El alimento cristiano


person Autor: Arend REMMERS 13

flag Tema: El alimento del creyente


«A menos que comáis la carne del Hijo del hombre, y bebáis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadero alimento, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, mora en mí, y yo en él» (Juan 6:53-56).

1 - El cuerpo y el alma

Las cuestiones alimentarias están de plena actualidad. En el mundo occidental, comer y beber no son solo una cuestión de mantenerse vivo, sino también, en muchos casos, de placer sin límites. Y ello a pesar de que los sondeos de opinión muestran regularmente que el placer y la salud no siempre van de la mano. A algunos les gusta lo insano y descuidan lo sano. Otros hacen de la “buena alimentación” una cuestión casi religiosa. Estos son problemas importantes en los países occidentales industrializados.

La Palabra de Dios nos da instrucciones sencillas y claras sobre este tema:

  • «Así que, teniendo alimento y ropa, nos contentaremos con estas cosas» (1 Tim. 6:8).
  • «Porque todo lo que Dios ha creado es bueno, y no hay nada que desechar, si se recibe con acciones de gracias; porque es santificado mediante la palabra de Dios y la oración» (1 Tim. 4:4-5).

Al igual que el cuerpo, el alma del hombre necesita su alimento. El alimento espiritual del hombre natural no puede ser el tema aquí. Pero sí podemos comprobar una cosa: la avalancha de medios digitales sirve en gran medida para distraer y entretener a las personas, y alejarlas así de Dios y de la cuestión de la eternidad.

Las observaciones hechas al principio de este artículo pueden trasladarse a la vida espiritual de los cristianos. También aquí existe un gran riesgo de que el placer sea lo primero y el buen alimento espiritual lo último, ¡si es que llega! Sin embargo, nuestras almas necesitan un buen alimento para crecer en la fe y mantener su fuerza espiritual. Pero, al igual que ocurre con los alimentos naturales, también aquí existe el peligro de anteponer el placer aparente al sano alimento espiritual.

Un buen «alimento» espiritual se reconoce por el hecho de que la Palabra de Dios y la persona de Cristo constituyen su base y son su centro. Si es así, el alma se vigoriza y la fe se fortalece. Solo la Palabra de Dios «es viva y eficaz, más cortante que toda espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos; y ella discierne los pensamientos y propósitos del corazón. Y no hay criatura que no esté manifiesta ante él; sino que todo está desnudo y descubierto a los ojos de aquel a quien tenemos que rendir cuentas» (Hebr. 4:12-13). Solo la ocupación de Cristo nos lleva al verdadero crecimiento «en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea la gloria, ahora y hasta el día de la eternidad» (2 Pe. 3:18).

2 - El alimento terrenal y el espiritual

El tema de la alimentación ocupa un lugar más importante en la Palabra de Dios de lo que solemos admitir. El alimento es fundamental para el crecimiento, el fortalecimiento y también el placer. Esto se aplica tanto a la esfera natural y terrena como a la intelectual y espiritual.

Muy pronto, Dios llamó la atención de la humanidad sobre detalles particulares relacionados con la alimentación. Primero les dio «toda planta que da semilla» (Gén. 1:29), las plantas de la tierra, y luego, después del diluvio, «todo lo que se mueve y vive», es decir, todos los animales (9:2-5). La única excepción era el consumo de sangre. Solo más tarde dio la explicación completa a su pueblo Israel. La sangre es el símbolo del alma y de la vida natural, y por eso la sangre derramada al sacrificar a las víctimas estaba destinada a hacer expiación por el pecado (Lev. 17:11).

La sangre derramada habla, pues, de la ofrenda de la vida. Está claro que esto se refería a la obra redentora de Cristo, aún por venir en aquel momento (comp. Rom. 3:25). Con cada bocado de carne comido, el hombre puede reconocer que la muerte debe llegar para que él pueda vivir.

En el desierto, Israel recibió de Dios mandamientos dietéticos que tenían un significado espiritual. No sabemos hasta qué punto se entendía esto en aquella época. Solo se podían comer animales puros, principalmente rumiantes con las uñas abiertas (o 2 uñas, artiodáctilos). Estas 2 características indican un paso firme y una marcha erguida, pero también que comer no basta por sí solo: hay que «rumiar». Los signos distintivos de los animales comidos se encontraban también en quienes comían su carne. También aquí se aplica, y se aplica la regla: “El hombre es lo que come”. Para nosotros hoy, esto significa que lo que hemos oído y leído también debe ser “masticado” espiritualmente, es decir, debemos meditar varias veces y durante mucho tiempo la Palabra de Dios, para que sus frutos también sean reconocibles en un caminar recto, orientado a los objetivos y al testimonio (Lev. 11:3; comp. Josué 1:8; Sal. 119:97).

Dios también dio al pueblo de Israel varias leyes relativas a los sacrificios de animales que debían o podían ofrecérsele (Lev. 1 al 7). Estos sacrificios repetidos constantemente se referían al sacrificio único de Jesucristo (Hebr. 7:27; 9:11-14, 22-26). La particularidad de estos sacrificios es que las partes ofrecidas en el altar de los holocaustos eran llamadas por Dios “mi alimento” o “mi pan” (en hebreo, es la misma palabra lechem «pan»; comp. Lev. 3:16; 21:6; Núm. 28:2). Se trata, por supuesto, de un lenguaje figurado. El Dios eterno, exaltado sobre todas las cosas, no necesita alimento. Sin embargo, el «olor grato» que ascendía hasta él desde los sacrificios le causaba beneplácito. Así sucedía con el holocausto, que se ahumaba enteramente sobre el altar, con la parte memorial de la ofrenda vegetal, y con la grasa del sacrificio de paz y de la ofrenda por el pecado. Dios olía esta fragancia que, siglos antes, evocaba la obra expiatoria de su Hijo realizada de una vez para siempre, y de la que se dice: «como también Cristo nos amó y sí mismo se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio a Dios, de olor fragante» (Efe. 5:2).

Pero estos sacrificios (con excepción del holocausto) también podían ser parcialmente consumidos por los sacerdotes. Este era el caso de las partes que no se ofrecían sobre el altar, es decir, la ofrenda vegetal y la carne de la ofrenda de paz, la ofrenda por el pecado y la ofrenda por la culpa (véase Lev. 6:17 al 7:10). Todas ellas eran alimento para los sacerdotes; la ofrenda de paz también podía comerla el oferente y, de hecho, cualquier israelita que fuera puro. Aunque todavía no comprendieran el significado profundo de los sacrificios, los israelitas podían ser conscientes, al comer, de que tenían derecho a participar en lo que ofrecían a Dios y en lo que Él era el primero en encontrar su alimento.

