corazón está ocupado en cosas mejores. No hemos de convertirnos en ascetas, sino que, al seguir al Señor, hemos de despojarnos de los hábitos y preferencias que nos encadenan moralmente al mundo, para que podamos llegar, como resucitados con Cristo, a estar bajo la poderosa influencia de las bendiciones celestiales asociadas a él y a su gloria. Si, por ejemplo, nos impacientamos fácilmente, hemos perdido de vista nuestro «Gilgal». Si estamos ocupados con trivialidades mundanas, esto es una razón para que volvamos a «Gilgal». De lo contrario, no podremos disfrutar de la paz y el gozo del Señor.

La mortificación de «nuestros miembros terrenales» mencionada en Colosenses 3:5 no es, por tanto, un hecho puntual, sino un juicio permanente sobre nuestra carne, los «miembros» del viejo hombre. Solo como vivificados con Cristo y viviendo en el mundo de la resurrección estamos capacitados para hacerlo en el poder de la gracia de Dios. Como Israel, volvemos, en cierta medida, siempre a Gilgal. Allí es donde tuvo lugar la circuncisión. Gilgal era el lugar desde el que el pueblo de Dios iba a la batalla y al que siempre regresaba (Josué 9:6; 10:7, 15; 14:6; Jueces 2:1; 1 Sam. 11:14). Sin este constante auto juicio, somos incapaces de librar una guerra espiritual contra los poderes de maldad en los lugares celestiales y disfrutar de las bendiciones espirituales.

9.4. El fortalecimiento espiritual para el pueblo de Dios

Después de la circuncisión, los israelitas permanecieron en Gilgal en el campamento «hasta que sanaron» (Josué 5:8). La fuerza humana no puede producir nada en las cosas espirituales. Por el contrario, aprendemos de Pablo: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor. 12:10). La gracia de su Señor le bastó en todas las situaciones de su vida. Antes de que los israelitas entraran en batalla por primera vez, Dios les dio la fuerza que necesitaban. En la Epístola a los Efesios se nos exhorta: «Por lo demás, hermanos, fortaleceos en el Señor y en el poder de su fuerza» (Efe. 6:10). El joven y débil Timoteo debía fortalecerse «en la gracia que es en Cristo Jesús» (2 Tim. 2:1).

En primer lugar, 4 días después de cruzar el Jordán, los hijos de Israel celebraron la Pascua en las llanuras de Jericó (Josué 5:10). En cierto sentido, Dios les puso una mesa en presencia de sus enemigos (comp. Sal. 23:5). Ya no era necesario poner la sangre del cordero en las puertas, como en Egipto, para que los primogénitos estuvieran a salvo del juicio de Dios. Ya no era cuestión de castigo y juicio, sino que, habiendo alcanzado la meta de su viaje, Israel podía recordar la obra de redención realizada, el principio y el fundamento de toda su bendición. –Como redimidos de Dios, que poseen todas las bendiciones espirituales en los lugares celestiales en Cristo y pueden disfrutar de ellas, también podemos regocijarnos en él, el Cordero de Dios, y estar alimentados espiritualmente por él. El recuerdo de su sacrificio y de su sangre no debe ni puede desvanecerse. Por el contrario, será cada vez más grande y glorioso para nosotros a través del conocimiento y el disfrute de las bendiciones dadas en él. Incluso durará hasta la gloria eterna (Apoc. 5).

Al día siguiente de la Pascua, los israelitas pudieron conocer un alimento nuevo para ellos: «el fruto [o grano viejo] de la tierra» (Josué 5:11). El maná, que habían comido hasta ese momento (así también durante los primeros días en la tierra de Canaán) ahora cesaba. El maná, como dice su nombre en el original (“man”), es una imagen del Hijo de Dios que vino a la tierra quien, como hombre, en su humildad, es nuestro modelo y nuestro alimento espiritual durante nuestro viaje por el desierto, es decir, durante nuestra vida en la tierra (Juan 6:56; comp. Mat. 11:29; Fil. 2:5-8). La gracia que él manifestó durante su camino y ministerio como hombre es alimento para los creyentes que desean servirle aquí con humildad. A diferencia del tipo del Antiguo Testamento, el maná no cesa para nosotros. Porque, como hemos visto a menudo, los cristianos permanecemos toda nuestra vida en las condiciones terrenales del desierto, aunque hayamos llegado a conocer las bendiciones espirituales de la tierra de Canaán.

