Inédito Nuevo

5 - El cruce del mar Rojo (Éxodo 14)

El camino del crecimiento espiritual


En el camino de Egipto a Canaán, Israel tuvo que cruzar primero un brazo del mar Rojo. Dios ordenó a Moisés que extendiera su vara; entonces el agua del mar se retiraría, de modo que los israelitas podrían cruzar en tierra firme. Con un fuerte viento del este, las aguas se «dividieron». Al mismo tiempo, la nube, imagen de la presencia de Dios, se interpuso entre el pueblo de Dios y los enemigos egipcios. Los hijos de Israel cruzaron el mar de noche. Cuando los egipcios trataron de perseguirlos, se ahogaron en las aguas que volvían sobre ellos. Entonces el pueblo de Dios fue liberado de su cautiverio para siempre.

La tierra de Egipto, donde se encontraba el pueblo de Israel en el momento de la Pascua, nos muestra una imagen del mundo con su cultura y civilización, pero también con su independencia de –Dios y su oposición a él (comp. con Éx. 5:2; Deut. 11:10). Faraón es una figura del diablo, que gobierna el mundo. El Señor Jesús lo llama «el príncipe de este mundo» (Juan 12:31; 14:30; 16:11). Aunque el mundo ejerce una gran atracción sobre el hombre natural, en realidad es una «casa de servidumbre» (Éx. 13:3). Alguien dijo una vez con acierto: “Como Satanás suele dorar las cadenas con las que ata a los hombres, estos no se dan cuenta de su esclavitud, incluso se glorían de ella”.

Después de la Pascua, Israel debía ser liberado de la esfera del poder de Faraón. Lo que el creyente necesita para poseer y disfrutar conscientemente de su salvación eterna no es solo la sangre de Cristo, sino también la liberación del poder de Satanás y del poder del pecado. De esto habla el mar Rojo. Es una imagen de la muerte, que el Señor Jesús tomó sobre sí mismo, y que superó con su resurrección. Esto es lo que se ha convertido en el medio de la liberación perfecta para nosotros. Solo cuando lo hayamos aceptado por fe podremos alegrarnos de nuestra salvación para siempre. No es solo lo que Dios ha hecho por nosotros en Cristo, sino lo que ha hecho en nosotros y de nosotros.

Con la salida de Egipto, comienza el viaje del pueblo de Israel. Ahora son «las huestes de Jehová», pues él va delante de ellos para sacarlos de Egipto (Éx. 12:41, 51). Al principio, todo va bien. Pero, aunque Dios, con su poder y su gracia, va delante de ellos en la columna de nube y de fuego, les invade el miedo y el temor cuando ven que los egipcios se levantan y los persiguen.

El que se ha refugiado en la sangre de Cristo, puede estar todavía plagado de ansiosas dudas y preguntarse si realmente está salvo, cuando ve el poder y la influencia del mundo y del diablo, que incluso ahora «ronda como león rugiente, buscando a quien devorar» (1 Pe. 5:8). También el que se mira a sí mismo y debe, por tanto, reconocer necesariamente que no hay nada bueno en él, puede desesperar, como el hombre descrito en Romanos 7, que ha nacido de nuevo, pero que no tiene paz con Dios, y que se ve aprisionado en un «cuerpo de muerte», del cual querría liberarse (Rom. 7:24).

Los israelitas se encontraban en una situación similar cuando se enfrentaron al mar Rojo. Las olas delante de ellos y los egipcios detrás los sumieron en tal angustia que gritaron con incredulidad: «Porque mejor nos fuera servir a los egipcios, que morir nosotros en el desierto» (Éx. 14:12) [8]. Pero Moisés los alentó de parte de Dios: «No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros; porque los egipcios que hoy habéis visto, nunca más para siempre los veréis. Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos» (v. 13-14). Tenían que experimentar que Dios ya no era un juez, sino un Salvador. La lucha era necesaria, pero no tenían que luchar, podían estar tranquilos. Otro lucharía por ellos.

[8] Que la carne en el hombre no puede ser mejorada es evidente por el hecho de que 40 años después volvieron a decir casi las mismas palabras (Núm. 21:5).

Pero ¿cómo fue esta batalla? No se esgrimió ningún arma visible, salvo que Moisés levantó su vara, extendió su mano hacia el amenazante mar Rojo y lo partió, de modo que «entren los hijos de Israel por en medio del mar, en seco» (v. 16). El mar, que significaba una muerte segura, se convirtió en el camino de la liberación perfecta para el pueblo de Dios. ¿Cómo fue posible y qué significa para nosotros?

5.1 - La muerte

El agua, en el lenguaje simbólico de las Sagradas Escrituras tiene diferentes significados. Es una imagen de la Palabra de Dios (Efe. 5:26), como «agua viva» habla de la vida eterna en el poder del Espíritu Santo (Juan 7:38), y las grandes masas de agua y los grandes mares son a veces imágenes de masas de gente impía (Apoc. 17:15). Pero el agua también habla de la muerte. En 2 Samuel 22:5, David recuerda las «ondas de muerte» y las «torrentes de perversidad» [9]. En los Salmos, el agua se menciona a menudo como imagen de la muerte. Piensa en la queja profética del Señor Jesús en el Salmo 69:15: «No me anegue la corriente de las aguas, ni me trague el abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca».

[9] La palabra hebrea: Belial o Beliar (inicuo), designa a veces, en la Biblia, al diablo.

El mar Rojo es una imagen del juicio y la muerte. Según la Palabra de Dios, la muerte es la paga del pecado. Así se lo había declarado a la primera pareja humana. Por su pecado, la muerte entró en el mundo y «pasó a todos los hombres» (Gén. 2:17; Rom. 5:12; 6:23; Sant. 1:15). Nadie se salva. Pero el Nuevo Testamento no solo habla de la muerte corporal, sino también de la «muerte segunda». Esto implica la condena eterna (Apoc. 2:11; 20:6, 14) [10].

[10] En tercer lugar, todavía existe el estado de muerte espiritual, en el que todos los hombres se encuentran por naturaleza. Aunque estén vivos, están muertos para Dios en [sus] «delitos y pecados» (Efe. 2:1; Col. 2:13).

La muerte significa separación: separación del alma y del cuerpo en la muerte corporal, y separación eterna de Dios en la «segunda muerte», la condenación. Pero, bendito sea Dios, las palabras de Moisés: «Jehová peleará por vosotros», se cumplieron verdadera y completamente en la cruz del Gólgota. Allí nuestro Señor «por la gracia de Dios… gustase la muerte por todos» (Hebr. 2:9). Con su muerte voluntaria, venció y dejó de lado todo lo que antes nos dominaba y nos separaba de Dios. La prueba de la victoria es su resurrección. La división de las aguas del mar Rojo es una imagen de la victoria sobre la muerte, a través de la muerte y resurrección del Señor Jesús.

5.2 - La vara de Dios

La «vara de Dios» que Moisés debía extender sobre el mar Rojo era la vara del poder y del juicio (Éx. 4:2, 20). Es una imagen del hecho de que un día Satanás sería derrotado. Porque cuando Moisés, por orden de Jehová, la arrojó al suelo, se convirtió en una serpiente. Este gesto muestra simbólicamente que Satanás ha asumido la autoridad sobre la tierra. ¡Pero Dios es más fuerte! Cuando, a la palabra de Dios, Moisés tomó la serpiente, esta volvió a ser una vara. Así como Moisés, que es un tipo del Señor como redentor y líder del pueblo de Dios, trajo muchas de las diez plagas sobre Egipto con esta vara (Éx. 7:9; 8:5; 9:23; 10:13), el Señor Jesús entró ya durante su vida en la tierra, antes de su muerte en la cruz, como el «más fuerte» en la «casa del fuerte», ató al «al fuerte», el diablo, y saqueó «su casa» (Mat. 12:29).

Pero el hecho de que Moisés partiera entonces el mar con «la vara de Dios» hablaba en imagen de la ejecución de un juicio fundamental y final, por el que se abrió el camino de la liberación perfecta para Israel. Este tipo encontró su cumplimiento en la cruz del Gólgota. Al considerar la Pascua, vimos que en la cruz el Señor Jesús llevó el castigo de Dios por nuestros pecados (1 Cor. 15:3; comp. con 1 Pe. 3:18). En la imagen del mar Rojo vemos lo que su muerte y resurrección han hecho por nosotros. Satanás y la muerte son destruidos, el mundo es juzgado y nuestro viejo hombre crucificado con él; allí también se puso el fundamento para la abolición definitiva del pecado (Rom. 6:6; 2 Tim. 1:10; Hebr. 2:14; 9:26). Para los que creen en él, todo lo que los separaba de Dios es totalmente superado y dejado de lado. Estas inmensas consecuencias del plan de amor de Dios y de la obra de nuestro Señor en la cruz tienen importancia no solo para la eternidad, sino ya ahora para nuestra vida de fe. En la medida en que lo captemos por la fe y lo vivamos, creceremos hacia Él. Entonces podremos cantar como Israel al otro lado del mar Rojo: «Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada» (Éx. 15:13).

5.3 - Cristo en la cruz

Consideremos ahora, en los diversos aspectos recordados, la cruz en la que nuestro Salvador fue crucificado por amor a su Dios y Padre y por amor a nosotros, pecadores perdidos. Cuanto más lo hagamos, mejor comprenderemos que la cruz del Gólgota constituye el centro del consejo de Dios y de la historia humana. Vemos allí el juicio del Dios santo sobre el pecado y sobre el mundo, pero al mismo tiempo el amor del Dios de la gracia hacia los pecadores perdidos. Todo esto encontró su perfecta expresión en la persona de nuestro Redentor y Señor Jesucristo.

En el mar Rojo, sin embargo, no vemos ningún juicio sobre un inocente, ningún sufrimiento y ninguna muerte de una víctima como en la Pascua. El juicio solo se indica en el hecho de que Moisés extendió su mano con la vara de Dios sobre el mar y sobre las aguas de la muerte, y que hubo oscuridad, como en las 3 últimas horas del Gólgota. Pero en vano buscamos en el mar Rojo un tipo de Cristo sufriente y moribundo. ¿Por qué razón? Debía beber solo, a escondidas de los ojos humanos, la copa que el Padre le había dado a beber. Tuvo que asumir el castigo de nuestra paz, abandonado por Dios, cuyos ojos son demasiado puros para ver el mal. Ningún corazón humano puede comprender en toda su profundidad el significado de estas palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Pero podemos adorarle eternamente por todo lo que asumió en esas horas.