Hoy sabemos que los sacrificios son figuras de la Persona y de la obra de su Hijo. Solo Dios puede apreciar plenamente esta obra maravillosa en la cruz. Pero también nosotros podemos encontrar alimento espiritual y gozo en lo que Dios, en el Antiguo Testamento, llama su alimento, su pan.

Sin embargo, el principal alimento que Israel recibió durante su peregrinar desde Egipto por el desierto hasta Canaán fue el maná. Durante 40 años, Dios les dio este alimento material pero sobrenatural (véase Éx. 16). Este alimento no solo se daba en determinadas ocasiones, como los sacrificios, sino a diario. A través del «pan del cielo», los israelitas aprendieron todo el tiempo cómo Dios los mantenía vivos no con pan terrenal, sino con alimento celestial. El hecho de que también esto sea una imagen del Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo, lo explica él mismo detalladamente en Juan 6 (comp. Éx. 16:4; Juan 6:31-58).

3 - ¿Qué significa «comer y beber»?

En la Biblia, comer y beber son expresiones comunes para decir que la Palabra de Dios y su verdad están aceptadas. El Antiguo Testamento ya habla de «comer» la Palabra de Dios. En Deuteronomio 8:3, Moisés dijo, refiriéndose al maná durante la travesía de 40 años de Israel por el desierto: «Y te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná, comida que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido, para hacerte saber que no solo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre». El pan es el alimento natural, y «lo que sale de la boca de Jehová» es la Palabra de Dios, que exige obediencia y dependencia, pero es al mismo tiempo signo de su amoroso cuidado. No solo necesitamos alimento terrenal, sino también espiritual. Jeremías dijo a Dios: «Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón» (Jer. 15:16).

En varios pasajes del Nuevo Testamento, comer es una expresión pictórica de la aceptación por la fe de la verdad de la Palabra de Dios:

  • Según 1 Pedro 2:2, todos los cristianos, como niños recién nacidos, deben desear la leche de la Palabra de Dios. Aquí se llama leche a toda la Palabra de Dios.
  • Es diferente en 1 Corintios 3:1-3, donde la leche es el alimento sencillo de los creyentes que aún son espiritualmente inmaduros, mientras que el alimento sólido es para las personas espiritualmente maduras.
  • Según Hebreos 5:12-14, la regresión en el crecimiento espiritual requiere lo mismo que en 1 Corintios 3: solo se sigue entendiendo el alimento espiritual simple, mientras que el «alimento sólido» está destinado a «los que alcanzan madurez; para los que, por medio del uso tienen sus sentidos ejercitados para discernir el bien y el mal».

Comer y beber son actividades que todo el mundo conoce y comprende. Si no comemos y bebemos todos los días, nos debilitamos y enfermamos. Lo mismo ocurre con la lectura de la Palabra de Dios y la preocupación por el Señor Jesús y su obra en la cruz. Si somos negligentes en esta área, nuestra vida de fe se debilita. Pero hay una diferencia. Si no comemos lo suficiente, pasaremos hambre. Pero en el reino espiritual, este no es siempre el caso. Por eso no suele ser necesario decirle a un niño pequeño de «beber» –pero si no prestamos suficiente atención a Cristo y a su Palabra, a menudo necesitamos un estímulo.

Cuando nos ocupamos, en oración y con la ayuda de la Palabra de Dios, de los sufrimientos y de la muerte de Cristo, estamos alimentados y fortalecidos espiritualmente. Cuando Pablo escribe a su joven colaborador en 2 Timoteo 2:1: «Tú, pues, hijo mío, fortalécete en la gracia que es en Cristo Jesús», va en la misma línea: tener a Cristo ante los ojos y en el corazón y fortalecernos por este medio. Si lo hacemos, creceremos en la gracia y el conocimiento de Cristo Jesús, nuestro Señor (2 Pe. 3:18). El crecimiento necesita alimento. Esto es tan cierto en el ámbito natural como en el espiritual.

Todo lo que absorbemos espiritualmente, ya sea a través de la lectura o la conversación, penetra en nosotros y nos influye de alguna manera. Desgraciadamente, a veces permitimos que nuestras almas reciban un mal alimento. Cuántas veces nos ocupamos con cosas inútiles que solo sirven para distraer la carne, por no hablar de los espectáculos moralmente perversos que se nos imponen literalmente día tras día. Ojalá cuidemos nuestra salud espiritual y nos guardemos de los falsos alimentos.

4 - Juan 6

El capítulo 6 del Evangelio según Juan es la sección que trata del «pan» y del «alimento». En aquellos tiempos, más que hoy, el pan era el alimento principal de la gente, del que dependían la vida y la muerte. Al comienzo de las enseñanzas del Señor Jesús en este capítulo, tenemos la comida dada a 5.000 hombres, además de mujeres y niños, con 5 panes y 2 peces (Juan 6:1-15; comp. Mat. 14:21). Esta señal es tan importante que es relatada por los 4 evangelistas. ¿Por qué es tan importante? Porque en ella vemos el hecho fundamental de que solo Cristo puede dar verdadero alimento al alma.

4.1 - El pan del cielo

La parte principal del capítulo está dedicada al alimento espiritual. En primer lugar, el Señor Jesús llama la atención de la gente sobre el hecho de que, más allá del pan de cada día, deben trabajar por «el alimento que dura para vida eterna» (Juan 6:27). Los judíos no entienden esto y recuerdan el maná, el «pan del cielo», que el pueblo de Israel comió durante su viaje de 40 años por el desierto (Juan 6:31).

Entonces el Señor Jesús empieza a hablar del «verdadero pan del cielo». Explica a la gente qué es este pan (Juan 6:32-58). Este pan es él mismo, que «descendió del cielo y da vida al mundo».

4.2 - Juan 6:32-50

Este pasaje consta de 2 partes. En la primera, el Señor Jesús habla de sí mismo como el Hijo de Dios hecho carne (encarnado). Aquí se llama a sí mismo «el pan». Dice 3 veces que bajó «del cielo» (Juan 6:33, 50-51). Esto significa que el Hijo de Dios se hizo hombre para convertirse en el verdadero alimento espiritual dado por el Padre a la humanidad (Juan 6:32-50).

