La comunión cristiana


person Autor: Arend REMMERS 13

flag Tema: La comunión, la santidad


La comunión puede definirse como la búsqueda común de intereses y objetivos idénticos. También implica, en el plano interior, una unión íntima y, en el plano exterior, el hecho de estar juntos. Por consiguiente, la comunión ideal se basa en una identidad de pensamientos o sentimientos, pero también se expresa en una compañía visible y armoniosa. Así pues, la comunión se produce en distintos niveles y, en el ámbito humano, puede abarcar relaciones muy complejas y variadas.

1 - La comunión con Dios

Sin embargo, la comunión de la que habla el Nuevo Testamento supera con mucho cualquier comunión terrena. Es la forma más elevada de comunión imaginable. A través de ella, como redimidos, entramos en la relación más estrecha posible con Dios y entre nosotros. Aunque tal comunión ya es nuestra parte en la tierra, adquiere un carácter celestial y espiritual. Esta es una de las razones por las que esta noción no aparece en el Antiguo Testamento, que nos presenta en cambio las bendiciones temporales del pueblo terrenal de Dios. Es cierto que Abraham, «el amigo de Dios» (Sant. 2:23), y los creyentes que, como él, caminaron ante Dios, experimentaron la comunión práctica con Dios. Pero el privilegio, para las criaturas, de gozar de una participación común y duradera con Dios implicaba la venida de su Hijo; es el Señor Jesús quien introduce a todos los que creen en él en la comunión consigo mismo y con su Padre.

Es el Señor Jesús quien nos da el ejemplo más bello y perfecto de comunión con Dios Padre. Aunque él mismo nunca utilizó esta expresión, el Señor vivió como un hombre en constante comunión con el que le había enviado. Uno con el Padre en el ser y en la naturaleza (Juan 10:30), gozaba en la tierra de una comunión ininterrumpida con el Padre. Ya sea que lo consideremos a los 12 años en el templo, preguntando con asombro a su madre: «¿No sabíais que debo estar en los asuntos de mi Padre?» (Lucas 3:49), en las numerosas ocasiones en que ora (10 veces, solo en el Evangelio según Lucas), o también al final de su viaje por esta tierra, cuando todos le han dejado solo y, sin embargo, puede decir con confianza: «Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Juan 16:32), todo da testimonio de la comunión íntima y constante del Hijo con el Padre.

También los creyentes están llamados a la comunión con el Padre y con su Hijo. El apóstol Juan escribe: «Nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos para que vuestro gozo sea cumplido» (1 Juan 1:3-4). Estas palabras son muy sencillas, pero infinitamente profundas. ¿Nos damos cuenta del alcance de la verdad que encierran? Dios Padre nos ha elegido para tener una parte común con él y con su Hijo, nuestro Salvador y Señor.

La seguridad del perdón de nuestros pecados y el goce de un pleno descanso de conciencia constituyen ya una maravillosa participación. Pero Dios no se contenta con darnos estas bendiciones tan gloriosas. Quiere tener consigo, en la mayor proximidad posible a las criaturas, a quienes ha comprado a tan alto precio. Y eso no es todo. Un esclavo o un siervo puede estar muy cerca de su amo, sin tener la menor comunión con él. Pero Dios no solo busca siervos: quiere hijos con los que pueda experimentar una comunión real e íntima desde ahora y para la eternidad. Por obra del Señor Jesús, ha proporcionado todo lo necesario para ello. A nosotros nos corresponde recibir, por la fe, esta plenitud de bendición.

2 - Las condiciones de la comunión

Quien no ha pasado por el nuevo nacimiento, ciertamente no puede tener comunión con Dios: falta la base necesaria para gozar de este privilegio. El hombre natural no solo es incapaz de experimentar tal comunión, sino que no está dispuesto a ella; no queriendo saber nada de Dios, la evita. La primera reacción del hombre después de la caída fue esconderse de Dios. Posteriormente, toda la historia de la humanidad ha dejado claro que «el pensamiento de la carne es enemistad contra Dios, porque no se somete a la ley de Dios, ni tampoco puede» (Rom. 8:7).

El versículo 6 de 1 Juan 1 lo confirma: «Si decimos que tenemos comunión con él y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad». Es cierto que estas palabras se aplican a menudo a los cristianos que se conforman al mundo; pero en ninguna parte del Nuevo Testamento leemos que un verdadero creyente esté en tinieblas o camine en tinieblas. Ha sido sacado de las tinieblas a la luz de Dios de una vez para siempre (1 Pe. 2:9), y la comunión solo puede lograrse en esa luz divina. En 1 Juan 1, estamos hablando de personas que aún viven lejos de Dios, en tinieblas espirituales. Por tanto, si afirman tener comunión con Dios, están mintiendo.

2.1 - El nuevo nacimiento y la vida eterna

Tener comunión con el Padre y con el Hijo implica para el hombre la posesión de la vida divina, una conformidad de naturaleza. Esto solo puede resultar de un cambio fundamental. Requiere el nuevo nacimiento, es decir, nacer de un modo completamente nuevo (Juan 3:3, 5). Muchos hijos de Dios pueden llegar a preguntarse: ¿Cómo puedo poseer la misma naturaleza que Dios, cuando veo cada día imperfecciones en mí mismo, e incluso pecado de pensamiento, palabra y obra? Y, sin embargo, ¡es verdad! En su gracia, Dios da a cada uno de los que se han arrepentido sinceramente de sus pecados, y han recibido así por la fe al Señor Jesús como su Salvador, todo lo que le hace partícipe de la naturaleza divina (2 Pe. 1:4). Dios comunica a cada creyente su esencia moral, que se resume en estas 2 palabras: luz y amor (1 Juan 1:5; 4:8, 16). «Porque en otro tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor» (Efe. 5:8). «Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rom. 5:5). Es cierto que, en la práctica, necesitamos constantemente que se nos exhorte a vivir de manera acorde con ese amor y esa luz (Efe. 5:2, 8), pero en cuanto a la posición del creyente, su parte está asegurada; estas mismas exhortaciones son prueba de ello.

Sin embargo, Dios no solo nos ha dado una nueva vida, sino que también nos ha introducido en una nueva relación con él. Todos los que han nacido de nuevo tienen ahora derecho a ser llamados hijos de Dios. «A todos cuantos lo recibieron, es decir, a los que creen en su nombre, les ha dado potestad de ser hijos de Dios; los cuales no fueron engendrados de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios» (Juan 1:12-13). Si son hijos, Dios es necesariamente su Padre. Esta maravillosa bendición también nos la dio el Hijo de Dios. Ya durante su vida en la tierra el Señor Jesús reveló al Padre (Juan 1:14, 18; 14:6-10), pero después de su resurrección introdujo a los discípulos en esta relación de hijos con su Padre cuando dijo a María Magdalena: «Vete a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Juan 20:17). Su Padre era ahora también el Padre de ellos. Hasta entonces, esa relación consciente como hijos de Dios era desconocida para los creyentes. Habían nacido de nuevo, pero no conocían personalmente a Dios como su Padre celestial. Aquí encontramos una de las diferencias fundamentales entre los creyentes del período del Antiguo Testamento y los del período del Nuevo Testamento. En primer lugar, Dios Padre tuvo que enviar a su amado Hijo a un mundo enemistado con él, y el Hijo de Dios tuvo que bajar a la tierra y morir por los pecadores perdidos. Solo entonces pudieron las personas, mediante la fe, convertirse en hijos de Dios, gozando de la vida eterna y pudiendo tener comunión con el Hijo de Dios y con el Padre.

Juan habla de «la vida eterna, que estaba con el Padre y nos fue manifestada» (1 Juan 1:2). Nos resulta difícil captar todo el significado de tal afirmación, tan elevada en su brevedad y sencillez. Es la vida del Dios eterno, que es luz y amor, pero que tampoco tiene principio ni fin. Cuando Dios se llama a sí mismo «el principio y el fin» en Apocalipsis 21:6, significa que nada es concebible sin él, que es el Eterno. Solo él es el «Dios vivo» (1 Tes. 1:9). Todo su plan de salvación y bendición nos ha sido revelado; la vida eterna también nos ha llegado en la tierra en la persona del Hijo único; y todo el que cree en él tiene ahora vida eterna (Juan 3:15-16, 36; 17:2). Para despejar cualquier duda, Dios lo confirma expresamente: «Y este es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida» (1 Juan 5:11-12). Sin embargo, la vida eterna no está solo en el Hijo de Dios, sino que «este es el verdadero Dios, y la vida eterna» (1 Juan 5:20). Por la fe somos uno con él, de modo que Cristo es ahora también nuestra vida (Col. 3:4). Al poseer la vida eterna en el Hijo de Dios, por la fe podemos ser cada vez más conscientes de ella y alegrarnos en ella.

Según las palabras del Señor en Juan 17:3, la vida eterna implica también conocer al único Dios verdadero como Padre y, en la persona de Jesucristo, a su Hijo que nos ha enviado. Podemos comprender algo de las personas de la Deidad en su soberanía eterna y absoluta, pero también en su amor digno de toda adoración. La vida eterna, por tanto, no es solo una persona, sino también un maravilloso ámbito de relaciones dentro de la Deidad, abierto al creyente mediante el conocimiento del Hijo y del Padre. La vida eterna se describe aquí como la atmósfera de la Casa del Padre, revelada por el Hijo del Padre, y en la que él nos ha introducido para su propio gozo y el nuestro.

2.2 - El Espíritu Santo

Para gozar de la comunión con Dios como Padre y con su Hijo, no basta la capacidad, sino que necesitamos también el poder. Este nos lo da el Espíritu Santo, que habita en cada uno de los que hemos recibido el Evangelio de la salvación por la fe. Como hombre, el propio Señor Jesús fue ungido por Dios con el Espíritu Santo y con poder, y desde el principio de su ministerio público actuó con el poder del Espíritu (Hec. 10:38; Lucas 4:14). A punto de volver al Padre, anunció a sus discípulos que también ellos recibirían el Espíritu Santo. Tras la partida del Señor, no debían quedarse solos y abandonados como huérfanos, sino que serían revestidos de poder de lo alto cuando el Espíritu Santo viniera sobre ellos (Lucas 24:49; Hec. 1:8). El Espíritu nos da el poder para vivir una vida con el Señor y disfrutar de la comunión. Por eso Pablo puede hablar de la «comunión del Espíritu» (2 Cor. 13:13; Fil. 2:1). No se trata tanto de la comunión con el Espíritu Santo como de la comunión con el Padre, el Hijo y los demás hijos de Dios, producida por el Espíritu Santo y caracterizada por él.

Es también el Espíritu Santo quien nos introduce en las bendiciones y privilegios espirituales que constituyen el ámbito de nuestra comunión. «Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará al conocimiento de toda la verdad; porque no hablará de sí mismo, sino de todo lo que oiga; y os anunciará las cosas venideras. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso os dije que tomará de lo mío y os lo anunciará» (Juan 16:13-15). El Espíritu Santo es, pues, el intermediario y el poder de comunión entre los redimidos y el Padre y el Hijo. Como fuente de los pensamientos y sentimientos de la vida nueva, suscita en nosotros pensamientos en armonía con los del Padre y del Hijo. Esto es la comunión.

3 - La comunión con el Padre y con el Hijo (1 Juan 1:3)

Hasta aquí hemos visto las condiciones previas para establecer la comunión; ahora pasamos al tema propiamente dicho, y comenzamos por nuestra comunión con el Padre y con el Hijo. En el Nuevo Testamento encontraremos otros tipos y formas de expresión de la comunión cristiana, todos ellos basados en lo que Juan llama comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo; volveremos sobre ello más adelante.