Sin embargo, para aquellos que no solo poseen, sino que también disfrutan de la vida de resurrección y de las bendiciones espirituales celestiales, hay un alimento que corresponde a esta posición: «el fruto [o trigo viejo] de la tierra». También es una imagen de Cristo, pero ahora como el hombre celestial glorificado a la derecha de Dios en las alturas. Si buscamos las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, nuestra alma recibe gozo y fuerza (Col. 3:1). En efecto, él no solo es la meta, sino también el objeto y el contenido actual de nuestra fe. Él es «nuestra vida», como dice Pablo en Colosenses 3:4. Todos podemos contemplar «a cara descubierta… la gloria del Señor» y así somos «transformados en la misma imagen, de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:18).

Tanto el «pan sin levadura» como el «grano tostado» provenían del «trigo viejo de la tierra». La ausencia de levadura, que también se asocia a la Pascua, habla de la pureza e integridad de la naturaleza de Cristo como hombre. También la ofrenda de la torta, que representa su gloria como hombre, no debía contener levadura (Lev. 2). La levadura, en las Sagradas Escrituras, es una imagen del pecado, que se extiende cada vez más a su alrededor, cuando no es juzgado (1 Cor. 5:8). Aquí aprendemos que la santidad de Cristo es de origen celestial. Él es, en efecto, el hombre del cielo, el alimento de todos aquellos que ya pueden estar “sentados” con Él en los lugares celestiales.

El grano tostado ha sido sometido al calor del fuego. Cristo, el verdadero grano de trigo, tuvo que morir bajo el juicio de un Dios santo. De lo contrario, se habría quedado solo, pero así dio mucho fruto (Juan 12:24). Por eso no permaneció en la muerte, sino que resucitó y está glorificado a la derecha de Dios. De esto trata el grano tostado que ahora podía comer Israel en la tierra de Canaán.

El «fruto de la tierra» (Josué 5:12) parece ser una expresión más general que el “producto de la tierra”. Podría referirse al Señor Jesús como Hijo eterno de Dios. El Hijo eterno en el seno del Padre estaba y habitaba en su naturaleza divina en el cielo, también cuando estaba en humillación en la tierra (Juan 1:18; 3:13). ¿No es la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo un motivo de gozo y gratitud? ¿No son la gracia, la misericordia y la paz de Dios Padre y del Señor Jesucristo, Hijo del Padre, en el amor y en la verdad, fuentes inagotables de gozo para todos los que las conocen (1 Juan 1:3; 2 Juan 3)?

Finalmente, el propio Jehová se presenta ante Josué antes de iniciar la conquista de la tierra (Josué 5:13-15). También lo había hecho con Moisés en la zarza ardiente. Pero aquí, cerca de Jericó, vemos una imagen no de juicio, sino de estímulo y fortalecimiento. El «Príncipe del ejército de Jehová», con la espada desnuda en la mano, muestra a su pueblo que no debe confiar en su propio entendimiento ni en sus líderes, sino solo en él. Entonces podrá tomar posesión de la tierra prometida con su propia fuerza. El mandato: «Quita el calzado de tus pies, porque el lugar donde estás es santo», es casi literalmente el mismo que escuchó Moisés. Siempre y en toda situación necesitamos ser conscientes de la santa presencia de Dios, ya sea en nuestras circunstancias terrenales, o en la esfera de las más altas bendiciones espirituales que hemos recibido. Vemos lo contrario en el pecado de Acán. Mientras el pueblo estuviera bajo anatema, Dios no podría estar entre ellos (Josué 7).

9.5. Los enemigos espirituales y guerra espiritual

Canaán no solo tenía ricas bendiciones que ofrecer. Los poderosos habitantes de la tierra no vieron la llegada del pueblo de Dios sin reaccionar. Los 12 mensajeros que habían sido enviados a observar la tierra al comienzo de la travesía por el desierto no solo habían traído de vuelta el famoso racimo de Escol junto a las granadas y los higos, sino que también habían descrito a sus habitantes como adversarios invencibles: «Nosotros llegamos a la tierra a la cual nos enviaste, la que ciertamente fluye leche y miel; y este es el fruto de ella. Mas el pueblo que habita aquella tierra es fuerte, y las ciudades muy grandes y fortificadas; y también vimos allí a los hijos de Anac». A pesar de las protestas de Caleb, los otros 10 espías no dejaron de difundir rumores malignos entre el pueblo para evitar que entraran en la tierra: «La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra que traga a sus moradores; y todo el pueblo que vimos en medio de ella son hombres de grande estatura. También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes, y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos» (Núm. 13:27-33). Los 2 espías que Josué envió a Jericó poco antes de cruzar el Jordán estaban, por el contrario, llenos de fe. Cuando regresaron después de 3 días, le dijeron a Josué: «Jehová ha entregado toda la tierra en nuestras manos; y también todos los moradores del país desmayan delante de nosotros» (Josué 2:24).