Pero la fe en la vida maravillosa y ejemplar del Señor Jesús como hombre no puede salvar a nadie. Para los pecadores, no puede haber relación con el Cristo vivo en la tierra. Cristo era «santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores» (Hebr. 7:26) y dijo de sí mismo: «Si el grano de trigo cayendo en tierra no muere, queda solo, pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24). Sobre esta base que «abolió la muerte y sacó a la luz la vida y la incorruptibilidad» pudo proclamarse el Evangelio, la buena nueva de la salvación (2 Tim. 1:10). El pecado y la muerte fueron así abolidos y sustituidos por la vida eterna. Todo esto sucedió mediante la muerte en la cruz y la resurrección de Jesucristo. Como muertos espirituales necesitábamos vida, y como pecadores perdidos necesitábamos redención. Ambas cosas solo son posibles a través de la cruz. Por eso el Señor Jesús aborda ahora este tema.

4.3 - Juan 6:51-58

En los versículos 51-58 ya no habla solo de pan, sino de su carne y de su sangre. Es una clara referencia a su muerte en la cruz. El versículo 51 es una transición, pues aquí dice: «El pan que yo daré es mi carne que doy por la vida del mundo» (comp. Juan 6:33). Todavía no menciona su sangre, sino la ofrenda de su carne. Con ello se refiere a su muerte en sacrificio. Los judíos no le entendieron y discutieron el sentido de sus palabras (Juan 6:52).

En su respuesta, a partir del versículo 53, explica que, para tener vida de Dios, no solo deben comer su carne, sino también beber su sangre. Si no lo hacen, «no tendréis vida en vosotros». Solo podemos entender correctamente estos versículos si vemos que, para «comer» y «beber» en los versículos 50, 51 y 53, el tiempo verbal en el griego original es un tiempo aoristo que expresa una acción única, que por tanto tiene lugar una sola vez. Se trata, pues, de una acción que no necesita repetirse. Quien haya comido una vez de este «pan descendido del cielo» se salvará de la muerte segunda, el lago de fuego, y vivirá para siempre. El que no da este paso no tiene vida en sí mismo. Se trata, pues, de la fe salvadora en nuestro Redentor Jesucristo.

4.4 - Juan 6:54-58

En los versículos siguientes (Juan 6:54-58), también se menciona repetidamente el comer la carne y beber la sangre de Cristo, el Hijo del hombre. Sin embargo, el tiempo utilizado para el verbo es diferente (tiempo presente) [1], lo que significa que se trata de una acción general, no limitada a un momento concreto. Comer y beber una vez al comienzo de la vida de fe es seguido por comer y beber constantemente durante el resto de nuestro viaje por la tierra. Si, como creyentes, atendemos constantemente a la insondable obra de amor de nuestro Señor Jesús y a su muerte, no solo poseemos la vida eterna y seremos resucitados en su venida, sino que también permanecemos entonces en estrecha comunión con él y vivimos con él porque él vive. Todas estas bendiciones son consecuencia de su devoción por nosotros.

[1] Además, ahora se utiliza otro verbo: trogein en lugar de phagein.

¡Qué precisa es la Palabra de Dios en todos los aspectos! Cuanto más la leemos detenidamente, cuanto más la estudiamos en detalle bajo la guía del Espíritu Santo, más claramente reconocemos la profundidad y la perfección de las palabras divinas.

4.5 - Esto no es la participación en la Cena del Señor

Sin embargo, hay algo que no se menciona en estos versículos: la participación en la Cena del Señor. Ciertamente, el pan y la copa son también imágenes del cuerpo y la sangre de Cristo, pero las siguientes razones demuestran que se trata de otra cosa.

  • En Juan 6 se habla de comer y beber espiritualmente, mientras que en la Cena del Señor se habla de partir y comer el pan y beber la copa en sentido propio, concreto (1 Cor. 10:16-17).
  • La carne y la sangre en Juan 6 son alimento espiritual para el cristiano, pero el pan y la copa no lo son. En la Cena del Señor, comemos y bebemos en memoria, en recuerdo de nuestro Señor y de su obra redentora. Además, proclamamos así su muerte, y eso hasta que él venga (1 Cor. 11:24-26).
  • Quien come la carne de Cristo y bebe su sangre recibe así la vida eterna (Juan 6:50-53). Es imposible que esto se refiera a comer y beber en la Cena. Porque es impensable que alguien pueda recibir la vida eterna por un acto externo. Esto solo puede suceder mediante la fe en el Señor Jesús y el nuevo nacimiento (Juan 3:3-8, 16). Sin embargo, en las principales iglesias del mundo, a menudo se enseña que la vida eterna se comunica a través de la participación en la «Cena», al igual que el nuevo nacimiento se comunica a través del bautismo (de niños).

5 - ¿Por qué «la carne y la sangre» de Cristo?

Si miramos más de cerca el significado de las importantes palabras “comer la carne y beber la sangre de Cristo”, nos sorprenderemos de las ricas bendiciones que surgen. El Señor Jesús y su obra nos parecen más grandes y gloriosos. Esto es precisamente lo que el Espíritu Santo se esfuerza por hacer. Él glorifica a Cristo tomando las cosas que le conciernen y proclamándolas a nosotros (Juan 16:14). Aquí, en Juan 6, estamos hablando del hecho enorme e insondable de que recibimos y disfrutamos de la vida eterna en Cristo. Esta vida no es solo una gloriosa existencia eterna, sino una Persona. Cristo mismo es nuestra vida, y en él poseemos la vida eterna (Col. 3:4; 1 Juan 5:20). La vida eterna que poseemos incluye el conocimiento del único Dios verdadero como nuestro Padre y de su Hijo Jesucristo (Juan 17:3). Por lo tanto, solo disfrutaremos plenamente de la vida eterna cuando, liberados de nuestra carne, estemos con él en la Casa del Padre. ¿No son estas bendiciones inconmensurables para nosotros que una vez fuimos pecadores perdidos?

En la Biblia, la carne y la sangre se utilizan a menudo para expresar la naturaleza y la forma del hombre natural (véanse 1 Cor. 15:50; Gál. 1:16; Hebr. 2:14, etc.). La caída cambió fundamentalmente la condición del hombre (comp. Rom. 5:12-14). Desde entonces, la «carne» se ha convertido, entre otras cosas, en la encarnación de la naturaleza humana pecaminosa. Por eso, al leer el Nuevo Testamento, debemos distinguir si la palabra «carne» se refiere a la naturaleza humana en sentido neutro (comp. Rom. 9:3, 5, 8; 1 Cor. 1:26, 29; 7:28) o a la naturaleza pecaminosa del hombre (comp. Rom. 7:5, 18; 8:3-9).