La Palabra de Dios no dice que el Padre tenga comunión con nosotros, pero sí revela que hemos sido puestos en comunión con el Padre. ¿Podría ser de otro modo? Es fácil comprender que un pecador no pueda tener comunión con el Dios santo. Pero también nosotros, como redimidos, seguimos viendo la presencia de la carne y su acción en nosotros, aunque nuestro viejo hombre haya sido juzgado según Dios en la cruz. Por consiguiente, solo a Dios corresponde determinar el nivel y el carácter de la comunión, y no a las criaturas, ni siquiera a los redimidos. Inmediatamente después de mencionar nuestra comunión con el Padre y con el Hijo, Juan habla de la esencia de Dios: «Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él» (1 Juan 1:5). El Padre que, en su inmenso amor, nos ha puesto en comunión con él, es al mismo tiempo el Dios santo. Se trata, pues, de una comunión divina y santa. Su ámbito propio no es la tierra, sino la luz, que vino a nosotros en la persona del Hijo como «la verdadera luz» (Juan 1:4, 9; 8:12), y que ahora se ha convertido, por la fe en él, también en nuestro ámbito de vida.

Juan escribe: «Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros… nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Juan 1:3). Los apóstoles, que habían visto y oído la vida eterna en la persona del Hijo de Dios hecho carne, fueron los primeros en experimentar la comunión con el Padre y con el Hijo tras el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés. Ellos transmitieron lo que habían recibido para que todos los verdaderos hijos de Dios pudieran disfrutar de esta maravillosa comunión. De este modo, podemos experimentar el gozo pleno, incluso ahora, sin esperar a estar en la Casa celestial del Padre.

En la época en que Juan escribió estas palabras, ya se manifestaban entre los creyentes las primeras corrientes anticristianas; y desde entonces, a pesar de diversos despertares (o avivamientos) a lo largo de los siglos, la ruina ha progresado de manera constante e irresistible. Pero a pesar de los ataques cada vez más violentos de los anticristos contra la persona del Hijo de Dios, y a pesar del abandono cada vez más marcado, a causa de nuestra infidelidad, del carácter celestial de la Asamblea y de su separación del mundo, la comunión con el Padre y con el Hijo sigue siendo, individualmente, fuente de gozo profundo e íntimo para los hijos de Dios hasta la venida del Señor.

El Señor Jesús es el centro de nuestra comunión. Como Hijo unigénito en el seno del Padre, ha revelado plenamente a Dios, el Padre, y nos ha ganado, en virtud de su obra en la cruz, la vida eterna y toda bendición espiritual en los lugares celestiales. Ahora tenemos comunión con el Padre en el conocimiento de su Hijo, y comunión con el Hijo en el conocimiento del Padre. Participamos del gozo del Padre en el Hijo, porque aquel en quien el Padre se deleita continuamente es el Objeto de nuestra adoración. Participamos del gozo del Hijo en el Padre, a quien tenemos libre acceso por medio del Hijo como hijos e hijas. Esta comunión actual es la meta más alta, el objeto más precioso de la vida nueva y divina, y nuestro corazón encuentra en ella una satisfacción perfecta. Pero, ¡cómo será cuando, en la venida del Señor, seamos transformados para verle tal como es, y entonces disfrutemos eternamente de una comunión perfecta e ilimitada con él y con el Padre!

Cuando Pablo escribe: «Fiel es Dios, por quien fuisteis llamados a la comunión de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor» (1 Cor. 1:9), está presentando la comunión a nuestros corazones a su manera. En los escritos del apóstol Juan, es la relación de hijos con Dios, que se ha convertido en nuestra parte por el nuevo nacimiento y la vida eterna, lo que ocupa el centro del escenario; Pablo, en cambio, hace más hincapié en la posición en la que hemos sido introducidos por nuestra identificación con Cristo glorificado en el cielo. Es el mismo Dios, el mismo Hijo, pero Juan nos ve como hijos de Dios en comunión con el Padre y el Hijo, mientras que Pablo nos ve en comunión con el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo. Pablo escribe en otro lugar: «Por él, los unos y los otros tenemos acceso por un solo Espíritu al Padre»; más aún, «tenemos seguridad y acceso con confianza mediante la fe en él» (Efe. 2:18; 3:12).

3.1 - El gozo de la comunión

En los pasajes que acabamos de considerar, los 2 apóstoles presentan la comunión con el Hijo de Dios y con el Padre sin restricción alguna. Se trata, pues, del privilegio de todos los creyentes, no solo de unos pocos, del mismo modo que la certeza de la salvación, la posesión del Espíritu Santo, la pertenencia al Cuerpo de Cristo o el arrebato de los creyentes antes del período de la tribulación, aunque no todos los hijos de Dios conozcan o disfruten de las bendiciones asociadas a estas verdades. Por lo tanto, en lo que respecta a su posición, todos los que han recibido al Señor Jesús por la fe han sido llevados a la comunión con el Padre y con el Hijo, aunque la medida del conocimiento y disfrute difiere de uno a otro.

La doctrina concerniente al precioso privilegio de la comunión ocupa un lugar importante. No puedo disfrutar de lo que no conozco. Los primeros creyentes aún no poseían la Palabra de Dios completa, pero perseveraban «en la doctrina de los apóstoles, y la comunión» (Hec. 2:42). La doctrina precedía a la comunión. Esta última descansaba sobre una base sólida, conocida y reconocida por todos. Una enseñanza incorrecta, incompleta o incluso falsa sobre el tema de la comunión conduce a tristes consecuencias y al error.

Sin embargo, gracias a Dios, la falta de conocimiento o de inteligencia no es necesariamente un obstáculo para el Espíritu Santo que habita en los creyentes. A veces podemos ver que los creyentes jóvenes, que todavía no han recibido mucha enseñanza, gozan, sin embargo, de una íntima comunión diaria con el Señor Jesús. El gozo de la salvación los lleva a regocijarse en el Salvador. Su persona es tan importante para ellos que tiene prioridad sobre todo lo demás.

En lo que a nosotros respecta, el deseo de saborear la comunión práctica con Dios es más importante que la doctrina. La observación de Hechos 2:42, «Perseveraban en la doctrina de los apóstoles y la comunión unos con otros…», y el deseo de bendición expresado en 2 Corintios 13:13, «La comunión del Espíritu Santo sea con todos vosotros», muestran que la comunión no es espontánea ni se mantiene por sí misma; en la práctica debemos desearla y buscarla. En griego, el verbo perseverar mencionado en el primer pasaje deriva de una raíz que se usa para «fuerte», y significa en particular “mantenerse firme” y “ocuparse asiduamente de algo”. Esto es precisamente lo que hacían los primeros cristianos de Jerusalén con respecto a la comunión, pero también con respecto a la enseñanza de los apóstoles, el partimiento del pan y las oraciones. Y en el segundo versículo citado, el deseo del apóstol Pablo también habría sido superfluo si los corintios hubieran disfrutado siempre de la comunión. Por desgracia, les faltaba la realización práctica de la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo. Por eso, al final de su Epístola, Pablo dirige a todos ellos este deseo.

Algunos lectores de estas líneas podrían pensar: “Cuando, por ejemplo, estoy ocupado en una actividad que requiere una atención sostenida o intensa, no puedo al mismo tiempo leer la Palabra de Dios, meditarla y mantener, mediante la oración o la adoración, una comunión consciente y activa con el Padre y el Hijo”. Es verdad. Por muy preciosos que sean los momentos de comunión consciente, para la mayoría de nosotros siguen siendo más bien raros, dados nuestros deberes cotidianos. Pero, ¿no deberíamos procurar siempre reservar momentos de conversación serena con el Señor y con nuestro Dios y Padre, para que nuestra comunión se reavive, se profundice y se fortalezca? Sin embargo, aunque esos momentos sean escasos, puedo dedicarme a mi trabajo con el deseo de agradar al Señor, y vivir mi vida cotidiana tomado de su mano, por así decir, como un niño que se agarra a la mano de su padre mientras sale a pasear. Podríamos hablar de una comunión “inconsciente”, fuente constante de gozo y fuerza espiritual para nosotros. Pero esa comunión presupone también, en lo más profundo del corazón, el deseo de caminar con el Señor y de ser guardado de todo pecado.

3.2 - Los efectos de la comunión

La comunión práctica con el Padre y con su Hijo no carece de resultados para nuestra vida espiritual. Después de introducir la comunión, Juan menciona su efecto directo: «Estas cosas os escribimos para que vuestro gozo sea cumplido» (1 Juan 1:4). La comunión con el Padre y el Hijo produce un profundo gozo interior.

En la parábola del hijo pródigo, el gozo de la comunión con el Padre se describe brevemente, pero en términos muy llamativos. Movido a compasión, el padre se echa al cuello de su hijo arrepentido y lo cubre de besos. La túnica más hermosa, el anillo y las sandalias eran solo el preludio de lo que aún le esperaba al hijo. El padre hizo matar el ternero cebado, se sentaron juntos a la mesa y “comenzaron a festejar” (Lucas 15:22-24). ¿No evocan las palabras «alegrémonos» un gozo interminable? Es el gozo de la comunión lo que Juan deseaba para los destinatarios de su carta: «Estas cosas os escribimos para que vuestro gozo sea cumplido». El gozo en el Señor, que encontramos mencionado varias veces en la Epístola a los Filipenses, es también fruto de la comunión con Dios Padre y con el Señor Jesús, su Hijo. Lo mismo puede decirse del gozo presentado en Gálatas 5:22 como fruto del Espíritu.

El gozo de la comunión con el Padre y con el Hijo produce también en nosotros una profunda paz interior. ¡Cuántas veces nuestro corazón está preocupado o insatisfecho! ¡Con qué facilidad las preocupaciones de la vida cotidiana, pero también el descontento por las circunstancias que atravesamos, le quita paz a nuestro corazón! Sin embargo, si vivimos en comunión práctica con el Señor, y echamos nuestras preocupaciones sobre él, la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará nuestros corazones y nuestras mentes en Cristo Jesús, y la paz de Cristo, a la que hemos sido llamados con todos los que pertenecen al único Cuerpo, reinará en nuestros corazones (Fil. 4:7; Col. 3:15).

¿Puede el mundo que nos rodea seguir atrayéndonos cuando la eterna porción celestial del Padre y del Hijo se ha convertido prácticamente en nuestra? ¿Podemos, entonces, seguir prosiguiendo objetivos que no están en consonancia con esta maravillosa comunión? La comunión práctica con Dios nos preserva de la atracción del mundo, mientras que, a la inversa, la comunión con el mundo hace imposible la comunión con Dios. A los corintios que no habían comprendido esto, Pablo debe preguntarles: «¿Qué comunión [hay entre] la luz y las tinieblas?» (2 Cor. 6:14).

Pero si, en comunión con el Señor, tomamos sobre nosotros su yugo fácil, en lugar de ponernos un yugo desajustado con el mundo, y recibimos las enseñanzas de Aquel que es manso y humilde de corazón (Mat. 11:29), manifestaremos cada vez más, en nuestra vida práctica, sus caracteres como fruto de nuestra comunión. Entonces, ¿no tendremos también un deseo más ardiente de estar en la Casa del Padre, donde gozaremos eternamente de una comunión perfecta con el Padre y el Hijo, comunión que ni el mundo, ni nuestra carne podrán jamás perturbar?