Según Deuteronomio 7:1, 7 naciones habitaban esta tierra: los hititas, los gergeseos, los amorreos, los cananeos, los ferezeos, los heveos y los jebuseos (comp. Josué 3:10). Ya en los días de Abraham, Dios había hablado de «la maldad del amorreo (la principal nación de Canaán)» (Gén. 15:16), hacia los que todavía ejercería su paciencia durante cientos de años (Gén. 15:16; Deut. 9:4). Pero el pueblo de Dios debía entonces tomar posesión de esa tierra y expulsar a los impíos habitantes de Canaán, que se dedicaban a las más horribles formas de idolatría imaginables. El momento estaba maduro según el plan de Dios (*).

(*) Las guerras de Israel contra los cananeos se consideran a veces como crueldades incomprensibles. Pero al dar a Israel la misión de exterminar a los cananeos, Dios estaba ejerciendo un juicio sobre estas naciones idólatras. También podría haberlo hecho Él mismo, como hizo en el momento del diluvio, por Sodoma y Gomorra, o por los egipcios. Pero Él quería probar la obediencia y la fe de su pueblo al mismo tiempo.

Los israelitas se enfrentaban a adversarios humanos. La batalla del cristiano, en cambio, «no es contra sangre y carne», sino contra «contra las [huestes] espirituales de maldad en las regiones celestiales», también llamado «principados… potestades… gobernadores del mundo de las tinieblas» (Efe. 6:12). Pero a diferencia de Israel, nosotros no tenemos que conquistar los lugares celestiales, porque Dios ya nos ha sentado allí juntos en Cristo Jesús. Su lugar es también el nuestro. Nuestra lucha es defensiva, mientras que para Israel era una lucha de conquista. Tampoco tenemos que defender la posesión de las bendiciones celestiales contra las artimañas del enemigo, sino que debemos luchar para mantener el disfrute de estas. Sin embargo, para nosotros en la práctica, como para Josué, esta palabra es válida: «Os he entregado… todo lugar que pisare la planta de vuestro pie» (Josué 1:3). Lo que tenemos en Cristo nuestro Señor en nuestra posición, también tenemos que disfrutarlo en la práctica.

La batalla de la que se habla en Efesios 6:10-18 no es contra la carne en nosotros, nuestra vieja naturaleza. Esta lucha –si es que puede llamarse así– se encuentra en Gálatas 5:16-17. Allí aprendemos que «lo que desea la carne es contrario al Espíritu, y lo que desea el Espíritu es contrario a la carne», pero también que somos vencedores, si vivimos en el poder y la guía del Espíritu Santo y nos mantenemos muertos al pecado. Por otra parte, en ninguna parte se nos exhorta como cristianos a luchar contra la carne que hay en nosotros o a darle muerte. Hemos muerto con Cristo, y «ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí; y lo que ahora vivo en [la] carne, lo vivo en [la] fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y sí mismo se dio por mí» (Gál. 2:20). Tampoco se trata de la batalla evangélica (en realidad, «la lucha en la palestra», vean Fil. 4:3) que sostiene la proclamación del Evangelio en el mundo, ni de la batalla mencionada en 2 Corintios 10:3-5 por el mantenimiento de la verdad en medio de los creyentes, contra la que Satanás dirige su oposición.

Los enemigos en los lugares celestiales a los que nos enfrentamos son más astutos y poderosos que los que Israel tuvo que combatir en Canaán. Estamos tratando con Satanás y sus vasallos. Alguien dijo una vez: “Satanás ha tenido experiencia con los hombres durante miles de años y sabe cómo hacerlos caer”. Los «principados… las potestades» no solo son astutos, sino también extremadamente poderosos. Por eso se les llama «gobernadores del mundo de las tinieblas», pues gobiernan toda la esfera del mundo en contra de Dios, que es la luz (1 Juan 1:7).