En el caso de Cristo, la situación es muy distinta: aunque compartió sangre y carne al hacerse hombre, estaba totalmente libre de pecado. La Palabra de Dios es muy precisa. Dice en Hebreos 2:14 que él participó de la sangre y la carne “de la misma manera, o a semejanza” (de manera cercana; griego paraplēsiōs; el único otro pasaje donde aparece esta expresión es Filipenses 2:27 «a punto de morir»: paraplēsion thanatō). Aunque en Romanos 8:3 se dice que «Dios, enviando a su mismo Hijo en semejanza de carne de pecado, y [como ofrenda] por el pecado, condenó al pecado en la carne», la palabra “semejanza” o “similitud” no debe entenderse como “identidad”, sino más bien como “gran semejanza”. Como perfectamente sin pecado, Cristo fue «manifestado en carne» (1 Tim. 3:16; comp. Juan 1:14), «venido en carne» (1 Juan 4:2; 2 Juan 7), ofreció en los «días de su carne» (Hebr. 5:7), «padeció en la carne» (1 Pe. 4:1) y sufriendo «la muerte en su carne» (1 Pe. 3:18).

En la misma tierra donde Adán, el primer hombre, deshonró a Dios con su desobediencia, Cristo, el último Adán, honró perfectamente a Dios con su obediencia. El juicio que el primer hombre se había acarreado a sí mismo y a todos sus descendientes por su pecado no era solo la muerte corporal, sino la perdición eterna en la Gehena. Durante las 3 últimas horas en la cruz, Cristo, el segundo hombre, soportó plenamente el juicio divino. Allí, en la cruz, ofreció su cuerpo y su sangre como sacrificio para Dios, tal como había anunciado en la institución de la Cena (comp. Lucas 22:19-20). Es por este sacrificio que pasa el único camino hacia Dios.

En Juan 6, la carne es, por tanto, el Ser de la persona de Cristo, el hombre perfecto, que sí mismo se ofreció como sacrificio por los pecadores. La palabra «carne» aquí también se refiere al hecho de que él mismo se ofreció como un sacrificio perfecto (comp. Hebr. 9:14), al igual que la palabra «cuerpo» (Col. 1:22; Hebr. 10:10; 1 Pe. 2:24; comp. las palabras «él mismo» en Gál. 1:4; Efe. 5:2, etc.). Al hacerlo, glorificó perfectamente a Dios Padre (Juan 13:31; 17:4).

Su sangre derramada, por otra parte, es el símbolo del don de su vida en la cruz, por el cual todas las santas exigencias de Dios fueron plenamente satisfechas. La sangre es el medio de expiación dado por Dios, el fundamento de nuestra justificación y paz con Dios, el precio de nuestra redención y el medio de limpiar nuestra conciencia (Lev. 17:11; Rom. 3:25; 5:9; Col. 1:20; 1 Pe. 1:18, 19; Hebr. 9:14; Apoc. 1:5), por nombrar solo los principales resultados de la muerte de Cristo. En conjunto, tenemos vida eterna por la carne y la sangre de Cristo (Juan 6:54).

La mención separada de la carne y de la sangre se refiere a la muerte corporal del Señor, que sufrió en la cruz. Al aceptar esta realidad por la fe, comemos su carne y bebemos su sangre. Creer en él, que murió en la cruz por nosotros, es el primer alimento espiritual para el alma del hombre. Pero eso es solo el principio, porque el cuidado del Redentor sufriente que murió por nosotros nunca cesa –aquí en la tierra por la fe, pronto al contemplarlo en la gloria con perfecta comprensión. Lo veremos eternamente como el «Cordero como sacrificado». En la gloria todavía llevará en su cuerpo las marcas de su sufrimiento, y en el cántico nuevo los redimidos lo aclamarán diciendo: «Fuiste sacrificado, y has comprado para Dios con tu sangre…» (Apoc. 5:9). Esto seguirá siendo alimento para el corazón y el alma en la gloria eterna.

6 - Estar ocupado con la cruz de Cristo

Comer la carne de Cristo y beber su sangre por primera vez es creer en él como crucificado y creer en su obra redentora. Esto es suficiente para recibir la vida eterna: «Porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que no obedece al Hijo, no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él» (Juan 3:36). Es con este comer y beber una vez, que comienza la vida de fe.

Para nuestra vida normal de fe, necesitamos un alimento continuo y permanente por medio de la maravillosa Persona de Cristo y de su inmensa obra de amor en la cruz. De hecho, en la vida natural, el alimento constante es tan evidente que el apóstol Pablo puede escribir, por ejemplo, en Efesios 5:29: «Porque aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, así como Cristo a la Iglesia». Así como el hombre normal alimenta y cuida su cuerpo, el Señor Jesús, como Cabeza de su Cuerpo, la Asamblea, ¡está constantemente alimentando y cuidando a su Asamblea (y por lo tanto también a todos sus miembros, los creyentes)! ¿No deberíamos aceptar con gratitud sus esfuerzos? ¡Cuántas veces nos resistimos a hacerlo, para nuestro propio perjuicio!

De este modo, nos vemos abocados a nuestra propia responsabilidad de alimentarnos espiritualmente de la manera correcta. El Señor nos ofrece, en su Palabra y con la ayuda del Espíritu Santo que quiere glorificarle, el buen alimento espiritual necesario (comp. Juan 16:14). Pero ¿lo reconocemos con gratitud y, sobre todo, lo recibimos cada día de su mano amorosa? Nada hay en la Palabra de Dios que pueda fortalecernos tanto en la fe como ocuparnos de nuestro Señor y de su gran e insondable obra en la cruz.