4 - La comunión de unos con otros (1 Juan 1:7)

Nuestra comunión con el Padre y con el Hijo es el fundamento de nuestra comunión mutua como hijos de Dios. Tenemos una participación colectiva en virtud de nuestra comunión personal con el Padre y con el Hijo. Lo vimos en 1 Juan 1:3, donde el apóstol escribe: «Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros. Y con certidumbre nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo». El resto del capítulo lo confirma plenamente.

En primer lugar, en el versículo 5, leemos que «Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él». El hombre que aún vive en tinieblas no puede tener comunión con él. Quien diga lo contrario miente y no practica la verdad (v. 6). El versículo siguiente nos muestra la posición de los hijos de Dios: «Si andamos en la luz, como él está en la luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado» (v. 7). Como hemos visto, andar en la luz (así como andar en las tinieblas) caracteriza nuestra posición ante Dios, no nuestra vida práctica. En su luz tenemos comunión unos con otros, y estamos bajo el poder purificador de la sangre de Cristo. (En relación con nuestra conducta práctica, es el agua de la Palabra de Dios la que nos limpia, no la sangre de Cristo, comp. Juan 13; Efe. 5:26).

Al principio, los primeros cristianos vivían en comunión estrecha y ejemplar. «Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (comp. Hec. 2:42-47). Ya hemos llamado la atención sobre el significado de la posición ocupada por la doctrina de los apóstoles. La perseverancia en la comunión está indicada como la segunda característica de los cristianos de Jerusalén. La palabra comunión estando emplea en este pasaje excepcionalmente sin ningún añadido, debe referirse no solo a la comunión con el Padre y con el Hijo, sino también a aquella entre hermanos y hermanas, aunque, según los versículos siguientes, predomina el segundo aspecto. Estos creyentes recién convertidos estaban todavía estrechamente unidos a su Señor de manera tan viva que querían disfrutar juntos de la comunión con él. Por eso perseveraban también en las otras 2 actividades colectivas de la fe nombradas en este versículo: el partimiento del pan y las oraciones.

El efecto de la comunión en sus pensamientos se traducía por «compartían» (v. 46). En el capítulo 4, donde se menciona una situación similar, leemos: «La multitud de los creyentes era de un corazón y un alma» (v. 32). El «compartir» solo podía resultar de la comunión de cada uno con Dios. Todos tenían el mismo propósito, el mismo objeto ante sus corazones, y eso era lo que los unía. La comunión con el Padre y con el Hijo les preservaba del egoísmo y de la voluntad propia, los 2 obstáculos de toda comunión espiritual. De este modo, soportaban recíprocamente, con amor, sus debilidades, que siguen siendo las nuestras hoy. Sin embargo, más tarde, invocando la comunión del Espíritu, Pablo tuvo que exhortar a los creyentes de Filipos, que también eran todavía muy jóvenes en la fe, a que tuvieran los mismos sentimientos (Fil. 2:1-4).

Exteriormente, la comunión de los primeros cristianos de Jerusalén se reflejaba en el hecho de que estaban todos juntos en un mismo lugar, no solo en las reuniones de sus asambleas, sino también el resto del tiempo (Hec. 2:44). Simplemente sentían la necesidad de morar con sus hermanos y hermanas en el Señor. Poner a disposición sus bienes, era también una manifestación práctica de la comunión espiritual que caracterizaba de manera tan especial a los primeros creyentes. Si uno de ellos pasaba necesidad, recibía ayuda de los demás, que vendían sus posesiones con este fin. Esta forma excepcional de actuar se limitó a los primeros días de la asamblea de Jerusalén y no fue adoptada por los creyentes de otros lugares. Pero más tarde, en las Epístolas del Nuevo Testamento, cuando en relación con las necesidades materiales de los creyentes se habla de “contribuir” (Rom. 15:26), “dar” (2 Cor. 9:13) y «ayuda mutua» (Hebr. 13:16), la palabra utilizada en el original es siempre la misma, ¡la que suele traducirse por «comunión»! Por tanto, prestar ayuda material a nuestros hermanos y hermanas necesitados no es solo un signo de simpatía; es una expresión genuina de comunión cristiana.

Pero volvamos brevemente a la asamblea de Jerusalén. La entrañable escena que aquí se describe no iba a durar mucho. Por su hipocresía, Ananías y Safira dañaron de tal manera al frescor, a la vida y a la autenticidad de la comunión, que Dios tuvo que retirar a ambos con la muerte (Hec. 5). Habían llevado parte del precio de venta de un terreno a los apóstoles, afirmando haber entregado toda la cantidad, para dar la apariencia de una comunión sin reservas. Nadie se habría enterado de este engaño, si el Espíritu Santo no hubiera descubierto este pecado contra la comunión, que era en realidad un pecado contra Dios.

Este triste y humillante incidente nos enseña la importante lección de que una forma exterior no garantiza la existencia de una verdadera comunión del corazón. También nos muestra que una interrupción en la comunión con Dios tendrá un efecto en nuestra comunión con nuestros hermanos y hermanas, aunque no sea inmediatamente evidente.

5 - La comunión en la mesa del Señor (1 Cor. 10:14-22)

Los primeros cristianos perseveraban en la doctrina y en la comunión de los apóstoles, pero también en el partimiento del pan y en las oraciones (Hec. 2:42). El orden en que se enumeran estas actividades es notable. Confirma lo que ya hemos visto y nos lleva un paso más allá. La comunión individual de los creyentes con Dios es el fundamento de su comunión unos con otros, y esta doble comunión encuentra su máxima expresión en el partimiento del pan.

En la noche anterior a su sufrimiento y crucifixión, el Señor Jesús instituyó esta cena en memoria de su muerte. Con sus discípulos, antes había comido por última vez la Pascua, que él mismo cumpliría ahora como verdadero cordero pascual (1 Cor. 5:7). Cuando el Señor dio a sus discípulos el pan y la copa como símbolos de su cuerpo ofrecido y de su sangre derramada, les dijo: «Haced esto en memoria de mí» (Lucas 22:19). Sin embargo, la invitación del Señor: «Bebed de ella todos», recogida en Mateo 26:27, ya indicaba que esa comida no debía ser un asunto puramente personal, en el que cada uno comiera y bebiera para sí mismo; es una expresión de la comunión de los redimidos. En la mesa del Señor, proclaman la muerte de su Salvador hasta que venga, y adoran juntos al Hijo y al Padre. También aquí, lo que Dios es, luz y amor, debe ser manifestado en la unidad y comunión de sus hijos, realizada por el Espíritu. El Señor Jesús es el centro al que se dirigen todos los corazones; por eso, en su mesa no debe tolerarse la actividad de la carne y del mundo.

5.1 - La mesa del Señor

En su Primera Epístola a los Corintios, Pablo les presenta el privilegio de la comunión de los creyentes en la mesa del Señor, y la responsabilidad que se asocia a ello (10:14-22). Las ideas de Dios sobre este tema siguen siendo válidas para nosotros hoy.

Los primeros cristianos de la ciudad griega de Corinto ciertamente tenían grandes conocimientos (1 Cor. 1:5), pero, en la práctica, había divisiones, disputas entre ellos y otras manifestaciones negativas. Entre estas últimas, su relación con los ídolos a los que habían servido antes de su conversión y también su conducta indigna en el partimiento del pan. Así pues, en la segunda parte de su Primera Epístola, Pablo tiene que dar a los corintios la enseñanza básica sobre su comunión como miembros del Cuerpo de Cristo.

En primer lugar, el apóstol les presenta el lado positivo de la comunión. Cuando se reunían a la mesa del Señor, lo que ya era habitual el primer día de la semana (comp. Hec. 20:7), proclamaban, por su participación del pan y de la copa, su unidad y comunión con el Señor y entre ellos. La más alta comunión a la que pueden ser llamados los hombres, la de los redimidos con su Redentor, encuentra aquí su más bella expresión. Sin embargo, los corintios parecían ignorar que comer juntos el mismo pan y beber de la misma copa es una forma de comunión. Como hemos dicho antes, la comunión no solo tiene un lado interior, sino también un lado exterior. Y en estos 2 aspectos se centran los versículos 14 al 22 de 1 Corintios 10.

Apartándose del orden real, Pablo menciona primero «la copa de bendición» (v. 16), que ofrece el contraste más absoluto con aquella que el Señor Jesús bebió hasta las heces en la cruz (comp. Lucas 22:42). En los sacrificios del Antiguo Testamento, primero se rociaba la sangre sobre el altar; del mismo modo, en nuestro pasaje, lo primero que se menciona es la copa, como imagen de «la comunión de la sangre de Cristo». El contenido de la copa es un símbolo de la preciosa sangre de Cristo derramada por nosotros, que ha adquirido para nosotros una redención perfecta y eterna de nuestros pecados y del justo juicio de Dios, y nos ha abierto el acceso al santuario, a la presencia inmediata de Dios (1 Pe. 1:19; Efe. 1:7; Hebr. 10:19). Al beber de la copa, todos los que, por la fe, participan de los resultados bienaventurados de la sangre de Cristo pueden, en principio, expresar su comunión con él. En la realización colectiva de este acto, vemos también que todos los que han sido redimidos por esta sangre preciosa tienen comunión unos con otros.

«El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?» El pan es también un símbolo, y de hecho tiene un doble aspecto. Representa tanto el cuerpo santo del Señor, ofrecido por nosotros, como su Cuerpo espiritual, la Asamblea. Al comer de un solo pan, expresamos una doble unidad y una doble comunión, en primer lugar, con el Señor Jesús, que ofreció su cuerpo como sacrificio por nosotros y, en segundo lugar, entre nosotros, como miembros de su Cuerpo en sentido espiritual.

Pablo explica el segundo aspecto del partimiento del pan en el versículo 17. Viendo a los diversos creyentes que están ante él comiendo del mismo pan, el apóstol muestra que están expresando un hecho: los muchos forman un solo Cuerpo. Es una alusión a la Asamblea de Dios, formada por todos los que creen en el Señor Jesús y son bautizados por el Espíritu Santo en un solo Cuerpo. La expresión figurada «un solo cuerpo» expresa particularmente bien la unidad de los creyentes (1 Cor. 12:12-13). Es evidente que la asamblea de Corinto no era todo el Cuerpo de Cristo. En el Nuevo Testamento, sin embargo, este Cuerpo se considera bajo tres aspectos:

• Según el consejo de Dios, que tendrá su cumplimiento en la gloria, el Cuerpo incluye a todos los creyentes desde Pentecostés hasta el arrebato (Efe. 1:22-23);

• En todo el mundo, el Cuerpo está formado por todos los creyentes que viven en la tierra en un momento dado (Efe. 4:4);

• Localmente, el Cuerpo también está representado por el grupo de creyentes que se reúne en un lugar determinado; pero también por todos los creyentes que viven en ese lugar (1 Cor. 1:2; 12:27).

En nuestro pasaje, es este último aspecto el que está considerado principalmente, pero no puede separarse de los 2 primeros, especialmente del segundo. Al comer juntos del único pan, los creyentes proclamaban, como asamblea local en Corinto, su unidad y comunión con Cristo y con todos los miembros de su Cuerpo en todo el mundo. La mesa del Señor es la única representación o visualización posible del Cuerpo único, la Asamblea.