Ningún ojo humano podía atravesar la oscuridad que se cernía sobre la tierra, para mirar al Cristo sufriente bajo el juicio de Dios. Un velo divino cubre esta escena tan solemne y sagrada de la historia universal. Encontramos un hecho similar en el día de la propiciación, el gran tipo de la obra expiatoria de Cristo. Salvo el Sumo Sacerdote, nadie podía estar «en el tabernáculo de reunión cuando él entre a hacer la expiación en el santuario» (Lev. 16:17). Del mismo modo, mirar dentro del arca, que es un tipo del Señor Jesús y de su obra expiatoria, se castigaba con la muerte (vean Núm. 4:20). Así, ninguna criatura contempló el sufrimiento de nuestro Redentor en la cruz. Solo el Señor Jesús tenía que soportar el justo castigo por nuestros pecados y el juicio sobre el pecado. Fue abandonado incluso por su Dios, cuando el juicio cayó sobre él.

Muy poco se dice en el Nuevo Testamento sobre los sentimientos profundos de nuestro Salvador en sus sufrimientos en la cruz. En el relato de su viaje a Getsemaní aprendemos algo de sus presentimientos, pero no de sus sufrimientos expiatorios por el pecado. En la cruz solo escuchamos el grito solitario en medio de la más profunda oscuridad y abandono: «¡Elí, Elí! ¿Lama Sabactani? Que quiere decir: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46; comp. con Sal. 22:2). Pero en las palabras proféticas de los Salmos encontramos la expresión de lo que significaban para él las aguas de la muerte: «Un abismo llama a otro a la voz de tus cascadas; todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí» (Sal. 42:7). «No me anegue la corriente de las aguas, ni me trague el abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca» (Sal. 69:15). «Me has puesto en el hoyo profundo, en tinieblas, en lugares profundos. Sobre mí reposa tu ira, y me has afligido con todas tus ondas» (Sal. 88:6-7).

En el mar Rojo solo vemos los resultados del juicio: resultados maravillosos para el pueblo de Dios, resultados terribles para sus enemigos. «Y extendió Moisés su mano sobre el mar, e hizo Jehová que el mar se retirase por recio viento oriental toda aquella noche; y volvió el mar en seco, y las aguas quedaron divididas. Entonces los hijos de Israel entraron por en medio del mar, en seco, teniendo las aguas como muro a su derecha y a su izquierda» (Éx. 14:21-22; comp. con Hebr. 11:29). El inmenso y aparentemente insuperable obstáculo fue eliminado por la intervención de Dios. Precisamente aquello en lo que los enemigos encontraron su terrible final, se convirtió para Israel en el camino hacia la vida. Cruzaron el mar en tierra firme, en cuyas olas Faraón y todo su ejército fueron tragados y finalmente encontrados muertos en la orilla.

Consideremos ahora, a la luz del Nuevo Testamento, lo que esto significa para nosotros individualmente.

5.4 - Satanás y la muerte derrotados

El Señor Jesús anunció proféticamente, hablando de su muerte: «El príncipe de este mundo será echado fuera» (Juan 12:31). Este no es otro que Satanás (Juan 14:30; 16:11). Había llevado a la primera pareja humana, mediante el engaño y la falsedad, a creer en él más que en Dios. Transgredieron el único mandamiento que se les dio, aunque Dios había predicho la muerte de Adán en caso de desobediencia. Con ello se entregaron a la influencia y al poder de Satanás. Y así, por el pecado, la muerte entró en el mundo (Gén. 2:17; Rom. 5:12). Desde entonces, Satanás se ha servido de la muerte con sus terrores para retener a los hombres cada vez más en su poder, de modo que toda la vida están sometidos a la esclavitud por el temor a la muerte (Hebr. 2:15).

A diferencia del primer Adán, Satanás no ha encontrado ninguna predisposición/propensión a pecar en el segundo hombre… y último Adán, el Señor Jesús. En la tentación del desierto, se atrevió a afirmar: «Te daré toda esta autoridad y la gloria de estos reinos, porque me ha sido entregada», pero esta fue una de las muchas mentiras de quien es llamado el «padre de mentiras» (Lucas 4:6; comp. con Juan 8:44). Nadie le había dado autoridad sobre los reinos del mundo, sino que la había asumido para sí mismo mediante el engaño. Sin embargo, el Señor lo llama, en relación con su muerte en la cruz, «el príncipe de este mundo (kosmos)», e incluso el apóstol Pablo se refiere a él como «el dios de este siglo» (aiôn)» (2 Cor. 4:4). En ningún lugar fue más evidente la influencia de Satanás sobre los hombres del mundo que en la cruz, donde los azuzó al máximo contra el único justo. Pero no tenía ningún poder contra aquel que, ya en Lucas 10:18, había visto a Satanás ser arrojado del cielo como un rayo. Cuando el Señor vio que se acercaba su hora, dijo: «Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí» (Juan 14:30). ¡No más al principio que al final de su camino por la tierra, ofreció el Señor el más mínimo asidero a Satanás!

Con su muerte, el Señor Jesús derrotó a este poderoso enemigo para siempre. Redujo «a impotencia al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo»; y liberó «a todos los que, por temor a la muerte, estaban sometidos a esclavitud». Él ha liberado «del poder de las tinieblas», el dominio del diablo, a todos los que creen en Él (Hebr. 2:14-15; comp. con Lucas 22:53; Efe. 4:8; Col. 1:13; 2:15; 1 Juan 3:8). El Señor Jesús, el único que, estando sin pecado, no estaba bajo la sentencia divina de muerte, ni bajo el poder del diablo, entró por su muerte voluntaria en el dominio del enemigo, la muerte, y venció al que «tiene el imperio de la muerte». Como David mató al poderoso Goliat con su propia espada, así el Señor Jesús derrotó al diablo para siempre con su propia arma (1 Sam. 17:51). Mediante su resurrección, se manifestó que Él era el vencedor. Y en virtud de esta victoria, pudo decir a sus discípulos: «Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y sobre la tierra» (Mat. 28:18).

A diferencia de Faraón, la figura del gobernante de este mundo, que fue arrojado al mar Rojo con su ejército y murió (Sal. 136:15), el juicio sobre Satanás se pronuncia, pero aún no se ejecuta. Ahora todavía está en los lugares celestiales con sus vasallos (Efe. 6:11-12), pero será arrojado a la tierra al final (Apoc. 12:9). Su esfera de actividad se verá ciertamente reducida, pero esto no hará sino aumentar su violencia, pues sabe «que tiene poco tiempo» (Apoc. 12:12). Al comienzo del reinado de 1.000 años será atado y arrojado al pozo sin fondo (Apoc. 20:1-3). Luego será liberado por un tiempo, para finalmente ser arrojado al lago de fuego, al fuego eterno preparado para él y sus ángeles (Mat. 25:41; Apoc. 20:7-10). Sin embargo, estemos seguros, a pesar de sus actividades aparentemente ininterrumpidas, Satanás es un enemigo derrotado para nosotros. Para todos aquellos que, por fe, están del lado de Cristo el Vencedor, el dominio del enemigo ya ha terminado para siempre.

Que en el tiempo presente su poder no está completamente roto, lo vemos en 1 Pedro 5:8-9: «Sed sobrios, velad: vuestro adversario el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe» (comp. con Apoc. 2:10). Pero en Cristo, el vencedor, poseemos más fuerza que el enemigo. Por lo tanto, podemos vencerlo por la fe, como también se dice de los jóvenes espiritualmente fuertes en 1 Juan 2:13: «Os escribo, jóvenes, porque habéis vencido al Maligno».

Sin embargo, la batalla de la fe contra el adversario terminará un día, cuando el Señor Jesús venga a reunirnos en la Casa del Padre. Su poder aún no será definitivamente quebrado; solo después del último asalto al campamento de los santos y a la ciudad amada, Jerusalén, al final del reinado de 1.000 años, que será arrojado al lago de fuego y azufre para siempre (Apoc. 20:7-10). Entonces se cumplirá la profecía del apóstol Pablo en Romanos 16:20: «El Dios de paz quebrantará en breve a Satanás bajo vuestros pies». También esta victoria será el resultado de la obra de Cristo en la cruz, pues según la promesa de Dios en el Jardín del Edén, la verdadera semilla de la mujer debía quebrar la cabeza de la antigua serpiente mediante su muerte en la cruz (Gén. 3:15).

Solo al cruzar el mar Rojo, y no por la sangre del Cordero pascual, fue liberado Israel de la «casa de servidumbre». También nosotros somos liberados de la esclavitud de Satanás y de todo temor a la muerte por la fe en la muerte y resurrección de Cristo. Ahora sí somos «esclavos de Dios» y «esclavos de Cristo», pero eso es algo muy distinto. Esto equivale a la verdadera libertad cristiana (Rom. 6:22; 1 Cor. 7:22). El hombre está destinado a servir a Dios. «Todas las cosas fueron creadas por medio de él y para él» (Col. 1:16). Esto significa que el hombre solo encuentra la verdadera plenitud de su vida en una relación ininterrumpida con Dios. Pero mediante la astucia del enemigo, se ha alejado de Dios y se ha convertido en un esclavo de Satanás. Solo cuando sea liberado de esta esclavitud por Cristo podrá, como siervo comprado por Dios, cumplir con su vocación original; pero ahora como un redimido que ha llegado a conocer el amor y la gracia de Dios en una medida incomparablemente mayor.