7 - Llegar a ser adulto espiritualmente

Esto nos permite crecer espiritualmente y llegar a ser cristianos “maduros”. El hecho de que esto se logra por medio del alimento espiritual se desprende claramente de 1 Pedro 2:2: «Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, para que con ella crezcáis para salvación». En Efesios 4:13-16, está escrito: «hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, de varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños pequeños, zarandeados y llevados por todo viento de doctrina por la astucia de los hombres que con habilidad usan de artimañas para engañar; sino que, practicando la verdad con amor, vayamos creciendo en todo hasta él, que es la cabeza, Cristo; de quien todo el cuerpo, bien coordinado y unido mediante todo ligamento de apoyo, según la actividad de cada miembro, lleva a cabo el crecimiento del cuerpo para su edificación en amor». Se trata del crecimiento espiritual personal y común. Su fuente y su meta son Cristo. En su Segunda y última Epístola, Pedro nos exhorta: «Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea la gloria, ahora y hasta el día de la eternidad» (2 Pe. 3:18). También aquí vemos que la Persona de nuestro Señor y Salvador está en el centro, aunque su cruz no se mencione explícitamente en estos pasajes. Cuanto más lo contemplamos en su gran obra insondable en la cruz, tanto más nos fortalecemos espiritualmente y nos protegemos así de influencias falsas y peligrosas. Lo contrario también es cierto, como demostrará una rápida mirada a la cristiandad que nos rodea –y a nuestros propios corazones.

En resumen: el verdadero alimento para las almas de los redimidos es solo Cristo. Los diversos aspectos y efectos de su obra son tanto alimento como deleite para el alma del creyente –y siempre la base de nuestra adoración. Solo “bajo la cruz” llegamos a conocernos cada vez mejor a nosotros mismos y a nuestro Redentor y Señor, y se nos impide extraviarnos. Veamos ahora algunos de estos aspectos.

«En verdad, en verdad os digo: Si el grano de trigo cayendo en tierra no muere, queda solo, pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24).

8 - Liberación (o emancipación) de la culpa y del pecado

El primer alimento que recibimos cuando, por la fe, comemos la carne del Redentor y bebemos su sangre es que el Señor Jesús llevó todos nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (1 Pe. 2:24; comp. Is. 53:5, 12). Es también un gran gozo, un gran placer. Pero, ¿es suficiente atender una sola vez a la obra de la redención –y luego “instalarse a descansar”? Si alguien pensara o hablara así, deberíamos dudar que sea salvo. La vida nueva, la gratitud y el amor que están derramados en el corazón de los creyentes llevan a conocerlo cada vez mejor, para rendirle más adoración a él y al Padre. Un corazón que conoce verdaderamente al Señor, porque ha «gustado que el Señor es bueno», busca conocerle cada vez más y crecer en su conocimiento (Rom. 5:5; 1 Pe. 2:3; 2 Pe. 3:18).

¿Podremos medir alguna vez lo que significa que él llevara en su cuerpo y en su alma, nuestras obras y la culpa que de ellas resultó, y tomara sobre sí el implacable y justo castigo de Dios por ellas? ¿Podemos comprender lo que significó para él el «fruto de la aflicción de su alma» en la cruz? ¿Podemos comprender que había «puesto su alma en expiación por el pecado» y que «derramó su vida hasta a la muerte» (Is. 53:11, 10, 12)? Por el sacrificio del cuerpo de Jesucristo, hecho una vez para siempre, hemos sido hechos perfectos para siempre (Hebr. 10:10, 14). La sangre de Cristo, el Cordero sin mancha y sin contaminación, nos limpia de toda maldad (1 Pe. 1:18-19; 1 Juan 1:7). La paz que resulta con Dios, ¿no es un alimento permanente para nuestras almas, por el que nunca podremos dar suficientes gracias?

¿Podemos atrevernos a aprobar las cosas malas o excusarlas como “debilidades”? Dado que nuestro justo Redentor sufrió y murió por ellas, por nosotros los injustos (comp. 1 Cor. 15:3; 1 Pe. 3:18). El hecho de estar alimentados por el Redentor crucificado por nosotros, ¿no nos lleva a dar gracias por que nosotros, «muriendo a los pecados, vivamos a la justicia», es decir, en armonía con la voluntad de Dios, guiados y fortalecidos por el Espíritu Santo que habita en nosotros (comp. 1 Pe. 2:24)?

Pero Cristo también vino en semejanza de carne de pecado y por el pecado, para tomar sobre sí el juicio de Dios sobre el pecado presente en nuestra carne (Rom. 8:3). Los pecados son obras malas cuyo origen es el pecado que habita en nosotros. Para los pecados, hay perdón; para el pecado, solo hay juicio. El juicio de la raíz de los pecados en nosotros, el pecado en la carne significaba la muerte. Solo entonces podía ser juzgada la carne y eliminado el viejo hombre. «La paga del pecado es muerte; pero el don de Dios es vida eterna, en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom. 6:23). La paga del pecado la pagó el Redentor cuando murió en la cruz. Según Romanos 6:6, nuestro «viejo hombre», es decir, nuestra anterior posición pecaminosa, fue crucificado con Cristo y, por tanto, eliminada ante Dios. ¿Comprendemos que, en nuestra vida, como resultado de ello, las cosas viejas han pasado y todas se han hecho nuevas (2 Cor. 5:17)? Cuán liberador es, mediante la fe en el Señor Jesús, haber crucificado por la fe nuestra carne con sus pasiones y concupiscencias (Gál. 5:24). Cuando nos ocupamos de esto, nos nutrimos y fortalecemos espiritualmente. El fundamento de esto es Cristo crucificado, con quien hemos sido identificados en su muerte (Rom. 6:5).

Solo mirando la cruz de Cristo que reconocemos lo que son nuestro viejo hombre, nuestra carne y nuestro yo a los ojos de Dios: a saber, nada (comp. Gál. 6:3). Esta es una afirmación chocante para el hombre. Porque los ojos de Dios son demasiado puros para ver el mal, y porque somos tan malos por naturaleza que no hay nada bueno en nosotros, Dios no puede hacer nada con nosotros, criaturas pecadoras (Hab. 1:13; Rom. 7:18). Por eso no podía haber para el viejo hombre y la carne nada más que el juicio y la muerte. Por eso también el Hijo de Dios se entregó por nosotros y participó de la sangre y de la carne, para ocupar el lugar de puro e inocente por nosotros, para que Dios pudiera juzgar en él, es decir, en su carne, el pecado que nos caracteriza (pero no a él).

Cuando contemplamos a Cristo colgado en la cruz, vemos también allí a nuestro viejo hombre, crucificado con él. Vemos lo que somos por naturaleza a los ojos de Dios. ¿Hay algo a lo que todavía nos aferramos? Entonces miremos a Cristo en la cruz, donde vemos la evaluación de Dios de nuestra vieja naturaleza humana. Para ella solo había y hay muerte. No nos ocupamos de ella como pecadores perdidos, sino como redimidos que se saben uno con su Redentor. Permanecemos en él cuando nos ocupamos de él en nuestros corazones y nos alimentamos de él (Juan 6:56).