Con su muerte en la cruz, el Señor Jesús reunió «en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Juan 11:52). Según su voluntad, no constituyen varias familias o casas diferentes, sino que forman un solo Cuerpo, del que el Señor, como hombre glorificado en el cielo, es la Cabeza. Ahora quiere que todos los redimidos proclamen esta unidad en su mesa, hasta que él venga a llevarlos a la Casa del Padre. Estrechamente relacionado con este hecho crucial, este pasaje contiene otras enseñanzas serias que exigen nuestra atención.

El partimiento del pan es en sí mismo un acto externo. Mediante el pan y la copa, el Señor Jesús dejó signos visibles a sus discípulos. Estos recuerdan, cada vez que se reúnen a su mesa, la muerte del Señor como fundamento de todas sus bendiciones; y, al compartirlos juntos, expresan de modo externo y visible su comunión con él y entre ellos. No se trata de un acto insignificante o accesorio. Cuando el espíritu y el alma están ocupados con el Señor Jesús, el cuerpo no puede permanecer indiferente o hacer cosas que contradigan tal conmemoración, como era el caso entre los corintios. Sin embargo, en apoyo de su argumento, y antes de llegar al punto que era la razón misma de su exposición, el apóstol introduce un ejemplo tomado de la historia del pueblo de Israel.

Cuando los israelitas comían la ofrenda de paz (la única ofrenda en la que, en principio, todos podían participar, según Lev. 7:19), estaban en comunión con el altar de Dios. El sacerdote rociaba la sangre de la ofrenda de paz sobre el altar, en señal de expiación; luego ahumaba la grasa, la parte más preciada de la ofrenda, como olor agradable a Dios. Era su alimento, su pan. El pecho y la espaldilla derecha pertenecían a los sacerdotes, y el que había traído la ofrenda podía comer el resto de la carne con cualquier israelita que era puro según la Ley (Lev. 3 y 7:11-38). Así que aquí tenemos una comida sagrada que se come en común en un lugar sagrado.

Aunque la palabra comunión no se utiliza en el Antiguo Testamento, el pensamiento que expresa aquí está claro. La comida tomada juntos, donde Dios, los sacerdotes y finalmente todos los israelitas puros recibían una parte, es una imagen impresionante de la comunión con Dios basada únicamente en el sacrificio de Cristo. Pero la comunión con Dios es algo sagrado. Así que había requisitos estrictos sobre la pureza de los que participaban.

En Malaquías 1:7 y 12, el altar de los holocaustos también se denomina «mesa de Jehová», unos 400 años antes de que los mismos términos se utilicen en el Nuevo Testamento. No cabe duda de que Pablo está utilizando la similitud entre el hecho de comer del sacrificio de paz y de la participación de la mesa del Señor, para poner en evidencia la santidad de la comunión, a la que habían sido llamados los creyentes de Corinto, y que encuentra su máxima expresión en la mesa del Señor. En ambos casos, se trata de un acto externo de gran significado. Comer juntos es, de hecho, una forma de comunión. Si ya lo era para el pueblo terrenal de Dios, ¡cuánto más pueden gozar ahora de tal privilegio los redimidos que, por la fe en el Hijo de Dios, han sido introducidos en tan maravillosa unión y comunión con él!

La expresión «mesa del Señor» solo se encuentra en el Nuevo Testamento en 1 Corintios 10:21. Evidentemente, no se refiere al mueble sobre el que se colocan el pan y la copa. El altar en el Antiguo Testamento tampoco era una mesa en sentido literal. La mesa del Señor es un símbolo. Ella indica la comunión con Cristo y con los miembros de su Cuerpo en virtud de su sacrificio y muerte en la cruz. Según la voluntad del Señor, el acto visible debe reflejar nuestra comunión y nuestra fe internas. La comunión interior con él sin la participación exterior en el partimiento del pan es seguramente algo incompleto, algo imperfecto a los ojos del Señor; pero qué insoportable es para él mantener una relación exterior cuando no hay comunión interior con él. Este fue el caso de los creyentes mencionados en 1 Corintios 11:29-30, a quienes Dios tuvo que castigar, o la situación de un hombre que vivía en pecado, como el mencionado en 1 Corintios 5; tal persona tuvo entonces que estar excluida de toda comunión.

5.2 - ¿La comunión con los demonios?

Pablo ha hablado del sacrificio de prosperidad tal como lo encontramos en el Antiguo Testamento para dejar claro lo que ahora va a revelar: el carácter de la idolatría pagana. También se llevaban ofrendas a los ídolos antes de comerlas en común. Por supuesto, el apóstol había dicho en el capítulo 8 que un ídolo –y por tanto también las cosas que se le sacrifican– no es nada. Aquí, sin embargo, plantea el grave problema de la comunión con los demonios ocultos tras los ídolos. Con su pregunta: «¿Qué digo, pues? ¿Que lo que se sacrifica a los ídolos es algo? ¿O que el ídolo es algo?» (v. 19), se adelanta a la objeción que podrían haberle dirigido los corintios: Nos acabas de escribir que un ídolo no es nada (8:4), ¿por qué le atribuyes ahora tal significado?

A continuación, el apóstol les explica lo que hay detrás de los ídolos: «Antes digo, que lo que sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios» (v. 20). Por un lado, un ídolo no es más que una imagen sin vida o, a lo sumo, una obra de arte humana, y un sacrificio ofrecido a un ídolo no significa más que alimento ordinario. Pero eso no es todo. Los ídolos son imágenes de poderes invisibles de maldad. Comer de un sacrificio ofrecido a un ídolo expresa comunión con los demonios, así como participar de la mesa del Señor expresa comunión con Cristo. Los cristianos de Corinto ciertamente no querían tener comunión con los demonios. Y, sin embargo, al participar en comidas en honor de los ídolos, este era de hecho el caso. Comer juntos, es tener comunión, aunque solo sea externa. Que fueran conscientes de ello o no, no cambiaba nada. Daban la impresión a todos los demás participantes en tales comidas y a cualquier observador presente que tenían comunión con demonios. Además, la participación frecuente en tales comidas los exponía al peligro de volverse interiormente indiferentes o de ser influenciados. «No os dejéis engañar; las malas compañías corrompen las buenas costumbres» (1 Cor. 15:33).

Por eso continúa el apóstol: «No quiero que tengáis comunión con los demonios. No podéis beber la copa del Señor y de la copa de los demonios. No podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios» (v. 20-21). En virtud de su autoridad apostólica (comp. 1 Cor. 1:1), Pablo prohíbe a los corintios toda comunión con los demonios, lo que practicaban, no obstante, participando en comidas en honor de los ídolos. Con la afirmación: «No podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios», les muestra la imposibilidad moral de esta doble comunión. Quien piense que, a pesar de todo, tiene esa libertad, debe ser muy consciente de que está despertando los santos celos de Dios (v. 22; comp. Deut. 32:16).

Es probable que nunca nos encontremos con una situación en la que se requiera la aplicación literal de tal mandamiento. En efecto, las circunstancias de la época ya no son las mismas que las que viven hoy los habitantes de nuestros países. Pero no olvidemos que el ocultismo, en auge en el mundo occidental, no es otra cosa que el culto a los demonios.

¿Podemos extraer alguna enseñanza particular de la lectura de este pasaje? Pensemos en el llamamiento que nos hace el Señor para que guardemos no solo sus «mandamientos», sus exigencias expresas, sino también su «palabra», que revela sus pensamientos (Juan 14:21, 23); discerniremos entonces aquí el mismo principio que en 2 Corintios 6:14: «¿Qué comunión [hay entre] la luz y las tinieblas?» y en Efesios 5:11: «No participéis en las obras infructuosas de las tinieblas…». Si razonamos superficialmente, apartarse de las instrucciones de Dios sobre la reunión y la mesa del Señor puede parecer un cambio muy insignificante; en realidad, es desobedecer la Palabra de Dios y, por lo tanto, es una cuestión de voluntad propia, de la carne. Por ejemplo, el profeta Samuel tuvo que decirle una vez al rey Saúl que la voluntad propia en el ámbito del culto era semejante al pecado de adivinación e idolatría (1 Sam. 15:23). ¿De qué se podía acusar a Saúl? Mientras Dios había ordenado a los israelitas matar todo lo que pertenecía a Amalec, Saúl y el pueblo habían perdonado la vida al rey Agag y se habían quedado con lo mejor del ganado, para ofrecerlo como sacrificio a Dios, según palabras del rey.

También hoy, en el cristianismo, vemos desviaciones, a menudo justificadas por argumentos que parecen muy válidos a la inteligencia humana. Pero, ¿cuál es la valoración de Dios? ¿Acaso la existencia de diferentes denominaciones cristianas –algunas de las cuales incluso en parte están relacionadas con falsas doctrinas– no contradice flagrantemente la verdad del Cuerpo único de Cristo y la unidad del Espíritu? Y, sin embargo, muchos de los hijos de Dios no se dan cuenta de que la comunión en la mesa del Señor no se puede lograr sobre otra sobre que no sea la escritural.

Solo Dios está habilitado a juzgar correctamente los motivos y el grado de conocimiento de cada individuo; por lo que debemos evitar hacer juicios precipitados sobre el estado del corazón de los hijos de Dios. Sin embargo, la Palabra de Dios es y sigue siendo la medida para todo creyente, y es por ella por la que debemos buscar orientación también en estas cuestiones. Por muy convincentes que puedan parecer a muchos los argumentos humanos, por muy apaciguadoramente que se exponga “una manera diferente de ver las cosas”, cualquier desviación de la Palabra de Dios es una desobediencia y, cuando no se recibe la enseñanza, un hijo de Dios que valora la comunión con su Señor no puede estar de acuerdo.

5.3 - ¿Qué significa para nosotros la mesa del Señor?

Según las enseñanzas de la Palabra de Dios, todos los miembros del Cuerpo de Cristo tienen, en principio, su lugar en la mesa del Señor, aunque hoy los separen muchas barreras. El único pan, expresión visible de la unidad del Cuerpo de Cristo, nos recuerda cada vez que lo tomamos que todos los creyentes pertenecen a su Cuerpo. Al comer el pan y beber de la copa juntos, expresamos nuestra íntima comunión con el Señor y con el Padre, pero también nuestra comunión mutua como miembros del Cuerpo de Cristo. ¿Tenemos el deseo de saborear la comunión domingo tras domingo en este lugar especial en presencia de nuestro Señor?

En 1 Corintios 10:17, el apóstol Pablo dice: «Porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo Cuerpo, porque todos participamos de un solo pan». Estas palabras me llevan a la siguiente pregunta: “¿Por qué no participan todos los miembros del Cuerpo de Cristo en el partimiento del pan?” Al principio, tanto los cristianos que habían salido del judaísmo como los que venían de las naciones y que se habían dedicado al culto de los ídolos, expresaban su comunión con su Salvador y Señor participando de su mesa. Pero, ¿y hoy? Muchos hermanos y hermanas acuden al culto durante años sin tener el deseo de partir ellos mismos el pan. No solo desobedecen el mandato del Señor: «Haced esto en memoria de mí», sino que se privan de un precioso privilegio.

Ansiosos, algunos creyentes dicen: No me siento digno (todavía) de participar en el partimiento del pan. Sin embargo, si hemos sido capacitados para tener «comunión con el Padre y con su Hijo», ¿no podemos ocupar también nuestro lugar en la mesa del Señor? Ciertamente, la Palabra de Dios nos advierte que no comamos el pan y bebamos la copa indignamente, pero al mismo tiempo nos indica el camino divino: «Cada uno se examine a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa» (1 Cor. 11:27-28). Ningún creyente puede afirmar que se comporta siempre de manera digna de Dios. Por eso, todos debemos ponernos a prueba constantemente mediante el auto juicio, y confesar nuestros pecados para obtener el perdón. Entonces podremos participar con confianza en la Cena del Señor.