Los poderes espirituales de maldad en los lugares celestiales son los ángeles caídos con Satanás a causa de su orgullo (1 Tim. 3:6; Mat. 25:41). Estos se oponen totalmente a los ángeles «escogidos» y «santos», que no están caídos (1 Tim. 5:21; Marcos 8:38). Dado que los ángeles no son criaturas corporales sino espirituales, su ámbito de actividad es la creación invisible, es decir, los lugares celestiales, y no la creación visible. Esto se aplica tanto a los ángeles caídos como a los no caídos. Por eso Satanás sigue teniendo acceso al trono de Dios (Job 1; Zac. 3:1; Apoc. 12:10). Aunque el diablo es un enemigo derrotado, sigue teniendo una gran influencia. Cada falta que cometemos, cada debilidad que mostramos es notada por el enemigo de nuestras almas. Así le damos un punto de apoyo y puede hacernos daño, de modo que no tenemos fuerza ni gozo para disfrutar de las bendiciones espirituales. Pero si nos fortalecemos en el Señor y en el poder de su fuerza, podemos resistir y vencerlo. No tenemos la fuerza en nosotros mismos, sino solo en nuestro Señor y con la armadura de Dios.

«Toda la armadura de Dios» en Efesios 6:13-19 consta de 6 piezas. Si añadimos la oración mencionada a continuación, son 7 piezas, que hablan de una armadura divinamente perfecta para la guerra espiritual. No debemos ponernos esta armadura espiritual solo cuando nos amenaza el peligro, porque entonces suele ser demasiado tarde, o somos demasiado débiles para hacerlo. Para poder resistir el día malo y, después de vencerlo todo, mantenernos firmes, debemos ponernos siempre la armadura, pues el «día malo» no es un tiempo concreto, sino todo el período que va desde el rechazo de nuestro Señor hasta su regreso.

Nuestra armadura espiritual, que Dios nos proporciona, consta de 3 grupos diferentes de piezas:

Al primer grupo pertenecen como características de nuestra buena condición práctica y nuestro caminar:

  • El cinturón de la verdad, con el que nuestros pensamientos y sentimientos deben ordenarse de manera agradable a Dios,
  • La coraza de la justicia, por la que estamos protegidos de los ataques de Satanás en nuestras decisiones justas,
  • El calzado de la preparación del evangelio de la paz, por el que en nuestro caminar estamos siempre en armonía con los pensamientos de Dios.

El segundo grupo nos muestra la confianza práctica en Dios:

  • El escudo de la fe, la confianza firme e ininterrumpida en la bondad y la ayuda de nuestro Dios y Padre, mediante la cual se pueden extinguir las dudas de todo tipo, «los dardos encendidos del maligno»,
  • El casco de la salvación, confiando en lo que Dios ha hecho por nosotros en Cristo, salvándonos.
  • El tercer grupo, por último, incluye las fuentes más importantes de fuerza práctica del cristiano:
  • La espada del Espíritu, la Palabra de Dios, que ya utilizó nuestro Señor en sus tentaciones por el diablo, respondiéndole 3 veces: «Está escrito».
  • La oración, que necesitamos como el aire para respirar, para recibir fuerza y gozo espiritual.

Equipados con esta armadura completa, podemos salir victoriosos en la batalla contra los poderes espirituales de maldad en los lugares celestiales. Los enemigos tienen su origen y sede en los lugares celestiales, pero como son «los gobernadores de las tinieblas», la batalla tiene lugar aquí. Es una batalla espiritual que debemos librar en la tierra en nuestra vida de fe. Los ataques son contra nuestra vida práctica de fe y también toda la armadura de Dios se establece en consecuencia. Con ella somos capaces de resistir al enemigo y de mantenernos firmes, cuando hemos vencido todo.

¿No es significativo que Josué se reuniera con «el Príncipe del ejército de Jehová» después de que el pueblo fuera circuncidado en Gilgal? Gilgal es el lugar del auto-juicio, la preparación para ponerse la armadura espiritual. Como hemos visto, esta armadura consiste en su mayor parte en recursos divinos para nuestra vida práctica de fe. Es precisamente en nuestra vida cotidiana donde Satanás intenta intervenir para impedirnos disfrutar de las bendiciones espirituales. Pero si conocemos nuestro «Gilgal», somos capaces, con toda la armadura de Dios, y bajo la guía y fuerza del Señor Jesús, de salir victoriosos en la guerra espiritual contra los poderes del mal. Así como los hijos de Israel regresaron después de sus batallas a Gilgal, donde una vez fueron circuncidados, también nosotros necesitamos el juicio diario de nosotros mismos, para mantener nuestra fuerza espiritual.