No pensemos que solo las personas notoriamente adictas al pecado, como los adictos al alcohol y las drogas, o los adictos al ocultismo, están bajo el poder de Satanás. No, todos los incrédulos están en esta condición, sin excepción. En su ceguera moral, creen las insinuaciones del diablo de que son libres, cuando en realidad son sus siervos. Por lo tanto, todos los hombres son llamados por el Evangelio a convertirse «de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; para que reciban el perdón de los pecados y herencia entre los que son santificados por la fe» en Jesucristo (Hec. 26:18). Qué gracia que el Hijo nos haya liberado de la esclavitud de Satanás y del pecado, y de todo temor a la muerte (Juan 8:36; Hebr. 2:14-15). Como a través del mar Rojo Israel fue liberado de la casa de esclavitud de Faraón, así el cristiano creyente, a través de la muerte de Cristo, es liberado de la esfera de poder y fuerza del diablo.

El triunfo sobre la propia muerte está estrechamente ligado a la victoria sobre el que tiene el poder de la muerte, el diablo. Con su propia muerte, el Señor Jesús «abolió la muerte», y con su resurrección… «sacó a luz la vida y la incorruptibilidad por el Evangelio» (2 Tim. 1:10). Para los creyentes, la muerte ya no es «el rey de los espantos» (Job 18:14), sino que es el camino hacia el Señor Jesús en el Paraíso (Lucas 23:43), aunque a veces vaya acompañada de grandes sufrimientos. Pero el vencedor no es la muerte, sino el Señor Jesús. Él ha vencido a la muerte, y cuando venga a tomar a los suyos para sí, esto también se manifestará con respecto a nosotros. Los muertos en Cristo (es decir, todos los creyentes que hayan dormido hasta entonces) serán resucitados de entre los muertos (1 Cor. 6:14; Fil. 3:11) y los creyentes vivos no sufrirán la muerte, sino que serán transformados en la conformidad del cuerpo glorioso del Señor Jesús (Fil. 3:21; 1 Tes. 4:16). Entonces también la muerte será para nosotros eternamente tragada en victoria, es decir, completamente vencida (1 Cor. 15:54-55).

Según 1 Corintios 15:26, la muerte, como último enemigo, no será abolida [11] hasta después del reinado de 1.000 años: esto no está en absoluto en contradicción con lo que se acaba de decir. La muerte seguirá existiendo hasta el final del Milenio. Durante la gran tribulación, morirán muchos mártires, y durante el reinado de 1.000 años, morirán todos los pecadores (Apoc. 13:15; Sal. 101:8; Is. 66:24). La muerte y el Hades no serán eliminados definitivamente hasta después del Milenio, ya que serán arrojados al lago de fuego (Apoc. 20:14).

[11] En griego, el verbo traducido con «abolir» en 1 Corintios 15:26 se interpreta en 2 Timoteo 1:10 con «cancelar» (katargeô).

5.5 - El juicio del mundo

El mundo, que vemos aquí tipificado por Egipto, también cayó bajo la influencia y el poder del pecado, porque la primera pareja humana se dejó engañar por Satanás. Caín, el asesino de su hermano, «salió… de delante de Jehová» y construyó con sus descendientes su propio mundo de incredulidad, que vive hasta hoy en enemistad contra Dios (Gén. 4:16; Juan 15:18; 17:25).

En el Antiguo Testamento encontramos una estricta separación entre Israel, el pueblo de Dios, y las naciones. Pero el carácter del mundo, corrompido por Satanás y el pecado, aún no se manifiesta allí. Solo en el Nuevo Testamento se utiliza el término «mundo» en un nuevo sentido. Originalmente, el término «mundo» se refería a la creación y a todos los seres humanos que viven en ella (Hec. 17:24; 1 Tim. 6:7; Juan 3:16). Por otra parte, desde la caída, el mundo es también el sistema del mal, alejado de Dios, dominado por el diablo que, como hemos visto, es llamado el gobernante de este mundo (1 Juan 2:15-17; 5:19). La misma palabra (kosmos) se utiliza para ambos significados. Además, hay otra palabra (aiôn) que significa “mundo, época, tiempo”, y que más bien describe el carácter moral corrupto del mundo (Gál. 1:4). Por lo tanto, es importante, al leer la Palabra de Dios, discernir según el contexto el significado particular de la palabra «mundo», a fin de estar guardado del error.

Cuando el Hijo de Dios vino al mundo, su pueblo terrenal (los judíos) no lo recibió, y el mundo que se apartó de Dios no lo conoció (Juan 1:10). Más aún: los judíos y las naciones –es decir, el mundo entero– han manifestado su maldad al rechazar al único sin pecado. Toda la corrupción y enemistad contra Dios del mundo religioso, cultural y político se manifestó en la crucifixión del Señor. El signo despectivo en la cruz: «Jesús el Nazareno, el Rey de los Judíos», estaba así escrito en hebreo, griego y latín (Juan 19:20). Con esto, el mundo, que condenó a Aquel que lo salvaría, pronunció su propia condena. Pero entonces también fue condenado definitivamente por parte de Dios (comp. con Juan 3:19). Por eso, respecto a su muerte en la cruz, el Señor había anunciado de antemano: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora será echado fuera el príncipe de este mundo» (Juan 12:31).

5.5.1 - Separarse del mundo

Para el creyente en el Señor Jesús, no puede haber comunión con un mundo que ha rechazado al Señor Jesús y, por lo tanto, está bajo la condenación de Dios. Como Israel fue separado de Egipto por el mar Rojo, así todos los que le pertenecen son, por su muerte, apartados «… del presente siglo malo (aiôn)» (Gál. 1:4). Corporalmente, todavía estamos «en el mundo (kosmos)» de la creación, y experimentamos a diario que el «tiempo presente (aiôn)» nos rodea (Juan 17:11; Tito 2:12). Pero, al igual que nuestro Señor, ya «no somos del mundo (kosmos)», es decir, ya no formamos parte de este sistema malvado juzgado por Dios (Juan 15:19; 17:1416‑; Col. 2:20). Simplemente ya no pertenecemos a él. Aceptamos por fe no solo el juicio de Dios sobre Satanás y el mundo, sino también el hecho de que pertenecemos a Cristo resucitado y glorificado. Con su ascensión al cielo, él ha dejado el mundo, y así lo haremos nosotros en nuestro arrebato a la Casa del Padre, algo que podemos esperar en cualquier momento. Pero incluso ahora ya no pertenecemos al mundo, aunque todavía estamos en él corporalmente (Juan 17:6). Así como el mar Rojo fue una barrera entre los israelitas liberados y Egipto, la muerte de Cristo separa ahora a sus redimidos del mundo, total y eternamente.

Este hecho es de gran importancia para nuestra vida de fe. Muchos hijos de Dios vegetan en su vida espiritual porque no dan este paso por fe, y no viven separados del mundo. Sufren porque quieren servir a 2 amos. Sin embargo, el Señor Jesús declaró que esto es imposible: «Nadie puede servir a dos amos» (Mat. 6:24). Mientras no aceptemos nuestra separación del mundo, y la realicemos por fe, no podremos hacer ningún progreso espiritual. Por eso estamos exhortados tan enfáticamente en el Nuevo Testamento a hacer nuestro el juicio de Dios sobre el mundo y a separarnos de él en cuerpo y espíritu.

  • Pablo exhorta a los creyentes de Roma: «Y no os adaptéis a este siglo [aiôn], sino transformaos por la renovación de vuestra mente; para que comprobéis cuál es la buena, agradable y perfecta voluntad de Dios» (Rom. 12:2).
  • Santiago afirma: «¿No sabéis que la amistad con el mundo [kosmos] es enemistad con Dios? Aquel que quiere ser amigo del mundo, se hace en enemigo de Dios» (Sant. 4:4).
  • Pedro exhorta así a los cristianos salidos del judaísmo: «Amados, os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que guerrean contra el alma; teniendo una buena conducta entre los gentiles; para que en lo que os calumnian, como a malhechores, observando vuestras buenas obras glorifiquen a Dios en el día de la visitación» (1 Pe. 2:11-12). «Porque si después de haber escapado de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, son vencidos al dejarse enredar otra vez en ellas, su último estado es peor que el primero» (2 Pe. 2:20).
  • Juan escribe: «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, no procede del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Juan 2:15-17).

En su última Epístola, Pablo debió observar con tristeza: «Demas me ha abandonado, amando el presente siglo [aiôn]» (2 Tim. 4:10). Para ser guardados de tal fracaso, debemos dejar el mundo atrás de una vez por todas, y aferrarnos a nuestro Señor con convicción de corazón, amarlo y apreciarlo a él, a su gloria y a sus riquezas. El que ha aceptado por fe la obra de la redención de Cristo no solo debe considerar al mundo como crucificado (es decir, como juzgado por Dios), sino que también debe considerarse a sí mismo como un crucificado con respecto al mundo, y esto a través de la cruz de Cristo (Gál. 6:14).

Cuántas discusiones ha habido entre los cristianos sobre el tema del «mundo». ¿Son realmente necesarias? ¿Es tan difícil responder a la pregunta: “Qué es el mundo”? Incluso teniendo en cuenta que en muchos países el mundo estaba y sigue estando en parte impregnado de formas cristianas, el hecho es que todo lo que la humanidad ha creado para sí misma para vivir mejor sin Dios es el mundo. Por tanto, no se trata de la naturaleza creada por Dios, sino de la cultura y la civilización desarrolladas por el ser humano. Esta afirmación puede resultar sorprendente a primera vista, pero si nos preguntamos qué se entiende por los términos “cultura” y “civilización” de forma general, podremos entenderla mejor. La cultura se presenta como “el conjunto de las realizaciones intelectuales, artísticas y educativas de una sociedad, como expresión de un desarrollo humano superior” (diccionario Duden), o más explícitamente como “el conjunto de las formas intelectuales, sociales y materiales de las manifestaciones vitales de la humanidad, por las que esta produce su propio entorno, y desarrolla, embellece y supera la naturaleza humana; en el uso más amplio de esta noción, lo que el hombre ha creado, lo que, por tanto, no es natural”. En el ámbito intelectual, incluye “la ciencia, el arte, la ética, la religión, el lenguaje y la educación”, en el ámbito social “la política y la sociedad”, y en el ámbito material “la tecnología y la economía” (Léxico de Meyer).