9 - Las bendiciones de la cruz

Además, la cruz de Cristo contiene otras cosas maravillosas para nosotros. Dios no estaba satisfecho con que solo su santidad y su justicia encuentren su cumplimiento perfecto en la cruz. Eso significaba un juicio, un juicio sobre su propio Hijo. No, a través de la cruz nos reveló también toda la riqueza de su amor y de su gracia.

9.1 - Según Efesios 2 y 1

La Epístola a los Efesios nos muestra que hemos sido «acercados a él por la sangre de Cristo», que Cristo abolió «en su carne» la enemistad entre judíos y gentiles, que de los 2 creó «en sí mismo un hombre nuevo, haciendo la paz» y «reconciliar a ambos en un solo cuerpo con Dios, por medio de la cruz». Estamos acercados a Dios que tenemos acceso a Dios como Padre a través de Cristo y del Espíritu Santo (Efe. 2:13-18). Dios nos ha hecho gracia (o: nos ha hecho aceptables) en su Hijo amado, porque su sacrificio es para Él un perfume fragante (Efe. 1:6; 5:2).

9.2 - Según Colosenses: paz y reconciliación

La Epístola a los Colosenses nos dice que nuestro Señor hizo «la paz por medio de la sangre de su cruz» y que ahora «nos ha reconciliado en el cuerpo de su carne mediante la muerte, para presentarnos santos y sin mancha e irreprochables delante de él» (Col. 1:20, 22). Esta paz y nuestra nueva posición ante él van mucho más allá del perdón de los pecados o de la condenación del pecado que habita en nosotros. Nuestra paz descansa en la sangre de Cristo derramada en la cruz y nuestra reconciliación con Dios en el don y la ofrenda de su cuerpo o de su carne. Debido a que Dios aceptó esta obra en la cruz, nosotros también podemos encontrar un descanso perfecto, porque estamos ante Dios «en Cristo», es decir, en Aquel que cumplió esta obra. No es nuestra débil fe la que determina esto, sino el beneplácito de Dios Padre en su Hijo, que transfiere sobre nosotros que creemos en él. ¿Qué placer encuentra el Padre en Su Hijo?

9.3 - Según Hebreos: santificados, en plena libertad para entrar en la presencia de Dios

La Epístola a los Hebreos nos enseña que, por voluntad de Dios, hemos sido «santificados, por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez por todas» (Hebr. 10:10), pero también que tenemos «plena libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesús, por el camino nuevo y vivo que él ha abierto para nosotros a través de la cortina, es decir, su propia carne» (Hebr. 10:19-20). No solo hemos sido santificados, es decir, hechos aptos para la inmediata proximidad y presencia de Dios, sino que también tenemos plena libertad para entrar ahora en el lugar santo, donde está entronizado el Dios santo. Y todo gracias a la ofrenda de la carne y la sangre de nuestro Redentor. Sí, todo lo que tenemos y somos tiene su origen en el sacrificio y la muerte de Cristo en la cruz. Su carne y su sangre son el verdadero alimento para nosotros.

9.4 - Según 1 Pedro: bajo la aspersión de la sangre

En palabras del apóstol Pedro, como creyentes, debemos obedecer «y ser rociados con la sangre de Jesucristo» (1 Pe. 1:2). A primera vista, parece una idea difícil. Sin embargo, ya encontramos en el Antiguo Testamento que en el monte Sinaí todo el pueblo de Israel, así como el altar del holocausto, fueron rociados con la sangre de los holocaustos y de las ofrendas de paz (Éx. 24:5-8; Hebr. 9:19). En otras ocasiones, la sangre del sacrificio se llevaba al Lugar Santísimo y se rociaba sobre el propiciatorio del Arca de la Alianza, el trono de Dios (Lev. 16:14; Éx. 25:22; 1 Sam. 4:4). Si consideramos los 2 juntos, resulta un pensamiento maravilloso y edificador. Dios ve la sangre de Cristo, que ha satisfecho perfectamente a sus santos requisitos respecto al pecado, también en aquellos que han aceptado ese sacrificio por fe. Los considera a todos según el valor único de la sangre de su Hijo (comp. 1 Juan 1:7). ¿No es esto un extraordinario fortalecimiento de nuestra fe?

9.5 - La Asamblea amada y adquirida al precio de la sangre de su Hijo

También la Asamblea remonta finalmente a la cruz. Ciertamente, solo nació el día de Pentecostés mediante el bautismo del Espíritu Santo (Hec. 2; 1 Cor. 12:13). Pero Dios puso los cimientos en la cruz de Cristo. La Iglesia «la que adquirió con su propia sangre» (Hec. 20:28). Leemos en Efesios 5:2 que «Cristo nos amó y sí mismo se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio a Dios, de olor fragante». Pero no solo amó a cada uno de los miembros de la Iglesia, sino también «a la iglesia y sí mismo se entregó por ella» (Efe. 5:25; comp. la perla preciosa de Mat. 13:46). Cuando estamos reunidos a su Mesa, vemos en el único pan tanto su cuerpo que él dio por nosotros, como el Cuerpo espiritual, la Asamblea que es una. Su existencia también se remonta a la obra de nuestro Señor en la cruz, a su sangre y sacrificio.

Cuando nos ocupamos de la cruz de nuestro Señor y de todas las maravillosas consecuencias que de ella se derivan, sirve no solo para fortalecernos y regocijarnos espiritualmente, sino también para llevarnos más lejos en la adoración. Así sucedía con el pueblo de Israel: cuantos más sacrificios hacían, más alimentos recibían los sacerdotes. De la misma manera para nosotros, la adoración se fomenta cuando prestamos mucha atención al Redentor. Lo contrario también es cierto. Si no nos ocupamos con regularidad a la obra y a la persona de nuestro Redentor, no debe sorprendernos que nuestro corazón esté cada vez menos dispuesto a la adoración.

«El que come mi carne y bebe mi sangre, mora en mí, y yo en él» (Juan 6:56).

«El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día postrero» (Juan 6:54).