10 - Conclusión

Al llegar al final de nuestras consideraciones sobre el crecimiento del cristiano hasta llegar «a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Efe. 4:13), muchos pueden preguntarse: “Como cristiano, ¿necesitamos conocer todas estas enseñanzas no siempre fáciles para llegar a ser verdaderamente maduros espiritualmente?”. La respuesta es la siguiente: El crecimiento espiritual no es un asunto de la mente, sino del corazón. Si mi corazón late por mi Salvador, que ha hecho tanto por mí, entonces la consagración a él, la separación del mundo y el auto juicio de la carne que habita en mí es una consecuencia normal.

No es necesario, por tanto, que un cristiano conozca y pueda explicar hasta el último detalle todas las consecuencias que hemos considerado de la maravillosa obra de redención del Señor Jesús. Explicarlas requiere habilidades que el Señor no exige a todos los que creen en él. Lo más importante en nuestra vida de fe es que le entreguemos nuestro corazón sin reservas. Ya se nos exhorta a ello en Proverbios 23:26: «Dame, hijo mío, tu corazón». La consagración del corazón de María le hizo comprender lo que ninguno de los otros invitados a la comida de Betania entendió. Cuando ungió al Señor Jesús, no solo le rindió homenaje, sino que fue la única que pudo ungirlo para su entierro. Todos los demás llegaron demasiado tarde a la tumba del Resucitado de entre los muertos.

También hemos visto que muchos de los creyentes del Antiguo Testamento, como Abraham, Moisés y David, poseían un conocimiento y una energía de fe que superaba con creces lo revelado en aquella época por el Espíritu de Dios. Las razones para ello fueron su confianza ilimitada en las declaraciones de Dios y su obediencia a su Palabra. Pero detrás de esto estaba el amor de los redimidos por su Salvador –piense solo en las palabras de Job: «Sé que mi Redentor vive» (Job 19:25). Este amor los llevó a vivir y actuar en comunión con su Dios.

Si, como persona redimida, tengo un deseo sincero de seguir a mi Señor, atenderé lo más intensamente posible a su Palabra y a él. Puede que no lo entienda todo a la vez. Pero si tengo el deseo de vivir como Pablo por la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí (Gál. 2:20), ¡este deseo no quedará sin respuesta! Dios me concederá el disfrute de la vida eterna, la conciencia de la morada del Espíritu Santo y la fuerza para caminar en una vida nueva, no según la carne, sino según el Espíritu.

De ello se desprende que me veré conducido casi naturalmente a comprender la imposibilidad de toda comunión con el mundo. Si vivo con el Señor, no puedo sentirme a gusto en compañía de la gente de este mundo. Así que pasamos por la tierra como extranjeros, que tienen un hogar y una esperanza celestiales, pero también un mensaje glorioso para los hombres de este mundo: el Evangelio de la gracia de un Dios que quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la verdad.

También hemos visto que la posesión de la nueva vida, este maravilloso don de Dios en su Hijo, es algo que sentimos, en nuestros sentimientos y en nuestros pensamientos. Cuando encontramos nuestro gozo en ello, nuestro interés se dirige a Aquel por quien hemos recibido este don. ¿Y dónde está él? A la derecha del trono de la majestad en los lugares celestiales. Así, también nosotros podemos llegar a caracterizarnos, como los «padres» de la Primera Epístola de Juan, por estas breves pero significativas palabras: «Os escribo, padres, porque conocéis al que es desde el principio» (1 Juan 2:12, 14). Entonces ya no seremos atraídos por el mundo y sus codicias, como los jóvenes también mencionados. Y menos aún seremos sacudidos por las falsas doctrinas, como los pequeños «niños» espirituales que forman el último grupo al que se dirige esta Palabra. Tenemos plena suficiencia en nuestro Señor y estamos en el Espíritu con él en la gloria. Es allí, con él, donde pronto seremos hombres glorificados según su promesa. En efecto, ha dicho: «Sí, vengo pronto».

Sin la meditación de la preciosa Palabra de Dios, sin embargo, no puede haber crecimiento en el conocimiento. Todos los pensamientos de Dios, todo su consejo, se revelan solo en las Sagradas Escrituras. Allí encontramos el alimento espiritual, a través del cual también obtenemos la fuerza espiritual. Que estas consideraciones contribuyan a ello, aunque sea en pequeña medida. Si por este medio la grandeza y la gloria del Hijo de Dios y su obra de redención en la cruz, con todas sus benditas consecuencias, pudieran brillar con más fuerza y brillo ante los corazones de los lectores, entonces se produciría un gran progreso hacia esta meta.