Otros, en cambio, dicen: “No quiero asumir la responsabilidad de la mesa del Señor”. Aquí se manifiesta una actitud diferente. Probablemente seguimos vinculados a cosas que sabemos que son incompatibles con la voluntad de Dios, y no queremos renunciar a ellas. Pero, ¿juzga Dios el pecado de un creyente que participa en el partimiento del pan de manera diferente al de un cristiano que se abstiene? ¿Acaso el pecado no es siempre pecado?

Sin duda, hay otras razones por las que un creyente podría no participar en el partimiento del pan. Pero la cuestión de la responsabilidad no debería llevar a ningún hijo de Dios a renunciar al privilegio de la comunión en la mesa del Señor. Cuanto más conocemos y disfrutamos la bendición de la comunión con el Padre, con el Hijo y con los suyos, más gozaremos, más estaremos preparados estaremos para asumir las consecuencias y responsabilidades que conlleva.

6 - La comunión en el servicio para el Señor

La comunión práctica se puede lograr como parte del servicio al Señor. Pablo señala la hermosa disposición de los fieles de Macedonia que, a pesar de una gran prueba de tribulación desde fuera, habían pedido «el favor de participar en este servicio para los santos» (2 Cor. 8:1-4). Este servicio, es cierto, consistía “únicamente” en donativos materiales para los creyentes perseguidos y necesitados de Judea (comp. Rom. 15:25 y siguientes), pero recordemos que los términos «hacer una colecta» (Rom. 15:26), «contribución» (2 Cor. 9:13) y «ayuda mutua» (Hebr. 13:16), expresan la misma palabra «comunión» en relación con la participación en las necesidades materiales.

Aparte de eso, los filipenses tenían comunión con el apóstol Pablo en el servicio debido a la «parte» (literalmente: comunión) que habían tomado en el Evangelio desde el primer día (Fil. 1:5). Aunque la mayoría de ellos no podía acompañar al apóstol en sus viajes, lo apoyaban con sus oraciones y su contribución a su manutención diaria. Pablo menciona especialmente a algunos de estos creyentes, en particular a dos hermanas que habían luchado con él en el Evangelio (Fil. 4:3). La comunión con el Señor Jesús y el amor por él animaban a estos cristianos a expresar una comunión práctica con el apóstol en la difusión de la buena nueva de la salvación.

Con ocasión del llamado Concilio de los apóstoles, cuando Pablo fue con Bernabé a Jerusalén para zanjar de una vez por todas la cuestión candente del momento, a saber, que los cristianos no están bajo la Ley del Sinaí, también presentó «su» evangelio a los hermanos locales. Entonces Santiago, Pedro y Juan, «que eran considerados como columnas», les dieron a él y a Bernabé la mano de asociación (o de comunión) (Gál. 2:1-10). Este apretón de manos expresaba la comunión entre siervos de Cristo, que estaban unidos por el mismo Señor, el mismo mensaje y la misma gracia, aunque probablemente nunca hubieran hecho juntos un viaje misionero. Cada siervo asumía el trabajo específico que se le encomendaba, pero lo hacían con el mismo amor al Señor y en estrecha armonía. La severa reprimenda de Pablo a Pedro no destruyó esta profunda comunión (Gál. 2:11; 2 Pe. 3:15).

En el momento de realizar un servicio conjunto, en el Nuevo Testamento vemos que Pablo elegía a los colaboradores que le parecían idóneos para esa labor, por ejemplo, Silas y Timoteo (Hec. 15:40; 16:3). Además, sabía que estaba ligado a ellos por una total unidad de pensamiento en cuanto a la doctrina de Cristo, y por el amor de Dios. Donde faltaban estos fundamentos, la comunión en el servicio se resentía. ¡Pensemos en la separación de Juan, apodado Marcos, Bernabé y Demas!

Lo que Pablo llama «comunión de tu fe» (Film. 6), cuando escribe a su querido colega Filemón en Colosas, es el fundamento de la auténtica comunión en el servicio. El apóstol quería que “funcionara reconociendo todo el bien que hay en nosotros por Cristo Jesús”. En la práctica, Pablo sabía lo estrechamente ligado que estaba a Filemón por la fe, pues ambos tenían ante el corazón el mismo objeto, el Señor Jesús. Pero en la situación que se presentaba entonces, esta comunión estuvo puesta a prueba. ¿Aceptaría Filemón el trato que Pablo daba a su esclavo fugitivo? De ser así, la comunión entre los 2 hombres quedaría confirmada, y podemos suponer que así fue.

7 - La comunión en los sufrimientos

Caminar por la senda de la fe con el Señor y dar testimonio de él también puede conducir al sufrimiento. Si se nos permite gozar de su comunión, no deberíamos temer el sufrimiento. ¡Qué ejemplo ofrecen en este sentido los apóstoles!, que podían gozarse «de haber sido estimados dignos de padecer afrenta por causa del Nombre» (Hec. 5:41). Pablo quería conocer no solo el poder de la resurrección de Cristo, sino también la comunión de sus sufrimientos (Fil. 3:10). El poder de su resurrección conduce a una comunión práctica con el Señor glorificado en el cielo; la comunión de sus sufrimientos produce una profunda simpatía espiritual con lo que tuvo que sufrir a manos de los hombres en la tierra. El apóstol Juan veía, además, que no era el único que tenía que sufrir –incluso en comunión con su Señor–, sino que muchos de sus hermanos y hermanas conocían la misma experiencia, por lo que se dirige a ellos como «vuestro hermano y copartícipe en la tribulación y reino y paciencia en Jesús» (Apoc. 1:9).

8 - Los obstáculos a la comunión

La comunión de los hijos de Dios con el Padre, con su Hijo y entre ellos es un maravilloso privilegio, una gran bendición. Pero el disfrute de tal comunión y el gozo que resulta de ella pueden perderse fácilmente. Los enemigos más acérrimos de nuestra comunión son la carne en nosotros y Satanás, el gobernante del mundo que nos rodea y en el que vivimos. Un creyente cuyos pensamientos están llenos de objetos carnales y mundanos, o que ha vuelto por completo al mundo, no puede disfrutar de la comunión en la luz de Dios.

La carne, la naturaleza pecaminosa del hombre, tiene un efecto destructivo en la comunión práctica con Dios. Esto se desprende claramente de los capítulos 7 y 8 de la Epístola a los Romanos. Es cierto que estos pasajes no tratan de la comunión como tal, sino de la oposición entre la carne y el Espíritu. El pensamiento de la carne es enemistad contra Dios, mientras que el Espíritu Santo dirige nuestros pensamientos y afectos a nuestro amado Señor y a nuestra maravillosa relación como hijos de Dios; en la práctica, el Espíritu hace que la comunión sea cada vez más preciosa para nuestros corazones. Si cedemos a nuestras inclinaciones carnales, nuestra comunión con Dios se resiente; en cambio, una vida de comunión práctica con él impide que la carne actúe en nosotros.

El apego al mundo es irreconciliable con la comunión con Dios. Pablo lo deja claro en un largo párrafo de su Segunda Epístola a los Corintios, que citamos íntegramente por su importancia práctica: «No os unáis en yugo con los incrédulos; pues, ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué armonía de Cristo con Belial? ¿O qué parte tiene un creyente con un incrédulo? ¿Y qué acuerdo tiene el templo de Dios con los ídolos? Porque nosotros somos el templo del Dios vivo; como dijo Dios: Habitaré y andaré entre ellos; y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, ¡salid de en medio de ellos y separaos, dice el Señor, y no toquéis cosa inmunda; y yo os recibiré, y seré vuestro padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso!» (2 Cor. 6:14-18).

Para dejar clara su advertencia, Pablo utiliza la imagen de un yugo, bajo el cual están puestas 2 bestias de carga que tiran juntas de un carro o de un arado. Esta ilustración no está elegida arbitrariamente; se basa en un mandamiento del Antiguo Testamento que dice: «No ararás con buey y con asno juntamente» (Deut. 22:10). Según la Ley, los bueyes eran animales puros; los asnos, en cambio, eran impuros. Además, estos 2 animales domésticos son tan diferentes que a ninguna persona sensata se le ocurriría uncir. Sería un «yugo desigual». Esta orden va acompañada de otras prohibiciones: sembrar la viña con 2 clases de semilla y vestirse con una tela mezclada (v. 9 y 11). Estas prescripciones muestran que Dios está advirtiendo al pueblo de Israel contra la mezcla de principios irreconciliables, incluso desde un punto de vista puramente externo.

Después de mencionar el yugo desigual, Pablo plantea a los corintios 5 preguntas para establecer que la comunión entre un creyente y un incrédulo es moralmente imposible. El cristiano debe vivir en la justicia práctica; ¿cómo puede tener comunión con personas que viven en la iniquidad? El cristiano es luz en el Señor: ¿puede tener comunión con personas que en sí mismas son tinieblas y están alejadas de Dios en las tinieblas? La tercera pregunta es la central: si puede haber acuerdo entre Cristo y Belial (es decir, prácticamente Satanás). Las 2 últimas preguntas se refieren de manera concreta a los creyentes individuales y a la Asamblea de Dios en su conjunto. Las respuestas a todas estas preguntas son necesariamente negativas. Un hijo de Dios no puede perseguir los mismos objetivos morales que un incrédulo; por tanto, el primero no puede estar sometido a los mismos arreos que el segundo. En otros pasajes de su Palabra, Dios nos muestra los límites de los contactos inevitables y necesarios, en particular a causa del testimonio por el Señor (1 Cor. 5:9; 10:27). Pero la comunión entre la luz y las tinieblas no puede continuar sin graves consecuencias.

En Efesios 5:11, también se nos advierte contra los efectos nocivos de la comunión: «No participéis en las obras infructuosas de las tinieblas». Aquí no se trata de personas, sino de acciones o comportamientos. Un hijo de Dios que peca también está haciendo obras de las tinieblas, cuya fuente no es la luz divina. Si estoy llamado a no tener nada en común con tales actos, ¿puedo tener comunión con personas que se entregan a ellos, aunque profesen estar salvas? Pablo exhortó a su joven colaborador, Timoteo: «No impongas las manos con ligereza a nadie, ni participes [ni tengas comunión] en pecados ajenos» (1 Tim. 5:22).

Sin embargo, estas advertencias no conducen necesariamente a una ruptura de la comunión fraternal. Por el contrario, deberíamos estar afligidos al descubrir que un hijo de Dios vive y actúa sin estar en comunión con su Señor, y ejercitados para que el corazón y la conciencia de tal creyente vuelvan a disfrutar plenamente de la comunión. «Ganar» (Mat. 18:15) y «restaurar» (Gál. 6:1) ¡también contribuyen a la restauración de la comunión con el Señor y con los suyos!