La noción de “civilización” solo difiere ligeramente de la anterior; se define como sigue: “el conjunto de las condiciones de vida social y material producidas y mejoradas por el progreso técnico y científico” (Duden), o según otra definición: “la ciencia, la tecnología, las formas de vida y de relación definidas” (Meyer).

La cultura, por tanto, se ocupa más de las cuestiones intelectuales, mientras que la civilización se ocupa más de los aspectos materiales de la vida humana. Sin embargo, la comparación muestra que estos conceptos se solapan parcialmente. No podemos limitarnos a decir: debemos mantenernos alejados de las llamadas influencias culturales, pero podemos aprovechar sin más los logros materiales del mundo. Por ejemplo, no hay nada intrínsecamente malo en el transporte y otros sistemas técnicos, pero pueden servir para fines buenos o malos. La medicina actual hace posible la diálisis y la cirugía cardíaca, pero también la anticoncepción fácil y el aborto seguro. En los medios de comunicación, la separación, e incluso la diferenciación, se hace aún más difícil y peligrosa. Basta con mencionar la televisión y el internet con todas sus posibilidades. Mediante una hábil mezcla de información concreta y entretenimiento y adoctrinamiento mundano e inmoral, el mundo está entrando en los hogares y en los corazones. La distinción entre la luz y las tinieblas se diluye así, y la entrada en el mundo se facilita y se prepara de forma sencilla.

Olvidamos con demasiada facilidad que todo en el mundo ha sido y es elaborado por hombres sin Dios. Sus motivos son, por lo general, la búsqueda del placer, el orgullo, el afán del dinero y del poder, si no algo peor (comp. con Rom. 1:29-31; 2 Tim. 3:2-5). Dios y su gloria no tienen ninguna función en ello. Los inventos más útiles y agradables sirven en primer lugar a los inventores y productores, para el cumplimiento de sus ambiciones y como fuente de ganancias.

A veces se dice que hay que distinguir entre lo terrenal y lo mundano. Deberíamos disfrutar de las cosas terrenales sin más preocupación, y mantenernos alejados solo de las cosas mundanas. Sin embargo, la Palabra de Dios dice lo contrario. En Filipenses 3:18 y 19, encontramos a aquellos que son «enemigos de la cruz de Cristo, cuyo fin es la perdición, cuyo dios es el vientre, y la gloria de ellos está en su vergüenza; los cuales piensan en lo terrenal». Santiago llama a la sabiduría que no viene de lo alto sabiduría «terrenal, natural, diabólica» (Sant. 3:15). Por otra parte, el santuario de Dios del Antiguo Testamento se llama «santuario terrenal» (Hebr. 9:1). Por lo tanto, no se puede mantener una distinción estricta entre las nociones bíblicas de “terrenal” y “mundano”. Todo lo que es mundano es terrenal, y todo lo que es terrenal puede llevar a la mundanidad. El que se empeña en diferenciar estas 2 nociones debe esperar que se le pregunte si no está tratando de “ensanchar” el camino de la fe. La culpa es de nuestro corazón, del que el profeta Jeremías dice que: «Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras» (Jer. 17:9-10). Nuestro Señor reclama para sí todo nuestro corazón. No la mitad, sino todo.

Cuando Pablo describe a los creyentes como «…los que disfrutan de este mundo (kosmos), como si no disfrutaran», está expresando una apreciación matizada del mundo en el que vivimos en estas palabras inspiradas por el Espíritu de Dios (1 Cor. 7:31). Por supuesto que no podemos salir del mundo (1 Cor. 5:10), pero como cristianos no tenemos nada en común con él, y por consiguiente, tampoco podemos tener comunión con él. «¿Qué comunión la luz con las tinieblas?» (2 Cor. 6:14) [12].

[12] Vean también: “Lecciones prácticas para nosotros” en el capítulo “El desierto”, pag. 34 y sig.

Para Israel, Dios vio desde el principio el peligro de la añoranza de Egipto. Por eso, primero condujo al pueblo por un recorrido libre de amenazas y dificultades, «Para que no se arrepienta el pueblo cuando vea la guerra, y se vuelva a Egipto» (Éx. 13:17). Apenas cruzaron el mar Rojo e iniciaron la travesía por el desierto, murmuraron contra Moisés y Aarón, y se acordaron solo de las carnes de Egipto, pero no de su angustia bajo la esclavitud del Faraón (Éx. 16:3). Dios les dio codornices y maná, «el pan del cielo», como alimento, pero poco después, «la gente extranjera» en medio de ellos hizo que los hijos de Israel miraran hacia atrás y recordaran el pescado, los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos que habían comido en Egipto. Con el paso del tiempo, el maná fue cada vez más despreciado (Núm. 11:4-6; 21:5). Dios volvió a darles de comer codornices, pero también les dio a conocer las consecuencias de sus codicias: «Y él les dio lo que pidieron; mas envió mortandad sobre ellos» (Sal. 106:15). Cuando, poco después, 10 de los 12 espías que regresaban de Canaán desanimaron al pueblo con sus informes, ¡incluso querían volver a Egipto (Núm. 14:3-4)! Incluso al final de la travesía por el desierto, cerca de llegar a la meta, los israelitas preguntaron desafiantes a Moisés: «¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para que muramos en este desierto?» (Núm. 21:5).

También nosotros, como cristianos, no somos inmunes al peligro de volver al mundo, como vimos un ejemplo en Demas, el compañero del apóstol Pablo. Nuestra carne, la vieja naturaleza en nosotros, no ha cambiado. Pero mantengámonos firmes por la fe, y comprendamos que, por la muerte de nuestro Redentor, hemos sido sacados del mundo y ya no formamos parte de él. No tenemos necesidad dejar errar nuestros ojos por el mundo. Tenemos el objeto más glorioso para nuestros corazones, la meta más gloriosa ante nuestros ojos: nuestro Señor en la gloria.

5.6 - Muertos con Cristo

Más de uno, se puede preguntar: “¿Es posible una separación tan radical del mundo?” Para muchos de los hijos de Dios, separarse del mundo es un hecho incómodo, que apenas pueden aceptar. Buscan de diversas maneras mantener y justificar al menos alguna relación con el mundo.

Sin un cambio fundamental en el propio creyente, separarse del mundo es imposible. El hombre natural, que no ha nacido de nuevo, no puede vivir sin el mundo. Solo conoce y ama al mundo. Si se lo quitan, no le queda nada. Sin embargo, cuando muere, deja atrás el mundo y todo lo que hay en él para siempre. Solo se puede dejar el mundo a través de la muerte. Esto también es cierto para cada uno de nosotros que creemos en el Señor Jesús. En la cruz, Dios juzgó no solo al mundo, sino también al viejo hombre, es decir, a lo que en el hombre está unido al mundo y en última instancia le pertenece. El que cree en el Señor Jesús puede, por tanto, no solo considerar al mundo como crucificado, sino también verse a sí mismo como un hombre que, en lo que respecta al mundo, está crucificado –y esto por la cruz de Cristo (Gál. 6:14). [13] Ahora está muerto con Cristo y separado del mundo por la muerte. De este modo, ha dejado el mundo como un sistema. El que cree en el Señor Jesús está, hablando espiritualmente, alejado del «presente siglo malo» (aiôn). En la muerte de Cristo, no solo el mundo ha sido juzgado, sino también lo que en el hombre pertenece al mundo, el viejo hombre. Está crucificado, muerto y enterrado con Cristo. En el bautismo hemos manifestado visiblemente que estamos sepultados con Cristo.

[13] Según Colosenses 2:12, nuestra resurrección espiritual con Cristo se basa en nuestra fe en la operación del poder de Dios para resucitarlo de entre los muertos. Lo mismo ocurre con nuestra crucifixión, muerte y vivificación con Cristo, es decir, poseemos todas las cosas por la fe.

5.6.1 - El bautismo – un entierro

En 1 Corintios 10, el cruce del mar Rojo por parte de Israel se denomina «bautismo». Pablo menciona allí, recordando la travesía del desierto por Israel: «Porque no quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estaban todos bajo la nube, y todos pasaron por el mar; y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar» (1 Cor. 10:1-2). Tanto la relación del pueblo de Israel con la nube de la gloria de Dios como el cruce (en seco) del mar Rojo se denominan después como un «bautismo». Aunque no se trata del bautismo cristiano, se alude claramente a él. Mediante el «bautismo» en la nube y en el mar, los hijos de Israel fueron identificados exteriormente con Moisés [14]. El mar Rojo los separaba de Egipto, y la nube los unía a Dios.

[14] Aunque los israelitas no entraron en contacto con el agua al cruzar el mar Rojo, fueron «bautizados» sin que nadie estuviera presente para bautizarlos. Esto se muestra en la forma gramatical del «medio» griego del verbo «bautizar» (ebaptisanto), atestiguado por el manuscrito P46 (cerca de 200 d.C.) así como por el Texto Recibido. Esta forma verbal, desconocida en nuestras lenguas, que relaciona la acción con el sujeto, suele traducirse en forma pronominal, lo que apenas es posible aquí («bautizar»). En Hechos 22:16, donde también se utiliza esta forma griega de “medio”, se traduce correctamente como «sé bautizado» (Versión Moderna 2025). El Nuevo Testamento griego de Nestlé-Aland, en cambio, sigue otros manuscritos, que tienen la forma pasiva más común ebaptisthesan (comp. Hec. 10:47-48). Parece que ni los copistas antiguos, ni los editores modernos que les siguen, se dieron cuenta de la peculiaridad de esta forma de expresión.

Así como los israelitas fueron simbólicamente «bautizados para Moisés» al comienzo de su peregrinaje por el desierto cuando cruzaron el mar Rojo, en el bautismo cristiano uno es «bautizado para Jesucristo». Al mismo tiempo, el que se bautiza es «bautizado para su muerte» y, por tanto, está «sepultado con él». Con ello demuestra que está «identificado con él en la semejanza de su muerte» (Rom. 6:3-5). Así confiesa abiertamente que le pertenece. El bautismo cristiano en agua, en el que el bautizado debe estar sumergido completamente en agua es una figura de ser sepultado con Cristo.