10 - Las consecuencias para nuestra vida

Un conocimiento cada vez mayor del Señor Jesús y una comprensión de la obra que hizo en la cruz es la base de la adoración. Pero no es el único resultado. No es solo nuestra alabanza la que debe aumentar al comer y beber espiritualmente la carne y la sangre de Cristo. Nuestra vida cotidiana también debe estar influenciada, e incluso dirigida por ella. Nuestra vida, nuestras relaciones con nuestros hermanos y hermanas en la fe y con nuestros semejantes, deben llevar la impronta de la Persona de nuestro Señor. Solo en la medida en que nos alimentemos de Cristo podremos parecernos más a él. Esto es lo que aprendemos mediante diversos ejemplos del Nuevo Testamento.

10.1 - La cruz que advierte contra la carne. El caso de los corintios y de los gálatas

En la Primera Epístola a los Corintios y en la Epístola a los Gálatas, las palabras «cruz» o «crucificar» aparecen con más frecuencia que en ninguna otra Epístola. Es fácil comprender por qué. Los destinatarios de estas Cartas necesitaban especialmente que se les enseñara la cruz del Señor y sus consecuencias para la vida de fe. Los motivos eran, en el caso de los corintios, diversas formas de conformidad con el mundo, y en el caso de los gálatas, el apego a la Ley del Sinaí. En ambos casos, Pablo lanzó serias advertencias. En ambos casos, la causa principal era la carne, la vieja naturaleza, que actuaba más o menos libremente en los creyentes.

En los creyentes corintios, la carne se manifestaba de diferentes maneras. Se revelaban como «niños en Cristo». Por eso, el apóstol Pablo no podía darles «alimento» espiritual «sólido» para comer, sino que tenía que conformarse con «leche». No podía presentarles temas difíciles, sino solo las cosas más sencillas (1 Cor. 3:1-2). En su estado de ánimo carnal, los corintios pensaban que podían tolerar el mal en su seno, y no veían que, como consecuencia, toda la asamblea estaba impregnada de mal como de levadura. Por eso les recordó que habían empezado de nuevo por la fe en Cristo, como había hecho el pueblo de Israel en Egipto. Allí también, la matanza del cordero pascual era al «principio de los meses» (Éx. 12:2). La fiesta de los panes sin levadura estaba estrechamente vinculada a este nuevo comienzo. No se podía comer masa leudada, solo pan ácimo (sin levadura). Pablo llama a este pan ázimo «pan sin levadura, de sinceridad y verdad», lo que a su vez habla de la naturaleza de la Persona de Cristo, que primero murió por nosotros como el verdadero Cordero pascual, y luego se convirtió en el alimento permanente de nuestra alma (1 Cor. 5:7-8). Los corintios habían descuidado este alimento, y en su lugar se habían “alimentado” de cosas carnales.

Con los gálatas, la razón era diferente. Estaban en gran peligro de estar influenciados por falsas enseñanzas a través de la introducción de la Ley del Sinaí, y de ser alejados del Evangelio de la gracia. Pablo les advirtió: «Un poco de levadura fermenta toda la masa» (Gál. 5:9). Tanto en Corinto como en Galacia, la maldad desenfrenada y activa de la carne entre los creyentes se compara con la levadura, tanto en forma de maldad moral como de falsas enseñanzas.

10.2 - Las obras de la carne y el juicio de Dios sobre ellas

Si queremos ver cuán mala es la carne, solo tenemos que mirar 1 Corintios 6:9-10 y Gálatas 5:19-21. Allí se enumeran las obras de la carne: «¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No os engañéis; ni fornicarios, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni sodomitas, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni calumniadores, ni estafadores heredarán el reino de Dios». – «Y evidentes son las obras de la carne, que son: fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, odios, peleas, celos, iras, rivalidades, divisiones, sectas, envidias, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas…». Como indican las últimas palabras «y cosas semejantes», estas «listas» no son exhaustivas (lo que es cierto de todas las listas de pecados de este tipo en el Nuevo Testamento, incluyendo 1 Corintios 5:11; Colosenses 3:5-8; 1 Timoteo 1:9-10).

Lamentablemente, los pecados enumerados también se encuentran entre los cristianos. Están presentes en la carne de todo ser humano, incluido todo creyente. El gran apóstol Pablo dijo de sí mismo: «Porque sé que en mí (es decir, en mi carne) no habita el bien» (Rom. 7:18). Por eso nadie puede decir: “En mí no es así”. Quien hablara así no se conocería a sí mismo y no habría comprendido ni aceptado el juicio de Dios sobre la carne.

10.3 - Alimentarse de Cristo y crucificar la carne

Sin embargo, si nos alimentamos de la carne y de la sangre de nuestro Señor, si nos ocupamos de su muerte en la cruz, reconocemos que tuvo que sufrir y morir por estos pecados. Reconocemos además que también fue juzgado en la cruz y tuvo que morir por la naturaleza que produce todo esto. Vemos también que nuestro viejo hombre fue crucificado con él, de modo que también nosotros, que le pertenecemos por la fe, hemos «crucificado la carne con las pasiones y deseos» que de ella dimanan (Gál. 5:24). Esta es la verdadera posición y práctica cristianas. La aprendemos solo ocupándonos de la cruz de Cristo.

En 1 Corintios 6:11, el apóstol responde a los pecados enumerados dándoles esta seguridad: «Y esto erais algunos; pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios». Mediante el nuevo nacimiento («lavados» – «santificados», comp. Juan 3:5; Tito 3:5) y la justificación por la fe, se ha producido un cambio enorme. Las cosas viejas han desaparecido y ha comenzado una vida nueva. El punto de inflexión es la cruz de Cristo.

En Gálatas 5:22-24, las malas obras de la carne están puestas en contraste con el hermoso fruto del Espíritu: «El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio; contra tales cosas no hay ley. Y los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con las pasiones y los deseos». Este es uno de los 4 pasajes del Nuevo Testamento en los que la palabra «crucificado» se aplica en sentido figurado a los creyentes. En los otros 3 pasajes (Rom. 6:6; Gál. 2:19; 6:14), la crucifixión se presenta como la obra de Dios. Pero aquí se trata de una acción activa por nuestra parte, subrayada por el añadido «con las pasiones y deseos» (es decir, las manifestaciones prácticas de la carne). Se trata, pues, de nuestra fe personal a este respecto y de la responsabilidad que conlleva. Como creyentes, ya no tenemos que considerarnos como “pobres pecadores”, sino que podemos ejecutar conscientemente el juicio de Dios sobre nuestra vieja naturaleza pecaminosa. Es un resultado de alimentarnos de la carne y de la sangre de Cristo, la realización práctica de lo que Dios ha hecho por nosotros en Cristo. Nuestra vida ya no está determinada por la carne, sino guiada por el Espíritu.