Sin embargo, cabe mencionar aquí la interrupción de la comunión con una persona que persiste en el mal. Descrita en Mateo 18:15 al 20 y en 1 Corintios 5, la expulsión de la asamblea de una persona malvada, representa el paso final de un proceso emprendido en amor y santa disciplina. El hombre así expulsado queda excluido de toda comunión con los creyentes. Muchos hijos de Dios no entienden la necesidad de tal disciplina. Ven justicia propia o pretensión humana en esta forma de actuar que se ejerce contra el orgullo y la indiferencia de la carne. Pero si vivimos cerca del Señor Jesús, nos damos cuenta de que ni Dios ni su Asamblea pueden tener comunión con el mal. La ruptura de la comunión práctica con los creyentes debe llevar a la persona afectada a tomar conciencia de la pérdida que sufre como consecuencia de su persistencia en el pecado. De este modo se le inducirá a arrepentirse y a volver.

Tampoco debemos tener relaciones con un hijo de Dios que ha sido «señalado» por la asamblea a causa de un andar desordenado, para que se dé cuenta de su falta y se arrepienta. Sin embargo, de acuerdo con 2 Tesalonicenses 3:14, tal persona no debe ser tratada como un marginado, sino advertida como un hermano (o hermana), con miras a la restauración de la plena comunión – decimos plena comunión, porque «señalar» a un creyente es una forma de disciplina que no puede resultar en la negación de la comunión en la mesa del Señor.

Volvamos ahora a las palabras tan claras de Pablo sobre la imposibilidad de que los cristianos participen en las mesas de los demonios. Solo se puede sacar una conclusión: en su santidad, Dios vela para que los suyos no puedan tener comunión con él y con el mundo al mismo tiempo, ni siquiera con los instrumentos de Satanás.

Sin embargo, la pérdida de la comunión no es un estado irreversible. El Señor Jesús no olvida a ninguno de los suyos. ¿Acaso no dijo a sus discípulos antes de separarse de ellos?: «Estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del siglo» (Mat. 28:20). El Señor busca al que se ha alejado de él, como un pastor busca a su oveja perdida, para devolverlo a la plena comunión consigo mismo y con los suyos. Con el lavado de pies, sin lo cual no podemos compartir ni tener comunión con él, el Señor glorificado en los cielos (Juan 13:8), nos purifica de todo lo que se interpone en el camino de esa comunión. A menudo se ha señalado con razón que el Señor no dice “no tenéis parte en mí”, sino «conmigo». Una «parte en él», ser uno con él, es el privilegio de todos los redimidos por la fe en su obra expiatoria hecha en la cruz. Esta parte no puede perderse. Pero la «parte con él», la comunión práctica con él, se mantiene mediante el servicio del lavado de los pies, que el Señor realiza para limpiarnos y refrescarnos. Démosle gracias por su incesante cuidado de nosotros, sus seres queridos.

El Señor confió este mismo servicio de amor a los suyos: «Si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros» (Juan 13:14). No nos critiquemos, no nos corrijamos unos a otros con altanería, sino presentemos al Señor Jesús y su amor, para calentar a los corazones hacia él y llenarlos de él. El servicio del lavado de los pies será entonces útil no solo al que se ejerce, sino también al que lo hace, pues el Señor añade: «Si sabéis estas cosas, dichosos sois si las hacéis» (Juan 13:17).

9 - La comunión cristiana hoy

Satanás nunca descansa. Su incesante actividad ha producido tal estado de confusión en la cristiandad, que ya no es posible la comunión práctica con todos los creyentes. Sin embargo, aun en estas circunstancias, el creyente puede individualmente disfrutar de la comunión con Dios. Recordemos que este privilegio pertenece a cada hijo de Dios en todo momento. Encontramos un ejemplo alentador en Enoc, que vivía antes del diluvio, cuando la tierra estaba corrompida y llena de violencia. En el capítulo 5 del Génesis, leemos 2 veces que «caminó con Dios» (v. 22 y 24). Enoc experimentaba una profunda e íntima comunión con Dios, una comunión que todo creyente puede experimentar todavía hoy, en vísperas de la venida del Señor.

9.1 - Con Dios

Pensemos solamente en las palabras del Señor Jesús a la asamblea de Laodicea: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20). En la fase final del testimonio cristiano en la tierra, el Señor se dirige de forma individual al creyente, y sus palabras contienen un suave consuelo y una tierna súplica. En su paciencia con nosotros, se humilla hasta decir a cada uno de los suyos en particular: ¡Ábreme tu puerta!

El Señor nunca se impone a nadie que no quiera su presencia y su comunión. No lo hizo al comienzo del período de gracia y no lo hace al final. El día de la resurrección, caminando con los 2 discípulos afligidos que iban de Jerusalén a Emaús, «él intentó ir más lejos» (Lucas 24:28). Solo cuando ellos «insistieron, diciéndole: Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se va acabando», Jesús entró para quedarse con ellos. Y entonces, en un instante, ¡todo fue transformado! Sus palabras ya habían alentado sus corazones y, mientras comían con él, sus ojos fueron abiertos y vieron su gloria y su grandeza.

En la Epístola dirigida a Laodicea, el Señor Jesús pronuncia un juicio severo sobre el estado de tibieza de esta asamblea; pero al mismo tiempo, con amor, llama a cada uno a vivir en comunión práctica con él en los últimos momentos antes de que llegue la noche, en la que nadie puede trabajar. El Señor llama a la puerta y espera que le abramos, para poder gozar de la comunión con nosotros y nosotros con él. A pesar de la creciente ruina de la cristiandad, la comunión práctica con el Hijo y con su Padre, que se ha convertido en nuestro Padre, sigue siendo individualmente posible hasta el final, para cada creyente. ¡Qué maravilloso consuelo! Durante los días difíciles de los últimos tiempos, que esta comunión sea la porción y el gozo de cada uno de nosotros. Al final de su Epístola, Judas nos deja un estímulo: «Pero vosotros, amados, edificándoos sobre vuestra santísima fe y orando en el Espíritu Santo, conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo, para vida eterna» (v. 20-21).

9.2 - Unos con otros

Pero, ¿qué sucede hoy con la comunión entre los creyentes? Por su actividad, Satanás ha introducido muchas falsas doctrinas y todo tipo de malos comportamientos en la cristiandad. Verdaderos hijos de Dios también son víctimas. Por consiguiente, la plena comunión entre todos los creyentes a la luz de Dios ya no es posible; solo aquellos que viven apartados de todo mal pueden disfrutar de esta comunión (Efe. 5:7-14).

Sin embargo, hoy más que nunca, la cristiandad multiplica sus esfuerzos para lograr una unidad y comunión de gran alcance. Las iniciativas de los movimientos ecuménicos de las iglesias y de la Alianza Evangélica son las más conocidas, pero hay muchas otras acciones que se están llevando a cabo en un contexto más restringido. Estos diversos enfoques se parecen en un aspecto: parten del mínimo común denominador, es decir, los iniciadores destacan las similitudes y dejan de lado todo lo que les “separa”. Estos esfuerzos conducen inevitablemente a compromisos, que en última instancia llevan a la tolerancia o a la adopción de ideas no bíblicas, a la comunión con el mal y a la conformidad con el mundo. Todos estos elementos obstaculizan nuestra comunión con el Padre, el Hijo y entre nosotros, y en última instancia la hacen imposible.

Por otra parte, una separación exagerada del mundo puede conducir a un “sentimiento de solidaridad” farisaico y orgulloso, que nada tiene que ver con la verdadera comunión. La separación del mal y el juicio de la propia voluntad carnal no son en ellos solos una garantía de comunión. Más bien al contrario: la comunión íntima a la luz de Dios puede preservarnos de los excesos y seducciones del mundo, pero también de cualquier alianza que no cuente con su consentimiento.

Otro peligro que vemos hoy proviene de la excesiva importancia que se da a los sentimientos en la vida de fe. Buscamos algo que nos haga sentir bien, y realizamos esta búsqueda según nuestra propia conveniencia, y no según la Palabra de Dios. La comunión basada en la Biblia, sin embargo, no es una cuestión de sentimientos, aunque no podamos ignorar nuestros sentimientos. La Palabra de Dios (y no lo que sentimos) sigue siendo la única medida correcta, a la hora de emitir juicios, incluso sobre la comunión.

9.2.1 - La Palabra de Dios como medida

Es peligroso hablar de unidad y comunión sin tener en cuenta lo que dicen las Escrituras al respecto. Cualquier búsqueda de amor mutuo y comunión debe ir acompañada del lema: «en verdad y en amor» (2 Juan 3). No rechacemos nada de las cosas preciosas que Dios nos ha confiado; al contrario, aferrémonos a ellas, porque constituyen el único fundamento válido de nuestro modo de pensar y de actuar. Hemos recordado que los primeros cristianos perseveraban en la doctrina y en la comunión de los apóstoles, es decir, se aplicaban firmemente a ellas y las buscaban con celo. Hoy tenemos el mismo deber.

Algunos creyentes no están todavía muy avanzados en el conocimiento de la verdad. Pero, si buscan con sinceridad, confiemos en que Dios les hará avanzar a su manera: «Si pensáis otra cosa, esto también os lo revelará Dios» (Fil. 3:15). Sin embargo, sigue diciendo: «Al punto al que hemos llegado, andemos juntos en el mismo sendero» (v. 16). Este último versículo muestra que hay un único y mismo camino por el que todos los hijos de Dios están obligados a caminar, y desmiente la pretensión de que, manteniendo sus diferentes puntos de vista sobre la verdad, los distintos grupos de cristianos llegarían a expresar mejor la grandeza de Dios y la multiplicidad de sus pensamientos. La verdadera comunión no puede existir sobre esa base.

Es cierto que la comunión no implica necesariamente la unidad absoluta en el conocimiento de la verdad y la uniformidad de pensamiento; pero tampoco significa la coexistencia de una variedad de puntos de vista y prácticas contradictorias. La humildad y el amor son necesarios para mantener la unidad del Espíritu, que es el fundamento de la comunión práctica, pero no el reconocimiento expreso de las ideas más diversas procedentes de distintos ámbitos. Tal concepción corresponde ciertamente al modo de pensar pluralista del mundo moderno; en el seno de la sociedad actual, ya no existe una verdad absoluta, que se imponga a todos. Sin embargo, el Señor Jesús dijo a su Padre: «Tu palabra es verdad» (Juan 17:17), y esta verdad es y sigue siendo la medida inmutable de nuestro conocimiento, y el fundamento de nuestra comunión.

La comunión real, profunda, unos con otros, solo puede lograrse si recibimos y mantenemos la verdad de Dios como aquello a lo que estamos vinculados en todos los aspectos. Al mantenimiento de esta preciosa doctrina también se vincula la disposición espiritual que conviene; Pablo lo describe de la manera muy hermosa en Filipenses 2:1-4: «Si algún consuelo hay en Cristo, si algún estímulo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, y si algunas compasiones, completad mi gozo pensando lo mismo, teniendo un mismo amor, unánimes, teniendo los mismos sentimientos. Nada se haga por rivalidad o por vanagloria, sino, con humildad, cada uno estime al otro como superior a sí mismo; no mirando cada cual por lo que es suyo, sino también por lo que es de los demás».

La comunión producida por el Espíritu Santo se ve siempre comprometida por nuestras debilidades y particularidades humanas, y sobre todo por nuestro egoísmo en sus diversas formas. La maravillosa imagen de comunión que nos presenta el Salmo 133: «Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía» (v. 1), solo se realizará en la práctica si nos soportamos unos a otros con humildad, mansedumbre, paciencia y amor, sin hacer nada por parcialidad, vanagloria o egoísmo, sino buscando siempre y con celo la unidad de pensamiento.