En el bautismo expresamos así nuestra identificación con el Cristo muerto. Como el mundo lo ve, así debe vernos a nosotros. Sabemos bien –aunque no se exprese en el propio bautismo– que el Señor no permaneció en el sepulcro, sino que resucitó y ascendió al cielo, donde ahora intercede por nosotros y nos espera, y desde donde nosotros le esperamos. Pero para el mundo debemos estar «muertos» y «sepultados». Y nosotros también debemos considerarnos así, como se nos muestra en varios pasajes del Nuevo Testamento.

El pasaje más importante es el de Romanos 6:1 al 11, pues describe de la manera más detallada nuestro estado de muerte con Cristo y su testimonio visible, el bautismo. Pablo se pregunta primero: «Los que morimos al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?» (v. 2). Toda persona redimida puede considerarse muerta al pecado. Por eso, Pablo puede continuar: «¿Ignoráis que todos los que fuimos bautizados a Jesucristo, en su muerte fuimos bautizados?» (v. 3). En el bautismo somos sepultados con Cristo, para vivir una vida nueva con él, el Resucitado. Lógicamente, por lo tanto, Pablo agrega: «Fuimos, pues, sepultados con él mediante el bautismo en la muerte; para que como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida» (v. 4). El bautismo es el signo visible de que nuestra vida anterior como pecador ha llegado a su fin por la muerte de Cristo. Según el juicio de Dios, hemos muerto con Cristo y damos testimonio en el bautismo de nuestra sepultura con él. Por tanto, el bautismo tiene un gran significado para nuestra vida práctica de fe. Esto se ignora con demasiada frecuencia. Sin embargo, esto no es solo para nosotros hoy en día, ya que obviamente fue lo mismo para los primeros cristianos. Casi todos los pasajes de las Epístolas del Nuevo Testamento que hablan del bautismo recuerdan a los destinatarios lo que expresaron en ese acto (vean también Gál. 3:27; Col. 2:12; 1 Pe. 3:21). Estos repetidos recordatorios indican el gran significado del bautismo para la vida práctica del cristiano. ¿Y por qué? Porque el bautismo cristiano es la figura de un hecho importantísimo, la sepultura de un muerto. Este hombre muerto, sin embargo, no es nuestro cuerpo, sino nuestra vieja vida sin Dios, nuestra posición de «viejo hombre». Si el mar Rojo es –como hemos visto– una imagen del bautismo es también una imagen de lo que precede a la sepultura, es decir, de la muerte, del fin del hombre viejo.

5.6.2 - El viejo hombre

Así como después del cruce del mar Rojo, la vida anterior de los israelitas en Egipto había terminado para siempre, el cristiano, en virtud de la muerte y resurrección de Cristo, ha abandonado permanentemente su posición de pecador. Mediante la muerte de nuestro Salvador en la cruz, no solo Satanás y el mundo, sino también nuestro viejo hombre, fueron juzgados. Según la Palabra de Dios, la expresión «el viejo hombre» se refiere retrospectivamente, por tanto, en relación con la redención, a nuestra anterior posición como descendientes de Adán y como pecadores. Al igual que la carne, forma parte del mundo caracterizado por el pecado y la enemistad contra Dios, por lo que se ve de forma similar a ella como crucificada.

A muchos les parece que esta presentación es bastante abstracta. Cuando Dios juzgó al Señor Jesús por nosotros, estaba completamente solo. Pero ¿no llevó allí, por nosotros, el juicio de Dios sobre los hombres pecadores? Con una devoción, un amor y una santidad insondables, soportó no solo el castigo por nuestros pecados, sino también el juicio sobre nuestra condición y naturaleza pecaminosa. Por lo tanto, Dios considera ahora a quien se coloca por fe bajo el juicio ejecutado sobre Cristo, y por lo tanto de su lado, como crucificado con él.

La crucifixión era, en efecto, el tipo de ejecución más cruel. Los romanos, por lo que sabemos, utilizaban este castigo humillante solo para los esclavos y los extranjeros, no para los ciudadanos romanos. Aparentemente fueron los hombres los que quisieron dar muerte al Señor Jesús de una manera tan cruel, bastante injusta, pero con el consentimiento de Dios. En realidad, nuestro Señor no solo sufrió la humillación de una condena injusta cuando su inocencia había sido reconocida, sino que tomó sobre sí, durante las 3 horas de tinieblas, el justo juicio de Dios que, de hecho, debería habernos alcanzado a nosotros, hombres pecadores. Nunca se manifestó más claramente el estado irremediablemente malo del hombre natural que en la condena y crucifixión del Señor Jesús.

El hombre natural (en realidad: el hombre animal, o el hombre animado solo por su alma creada, (psuchikos) creado por Dios se apartó de él por la caída, y se deja llevar por las tendencias naturales y las codicias de su alma impura. Por lo tanto, la Palabra de Dios define tanto al hombre no regenerado como a sus sentimientos, pensamientos y comportamiento como «naturales» o «animales» (Sant. 3:15) [15].

[15] Por el nuevo nacimiento, ya no somos hombres «naturales», pero conservamos nuestro cuerpo «natural» mientras vivamos en la tierra. Solo en la venida del Señor recibiremos un cuerpo «espiritual» (1 Cor. 15:44, 46). Al mismo tiempo, nos hemos despojado de nuestro «viejo» hombre, pero la «carne» nos acompaña toda nuestra vida.

En la sociedad de los hombres naturales existen, en efecto, las más variadas categorías y grupos, que proceden en parte del orden de Dios (hombres y mujeres, Israel y las naciones), pero en parte también de los propios hombres (por ejemplo, hombres libres y esclavos), y a cuyo reconocimiento se atribuye a menudo una gran importancia en el mundo. Pero por muy diferentes que sean los hombres predispuestos o aventajados, tienen en común la misma naturaleza humana corrupta y la condición pecaminosa relacionada con ella.

Por eso siempre se habla del viejo hombre en singular, nunca en plural. Pablo escribe a los creyentes de Roma: «que nuestro viejo hombre ha sido crucificado con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado»; a los de Éfeso: «En cuanto a vuestra conducta anterior, os despojéis del viejo hombre, que se corrompe según los deseos engañosos»; y a los de Colosas: «…No mintáis unos a otros, habiendo despojado el viejo hombre con sus prácticas» (Rom. 6:6; Efe. 4:22; Col. 3:9). A la vista de estas afirmaciones de la Palabra, no puede haber ninguna ambigüedad sobre el hecho de que ante Dios todos los hombres están en el mismo terreno como pecadores; pero también que, según la mente de Dios, el viejo hombre tenía que ser desechado por completo, y fue desechado en la cruz.

Mientras que el estado corrupto e irrecuperable de los descendientes de Adán, el «primer hombre» caído en el pecado (1 Cor. 15:45), no fuese demostrado plenamente, no se podría hablar de un «viejo hombre». Esto solo fue posible tras la venida del Señor Jesús, «el segundo hombre», y la creación del «nuevo hombre». Por eso la mención del «viejo hombre» solo aparece en el Nuevo Testamento. Solo entonces se establece claramente la diferencia entre el hombre natural no regenerado y el creyente (1 Cor. 2:14; Judas 19).

¿Y por qué el viejo hombre debe encontrar su fin? Porque es irremediablemente malo. Dios ha probado al hombre de todas las maneras posibles, para ver si había algo bueno en él. Israel, el pueblo terrenal elegido por Dios, fue el principal ejemplo de esta prueba, y el medio fue la Ley del Sinaí. El resultado fue abrumador: “No hay justo, ni aun uno… ninguna carne será justificada ante él por las obras de la ley, porque por la ley es el conocimiento del pecado… no hay diferencia, porque todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios. Este juicio se aplica indistintamente a todos los hombres, ya sean judíos o gentiles, hombres libres o esclavos, bárbaros o escitas, hombres o mujeres” (Rom. 3:9-23 –y otros pasajes). El hombre, pecador por naturaleza, como se ha demostrado, es incorregible y no puede, tal como es, ser aceptado por el Dios cuyos ojos son demasiado puros para ver el mal (Hab. 1:13). En consecuencia, el veredicto de Dios es la muerte (Rom. 6:23; Hebr. 9:27).

Este juicio aparentemente severo es, sin embargo, el único lógico. ¿Es concebible que Dios, en la santa atmósfera de su gloria celestial, pueda estar rodeado de hombres que son pecadores, en cuanto a su posición y naturaleza? ¿Podrían tales hombres estar a gusto en la atmósfera pura y santa de su presencia? Ambas cosas son impensables, y ambas confirman la necesidad de un final radical y un comienzo totalmente nuevo. Que Dios sea eternamente bendecido, Él ha previsto precisamente esto en su consejo y ha pagado el precio más alto por ello.

El tiempo de prueba del hombre acordado por Dios llegó a su fin cuando «llegó la plenitud del tiempo», al «final de estos días», «al fin de los tiempos» (Gál. 4:4; Hebr. 1:1; 1 Pe. 1:20). Entonces el Señor Jesús vino como «el segundo hombre» a la tierra (1 Cor. 15:45-47). Desde la eternidad era Dios, y se hizo real y verdaderamente hombre. En la cruz llevó en sustitución el juicio de Dios sobre los hombres, cuya forma había tomado él, que estaba libre de pecado. Solo a partir de ese momento, la posición anterior de los que creen en el Señor Jesús, que se terminó de una vez por todas, se llama «el viejo hombre». Desde la muerte y resurrección de Cristo, a partir del «último Adán», hay un «nuevo hombre» (Efe. 2:15; 4:24; Col. 3:10). Volveremos a hablar de esto más adelante.

Muchos lectores se habrán preguntado: “¿Qué es lo que ha muerto con Cristo? Como hombre, sigo viviendo, y estoy, por desgracia, incluso en estado de pecado. No siento que esté muerto”. De hecho, parece que nuestras experiencias diarias contradicen la doctrina de que el creyente está muerto con Cristo. En efecto, la carne que llevamos dentro no está en absoluto muerta. Nos acompaña a lo largo de nuestro viaje terrenal. ¿Cómo puedo entonces estar seguro de que estoy verdaderamente muerto con Cristo?