10.4 - Aplicar la cruz de Cristo a nuestra vida. Es el fin de nuestra antigua vida

Sin embargo, si nos dejamos arrastrar por esas detestables «obras» «de la carne» o vivimos en ellas, demostramos que lo que ocurrió en la cruz no es nuestro alimento. Si aplicamos a nuestra vida la cruz donde nuestro Señor llevó la carne a la muerte, despreciaremos y evitaremos estas cosas. Si Cristo tuvo que morir por ello, ¿cómo podemos vivir en ello? La cruz nos da la respuesta.

La cruz de Cristo también pone orden en nuestro comportamiento hacia el mundo en el que vivimos. En Gálatas 6:14-15, se dice que, para nosotros, el mundo debe considerarse como crucificado, y nosotros como crucificados para el mundo. Además, ahora somos una nueva creación. ¿Cómo podríamos amar lo que Dios ha condenado? ¿Cómo acercarnos a los que odian a Dios y buscar su amistad? La amistad con el mundo nos convierte en enemigos de Dios (comp. Sant. 4:4; 1 Juan 2:15-16). El mundo y Satanás, su príncipe, están bajo el juicio de Dios (Juan 12:31; 16:11). Por Cristo, que se entregó por nosotros en la cruz, estamos retirados del presente mundo malo (Gál. 1:4). ¿Cómo puede seguir existiendo una relación con él? La cruz de Cristo se interpone entre nosotros y el mundo. Esto también forma parte de nuestro alimento espiritual como cristianos.

Gálatas 2:19-20 nos muestra que la cruz de Cristo es el fin de nuestra vieja vida. Hemos sido crucificados con Cristo, y ahora ya no es nuestro viejo hombre quien vive, sino Cristo en su perfecta naturaleza humana quien vive en nosotros. Lo que ahora vivimos en la carne, es decir, en la tierra como seres humanos, lo vivimos por la fe en Aquel que nos amó y se entregó por nosotros. En 2 Corintios 5:15 se dice al respecto: «Murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí mismos, sino para el que por ellos murió y fue resucitado».

11 - Comer = aprender

Si observamos a Cristo en su vida y particularmente en la cruz, vemos cómo se comportó. En Mateo 11:29 nos invita: «Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí; porque soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas». Aprendemos de él cuando lo comemos como nuestro “pan de cada día” y así nos formamos para llegar a ser, como él, mansos y humildes de corazón. Qué poco comprendemos estas cualidades de nuestro Señor y Redentor, que se presenta como nuestro modelo, no solo en este pasaje, sino también en lo que sigue.

11.1 - Filipenses 2:5-8

En Filipenses 2:5-8 estamos invitados a tener el pensamiento de Cristo, que descendió de lo más alto y se anonadó haciéndose hombre, pero que, siendo hombre, se humilló aún más y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. En la cruz, él alcanzó el punto más bajo de su humillación, y es precisamente allí donde él es nuestro mayor modelo. También aquí todos tenemos algo que aprender. El que se humilla, un día será exaltado por él (Mat. 23:12).

11.2 - Hebreos 12:2-3

Otro pasaje de la Escritura es Hebreos 12:2-3, donde dice: «…Fijos los ojos en Jesús, autor y consumador de nuestra fe, quien, por el gozo puesto delante de él, soportó la cruz, despreciando la vergüenza, y se ha sentado a la diestra de Dios. Considerad, pues, al que soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismo, para que no os canséis ni desmayéis en vuestras almas». Aquí se nos invita a fijar los ojos en Jesús y contemplar a Aquel que sufrió en la cruz y ahora está glorificado a la derecha del trono de Dios. El hecho de mirar y contemplar debe animarnos a perseverar en el camino de la fe y darnos el valor de no cansarnos ni preocuparnos.

11.3 - 1 Pedro 2:21-24

En 1 Pedro 2:21-24, estamos dirigidos hacia la cruz de nuestro Señor: «Porque para esto fuisteis llamados; pues también Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas; el cual no hizo pecado, ni fue hallado engaño en su boca; quien, siendo insultado, no respondía con insultos; cuando sufría, no amenazaba, sino que encomendaba su causa a aquel que juzga justamente. Él mismo llevó en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero, para que nosotros, muriendo a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados». Estas son las «huellas» de nuestro Señor para que las sigamos.

Ciertamente podríamos citar otros pasajes de la Escritura que nos remiten al modelo de nuestro Señor y a su obra en la cruz. Todos ellos pretenden engrandecer esa obra y su Persona para nosotros y enseñarnos lecciones para nuestra vida.

11.4 - 2 Corintios 4:10

Pablo nos habla, en un breve versículo, del resultado en su propia vida: «llevando siempre en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor. 4:10). El Señor Jesús soportó en su muerte el juicio de Dios sobre el pecado en la carne (Rom. 8:3). Si aplicamos esto a nosotros mismos por fe, vemos que nuestro viejo hombre fue crucificado con él y que estamos muertos con Cristo. En la práctica, esto significa un auto-juicio total de la vieja naturaleza dentro de nosotros. Sin la conciencia de que poseemos la vida eterna, esto sería un tormento mortal sin fin. Pero en realidad, es una liberación para que la vida de Jesús, la vida eterna que poseemos en él, pueda ser manifestada sin obstáculos en nuestra carne mortal. Cuanto más cedemos a nuestros deseos naturales, menos manifestamos lo que es de Cristo y la vida eterna. Pero cuanto más los reprimimos, más puede él vivir y obrar en nosotros.

¿No deberíamos desear más comer su carne y beber su sangre, para permanecer en él y él en nosotros?

12 - Reflexiones finales

Cuando estemos con nuestro Señor en la gloria, él no dejará de alimentarnos y cuidarnos. «¡Bienaventurados aquellos siervos a los que, llegando el Señor, encuentre velando! En verdad os digo que se ceñirá, y les hará que se sienten a la mesa y, acercándose, les servirá» (Lucas 12:37). Cuando no haya más pecado, ni más debilidad, ni más lucha de fe, el Señor dará a conocer toda su gloria y la disfrutarán los suyos –¡y todo sobre la base de su obra en la cruz!

«Porque mi carne es verdadero alimento, y mi sangre es verdadera bebida» (Juan 6:55).