9.2.2 - La comunión en la vida cotidiana

En tal comunión, el centro es el Señor Jesús. Es a él a quien cada creyente está individualmente vinculado por la fe; y, por su Espíritu, el Señor une a su pueblo entre ellos. En cambio, la mera sociabilidad no constituye comunión, sino que representa un peligro y nos lleva rápidamente a la conformidad con el mundo.

Las reuniones sociales, una excursión en grupo o unas vacaciones organizadas por algunas familias son ocasiones maravillosas para experimentar la comunión. Pero preguntémonos: ¿el Señor Jesús ocupa el centro de la escena? ¿O se trata solo de intereses terrenales, incluso mundanos? ¡Qué bendición, cuando tomamos el tiempo para hablar juntos de la Palabra de Dios, orar y compartir nuestros problemas, todo ello sobre la base de nuestra comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, nuestro Señor! Por otro lado, ¡qué lástima cuando los hijos de Dios se reúnen en círculos privados sin ni siquiera poder orar juntos! Hay un remedio: confesar el asunto al Señor, hablarlo entre nosotros y, con su ayuda, recomenzar sobre otras bases. Él no nos negará la bendición de la comunión.

Del mismo modo, los niños de nuestras familias deben ser capaces de discernir lo que nos une, para que aprendan pronto, mediante la práctica, el significado de la comunión cristiana. A menudo olvidamos que los jóvenes se dejan influir más fácilmente por lo que ven y oyen cada día de sus padres que por los principios, por buenos que sean, que estos les inculcan y que ellos mismos ponen en práctica, aunque sea imperfectamente. La intimidad y la comunión vividas desde la infancia en el seno de la familia, y en compañía de otros creyentes, tendrán un efecto decisivo en el desarrollo posterior de su vida de fe.

Con el estilo de vida actual, la imagen tradicional de la familia (que, sin embargo, es de origen bíblico) va desapareciendo poco a poco. Hoy en día, cada uno lleva su propia vida, e incluso en las familias que quedan, apenas nos reunimos si no es a la hora de comer, por no hablar de otras ocasiones. Muchos de los problemas de la juventud en el mundo tienen su origen en la sensación de abandono y soledad que provoca este tipo de situaciones en los niños, que ya no tienen un verdadero hogar. Por eso, ¡qué importante es que los padres creyentes ofrezcan a sus hijos, dentro del círculo familiar, amor, calor y comunión, también en términos espirituales!

Niños y adolescentes podrán prosperar si provienen de familias en las que marido y mujer, padre y madre, viven en comunión con el Señor y entre ellos. El matrimonio es, en efecto, el vínculo de comunión más estrecho que existe en la tierra. Fue instituido por Dios como ordenanza en la creación (Gén. 2:24), y como imagen de Cristo y de su Asamblea (Efe. 5:25-33).

Aunque la importancia del matrimonio es cada vez más minimizada e incluso denigrada en el mundo, sigue siendo, para todos los que creen y conocen la verdad, una institución divina, y la esfera de más estrecha comunión en el Señor. El matrimonio es el único marco externo dado por Dios para la relación más íntima entre un hombre y una mujer, y no debemos despreciar esta forma externa de comunión. Pacto para toda la vida, el matrimonio comienza con la unión formal y termina solo con la muerte (comp. Gén. 29:1 y sig.; Rom. 7:2 y sig.). Es también un ámbito de comunión espiritual, intelectual y afectiva en el que el hombre y la mujer, como hijos de Dios, pueden alcanzar una íntima comunión de fe, de pensamientos y de amor mutuo. Por último, el matrimonio es el ámbito de la comunión corporal, porque Dios lo ordenó en relación con la primera pareja, para bendición y protección de la humanidad. «Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne» (Gén. 2:24; comp. Mat. 19:5; 1 Cor. 6:16; Efe. 5:31).

El matrimonio como tal no es una ordenanza específicamente cristiana o espiritual; forma parte del orden universal de la creación de Dios. Sin embargo, la unión conyugal de 2 creyentes, que debe realizarse «siempre que sea en el Señor» (1 Cor. 7:39), es decir, según su ser y su voluntad, se sitúa en un nivel elevado y especial. Nunca debemos olvidarlo. La unión íntima entre Cristo y su Asamblea es la imagen de un matrimonio en el que el hombre y la mujer están unidos entre sí por la fe, la armonía espiritual y un profundo afecto de corazón. Esa comunión representa una bendición que no se limita solo a la pareja, sino que se extiende también a los hijos y a toda la congregación. Aquila y Priscila, mencionados solo 6 veces en el Nuevo Testamento, y siempre muy brevemente, ofrecen un ejemplo especialmente bello e instructivo de un matrimonio bendecido. Siempre se les nombra juntos, pero en un orden que varía según las circunstancias (Hec. 18:2, 18, 26; Rom. 16:3; 1 Cor. 16:19; 2 Tim. 4:19).

Como ya hemos señalado al considerar cada una de las otras formas de comunión, la Palabra de Dios advierte también aquí de diversos peligros. Por eso se exhorta a los maridos a amar a sus mujeres (Efe. 5:25, 28, 33), a no amargarse contra ellas (Col. 3:19) y a darles honor como a vaso más frágil (1 Pe. 3:7). Las esposas deben amar a sus maridos (Tito 2:4), estar sometidas a ellos (Efe. 5:22, 24; Col. 3:18; Tito 2:5; 1 Pe. 3:1) y no usar autoridad sobre ellos (1 Tim. 2:12). Estos peligros amenazan la comunión conyugal; solo pueden evitarse, en dependencia del Señor, si se reconocen a tiempo. También en el matrimonio y en la familia, el mantenimiento de la comunión depende de la relación individual de cada uno con el Señor.

La ayuda a los hermanos y hermanas necesitados es otro aspecto de la comunión mutua. Ya lo hemos mencionado en relación con los primeros cristianos de Jerusalén. En nuestros países, aunque el sistema actual de múltiples seguros sociales pueda hacernos imaginar que la miseria ya no existe, la realidad es a veces muy distinta. Además, los casos de miseria moral no dejan de aumentar. A menudo ignoramos la miseria material o moral de hermanos y hermanas aislados, o de familias enteras. ¿No es esto una prueba de que no somos realmente conscientes de este otro aspecto de la comunión? Sin mencionar siquiera la ayuda material o espiritual, en la medida en que sea necesaria o conveniente, esas personas probadas o abatidas sentirían consuelo y verdadero alivio con solo recibir una visita fraterna.

9.2.3 - La comunión en el partimiento del pan

Todavía hoy, la mesa del Señor expresa la forma más elevada de comunión entre los creyentes. Con el corazón rebosante de gozo por nuestra salvación eterna, llenos de reconocimiento por la obra de la redención y de adoración por nuestro Señor que la realizó, nos reunimos para expresar de manera visible nuestra comunión con él y entre nosotros. El pan y la copa, los signos de su muerte, son también testimonio de nuestra unidad y comunión.

Pensar que podemos valorar demasiado la mesa del Señor y los privilegios que la acompañan, o atribuir demasiada importancia al aspecto de la responsabilidad, demuestra poca comprensión de la posición maravillosa y exaltada a la que el Señor, por gracia, nos ha llevado. Ya hemos considerado las santas medidas e instrucciones de Dios a este respecto. Pidámosle la gracia y la fuerza de reconocer cada vez más la importancia de la mesa del Señor y de aferrarnos a la verdad que expresa.

Permaneciendo en comunión con el Señor, observaremos las condiciones de participación en su mesa; estas se desprenden claramente de diversos pasajes del Nuevo Testamento:

  • El que desea expresar esta comunión debe ser miembro del Cuerpo de Cristo, es decir, una persona redimida (1 Cor. 10:16);
  • Camina según la Palabra de Dios (1 Cor. 5);
  • No se adhiere a ninguna doctrina falsa (2 Juan 9-11);
  • Evita las personas o situaciones que impiden la comunión con Dios (1 Cor. 10:21; Efe. 5:11; 2 Tim. 2:21).

Toda la Asamblea es responsable de examinar estos puntos y asegurarse de que se cumplan; no es asunto de unos pocos hermanos solamente. El mismo principio se aplica a los visitantes que llegan sin una carta de recomendación. Volveremos sobre esto más adelante.

Además, no olvidemos nunca que la mesa del Señor no es nuestra mesa. Por lo tanto, debemos tener cuidado de no atribuirle otras normas que las que figuran en su Palabra. Recordaremos aquí brevemente los principios fundamentales relativos a la mesa del Señor y a la reunión a su nombre. De manera muy general, nos ayudarán también a juzgar correctamente, a la luz de la Palabra de Dios, las reuniones de creyentes.

Solo la autoridad ilimitada de la Palabra de Dios, literalmente inspirada por el Espíritu Santo, y la del Señor Jesús, que está en medio de los suyos reunidos (Mat. 18:20), son ley; ninguna autoridad humana u organización comunitaria, ninguna tradición o norma tienen cabida en tal circunstancia.

La mesa del Señor expresa la unidad de todos los creyentes en la tierra, no solo la unidad de la asamblea local. En la Palabra de Dios no se habla de asambleas independientes unas de otras, sino de asambleas que reconocen la unidad del Cuerpo de Cristo y que desean realizarla en la práctica guardando la unidad del Espíritu (Efe. 4:3-4). Aquí encontramos la base de la interdependencia de las asambleas en cuanto a su acción (admisión o exclusión para el partimiento del pan); pues si una asamblea local actúa en nombre del Señor, lo hace al mismo tiempo en nombre de toda la Asamblea en la tierra (Efe. 4:4; Mat. 18:18).

La formación de un grupo por la adhesión de miembros no es conforme a la Palabra de Dios; solo se reconoce la pertenencia a la Asamblea de Dios, el Cuerpo de Cristo. Llegar a ser miembros de una iglesia organizada por hombres es, por lo tanto, contraria a la unidad de la Asamblea, creada por Dios mismo (1 Cor. 1:12-13; 12:27).

En principio, todo miembro del Cuerpo de Cristo tiene un lugar en la mesa del Señor (1 Cor. 10:16; 12:27), a menos que existan impedimentos derivados de la Escritura (cuando no se cumplen las condiciones mencionadas anteriormente). Sin embargo, la falta de conocimiento de los pensamientos de Dios no constituye un obstáculo si el creyente en cuestión muestra un deseo sincero de seguir al Señor.

Si mantenemos estos principios, la unidad de los miembros del Cuerpo de Cristo se expresará en una comunión real, aunque, en la práctica, esto signifique que no todos los hijos de Dios puedan acercarse automáticamente. «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?… El templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1 Cor. 3:16-17).

9.2.4 - La comunión y la santidad

A muchos hijos de Dios les cuesta entender que, precisamente allí donde se expresa visiblemente la unidad del Cuerpo de Cristo, haya que separar a miembros de ese Cuerpo. Lo ven como una contradicción. Pero ignoran, tal vez inconscientemente, que Dios no es solo amor, sino también luz. En la Biblia, la luz simboliza la santidad de Dios (comp. 1 Juan 1:5; Juan 3:19-21; Efe. 5:8-14); «santo» expresa la pureza y la gloria de la presencia de Dios; y «santificar» significa apartar personas o cosas para Dios. Al mismo tiempo, implica separación de todo mal.

Cada creyente, individualmente, pero también la Asamblea en su conjunto, está llamada a la santidad. «Como el que os llamó es santo, sed santos vosotros también en toda vuestra conducta». «Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1 Pe. 1:15; 1 Cor. 3:17; comp. Sal. 93:5). El Señor Jesús vela por su mesa, y ha confiado a su Asamblea la tarea de velar y de ejercer la disciplina. Si realmente queremos vivir en estrecha unión con el Señor, no tomaremos a la ligera la comunión en su mesa. Sin embargo, muchos hijos de Dios tropiezan en esto. ¿Cómo explicarlo?