Así es nuestra muerte con Cristo, y así es nuestra certeza del perdón de nuestros pecados por su sangre. Recordemos a los primogénitos sentados en sus casas la noche de la Pascua. ¿Cómo podían saber que quedarían libres de juicio? ¿Era sobre la base en sus propios sentimientos o en la declaración de Dios: «Veré la sangre y pasaré de vosotros»? Obviamente, solo sobre la base de la Palabra de Dios. Del mismo modo, nosotros también, en lo que respecta al viejo hombre, no debemos fijarnos en lo que sentimos o experimentamos, sino que debemos recibir su Palabra con fe y confiar en ella. Entonces entendemos que nuestra muerte con Cristo no es el fin de nuestra vieja naturaleza, sino el fin de nuestra posición anterior como pecador. Cuando creemos y comprendemos este hecho, hemos dado un paso importante en el crecimiento espiritual.

Pablo dice en Colosenses 3:3: «Porque habéis muerto». Ahora nos toca recibir este hecho y sus consecuencias por la fe en su Palabra y aplicarlo a nosotros mismos. Pablo lo hace en Romanos 6:2 y 11, cuando escribe: «Los que morimos al pecado, ¿cómo viviremos aún él?» y «…Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús». En 2 Corintios 4:10 vemos la realización práctica de esta verdad en nuestras vidas: «…llevando siempre en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo». Pablo vivía continuamente en la conciencia de lo que significaba para él la muerte del Hijo de Dios bajo el juicio de Dios: ¡he muerto con Cristo! Solo así se podía discernir en su vida la vida de Jesús, la vida eterna. Si no juzgamos y condenamos, cuando es necesario, diariamente, incluso cada hora, todas las cosas a la luz de la muerte de Cristo, fácilmente llegamos a contristar al Espíritu Santo en nuestro interior. Entonces ya no puede llenarnos de gozo en Cristo, sino que debe llevarnos a juzgarnos a nosotros mismos y a confesar nuestros defectos, para que podamos volver a saborear el gozo de la fe.

Según Romanos 6:6, «nuestro viejo hombre ha sido crucificado con él», y en Gálatas 2:20, Pablo escribe: «Con Cristo estoy crucificado». El viejo «yo» del creyente es, por tanto, idéntico al viejo hombre. Ambos han llegado a su fin en la muerte de Cristo en la cruz. Sin embargo, no estamos físicamente crucificados ni muertos, pues seguimos viviendo ante Dios como seres responsables. Pero nos hemos aplicado por fe el juicio de Dios ejecutado en el Señor Jesús. A diferencia del pasado, ahora vivimos por la fe en el Señor que murió y resucitó por nosotros. No es nuestra vida terrenal la que ha terminado, sino nuestra anterior posición de pecador, porque «…fuimos identificados con él en la semejanza de su muerte», como se expresa visiblemente en el bautismo en Cristo Jesús y su muerte (Rom. 6:5). El que cree en el Señor Jesús tiene derecho a considerarse crucificado con él y muerto (Rom. 6:8; 2 Cor. 1:9; Col. 2:20; 3:3; 2 Tim. 2:11).

El “cambio de identidad” asociado a esta etapa espiritual está especialmente claro en Gálatas 2:19 y 20. El pronombre «yo» tiene aquí 3 significados diferentes:

  • «Con Cristo estoy crucificado»: es el viejo hombre, o nuestra posición de pecador antes de nuestra conversión.
  • «Para vivir para Dios»: es el nuevo hombre con la nueva naturaleza y la nueva vida.
  • «Lo que ahora vivo en [la] carne…»: es la persona responsable, el creyente como hombre en la tierra, en quien se ha realizado este cambio divino.

Cuando hemos aceptado esto por fe, y hemos dado así un paso adelante en nuestro desarrollo espiritual, podemos saborear una paz profunda y duradera. Ahora entendemos que Dios ya no nos ve como pecadores, sino que nos ve en Cristo, su Hijo amado, y nosotros también tenemos derecho a vernos así sobre la base de su Palabra inmutable. «Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom. 6:11).

5.6.3 - La carne

Muchos cristianos hablan de la “vieja naturaleza” pecaminosa dentro de ellos como el «viejo hombre». Confunden esto con la «carne» que todavía está presente en cada creyente. El término “vieja naturaleza”, que se utiliza a menudo, pero no se encuentra en las Escrituras, no se refiere al viejo hombre sino a la carne.

Desde la creación del hombre, la «carne» como expresión de la existencia corporal ha estado inseparablemente ligada a nuestra vida en la tierra. En este sentido original, la palabra «carne» no hace referencia al pecado y también se utiliza a menudo de esta manera en el Nuevo Testamento (por ejemplo, en 2 Cor. 5:16; Fil. 1:22, 24).

Cuando se habla de «carne» en cuanto al Señor Jesús, es siempre en este sentido, ya que él no tenía pecado (Rom. 1:3; 1 Juan 4:2). Cuando se dice que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan 1:14), vemos su perfecta encarnación. Por un lado, vino «a semejante a los hombres» (Fil. 2:7). Esto significa que se hizo como nosotros. La forma en que se expresa en Romanos 8:3: «en semejanza de carne de pecado» lo confirma, pues el Señor precisamente no vino “en carne de pecado”. El sustantivo «semejanza» (homoiôma) equivale a “copia, representación exacta” en contraste con “original”. Por otra parte, en toda la semejanza del hombre Jesús, con los demás hombres, quedaba una diferencia esencial. No tenía naturaleza pecaminosa. De la perfecta impecabilidad de nuestro Señor Jesús, 3 apóstoles dan testimonio. Pedro escribe que él «no hizo pecado», Pablo lo llama «al que no conoció pecado», y Juan declara por qué fue así: «y no hay pecado en Él» (1 Pe. 2:22; 2 Cor. 5:21; 1 Juan 3:5).

Desde la caída, la carne ha sido, para todos los hombres, no solo el instrumento, sino también el recipiente o soporte del pecado que habita en ellos. En este sentido, «la carne» se ha convertido en la personificación de la naturaleza pecaminosa humana (Rom. 7:18; Gál. 3:3). El pecado es el signo específico de la carne y del viejo hombre, ambos pertenecientes a la creación caída que está bajo el juicio de Dios. Son parte del mundo, el sistema construido por Satanás, que está en enemistad contra Dios y el orden divino.

No hay nada bueno en esta carne (Rom. 7:18). Odia a Dios, porque su mente es enemistad contra él (Rom. 8:7). Esto no solo es cierto para todos los que todavía están lejos de Dios, sino también para todos los que han nacido de nuevo. La carne se opone a todo lo que viene de Dios, y siempre tiende a lo que inventa Satanás. No solo se manifiesta en lo que es inmoral, «los deseos de la carne», en lo que es malo y violento, sino también en la voluntad propia, «la voluntad de la carne» (Efe. 2:3). La voluntad de la carne es a menudo difícil de discernir como una manifestación de la carne, ya que puede estar revestida de una apariencia de piedad. El rey Saúl debió oír de Samuel: «Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación» (1 Sam. 15:23). ¿Qué había hecho Saúl? En lugar de matar a los animales tomados de los amalecitas según el mandato de Jehová, ¡se los había ofrecido como sacrificio!

La carne es la naturaleza del viejo hombre; de ahí la designación «en la carne» para aquellos que no creen en el Señor Jesús (Rom. 7:5; 8:8-9). La frase «en la carne» es, en este contexto, un nombre para el carácter moral del hombre que nace pecador y vive en el pecado.

A diferencia del viejo hombre, que encontró su fin en la muerte de Cristo, la carne, la naturaleza pecaminosa del hombre, sigue siendo la compañera constante de todo creyente mientras viva en la tierra. Si bien ya no se nos considera moralmente «en la carne» en lo que respecta a nuestra posición, lamentablemente aún podemos vivir, en la práctica, «según la carne», si cedemos a los «deseos de la carne» (Rom. 8:12; 2 Cor. 10:2; Gál. 5:16; 1 Juan 2:16).

¡Cuántas desilusiones no hemos encontrado ya, y cuánto tormento no podemos experimentar interiormente, a causa de esto! Sin embargo, Dios quiere que reconozcamos que, en nosotros, es decir, en nuestra carne incorregible, no habita el bien (Rom. 7:18). Por la fe estamos ahora capacitados, como muertos y sepultados con Cristo, para permanecer como muertos al pecado, a fin de vivir en Cristo Jesús para gloria y gozo de nuestro Dios (Rom. 6:11). Este es un paso importante en nuestra vida de fe.

5.6.4 - Muertos al pecado y a los elementos del mundo

Algunas observaciones más sobre esta afirmación de que el Señor Jesús «murió el pecado una vez por todas» (Rom. 6:10). Este aspecto de su muerte no se refiere a la expiación del pecado y de los pecados, sino al hecho de que con su muerte dejó para siempre, y con ello dejó de lado, el ámbito donde reina el pecado. Es cierto que nunca tuvo ningún contacto interno con el pecado, aunque en gracia insondable vino a nosotros «en semejanza de carne de pecado». Pero él estuvo durante toda su vida en la tierra rodeado de pecado. Los hombres, cuya «forma» había tomado, no eran más que pecadores. ¡Cuáles habrán sido los sufrimientos de Aquel que era absolutamente puro y santo en medio de tal estado de cosas!

Con su muerte, puso fin a toda relación con este ámbito del pecado. Este es el significado de las palabras: «Murió al pecado una vez por todas». En la expiación de nuestros pecados él permanece solo. Por otra parte, en su muerte al pecado como principio maligno, Dios ve a los creyentes asociados a él, y en consecuencia podemos considerarnos tanto muertos «al pecado» (Rom. 6:2) como «muriendo a los pecados» (1 Pe. 2:24). Notemos bien: no es el pecado en nosotros el que está muerto, sino nosotros, como creyentes, que estamos muertos «al pecado» y «a los pecados».

Debido a nuestra muerte con Cristo, ahora estamos exhortados a considerarnos muertos al pecado (Rom. 6:11). Si no estuviéramos muertos con él, esta exhortación sería una tortura interminable para nosotros. Pero ahora tenemos el derecho de considerarnos muertos con Cristo y, por tanto, como estando muertos. Se pueden poner las mayores tentaciones ante un muerto, pero no reacciona, porque está muerto. Se le podrían hacer los peores insultos, pero no haría el menor movimiento, porque está muerto. ¿Es esto también el resultado de nuestra muerte con Cristo? Seguimos experimentando las seducciones del pecado. Pero como estando muertos al pecado, ya no estamos expuestos a él indefensos y sin ayuda, sino que ahora pertenecemos a nuestro Señor resucitado, cuya vida hemos recibido, para que podamos dar fruto para Dios (vean Rom. 6:11; 7:4). Es cierto que en la Epístola a los Romanos no estamos considerados como resucitados con Cristo, sino como vivificados por él.

Con él, también hemos muerto «a los elementos del mundo», es decir, a los diversos componentes de este mundo, incluidos los religiosos (Col. 2:20). A estos elementos religiosos del mundo pertenece también la Ley del Sinaí. El cristiano fue sometido a la muerte y murió a la Ley (Rom. 7:4, 6; Gál. 2:19). Esto es algo difícil de entender para muchos, porque la Ley fue dada por Dios, y como tal, es «santa, justa y buena» (Rom. 7:12). Pero aquí olvidamos que ella no es una regla para los «justos», es decir, los que están justificados por la fe, sino que fue dada para los hombres naturales y pecadores (1 Tim. 1:9) [16]. Un cristiano, sin embargo, ya no es un hombre natural, pues ha muerto a ese estado, al que se aplicaba la Ley (Rom. 7:6). Un hombre muerto ya no puede estar considerado responsable de ningún pecado, de ningún crimen, porque la Ley solo es aplicable a los vivos. Un muerto no puede ser perseguido en justicia [17].

[16] Israel era ciertamente el pueblo terrenal de Dios, pero en realidad, la mayoría de ellos eran incrédulos. A pesar de ello, el pueblo en su conjunto es un tipo del pueblo de Dios del Nuevo Testamento, compuesto solo por los verdaderos redimidos.

[17] Vean el apartado «La Ley» (título 6.1.).

5.6.5 - El árbol y sus frutos

Para muchos creyentes, el fin del viejo hombre es una doctrina desconocida, para otros es difícil de entender y aún más difícil de poner en práctica. Se atormentan sin cesar en la lucha contra el pecado que habita en ellos, una lucha que nunca podrán ganar. Tal vez una imagen aclare la doctrina de nuestra muerte con Cristo, tan importante para una vida de fe emancipada. En Mateo 7:17-20, el Señor Jesús ya hace la comparación con un árbol en un contexto ligeramente diferente. Un árbol malo produce frutos malos, mientras que un árbol bueno produce frutos buenos. Aunque destruyamos todos los frutos de un árbol malo, nada cambia: seguirá produciendo el mismo fruto malo. Solo hay una solución: eliminar el árbol por completo para que no pueda producir más frutos. Si aplicamos esto a nosotros mismos, Dios, en Cristo, no solo nos ha perdonado todos nuestros pecados, y así ha eliminado el «fruto» malo, sino que también ha ejecutado el juicio sobre el viejo hombre. Los pecados pueden ser perdonados; pero para la fuente de la que provienen, no hay perdón, solo hay muerte. Por nuestra muerte, espiritualmente hablando, con Cristo, el viejo hombre, el «árbol» que producía el fruto malo, es básicamente puesto de lado –básicamente, porque Dios lo ve bien como tal, y nosotros podemos, por la fe, también hacerlo, mientras que por otro lado la carne, es decir, nuestra vieja naturaleza pecaminosa, sigue en nosotros mientras vivamos en la tierra. Sin embargo, nos ha dado la vida nueva, divina, capaz de dar fruto para él.

El capítulo 5 de la Epístola a los Romanos nos muestra, desde el versículo 12, que Adán, habiendo caído en el pecado, se convirtió en la cabeza de una familia de pecadores, y que todos los hombres, como miembros de esta familia, deben esperar la muerte y la perdición eterna. Ningún hombre puede, por su propia fuerza, liberarse de este estado. Por eso el Hijo de Dios, como hombre, tomó voluntariamente en la cruz el juicio de Dios que nos correspondía como descendientes de un Adán caído. Murió como sustituto de todos los que creen en él, y así glorificó perfectamente a Dios. Habiendo completado esta obra, fue resucitado (Rom. 6:4), y como el «último Adán», el «segundo hombre», es ahora las primicias de una nueva familia, que vivifica a todos los que creen en él. Así como por la desobediencia de Adán fuimos «constituidos pecadores», por la obediencia del Señor Jesús hemos sido «constituidos justos» (Rom. 5:19). En lugar del «árbol» malo, se introduce algo nuevo. «De modo que, si alguno está en Cristo, nueva creación es; las cosas viejas pasaron; he aquí que todas las cosas han sido hechas nuevas» (2 Cor. 5:17).

Es cierto que la carne no está eliminada con el viejo hombre, como hemos visto, pero «el cuerpo del pecado» (Rom. 6:6) sí, así como «el cuerpo carnal», del que nos hemos despojado según Colosenses 2:11. Sin embargo, esto no se refiere a nuestro estado corporal. En este contexto, la palabra «cuerpo» tiene el significado figurado de “maquinaria”, el “mecanismo” del pecado en el ser humano, que no puede producir más que pecado [18]. En otras palabras, es la coerción al pecado. En cada creyente, a través de la fe en el Señor Jesús, esta coerción ha desaparecido. Dios ha eliminado el viejo «árbol» que solo producía frutos malos.

[18] Por otro lado, «el cuerpo de su carne» en Colosenses 1:22 se refiere al cuerpo del Señor Jesús.

Entender que el Señor Jesús nos ha liberado por su muerte de nuestra posición de pecadores y nos ha llevado a la posición de justos es un paso importante en nuestra vida de fe. En cuanto a nuestros pecados, somos justificados ante Dios por la sangre de Cristo; esta es la enseñanza de Romanos 3 y 4. Por otro lado, solo podíamos ser salvados de nuestra posición pecaminosa por su muerte y nuestra muerte con él; esta es la enseñanza de Romanos 5 y 6.

El fin de nuestro viejo hombre mediante la muerte de Cristo se describe en Romanos 6 en 3 etapas [19] :

  • Nuestro viejo hombre ha sido crucificado, es decir, juzgado, con Cristo (v. 6).
  • Estamos muertos con Cristo, es decir, nuestro antiguo «yo» y nuestra antigua vida han terminado (v. 2 y 8).
  • Por el bautismo por Cristo Jesús y por su muerte, hemos confesado que estamos sepultados con él (v. 3 y 4).

[19] La Epístola a los Romanos no va tan lejos como las Epístolas a los Efesios y a los Colosenses, en las que se nos considera resucitados con Cristo (Efe. 2:6; Col. 2:12; 3:1). Este aspecto de la verdad solo lo encontramos en la imagen del Jordán.

5.6.6 - ¿«Morir» al pecado?

Con qué sencillez y claridad se refuta, por la enseñanza de la Palabra de Dios según la cual estamos muertos con Cristo, la opinión errónea de que el cristiano debe, en su vida de fe, «morir» gradualmente al pecado. La Palabra de Dios no solo afirma que «hemos muerto con Cristo» (Rom. 6:8), sino que también establece que estamos muertos «al pecado» y muertos «a los pecados» (Rom. 6:2; 1 Pe. 2:24). En las 3 citas, el verbo está en pasado. Por lo tanto, es un hecho consumado que podemos apropiarnos por la fe. Por otra parte, hemos recibido la vida de Dios y, por tanto, podemos «caminar en novedad de vida» (Rom. 6:4, 13). El contenido y la finalidad de nuestra nueva vida es Cristo en la gloria. Tenemos derecho a considerarnos muertos al pecado; pero para Dios, como vivos en Cristo Jesús (Rom. 6:11).

Es cierto que en otros pasajes se nos exhorta a mortificar nuestros «miembros terrenales», como la fornicación, la impureza, los afectos impíos, la mala codicia y la avaricia (Col. 3:5) [20]. A diferencia de la Epístola a los Romanos, en la Epístola a los Colosenses se nos considera como personas que no solo se han despojado del viejo hombre, sino que también se han revestido del nuevo, y que viven y actúan en virtud de esa nueva posición (Col. 3:9-10). «Los miembros» que hemos de mortificar son los del viejo hombre, por así decirlo, los restos de nuestra posición anterior como pecadores, que encontraron su fin en la muerte de Cristo y en nuestra muerte con él. En otras palabras: son las actividades de la carne que nos acompaña durante toda nuestra vida terrenal y que se opone continuamente a la vida nueva y al Espíritu Santo. La vida nueva, divina, que encuentra su gozo y expresión perfecta en el Señor Jesús es, sin embargo, por el poder y la dirección del Espíritu Santo, más fuerte que la carne. Si caminamos por el Espíritu, venceremos los deseos de la carne (Gál. 5:16).

[20] Lo mismo ocurre con el «rechazo» de las obras de las tinieblas, de la mentira, de la ira, de la malicia, de los insultos, de las palabras vergonzosas, de la impureza, etc. (Rom. 13:12; Efe. 4:25; Col. 3:8; comp. con Hebr. 12:1; Sant. 1:21; 1 Pe. 2:1).

  • Esto requiere, en primer lugar, vigilancia espiritual. «Velad y orad, para que no entréis en tentación» (Marcos 14:38). Ya debemos controlar nuestros sentimientos y pensamientos y no dejarnos llevar por nuestra carne, la vieja naturaleza, a las cosas contaminadas.
  • Cuando nos vemos envueltos en las tentaciones que nos acechan casi continuamente y por doquier, ¡es cuestión de huir! «Huid de la fornicación»; «Huid de la idolatría»; «Pero tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas (del amor al dinero)» (1 Cor. 6:18; 10:14; 1 Tim. 6:11).
  • La condición esencial para lograrlo es «permanecer unidos al Señor con corazón firme» (Hec. 11:23).