En el mundo occidental moderno, el modo de pensar y de vivir está impregnado de la noción de tolerancia. Esto ha dado lugar a una profusión de opiniones y hábitos con los que se enfrenta el hombre de hoy. Es cierto que la Asamblea de Dios se compone de muchos miembros diferentes; pero todos han sido bautizados con un mismo Espíritu para ser un solo Cuerpo, y disponen de una regla común vinculante para sus vidas: la Palabra de Dios. Como vimos al examinar el versículo 42 de Hechos 2, la enseñanza de esta Palabra constituye una de las bases fundamentales de nuestra comunión.

Hoy en día, muchos cristianos consideran las doctrinas extrañas o falsas como simples “interpretaciones diferentes”, que hay que aceptar y soportar. Sin embargo, la Palabra de Dios nos advierte seriamente contra toda desviación de la sana doctrina, comprometiéndonos a distanciarnos de ellas, con suavidad y amor, pero inequívocamente, hasta romper toda comunión (Rom. 16:17-19; Gál. 1:6-9; 2 Tes. 3:14-15; 2 Juan 9-11).

Muchos hijos de Dios tampoco comprenden la tristeza que debe sentir el Señor cuando ve que los cristianos, para reunirse como tales, verse obligados a crear nuevas denominaciones, con distintas confesiones de fe y formas de organización, al lado de la unidad producida por el Espíritu Santo, que es la única base de comunión para todos los creyentes. A lo largo de los siglos, tales instituciones se han vuelto tan corrientes que la mayoría de los creyentes ya ni siquiera se escandalizan de ellas.

Cuando medimos de este modo la existencia de organizaciones eclesiásticas o comunitarias con la Palabra de Dios, no estamos negando que haya creyentes en su seno, ni nos estamos entregando a ataques personales. Cualquier cristiano reflexivo sabe que la mayoría de los creyentes están dispersos en las numerosas comunidades. Sin embargo, la Palabra de Dios solo conoce una Iglesia, una Asamblea; y la mera existencia de diferentes denominaciones cristianas contradice esta unidad. «Cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo, yo de Apolos, yo de Cefas, y yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Fue crucificado Pablo por vosotros? ¿O fuisteis bautizados en el nombre de Pablo?» (1 Cor. 1:12-13). Pero si la existencia de estas denominaciones contradice la unidad bíblica de los creyentes, ser miembro de una de ellas es también irreconciliable con la comunión en la mesa del Señor.

9.3 - La comunión en el servicio

«Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15). El mandato dado por el Señor a sus discípulos nos concierne hoy. Dios quiere que «todos los hombres sean salvos y lleguen al pleno conocimiento de la verdad» (1 Tim. 2:4). Todo hijo de Dios debería estar decidido a propagar el Evangelio. Podemos dar gracias a Dios de que todavía hoy haya muchos creyentes dedicados a este servicio. Además, hay muchas oportunidades para trabajar juntos por el Señor Jesús. Podemos repartir invitaciones para una reunión evangélica, montar un puesto de literatura cristiana en la calle o en una feria, distribuir tratados en la ciudad o trabajar en otros ámbitos, como la obra misionera en países lejanos. Todas estas actividades hacen posible, si no necesario, que varios hermanos y hermanas trabajen juntos. Al principio, si los apóstoles viajaban a distintos países y ciudades, a menudo acompañados de varios hermanos (Hec. 10:23; 13:4-5; 15:40), otros hermanos completamente “desconocidos” actuaban de la misma manera (Hec. 8:4; 11:19-21). Estos siervos podían ayudarse, complementarse y animarse mutuamente. Ya en el libro del Eclesiastés leemos: «¡Mejores son dos que uno!» (Ecl. 4:9). Es un gran privilegio gozar de la comunión en el servicio para el Señor; ciertamente es más común en la obra de evangelización que en el ministerio hacia los creyentes; en efecto, el servicio pastoral suele consistir en encuentros personales, mientras que la edificación suele tener lugar en reuniones públicas.

Más arriba ya hemos considerado las condiciones necesarias para la comunión en el servicio para el Señor. Recordemos que debemos dar prioridad a la comunión individual con él y a la obediencia a su Palabra, y no a nuestro propio celo o trabajo. El entusiasmo juvenil también nos lleva a veces a dejar de lado pensamientos más serios. El profeta Samuel tuvo que decir una vez al rey Saúl: «El obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención es mejor que la grosura de los carneros» (1 Sam. 15:22).

A menudo mencionadas en estas páginas, las desavenencias entre creyentes han debilitado considerablemente el testimonio del Señor. ¿Encontraremos un remedio trabajando juntos con hermanos y hermanas de diferentes medios –quizá amigos de los que hemos tenido que separarnos por amor al Señor Jesús y a su Palabra– para dar un testimonio común de la gracia de Dios en la evangelización? ¿Se haría así más creíble el mensaje de Dios de esta manera? La respuesta debe ser un rotundo «no». Dependiendo de las afinidades personales, un creyente puede sentirse inclinado a comprometerse en tal trabajo común; la obediencia a nuestro Señor y un amor real por él nos mantendrán alejados de ello.

Si tenemos el deseo de vivir en comunión con el Señor y en obediencia a la Palabra de Dios, no podemos salir ante el mundo en compañía de creyentes que sabemos que tienen doctrinas o prácticas que se apartan de las Sagradas Escrituras. Nuestra condición común de hijos de Dios es ciertamente algo por lo que debemos estar agradecidos, porque, como miembro del Cuerpo de Cristo, tengo, con cada creyente, una relación producida por el Espíritu Santo, que es imposible tener con un incrédulo. Pero eso no es suficiente para la comunión en el trabajo para el Señor. Esto requiere no solo comunión en la fe y el amor por el Señor Jesús, sino también comunión de espíritu reconociendo la autoridad de la Palabra de Dios.

El Evangelio no se limita a indicar el camino hacia la salvación eterna a los hombres perdidos, sino que también da a conocer a los redimidos el consejo de Dios, las bendiciones espirituales y su responsabilidad (comp. Rom. 1:15). Dios quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim. 2:4). Estos versículos no solo se refieren a la vida personal, sino también a la vida comunitaria, es decir: a los principios bíblicos de la Asamblea de Dios. Si estamos asociados con creyentes que no se reúnen según las Escrituras, ¿cómo podríamos enseñar a los nuevos conversos? Estos, ¿no estarían confusos de encontrarse confrontados a 2 corrientes de pensamiento? ¿Podemos asumir la responsabilidad ante el Señor de llevar a los «niños recién nacidos» algo que no sea «leche intelectual pura», para que por ella puedan crecer «para salvación»? (comp. 1 Pe. 2:2).

A veces se plantea la pregunta: ¿Existe alguna base bíblica que justifique el rechazo a trabajar juntos en la obra del Señor con hermanos y hermanas de diferentes círculos cristianos? Podemos responder inmediatamente que este problema no está tratado en el Nuevo Testamento, porque tal situación no existía en aquella época. Exteriormente, la Asamblea todavía representaba una unidad, incluso si, en muchos lugares, ya se habían formado partidos (basta pensar en la Primera Epístola a los Corintios, la Epístola a los Gálatas, etc.).

Sin embargo, podemos encontrar una respuesta en la Palabra de Dios, si reflexionamos sobre las enseñanzas presentadas sobre el tema de la comunión. Además, descubriremos una serie de ejemplos notables. El apóstol Pablo trabajó para el Señor con Silas, Timoteo y otros, pero no habría podido prestar el mismo servicio con algunos de los hermanos de Asia Menor, pues se entristeció al comprobar que se habían apartado de él (2 Tim. 1:15). Tampoco pudo Pablo tener comunión de servicio con Juan, apodado Marcos, y Bernabé, mientras que existiera entre ellos una profunda e íntima armonía, especialmente en el trabajo para el Señor, que es la base de toda comunión (Hec. 15:36-40). Con evidente tristeza, Pablo habla, en la Epístola a los Filipenses, de hombres que predicaban el Evangelio por espíritu de partido; si podía alegrarse de que «de todas maneras, sea por pretexto o por verdad, Cristo es anunciado» (1:15-18), el apóstol no habría podido unirse, ni siquiera en libertad, con tales obreros.

Por lo tanto, por nuestra parte, podemos llevar toda la obra evangélica ante el trono de la gracia, y pedir que se proclame claramente la Palabra de Dios para la salvación de los hombres perdidos. Y esto, aunque, por amor al Señor, no podamos tener comunión práctica con quienes realizan la obra. En este ámbito, como en todo, es esencial el discernimiento espiritual. Es conveniente, por ejemplo, hacer la diferencia entre un compromiso público en la proclamación del Evangelio junto a un hermano, del apoyo al mismo siervo poniendo a su disposición buenos tratados o escritos.

10 - Conclusión

Hemos llegado al final de nuestras consideraciones sobre el tema de la «comunión». Hemos visto que, mediante el nuevo nacimiento y el Espíritu Santo, todo hijo de Dios está llamado a la comunión con Dios y capacitado de gozar de ella. Por ella, tenemos una parte común con el Padre y con su Hijo, nuestro Señor y Salvador Jesucristo; por ella, conocemos un gozo íntimo y la paz del corazón; la comunión nos lleva también a separarnos de todo lo que es contrario a la santidad y a la luz de Dios en la que esta se puede saborear. La comunión con Dios, que es amor, solo puede vivida verdaderamente en su luz.

Esta comunión no se limita a la vida personal del creyente; conduce también a una comunión de los hijos de Dios entre ellos; encontramos su expresión en las relaciones cotidianas, en el servicio al Señor, pero sobre todo en su mesa, donde proclamamos nuestra comunión con su sangre preciosa y su cuerpo ofrecido en sacrificio, pero donde expresamos también la unidad de su Cuerpo espiritual.

La comunión, en todas sus formas, tiene un lado interno y otro externo; juntos dan la imagen de la verdadera comunión. El lado externo no siempre se comprende bien; a veces se menosprecia o infravalora, y sufrimos el daño espiritual que de ello se deriva.

Consideremos nuestra vida personal de fe a la luz de las enseñanzas bíblicas sobre la comunión; veremos lo poco que respondemos a los mandatos de Dios, lo poco que somos conscientes de este precioso don y lo poco que lo disfrutamos, y con qué frecuencia –incluso solo de manera externa– tenemos comunión con cosas de las que deberíamos estar separados. Qué consuelo es saber que el camino está siempre abierto para recuperar la comunión con nuestro Dios y Padre y con el Señor. Tampoco debemos pensar que toda desviación y todo pecado conllevan una interrupción inmediata de la comunión; al principio, la extensión y el disfrute de la misma están limitados. El matrimonio o una amistad muy estrecha, relaciones en las que la comunión debe ser “cuidada” y mantenida por ambas partes, presentan un aspecto algo similar. Pero a diferencia de lo que se produce en estos casos, cuando se trata de la comunión con Dios, la interrupción solo puede venir de nosotros. Los cónyuges que se aman y los buenos amigos tratan de evitar todo lo que pueda perturbar su comunión. Así pues, tengamos también nosotros el deseo de conservar una conciencia delicada, para que seamos mantenidos en una estrecha comunión con el Señor.