Otra cosa es pensar que, como creyentes, debemos seguir muriendo al pecado. Cuántos de los verdaderos hijos de Dios se atormentan en sus esfuerzos por dominar el pecado dentro de sí mismos –y sin éxito.

5.6.7 - Romanos 7

Romanos 7 nos da una descripción de tal estado. Aquí vemos a un hombre que posee la vida de Dios, pues considera su vida pasada como «en la carne» y se complace en la Ley de Dios «según el hombre interior» (Rom. 7:5, 22). Solo un hombre nacido de nuevo puede hablar así. Pero el que se presenta en Romanos 7 todavía no ha comprendido por la fe el hecho maravilloso descrito en el capítulo 6, que nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo y murió con Cristo.

Tenemos aquí, pues, una descripción de un estado “no natural” en el que podemos encontrarnos, por diversas razones. Una de ellas es la supuesta necesidad de cumplir la Ley, con el consiguiente descubrimiento de la imposibilidad de hacerlo. Pero también puede ser la consecuencia de una presentación incompleta del Evangelio. Por último, puede deberse a una comprensión insuficiente de la obra perfecta de redención realizada por nuestro Señor Jesús. Romanos 7 es el capítulo del «yo», que es el pronombre que más se repite, especialmente en la segunda parte. En los versículos 1-13 se aclara que la Ley no está destinada a ser la regla de vida para los que creen en el Señor Jesús. Los versículos 14-24 esbozan las tristes experiencias de un creyente que aún no ha comprendido el maravilloso hecho de haber muerto con Cristo, y terminan con la desesperada exclamación: «¡Soy un hombre miserable…!» (Rom. 7:24).

Qué terrible estado es saber que hemos venido como pecadores perdidos al Señor Jesús, que le hemos confesado los pecados y creído en su obra para encontrar la paz con Dios y, sin embargo, deber comprobar continuamente: «Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso practico» (Rom. 7:19). Qué experiencias tan abrumadoras cuando, cada mañana, decido no volver a caer en tal o cual pecado, sino seguir al Señor Jesús, y por la noche tengo que decir una vez más, desanimado: ¡no lo he conseguido! No es de extrañar que una persona así llegue finalmente a gritar: «¡Soy un hombre miserable! ¿Quién me liberará de este cuerpo de muerte?» (Rom. 7:24).

Las causas de este estado deplorable del creyente son la supuesta necesidad de guardar la Ley del Sinaí y la ignorancia de la perfección de la obra del Señor Jesús en la cruz. Quizá alguien pregunte entonces con asombro: “¿La salvación depende de mis conocimientos o de la fuerza de mi fe?” ¡Con certeza no! No se trata en absoluto, en esta situación, de la salvación eterna, sino de nuestra certeza sobre ella y la fuerza para caminar en novedad de vida. Sin embargo, el hombre nacido de nuevo de Romanos 7 no tiene la fuerza para superar las tendencias de su vieja naturaleza pecaminosa, e incluso puede llegar a dudar de su salvación [21].

[21] El que habla así en Romanos 7 no es, sin embargo, Pablo personalmente. Como judío estricto, nunca había vivido en un estado «sin ley» (Rom. 7:9). Tampoco hay razón para pensar que, después de su conversión radical, experimentara las dificultades descritas aquí de un alma no libre.

Simbólicamente, los israelitas se encontraban en una situación similar antes de cruzar el mar Rojo. Pero entonces supieron que Dios luchaba por ellos. No tuvieron que meterse ellos mismos en las profundidades de las aguas, sino que pudieron ver con calma y darse cuenta de la liberación de Jehová. Y cuando todo terminó, se alegraron, porque «creyeron a Jehová y a Moisés su siervo» (Éx. 14:31). Le siguió el cántico de liberación del capítulo 15, en el que Israel celebró no solo el poder y la gloria del Señor, sino también su bondad.

El creyente también puede ver ahora que el juicio de Dios sobre el mundo, sobre Satanás y sobre el viejo hombre, se ejecutó en la muerte del Señor Jesús. Como los israelitas cruzaron el mar Rojo con los pies secos, así el cristiano puede ver la muerte de Cristo bajo el juicio de Dios como el medio por el cual él mismo está crucificado con Cristo, muerto con él y enterrado con él en el bautismo.

5.6.8 - «En Cristo»

El que se pone bajo el juicio de Dios sobre el viejo hombre y recibe en arrepentimiento y con fe sincera que el Señor Jesús ha soportado ese juicio, debe saber que Dios ya no lo ve como un hombre natural pecador. El viejo hombre está crucificado con Cristo y Dios ve al creyente ya no «en la carne», sino «vivos… en Cristo» (Rom. 6:11). Sabe que «No hay, pues, ahora ninguna condenación para los [que están] en Cristo Jesús» (Rom. 8:1).

Antes de la muerte y de la resurrección del Señor Jesús, nadie podía estar «en Cristo». Solo él caminó por esta tierra perfectamente sin pecado y santo, y solo él sufrió y murió en la cruz. Dijo: «En verdad, en verdad os digo: Si el grano de trigo cayendo en tierra no muere, queda solo, pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24). Pero ahora, después de su muerte por nosotros y su resurrección por la gloria del Padre, podemos, por fe, compartir su vida y su gloria en el mundo de la resurrección. Nos encontramos en la gracia de Dios, que ya no nos ve en nuestro miserable estado pecaminoso, sino como hechos uno con su Hijo, y eso significa: «en Cristo», por así decirlo, “envuelto” en su perfección y gloria de hombre a la derecha de Dios.

Hay un hermoso tipo de nuestra identificación espiritual con Cristo en el Antiguo Testamento. Según la Ley del Sinaí, el sacerdote que ofrecía el holocausto de un israelita recibía la piel del animal ofrecido (Lev. 7:8). Toda la víctima era quemada en el altar, «es… ofrenda encendida, un olor grato para Jehová» (Lev. 1:9, 13). Sin embargo, la piel no pertenecía al oferente, sino al sacerdote, que era el que se implicaba más intensamente en el holocausto. Podría ponérselo él mismo (aunque esto no se dice expresamente aquí). ¿No había hecho Dios mismo, a la primera pareja humana, «túnicas de pieles» después de la caída? (Gén. 3:21). El sacerdote que iba a ofrecer el holocausto podía envolverse en la piel del sacrificio. Del mismo modo, también nosotros, por la fe, podemos considerarnos, según la voluntad de Dios, como uno con Cristo, como «en Cristo», que en la cruz se entregó tan perfectamente a la gloria de Dios «como ofrenda y sacrificio a Dios, de olor fragante». Sabemos que Dios «nos colmó de favores en el Amado» (Efe. 5:2; 1:6).

Esta maravillosa posición no es en absoluto comparable con la de Adán antes de la caída. Si fuera así, seguiría existiendo el peligro de perderla de nuevo, como ocurrió con Adán. No, la Palabra de Dios nos muestra claramente la diferencia: «Como el terrenal, así también los terrenales; y como el celestial, tales también los celestiales. Y como llevamos la imagen del terrenal, también llevaremos la imagen del celestial» (1 Cor. 15:48-49). Es cierto que todavía no llevamos «la imagen del celestial» –eso solo ocurrirá en nuestro arrebato– pero ya tenemos su vida y también somos uno con él, es decir, «en Cristo».

Nuestra posición eternamente segura y bendita en Cristo no es el resultado de nuestra intervención o de la fuerza de nuestra fe, es el resultado de su obra de redención. Habiendo hecho la obra y resucitado de entre los muertos, tomó como hombre glorificado un nuevo lugar en el cielo, que antes de él nadie ha poseído. El que cree en él es ahora «un espíritu [con él]» (1 Cor. 6:17). Pero para poder disfrutar de este hecho, debemos conocerlo. Nuestra posición en Cristo está plenamente asegurada desde el momento en que creemos en su sangre (Rom. 3:25). Sin embargo, solo podemos ser conscientes de ello cuando nos consideramos muertos con Cristo. Cuando aceptamos esto por fe, recibimos una paz verdaderamente establecida. Ya no nos identificamos con nuestro viejo hombre, sino con nuestro Señor muerto y resucitado. Ahora podemos tener un verdadero gozo en la nueva vida que hemos recibido en Cristo por la gracia de Dios. Consideramos a nuestro viejo hombre como algo que pertenece al pasado, y a nosotros mismos como muertos con Cristo. «Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom. 6:11).

Sin embargo, ¡para cuántos hijos de Dios no es lo mismo que para aquellos pocos soldados japoneses que, durante años, después de la Segunda Guerra Mundial, permanecieron dispuestos a luchar en una isla aislada del Pacífico, porque no sabían que la guerra había terminado hacía tiempo! Al igual que estos vivían en un estado de alerta perpetua, aunque totalmente inútil y probablemente con un miedo continuo a los ataques del enemigo, así estos creyentes viven con un gran miedo a sus propias carencias y quizás incluso a no alcanzar la meta de su vida de fe, porque les falta la certeza de que Dios los ve «en Cristo», su Hijo amado. No solo murió él, sino que nosotros hemos muerto con él (como se expresa en el bautismo, figura de nuestra sepultura con él) y ahora vivimos por él y con él.

Ciertamente, aún no hemos llegado a la meta de nuestra vida de fe; estamos, en cierto modo, como Israel, todavía «en el desierto». Pero al igual que el pueblo de Israel entonó el cántico de liberación con Moisés al otro lado del mar Rojo, también nosotros podemos alabar y adorar a nuestro Salvador en la tierra, y a través de él a Dios nuestro Padre, por la perfecta liberación que es nuestra porción (Éx. 15).

Sin embargo, las experiencias que hizo Israel en el desierto pusieron fin a su cántico de alabanza. En lugar de gratitud, pronto hubo murmullos. En todos los 40 años de su peregrinaje, solo se menciona un cántico, que entonaron después de ser liberados de las serpientes ardientes (Núm. 21:17-18). Por desgracia, en esto nos parecemos en muchos aspectos al pueblo terrenal de Dios. Como redimidos, debemos animarnos siempre al agradecimiento y a la alabanza: «Ofrezcamos, pues, por medio de él, un continuo sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesa su nombre» (Hebr. 13:15).